Aporías de la libertad

C. Nectario

 

¡Oh, Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!

Marie-Jeanne Roland de la Platière

 

El hombre es la única criatura que se niega a ser lo que es.

Albert Camus

 

La libertad es una cuestión occidental, ante todo de la filosofía moderna. La pregunta acerca de su esencia se articula en torno a la moral y la política; indaga por el sujeto en su relación con sus semejantes, con sus entornos sociales, culturales y naturales. Se inquiere acerca del sujeto o del individuo o de la persona, conceptos estos que se refieren a entidades que no son equivalentes entre sí. Se interroga sobre las posibilidades de realización vital de los individuos y por su responsabilidad, de cara a su comunidad, a lo otro y los otros. Que el escenario de la cuestión se sitúe entre ética y política implica que deba considerarse la dimensión religiosa o teológica de la libertad, así como su historicidad.

Si la libertad es ante todo un problema de la filosofía moderna, sus antecedentes se encuentren en el pensamiento griego clásico, tanto en Platón o Aristóteles como en Esquilo o Sófocles. En la tragedia se inquiere por la responsabilidad del individuo sobre sus actos, sobre su desmesura (hybris), sobre la violación de la ley que organiza la comunidad, aun si se ignora que se la está violando (Edipo rey), o sobre la contradicción entre la ley que instaura la polis y la ley de la tradición y la piedad familiar (Antígona). Sócrates acepta cumplir la sentencia injusta que lo condena a muerte y bebe la cicuta, a pesar de que sus amigos lo incitan a huir de la prisión, porque la obediencia de la ley preserva la ciudad; condenado por impiedad y acusado de negar a los dioses, cumple ―no sabemos si irónica o piadosamente― con el deber religioso cuando pide a Critón que no olvide pagar el gallo que deben a Esculapio. El precepto inscrito en el templo de Apolo en Delfos, “Conócete a ti mismo”, da cuenta de la ignorancia del hombre acerca de sí mismo, por tanto, sitúa el inicio de la autoconciencia como núcleo del pensamiento y como condición de la polis.

A diferencia de lo que acontece en la Grecia clásica, las historias de las sociedades que los europeos denominaron Oriente ―China, India, Persia, Mesopotamia, Egipto, y también África y América―, como lo veían Montesquieu, Hegel o Marx, estuvieron marcadas por el despotismo o la esclavitud generalizada. La libertad no es una cuestión que se aborde en el confucianismo o el taoísmo en China, o en las religiones hindúes o persas. La responsabilidad del individuo, que tiene que ver con las normas comunitarias que delimitan el bien y el mal, que establecen la obligatoriedad o permisibilidad de determinados actos y la prohibición de otros, se inscribe dentro de lo religioso, a partir de la representación mítica y la demarcación entre lo sagrado y lo profano. Pero no hay ninguna problematización de la organización política, de las formas de relación entre individuos y sociedad o estado. Sin lo cual tampoco puede aparecer como un problema que acucie al pensamiento la diferencia entre lo público y lo privado, o entre la ciudad y lo doméstico.

La cuestión de la libertad, de Platón o Aristóteles hasta Hegel, Nietzsche o Marx, e incluso más acá de estos, tenía que articularse en relación con el dominio de unos hombres sobre otros, con base en la polaridad entre amo y esclavo, paradigma de la “unidad” y “lucha” de los contrarios. La figura del amo no se restringe a la representación de un hombre que domina a otro, incluso hasta el punto de convertirlo en cosa de su propiedad sobre la que puede ejercer cualquier disposición arbitraria, o de un grupo ―clase, estado, nación― sobre otro, sino que trasciende el campo de las relaciones humanas para representar la relación del dios o los dioses con el creyente. El cristianismo primitivo comparte con el estoicismo ciertos rasgos que caracterizan al liberto y al esclavo que espera de su amo la manumisión, sea de la carga de trabajo cotidiano o del pecado; mas, ni el estoicismo ni el cristianismo creen verdaderamente en la libertad, pues no hay emancipación posible ni del cuerpo ni de la culpa. El Señor que promete la salvación, en el caso del cristianismo, ya ha advertido que su reino no es de este mundo. El estoico se encerrará en sí mismo para encontrar la libertad que no halla en el mundo; una libertad de pensamiento que discurre en soliloquio.

La modernidad occidental trajo consigo el impulso hacia lo mundano. La Reforma, el nacimiento de las ciencias naturales, la emergencia de una economía que tiende a la mundialización, la industria luego, inciden en un radical cambio de la idea del hombre, y por consiguiente de la representación de su lugar en el cosmos, ante la naturaleza. De Descartes en adelante, el sujeto será conciencia y, más aún, autoconciencia; es ante tal sujeto que emerge de modo acuciante su problemática libertad. Sin embargo, esa idea del hombre de la filosofía moderna heredó del cristianismo y de la filosofía griega una imagen que solo con el avance científico ha venido desvaneciéndose: la distinción entre cuerpo, perteneciente a la “extensión”, la naturaleza material y la condición animal, por tanto, mortal, y alma-espíritu, perteneciente al “pensamiento”, a la razón que vinculaba al hombre con lo divino, por tanto, inmortal. La libertad, por consiguiente, tenía que concebirse como atributo de la (auto)conciencia, de la voluntad del sujeto que lograba dominar a través del conocimiento las pasiones e impulsos del cuerpo, la sumisión a la materialidad, al deseo, para ascender al bienestar espiritual, para proyectarse a lo divino. El mal quedaba localizado en el cuerpo, en lo instintivo; el bien comenzaba por el dominio de las pasiones. Pero, ¿qué implicaciones traía este movimiento moderno en relación con la ley de la convivencia social? Es sintomática la semejanza entre la recurrencia de Descartes a Dios, quien crea al sujeto, y la idea del derecho divino de los monarcas. El Dios cartesiano garantiza la existencia de la realidad ―su propio cuerpo, los otros seres humanos, las cosas― al yo enclaustrado en la conclusión “pienso, luego existo”, así como Dios garantiza el orden social a partir del derecho divino del soberano. No obstante, el propósito cartesiano es fundamentar metafísicamente la libertad de pensamiento que requiere la ciencia moderna; frente al juicio a Galileo o a los asesinatos de Bruno o Servet, se requiere la reforma del entendimiento. Frente al dogmatismo de las iglesias, católicas o protestantes, o de la sinagoga, como bien lo entendió Spinoza, había que defender la libertad de pensamiento, de expresión y la tolerancia. A la sombra del sujeto cartesiano se protegía el surgimiento de las ciencias naturales, y a menudo incluso a la sombra de algún déspota ilustrado.

Aunque es una figura heredada del cristianismo y del judaísmo, el Dios de la metafísica moderna es una entidad abstracta, que nada tiene que ver con ese viejo personaje del mito religioso. El Dios cartesiano que ordena la naturaleza matemáticamente, el Deus sive natura espinociano, la mónada de mónadas que decide el mejor de los mundos posibles de Leibniz, el Dios comprendido en los límites de la mera razón kantiano, o el Dios de los ilustrados y los libertinos ―es decir, los librepensadores―, que culminan en la figura de la Diosa Razón de la Revolución Francesa, exponen el paulatino ocultamiento de lo divino en el mundo moderno. Se exige pensar el ámbito moral y político de modo diferente, desde la idea del hombre, a partir de su autonomía, su racionalidad, su facultad para el examen crítico y no solamente a partir de una voluntad ciega surgida del instinto. Con la razón práctica se afirmarán las teleologías, los fines que se proponen para alcanzar la paz perpetua, los imperativos categóricos que establecen la moralidad. Más tarde, surgirán los ideales de mundos perfectos en que se realice la esencia humana: sociedades regidas por la razón, la ciencia, la armonía, los reinos de la libertad, la igualdad o la fraternidad universal.

El mal en ese horizonte puede ejemplificarse con el asesinato brutal que comete el delincuente, o con los crímenes imaginados por Sade, o por la guillotina. El crimen puede evaluarse estéticamente, como lo hacen los libertinos de Thomas de Quincey. Ante ese Dios abstracto, de todas maneras heredado del cristianismo, había que colocar la pregunta por el origen del mal. ¿Cómo es posible que Dios, omnipotente, omnisapiente, crease un mundo donde existe el mal? ¿Qué sentido contiene el mito del fruto prohibido del Árbol del Conocimiento que incita a Adán y Eva a cometer el primer pecado, heredado luego por toda la humanidad? ¿Acaso en el mito no está contenida la idea del impulso humano a la libertad? Para Schelling, la libertad es la facultad del bien y del mal; influenciado por el “panteísmo” de Spinoza y recurriendo a los gnósticos, recurre a la argucia de postular un in-fundamento o abismo (Ungrund) que subyace en Dios. Ese in-fundamento de Dios, ligado a la materialidad y al mal, es el opuesto dialéctico, complementario de la luz, del espíritu divino y del bien. El mal, y ya no solamente el bien, adquieren una dimensión metafísica esencial, están en el fundamento del ser y en su oscuro abismo. El devenir, o más bien la historia, es una lucha incesante entre el bien y el mal.

De alguna manera, esta aventura del pensamiento occidental culmina en el espíritu absoluto hegeliano. ¿Acaso lo divino es la totalidad de lo humano, el despliegue de lo humano en la historia, hasta alcanzar las formas de organización de la moralidad y del Estado modernos? La historia es el despliegue del espíritu absoluto, que incluye la totalidad de lo humano, hasta alcanzar el reino de la libertad, claro que también gracias a las astucias de la razón: el mal, como la guerra, impulsa el progreso histórico. Pero en Hegel, a partir del célebre capítulo de la Fenomenología sobre la dialéctica del amo y del esclavo, la libertad adquiere una connotación de enorme importancia para la historia posterior, al menos en Occidente: tiene por fundamento el reconocimiento del otro. Es conocida la trama de ese pasaje: hay dos conciencias que se encuentran y confrontan; una de ellas no se rinde ni siquiera ante el amo absoluto, la muerte: es la conciencia del amo. La conciencia del esclavo prefiere, ante la muerte, el sometimiento al amo. Reconoce al amo como tal, y en consecuencia satisface su deseo a través del producto de su trabajo. El amo, al depender del trabajo del esclavo, se supedita a este. El esclavo, adiestrado en el conocimiento gracias al trabajo, reconoce al amo, y luego, por ese reconocimiento, toma conciencia de su propia situación. Desea el reconocimiento del amo, la superación de la confrontación y de la condición misma de la esclavitud. El fin de esta, el ámbito de la libertad, emerge del mutuo reconocimiento de la libertad del otro, de que el otro es también autoconciencia, y que solo puede serlo a través del muto reconocimiento. En otro pasaje, al inicio de sus Lecciones sobre la historia de la filosofía, Hegel postula que la filosofía, es decir, la Ciencia ―el concepto, pensamiento puro, y no ya la representación contaminada por la imaginación, por las ilusiones de lo que luego se llamará ideología― surge en Grecia porque en la polis se encuentran hombres libres que se reconocen como tales, los ciudadanos, y porque el pensamiento adquiere libertad. Esta tesis trae consigo implicaciones que aún permanecen ante nosotros: el conocimiento necesita una organización social donde exista la libertad de pensamiento, esto es, de palabra, de interlocución y debate. Por otra parte, la exclusión de los no-ciudadanos del orden de la libertad conlleva la separación entre el ámbito público, la ciudad, y el mundo doméstico donde el ciudadano ejerce despóticamente su condición de amo sobre las mujeres, los menores de edad, los esclavos, los extranjeros. A los excluidos se les coarta la libertad de pensamiento, se los silencia o se encierra su conversación entre los muros de la casa, su palabra se reduce a murmullo.

La historia del progresivo ocaso del Dios de la metafísica moderna culmina, como sabemos, en la constatación de su muerte por parte de Zaratustra; consiguientemente, en el nihilismo, es decir, en la carencia de fundamento para los valores. Ante la ausencia de Dios, ¿qué es la libertad? ¿Cuál es el fundamento de la decisión entre el bien y el mal? ¿La voluntad de poder, el impulso por perseverar en el ser, la utilidad, el placer? ¿Qué puede impedir el crimen? ¿Acaso el reconocimiento del otro es suficiente para evitar su asesinato o su esclavitud? La rebeldía adolescente en la época del nihilismo se extiende de los terroristas rusos del siglo XIX hasta los artistas de las vanguardias de hace un siglo, en actos que implican la afirmación de la voluntad individual que se rebela contra la ley. En el caso de los primeros, poniendo en juego su propia muerte; en el de los segundos, como un puro gasto de energía creativa que se dirige a corroer la propia obra. El rebelde impugna todo orden, el revolucionario impugna el orden existente para instaurar uno distinto. El intelectual de Occidente se refugia en algún espacio institucional que no tiene problema en acoger su disenso.

Sin embargo, los dioses no acaban de morir. Renacen a partir de los supuestos orígenes o los grandes fines: Nación, Pueblo, Proletariado, Dinero, Raza, Libertad, Igualdad, Fraternidad, Comunidad… Incluso otros dioses más difusos aparecen en escena, por caso, Seguridad, esa obsesión de nuestro tiempo. En nombre de la nación o la raza, se crean campos de exterminio donde se industrializa el asesinato o se emprenden campañas de limpieza étnica. En nombre de la libertad se levantan patíbulos, y en el de la igualdad, se crean gulags. En nombre de la justicia y la reparación, se cultiva el resentimiento, fuente de los fascismos. En nombre de la seguridad, se instalan ciudadelas amuralladas, cámaras de reconocimiento facial en calles y plazas, regímenes policiacos.

No obstante, herederos de Occidente como somos, ya sin dios que garantice cualquier más allá, ni en el cielo ni en la tierra, sabiéndonos finitos, es decir, mortales, como individuos y como especie, alejándonos día a día de las nociones modernas sobre lo humano, no nos resignamos a seguir indagando por lo que somos, por las posibilidades de vida que se abren en los límites de nuestras existencias. Por lo que cabe proseguir en el esfuerzo de mantener espacios públicos y domésticos de mutuo reconocimiento y de interlocución, de una siempre precaria y problemática libertad de pensamiento.

 

 

Imágenes: Rostyslav Savchyn (Unsplash); Andrés Canchón (Unsplash); Cabecera: El jardín del Edén (detalle). Panel de terciopelo trabajado con hilo de seda y metal. Último cuarto del siglo 16. The Met Museum

Un algoritmo Gulag

Carlos Reyes

 

«El hecho de mostrar a un detenido que abandona la cárcel no nos explica la libertad»

Sartori

 

Los comisarios

Al diplomático Alexander lo sorprendieron, al parecer, de paseo por la calle. Sin que lo sospechara, un espontáneo se le acercó de manera efusiva entre la gente, llamándolo por su nombre. Quizás desconcertado por un extraño que aseguraba conocerlo, en cuestión de segundos estuvo arrimado a un vehículo dedicado a capturar “culpables”. A Piotr lograron convencerlo, en su trabajo, de que había ganado un voucher para disfrutar unos días de descanso. Junto con su esposa se dirigió a la estación, y lo detuvieron allí, con un equipaje que llevaba quizá más de lo necesario para una condena de no menos de diez años. En el caso de Irma, se supo que fue guiada a la Lubianka por el mismo juez a quien había invitado a pasar unas horas en el teatro Bolshoi. Al finalizar el evento, su acompañante simplemente la condujo al interrogatorio.

El Archipiélago Gulag de Aleksandr Solzhenitsin (Kislovodsk 1918-Moscú 2008) entrega con las memorias del destino de Alexander, Piotr, Irma –y de otros cientos–, un repaso al encarcelamiento de la población rusa, atrapada desde el triunfo del bolchevismo, en un ambiente político urgido por la “depuración política”. Las detenciones y ejecuciones, selectivas y colectivas, se convirtieron rápidamente en la solución penal a la imposibilidad de convencer a la ciudadanía de las bondades de destruir el mundo conocido; destruirlo, por supuesto, para plasmar uno mejor.

El archipiélago es también una reflexión desesperada sobre el encierro político. En el recuento, las capturas muestran un aislamiento operado para la supervivencia del partido: “te detiene el ciclista que tropieza contigo en la calle; el revisor del tren, el taxista, el empleado de la caja de ahorros, el gerente del cine, cualquiera puede detenerte, y solo te dejan ver su carnet rojo, que llevaban cuidadosamente escondido, cuando ya es demasiado tarde”. El comisariado se practica colectivamente para sobrellevar la liquidación de todas las libertades.

En las anécdotas de los prisioneros del Gulag se mezclan el lamento y el asombro ante el momento de la detención; en la confusión de la noche o en situaciones impensadas –en el trabajo, en la tabla del quirófano–: “¡A mí, por qué!”. Los recuerdos pertenecen a Solzhenitsin y a otros que atravesaron el arresto y tortura, para luego cumplir su reeducación en alguno de los campos o colonias del sistema. Pero el texto no se limita a exponer uno de los capítulos más grotescos del siglo XX. En varios pasajes Solzhenitsin insinúa aquello que lleva a unas personas a encerrar a otras:

El que uno dé con sus huesos en la celda de los condenados a muerte no depende de lo que haya hecho o dejado de hacer, sino del giro de una gran rueda movida por poderosas circunstancias externas.

El encierro descrito es patente en todo el territorio, y toda persona está a vísperas de su reclusión. Y si en un primer momento los arrestos eran una sorpresa, con el paso de los años eran prácticamente esperados. No parece tampoco operar en aquel contexto un poder mayormente mecánico, sino una suspensión premeditada de la existencia y un silenciamiento estratégico de toda forma de disidencia. Este aspecto es quizá uno de los más complejos que afrontó la dirigencia política soviética en su momento, porque ¿cómo contener a millones de personas, testigos de la situación económica en el campo y la ciudad? ¿Cómo procurar que no se filtre la realidad a través de las fronteras si no es achicándolas hasta el tamaño de una celda, o con la servidumbre de los trabajos forzados?

¿Es la modernidad el marco infeliz y propicio para ese acontecimiento llamado Gulag? La apreciación que Arendt hace de la historia contiene precisamente esa idea, en la que tanto el gulag como el exterminio nacional-socialista pueden ser vistas como expresiones de una mecanización contemporánea de la existencia:

La transformación del Gobierno en Administración, o de las Repúblicas en burocracias, y la desastrosa reducción del dominio público que la ha acompañado, tiene una larga y complicada Historia a través de la Edad Moderna; y este proceso ha sido considerablemente acelerado durante los últimos cien años merced al desarrollo de las burocracias de los partidos (Sobre la violencia).

La modernidad para Arendt es aquello que hace explicable, por ejemplo, al monstruo Eichmann –la forma que encarna el mal–, puesto que el hombre es arrojado en él solo como un sujeto de cumplimiento; en el caso del exfuncionario y exoficial nazi se le atribuye falta de imaginación para dirigir el horror (Eichmann en Jerusalén). Pero aquella interpretación y la categoría de lo “banal” quizá no logren realmente explicar lo sucedido en el Gulag –y tal vez tampoco lo acontecido en el campo de concentración– aunque la pensadora encuentre similitudes entre sus dos ideologías, el nazismo y el bolchevismo. Por ejemplo, en sus respectivos nacionalisimos y a la vez sus afanes internacionalistas y expansionistas.

En su recuento del juicio de Eichmann, la perspectiva de Arendt recurre a un marco de interpretación contra-moderno para intentar sosegar la monstruosidad que los captores encuentran en el reo. En su reporte, Eichamnn no era un Yago ni un Macbeth, sino, en su momento, un funcionario diligente, un retoño de la modernidad. Pero con esto en mente, ¿cómo explicar la “golondrina” que detalla  Solzhenitsin como simple práctica burocrática?: “se le pone al preso en la boca una toalla larga y recia (la brida) y los extremos se le atan a las plantas de los pies pasando por la espalda. Y de este modo, hecho una rueda, tumbado sobre el vientre, crujiéndote la espalda, pásate un par de días sin comida ni agua.” ¿No se requiere imaginación para probar el golpe en el nervio ciático que describe, “cuando el glúteo ha enflaquecido después de un largo ayuno”?:

No duele en el lugar del golpe, sino que estalla en la cabeza. Después del primer golpe, la víctima, loca de dolor, se rompe las uñas contra la estera (…) Después de la sesión, el apaleado no podía caminar, pero no se lo llevaban a cuestas, sino que lo arrastraban por el suelo. Las nalgas no tardaron en hincharse de tal modo que era imposible abrocharse los pantalones, pero casi no quedaron cicatrices.

Si se quiere explicar el horror del archipiélago con razones de burocratización o inercia, debe tenerse presente también el entusiasmo ideológico en todos los niveles de la administración. Y el ingenio. Por ejemplo, sobre el modo en el que los jueces de instrucción del Gulag interrogan a los detenidos por sus conversaciones mutuas:

Pero llevaba tres días sin dormir. Apenas le quedaban fuerzas para seguir su propio pensamiento y para mantener imperturbable el rostro. Y además no le dejaban ni un minuto para pensar. Dos jueces de instrucción a la vez (les gusta hacerse visitas) se echaron sobre usted: ¿De qué? ¿De qué? ¿De qué? Y usted hace una declaración: hablamos de los koljoses (de que no todo funciona aún muy bien pero pronto se arreglará). Hablaron de las primas. ¿Exactamente en qué términos? ¿Se alegraron de que las rebajaran? La gente normal no puede hablar así, de nuevo resulta inverosímil. Hay que darle credibilidad: nos quejamos un poquito de que estén apretando un poquitín con las primas. Y el juez, que escribe el acta de propia mano, traduce a su lenguaje: en este encuentro calumniamos la política del partido y del Gobierno en materia de salarios.

Hay algo evidente: nadie estaría dispuesto a arriesgar el cargo o la vida, cuando la fragilidad jurídica dispone que incluso el propio comisario sea un reo en potencia si no cumple sus instrucciones. Y evidentemente hay un componente de terror que fomenta la diligencia en el procesamiento de millones de personas, quinquenio tras quinquenio. Pero también debe asumirse la plena conciencia del torturador creativo para el sostén y ocultación del sistema. ¿Qué puede tener aquello de banal?

El sistema de represión que se normalizó en la Unión Soviética conduce, invariablemente, a pensar en la ideología que lo puso en práctica. ¿Por qué ideas específicas perseguir, encerrar, aniquilar? ¿Por qué razonamientos convivir con la muerte? La historia del archipiélago podría responder aquello en parte, si se entiende que la supresión de una libertad, la de palabra, conduce hacia la ausencia de todas las libertades. Con su supresión se traza el camino de las demás, y siendo la menos evidente quizá es la más susceptible a ser postergada. Una vez suprimida la palabra, toda libertad queda en suspenso, puesto que ya no es posible siquiera hablar de su propia ruina, de ella misma como recuerdo. ¿Cómo hablar de verdades como la tortura y la muerte si están proscritas? En la tragedia las palabras tienen la característica de arrastrar a todo el mundo consigo cuando con ellas se admite la verdad. ¿Cómo habría de descubrir la verdad de Edipo si no presiona a Tiresias, la ciega voz de la experiencia, aún a costa de su propia desgracia? Tiresias, que conoce la vedad e intuye sus efectos, pretende retrasarla con otras palabras, con ruegos, para que Edipo desista en conocerla. Porque la palabra y la verdad son necesariamente la perdición del parricida, el mismo que se ha puesto una venda en los ojos. Su desenlace es, irremediablemente, la ceguera y la catástrofe:

Mientras vive, al hombre acechan en la sombra Muerte y Hado,
y él espera su embestida como víctima mortal.
No llaméis dichoso a nadie, mientras no haya traspasado
los umbrales de la vida sin probar la adversidad…

Es realmente entendible el temor colectivo ante la idea de publicar la destrucción causada por las ideas de un régimen como el soviético, lo que facilita que el silencio forme parte de la rutina; así también el silencio permite que rara vez se ponga en cuestión el valor de la identidad política, de todas las identidades que giran en torno a ella. Y si bien la época zarista no se caracterizó por el ejercicio de la libertad de palabra, los órganos de seguridad del Estado revolucionario se empeñaron en superar el mismo absolutismo que cooptaron.

 

Los activistas

No es raro encontrar editoriales en Internet que atribuyen virtudes cívicas al activismo ciudadano en las redes sociales, sugiriendo (frases más o menos) su utilidad como tribunas de opinión. Con esta perspectiva, las redes se asumen como una herramienta para elevar quejas en asuntos sociales, iniciar movimientos políticos, o incluso fiscalizar a los poderes públicos. Las redes sociales (especialmente Facebook y Twitter) se han nutrido de voces y expresiones que aspiran a modificar el curso de la política. Es claro que las rutinas de toda experiencia política se han visto afectadas por aquello que circula en ellas, pero no es menos cierto que su alimento es, con frecuencia, el descontento y el exabrupto.

La propia ingeniería de las redes sociales es, al menos, corresponsable de un ambiente que además de agresivo es solitario. Especialmente para las personas que le dedican más atención, las redes son un problema psicológico, puesto que levantan en torno ellas una burbuja silenciosa de incomunicación. Hay evidencia de que las personas filtran la aparición de aquellas publicaciones que se oponen a sus valores, llegando a bloquear y cortar toda amistad (virtual y real) con quienes las divulguen en sus redes sociales. Su uso excesivo hace imposible compartir espacios de trabajo cuando “el otro” no expresa sus mismas percepciones de la realidad. En un juego de censuras mutuas, las reacciones en redes sociales exhiben a unos usuarios impugnando la existencia virtual de otros, sin siquiera conocerlos en la vida real.

La situación descrita tiene que ver también con la manera en la que las redes interconectan a sus usuarios. Los algoritmos que coordinan las relaciones en redes sociales facilitan el acceso a publicaciones entre personas con ideas similares; pero también las exponen a opiniones o noticias provocadoras sin mayor contenido (clickbait), logrando respuestas impulsivas. El refuerzo de los sesgos es un proceso continuo para el usuario frecuente de estas redes que, con el paso del tiempo, se especializa, distinguiéndose luego como “ciberciudadano”. Un rasgo particular también lo define: es propenso a intentar silenciar las opiniones de quienes encuentra repudiables y adopta la consigna de fiscalizar a quienes considera sus adversarios; entre otras estrategias, emplea la denuncia ante empleadores, amistades y familiares. En el entorno de las redes sociales te silencian el empleado, el gerente, el estudiante, el académico, el periodista, el artista, el escritor, el poeta, quizá amigos y conocidos. Pero sobre todo te silencia el activista.

El activista persigue afanosamente las palabras y opiniones que considera detestables cuando las interpreta como odio. Pero esto va más allá de cualquier intercambio de discrepancias. Trastocando la pragmática del lenguaje, y aplicando acríticamente la idea de “hacer cosas con palabras” (actualizando a J. L. Austin y sus continuadores) el activista define a conveniencia la contradicción de sus ideas como un hecho punible. La palabra u opinión odiosa se denuncia como acto, y asumiéndose como “acto de odio” (contra alguien, o un grupo), la palabra debe responder a un autor.

Decir, postear algo “detestable” en redes sociales, es cometer una contravención, y no solo por la codificación que dispongan sus administradores. Dado que el sistema está configurado para facilitar la denuncia, para el ciberactivista el detestable contraviene lo que es aceptable, especialmente en ámbitos altamente complejos –sexo, raza, etnia, identidad, género, edad, pobreza, migración, salud, discapacidad, estética, nutrición, deporte, ciencia, clima, derecho…– por lo que con frecuencia termina siendo evaluado moralmente y no en razón de sus argumentos. A partir de entonces se es perseguible por un “delito” de odio, exigiendo poco más y una captura de pantalla como evidencia.

El ánimo de denuncia del activista libra a las redes sociales, al menos en parte, de su responsabilidad en la congregación de gente y en el hospedaje de su radicalización, dado que, sin dicho ánimo, y sin suspicacias –como las de trocar las palabras en actos de odio– la informática resulta superflua. Ciertamente entre las conductas de una tragedia como la del Gulag y la actitud censora del ciberactivista hay un abismo, pero también hay un hilo, el de las historias de aislamientos y encierros –perfeccionados en la era análoga y más anónimos en la digital. Y sin ánimo de forzar una comparación, podría decirse que en las redes sociales parecen replicarse las radicalizaciones propias de las ideologías más resistentes desde el siglo pasado, cuando algunos comportamientos nos muestran lo que sobreviene donde el debate pierde toda metodología, pero también toda razón.

¿Qué harán los ciberactivistas cuando todo esto termine, cuando sean ellos mismos los denunciados por infringir sus propias ideologías? ¿Qué puede suceder si se normaliza –aún más– el silenciamiento subjetivo de toda palabra considerada detestable? ¿Cómo debatir con nuestros antagonistas si todos guardan silencio y acaban expresando su opinión solo en votaciones? ¿Qué hacer ante aquellas personas que conocemos en la vida real, pero están atrapadas en la virtual?

Hace poco más de diez años las redes sociales apenas tenían incidencia en nuestras discusiones políticas, y ahora, cuando un cruce de ideas no puede sostenerse sin riesgo de añadir guerras donde solo había choques, parece oportuno pensar cómo volver a conversar. Con suerte aquello puede empezar, primero abandonándolas, y luego procurando volver a algo diferente a ellas. Llegará el momento de resetearlas. Esto funciona así.

 

Imágenes: Sasha Freemind (Unsplash);  Mariann Szőke (Pixabay); pixel2013 (Pixabay); Nathan Wright (Pixabay); Prateek Katyal (Unsplash)

Kafka o la ficción liminar

 Alejandro Gordillo
@AlejoMilmachets

El umbral

Existen dos versiones en castellano de un cuento de Kafka que aún hoy no se ha logrado datar con exactitud. El texto es apenas un párrafo y, polémicas de traducción aparte, presenta sustanciales diferencias a pesar de su brevedad.

Ambas traducciones parten de títulos diferentes: Deseo de convertirse en indio (traducción de Galaxia Gutenberg) y Deseo de ser piel roja (traducción de Alianza Editorial). La primera traducción, como se aprecia, es más literal y busca volcar toda la crudeza y lo agreste del original. La segunda traducción, más libre, se permite interpretar y forzar un poco la literalidad. Comparaciones aparte, es evidente el campo semántico hacia el cual se dirige el autor cuando expresa este deseo: indio o piel roja nos está anunciando un impulso de devenir en algo radicalmente diferente.

Se pueden intuir las múltiples lecturas culturales e ideológicas que se derivan de que se equipare a ese radical otro que se quiere ser con un indio o un piel roja. La segunda traducción pudo haber optado sin problemas por cualquier otro pueblo aborigen del norte de América: apache, comanche, siux. La voz narrativa busca aquello que ha quedado más allá del límite de lo que consideramos civilizado, incluso de los límites de lo humano. El núcleo de la narrativa de Kafka aparece: ficcionalizar a partir del límite, traspasarlo y volver para intentar hablar de lo experimentado.

El deseo de ser un indio trae consigo la sucesiva desaparición (seguiremos a partir de aquí con la traducción de Galaxia Gutenberg). Inicia en la casi indiferenciada imagen de jinete y animal: “sobre un caballo a todo galope, con el cuerpo inclinado y suspendido en el aire”. Le sigue una extraña serie en la que primero afirma desprenderse de algo que, sin embargo, luego declara no haber poseído nunca: “hasta dejar las espuelas, pues no tenía espuelas, hasta tirar las riendas, pues no tenía riendas”. La desaparición parece comportar la disolución de la sintaxis temporal: aquello que se pierde hace desaparecer también su huella cronológica y, con ello, el testimonio de su existencia.

Una vez disueltos los aparejos con los que el jinete conduce, se mueve hacia su propia desaparición: “y sólo viendo ante mí un paisaje como una pradera segada, ya sin el cuello y sin la cabeza del caballo”. Hacia el final del cuento, el jinete ha devenido en pura mirada aun sin tener ya ojos. Lo que queda de él es la visión del paisaje y dos cuerpos, uno humano y otro animal, sin sus cabezas y enfrentados a este horizonte.

La única libertad posible, entonces, parece ser la desaparición; dejar de ser, salir de lo que se es o huir de la sensación de que uno es un extraño incluso para sí mismo. Esta intuición parece repetirse en distintos autores del siglo XX: Musil, Walser, Benjamin, y se encuentra incluso tematizada y recuperada de forma recurrente como parte de la poética narrativa de Vila-Matas quien habla del arte de la desaparición.

Se ha dicho que muchos de los textos de Kafka están muy cercanos genéricamente a la fábula, pues son apenas breves relatos que parecen condensar una enseñanza que elude su aprehensión. El concepto de fábula está muy ligado a la idea de umbral, de permanecer en un inter-estado y lograr alcanzar una nueva dimensión ya sea de uno mismo, del mundo o de ambos. En Kafka, el rito de paso no termina de cumplirse nunca y solo la muerte “salva” a algunos de sus personajes de ese trance infinito al que están condenados; de ahí que, al no consumarse, sus relatos suspendan indefinidamente un sentido completo.

La arquitectura de Kafka reproduce este continuo aplazamiento del sentido, la materialización de esta idea de existir en lo liminal en lugares que pueden ser tanto refugio como amenaza, en historias como La construcción. Respecto a este cuento, Calasso puntualiza la diferencia semántica de la que parte esta ambigüedad: “La lengua alemana tiene dos palabras que significan guarida: Höhle y Bau. Palabras opuestas: Höhle designa el espacio vacío, la cavidad, la caverna; Bau se refiere a la guarida en tanto construcción, edificio, articulación del espacio”. En su búsqueda de soberanía, el roedor edifica un refugio que, sin embargo, está inspirado en el puro terror invisible de un rumor apenas percibido de algo que lo amenaza y que nunca termina de aparecer en el relato.

El arte de la desaparición, por tanto, no puede provenir únicamente de la huida sin más, sino que ha de diseñarse y ejecutarse minuciosamente a través de la invención de ficciones.

En Kafka parece cumplirse el oscuro reverso de la aspiración romántica de ilimitar vida y arte. El universo absurdo de la ficción gana terreno sobre la realidad y no lo hace como si se tratara de una invasión endógena, sino más bien como si este fuera el centro mismo de lo que llamamos realidad. Este núcleo traumático de bordes permeables intercambia su contenido con el mundo y va ganando terreno sobre él. Kafka deja muchas veces la sensación de que dentro de la ficción existe un nivel ficcional extra, como una suerte de inconsciente ficcional que está operando debajo de todo y que comparte memoria con nuestro propio inconsciente.

El mecanismo del terror por el que un elemento de nuestra realidad se vuelve del todo extraño y siniestro, en el caso de Kafka se aplica a la realidad entera que aparece como espeluznante. De ahí que una de las consecuencias naturales de la ficción kafkiana pueda verse en Lovecraft y su horror cósmico, en donde esta influencia siniestra que parece gobernar la realidad que en Kafka se proyecta al infinito, en tanto nos es siempre desconocida o cuyo encuentro está siempre aplazado, en Lovecraft se concreta en toda una mitología del mal que gobierna el universo con sus dioses arquetípicos.

Para-realismo

Kafka da forma a un devenir volcado al absurdo. La categoría de lo liminal se aplica también a su afán de difuminar aún más la línea entre lo real y lo ficticio. En su caso, más allá de una simple ilimitación, lo ficticio parece amenazar e invadir la realidad, vampirizarla hasta hacerla perder sustancia e inocularle nuevas dimensiones apenas intuidas, inaccesibles. Esto pone en crisis el realismo moderno del siglo XIX en donde había predominado una clara voluntad mimética.

Entre los pocos casos en los que se rompe el realismo decimonónico se vislumbra la sospecha de que el absurdo (o el mal) gobierna la realidad; esta sospecha normalmente va de la mano de forzar el pacto de lectura con episodios como el Wakefield de Hawthorne, La nariz de Gogol o el Bartleby de Melville. Todos estos indicios de lo kafkiano terminan siendo redimidos mesiánicamente en él y pasan a ser los antecedentes de la nueva fuerza configuradora de la tradición literaria del siglo XX que se volcará a la destrucción de la mímesis y la experimentación máxima. De esto es de lo que habla Borges cuando se refiere a que Kafka fue capaz de crear retrospectivamente a sus precursores. Esta reconfiguración de la experiencia de la recepción en la que el espectador debe conocer la tradición contra la que se está creando ocurre en el caso de Kafka con el realismo decimonónico y, por ejemplo, la presentación de La transformación en 1915 en la que, en un tono aparentemente realista, se introduce un acontecimiento extraordinario que no aparenta contradecir las leyes del ámbito en el que se instala aunque parece suponer, por el contrario, su total alteración y casi hasta su negación. Kafka se erige en una vanguardia imposible de un solo autor. Alrededor de la misma época, en 1913, Duchamp preparaba sus primeros ready-made y también ponía en marcha la crisis tanto en la producción como en la recepción alrededor de una obra que reclama un doble esfuerzo, teórico y estético, para percibir el gesto de negación hacia toda la tradición anterior y la entonces reciente difuminación de realidad y arte en la plástica.

Luego de un siglo en el que la narrativa intentó agotar la representación de la realidad humana, Kafka reduce el mundo hacia lo mínimo. La mayoría de sus historias oscilan entre el confinamiento o la búsqueda desesperada de liberación. Kafka parece reírse no de sus personajes sino de su voluntad misma, de la ilusión del albedrío introducida en la historia del pensamiento por el cristianismo como solución al dilema de la existencia del mal. La teleología de la recompensa del libre albedrío que se inclina hacia el bien desaparece. El castigo puede darse súbitamente sin causa alguna. Benjamin supo leer en esta desesperanza el reverso positivo de la única posibilidad de libertad: aquella que se ejerce aquí y ahora.

De entre todos los curiosos puntos de vista con los que Kafka experimentó, uno de los que sobresale es el de El puente. En este relato, la voz narrativa se sitúa en la estructura misma. Está ahí y anhela que su naturaleza se cumpla; es decir, que algún paseante lo atraviese para sacarlo de su expectación. Sobre este paso de la pasividad a la acción que pone en movimiento la voluntad se suele centrar una de las modalidades de la amenaza muda que subyace en los relatos kafkianos. En El puente, es la misma construcción la que frustra el tránsito de un caminante en cuanto esta gira sobre sí misma para alcanzar a observar a quien ha osado saltar sobre ella en lugar de caminar gentilmente para cruzarla. Tras esta acción, todo sucumbe y se precipita hacia el río y sus violentos remolinos. Esta historia de un colapso podría operar como un modelo de lo que ocurriría en otros de los cuentos de Kafka cuando uno de sus actantes se acerca a su objetivo; es decir, la perenne sospecha apostada en sus ficciones.

La crisis de lo humano

La abolición de la voluntad en Kafka pone en crisis la idea de lo humano. En su Carta sobre el humanismo (1947), Heidegger parte de una suerte de continuación a las reflexiones en torno al problema de la metafísica de su obra de 1929 ¿Qué es metafísica? En este caso hay un retorno a la cuestión esencial de que hasta ahora, según Heidegger, la metafísica ha pensado únicamente a lo ente y ha olvidado u omitido el ser, por lo que todo humanismo previo estará también contaminado de este “error”, dado que: “ […] la esencia del humanismo es metafísica”.

La obra empieza por indagar la esencia del actuar que para el autor es el despliegue del ser, parte de él y se dirige hacia lo ente. El pensar, en cambio, va únicamente hacia el ser. De este modo, Heidegger busca ahondar en su diferenciación de la filosofía tradicional, que nació como técnica y termina ineludiblemente volcada hacia lo ente (tal como ocurre con las demás ciencias), y el pensar que está siempre dentro del ámbito del ser. Pero para “decir” el ser, propone Heidegger, es necesario que el lenguaje sea liberado de la gramática tradicional que apunta hacia lo ente y que todos los signos sean redirigidos hacia el ser.

El hombre, entonces, es el llamado a “escuchar” al ser y buscar el lenguaje que le es propio. Para esto, Heidegger pretende que se supere el humanismo tradicional que considera al hombre como un animal racional, un ente biológico entre tantos diferenciado por su capacidad intelectual. La proximidad al ser “salva” al hombre, lo excluye de su naturaleza puramente salvaje y lo eleva a la categoría de “pastor del ser”. Sin embargo, detrás de esta imagen bucólica y aparentemente inocente, se encubre toda la carga negativa enunciada por Peter Sloterdijk en sus Normas para el parque humano. Una respuesta a la «Carta sobre el humanismo» (1999); esto en el sentido de que quienes tienen acceso al ser serían los llamados a la cría de los otros para garantizar una comunidad equilibrada tal como lo proponía Platón. La curiosa metáfora de la cría del otro habla de una domesticación que conduciría al hombre a un estado cercano a lo extático. Sloterdijk apunta: “El morar recogido en sí mismo heideggeriano en la casa del lenguaje es como una escucha expectante de aquello que el Ser mismo ha de dar a decir. Ello conjura a un escuchar-en-lo-cercano para lo cual el hombre debe volverse más reposado y manso que el humanista que lee a los clásicos”.

El pastor que escucha al ser bien podría recordarnos a la imagen irónica de Kafka del hombre que muere a las puertas de algo que jamás podrá descubrir o a la inversión del mito de las sirenas donde Ulises pretende escuchar su canto que supuestamente devela todo el destino del hombre cuando en realidad ellas no ejecutan nada.

Uno de los problemas fundamentales es, por tanto, que el hombre lanzado hacia el mundo, enfrentado a la angustia de la nada y a la de su propia finitud (sin hablar aquí de los problemas históricos del entorno en el que se desenvuelve) de pronto devenga en pastor, en pura pasividad que aguarda, pues como menciona Heidegger: “Antes de hablar, el hombre debe dejarse interpelar de nuevo por el ser, con el peligro de que, bajo este reclamo, él tenga poco o raras veces algo que decir”. ¿Qué podrá decirse entonces del actuar? ¿Cuándo llegaría a validarse el obrar de lo ente si es que este ser esquivo y caprichoso nos niega su palabra? La libertad del hombre pasa a ser tal solo con relación al ser. El estar arrojado en el mundo, proyectado hacia el fin, reclama además una sintonía con el ser que valide nuestra existencia, pues aunque es lo más próximo rara vez podremos extraer algo de él. Una nueva angustia nace para el hombre: la angustia del que espera en la promesa de una vaga recompensa incierta. La angustia de la ausencia de algo que se nos dice que nos circunda pero que demora en su manifestación que se ofrece ambigua. La tierra prometida no es ya el lugar al que se accederá luego de un éxodo traumático y el sacrificio. El ser rodea al hombre, no le reclama más que un estado de escucha y, sin embargo, le es esquivo.

El gesto de esta pura pasividad, situado en su contexto histórico, parecería por un lado la respuesta a la necesidad de apartarse de la realidad histórica y de las consecuencias del fascismo hasta casi el punto de negarla, de nihilizar la situación inmediata y elevar el discurso del pensamiento hacia cumbres seguras. Esto, que podría tomarse como una reacción producida por una especie de culpa del pensamiento, parte de una premisa válida que es la del fracaso de gran parte del racionalismo imperante y de las ideas de absoluto traducidas en totalitarismos. Sin embargo, el hecho de apartar la mirada del mundo no hace que este desaparezca en su entidad; lo que ocurre es simplemente que el objeto del pensar en cuanto tal se proyecta hacia un ser en extremo indeterminado, a pesar de que Heidegger proclame que este sea lo más próximo al hombre.

Este es un nivel de autoconsciencia de la razón que es capaz de mirarse a sí misma en su devenir histórico y de sopesar los distintos movimientos que ha realizado. Heidegger señala el origen del humanismo en el mundo clásico, entendido este como un valor frente a lo bárbaro y termina en la autoinmolación que reclama que el pensamiento no acuda ya a lo abstracto o lo concreto, a lo sagrado o lo profano, si no a algo tan indeterminado como el ser. Por otro lado, el hombre que no se retrae a esta escucha del ser podría devenir en bárbaro para sí mismo o, en su defecto, los otros hombres que no se dispongan a esta escucha devendrían en bárbaros. De esta manera, el giro que se opera termina por nihilizar toda la historia anterior. Toda la filosofía, todo lo racional que meditó únicamente sobre lo ente y actuó en base de ello deviene en esta nueva forma de barbarie ante hombres que trascienden estas categorías y se tienden con su oído a la escucha del ser.

Cuando Heidegger señala que: “El único asunto del pensar es llevar al lenguaje este advenimiento del ser […]” y se enfrenta a la cuestión de la tradición afirmando que: “Huir a refugiarse en lo igual está exento de peligro. El peligro está en atreverse a entrar en la discordia para decir lo mismo”. Salva su propuesta de este “pensar a la escucha del ser” situándola en el plano estético que, como se señala antes, podría asumir el error de nombrar al ser ir hasta el final y recrear en sí su búsqueda. La poesía es, por tanto, el vehículo ideal a través del cual el ser puede ser expresado. El problema de esto, dice Sloterdijk, es que el hombre queda reducido a la función de secretario del ser y su comunidad a una “[…] iglesia invisible de individuos dispersos, cada uno de los cuales escucha a su modo en lo tremendo”.

 

Imágenes: Aman Bhatnagar (Pexels);  Igor Starkov (Pexels); othebo (Pixabay)

 

El Narciso satisfecho

De lo que sólo es movido
Pero no tiene fuente propia de movimiento
Sino que es impulsado
Por los poderes demoníacos del inframundo.
Y la acción justa es libertad
Respecto al pasado y al futuro.
Para la mayoría de nosotros este es el objetivo
Que aquí jamás alcanzaremos.
Sólo estamos invictos porque seguimos intentando;
Nosotros, los finalmente satisfechos
Si nuestra reversión temporal nutre
(A no mucha distancia del ciprés)
La existencia de un suelo en que hay sentido.

T. S. Eliot, Cuatro cuartetos.

 

I

La ontología del sujeto o de la subjetividad ha sido históricamente la tierra firme sobre la cual se han erigido estados y ciudades, centros carcelarios y escuelas, fábricas y hospicios. De igual forma, esta fue el marco en el cual se inventó la guillotina y, simultáneamente, se realizó la declaración universal de los derechos del hombre y del ciudadano, así como ha sido también el ámbito propicio para el despliegue de la libertad y del derecho. La tierra firme conquistada por el sujeto o por la subjetividad autónoma es el mundo concebido como cosa puesta, útil, lista para ser usada, para convertirse en la propiedad del Yo. Hoy el sujeto es el mundo y este es su perfecto reflejo.

El sujeto moderno, para ser sustrato o fundamento del mundo concebido como proyecto o proyección, debe pasar por la prueba o por la demostración de sí mismo, que es equivalente a su propia puesta entre paréntesis, a su repliegue especular o su retiro introspectivo. De ahí que la subjetividad logra la conquista de la autonomía al precio de desligarse de todo aquello que la hace dependiente del mundo y de romper las ataduras que la libran a la coexistencia con el otro. El retiro en sí mismo es decisivo para la determinación de la libertad y de las relaciones jurídico-morales como operantes, en primera instancia, en la basta e invisible interioridad constituida por la subjetividad del sujeto. En la conciencia o en el saber de sí, el sujeto encuentra la base unificada de su ser —su identidad— de la cual brota el conocimiento o la ciencia del mundo.

El sujeto posee un mundo en la misma medida en que se posee a sí mismo, pero esta autoposesión pasa por el error que consiste en creer que el Yo es voluntad, que es causa que actúa libremente a partir de sí misma. En el Crepúsculo de los ídolos, Nietzsche sostiene que el error que brota de la creencia en la voluntad libre está enraizado en la metafísica del lenguaje. Por su esencia misma el lenguaje incita a encontrar en los seres y en la naturaleza un por qué o una razón que anime su despliegue, su dilatación, su repliegue. Tomar conciencia de este hecho es renunciar al grosero fetichismo que lleva a ver en todas partes agentes o sujetos productores de efectos o desencadenantes de acciones. El Yo substancializado ha sido puesto como causa de sí mismo para, en un segundo momento, proyectarlo sobre la realidad toda bajo la forma de la fe en la voluntad libre concebida como facultad; es decir, asumida como un poder puesto al servicio del sujeto. «Me temo, afirma Nietzsche, que no podamos desembarazarnos de Dios, porque aún creemos en la gramática».

II

Para la filosofía cartesiana, el libre arbitrio o la voluntad libre es la facultad que fue entregada por Dios a los hombres y que en sí misma es perfecta, carente de falla. Sin embargo, para que la realización de esta facultad deje de lado cualquier posibilidad de caer en el error, en el pecado, es preciso que el entendimiento se convierta en la brida de la voluntad. Es decir, antes de que se ejerza el poder de negar o de afirmar, de seguir o de huir, el entendimiento debe previamente considerar las ideas de las cosas para que la libertad no sea el resultado de la indiferencia o de la ciega inclinación, sino del conocimiento claro de aquello que es verdadero y bueno. El entendimiento pone riendas a la voluntad, pues el camino a la interioridad exige que se separe a la voluntad de lo que ella puede, de su poder de realización.

«¿De dónde vienen mis errores?» Se pregunta Descartes e inmediatamente responde: «…solamente de aquello que, siendo la voluntad mucho más amplia y más extensa que el entendimiento, no consigo contenerla en los mismos límites, sino que la extiendo también a las cosas que no comprendo, y al serle estas cosas indiferentes, se pierde muy fácilmente y elige el mal en lugar del bien o lo falso en lugar de lo verdadero. Lo que lleva a que me equivoque y a que peque» (Meditaciones metafísicas). Pese a que la voluntad, dada su amplitud y extensión, es la imagen de la semejanza que el Yo guarda con Dios, aquella es también la vía siempre expuesta al error, al pecado. Es por esto que el entendimiento, que es también la instancia de la ley, debe procurar que la fuerza que entraña la voluntad no vaya hasta el final de su poder.

El sujeto cartesiano valora la voluntad desde la perspectiva de lo que está bien y de lo que está mal y, al hacerlo, renuncia a la acción, pues la sustituye por el deber ser. Además, cuando se juzga a la voluntad desde la consideración de valores o ideales establecidos se lo hace con el fin de vincularla a la esfera de la recompensa y del castigo. Debido a esto, toda una tradición proveniente del cartesianismo ha debido vincular el libre albedrío al dolor y al sacrificio. Se trata, diría Nietzsche, de una perspectiva que brota de la condición del esclavo, del impotente. Por el contrario, ¿qué ocurre cuando la voluntad no aspira, no desea, no busca, sino que crea, pues es pródiga de sentido? «…Nietzsche anuncia que la voluntad es alegre. Contra la imagen de una voluntad que sueña en hacerse atribuir valores establecidos, Nietzsche anuncia que querer es crear nuevos valores» (Deleuze, Nietzsche y la filosofía).

La teoría cartesiana del libre arbitrio supuso la negación de la voluntad en nombre de valores superiores puestos por el entendimiento. En adelante, el sujeto yace absorto en la contemplación de su propia completitud, encerrado en los límites que procura la delectación de los «estados de la vida cercanos a cero». Entonces, la consigna es: para no errar es mejor no hacer nada. Aquí, el estado de perfección consiste en adoptar una actitud escéptica ante el poder de la decisión. Precisamente, Nietzsche consideraba que el error del libre arbitrio radica en haber convertido a la humanidad en responsable y en haberla, con ello, puesto en manos de los teólogos. Aquello que está en juego cuando se busca establecer responsabilidades es la activación del instinto que conduce a juzgar y a castigar. Los actos de responsabilidad libremente deseados han sido fabulados para justificar la necesidad del verdugo. Entonces, la libertad entraña el castigo.

Estas consideraciones remiten en cierto modo a las grandísimas páginas de «El gran inquisidor», escritas por Dostoievski, en las cuales tiene lugar el inusual encuentro entre Cristo y el gran inquisidor. En esa insólita escena, el inquisidor responsabiliza a Cristo del hecho de haber rechazado la única bandera que se le ofreció para obligar a todo el mundo a que se inclinara ante él: la bandera del pan terrenal, del misterio, del milagro, de la autoridad. En lugar de aquello prefirió que el hombre fuera libre para que, sin necesidad de la antigua ley, lo siguiese y lo amase por sí mismo. Esta es la razón por la cual el crucificado rechazó bajarse de la cruz para dar muestras de su poder, pues de haberlo hecho habría esclavizado al hombre al espejismo del milagro. Sin embargo, la débil tribu rebelde lo rechazó, pues sintió que la libertad de elección se convertiría en una carga espantosa. Entonces, la misión del gran inquisidor fue la de rectificar la obra de Cristo y para ello ordenó atizar las llamas de la hoguera. «Pues si ha habido alguien que ha merecido nuestra hoguera más que nadie, eres tú. Mañana te quemaré. Dixi» (Los hermanos Karamazov).

Por el contrario, seguir la dirección inversa de la «política de la venganza» significa purificar los comportamientos, las instituciones y la historia de las nociones de culpa y de castigo. En suma, diría Nietzsche, se precisa restituir al devenir su inocencia.

III

El valor de una causa, sostiene Nietzsche en el Crepúsculo de los ídolos, no reside en lo que con ella se alcanza, sino en lo que cuesta. De ahí que las instituciones liberales valen lo que se tuvo que pagar por ellas: el embrutecimiento gregario; es decir, el triunfo del animal de rebaño. Tan pronto como han sido alcanzadas, ellas minan sistemáticamente la libertad que hubo que desplegar para su edificación. El límite de la libertad liberal se anuncia siempre en la consumación del fin perseguido. Por el contrario, solo se es libre cuando no se renuncia a que la voluntad se determine a sí misma y no en función del fin convenido, pues la libertad no se ejerce por procuración, por delegación o por representación. Así como una tirada de dados no agota las posibilidades inherentes al juego, la puesta en riesgo que es la libertad preserva la parte inanticipable, impredecible, la fuerza disruptiva del porvenir.

Cuando la autodeterminación tiene que ver con la certeza, la ley cumple un rol inhibidor y las ideas claras y distintas se presentan como el factor determinante frente a la facultad de afirmación. Esta es la razón por la cual Descartes considera a la voluntad de indiferencia como el grado más bajo de libertad. En un primer momento, el libre arbitrio cartesiano rechaza la posibilidad de afirmar la existencia de todo aquello que percibe sensorialmente y, al mismo tiempo, el Yo conquista la autonomía en el acto de repliegue sobre sí mismo. En un segundo momento, la voluntad se aliena en la claridad y distinción de las ideas innatas del entendimiento y se subordina al orden preestablecido de las verdades eternas que son la imagen especular de la subjetividad del sujeto; entonces, ya no hay opción. En realidad, la libertad cartesiana solo lo es respecto al mal, de ahí que el castigo le sea consustancial.

Extraña libertad pues, en el momento mismo en que alcanza la autonomía, se subordina al orden superior de los ideales eternos. Esto es así debido a que la autonomía se la consigue a expensas del cierre de la subjetividad con relación al mundo. Se trata, por tanto, de una libertad que subsiste separada de lo que puede y esto la lleva a convertirse en pura representación de sí misma. Sin embargo, la libertad es lo que se puede y, precisamente por ello, no es susceptible de ser valorada, medida o interpretada como si fuese objeto de representación. Por el contrario, es necesario reconocer que es la voluntad la que valora o interpreta. Solo entonces la autonomía de la voluntad deviene en el poder que esta ejerce sobre sí misma, como también lo ejerce sobre la ley y sobre el destino. En adelante, el sentido de responsabilidad da un giro que lo desarma en su estructura fundamental, pues el gesto soberano en el que fulgura la libertad ya no encuentra a nadie ante quien responder.

El hombre libre, decía Nietzsche, es un guerrero y su gesto se mide en función de la intensidad de la resistencia que tiene que sobrepasar o de la impracticabilidad del obstáculo que debe franquear. Es por esto por lo que la libertad dormita a pocos pasos de la tiranía, próxima al límite que entraña el riesgo de servilismo. Solo manteniéndose cerca del extremo peligro se está en condiciones de conocer los medios que nos hacen fuertes. Por el contrario, el instinto de conservación, de duración, de seguridad ordena la clausura del sujeto en el ámbito separado e interno de la certeza, lleva a la reclusión en el orbe íntimo y familiar de la subjetividad. Ahí dentro el sujeto se mira y se solaza de sí mismo, inmerso completamente en la seguridad especular de lo ya conocido. Entonces, el Narciso satisfecho se ahoga en las aguas del estanque, cuya superficie lisa y mansa le muestra tan solo lo que él quiere ver. Hoy se precisa rebajar al sujeto, llevarlo hasta la planta inferior, abrirlo al otro, exponerlo a la intemperie.

La libertad no radica en el deseo, sino en lo que se puede. Sin embargo, lo que se puede no es del orden de lo representado, es la ejecutoria que está siempre en camino, siempre nueva, siempre otra. ¿Se precisa conocerla? ¿Cabe conocerla? Precisamente, la libertad es la exposición al riesgo supremo, pues en ella se traza la inclinación hacia el imposible, lo no previsible.

 

Jaulas y redes

Iván Carvajal
[email protected]

 

La pantera y el artista del hambre

La jaula simboliza la pérdida de la libertad. Al enjaulado se lo ve a través de las rejas, sometido a moverse en un espacio restringido, a dar vueltas de un lado a otro, tratando de esconderse en un rincón. O se lo ve tirado sobre el suelo, en posición fetal. Se encerraba en las celdas a brujas y a locos. Al criminal, al rebelde, al monstruo. Hay quienes buscan la celda: los monjes, las monjas. Se enjaula al animal salvaje en el zoológico o el circo; al pájaro o al hámster, para exhibirlos como mascotas.

En mi niñez me gustaba enclaustrarme en la pequeña biblioteca familiar. Ratón de biblioteca, enjaulado por propia voluntad… Ahí, alguna vez, cayó en mis manos un folleto de edición precaria con dos cuentos de Kafka que me han inquietado a lo largo de mi vida, “El artista del hambre” y “El artista del trapecio”. Toda la escritura de Kafka parece girar en torno a las jaulas, las celdas, las condenas, el encierro. ¡Cuántas veces habré releído los dos relatos, hasta que el cuadernillo acabó deshaciéndose entre mis dedos! Recuerdo que una tarde barrí el polvo de papel siendo presa de una extraña angustia. Recogí los restos como si tuviese que llevarme al tacho de basura las hilachas del cuerpo del artista.

No tiene nombre propio, no hace falta, es único. Como nos cuenta el narrador, el artista tuvo su época de gloria. Lo esperaban en los pueblos, tal vez como se espera hoy a las estrellas de música pop o a los grandes atletas. El ayuno podía percibirse como arte antes del cine y la televisión; podemos imaginarnos las largas filas que se hacían para contemplar al artista. Sus ayunos duraban cuarenta días, a semejanza del de Jesucristo en el desierto. El narrador nos aclara que había escépticos y gente de mala fe, que dudaban de la integridad del artista, aunque este cumplía escrupulosamente sus ayunos. En verdad, le costaba alimentarse. Kafka destila su humor negro para contarnos cómo era arrastrado su débil cuerpo por muchachas especialmente escogidas para la ocasión, después de cada ayuno, a fin de alimentarlo. “No solo de pan vive el hombre”… mas no se puede vivir sin pan.

La gloria es efímera. Poco a poco el público olvidó al artista, que pasó de ser el centro de la atención a un olvidado resto dentro de una jaula arrumbada en algún rincón del circo de aldea. Hasta que algún inspector reparó en esa jaula vacía que no cumplía ya ninguna función. El artista estaba por morir. Al final, susurrando, confiesa la razón por la que había aceptado exhibirse en esos largos ayunos: nunca encontró el alimento que le hubiese satisfecho.

Sin embargo, es en el último párrafo cuando Kafka nos arrastra a lo insólito. No basta con que haya un artista del hambre que ayuna a lo largo de su vida; que, cuando ya no interesa su arte, realiza su más largo ayuno; que termina confundido con las fibras de paja, pues tanto ha mermado su cuerpo. No basta que lo barran junto a la paja para dejar libre el espacio de la jaula. Aún hay otro giro más:

 “¡Ahora limpien aquí!”, dijo el inspector, y enterraron al artista del hambre junto con la paja. Pero en la jaula pusieron a una pantera joven. Hasta para los sentidos más atrofiados, era un solaz ver cómo aquel animal salvaje se revolvía en esa jaula tan despojada. No le faltaba nada. El alimento que le gustaba, los guardias se lo procuraban sin grandes cavilaciones; ni siquiera parecía echar de menos la libertad; ese cuerpo noble, provisto de todo lo necesario para desgarrar, parecía llevar consigo la libertad; parecía estar agazapada en algún lugar de su dentadura; y la alegría de vivir emergía con tan fuerte ardor de sus fauces que a los espectadores no les resultaba sencillo hacerle frente. Pero se sobreponían, rodeaban la jaula y en modo alguno querían apartarse de allí.

 Lo insólito es el desplazamiento del “sujeto de la libertad”, por decirlo de alguna manera. No es el hombre ―el artista― quien lleva consigo la libertad, sino el animal. Más aún, la libertad deja de ser atributo del alma o del espíritu para convertirse en atributo del cuerpo, de su belleza y su fuerza, de su condición salvaje. ¡La libertad parecía estar agazapada en algún lugar de su dentadura!

El desplazamiento del sujeto de la libertad conlleva, por consiguiente, una inversión radical del “lugar” de la libertad: del espíritu (más que del alma) o de la (auto)conciencia se desplaza al cuerpo; y no siquiera a la glándula pineal, donde se suponía que se asentaba el alma, sino a la dentadura. Esta es una inversión del fundamento mismo de la filosofía de Occidente, desde Platón y Aristóteles en adelante, del cristianismo, y también de la filosofía moderna, a partir de Descartes.

Dieciocho siglos antes de Kafka, en su crítica estoica de la noción de libertad, Epicteto había encerrado a otro felino en una jaula:

 Mira, cuando se trata de animales, cómo aplicamos nuestra idea de libertad. Se cuida dentro de la jaula a los leones capturados, se los alimenta, hay personas dedicadas a ellos. ¿Se dirá que ese león es libre? ¿No es verdad acaso que él es más esclavo cuando su vida es más fácil?

Para Epicteto, ser libre implicaba tal grado de autonomía que, en extremo, no se dependiese de las pasiones, de las necesidades materiales, de los poderosos, de la familia, de otros seres humanos. Y por supuesto los animales eran más libres en estado salvaje. Como el “pájaro libre, de libre vuelo” de Violeta Parra. Pero, dirían los filósofos modernos, ¿el pájaro sometido a la ley de la gravedad, a las leyes del movimiento de los fluidos, sin conciencia de esas determinaciones, acaso es libre? La libertad, se sostenía, es conciencia de la necesidad. Es conocimiento de las determinaciones que actúan en el sujeto antes y en el momento de su decisión. Ni el felino ni el pájaro son libres, pues no tienen conciencia, no poseen conocimiento de su situación y, por tanto, tampoco tienen voluntad. Decidir entre el bien o el mal no pertenece a su condición de animal sub-humano. La Naturaleza aparece como una jaula (tal vez infinita) cuyo enrejado está tramado por “leyes naturales”, dictadas (quién sabe si) por Dios (a quien, además, no le gusta a los dados, según Einstein), que rigen de modo universal sobre los cuerpos, el movimiento, la vida y la muerte de animales y hombres. Leyes inalterables que se expresan en lenguaje matemático.

El pájaro vuela en el ámbito que le permite la ley natural, mientras el desaprensivo Ícaro terminará precipitándose contra la tierra por el mal uso (equivocada decisión) que da al artefacto construido por su padre Dédalo. Este, el prudente, es el técnico-artista que logra dominar las fuerzas naturales con el conocimiento, es quien inventa. El artista del hambre es dueño de una técnica peculiar, la del ayuno. La jaula en la que vive está hecha para exhibirlo. Dédalo tiene que escapar de la jaula-laberinto que ha construido para el Minotauro y sus víctimas; no dispone del hilo de Ariadna, reservado al héroe, pero posee imaginación y a la vez habilidad técnica. El artista del hambre, por su parte, está destinado a morir en su jaula, como el monje en su celda.

La jaula de hierro

 Kafka estudió con Alfred Weber, hermano de Max. Seguramente estuvo al tanto de las tesis de los dos Weber. Max había muerto un par de años antes de que Kafka escribiera “El artista del hambre”. Se ha considerado la posible influencia de los Weber en Kafka. Como sea, lo que aquí interesa es recordar que Max Weber acuñó una metáfora para sintetizar la condición humana en el mundo moderno (occidental). El espíritu de la Reforma, sobre todo del calvinismo, impulsó el surgimiento del mundo moderno capitalista. Pero a la fase inicial, aquella a la que Marx denominó “acumulación originaria”, siguió un continuo proceso de racionalización de la vida (desarrollo científico y técnico, surgimiento de las teodiceas racionalistas), de desencantamiento del mundo (es decir, retroceso del mito y de las explicaciones del mundo sustentadas en la fe), y finalmente de organización estatal. El ordenamiento social pasó entonces a depender de la administración burocrática (de un ejército de inspectores). El desencantamiento del mundo implica la pérdida de sentido, de la comprensión del mundo como totalidad. Las ciencias no proporcionan sentido, sino conocimientos circunscritos acerca de regiones de la realidad. La técnica moderna produce máquinas, en las que se “coagula el espíritu”. El trabajo “vivo” deviene también maquinal. Pero esto no acontece solo en la industria, sino en la organización estatal. Dice Weber en Economía y sociedad:

Es espíritu coagulado, asimismo, aquella máquina viva que representa la organización burocrática con su especialización del trabajo profesional aprendido, su delimitación de las competencias, sus reglamentos y sus relaciones de obediencia jerárquicamente graduadas. En unión con la máquina muerta, la viva trabaja en forjar el molde de aquella servidumbre del futuro a la que tal vez los hombres se vean algún día obligados a someterse, impotentes como los fellahs del antiguo Estado egipcio, si una administración buena desde el punto de vista puramente técnico llega a representar para ellos el valor supremo y único que haya de decidir acerca de la forma de dirección de sus asuntos.

La burocratización del mundo de la vida es una jaula de hierro que enajena a los sujetos en las sociedades modernas. Sin duda vivimos atrapados entre procesos y leyes que se tornan absurdas. ¿Acaso no nos hemos reconocido alguna vez, o casi todos los días, en Josef K., en K., en Gregorio Samsa o en el insecto en que este deviene, bastante menos que un animal salvaje?

La jaula de hierro se da en los regímenes totalitarios (fascismo, nazismo, estalinismo), en las dictaduras militares, en los “socialismos realmente existentes”, en los regímenes sustentados en fundamentalismos religiosos o nacionalismos, pero también en las “democracias liberales”. Es cierto que hay diferencias que deben tenerse en cuenta entre unos regímenes y otros. Pero si se trata de pensar la libertad, es preciso considerar el peso de la racionalización burocrática en la vida moderna. Ya no solo de Occidente, sino de cualquier parte de la Tierra. De alguna manera, Occidente impregna la totalidad del mundo, sobre todo a partir de la economía capitalista mundial, de la burocratización de la vida y de la tecnología.

Redes

Un último giro de la metáfora del encierro. De la jaula del artista (o del monje o el criminal o el monstruo) a la jaula de hierro. De esta a la red. Es notable que en el uso de esta metáfora (red) se haya puesto el acento más bien en el vínculo entre nodos, que desde luego existe, antes que en los hilos de la red que atrapan. ¿Cómo se atrapa a peces, pájaros o fieras, si no es con redes? No obstante, todos los días se nos recuerda cómo estamos atrapados en las redes: la circulación vertiginosa de chismes y mentiras con propósitos de engaño político o de estafa económica, la enajenación de los niños y adolescentes que ya no juegan al aire libre sino que permanecen con las narices pegadas a las pantallas, la estulticia de millones que siguen a los “influencers” o los “reality shows”. Cada vez hay más seguimiento y control de la conducta de los sujetos por parte de los aparatos estatales (policíacos, burocráticos) o empresariales (financieros, de “servicios”). Sabemos cómo actúan las “redes” sobre las “decisiones” (del consumo o la política, y aun del crimen), cómo intervienen sobre la “voluntad” de los sujetos. Estamos informados que nos espían por cámaras, teléfonos, y quién sabe qué otros aparatos domésticos.

Sin embargo, las técnicas tienen la cualidad de farmakon (Bernard Stiegler). Desde la Antigüedad se sabe que el fármaco que cura es también nocivo, tóxico, incluso mortal. Lo es el oxígeno, fundamental para la vida. No parece posible alcanzar un ámbito de libertad entre las rejas ―como el artista que realiza su apuesta vital, o como el poeta que, consciente de que el mundo moderno ha devenido una jaula de hierro, escribe “El artista del hambre”, o como el artista que hoy juega entre las redes― sin interactuar razonablemente con los otros seres humanos que nos rodean, con las cosas naturales y los objetos prácticos. No parece posible un ámbito de libertad ajeno a las posibilidades técnicas.

La libertad quizá sea más bien una posibilidad que emerge en cada instante de decisión: la potencia vinculada a la palabra, al lenguaje. El ayuno se realiza en silencio. Pero cuando la dentadura cesa de masticar, en la cavidad bucal florece la palabra. Y la palabra en libertad es el fundamento de la sabiduría, de la creación, del pensamiento, del poema.

Espacio público

Luis López López

 

El espacio público es la ciudad y la ciudad es sus habitantes. “Atenas no era la polis, sino los atenienses”, decía Aristóteles.

A partir de esta afirmación surgen varias interrogantes: “¿Qué hace posible que personas que no se conocen, que no tienen intereses comunes inmediatos, pese a ello se toleren unas a otras y vivan juntas?”, se pregunta Jean-Luc Nancy. Y más aún: ¿Qué pasa con el ser juntos? Estas preguntas de origen, que nos interrogan desde la antigüedad hasta el presente, vienen acompañadas de otra: ¿Qué sucede con la dimensión espacial del compartir? la cual, aun siendo sustancial, no implica necesariamente la existencia de una comunidad. ¿Qué es la “Gran Ciudad como recinto exclusivo de lo humano”, como la definía B. Echeverría en su mirada a la ciudad contemporánea? Entramos en el campo de ese gran espacio que no es un vacío ni un conjunto jerárquicamente organizado como lo fue el territorio medieval, sino un contenedor de lugares y relaciones irreductibles e imposibles de superponer, y que forma parte de la red global que caracteriza el territorio tardocapitalista. Foucault fue uno de los primeros en evidenciar la obsesión que el siglo XIX y gran parte del XX demostró por la historia y por el tiempo, reivindicando para fines del XX e inicios del presente siglo la presencia significativa del espacio, “la época del cerca y el lejos, del lado a lado, de lo disperso”.

En los distintos niveles de la condición humana: la labor, el trabajo y la acción, Hannah Arendt analiza cómo los hombres y mujeres se relacionan entre sí y con la naturaleza en su devenir vital, y podría arriesgarse la afirmación de que la dimensión espacial de la condición humana actual es fundamentalmente la gran ciudad.

La labor, es el ámbito de la subsistencia y reproducción de los seres humanos, los complementa contradictoriamente o no con el mundo natural, más aún cuando éste se ve amenazado hoy en tanto entorno de la especie humana, constituyéndose en una importantísima esfera de relacionamiento entre lo que podríamos decir son los paisajes natural y humano del mundo global. El trabajo, que transforma el mundo objetual, producto de la creación humana y que se pretende dominante sobre la naturaleza, trasciende los ciclos de la sociedad en capas culturales que se superponen, se afirman, se niegan y hacen historia. Se constituye así un mundo multiescalar, que tanto se ubica en la extensión de las actividades y funciones del cuerpo con infinidad de objetos, que van desde la piedra afilada con que se despedazaba la presa primitivamente hasta los alcances de la nanotecnología o la indagación espacial contemporáneos, “un mundo obsesionado por los beneficios y el consumismo, que empaqueta las experiencias para venderlas en lugar de insistir en la responsabilidad individual y colectiva en favor de la sensación y del espacio compartido”, dirá Olafur Eliasson. Pero es en la acción, campo de la política, donde se expresa fundamentalmente la complejidad de de la existencia compartida, aunque sin ser ella misma la cosa común en general (que ubicaría a la política como fin último). Sin embargo, su dimensión espacial ha sido apenas explorada y poco interrogada, salvo en el leguaje de las infraestructuras con que los políticos “dialogan” con sus electores. En las ciudades se requiere pasar del lenguaje de las infraestructuras al de las significaciones en el relacionamiento político de sus habitantes.

Hay una reducción cuando se ubica al ser como condición de su libertad, desconociendo la conflictividad propia de la relación con el otro y reconociendo solo el modelo del individualismo, la desagregación, el número. El primer modelo de ser-juntos, dirá Nancy, es más el lado a lado (el tocar-se) ―nuevamente el ser humano en su espacialidad― que el cara a cara (la mirada), aun cuando se pueda reprochar que esto no sea suficientemente ético, que no haya responsabilidad en el solo hecho de estar; pero es allí donde está ante todo el sentido, en tanto sentir. Uno es con el otro, más aún, si consideramos ser también con los animales, con las plantas, con los objetos. El ser juntos ubica al ser político en su acción, en su complejidad, en la confrontación que lo hace deliberante, móvil, actuante, en la disposición de producir nuevas redes de solidaridades, sin que se diluya en los posicionamientos de clase, tradición, sexualidad o etnia. Es en esa condición que se requiere de la ciudad (parte del complejo sistema territorial del espacio contemporáneo) como espacio que propicie la libertad, aquella que no anticipa ni prevé, que permite la irrupción de nuevas formas de apertura, que demanda una ética de la conviavilidad, del encuentro (aun cuando este sea perecedero), del ser capaz de abandonarse al otro, de que cualquier recién llegado pueda ser bienvenido, en fin: la ciudad como espacio público.

Esto nos lleva a pensar en ciudades en que no haya una sola identidad, ni siquiera identidades dominantes, en que existan flujos de corporeidades, diversidad de encuentros y mestizajes. La ciudad producto del trabajo puede conseguir en su trashumancia muchas identidades, la ciudad-espacio de encuentro es tensión de equilibrios débiles, que en su realización desaparecen liberándolos. La ciudadanía dejaría de ser una condición, un resultado, un decreto, es una miríada de representaciones y voluntades que expresan los intereses individuales y los intereses compartidos, es una conflictividad que se entreteje de modo inédito en las prácticas diarias, “la vida de la ciudad depende de la dispar interacción entre desconocidos, que produce un cambio en la conducta individual” afirma Steven Johnson.

De allí que quizás deban reorientarse la reflexión y la práctica en la construcción de las ciudades, y debería hacérselo tanto en el campo de las representaciones como de las mediaciones; de representaciones que tengan presente la noción de lo efímero, de la negociación y del cambio, que mantengan abierto y flexible su sistema semántico; de mediaciones del hombre con el hombre en su múltiple diversidad, del hombre con la naturaleza sin dominios que impliquen destrucción, que propicien la vida y sean objeto de una evaluación y crítica permanentes. Mantener la idea de la multiplicidad espacial y la coproducción de la misma, unir desafíos estéticos con cuestiones éticas, consideraciones de tipo político, científico y tecnológico; motivarse en el deseo de estar activos, innovadores, creativos y responsables.

La ciudad como espacio público implica “negociación, fricción, temporalidad y compromiso”, dirá Eliasson.

 

 

Imágenes: Josiah Lewis (Pexels); jimmy teoh (Pexels); Fancycrave.com (Pexels)

La libertas ilusoria

Julio Echeverría
[email protected]

I

La libertad es ilusión necesaria, es su única ‘forma’ y como tal difícilmente la podemos encontrar en la realidad, o en aquello que solemos llamar ‘realidad’: aquel, espacio o lugar comandado por la consecuencialidad de los hechos observables. La libertad pertenece a esa materia propia de la inmaterialidad, que solo es aferrable como concepto o como idea, pero que como tal no puede renunciar a su pulsión utópica, que es la de realizarse en el mundo de las causas y de las consecuencias. Es solo allí cuando descubre su carácter ilusorio, su inconmensurabilidad radical. Es esta su característica ontológica; está donde tiene que estar, animando el mundo como representación y como voluntad, pero negándose cuando esa voluntad quiere afirmarse en la aritmética de la consecuencialidad. Es en este campo de reflexión que cobra sentido la dialéctica de la libertad positiva y negativa a la cual se tiende recurrentemente a acudir para definirla. Libertad negativa: el desear y querer que no acepta límites, que rechaza toda imposición a su plena expansión; y libertad positiva, afirmar y realizar el deseo, superando los impedimentos, definir un curso de realización; aquí la libertas aparece como emancipación.

II

El sujeto moderno vive su libertad como una paradoja: solo puede aceptarse como liberto cuando se ha emancipado de toda tiranía externa e interna: puede escapar, afirmarse, realizarse frente a la tiranía externa, pero con dificultad lo hace frente a la interna; siempre está sometido a sus pasiones e instintos. Es aquí donde la ilusión se manifiesta en la forma de la paradoja, su forma par excellence: probar la libertad aquí es no reconocer a nadie sino sólo a sí mismo, es a-socialidad, es conflicto, es aniquilación; mi libertad es anulación del otro, es dominio sobre el ambiente que es limite y fuerza que se me enfrenta; pero el otro es reacio y el ambiente es solo procesable; ambos se revuelven contra mi libertad, me anulan; mi libertad requiere de una tabla de salvación, de una auctoritas que pacifique el conflicto, que permita la supervivencia. La auctoritas está allí para salvar a la libertas, para permitirle que regrese a su estado natural, el de la ilusoriedad; la libertas requiere para su realización, de la auctoritas y de su pulsión tiránica. La tiranía es aquella que acaba con esa deriva de la libertas que al afirmarse la niega, lo saca de esa indeterminación que al someterse al dominio de su pasionalidad lo arroja en la anulación del otro al cual sin embargo lo necesita; esa libertas que produce su negación, es ella la que clama por una ancla de salvación, la que requiere de una potestas, de una auctoritas que lo salve. La libertad es a-social porque lo social es compromiso y acuerdo, la socialidad afecta esta estructura básica; exige dejar algo, renunciar a algo, la libertas es anti-auctoritas; por tanto, es antisocial, regresa al estado de inmediatez en el que se esta libre, pero en absoluta soledad, en su inmensa libertas. Es entonces cuando la paradoja se realiza: la libertad interior emerge para realizarse, pero se encuentra con el poder tiránico que lo devuelve a su status naturae.

 

III

Desde Platón a Hegel la modernidad construye este paradigma; la libertad como voluntad y representación, como ilusoriedad necesaria. Es la libertad la que produce la auctoritas, como razón y/o como Estado, como eticidad, como legitimidad; lo hace para salvar-se del dominio de la pasión; pero al producir aquello que debería salvarlo lo que produce es su anulación. La libertad positiva, que busca realizarse en el mundo de la consecuencialidad, se revuelve sobre sí misma; se opone a la potestas, a la auctoritas, que trata de ubicarla en medio de la aritmética de las causas y de las consecuencias. Pero, al intervenir ésta, para salvarlo, para ‘socializarlo’ lo pone de vuelta en el avatar de su pasionalidad que lo anula, de aquella tiranía que lo mantiene sometido. La auctoritas solo puede afirmarse negando la libertad del sujeto y lo hace a favor de su propia libertas, así lo protege de sí mismo. Con Hegel da inicio la crisis de lo moderno; a partir de sus formulaciones es posible advertir el impasse al cual conduce el desarrollo de la dialéctica de la libertad positiva y negativa; la crisis de lo moderno apunta en dirección a reconocer la radical alteridad en la que estas se encuentran; en su ilusoriedad está su posibilidad de existir y de mantenerse, pero devela al mismo tiempo su obsolescencia. Es seguramente Hegel quien deja abierta la tensión al mantener la vigencia de la ilusoriedad y trabajar al mismo tiempo en su disolución/realización. La libertad negativa, aquella que no acepta someterse, penetra en la auctoritas y lo impregna de su poder corrosivo, lo divide, lo controla, construye los dispositivos que detienen el camino a su autonomización, apunta en dirección a impedir que ésta se vuelva poder absoluto que no reconoce a la libertas de la cual emerge. La ilusoriedad de la libertas se encuentra así expuesta, al desnudo. Es la ilusoriedad de la dialéctica la que es necesaria, y es esta la que deberá negarse, realizarse, suprimirse.

IV

Es en el espacio abierto por la post e hiper-modernidad donde la ilusión se deconstruye y con ella la dialéctica de la libertad positiva y negativa. La auctoritas fracasa al no poder realizar la libertad que el sujeto reclama; al intentar resolver la paradoja el sujeto se anula y regresa a su soledad, en la cual es soberano. En la modernidad la libertad no puede no ser sino una ilusión; la auctoritas, se presenta ineficaz para superar su carácter ilusorio. Lo que se anuncia con la crisis de la modernidad es la imposibilidad de realización de la libertad atrapada en la dialéctica de la superación de una forma en la otra; la superación del limite que cada una expresa y de su necesaria conexión. La post y la hiper-modernidad proclaman su ilusoriedad como falacia. Su operación es incisiva al desconectar la libertas de la emancipación, al acabar con su proyección positiva. Al eliminar la dialéctica se anula la tensión sobre la cual se soporta. El desenlace del postmodernismo y del ultramodernismo re-ubica a la libertad en su dimensión básica, como una pulsión que es constitutiva del ser en cuanto proyección del deseo, en cuanto anarquía de percepciones, movimiento de fuerzas, pasionalidad incontenible. Es esta acumulación desordenada de percepciones, esta sensibilidad acelerada e intermitente que no encuentra límite, la que produce el conflicto, una conflagración de fuerzas que esta inscripta en la misma configuración de la mónada que constituye a todo ser vivo (Leibniz). Lo que se anuncia es el regreso a la potestad de los poderes discretos y fragmentados, a la disolución de la auctoritas en una infinidad de arreglos del poder, a la reinstauración de las múltiples soberanías, de sus potestades indirectas (G. Marramao).

 

V

En su tratado sobre la Monadología, Leibniz se adentra en la comprensión de las sustancias elementales que mueven al mundo y que parecerían condicionar en profundidad la posibilidad de la libertas. Su aproximación es metafísica, el accionar de las monadas, aquello que las mueve, no pertenece al mundo físico sino a la pura inmaterialidad, a aquello que esta ‘por detrás’ del mundo de la consecuencialidad que ordena de manera aleatoria la conjunción de causas y efectos; llamaríamos, al mundo de la contingencia. ¿Pero que es la monada? es una entelequia; es el principio vital que lo mueve todo; es movimiento en cuanto solo en el movimiento puede entenderse el deseo y el apetito; la necesidad de atrapar el mundo; la monada juega su reproducción al enfrentar la compulsión del deseo y del apetito que la comanda. Entre sus características está la de ser autosuficiente o autorreferente; no depende del mundo exterior para reproducirse, sino de una dinamia interna que podría caracterizarse como el de su propia idoneidad constitutiva; en su operar esta presente este referirse a si misma, para lo cual instaura una dinamia de reflexividad que la obliga a salir de sí para luego retornar en un movimiento incesante de reproducción; una perfecta estructura ontológica compuesta de una infinidad de variaciones dentro de un marco cerrado de posibilidades; lo que la mueve es el apetito y el deseo de ser si misma. Se trata de una metafísica intemporal e inconmensurable como solo la metafísica puede serlo. Es éste seguramente el terreno de la libertas o el espacio inmaterial en el que ésta se juega; un espacio anterior a su afirmación en el mundo de los fenómenos, en aquel mundo en el cual el espacio de posibilidades se cierra necesariamente al afirmarse. En Leibniz lo que mueve a la monada es el deseo, este la conduce al conatus, al conflicto en su afán de afirmación; el deseo coincide con el mundo de las percepciones que en principio es caótico, porque es un mundo necesitado de selecciones y como tal caracterizado por excluir mundos posibles.

La formulación de Leibniz podría interpretarse como una operación que trabaja sobre la metáfora platónica de la caverna; en la caverna reinan las percepciones necesitadas de la luz que solo proviene de la razón, la razón es lo que para Leibniz es la apercepción del mundo, algo así como una percepción que se reconoce como tal, la producción de un efecto especular que permite poner en orden el caos de partida propio del mundo perceptivo. Lo que se vuelve posible a partir de Leibniz es complejizar la perspectiva platónica; la luz del conocimiento, de la razón, es apenas una imagen que obscurece la existencia de otras posibilidades; el mundo del conocer es el de las monadas necesitadas de identidad, la conciencia mundana, es aquella que esta en la caverna, es la de la vivencia de la individualidad que se da en el deseo; es esta condición sensual y pasional de la mónada la que la empuja a salir de si misma; su propia condición, ahogada en la finitud le empuja al conatus, a acudir al encuentro que podría salvarla de su ahogamiento en la finitud, a colisionar con su propia necesidad de salir de si misma; a fugar; su conatus es total: “por ello las acciones y pasiones son mutuas entre las criaturas (…) en cada cuerpo orgánico de un viviente hay una suerte de maquina divina o un autómata natural que sobrepuja a todos los autómatas artificiales” (P.L. 64). Aquí Leibniz introduce la distinción entre alma y máquina para diferenciar la heterogeneidad de causas que ordenan el movimiento de las mónadas, “las almas obran según las leyes de las causas finales, por apeticiones, fines y medios. Los cuerpos obran según las leyes de las causas eficientes, o movimientos” ( P.L. 79) ; las causas finales son las que conducen al conatus, las causas eficientes las que explican el movimiento; las causas finales (el bien, la belleza) son materia de disidio y confrontación, todas buscan asociarse con la divinidad que es donde reina la belleza, el bien, el orden armonioso, pero para conseguirlo activan al autómata artificial; en realidad el automatismo termina por ser el producto de esta búsqueda de si misma que caracteriza a la mónada. El autómata es la conjunción de causa final y causa eficiente; es en este terreno donde se juega la libertad, en una época en la cual la dialéctica ha colapsado y la libertad ha abandonado su carácter ilusorio.

VI

Las cartas estan sobre la mesa; es la misma pulsión del deseo la que se proyecta sobre el mundo y se reconoce como poder que desata el conflicto; ahora este es asumido como condición y posibilidad de la libertas; es el conflicto el que está inserto en la misma configuración del ser vivo, la ilusión de su exclusión o anulación ya no es necesaria; el otro que se opone, el ambiente que se resiste y ataca está en la misma configuración monádica; no hay ilusión posible de que esta antinomia se resuelva. La producción de auctoritas es sistemática e inestable, es poder generativo que oscila entre tensiones y pulsiones de clausura en la absoluta soledad, en la dis-identidad, en el no reconocimiento, en la afasía, a dinamicas de apertura y de búsqueda por la realización simbólica. La ilusoriedad es simbólica. Lo vuelve patente la crisis de los Estados nacionales sobre la cual se constituyó la potestas moderna; el Estado al realizar y garantizar los derechos, debía permitir que la libertad negativa se positivizara mediante su aparato institucional, su sistema de legalidades; una deriva que al operacionalizarse develó cada vez más sus limites: mantener a la libertas como expectativa no resuelta, utilizar su demanda como demagogía seductora, o en su defecto, trastocar su ‘política’ en la entronización de poderes tiránicos dirigidos a anularla, incluso su ilusoriedad.

Las auctoritas soberanas, aquellas que movian a los estados hoy se presentan ineficaces al aplicar su potestas; cada vez más la potestad soberana se fragmenta en potestades indirectas, en círculos restringidos de acumulación de poder, en lógicas de incidencia relativas. La revolución que estaba para constituirla, ha devenido en poder tiránico. Pero la pulsión del deseo es indetenible, emerge sistemáticamente y se expresa como derecho a existir, a realizarse; el deseo es productor de eticidad como lo plantea Hegel, pero requiere, exige de una alta dosis de abstracción institucional, una operación de artificialidad tal que pueda comprender la alteridad entre libertad positiva y negativa como condiciones no superables ‘dialecticamente’, como contradicciones que estan para retroalimentarse, para reconocerse en su estructural diferenciación y determinación. La modernidad hegeliana parecería ceder el paso y permiir el regreso de las potestades indirectas; o dejar el espacio para su transfiguración post e hipermoderna. No es que estemos frente a menos Estado, sino que estamos cada vez frente a más Estado, lo expresa la variable crisis fiscal, como dimensión crónica de la inmensa penetración del Estado en toda esfera de la reproducción social. Como lo resalta Marramao, “En el multiverso global, el Estado declina mientras crece, y crece mientras declina”. No es que el Estado se repliega para dejar que emerjan estas ‘formas de poder’ sino que las genera mientras más interviene; es el Estado de los derechos el que produce una amalgama particular por la cual las diferenciaciones y segmentaciones sociales se profundizan y expanden al tiempo de reclamar legitimamente sus ‘derechos’ (libertad positiva); al hacerlo, se acoplan a la estructura de los ‘viejos’ derechos fundamentales, que estaban justamente alli para resguardarlos ( libertad negativa), se superponen a ellos, los condicionan. Es este el desarreglo contemporáneo; la escasa abstracción institucional cede ante la amenaza de la libertas que no encuentra cauce institucional; de allí la dominancia de la juridicidad y de su estrategia niveladora y homogenizadora; el sistema judicial quisiera convertirse en cinturón de castidad que impida las multiples colisiones/soluciones que emergen en el enfrentamiento entre las formas y los arreglos que asume la ecuación libertas/auctoritas. Al intervenir con esta función, las reproduce ad infinitum; el poder generativo de la complejidad social, tiene aquí su punto de apoyo. La política ahora se lleva consigo al Estado y con este el control del poder se diluye. “En el intento de hacer frente a la masa crítica de contingencia que lo invade, el Estado se “autodeconstruye”, se desarticula, descentra sus funciones volviéndolas, al mismo tiempo, mas penetrantes y menos jerárquicas” (G. Marramao).

Es esta condición confusa de crisis e innovación, la que nos devela la situación actual de la libertas; es en este declinar/creciendo en el cual se debate la politica contemporanea, que reaparece la fundamental caracterización leibniziana de la estructuración monádica; no es posible pensar la condición contemporánea por fuera de esa artificialidad generativa; la actual revolución informática, computacional, comunicacional, mediática, parecería acercarnos a esa primigenia caracterización de la política moderna. Ésta acelera el desarreglo en el cual se encuentra la libertas/potestas; sin embargo, y al mismo tiempo, cada vez más su impulso conduce a perfeccionar la conexión entre biología y tecnología; la amalgama de los derechos es despolitizante y neutralizadora, su homologación es necesaria, para acoplarse a la convencionalidad abstracta de la inteligencia artificial; de allí el descubrimiento del cálculo infinitesimal con el cual Leibniz acomete su desentrañamiento de las ‘particulas elementales’; estas se reproducen sobre la homologación, sobre la serialización. Este parecería ser el lugar en el cual se define la libertas contemporánea. Las potestas tiránicas desconectadas del control político vs el amalgamiento de derechos y sus demandas comandadas por la innovación tecnológica, mediática, comunicacional.

El dispositivo de la fe

Álvaro Carrión
[email protected]

 

La fe califica la cerrada cesión de la voluntad a un sistema de ideas, a la admisión de aquello que dice una autoridad o una institución. En definitiva, la credulidad en un otro, sin ningún género de oposición. Precepto que tiene mucho de exceso, y que aparece reflejado en unas conductas que se allanan a lo canónicamente aceptado. Pico della Mirandola propone que “la fe consiste en creer en las cosas que son imposibles”. Parece, por lo visto, haber algo que liga a la fe con la creencia en fenómenos que subvierten las leyes de la naturaleza, como los milagros y la revelación ¿Es esto lo que lleva a situar a Descartes como el primer filósofo de la modernidad?, ¿es la exigencia de la duda metódica, la que lo ubica como el iniciador de un nuevo momento de la historia?

Modernidad o no modernidad, la fe parece gozar de un lugar que la hace inexpugnable frente a los embates de la razón y la evidencia de un mundo cada vez más complejo, vertiginoso, comunicado y dependiente de la tecnología. Tal vez el movimiento de cambio sea tal, que la necesidad de algo que perdure de manera absoluta se busca de forma obstinada, para detener la vorágine del tiempo. A la par que lo que se desconoce es de tal dimensión, que la ilusión de contar con parámetros fijos y ligados a lo ya sabido alimenta una suerte de pereza intelectual que torna obvias cuestiones como las guerras, las hambrunas, las muertes violentas, las migraciones forzadas, la corrupción de cualquier género, la exclusión, la crueldad e infinidad de otras calamidades provocadas por el hombre, sin una mayor reflexión con respecto a las causas.

La holgura de una subjetividad, como pura certeza de sí mismo, que torna interior a la vez que profunda la trama del sujeto y de la universalidad, aparece con Pablo de Tarso y el cristianismo, el que enfrenta, asimismo, de manera irreconciliable la fe a la razón. Es más, el desafío de la fe al pensar y al deseo aparece subsumido en una feroz imposición del poder por sobre el sujeto, del que se sirve para fines no racionales y afines a un orden que ciñe el deseo y tritura la razón: ¿se puede pensar en algo tan inaudito como ser bienaventurados por ser pobres y alegrarnos de tener hambre nosotros y nuestros hijos, porque en el reino de los cielos esa hambre será colmada con creces, o rogar por nuestros enemigos y dar la otra mejilla a quien nos ofende? “Al que ya tiene se le dará, y al que no tiene se le quitará incluso lo que tiene” dice Marcos el evangelista. Sin embargo, ¿se puede pensar en algo así?

Nietzsche, en un texto elocuente de Humano, demasiado humano, muestra su perplejidad frente al repicar de las campanas de una iglesia, mediante las que se llama a los fieles cristianos a conmemorar la muerte de un judío crucificado hace dos mil años, que se decía hijo de Dios. Hijo de un Dios inmortal que procrea vástagos con una mujer mortal. El hijo que augura que el fin del mundo está próximo y demanda que se deje el trabajo y la administración de justicia, en función de aquello que acaecerá de manera inminente. Un predicador que invita a sus seguidores a beber su sangre y es víctima de una justicia que toma a este inocente como víctima propiciatoria. El Filósofo alemán dice sentir un escalofrío frente a una fe que se funda en algo así, cuando el espíritu moderno ha alcanzado los más altos logros en cuanto a la exactitud de la aseveraciones y a las pruebas que las sustentan.

¿Es la fe la que da un lugar a algo como lo que enuncia Nietzsche?, ¿qué esta en juego en lo que denominamos fe, para que sea lo que sea lo que se muestre ante los ojos y oídos, lo que se señale con el lenguaje, tenga una eficacia tal que desvirtúe toda mediación posible que ponga en cuestión aquello que es materia de la creencia?

¿Nos llama la atención que digamos en lo cotidiano que el sol sale por el oriente y se oculta por el occidente? Al menos parece un anacronismo, si partimos de la “Nueva Ciencia”, pero, así y todo, es tan vigente como las “guerras santas”, los “bombardeos humanitarios”, “los ataques preventivos”, etc. Parecen una suerte de oxímoron, en el que no nos detenemos, tanto como la retórica que muestra de manera magistral Orwell: “La guerra es la paz”; “La libertad es la esclavitud”; “La ignorancia es la fuerza”.

El monopolio sobre la fe no lo tienen las religiones, es también el del ámbito político, el de la ideología, el de la tradición, que lleva a disponer los sucesos dentro de un acontecer pensado como natural. A esto se puede añadir que en el intento de secularizar el concepto teológico de fe, la filosofía ha buscado, como es el caso de Kant, servirse de la idea de una fe racional. Para Kant, la fe racional sostiene la idea de bien en la Critica a la razón práctica, como idea regulativa, lo que no significa que la idea de bien tenga un contenido a priori, ya que el bien, como fruto del actuar moral, es, de manera invariable, un post. En el caso de Jaspers, la fe filosófica es el soporte de un pensar genuino, como sostén que vincula a este con el sustrato del Ser. Mas, la exigencia de rigor filosófico pone en entredicho su postura y le enfrenta a un cumulo de callejones sin salida. En el caso de Hegel, la cuestión de la fe cobra una excepcional dimensión en su agudo análisis.

La fe se encuentra, para el filósofo de Stuttgart, plasmada en el saber que se hace presente como un factum. La fe  se halla inmersa, de manera soterrada en el saber, en la certeza sensible, en la percepción, en la representación y el concepto.  Es solo en el concepto que la fe se constituye en mediación absoluta, al establecerse  como superación de un saber que no se sabe como creencia, y al que se opone toda deliberación de la razón, que no puede sino ser libre. Kierkegaard se opone a la postura de Hegel, ya que considera, desde la perspectiva de la existencia, que ningún conocimiento puede franquear aquello que la fe comprende. Hay entre fe y razón una discontinuidad insalvable, y el hombre en su condición de tal, vive una suerte de desgarro y desasosiego, debido a que se encuentra atado, por un lado, a lo objetivo que es a la vez contingente y, por otro lado, a un objeto de elección suprema. El sentimiento de incertidumbre, que rezuma el planteo del filósofo danés, permite vislumbrar la compleja interioridad subjetiva de la fe.

Hay un punto que interesa remarcar, que es algo distinto a lo que las religiones predican, lo que el discurso político afirma, o la ideología como ilusión defiende y la tradición estipula, sin descartar los intentos de reflexión sobre la fe desde la órbita filosófica. Interesa el hecho de la fe, la que se sitúa en un lugar que da sustento a la creencia. Es, como contracara, una posición frente a un discurso, a una concepción del mundo, sea la que sea. La fe como un conjunto de “certezas”, que son tales, en la medida que entra en escena la fe: una suerte de tautología. ¿Qué es lo que sostiene a la posición de la fe?, ¿cuál es la mecánica que pone en acción el mecanismo que alimenta la fe?

En el caso de Spinoza, podríamos decir, el ser humano se encuentra en  una situación, a partir de la cual, vislumbra la precariedad del mundo de la vida, por lo que prefiere buscar la protección de la religión para sortear las contingencias de un orden que le supera. Pero, ¿a qué costo? Ya que, “las religiones podrán otorgar consuelos al hombre, pero se trata de un consuelo que solo se consigue a costa de la estupidez” (Ética, V, Prop. XIX). Es el costo del intercambio simbólico entre la religión y la fe, a la vez que es el costo simbólico de todo sistema de ideas, que sea asumido sin posibilidad de crítica y de distancia. Es así que Spinoza exige a la razón, como tarea, hacer uso de su fuerza, de su potencia de existir, para dar respuesta a los problemas que le presenta la existencia. Es apropiarse no solo de la existencia, sino del existir, que es en sí mismo potencia. Tampoco la vida, que es vida relacional, puede abstraerse de la potestad de cada individuo para hacer uso de su razón. De allí la importancia que cobra para Spinoza la democracia y, en especial, el laicismo.

Si partimos de El porvenir de una ilusión, podemos situar, en un inicio, al desconocimiento como la mayor fuente de incertidumbre. Por ende, la incertidumbre por aquello que se desconoce lleva al ser humano a volcarse sin condiciones, de manera crédula y sometiéndose a los dictados de un discurso, un líder, una institución, etc. Esto, en la medida que la seguridad que recibe el ser humano, de una respuesta que copa toda pregunta y elimina lo incierto, sortea la angustia vía desmentida y, de esta suerte, provee la salvaguardia esperada. Así mismo, no es otra la respuesta frente a lo diferente, a lo no familiar, a lo desconocido, desde una postura que no tolera la diferencia y exige un pensamiento único, una sola verdad, la unidad nacional, la pureza racial: la expulsión, la ejecución, la exclusión. No es fácil salir al paso del embate de las fuerzas de la naturaleza, a la vez que tampoco a las restricciones que impone la cultura, la que se despliega para hacer frente tanto a las fuerzas naturales, como a la lucha a muerte por la posesión de los objetos (Hobbes). Las cesiones necesarias frente a las exigencias de renuncia a la satisfacción pulsional son la usina de un malestar cultural, que se expresará de muchas maneras. Una de aquellas formas, vía desplazamiento del malestar, será el repudiar al o a lo diferente, y la búsqueda de una unidad excluyente frente a lo diverso.

La posición de la fe, en este sentido, sería la que mediante la identidad con un determinado topos, se cierra a lo heterogéneo. Por consiguiente, en un movimiento metafórico, el “soy en la medida que pienso” cartesiano, es un dato inmediato, fruto de una primera certeza que me identifica como un ser que mediante la evidencia del pensar es consciente de existir. Tal identidad de la consciencia, con lo inmediato, al ser cuestionada por el psicoanálisis, en términos de una determinación concreta, muestra los aspectos que han quedado de lado para lograr dotar de coherencia al sujeto de la consciencia: el yo. El yo de la fe, se mira en su objeto, en plena identidad narcisista. Es una manera en la que un yo ideal cobra presencia, con todo lo que se halla depositado en el objeto de la fe: perfección, coherencia, virtuosismo, credibilidad, posesión de la verdad, etc. Es esta identidad el punto de acolchado (point de capiton), el que liga una heterogeneidad de elementos que, a partir de ese momento, cobran coherencia. Así, todas las relaciones poco probables como la divina concepción, la vida después de la muerte, etc., son posibles, son creíbles. A la vez que, es perfectamente lícito desarrollar las más eficaces armas de destrucción masiva, y rezar por la salvación de las almas, junto a los empeños para crear la más eficaz y sofisticada tecnología para perfeccionar trasplantes de órganos, o modificar genéticamente organismos con graves enfermedades, y socorrer a algunas personas en trance de perder su vida.

En suma, los niveles en los que se piensan determinados problemas, pasan a ser anulados, estatuyendo las más grandes disparidades en el orden de una cerrada e ilusoria unidad.

Entre el rastro del profeta y el rastro del poeta

Ruth Gordillo R.
[email protected]

 

“Por lo demás, que cada cual camine conforme le ha asignado en suerte el Señor.”

San Pablo, 1 Corintios 7, 17

 

“Vamos ! El caminar, el fardo, el desierto, el aburrimiento y la cólera”

Arthur Rimbaud, Una estación en el infierno

 

Pablo

Pablo camina hacia Roma; en cada paso está la necesidad de dejar un rastro que surge del más profundo deseo de fundar una comunidad distinta a la de Pedro; casi podría decirse que es un acto creador, originario. Responde a un llamado que los otros no reconocen, “no ha sido ungido”; sin embargo, escucha, responde, se hace camino. Todavía no hay lugar de llegada; sus pisadas se dirigen a Jerusalén, Chipre, Filipos, Tesalónica, Atenas, Éfeso, Corinto, finalmente a Roma, la más deseada; ella recibirá el legado, la última epístola que señala la condición de la comunidad paulina.  Sin embargo, un obstáculo se eleva más alto que las murallas de piedra que cierran las ciudades; Hanna Arendt en La vida del espíritu, dice, la decisión de Pablo se tensa en una voluntad dividida entre espíritu y carne ‒pneuma/sacks‒, voluntad que no logra asumir la verdad del acontecimiento. En el fondo, sostiene, estamos frente a una voluntad que lucha contra sí misma, se cerca en la imposibilidad de convertirse en el camino, es decir, en el acontecimiento; entonces la cuestión es ¿cómo extender su dominio en el andar del profeta para consolidar la respuesta al llamado?

La pregunta se actualiza permanentemente en las experiencias interiores; estas experiencias, anota Arendt, son relevantes para la voluntad y, puedo añadir, es la voluntad la que nos acerca a la fe. En este sentido, la fe es cada vez distinta, la define su contenido, en él se distribuye el deseo en medio de la precariedad de la voluntad dividida entre lo ilimitado y la ley, entre el adentro y el afuera. Sin embargo el movimiento no cesa, quizás porque el deseo de actualiza, por eso Pablo se dirige incesante hacia las viejas comunidades y hacia donde no existe todavía ninguna, en ellas encuentra lo que reside en él mismo, el bien y el mal, por eso descansa un momento y dice, “en queriendo hacer el bien (to kalón) es el mal el que se me presenta”. ¿Dónde estaba agazapado el mal? ¿Dónde tendió su red y lo sedujo? Otra vez Arendt señala la trampa en la que la voluntad de Pablo se pierde, es la ley la que corta el paso y quiebra el deseo, al menos por un instante. Pero la fuerza del deseo consigue que el profeta siga, aun con la ley que le acecha, le atrapa y tortura, “yo hubiera ignorado la concupiscencia si la ley no dijera: “No te des a la concupiscencia”, pues sin ley el pecado estaba muerto”. Parecería hallarse ya en la ruta al cielo, ya en una estación en el infierno.

El acontecimiento irrumpe ya en el deseo ya en la ley, lo hace porque trae consigo la verdad; en este sentido Derrida hace un envío que conmueve las epístolas paulinas. En Apories, escribe sobre los límites de la verdad: “‘La verdad es finita’, se podría pensar, o peor aún, ‘la verdad llegó a su fin’. Pero, en sí misma, la expresión puede significar, y en este caso ya no sería una indicación sino la ley de una prescripción negativa, que los límites de la verdad son fronteras que no hay que pasar”. Pablo quiere la verdad, es decir, el acontecimiento por excelencia: Cristo; sin embargo debe salvar el abismo que abre su propia voluntad escindida, la ley que actualiza el pecado y la condición de la verdad ‒“La verdad es finita”‒, ‘prescripción negativa’, límite absoluto que no puede transgredir. Desde el inicio, su proyecto está condenado por la finitud expresada en su espíritu y en su carne ‒pneuma/sacks‒ y, en la verdad; ¿será por eso que solo en la comunidad reside la posibilidad de la verdad del acontecimiento? Si es así, ¿Qué es Pablo? ¿Qué es cada uno que camina? ¿Todos fundamos algo? ¿El poeta funda algo? Tal vez la pregunta correcta surge de la indicación de Derrida, ¿puede ser la verdad infinita? Sea que queramos responder el primer grupo de cuestiones o esta última, quedamos atrapados en el campo de la aporía.

 

 

Tr. «Cuchara con San Pablo como atleta, 350-400. Imperio romano tardío, quizás Siria, bizantino temprano, siglo IV.» Fuente: Archive.org

 

 

Antonio Negri parece hallar una salida. Dice en Job, la fuerza del esclavo: “La verdad solo podía consistir en una nueva visión colectiva en la cual el destino estaba sometido a la potencia.” Entonces, ¿puede ser la comunidad paulina el suelo fértil para sortear la derrota prescrita por las condiciones propias de quien atraviesa, una y otra vez, el desierto: el profeta para alabar a su Dios, el poeta para alejarse de Él? En el instante en que recobro el rastro que han dejado las páginas de sus escrituras, no puedo dejar de pensar,  mismo Dios, mismo desierto, mismo andar, misma tragedia, ninguno de los dos gestos es posible porque se pierden en la inconmensurabilidad del llamado divino, queda el dolor y el sacrificio, nada más.

 

Arthur

Arthur camina hacia África, en cada paso está el rastro del deseo más profundo por huir de la comunidad que lo constriñe. Reniega del llamado originario que le entrega la cultura, la familia, los otros. Por eso elige el continente inconmensurable que se abre, lejano, distinto, desierto que espera recibir la huella, es el topos en el que finalmente su pluma ejercerá la fuerza, “Mi suerte depende de este libro”, dice cuando escribe Una estación en el infierno.    “Jamás me veo en los consejos de Cristo; ni en los consejos de los Señores, representantes de Cristo”. Así empieza su estadía en el infierno.

El gesto inaugural de la travesía es, al mismo tiempo, la clausura,  “Heme aquí en la playa armoricana. Que las ciudades se alumbren en la noche. Mi jornada terminó; dejo Europa”. El camino se recorre como si no hubiera ni principio ni fin, solo camino. ¿Cuál es la forma que toma el deseo para adentrarse en las tinieblas? Henry Miller, en su ensayo Le temps des assassins dedicado precisamente a Rimbaud, dice que la existencia terrestre del poeta se “arriesga a no ser jamás otra cosa que un Purgatorio o un Infierno”, inevitable condición de posibilidad para que “el porvenir sea enteramente de él, aun si no hay porvenir”.

¿Qué tiempos? ¿Quiénes son los asesinos? ¿A quién o qué se asesina? “Es esto lo que siempre tuve: ninguna fe en la historia, olvido de todos los principios”. La respuesta yace en la historia de la Europa que el poeta abandona, la época que lo ve nacer: niño y hombre, ángel y demonio, reunidos en un solo individuo, en el poeta; sólo así deja correr suavemente las palabras:

Sensación

En las tardes azules de verano, iré por los senderos,
picoteado por el trigo, pisando la delicada hierba:
soñador sentiré su frescor entre mis pies,
dejaré al viento bañar mi cabeza desnuda.
No hablaré, nada pensaré:
mas, el amor infinito me subirá hasta el alma,
y me iré lejos, muy lejos, cual bohemio,
por la Naturaleza, -feliz como con una mujer.

Otras veces, el poema se desgarra:

En las rutas, durante las noches de invierno, sin techo, sin ropas, sin pan, una voz me estrujaba el corazón helado: “Flaqueza o fuerza: ya está, es la fuerza. Tú no sabes a dónde vas, ni por qué vas, entra en todas partes, responde a todo. No han de matarte más que si ya fueras un cadáver”. A la mañana, tenía la mirada tan perdida y tan muerto el semblante que los que se encontraban conmigo acaso no me vieron.

¿Por qué pierde el paso? ¿De dónde surge la escisión que le hace caminar en el verano ‘feliz como una mujer’ y arrastrarse en el invierno como ‘si ya fueras un cadáver’?  El poeta atraviesa estaciones diferentes, el verano, el invierno, todas le llevan a la estación en el infierno; allí se detendrán sus pasos, aquellos que transitaron en la Europa  que cobijó su nacimiento y sus años de juventud; la fe adquirida en ese tiempo terminará por perderse,

¡Si tuviese yo antecedentes en un punto cualquiera de la historia de Francia!
Pero no, nada.
Me es evidentísimo que siempre he sido de raza inferior.

De todos modos la fe como principio se mantiene. Sin hacer una teología, Arthur solo reconoce una experiencia de la libertad sostenida en el riesgo permanente, propio de la transgresión, en tanto, como dice H. Miller, “todo está creado, todo es previo”. Al igual que Pablo, el dolor se instala en la constatación de la finitud que empieza a mutilar el cuerpo y dejar correr un rastro de sangre. En este sentido, el infierno no es más que el lugar de efectuación de la finitud, distinto del espacio de la promesa; allí se consolida el desgarramiento, el asesinato, la pobreza, la necesidad de colectar dinero para la comunidad, para la vejez, qué más da, la urgencia por fundar, el deseo de escapar, de pertenecer, de ser otro: el no ungido, el paria, el asesino. Da igual.

 

El profeta y el poeta: la fe

La fe no es otra cosa que el caminar, sin importar hacia dónde el caminante se precipite; lo definitivo es el deseo imposible de ser cercado, pero es también lo que nos obliga al escape, a dirigir las fuerzas del cuerpo y del espíritu hacia el infinito. En la terquedad del gesto, la figura originaria del caminar puede ser cualquiera, como en el tiempo del profeta o en el del poeta. Sin embargo, el sufrimiento y el sacrificio tienden el puente que cuelga sobre lo inconmensurable y hace un lugar a la fe, ahí ella transita en las sandalias de Pablo, en el medio paso de Arthur. Por un instante se cruzan, alzan la mirada hacia el otro y siguen, no pueden mirar más alto, ¿es que acaso alguien lo puede?

Camino, me muevo, escribo, ahora, en este tiempo, siempre entre las dos huellas, justo allí, hago las mías.

La fe y la pregunta por el sentido

C. Nectario

 

1

Hace cien años Max Weber, en su célebre conferencia “La ciencia como vocación”, caracterizó a “nuestra época” por la racionalización, por lo que llamó “desencantamiento del mundo”. Con ello pretendía poner fin a la dicotomía moderna entre fe y razón, al combate de la Ilustración contra las supersticiones y las fabulaciones sobre el más allá. Se dice que Laplace, ante la pregunta de Napoleón acerca de la ausencia de referencias al Creador en el Tratado de mecánica celeste, había respondido: “Señor, no he tenido necesidad de esa hipótesis”. En la misma dirección, Stephen Hawking afirmaba dos siglos más tarde que el comienzo del universo, el Big Bang, no requería de un dios creador.

En el ámbito de la vida, que no tiene que ver con el universo sino tan solo, al menos por ahora, con la Tierra, la ideología del “diseño inteligente”, que no niega la evolución, se aproxima más a un relato mitológico de un demiurgo torpe o un dios boicoteado por algún demonio, pues intenta introducir una teledirección en el curso de la evolución que la conduzca hacia nuestra especie. El “diseño inteligente” pasa por alto el azar en los procesos bioquímicos que propiciaron el surgimiento de la vida en nuestro planeta, así como el azar del que devienen las catástrofes de las formas de vida existentes o las variaciones y especiaciones que siguen en curso.

La ciencia es atea o materialista, independientemente de las creencias religiosas de los científicos, puesto que no necesita de la hipótesis de un creador ni del universo ni de la vida, o de plan divino que culmine en el homo sapiens. Menos aún cabe interpretar la historia humana, con sus progresos y catástrofes, como si estuviese regida por una providencia astuta.

No obstante, el extraordinario despliegue del conocimiento científico de este último siglo no ha acabado con la superstición, con la idolatría. Weber consideraba que “los valores esenciales y más sublimes se han retirado de la vida pública para refugiarse en el reino trascendente de la vida mística o en la fraternidad de relaciones humanas y personales”. Lo decía al término de la primera guerra mundial. En realidad, “los valores esenciales y más sublimes”, en lugar de retirarse de la vida pública, la tomaron por entero, ya no en nombre de Dios, sino de un ídolo al que se otorgó un inusitado poder: la nación, el Estado. O la raza. O, desde otra perspectiva, la utopía revolucionaria. Los románticos, contra la razón de los ilustrados, habían reivindicado el sentimiento y la imaginación. Esa dimensión irracional de la subjetividad es una fuerza capaz de aglutinar masas y encaminarlas hacia grandes empresas colectivas, hacia la guerra y la aniquilación del enemigo; y de volcar a los individuos hacia el sacrificio o el crimen.

En una época obsesionada por los datos se suceden las estadísticas sobre las creencias religiosas. Se sabe que prosperan sectas e iglesias, que a la vez crece el número de ateos o creyentes no practicantes. Cualquier día, algún grupo de fanáticos puede cometer un acto terrorista, iniciar una guerra, o algún Estado emprender el genocidio de comunidades a las que se elimina por razones religiosas o étnicas. Miramos hacia las sociedades donde el Estado laico implica no solo la tolerancia religiosa sino la convivencia entre comunidades con distintas culturas, y advertimos de inmediato el crecimiento de la intolerancia, el fanatismo, la violencia xenofóbica. Las creencias religiosas suelen surgir del miedo al amo supremo, la muerte, pero también las sostiene el terror.

Se recurre a las divinidades, los ídolos o sus sacerdotes en búsqueda de consuelo o de milagros. El idólatra agradece a su dios o diosa, a su santo o santa, o a su intermediario, por la curación de una enfermedad, la salvación de la vida en medio de la guerra o la catástrofe natural, incluso por supuestos favores harto triviales, unas monedas o una venganza personal. Lo cual escandaliza no solamente al racionalista sino al creyente que está convencido de que su fe es libertad absoluta, por tanto, nunca sujeta a intercambios de favores con el más allá. Dios, piensa, no puede escoger a quien premia rompiendo las leyes de la naturaleza, o a quien castiga u olvida a los suyos de manera tan arbitraria.

Impera en nuestros días un dios mundial, omnipresente y omnipotente, que pareciera imponerse a los demás ídolos, que tiene sus sacerdotes y sus doctrinas: el dinero, dios abstracto que adquiere figuras múltiples ―mercados financieros, del trabajo, de bienes y servicios, monedas, papeles, bitcoins― que circulan vertiginosamente por todas las redes de la sociedad digital. Un dios que se presenta como Cifra ante sus fanáticos, que le entregan su vida, su pasión hasta el delirio; que adopta múltiples formas para acrecentar su poderío, que rige la vida de las sociedades a través de crisis sucesivas, aunque también a través de un consumismo obsesivo. No es verdad que la economía se rija por “decisiones racionales”; descansa en la idolatría, en la reproducción automática del dios que existe para consumir vida y convertirla en una valorización del valor económico que tiende al infinito.

Y está también la idolatría del libro, desde los textos religiosos consagrados a los textos doctrinarios de la política. La Biblia es una colección de textos escritos a lo largo de varios siglos, que han sufrido modificaciones, inclusiones, extrapolaciones. Leer un texto sometiéndolo a una interpretación literal o a una interpretación que de antemano establezca su sentido, es convertirlo en ídolo.

 

2

Weber no dejó de advertir que había un ámbito de pensamiento situado más allá del conocimiento científico, que dejaba a cargo de filósofos y “sabios”: el sentido del mundo. Las ciencias tienen como propósito el conocimiento de regiones determinadas de la realidad. Nietzsche, al examinar la relación de la ciencia con el ideal ascético en la La genealogía de la moral, señala el “error” de la conciencia científica, que si bien se “ha arreglado bastante bien sin Dios, sin el más allá, sin virtudes negadoras (…) no tiene hoy sencillamente ninguna fe en sí misma, y mucho menos un ideal por encima de sí”. Y concluye: “el hecho de que ahora se trabaje con rigor en la ciencia y de que existan trabajadores satisfechos no demuestra en modo alguno que la ciencia en su conjunto posea hoy una meta, una voluntad, un ideal, una pasión propia de la gran fe.”

La conciencia científica tiene su anclaje en la convicción de que existe la realidad, que se presenta de modo objetivo ante ella. La ciencia moderna, desde Copérnico en adelante, ha venido reduciendo el orgullo humano, primero al acabar con el antropocentrismo en relación con el universo; luego en relación con la vida y la evolución, desde Darwin; más tarde, destruyendo el ideal de una conciencia transparente y una voluntad libre, a partir de las ciencias sociales, el psicoanálisis o la lingüística. Con ello, ha puesto en crisis el ideal de verdad. El conocimiento científico es una aproximación a la realidad a partir de la estructura cognoscitiva humana, de la sensibilidad, la imaginación, la racionalidad. La ciencia no trabaja bajo el criterio de que la verdad sea la plena correspondencia entre el concepto y la esencia de lo real; la validez del conocimiento se establece en relación con las específicas condiciones de su producción en cada momento de su historia, esto es, la delimitación de objetos, la vigencia de problemáticas, paradigmas o métodos, la organización de las comunidades científicas.

La ciencia puede explicarme que el universo es finito y, tal vez, ilimitado (si es que hay un solo universo, cuestión que no sabemos). Puede explicarme a grandes rasgos la “historia del tiempo”, de los 14 mil millones de años que habrían transcurrido desde el Big Bang hasta ahora. Puede explicarme cómo surgió la vida en este pequeño planeta de este sistema solar, que forma parte de una galaxia en la que existen millones de estrellas, apenas una galaxia entre millones. Puede explicarme el surgimiento de la vida a partir de unos procesos químicos que se dieron de modo contingente. Puede explicarme las claves de la evolución, hasta llegar a las especies “superiores” de mamíferos y el hombre. La paleontología puede explicarme la evolución de los homínidos, hasta el homo sapiens. Y así…

Pero hay preguntas antes las cuales no existe explicación alguna. Como la pregunta de Parménides: ¿por qué es el ser y no la nada? O: ¿por qué existo? Pregunta acuciante, pues me sé mortal… O: ¿qué es “real”?

Si se quiere colocar con alguna seriedad la cuestión de la religión, y por tanto de la fe, es a ese ámbito del sentido al que hay que dirigirse. ¿Cómo comprender la religión o la fe frente a la ciencia moderna? Después de Hegel, cuya Fenomenología del espíritu puede interpretarse como una teodicea o como la divinización de la totalidad de lo humano, suprimiendo con ello el más allá. Después de Feuerbach, quien pretendió devolver a la humanidad su esencia, enajenada por la religión que la había proyectado a lo divino. Después de Nietzsche, cuyo Zarathustra había declarado la muerte de Dios, asesinado por nosotros, los modernos. Después de Kierkegaard, el “caballero de la fe” que siente que la apelación de Dios se dirige siempre al individuo, suspendido en soledad sobre la angustia…

¿Qué puede ser la fe en medio de las catástrofes históricas? Paul Tillich es uno de los teólogos que han procurado responder a las circunstancias de “nuestra época”. Procuró colocar la pregunta por lo que sean la religión o la fe, situándola más allá de la filosofía, la historia, la sociología o la antropología de las religiones, aunque siempre en diálogo con ellas. Lo que coloca como problema es la cuestión de lo Incondicional, aquello que está en el fundamento de la realidad, de la conciencia y de la vida misma. La respuesta convencional es Dios, el Creador. Puede responderse de otra manera: la materia, la energía. O el espíritu humano. Para Tillich lo Incondicional es Absoluto, es decir, a la vez fundamento de lo que es y deviene, y al mismo tiempo, abismo. No hay manera de eludir la paradoja. La religión o la fe surgen de esa posición ante lo Incondicional, es decir, ante el sentido del ser y del devenir. Desde lo Incondicional emerge el ámbito de lo sagrado, de lo santo. Tillich sabe que tiene ante sí una cuestión de extrema gravedad, la cuestión del origen del bien y del mal. Su giro es sorprendente, pues pone en evidencia que en el ámbito de lo sagrado, de lo santo, es un ámbito compartido por lo divino y lo demoníaco. Desde lo Incondicional emergen tanto lo divino como lo demoníaco, como se puede aprehender en las distintas formas de religiosidad. Las creencias religiosas sacralizan lo divino y lo demoníaco… También las idolatrías modernas, los nacionalismos por caso.

Aunque el teólogo protestante tenga que proseguir su meditación hacia su encuentro personal con Dios, reconociendo que el núcleo de su fe de cristiano es reconocer que Jesús es el Cristo, la pregunta por qué sea la “esencia” de la religión y la fe queda como una cuestión decisiva incluso para el místico, el panteísta o el ateo.

Luego de la segunda guerra mundial, el incrédulo Max Horkheimer, quien fuera colega de Tillich en Fráncfort y sufriera infortunio semejante durante el nazismo, expuso su sentimiento religioso, y el de su amigo Adorno, como el anhelo de justicia: “La afirmación de la existencia de un Dios todopoderoso e infinitamente bueno debería transformarse en el anhelo de la existencia de un ser todopoderoso e infinitamente bueno que se cuidara de que la injusticia cometida en la historia no permanezca a la larga como tal”. Heidegger, aquel que no pudo pedir perdón por su adscripción al nacional socialismo, ante las amenazas de catástrofe que él advertía en el curso de la historia y especialmente de la técnica, diría al final de su vida que sólo un Dios podrá salvarnos.

El anhelo de justicia, en sentido radical, nos coloca nuevamente ante lo que dotaría de sentido a la ley, ante lo Incondicional que condiciona cualquier ley. No se trata ya de la espera de un nuevo Moisés que tuviese que recibir el dictado de una divinidad que hablaría desde el más allá (heteronomía). Lo que el teólogo-filósofo intenta es encontrar un fundamento que sustente a la comunidad a partir de una teonomía, que pueda aprehenderse como autonomía. Lo que está en juego es el fundamento de la convivencia social.

Si de lo que se trata es del sentido, lo que tenemos ante nosotros es la relación entre lo Incondicional y el lenguaje. No hay religiosidad posible sin comunidad, la religión es siempre comunitaria. La vida religiosa implica la interlocución. Los dioses o el Dios son creados o se manifiestan al creyente a través del lenguaje, del mito, los símbolos, la oración, los rituales, o la blasfemia.

En el encuentro decisivo del individuo con lo Incondicionado, cuando se coloca ante lo abismal, cuando afronta su finitud, su pequeñez o su precariedad, su condición de ser para la muerte, requiere de la palabra interiorizada o de una expresión simbólica, incluso estética, para alcanzar algún sentido para su existencia. La fe solo se da como acto de lenguaje. La fe y la duda que le es inherente. Sean la fe y la duda del politeísta, del idólatra, del deísta, del panteísta, del monoteísta o del ateo. Aun el místico que toma la vía negativa para llegar a su Dios no abandona jamás la meditación, y por tanto, la palabra.

“En el principio fue el Verbo (Logos)”, inicia el Evangelio según San Juan. La interpretación de la frase tiene un sentido específico dentro de la concepción trinitaria de la divinidad en el cristianismo. Pero, ¿podría decir algo más allá de esa concepción?… Si esto es plausible, podría ponerse como la cuestión decisiva en torno del sentido en el propio lenguaje. ¿No es en el lenguaje, acaso, donde reside lo Incondicional? Lo incondicional que hace posible que se abra para el hombre algún sentido sobre el ser y el devenir, sobre qué cosa sea real, sobre el mundo y la propia existencia.

Por qué no soy cristiano

Vladimiro Rivas Iturralde

 

Con el título contundente de Por qué no soy cristiano, Bertrand Russell publicó en 1957 una crítica radical a las ideas que han fundamentado la fe cristiana. Su libro tenía por objeto rebatir los argumentos ontológicos, cosmológicos, teleológicos, morales, de raíz aristotélico-tomista, de la existencia de una causa primera de las cosas, del motor inmóvil causante del movimiento, etc. Redujo al absurdo estas teorías y concluyó que sólo por la fe, no por la razón, podía afirmarse la existencia de un ser supremo cristiano. San Pablo, el fundador del cristianismo, es tajante: “Porque en el evangelio la justicia de Dios se revela por la fe y para la fe, como está escrito: Mas el justo por la fe vivirá” (San Pablo, Romanos, 1, 17).

Si ser cristiano es una tremenda responsabilidad, no serlo es aún más. Explicar esta negativa desde el agnosticismo y el panteísmo, es una tarea titánica, que voy a intentar resumir en estas páginas.

Es mucho lo que puede argumentarse en torno a este tema, lejos de la racionalidad russelliana y desde el centro mismo de la conciencia de la fe, que está en el conocimiento de la Biblia. Me considero un agnóstico y acaso un panteísta y mi percepción de la realidad no es doctrinaria sino estética. Por eso detesto a los predicadores y desconfío de los creyentes. Siento por ello que, al jugar con doctrinas, estoy pisando territorio enemigo. Parecería que mi último rasgo de fe consiste precisamente en ser adversario de la doctrina cristiana en tanto que doctrina. No es mi propósito convencer a nadie de mis creencias ni hacerlas pasar por verdaderas, sino sistematizar y aclararme mis convicciones personales acerca de la religión cristiana. No sé hasta dónde voy a llegar, porque soy consciente de que, para exponerlas cabalmente, harían falta centenares de páginas.

Voy a adelantar mis conclusiones: el fundamento de la fe cristiana es un libro, la Biblia. Pero, como todos los libros, la Biblia es un hecho de lenguaje. Dios -Jehová o Yavé- es el gran pivote sobre el cual gira y se sostiene todo el libro. Entonces, Dios mismo es una palabra, un hecho de lenguaje, que no puede confundirse con la realidad. Resulta, pues, un acto de fe desmesurado, una locura quijotesca, pretender que una palabra sea un hecho, que a la palabra “Dios” corresponda la realidad Dios, superior y más allá del lenguaje, pretender confundir un libro con la realidad, o una palabra con la realidad. No insinúo tampoco que, por ser un hecho de lenguaje, Dios está en el libro y en sus páginas se queda. La palabra “Dios” salta como una fiera desde el libro hasta la mente humana que la percibe, que la acoge y allí la encarcela y la hace vivir. Pero es la conciencia humana la que le da un lugar a esa palabra todopoderosa, y no al revés. Primero está la mente humana, que descifra una escritura en la que está la palabra “Dios” y sólo después, este Dios que toma posesión de la conciencia que le ha dado hospitalidad. Dios, en suma, es una creación del lenguaje humano.

Afirmo, como casi todos, que la Biblia es un libro -o, más exactamente, una suma de libros- de un valor histórico, literario, humano, excepcionales: es el libro de los libros. Pero, como libro doctrinario que suscite mi adhesión y mi fe, lo niego categóricamente. Leo a diario la Biblia, pero cuanto más la leo, menos creo. Lo niego como texto inspirado por Dios a los hombres y también como texto a través del cual Dios se manifiesta a los hombres. Insisto, es un hecho de lenguaje que permanece en su inmanencia. Lo acepto como un documento de supremo valor simbólico, de gran belleza literaria, sentido humano y trascendencia histórica. Toda la cultura de Occidente se deriva de dos fuentes primordiales, en las que desembocan otras, subsidiarias: el pensamiento y el arte grecorromanos, y la cultura hebrea manifiesta en la Biblia. Ese es el gran tronco común de la cultura occidental, enriquecido por las aportaciones de culturas menores. Consultar esas dos fuentes, estudiarlas, es la mejor manera de conocernos, de saber quiénes somos, de dónde venimos.

La fe cristiana tiene como base y fundamento la idea de que el mundo ha sido creado por Dios. Sin embargo, la teoría creacionista es científicamente insostenible. No existe un solo indicio en el universo que conduzca a afirmar que éste ha sido el producto de una creación. Yo creo en la teoría de la explosión originaria del universo, el Bing Bang, en su evolución y la de las especies, que tienen fundamentos científicos mucho más sólidos que un arbitrario y falible acto de fe, que fácilmente puede confundirse con la superstición. Al rechazar al Dios personal del cristianismo, mi fe religiosa (falible, como toda fe) se aproxima más bien al panteísmo. Todo es Dios, y en las cosas late una energía misteriosa que todo lo anima. Si todo es Dios, entonces la Naturaleza se vuelve un objeto de respeto y veneración que la fe cristiana difícilmente concede. Como ocurre con muchos otros seres humanos, esta fe aparece dictada por la necesidad de respetar y amar el mundo en que vivimos, y no sólo nuestra casa que es nuestro planeta, sino el universo entero, que tan ajeno parece. Y más, mi fe es estética, como ya explicaré.

La Biblia es, como todos los libros, un libro histórico o, más exactamente, una recopilación de textos escritos en hebreo, griego y arameo a lo largo de mil años, entre el 900 a.C. y el 100 d.C. Cuando digo históricos quiero decir que, como todos los textos, están determinados por el momento y las circunstancias en que fueron escritos. Básicamente, se trata -al menos en el Pentateuco (la Torá, la Ley de los judíos), que comprende el Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio- de un grupo de libros atribuidos a Moisés, que pretendían unificar y educar bajo la ley a un conjunto desordenado de tribus hebreas seminómadas y semisalvajes, esclavizadas en Egipto y luego en Asiria, y conformar un pueblo civilizado, sometido a un solo Dios, a leyes severas, a ritos y ceremonias que le dieran identidad. El error de los fieles fanáticos de hoy consiste, a mi entender (y puede que el equivocado sea yo), en desprender de su contexto a una figura mítica (Jehová Dios) con sus derivados (Jesús, su hijo, y el Espíritu Santo) y situarlo mecánicamente en nuestra época.

La estructura compleja de la Biblia puede dividirse en dos: el Antiguo Testamento (compuesto por un número variable de entre 39 libros, según los protestantes, y 46, según los católicos) y el Nuevo Testamento (compuesto por 27 libros, aceptados tanto por la Iglesia Católica como por la protestante). El Antiguo Testamento trata de la historia antigua del pueblo judío: sus mitos, sus leyes, su historia. Es, en conjunto, una inmensa epopeya: asistimos en ella al origen mítico del mundo y del hombre, a su caída por la primera desobediencia; seguimos a las estirpes de los patriarcas; a la implantación de las leyes hebreas (terriblemente rigurosas y represivas por tratarse de los fundamentos de un orden social y jurídico, aplicables a una sociedad en formación); vemos ascender y sucumbir dinastías de reyes hebreos, asirios, babilónicos, filisteos, caldeos; asistimos a guerras de pueblos y de dioses, a los hechos prodigiosos de los profetas, a los esfuerzos descomunales del pueblo hebreo por reconocer e imponer la fe monoteísta de Jehová o Yahvé sobre el politeísmo y los “falsos” dioses de los pueblos vecinos. Encontraremos libros de una gran sabiduría, maestría narrativa y de un incomparable tono y aliento poéticos, en ese estilo al que tantos grandes poetas han aspirado en vano, el versículo bíblico. Obras maestras literarias son, en este sentido, los libros llamados sapienciales: el Libro de Job, el Eclesiastés, los Proverbios, los Salmos, o el Cantar de los Cantares, quizá el más bello poema erótico de la literatura.

El Nuevo Testamento gira en torno de esa grandiosa figura moral que fue Jesucristo. Los libros que tratan de su vida y enseñanzas, los cuatro Evangelios (Mateo, Marcos, Lucas y Juan), son intensamente dramáticos, más que épicos, y los textos de sus discípulos, que pretenden divulgar sus enseñanzas (los Hechos de los Apóstoles, las Epístolas de Pedro y Pablo, de Santiago, el Apocalipsis), carecen, tanto de la vitalidad narrativa y la fuerza épica de los libros del Antiguo Testamento, como del dramatismo de los Evangelios, porque se trata de libros ante todo doctrinarios. Las epístolas de San Pablo, sobre todo, son alevosamente doctrinarias: constituyen el modelo de los insoportables predicadores modernos, charlatanes y enemigos de toda discreción.

Ya sumergido en el libro sagrado de los cristianos, encuentro en la Biblia ideas éticamente inadmisibles como las siguientes:

1.- Dios empieza estableciendo, desde el momento mismo de la creación, entre el hombre y la naturaleza, una distancia y una relación de poder, de dominación, es decir, divorcia al hombre de la naturaleza: “Y los bendijo Dios y les dijo: Fructificad y multiplicaos, llenad la tierra y sojuzgadla y señoread en los peces del agua y en las aves del cielo, y en todas las bestias que se mueven sobre la faz de la tierra” (Génesis, 1, 28). Esta idea de sojuzgar a la naturaleza, significa aprovecharse de ella, convertirla en una esclava al servicio del hombre. Me adhiero a este verbo porque está presente en todas las traducciones de la Biblia. La Vulgata dice: “subiicite eam”, es decir, sometedla. El sentido del imperativo en la King James Bible es idéntico: “Be fruitful and multiply, and fill the earth and subdue it”. Y esto es lo que la Biblia, fundamento del desarrollo capitalista, ha venido haciendo en la historia económica moderna, idea denunciada y desarrollada por Max Weber en su libro La ética protestante y el espíritu del capitalismo, en el cual define el espíritu del capitalismo como un conjunto de hábitos e ideas religiosas protestantes que favorecen el comportamiento racional para alcanzar el éxito económico. A diferencia de ciertas religiones orientales, como el budismo o el hinduismo -tan respetuosas de la naturaleza, porque conciben al hombre como parte inseparable de ella-, el cristianismo lleva en su seno la idea de que, por mandato de Dios, el hombre debe sojuzgar o someter a la naturaleza, aprovecharse de ella, convertirla en una esclava que trabaja para él. Idea de terribles consecuencias, pues quien ha venido destruyendo la vida del planeta no es el mundo budista o hindú o mahometano, sino, obedeciendo el mandato bíblico, el mundo cristiano de Occidente. No es de extrañar que las enseñanzas bíblicas sean una parte constitutiva de la vida civil, política y económica de Inglaterra y Estados Unidos. No es de extrañar, tampoco, que, creyéndose poseedores de la verdad, poseedores del único y verdadero Dios, muchos norteamericanos, en términos generales, traten a los demás, al resto del mundo, con el desdén o la hostilidad que se merecen los equivocados, los infieles, los enemigos.

2.- La Biblia concede a la mujer un papel dependiente y degradante. Quizá era inevitable que así fuera, puesto que el pueblo hebreo era una sociedad patriarcal que, para empezar, representaba a Dios como una figura masculina, un Padre. El patriarcado, como la historia nos enseña, ha sido uno de los grandes fracasos de la historia humana. Abundan los testimonios antropológicos según los cuales, en una sociedad matriarcal, la divinidad suprema ha sido un ser femenino, identificado con la naturaleza, la madre naturaleza, que es quien da la vida y la quita, y la vida comunitaria en estas sociedades matriarcales ha sido mucho más armoniosa y sana.

Dios crea a Eva de la costilla de Adán (Génesis 2, 21-22), lo cual es una metáfora fea y tonta. Eva brota de un sueño de Adán, sueño masculino, al fin y al cabo, metáfora que niega la vida autónoma, independiente, de la mujer. A todos nos consta que hombres y mujeres nacemos del vientre y el sexo de la madre. Nadie nace de una costilla masculina, ni siquiera metafóricamente, a no ser que en una sociedad patriarcal como la hebrea se haya pretendido forzar los hechos de la naturaleza en aras de una ideología patriarcal que niega la autonomía de la mujer. De ahí el disgusto que me produce escuchar en las plegarias, tanto católicas como evangélicas, dirigirse a la figura del Padre, que no es sino un reflejo de la sociedad patriarcal en que crecieron los judíos y en la que vivimos en Occidente desde hace siglos.

Eva, la primera mujer, inviste la bíblica fatalidad de destructora de la felicidad de Adán, el primer hombre. Ella es el primer ser humano que cede ante la tentación de probar el fruto prohibido del árbol del bien y del mal, y con ella se inicia la caída del hombre. Y el castigo no se hace esperar: “A la mujer dijo: Multiplicaré en gran manera los dolores en tus preñeces; con dolor darás a luz los hijos, y tu deseo será para tu marido, y él se enseñoreará de ti” (Génesis, 3, 16). El parto y sus dolores no son, entonces, un hecho natural sino un castigo de Dios. El dominio del hombre sobre la mujer es, una vez más, un castigo bíblico.

El hombre, el patriarca, tenía el derecho y hasta el deber -aprobado por Dios- de poseer el número de esposas que se le antojara. Pero si una mujer se atrevía solamente a mirar y desear a otro hombre que no fuera su marido, podía ser lapidada. En este sentido, el Levítico y el Deuteronomio, libros fundamentales del antiguo derecho hebreo, son de una injusticia y una crueldad espeluznantes para con la mujer.

3.- La fe cristiana se erige como un poder absoluto. No cree más que en sí misma. No admite la primacía ni la competencia de ningún otro poder, porque se considera el verdadero. Intransigente, intolerante, no reconoce que sólo es una religión más entre las centenas que pueblan el mundo. La doctrina moral bíblica, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, es despótica, tiránica. La meta es única: la salvación, y no permite otra que difiera de ella o la contradiga. Todas las demás creencias viven en el error y el pecado y la misión bíblica es convertirlas a su fe. La visión intercultural del mundo le es ajena. Las imaginativas y poéticas concepciones politeístas del mundo (la griega, romana, germánica, azteca, maya) son meras supersticiones a las que hay que convertir por la predicación y las misiones.

Esta meta única domestica al hombre por el temor. El miedo está en la esencia del cristianismo, el miedo a la condenación. “Todas las religiones”, ha escrito Nietzsche, “son, en su último fondo, un sistema de crueldades” (Genealogía de la moral, 3). El Dios Jehová del Antiguo Testamento es un dios terrible, es el dios de las pruebas y los castigos. Es un dios nacional: el constante y feroz enemigo de los enemigos de Israel. Ha escogido al pueblo de Israel para revelarse, ha hecho un pacto con él. En cada página de la Biblia se predica el temor de Dios como una virtud: “El principio de la sabiduría es el temor de Dios”, dice el Proverbio 1, 7. Esta doctrina convierte a todos los seres humanos en náufragos de la culpa y el pecado, y divide al género humano en justos y pecadores, en buenos y malos. El pecado original es otra metáfora (la Biblia sólo debe entenderse metafóricamente) que encierra, a mi entender, la idea de que el hombre, en algún momento de su existencia como especie, rompió los lazos que lo unían a la naturaleza y se convirtió en un intruso y un exiliado de ella. Sólo en estos términos puedo aceptar la idea del pecado. Pero tanto Jehová como Jesús y sus discípulos son intransigentes, dictatoriales: afirman reiteradamente: “Quien no está conmigo, está contra mí” (San Mateo, 12, 30). El Libro está pletórico de fórmulas de este tenor, que los fieles repiten sin cansancio: “Sólo Jesús salva”. Es decir, si no crees en mí y en mis propios términos, eres candidato a la condenación eterna. No se permite disentir ni se toleran libres interpretaciones. No hay opciones. No debe haber antagonista. El antagonista es el enemigo malo, el espíritu que niega, el demonio. Pensar diferente significa tener comercio moral con el demonio y, por tanto, estar fuera de la ley y convertirse en un apátrida. La libertad de pensamiento no existe ni debe existir. Añado que no era posible que existiera, pues estas imposibilidades se entienden ahora sólo reconociendo, ante todo, la historicidad de los libros bíblicos, que subrayan la necesidad de una figura masculina superior y un cuerpo doctrinario teológico, moral y político que organizaran a un pueblo disperso y en formación. Había que mostrar mano dura para disciplinar a un pueblo semisalvaje. En estos tiempos modernos, un Dios así me parece inconcebible.

No es de extrañar que, desde esta base patriarcal y este espíritu tiránico, el Génesis conciba como pecado original la desobediencia del hombre. El pecado original no fue un acto de descreimiento, no fue un crimen, no fue una mentira ni un robo. Fue una desobediencia. La desobediencia es la negación del patriarca y del patriarcado, lo contrario de la sumisión, y es una afirmación de la libertad. Obedecer es lo que hace el perro, el esclavo, el soldado o el sacerdote, sometidos a la voz del amo, de la jerarquía militar o eclesiástica. Obediencia es la sumisión del hijo a la voluntad del padre, tenga o no razón. Se trata, sobre todo, de una concepción de la dependencia del hijo al padre que convierte a éste en un tirano, dueño de la voluntad del hijo. La voluntad de Adán dependía en todo de la voluntad del Padre. Entonces desobedecerlo era más bien un grito de libertad, asumir el riesgo terrible de la libertad, tan terrible en verdad, que le provocó la expulsión del paraíso. Sólo entonces, con ese grito, con esa desobediencia, el hombre se convierte en hombre, en adulto, dueño de su voluntad y de sus actos. Y cualquier padre y cualquier hijo de la especie humana son un reflejo de la relación entre el Padre Eterno y Adán. Recuerdo con alegría la primera vez que mi hija me dijo “No”. Esa pequeña y grande desobediencia me hizo exclamar con júbilo que ya era una persona, es decir, iniciaba el largo camino para liberarse de mi tutela. En términos generales, concibo la desobediencia más bien como una virtud, con la gran excepción, claro está, de la desobediencia a las leyes, que considero deben ser celosamente cuidadas. Ahora bien, si, como he sostenido, la Biblia es un libro eminentemente metafórico y simbólico, el pecado original -la primera desobediencia del hombre-, prefiero pensar que debe ser interpretado -para que sea creíble- como una grave transgresión que comprometió todo el futuro humano. Transgresión ¿de qué? De la ley. La transgresión de la ley es, a mi entender, el pecado original. Y este acto de desobediencia sí me parece trascendental. Sólo que permanece la gran duda, la gran pregunta que acosó a dos espíritus tan disímiles como Rousseau y Kafka: ¿qué diablos es la ley? Es un tema espinoso que no pienso abordar ahora.

Hay en la fe cristiana, como en toda creencia dogmática, una cobardía esencial: no se atreve a dudar. La duda puede dejar al hombre en el desamparo. Así que mejor cobijarse bajo certezas absolutas, de las que uno no pueda ni deba escaparse, porque afuera, en la intemperie, está la vida, con todos sus riesgos y peligros. La fe nunca duda como sistema ni da lugar en sus fieles para la duda, madre del conocimiento y prueba de la inteligencia. La duda es una injerencia del espíritu malo en la conciencia del creyente. La duda es heterodoxia, la sumisión, ortodoxia.

Como corolario de este carácter dictatorial de la fe cristiana, está la actitud soberbia de ciertos creyentes que se consideran a sí mismos dueños de su salvación, es decir, hombres desde ya salvados. Según ellos, han practicado hasta tal punto las virtudes recomendadas por las Escrituras, han sido en todo tan obedientes de la voluntad del Señor -otro acto de soberbia: de qué sobrehumanas prerrogativas gozan para conocer los inescrutables designios de Dios-que ya se consideran salvados y unidos a Él por toda la eternidad. Estos privilegiados ignoran la humildad del verdadero justo, que entrega su salvación en las manos de su Dios, cuya voluntad ignora -por ser Omnipotente-, como desconoce sus caminos ignotos, secretos, misteriosos, laberínticos. Frente a estos soberbios, me inclino ante la humildad entrañable de la Virgen María, quien, al ser anunciada su maternidad por el Arcángel Gabriel, dijo “Señor, yo no soy digna; pero hágase conmigo conforme a tu palabra” (San Lucas 1, 38), o el conmovedor diálogo del ladrón con Jesús, desde la cruz: “Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino. Entonces Jesús le dijo: De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso” (San Lucas, 23, 42-43).

4.- La doctrina cristiana es negadora de la vida. La de aquí abajo no posee un valor per se, sino sólo como antesala de la otra -forma de vida superior que, al proclamar su absoluto, reduce el mundo a un limbo donde la vida verdadera se posterga para un futuro incierto y las alegrías de la sensualidad deben ser severamente reprimidas y castigadas-. La doctrina bíblica es puritana y represora. Ve con malos ojos la vida del cuerpo e ignora por completo el erotismo. (El Cantar de los cantares y ciertos Proverbios son las excepciones que confirman la regla). Su visión del ser humano es limitada y castrante: limita e inhibe la capacidad de goce que el ser humano posee, y ha fomentado a lo largo de los años en los fieles eso que podríamos llamar hipocresía, pues refrenar y reprimir sus legítimos deseos es traicionarse a sí mismo. El verdadero fundador del cristianismo, San Pablo, es el personaje bíblico más obsesionado por la idea del pecado carnal. Con su enfermiza obsesión por el pecado, sobre todo sexual, el cristianismo se ha convertido en enemigo del placer, lo ha castigado por principio. Tanto ha combatido al diablo, que ha acabado por convertirse en él. Las bellezas literarias que a cada paso uno encuentra en los textos bíblicos son luego echadas a perder por la furia doctrinaria. San Pablo es maestro en esto. Escribe, por ejemplo: “Entonces se cumplirá la palabra que está escrita: Sorbida es la muerte en victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?” (1 Corintios, 15, 54-55). Hasta aquí, es difícil encontrar en la literatura, en forma tan conmovedora, el legítimo anhelo humano de resurrección e inmortalidad a partir de la experiencia de la muerte. Pero tan bello texto se echa a perder cuando el apóstol añade: “ya que el aguijón de la muerte es el pecado”. Aquí la aclaración doctrinaria, con su obsesión por el pecado, echa a perder la nobleza y profunda humanidad de la primera parte.

Quien quiera conocer la esencia del cristianismo, lea a San Pablo. En sus epístolas radican la grandeza y la miseria de la ética cristiana. San Pablo es el más grande calumniador de la vida que he conocido. Su normatividad severa reprime todo lo que suponga en el ser humano de expansión vital, capacidad de goce y voluptuosidad. Lo doctrinario en la Biblia tiene que ver directamente con la modificación de la conducta humana, es decir, con una pedagogía. Las doctrinas bíblicas, desde su origen, constituyen preceptos y guías de conducta que hacen explícitos (con excesiva insistencia) un caudal de principios de la razón natural. Su objetivo es pedagógico y con frecuencia resulta abrumadora la intención de domesticar al pueblo al que esos preceptos se dirigen.

Afirmé líneas arriba que mi apreciación de la Biblia es estética, no doctrinaria. Sin embargo, alguien se sorprenderá de que mis apostillas a las Escrituras (aún incompletas) tengan una raíz también doctrinaria. Ello me ha servido para desbrozar el camino y afirmar mi visión estética de la Biblia, a pesar de que niego que lo estéticamente puro exista. La experiencia estética, para ser completa, tiene que estar permeada por todo lo humano, es decir, por la ética, la política y la fe. Quitémosle a Cervantes, Tolstoi, Dostoyevski o Faulkner su dimensión moral y sus obras quedarán muy empobrecidas. Mis emociones estéticas, cuando están vinculadas a la experiencia religiosa, suelen ser las percepciones más intensas, ricas y profundas de mi vida afectiva. El románico y el gótico, el canto gregoriano, las misas de Palestrina. las Pasiones de Bach, el misterio mozartiano, la intimidad beethoveniana, el Fedón platónico, la Eneida de Virgilio, el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz, Moby Dick de Melville, las obras de Dostoyevski, Kafka y Mahler, versos de Vallejo, Bajo el volcán de Lowry, los frescos de Fra Angélico, las películas de Bresson y Tarkovski, son sólo algunos de esos momentos excepcionales en que la sensibilidad creadora toca las simas más profundas de lo humano, esas simas donde el hombre parece comulgar con lo divino. Y cuando leo la Biblia y me emociono, particularmente con los libros poéticos (Job, los Salmos, Proverbios, Eclesiastés, Cantar de los Cantares) sólo puedo reconocer que esa emoción tiene un fondo estético predominante. En algún laboratorio de la intimidad, la emoción religiosa se transmuta y manifiesta en estética, aunque, por decirlo así, una estética superior. Superior, porque revela la aspiración humana a superar su finitud, pues la invención de lo divino ha sido siempre una forma de aproximarnos a eso que podríamos llamar eternidad: el arte es nostalgia de Dios, escribió alguien. Leo innumerables pasajes bíblicos y exclamo: “¡Qué bello!”. Ahí las doctrinas exclusivamente morales y estrictamente religiosas no tienen mucho que hacer ni qué decir.

La influencia de la Biblia y el cristianismo a lo largo de las generaciones artísticas ha sido de una fecundidad incomparable. El arte cristiano es una de las mayores glorias de Occidente. Ha sobrevivido a los fragores de la historia y a los embates de las diversas formas del ateísmo. Entre estas formas del ateísmo se cuentan el realismo socialista soviético y chino, que son, comparados con las diversas formas del arte cristiano, de una pobreza ofensiva. Suprimamos en el arte la dimensión religiosa y se convertirá en algo trunco, mezquino, deliberadamente pobre. Lo que afirmo y defiendo aquí es el impulso religioso del artista –no tanto el objeto de ese impulso- que lo lleva a reconocer los límites de lo humano y aspirar a la trascendencia, a las diversas y misteriosas formas de lo eterno. Ese impulso, claro está, es a la vez religioso, moral y estético. Y, como todo impulso, es libre en sí y libre de toda ortodoxia. Ese impulso no necesariamente se guía por la fe en el Dios personal de la Biblia y sus manifestaciones -su creación, sus pactos con el hombre y el pueblo elegido, su historia terrenal-, sino por la fe en una fuerza desconocida que reside en todas las cosas de un universo infinito.

Sobre la publicación del artículo “Por qué no soy cristiano” en el número 4 de Trashumante

Los miembros del comité editorial de Trashumante consideran necesario publicar esta nota explicativa por la aparición del artículo del escritor Vladimiro Rivas, titulado “Por qué no soy cristiano”, en su número 4, dedicado a la fe. 

*

La razón principal es indicar que el texto no cumple algunos requisitos formales, sobre todo en cuanto a su extensión. En cuanto a su contenido, encontramos que expone una posición personal poco reflexiva sobre el tema de la fe. Nos preocupan especialmente algunas afirmaciones, que contradicen el propósito planteado por el propio al autor. Por ejemplo, en el inicio del artículo el autor expresa que su «percepción de la realidad no es moral ni doctrinaria sino estética». Sin embargo, pocas líneas después plantea la siguiente interpretación bíblica: «Dios crea a Eva de la costilla de Adán lo cual es una metáfora fea y tonta.»  El autor luego no incorpora argumento alguno sobre la «fealdad» y «tontería» del pasaje en mención, pese a que su apreciación contiene un juicio de valor estético y moral.

A nuestro criterio, el artículo presenta una lectura reduccionista de los aspectos externos de la fe cristiana, deshistorizando y simplificando el significado de los mitos y los símbolos bíblicos. Lo que podría haber sido un intento por criticar los prejuicios religiosos deriva así en expresiones que, a nuestro juicio, no resultan suficientemente fundamentadas.

Sin embargo, debido a un compromiso con su autor y por un principio de circulación libre de ideas, nos parece necesaria la publicación de dicho artículo en Trashumante.

Atentamente,

Revista Trashumante

La persistencia de lo sagrado

Rafael Romero

 

dios en todas las cosas
en la basura
en el placer de la puta
en el vuelo de gallinazo
en la descomposición de los cuerpos
dios en todas las cosas

 

La experiencia de lo sagrado

Producto de la evolución de la civilización, la cultura y el conocimiento, hemos dejado atrás una concepción ingenua de lo sagrado, propia del pensamiento arcaico y de la religión natural, que recurría a mixtificaciones religiosas y a prácticas rituales violentas para dar cuenta y forma a la experiencia de lo sagrado. Es difícil, en el nivel de conocimiento con que contamos hoy, creer que la erupción de un volcán es una lucha entre los dioses, que a las brujas se las destruye mediante un espejo, que las enfermedades son un castigo divino, que la ira de los dioses se calma con sacrificios de sangre. Pero esto no significa que la experiencia de lo sagrado se haya ausentado. Persiste porque es parte de la estructura de la experiencia humana. Lo sagrado es constitutivo del hecho de ser y hacerse humano. Ningún otro ser vivo, animal o vegetal, rinde culto a sus antepasados, entierra a sus muertos, adora a sus dioses.

El ser y hacerse humano tiene lugar como acto de reconocimiento de la incompletud de lo humano, de su limitación como criatura, de su profunda insatisfacción e inquietud, mientras no encuentre el descanso del sentido y del significado de la vida. San Agustín lo expresa como anhelo de retorno al origen, a su creador: “porque nos hiciste para ti, y nuestro corazón está inquieto mientras no descanse en ti” (Confesiones, Libro Primero, Capítulo I, Invocación). El círculo del sentido no se cierra sino cuando retornamos a los orígenes, al ser del cual salimos y al cual regresamos como a un lugar de descanso. Hacerse humano, evolucionar hacia nuestro ser cósmico, se presenta como disolución de la diferencia, como retorno a una condición originaria: salimos de lo indiferenciado para volver a él luego de la experiencia de la diferencia que es la vida. Somos parte de algo más grande que nosotros mismos, que la vida misma: el Universo, el Cosmos, Dios.

Contemplar nuestra incompletud es una revelación fundamental de la experiencia de lo sagrado; revelación que nos remite al hecho autoevidente de la muerte, de la disolución del yo, del retorno a los orígenes. Es en la experiencia del límite, del más allá (o tal vez más acá) de las fronteras de lo humano, de aquello a lo cual no podemos acceder sin dejar de ser lo que somos, donde lo sagrado emerge, aparece, se hace presente. Durkheim señala este aspecto de lo sagrado al decir que es aquello que si lo topas, te destruye. Por ello son necesarios los ritos, para entrar y salir sin destruirnos. Un dicho dice que cuando bailas con el diablo, el diablo no cambia, eres tú el que cambia. El encuentro con lo sagrado te transforma. Es la frontera, la crisis, la muerte, la guerra, la enfermedad, lo que nos acerca a Dios, a lo sagrado. Un caso significativo para la cultura moderna es la experiencia extrema de Teilhard de Chardin, sacerdote jesuita, paleontólogo y místico, quien reafirma su creencia en lo divino, en el Cristo-Cósmico, al enfrentarse diariamente a la muerte en el frente de batalla en la segunda guerra mundial.

 

Secularizaciones múltiples

La experiencia de lo sagrado es parte de nuestra dotación como personas, como seres vivos y cultos, simbólicos. Y como todo lo que sucede en el plano humano-finito, lo sagrado ha adquirido formas sujetas a la evolución y la historia. Experimentamos lo sagrado en un contexto social, a través de un conjunto de formas y en un momento determinado de la evolución socio-cultural. Entre esas formas están las religiones y las iglesias. Cada una es, digámoslo así, una emanación cada vez más débil, un plano decreciente de concreción empírica en donde tiene lugar la experiencia de lo sagrado. Las religiones son formas civilizatorias y las iglesias formas organizacionales. La religión organiza dicha experiencia por medio de sistemas de creencias, ritos y dogmas que son parte de nuestra constitución civilizatoria. Nuestras diferencias profundas con quien no es de Occidente tienen que ver mucho con esa matriz civilizatoria que nos otorga el cristianismo, al menos en mi experiencia personal: para un hindú la Biblia no entra en el catálogo de sus libros fundamentales, no existe un solo dios, ni una potencia única, un Uno inmutable. Y las iglesias, al final de cuentas, resultan meras formas organizacionales, la parte más externa, menos profunda, de la experiencia de lo sagrado.

Experimentamos lo sagrado como hierofanía (Eliade), como una relación que opera a través de cualquier objeto, material, conductual o simbólico, y que permite o gatilla una revelación sagrada en quien lo experimenta. De esta manera se marca el repertorio de objetos, creencias, ritos y prácticas que posibilitan la experiencia de lo sagrado y que se opone al conjunto de objetos profanos, de la vida cotidiana, del mundo del trabajo. La diferencia entre lo sagrado y lo profano es constitutiva al proceso de estructuración de cualquier orden social. Lo que caracteriza a Occidente es tratar esta relación en términos de secularización creciente, de transfiguración de los valores sagrados en valores humanos, racionales, inmanentes, lo que tuvo lugar junto al proceso de diferenciación funcional y que hizo que lo sagrado se experimentara en espacios parciales, en ámbitos de acción y de sentido cada vez más atomizados, específicos, funcionales. Sin grandes metarrelatos, la experiencia de la totalidad y lo trascendente queda condenada al espejo de lo parcial e inmanente. El Occidente racionalista vive en continua secularización y por más soluciones que elabore, como cabeza de medusa, resurge la inquietud fundamental, la insatisfacción total, el anhelo de eternidad. Todo punto de vista se iguala ante la verdad fundamental de la muerte; pasado y futuro desaparecen en el instante eterno. Pero el Occidente Racionalista pretende controlarlo todo con la fuerza de la razón y la técnica. Y no solo el mundo exterior, físico-natural, sino el interior, la mente y el espíritu.

El mundo moderno es resultado de la transfiguración y secularización de muchos ritos y prácticas religiosas elaboradas para transcender y experimentar lo sagrado, en mecanismos y formas de control social y personal, inmanentes, sin transcendencia, disciplinarias, tecnologías puras de la vida y el sentido.  Max Weber estableció una forma específica de esta relación en La ética protestante y el espíritu del capitalismo. La Reforma Protestante tiene una afinidad electiva, no causalidad lineal y unilateral, con los comportamientos económico-racionales del capitalismo moderno. La ética calvinista se transfiguró en comportamiento económico-racional. Pero no sólo la Reforma, sino también la Contrarreforma Católica. Tal vez sea mucho decir que los fundamentos epistemológicos de las ciencias sociales son la transfiguración de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, del siglo XVI. Pero si uno realiza una comparación conceptual, tal vez conductual-cognitiva, podrá advertir que el principio de neutralidad valorativa de la ciencia moderna, la diferencia entre “juicios de hechos” y “juicios de valor”, es similar o isomorfa, al principio de indiferencia ignaciano, estado en el cual tu alma es indiferente a todo, al bien y al mal, y está atenta y dispuesta a la voluntad de tu creador, y que de alguna manera es el estado al cual se espera acceder luego de pasar por los Ejercicios espirituales.

Otro de los mecanismos de discernimiento espiritual-racional es el de la autoobservación, también presente en los Ejercicios, y de manera explícita: para controlar un pensamiento, deseo, pecado, curiosidad que te agobia, marcas en una línea cada vez que sucede, por la mañana y por la tarde. En tu examen de conciencia nocturno comparas mañana y tarde, y luego día con día, luego semana con semana. Observas tus observaciones, te auto-observas para realizarte, depurarte, trascender. En términos conductuales-cognitivos es el fundamento de la reflexividad. Un ser reflexivo es aquel que reconoce su error y reajusta su camino: reconoce su pecado, se arrepiente y corrige el rumbo. La imagen de la ciencia es isomorfa a las imágenes y formas religiosas: el arrepentimiento es una forma de retroalimentación. Tal vez sea mejor decir que el mecanismo de la retroalimentación de la ciencia moderna es isomorfo a las ideas del arrepentimiento y el sacramento de la confesión.

En esta misma estela de reflexión, pienso que la dirección espiritual, el discernimiento de espíritus y las técnicas de contemplación constituyen los antecedentes de la psicología moderna, incluido el psicoanálisis, por supuesto. Entre los textos de referencia de esta tradición mística de occidente y del cristianismo podemos señalar la Subida al Monte Carmelo de San Juan de la Cruz, y Las moradas de Santa Teresa, La nube del no-saber, anónimo inglés, El peregrino ruso, anónimo de la tradición del cristianismo ortodoxo. La transfiguración-secularización hace que se pase de métodos para transcender hacia lo divino a técnicas para vivir la inmanencia de lo humano. Si antes te confesabas como un rito de purificación para el encuentro con lo sagrado, hoy vas al psicoanalista para sentirte bien contigo mismo. Lo ético que acompaña a las ciencias de la salud y de la mente nos advierte de la presencia de un hecho sagrado en el tratamiento con el cuerpo y el sufrimiento. Otra de las formas en las que lo sagrado se transfigura en formas sociales, en ámbitos de acción diferenciados, cada uno con su ética, su mística, sus propios principios, ritos y prácticas.

El modo/contexto social en el que hoy experimentamos lo sagrado está marcado por los efectos de la diferenciación funcional. Cada diferencia funcional instaura un ámbito de acción que se presenta como posibilidad de realización del ser y hacerse humano: no existe un hombre universal, sino cada uno realizando su propia vocación, su propio destino. Cada sujeto realiza su universal en su particular. Es como si cada ámbito de acción fuese resultado de una partición del poder original, como pasaría en el caso en el que un chamán reparte sus poderes entre sus diferentes hijos. La experiencia de lo sagrado se concretiza en un significado de lo particular/local, pero ya no salta hacia lo universal/global, hacia la recomposición de la unidad. Todo lo contrario: se instaura como diferenciación-sin-fin, producción que nunca termina, insatisfacción total.

La cultura de la experimentación, la experimentación-sin-fin, es otra de las formas en las que el Occidente Racionalista secularizó, esta vez no un texto, sino a objetos y substancias que eran vehículos para la experiencia de lo sagrado. Las plantas y pócimas sagradas se transfiguraron en fármacos y drogas. Las bebidas rituales que posibilitaban una experiencia de transición hacia un estado sagrado, distinto de lo profano, que transciende el plano inmanente y cotidiano, se convierten en sustancias alienantes, destructivas, que desorganizan a las personas, que afectan a su racionalidad, emocionalidad y socialidad. En este contexto, las drogas se constituyen en experiencia sagrada del mal, vehículos para la experiencia de la disolución del yo que demanda, no supone, sino que exige, el contacto con lo sagrado, pero deteriorado.

El mundo moderno, siempre de secularización hasta el extremo, transfiguró las substancias para quitarles su capacidad de darnos una experiencia sagrada, y las transubstanció en drogas, inmanentes, destructivas, que nos sacan del mundo profano del trabajo y la eficiencia, y nos arrojan a la condición de disolución, de ruptura de toda moral, de todo escrúpulo, de todo sentido, pero sin retorno hacia la reconstrucción, la recomposición del universo, de la vida. Pérdida de la experiencia de lo sagrado total en la experiencia particular de la diferenciación funcional y de la experimentación-sin-fin. Se trata de una experiencia sin sentido trascendente, sino atomizado, que se queda en el éxtasis, en el momento, que se agota en su placer, en la experiencia momentánea.

           

Recuperar al hombre interior

La experiencia de lo sagrado aparece como opuesta a la experiencia de la falta de sentido y transcendencia que la diferenciación-sin-fin y la experimentación-sin-fin imponen. En la tradición católico-cristiana se diferencia entre la vida activa y la vida contemplativa. Esta distinción se remite al episodio en el que Jesús se encontraba de visita en la casa de unas amigas, Marta y María. Mientras Marta preparaba la comida y arreglaba la casa, María permanecía a los pies de Jesús contemplándolo. La vida activa es afín a la eficiencia del mercado y la razón instrumental, mientras la vida contemplativa se transfigura/contiene en el arte, en lo simbólico, en lo imaginario. Pero restringir la experiencia de lo sagrado al ámbito del arte es una forma de la misma diferenciación funcional que como sistema global no posibilita la experiencia de la trascendencia. Es el dominio de lo social/funcional sobre lo individual/personal. No hay forma de transcender en una sociedad funcional, si no es volviendo al acto personal, íntimo, interno, de la contemplación de lo sagrado y en el que nos reconocemos, cada uno, no sólo como parte de una sociedad o de una especie, sino como seres del universo, cósmicos, universales; parte de la realidad, de algo que no sólo somos nosotros, que está más allá de la muerte, de la disolución de nuestro yo.

Los textos místicos describen los métodos y técnicas del acto de contemplación, distinto de la reflexión, la meditación y la oración discursiva. Son técnicas que buscan silenciar y contener los pensamientos y deseos, no importa que sean buenos o malos, para dar paso a una experiencia de percepción total del universo, del cosmos. Contemplar es lo opuesto a reflexionar. La técnica más conocida y divulgada es la repetición constante de una palabra sagrada. En el Peregrino ruso la frase sagrada que se repite una y otra vez es Señor Jesús, ten piedad de mí. Todo pensamiento afecta el estar en contemplación, en silencio, al permanecer en la Nube-del-no-saber. Esta técnica (que en las tradiciones de Oriente las llaman mantras) permite que se despierte lo que los místicos llaman el hombre interior. Pienso en esta figura, no como el sujeto de la lógica cartesiana, sino en el sujeto de la reducción fenomenológica. El hombre interior de los místicos es el sujeto de la intuición intelectual de la evidencia absoluta que ocurre en ese “dejar la palabra puramente al ojo que ve” que Husserl menciona en la cuarta lección de sus clases en Gotinga:

Nos viene, en efecto, a la memoria el lenguaje de los místicos cuando describen la intuición intelectual, que no es ningún saber de entendimiento. Y todo el arte consiste en dejar la palabra puramente al ojo que ve y desconectar el mentar que, entreverado al ver, trasciende (Idea de la Fenomenología, Cuarta Lección).

Pero la razón fenomenológica de la primera mitad del siglo XX está pre-dicha en la descripción de la experiencia mística en el siglo XIV:

Los que sin embargo, están continuamente ocupados en la contemplación, experimentan todo esto de modo diferente. Su meditación se parece más a una intuición repentina o a una oscura certeza. Intuitiva y repentinamente se darán cuenta de sus pecados o de la bondad de Dios, pero sin haber hecho ningún esfuerzo consciente para comprender esto por medio de la lectura u otros medios. Una intuición como esta es más divina que humana en su origen (La nube del no-saber)

Si la apuesta filosófica de la fenomenología husserliana era salvar lo que nos quedaba de razón frente a la barbarie de las dos guerras de la primera mitad del siglo XX, no se trataba de una razón reflexiva, analítica, instrumental, sino de una razón intuitiva, contemplativa, de percepción total, más divina que humana como advierte el místico anónimo inglés.

En la descripción que el médico y neurocientífico Eric Kandel hace sobre la manera en la que nuestro cerebro y sistema nervioso capturan el mundo exterior, señala la compleja interacción entre dos sistemas: el descendente y el ascendente, entre el conocimiento y la percepción. El Occidente Racional ha dado énfasis al sistema descendente, al conocimiento, a la vida activa, sobre el sistema ascendente, sobre la percepción y la vida contemplativa. El Occidente Místico, siempre presente en el fondo de la escena civilizatoria, da cuenta del hombre interior, de hombre que contempla, mudo y callado, su condición universal, cósmica y divina: su absoluta finitud e incompletud, su ser-para-la-muerte. Tal vez sea un buen momento para traer a primer plano a este hombre interior antes que el juego de los espejos informáticos termine por cubrirlo de meros simulacros.

Actos de fe

Emilio López y Aquiles Jarrín

 

La fe, en su definición más básica, se reduce a un conjunto de creencias, a la confianza y a la seguridad en algo. Sin embargo, cuando mencionamos o escuchamos la palabra fe, surge una fuerte vibración que nos lleva a sospechar que este elemento tan propio de lo humano no se reduce a tan simples definiciones.

La fe mueve montañas, es una metáfora muy valiosa para abordar un elemento que resulta imprescindible en toda situación en la que esta parece operar: el movimiento. Vincular la fe al movimiento nos posibilita despegarla de su relación a lo racional o religioso, para hacerle un lugar en el mismo cuerpo (máquina de movimiento).

La fe rescatada del territorio de las creencias, hace carne en la acción, en la potencia que tienen las ideas cuando hacen cuerpo; ya decía Spinoza, uno no sabe de lo que el cuerpo es capaz. Así la fe está bastante más alejada de grandes ideales y parece operar en una cotidianidad tan frecuente como dormir para querer despertar. La fe lejana a cualquier institución es potencia vital que se conforma por un conjunto ilimitado de actos de donde se destila lo humano. Impulso vital bergsoniano, donde el movimiento define nuestros devenires. Desde la infancia aprendemos a confiar en una serie de constructos que definen nuestra relación con el espacio, con el otro. Confianza que nace de la experiencia. Fronteras, límites, topografías que se van definiendo y redefiniendo en nuestro andar y desandar diario. En la experiencia del día a día creemos/creamos, nos movemos desde la intuición: “la intuición, adherida a una duración, que es desarrollo progresivo (crecimiento), percibe una continuidad ininterrumpida de imprevisible novedad; ella ve, sabe que el espíritu saca de sí mismo más de lo que tiene, que la espiritualidad consiste en esto mismo, y que la realidad, impregnada de espíritu, es creación” (Bergson).

 

Acto 1°

Lunes: El sol avanza lentamente por la alfombra en su cotidiano y repetido intento de tomarse cada mañana la habitación. Antes de que se bañen de ocre las pantuflas, siento una mano tibia en la espalda y esa voz todavía en proceso de recomposición que dice te amo. Respondo “Yo a ti”.

La declaración de un sentimiento profundo y su respuesta afirmativa produce varias operaciones. Por un lado, se manifiesta una convención social donde las palabras son portadoras de sentidos absolutos. Una arbitrariedad que parece haber posicionado el lenguaje desde el sentido común. Las palabras están tan valoradas en nuestro sistema de comunicación que nos permiten hacer articulaciones lingüísticas expresando la complejidad de nuestros sentimientos. En el te amo, se reduce a dos palabras un conjunto muy amplio de acontecimientos. Significantes que implican la existencia de un compromiso emocional altísimo, es el sonido que define que ese otro está en una alta disposición de nuestro deseo. Los actos y vivencias compartidas para la construcción de esa expresión amorosa ya no existen en el momento en que las palabras parecen ser garantía de que todo está presente.

Martes: El sol avanza lentamente por la alfombra en su cotidiano y repetido intento de tomarse cada mañana la habitación. Antes de que se bañen de ocre las pantuflas, siento una mano fría en la espalda y esa voz todavía en proceso de recomposición que grita te odio. No respondo nada.

 

Acto 2°

Jueves 7 PM. Me llama un amigo y surge un plan, que no había programado. Vamos a un concierto. No identifico el lugar. Se fija el encuentro en el restaurante X. Busco en mi celular qué sitio es. ¿Hay algún evento? ¿Voy en auto, Cabify? ¿Cuál es la ruta más eficiente? Obtengo respuestas: 15 minutos de llegada, 2 minutos menos de tráfico por la ruta B, $2,50 la carrera. Calculo mi hora de llegada. Vuelvo a chequear mi teléfono y la cita es las 9:30. Veo rápidamente la lista de invitados, casi no conozco a nadie. No quiero llegar y estar solo. Calculo llegar 9:45 para evitar la soledad antes de que llegue mi cita a las 10. Vuelvo a revisar la ruta de tráfico: 9:38. 10 minutos más de lo acordado. Respiro aliviado.

El universo de información en el ciberespacio es infinito; sin embargo, la tecnología asigna las posibilidades de una noche a algo reducido. Predicciones desde el celular a partir de información que no se puede entender y que está almacenada en alguna parte. Bits infinitos circulando a la velocidad de la luz por el aire, ondas imperceptibles captadas por dispositivos receptores que nos dirigen. Nos encontramos frente a un nuevo sistema de creencias que se articula desde la tecnología.

La tecnología como una nueva semántica del deseo, administra y codifica los flujos, reordenando cuerpos y sentidos. La tecnología –en su intento de territorializar– ofrece cierta esperanza y alivia la ansiedad de creer en lo inmediato, pero al mismo tiempo ofrece agujeros para otras vivencias posibles, se abren líneas de fuga para lo inédito, lo singular, lo propio y lo desconocido. Aparecen las fallas, las fracturas y los hackers, que nos recuerdan que en los accidentes se producen las ganas para accionar, creer y crear.

 

Acto 3°

Domingo 10:00 AM, 18 grados, parcialmente nublado. Un saco liviano, zapatos deportivos y el jean del día anterior.

Hace algún tiempo que la manera de estar en el mundo está anclada a un conjunto de dispositivos de los cuales dependen casi la totalidad de áreas de nuestra existencia, pitonisas que se esconden tras pantallas y sonidos. Incuestionables, hacen que el aspecto más duro de la ciencia, ese santo positivismo, regule las más nimias decisiones. Pronósticos del clima, latidos del corazón, temperatura corporal, likes y eventos programados, ordenan los sentidos y los deseos a partir de un sinnúmero de aplicaciones descargables y en constante desactualización y actualización.

En menos de un km de recorrido por el parque, he sido informado del estado amoroso de diez personas, de sus últimas cinco adquisiciones, los lugares que visitaron, el nuevo video de mi artista favorito, el restaurante que debería ir a probar, los anteojos de moda y la poca acogida que tuvo la foto que posteé.

Lo más complejo en estos escenarios no es el heterogéneo bombardeo de micro alienaciones por los que la subjetividad es atravesada y producida, sino, aquella hipnótica articulación de elementos que comprimen todo a una superficie por la que se deslizan los sentidos. Se produce una especie de aplastamiento de la realidad, donde todo acontecimiento que está fuera de ese algoritmo endogámico por el que circula la vida, parece no existir.

Domingo 3:00 pm, 13 grados, lluvioso. Saco liviano sobre la cabeza, zapatos empapados, piernas tiritando.

Identificamos dos tipos de flujos articulados a la fe: las acciones en la cotidianidad remitidas al cuerpo, y nuestra relación a la tecnología como la principal organizadora de sentidos en la actualidad. Esta última formando parte de un sistema de creencias con desplazamientos históricos. Cuerpo y coordenadas hacen nodo en el eje principal de este texto, el movimiento, que en términos deleuzianos podríamos también llamar devenir. Un conjunto de intensidades que ocupan el cuerpo y que se expresan en una pragmática.

La fe como devenir se aleja de una idea de un futuro y una recompensa, para reconectar con procesos de accionar en el presente. Si hay algo divino en la fe es su maquinaria de acción, ‘una metafísica de la vida, una filosofía más intuitiva nos demanda una participación en espíritu al acto que la hace, ahí va en dirección de lo divino’(Bergson).

 

Imágenes: Andrew Leu (Unsplash); Adrianna Calvo (Pexels); Donald Tong (Pexels)

La fe en el Leviatán

Fabio Vélez
[email protected]

 

Los lectores de Hobbes tal vez recuerden que, al tratar de perfilar la figura del “contrato” por contraposición a la del “regalo, favor o gracia”, Hobbes se ayudara en el Leviatán de las distintas y variadas clases de merecimiento (Merits). Hobbes, en concreto, echaba mano de un símil escolástico –la disparidad entre meritum congrui y meritum condigni– con la intención expresa de resaltar los distintos derechos allí involucrados. Ni que decir tiene que el ejemplo traído no era casual: se hacía alusión, pues, a la incapacidad del hombre para alcanzar «por razón de su propia rectitud o de cualquier otro poder suyo» –es decir, sin la gracia divina– el tan prometido y cacareado Paraíso. Sin embargo, y para asombro de cualquiera, el argumento era interrumpido sin razón aparente. Hobbes escribía: «me abstendré de afirmar nada…». El corte, empero, era más que pertinente. No tocaba.

Es fácil suponer que al lector coetáneo de Hobbes aquella gracia no le pasara inadvertida; y es que, efectivamente, el cumplimiento de la ley no era suficiente porque pareciera que hubiera más, vida después de. Inquietante era también, a tenor de lo anterior, un pasaje concreto del capítulo 31 –bisagra clave del Leviathan– en el que, al hilo de la omnipotencia de Dios y su consiguiente discrecionalidad, es decir, a propósito del derecho a penalizar incluso sin comisión de pecado, Hobbes retomara una pregunta heredada de los antiguos: ¿Por qué es tan frecuente que los malos prosperen y los buenos sufran adversidades? O en su paráfrasis particular, con Job de referencia: «¿En virtud de qué derecho dispone Dios las prosperidades y las adversidades en esta vida?». Una vez más, aunque ahora desde más acá, la injusticia hacía traslucir las limitaciones resultantes del cumplimiento de la ley. En suma, tanto por una como por otra parte, y ante una divina providencia difícilmente escrutable, la confianza y la esperanza sufrían un duro traspiés.

Así la cosa, estos cabos serán abordados íntegramente en los Libros III y IV al son de la “palabra profética”. El punto de partida, si se mira atentamente, es ahora otro: el pecado original. Y la deducción que en consecuencia se sigue es la esperable, a saber, la obediencia a las leyes «si fuese perfecta podría bastarnos. Pero como todos somos culpables de desobediencia a la ley de Dios, no sólo originalmente por Adán, sino también de un modo actual por causa de nuestras transgresiones», no podemos prescindir de la gracia divina. En otras palabras, como el “pecado” no es un “delito” –para empezar uno ofende a Dios y el otro al hombre– tampoco la expiación puede y debiera ser la misma. De esta guisa, la absolución por mera indemnización o recompensa se conjetura a todas luces improcedente, «pues, de ser así, ello haría de la libertad de pecar una cosa vendible». Es precisamente en virtud de lo cual, nos viene a decir agudamente Hobbes, que el gesto redentor de Cristo debe siempre interpretarse como una oblación (Oblation) aunque se lo tenga, por lo común, como un precio (Price); es decir, no «algo que, por su valor, pudo hacer que Cristo reclamase de su Padre ofendido el derecho de obtener perdón para nosotros, sino el precio que a Dios Padre le plació exigir en su misericordia». Sólo cabe por ende, concluye Hobbes, resguardarse al amparo del perdón gratuito (gratis) fruto de la fe y el arrepentimiento. El corolario corre de consuno: «Todo lo que es necesario para la salvación está contenido en dos virtudes: la fe en Cristo y la obediencia a las leyes».

Ya estamos, ciertamente, en mejor disposición de entender y tipificar los tres reinos descritos por Hobbes y, en concreto, aquél que hace remisión a la gracia. Así pues: el reino de Dios, un reino civil en el que Dios mismo es el soberano en razón de un pacto y a través de un vicario, y que habría comenzado con la “antigua alianza” entre Abraham y Dios e interrumpido con la elección de Saúl, cuando los judíos habrían rehusado díscolamente ser gobernados jure divino, prefiriendo de esta guisa secundar el modo de las restantes naciones. Por cierto, no sin fatídicas consecuencias: «de ahí procedieron periódicamente los disturbios civiles, las divisiones y las calamidades de la nación». El reino de la gloria sería la manera de distinguir y denominar la restauración del reino de Dios tras la segunda venida de Cristo, cuando este vuelva en majestad a juzgar al mundo y a gobernarlo de hecho. Entre tanto –y en ese entretanto nos hallamos– sólo cabrían estados civiles compuestos de judíos, gentiles y, tras la llegada de Cristo, cristianos. Era la letra: Cristo no había venido a juzgar este mundo (Jn 12:47) y, por tanto, había que seguir dando al César lo que del César era (Lc 20:25). La promesa de una “nueva alianza” se quedaba simple y llanamente en eso, una promesa. Y, sin embargo, un distinto trato será dispensado.

Los seguidores del Evangelio, en este valle lacrimoso, serán además obsequiados gratuitamente (gratis) con una suerte de «anticipo de reino», el reino de la gracia. Hobbes hilaba fino en la soteriología: «el reino de Dios no ha llegado aún, y no estamos bajo más reyes, mediante pacto, que bajo nuestros soberanos civiles. La única salvedad es que los cristianos están ya en el reino de la gracia, en cuanto que disfrutan de la promesa de ser recibidos cuando Cristo venga una segunda vez».

Una pregunta aún es posible: ¿podemos confiar en esta promesa? La cuestión había quedado zanjada ya en su proemio. En efecto, según Hobbes, el honor que se le debía rendir a Dios procedía no sólo de su omnipotencia –ese «poder irresistible» al que tanta utilidad sacó– sino de su bondad. De tal modo que, apostillaba, «aunque la promesa de hacer un bien obliga al que promete, ocurre, sin embargo, que las amenazas, es decir, las promesas de hacer un mal, no lo obligan; y mucho menos obligarán a Dios, que es infinitamente más misericordioso» (infinitely more mercifull). Polémicas nominalistas aparte –aquello de si Dios quiere lo bueno o lo bueno es querido por Dios, etc.– el mensaje era sin duda confortador. Y, con todo, aún era posible suscitar algún tipo de réplica.

Llamaba la atención, en efecto, la manera con la que Hobbes había decidido abrir y cerrar el Libro III, a saber, presentando la salutífera diferenciación entre conocimiento y creencia. Este se interrogaba a la sazón: ¿en quién creemos cuando creemos? Porque si se partía de la premisa, como era el caso, de que «es necesario que la persona en quien creamos sea alguien a quien hemos oído hablar», entonces creer propiamente en Dios sólo pudieron hacerlo Abraham, Isaac, Jacob, Moisés y los profetas, primero; y los Apóstoles y discípulos de Cristo, después. Pero entonces, ¿qué hay del resto, de nosotros? Nada más que texto, es decir, «fe en la historia que se narra…». Tanto mejor. No repitamos la porfía de Tomás “el mellizo”. Bienaventurados los que no vieron y creyeron…

 *

Una última vuelta. A propósito de los convenios, Hobbes dejaba caer en el capítulo 14 una interesante observación, a saber, uno quedaba liberado de los mismos por su cumplimiento o por la exoneración de su obligación, esto es, el perdón. Poco después, en plena catalogación de las leyes naturales, volvía a cobrar protagonismo el perdón, aunque ya como deber, y con él su correlato inmediato: la renuncia a la venganza. El contexto presentaba alegato. Ambos demostraban ciertamente una eficacia profiláctica en la empresa común o, dicho de otro modo, el fin justificaba este tipo de medios. Y el entramado irenista no había sido desplegado del todo. Continuemos. Si a la “palabra natural” se unía la “profética” no podía soslayarse el hecho de que la capacidad de perdonar –aquella gracia divina– no sólo estaba en manos de Dios sino que, antes bien, pendía indefectiblemente del ejemplo incitador de los hombres. Era el manido Padrenuestro: «perdónanos nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores…». Pero… ¿y si no hay más allá, Juicio final, fin último? ¿Y si sólo hay más acá, historia, erigida (o no) en tribunal universal? ¿Es posible seguir perdonando a quien ha «pecado contra ti siete veces al día»?

Señor, «auméntanos la fe», porque de lo contrario…

 


Nota: Sobre estos asuntos hobbesianos me he demorado largo y tendido en La palabra y la espada. A vueltas con Hobbes, Maia, Madrid, 2014.

La fe y otra realidad posible

Luis López López

 

«Mil veces has subido las gradas. Pero ¿has reparado en lo que ello te sugirió? Pues algo sucede en nosotros cuando ascendemos, aunque es muy fino y discreto y fácilmente pasa inadvertido. (…) Cuando subimos las gradas, no sólo sube nuestro pie sino todo nuestro ser. También subimos espiritualmente. Y, si lo hacemos reflexivamente, presentimos que ascendemos a esa altura donde todo es grande y perfecto: el Cielo, donde Dios tiene su morada».

Romano Guardini

 

Dirigir la mirada más allá de la materialidad de los objetos, pero desde esa materialidad que se extiende; dirigirla desde un instante efímero, pero inserto en el tiempo que le otorga historicidad; sin renunciar, no obstante, a la búsqueda de algo situado más allá de la realidad, algo que garantice lo eterno, es decir, el sentido de una verdad inmutable que permita a quien mira su tránsito por la complejidad de la vida… Una fe que se instala en la finitud de la existencia, aunque pretende escapar de ella al sentirla expuesta al devenir del tiempo, que la anula. El hombre, desde sus orígenes, ha pretendido trascender más allá de su condición mortal, creando entidades con formas superiores a las suyas, rodeándose de mitos y dioses, o simplemente de ideales inalcanzables. En su transitar, crea su entorno: su hábitat, objetual y simbólico, sacro y profano, que lo lleva más allá de su propia temporalidad.

¿Cochasquí fue un centro ritual-ceremonial, de observación astrológica, o una concentración poblacional? ¿Cochasquí es hoy un complejo arqueológico en el que se encuentren referencias a las fuentes de alguna identidad nacional? Las investigaciones del arqueólogo alemán Max Uhle (1933), de los científicos alemanes de la Universidad de Bonn (1964), o del astrónomo ruso Valentín Yurevitch (1986), no dan respuestas concluyentes a tales interrogantes y no se requiere de ellas para deducir a partir de esa materialidad concreta de bloques de cangahua, la búsqueda trascendente de quienes construyeron estos parajes. Una presencia potente en el paisaje andino que coincidencialmente se ubica cerca de la línea ecuatorial, de ahí su nombre: Cochasquí o  sitio de la mitad, que no solamente lleva a pensar en un sentido estratégico de control territorial -desde una mirada militar- o en el aprovechamiento de un lugar privilegiado de observación e indagación astronómica, sino en toda una aproximación hacia lo no conocido, aunque intuido, y que busca explicaciones más allá de los límites de la existencia humana.

Se habrán perdido o destruido otros tantos conjuntos de importancia semejante, mas esta potente intervención en el paisaje da cuenta de las ascensiones espirituales y referencias sagradas creadas por los habitantes de este territorio mucho antes de la conquista española.

La dominación colonial, paralelamente al control de hombres y territorios, impone la religión cristiana por sobre el imaginario nativo; reestructura el territorio de la mitad del mundo a partir de una red de ciudades con una nueva base simbólica extraída, para su nominación, del santoral religioso cristiano, y al interior de las villas distribuye los parajes, anteriormente ocupados por comunidades nativas, siguiendo el trazo de damero en que se ubican plazas, templos y conventos, y organiza la cotidianidad lúdica y sagrada de la nueva sociedad. Se funda un escenario que abarca todas las escalas, desde la territorial hasta la de los mínimos objetos. Este barroco andino organiza icónicamente los sistemas significantes de toda una época, portadores de valores sagrados y profanos de una modernidad que pudo ser diferente al contener componentes de ruptura que no se dieron en buena parte de los países de Europa por la Reforma, y por disponer del potencial que implicaba la unión de dos culturas.

En el 2013 visité la Capilla del Monasterio Benedictino ubicado en Las Condes, Santiago de Chile, construido entre 1962 y 1964; lo proyectaron Gabriel Guarda y Martín Correa. Este último participó del encargo siendo aún estudiante, pero luego dejó la arquitectura y consagró su vida a la contemplación monástica. Sin embargo aún conserva, cuando comparte sus experiencias, todo el entusiasmo del oficio al que quiso dedicar su vida inicialmente y que puso en los fundamentos de su única obra.  La capilla consta de dos volúmenes cúbicos blancos, de 14 por 14 metros en planta, con una altura que va entre los 10 y los 14 metros, que se intersectan en su eje diagonal permitiendo el paso de la luz, cuya presencia caracteriza el “discurso” místico de este espacio. Resulta paradigmático cómo el ideal racionalista y su abstracción minimalista, de fusión del espacio y la luz presente en esta edificación, se relacionan con la vida de su autor, acaso el “milagro” de la comunión de un ideal estético con la fe en que arquitectura y autor buscan la fusión entre presente y eternidad.

La palabra que nombra lo innombrable, la imagen que representa lo que no tiene imagen, el espacio que contiene lo que no tiene espacio, constituyen en la “creación” humana el tránsito de lo finito a lo infinito. La fe nace y perdura, en tanto estructura que le permite afrontar la complejidad de su existencia, generando los vínculos de comunidad necesarios para su transitar.

Más allá de la proclama nietzcheana de la muerte de Dios o del anuncio hegeliano de la muerte del arte, propios de la posmodernidad y tan influyentes en los comportamientos de las vanguardias culturales que la conforman, están latentes todo tipo de reflexiones y búsquedas sobre la significación trascendente de las palabras, los comportamientos y los objetos en la vida humana.  En un presente provisional, instantáneo, que no necesariamente ata pasado y futuro, la presencia de una temporalidad que dote de sentido a la morada individual o colectiva es buscada con afán, casi desesperación; la materialización de espacios cuyos contenedores se doten de significaciones en el afán de lo imposible deseado de atrapar en el tiempo y el espacio finitos, un absoluto inalcanzable. ¿Acaso no es esto poner fe en sus medios arquitecturales de búsqueda de sentido, de dar sentido a la existencia frente al desconcierto y su asombro permanente del mundo?

Robert Venturi, recientemente fallecido, trabajó durante casi toda su vida con su esposa Denise Scott Brown en una forma distinta de leer la arquitectura, destacando su capacidad expresiva y cómo el hombre común la percibe más allá de lo que ve, oye, palpa o huele, aceptando las complejidades de su historicidad, recorriendo desde el clasicismo hasta la misma modernidad e incluyendo también las culturas primitivas y sus saberes. Venturi y Brown comparten con Marshall McLuhan, Bob Dylan o Andy Warhol la experimentación de otra visión del arte, de los medios y la cultura popular en el siglo pasado: la del hombre en su relación fundamental con el otro, en el espacio entre dos, base de toda relación de comunidad. Esta visión no requiere únicamente del espacio sacro de elevación del hombre hacia la divinidad para superarlo en su condición de humanidad, sino de la multiplicidad paradojal del lenguaje objetual y simbólico con que se relacionan los seres humanos. Venturi lleva la interpretación de la arquitectura a indagar en las ambigüedades y contradicciones del mundo con humor, ambivalencia, suavidad, frivolidad; acerca la presencia de otras sintaxis poéticas, otros vocabularios propios de la condición humana, sin descartar incluso la ironía en su particular forma de pop(ulismo) arquitectural.

Ignasi de Solá-Morales, en diferencias – topografía de la arquitectura contemporánea, analiza la arquitectura como un “acontecimiento resultante del cruce de fuerzas capaces de dar lugar a un objeto, parcialmente significante, contingente”, y lo hace en una selección de edificios agrupados en dos momentos. En el primero, que va de 1945 a 1952, refiere a obras de Mies, Kahn, Aalto, Coderch, Gardella, en las que no se estaba inaugurando la funcionalidad, pero cuyo contenido funcional era explícito, fácilmente reconocible y comunicable, haciendo de ella su valor añadido. Y el segundo, de 1983 a 1992, con T. Ando, Herzog & Meuron, Ghery, Siza, cuyas edificaciones  pretenden superar el discurso lógico y narrativo a través de imágenes arquetípicas más profundas, relativas a lo natural en el hábitat, lo compartido y la permanencia en lo público, lo originario en la materialidad, la mediación de las imágenes de sentidos complejos. En el período analizado no trata de llegar a la codificación de signos pertenecientes a tales o cuales estilos o maneras de hacer, sino a la comprensión de sus manifestaciones singulares y a la búsqueda de valores superiores que no se dan únicamente en las edificaciones consideradas sagradas, de ahí que resulta curiosa su afirmación de que “con la desaparición de los dioses, de los mitos, de las ilusiones, también la arquitectura se ha vaciado de individualismo y subjetividad”. Mas el hombre encuentra sentido no solo en la fe, en dioses, mitos e ilusiones, sino que busca dar sentido a su existencia salvando su propia humanidad, en todas sus manifestaciones creativas, entre las que está la arquitectura, y en la simple temporalidad de sus actos, incluso en medio de la incertidumbre y la atracción de la nada.

Invirtiendo la afirmación del apóstol Pablo, “la fe es la sustancia de las cosas esperadas”, considero que aún se puede tener la sugerente pretensión de “hacer” mundo, rivalizando con el Arquitecto, y que otra realidad –inesperada- sería posible.

El poema: religión, fe, perplejidad

Iván Carvajal

 

“Es probable que todo gran poeta tenga algo de religioso”, escribe Ramón Xirau. Esta afirmación aparece en su ensayo destinado a Carlos Pellicer, quien a su juicio sería “el único poeta de nuestra lengua que llega a unir poesía moderna, vanguardismo y catolicismo”. Esta declaración de Xirau ― filósofo preocupado por lo sagrado y poeta religioso ― se destaca en el contexto de una obra crítica que examina la poesía de Juan Ramón Jiménez, Huidobro, Vallejo, Gorostiza, Cernuda o Lezama Lima, entre otros poetas de lengua española del siglo pasado. Xirau es consciente, desde luego, de las “influencias” de la religión católica en la poesía española e hispanoamericana. Símbolos, narraciones bíblicas o referencias a aspectos cultuales aparecen a menudo en poetas cuya religiosidad sin embargo es indecidible, si es que nos atenemos a los textos. El nombre de Cristo puede insertarse en el poema, y con ello se establece una obvia referencia al Hijo del Hombre o a la figura del Hijo de la Trinidad en la doctrina cristiana, mas no por ello el poema expresaría a un hablante católico, o aun cristiano, sino que del texto aflora un proceso metafórico que liga lo dicho en él con la figura religiosa. El crítico hispano-mexicano percibe en los poemas de Vallejo una continua referencia al cristianismo, a Cristo, a la religiosidad popular. Siguiendo esta línea de análisis, diríamos que en Boletín y elegía de las mitas el poeta se remite a la Pasión de Cristo para exponer, mediante la analogía, la pasión del pueblo indígena, víctima de la opresión y la violencia del colonizador español y de su aliado, el mestizo, así como la expectativa de redención. No por ello se puede afirmar que Dávila Andrade sea un poeta cristiano, aunque sí se puede concluir que el poema tiene un indudable contenido religioso y, como en el caso de múltiples poemas de Vallejo, como bien ha advertido Xirau, un tejido de referencias a la Biblia y a la religiosidad popular. Más aún, en el caso del Boletín se invoca a una divinidad indígena, Pachacámac, en versos que crean una imagen que trastoca la figura del Dios cristiano, pese a que esos versos posean una similitud estructural con los salmos o las plegarias bíblicas: “¡Oh, Pachacámac, Señor del Universo! / Tú que no eres hembra ni varón. / Tú que eres Todo y eres Nada, / Óyeme, escúchame. / Como el venado herido por la sed / te busco y sólo a Ti te adoro.” ¿Se podría considerar que el dios nombrado “Pachacámac” es la misma persona divina llamada Yahvé, o una de las tres personas de la Trinidad del cristianismo? “Tú que eres Todo y eres Nada”: no, no solo es un nombre distinto, es una divinidad diferente.

“Es probable que todo gran poeta tenga algo de religioso”… La frase es equívoca; no dice que todo gran poema, sino que todo gran poeta es religioso. La equivocidad puede surgir de considerar los poemas como expresión de la subjetividad del poeta, una subjetividad finalmente unitaria y autoconsciente. Ello nos arroja a uno de los grandes temas del pensamiento contemporáneo que, traído a colación en lo que aquí interesa, pondría en cuestión al Yo que habla en el poema. Es obvio que los poemas son “obras” de poetas llamados Vallejo, o Gorostiza, o Paz, o Dávila Andrade, quien sea, con su genialidad o sus talentos. Pero, ¿qué es la “obra”? ¿Cómo vienen las palabras al poema? Este no es algo que esté en la mente del poeta y luego se plasme sobre el papel. Lo que tiene el lector ―o el oyente, el “público”― ante sí es el poema, que ha adquirido autonomía de su autor. En el poema “habla” un Yo ya emancipado del autor, cuya supervivencia fantasmal proviene del texto. ¿Cuál era la religión de Vallejo? Es indecidible, y además, no importa para nada… Pero los poemas de Vallejo tienen un indudable sentido religioso.

 

 

Que haya “pocos poetas católicos en lengua castellana” es una constatación en la que vale la pena detenerse. ¿Cómo es posible que en un contexto cultural impregnado de catolicismo haya tan pocos poetas católicos? A más de Pellicer, Xirau apenas puede nombrar a López Velarde, Valle-Inclán y Bernárdez. Más allá del castellano, a Péguy, Claudel y Eliot, este último propiamente anglicano… ¿Por qué hay tan pocos poetas católicos? Es evidente que la pregunta tiene que colocarse en el contexto histórico-cultural de la época moderna. Ningún poeta hispanoamericano, desde Martí o Darío en adelante, puede ignorar las consecuencias del romanticismo y de su crítica, la cual provocó la revolución poética que tuvo lugar a partir de Baudelaire, Rimbaud, Lautréamont o Mallarmé. Esta revolución, que modificó radicalmente la posición de la poesía en el mundo, estuvo en consonancia con las profundas transformaciones culturales, en los dominios de las ciencias, las filosofías, los sistemas de creencias, la revolución industrial y el crecimiento urbano. Después de Nietzsche, Marx, Darwin, o Freud, después de Einstein, en las grandes ciudades, tenían que suceder significativas conmociones religiosas, cambios en el ámbito de lo simbólico, trasmutación de los valores, de las formas de la vida cotidiana. Por consiguiente, en el lenguaje poético, no solo los motivos de los poemas adquirían nuevas fisonomías, sino que surgían formas expresivas ― renovación formal de las estrofas, de los versos, variaciones lexicales, incorporación de vocablos que habían sido excluidos del lenguaje poético, neologismos, innovaciones tipográficas, inclusión de ideogramas… En el plano del contenido, igualmente tenían que modificarse sustancialmente las metáforas, los símbolos, las imágenes, lo que podríamos llamar “ideas poéticas”, a fin de que correspondiesen a las nuevas concepciones del mundo, incluidas las religiosas.

¿En qué sentido, en este horizonte, podían los poemas tener “algo de religioso”? Para comenzar, ¿qué significado adquiere el vocablo “religioso” que pueda articularse con lo poético? En el término están contenidos varios planos de significación: las creencias en lo divino, en los dioses o Dios; los mitos en torno a lo divino y lo demoníaco, los dogmas que se establecen en torno a la divinidad; los rituales, sacrificios, plegarias que forman parte del culto; las normas morales que se aceptan como provenientes de la divinidad; sentimientos, símbolos, imágenes. El bien y el mal… La religión implica además la existencia de grupos humanos, de comunidades que comparten esas creencias y rituales; más aún, son estos los que fundamentan los vínculos colectivos. El término “religión” implica por una parte la afirmación del vínculo de los creyentes con la divinidad, y por otra, el vínculo comunitario. Esta doble re-atadura, de los creyentes con lo divino o lo sagrado, y de la comunidad, es en efecto componente de buena parte de los “grandes poemas” que nos llegan del pasado, del Gilgamesh en adelante, los poemas bíblicos, los de Homero o Hesíodo, las grandes tragedias griegas… La Comedia de Dante es, en cierta medida, un poema teológico. Podemos decir que los dioses ―incluido Yahveh, incluida la Trinidad que es un solo Dios― son figuras o imágenes poéticas creadas en los poemas. Las mitologías son narraciones poéticas. Los dioses y demonios de comunidades más antiguas, divinidades de las que no nos quedan huellas, seguramente habrán surgido de poemas semejantes.

A más de este primer sentido de lo religioso que caracteriza a buena parte del inmenso acervo de poemas que se conservan en la gigantesca biblioteca contemporánea, es decir, de poemas que crean divinidades ―y los demonios consiguientes― está un segundo sentido del vocablo, que remite al vínculo entre los poemas y otras formas culturales. Nos hemos referido a ello a propósito de Vallejo y Dávila Andrade. Hay aún un tercer significado de lo religioso, especialmente importante para la poesía moderna de Occidente, que arranca del Renacimiento y sobre todo de la Reforma protestante: hay poemas que expresan la búsqueda de Dios por el poeta. El poema describe los caminos que recorre el alma del místico ―santa Teresa o san Juan de la Cruz― o entraña una meditación sobre el vínculo entre el hombre o el alma con Dios o Cristo ―”El Cristo de Velásquez” de Unamuno o Dador de Lezama.

 

A primera vista, se podrían establecer varias vertientes de esta faceta religiosa en los poemas de la época moderna, siguiendo el haz de significados asociados al término “religión”. Quisiera destacar dos de ellas, que forman parte  de la poesía hispanoamericana del siglo pasado. Una proviene de un poderoso poeta del siglo XIX, Walt Whitman.Es la vertiente panteísta de la religiosidad poética. Canto a mí mismo, por no decir la totalidad de Hojas de hierba, es un canto que reúne en el Yo la totalidad del cosmos, lo sagrado y lo profano, Dios y los trabajadores de los puertos o los campos, lo divino y lo diabólico, los santos y los pecadores, las mujeres y los hombres, los amantes ―heterosexuales y homosexuales; blancos, negros, pieles rojas; el sol, los astros, las praderas, los lagos, los animales, los insectos… Un canto que recobra el pasado, el ahora y sus infinitas posibilidades que se abren al progreso incesante. “Walt Whitman, un cosmos, el hijo de Manhattan, / Turbulento, carnal, sensual, comedor, bebedor y procreador, / Ni sentimental, ni erguido por encima de los hombres y mujeres, ni alejado de ellos, / Ni modesto ni inmodesto.” Canto de Walt y de la Masa: “¡Desenvolvimiento inacabable de las palabras de todas las épocas, / Y mi palabra, una palabra moderna, la palabra En Masa! // Palabra de la fe que nunca engaña, / Hoy o después es para mí lo mismo, acepto el Tiempo de una manera absoluta. / (…) / Acepto la Realidad y no oso ponerla en duda, / Lo material la penetra de principio a fin.” Whitman proviene de una tradición protestante, es cierto, y gracias a ello el lenguaje de los grandes poemas bíblicos resuena en los suyos. Tiene como antecesores a Shakespeare, a Milton, a los románticos ingleses, a Jefferson, y como contemporáneos a Lincoln y Emerson. Estados Unidos es entonces una nación joven, poderosa, en expansión. Una nación que pasa por una guerra civil en la que el poeta toma partido ―como ciudadano y como poeta― por la causa democrática. En lo que aquí interesa, su canto se refiere en efecto a la totalidad de la Realidad: el poema es testimonio de la fe en ella, y de la fe en las palabras que nombran las cosas, que las colocan en su evidencia, fe en el lenguaje que proviene de la Masa, de la comunidad de hablantes. La palabra poética consagra la Realidad, el cosmos, la humanidad, la democracia. Sin duda hay un aliento panteísta en Whitman. Lo divino emana de cada ser, es decir, de lo finito, de la vida y la muerte; se trasluce en las metamorfosis de los seres y del canto, tiende constantemente a la totalidad, y a la vez es movimiento, devenir infinito. Considero que pueden inscribirse en esta vertiente de religiosidad panteísta Alturas de Machu Picchu de Neruda, el conjunto de la obra poética de Vallejo, seguramente Altazor de Huidobro, o, a pesar de las diferencias formales ―pues el poeta ecuatoriano no adoptó ni el verso libre ni el versículo―, Las armas de la luz de Carrera Andrade.

La otra vertiente es más bien introspectiva. El poema es una flecha en búsqueda de blanco, de sentido. También en este caso está en juego la fe en la palabra, en su posibilidad de alcanzar el absoluto. Mas el absoluto es inalcanzable. Si el panteísmo anhela sacralizar todo lo existente ―lo cual puede interpretarse también como profanación, pues si todo es santo,nada lo es― la religiosidad del poema en que el Yo se dirige en soledad al absoluto se emparienta más bien con la teología negativa, con la mística: el poema tiende a despojarse de la referencia al devenir del mundo para concentrarse en el salto hacia lo divino…

“Luego ― como habrá hablado según lo absoluto ― que niega la inmortalidad, lo absoluto existirá fuera ― luna, encima del tiempo: y el levantará las cortinas frente a él.” Mallarmé advierte que el absoluto es la Nada, lo que obliga a Igitur a volverse hacia la luna, hacia el devenir ―el tiempo―. Como Igitur, el poeta tiene que descorrer las cortinas para abrirse al ser. Heidegger, por su parte, en uno de sus ensayos sobre Hölderlin, anota: “Poesía es auténtica fundación del ser. (…) La medida no reside en lo desmesurado. Nunca hallamos el fundamento en el abismo. Pero puesto que el ser y la esencia de las cosas nunca se pueden alcanzar y derivar a partir de lo existente, deben ser creados, establecidos y otorgados libremente. Tal libre donación es fundación.”

Los poemas de nuestra época vibran, entonces, entre el panteísmo ―portador de cierto optimismo o también de una afirmación de la vida sin más―, y el nihilismo ―en el que resuenan tanto el anhelo de Dios, quizás de un nuevo dios que salve lo que pueda salvarse del hombre, a veces cierto pesimismo, a veces un anarquismo ontológico…

El poeta de nuestro tiempo, en “libertad bajo palabra”, se debate entre la fe que deposita en el lenguaje para fundar mundo ―para dotarlo de sentido y para dar sentido a la existencia―, y la incertidumbre, el desconcierto, la perplejidad, el silencio.

 

 

 

Mutaciones de la fe en el capitalismo tardío

 Alejandro Gordillo
@AlejoMilmachets

 

Desgraciadamente, y a pesar de todos mis esfuerzos, nunca he sido creyente, no he sufrido crisis de fe ni de negación de la fe. Quizá hubiera sido mejor serlo, porque la escritura exige drama y el drama nace de esa lucha agónica entre la esperanza y la desesperanza, en la que la fe desempeña un papel, me imagino, esencial.

Mircea Cărtărescu

 

La fe requiere siempre de un marco de referencia que, sin embargo, ha de trascender ulteriormente. Cuando su contexto es la teología, el creyente aprende de esta el contenido del objeto de su creencia; pero para que esta fe sea auténtica, su objeto (Dios) ha de permanecer en el misterio. Esta imposibilidad de un acceso total al objeto de la fe establece la necesidad de la actualización constante de los ritos que reconectan con la divinidad; es decir, la repetición se constituye como uno de los elementos fundamentales del culto religioso.

El capitalismo se mueve también en la esfera de la repetición permanente: el ciclo de producción y destrucción constante que reclama lo nuevo. El filósofo ruso Boris Groys, en su ensayo La religión en la era de la reproducción digital, ve en esta dinámica del capital un trasunto perfecto de la dinámica religiosa. La muerte de dios no ha supuesto la muerte de la fe; esta última se ha desplazado hacia el mercado y su mecánica de progreso incesante.

De otro lado, Groys postula que la Ilustración no consistió tanto en la abolición de toda creencia en favor del discurso racionalista, sino más bien en la conquista de la libertad de fe y en la migración de esta hacia el ámbito de lo privado. El enfrentamiento de estos dos campos, ciencia y fe, supone dos maneras distintas de asumir esta libertad. La ciencia, por su lado, está abierta a la discusión y a ser sometida a constante revisión y, de ser el caso, contradicción y superación; mientras que la fe, si bien puede debatirse, no está llamada a legitimarse de ninguna forma ni está sujeta a modificaciones impuestas fruto de esta discusión.

Nuestra época ha vivido la radicalización de esta libertad particular de fe. De esta manera, el Internet aparece como el medio perfecto mediante el cual expresar esta variante de la libertad, pues todos podemos generar contenidos sin necesidad de legitimarlos ni de modificarlos como producto de los comentarios que estos susciten; es decir, los nuevos medios de información digital promueven una suerte de libertad fuera de la razón, de ahí que hoy en día se hable de posverdad para referirse a los discursos que se construyen a partir de los deseos o emociones de la gente más que en hechos objetivos o sujetos de demostración. Si queremos ir más lejos en el análisis de este retroceso del pensamiento racional y en el establecimiento de creencias particulares aun a costa de lo que la ciencia puede explicar, basta con observar un fenómeno como el terraplanismo (the flat earth theory) que a lo largo de Internet -y con miles de seguidores- afirma categóricamente que la Tierra es plana y recurre a argumentos pseudocientíficos para convencer a la gente de ello.

Volviendo sobre la idea del capitalismo como un sistema de creencias, se trata de una intuición que lleva ya un tiempo circulando tanto en la filosofía como en la economía o el arte. ¿No es la misma noción de la mano invisible una suerte de argumento metafísico para deificar al mercado?

Walter Benjamin, en su texto El capitalismo como religión, describe el proceso mediante el cual este sistema se ha convertido en una “religión de mero culto, sin dogma” y que, lejos de ofrecer expiación, culpabiliza constantemente a sus fieles a través de una especie de parasitación histórica del cristianismo. En lugar de promover al ser, persigue su destrucción.

Así también, desde el arte, este tipo de paralelismos entre la religión dirigida a una divinidad y su versión capitalista ligada al culto de la producción y consumo encuentra su eco en Metrópolis de Fritz Lang. Todos los días, los trabajadores se dirigen hacia una fábrica que tiene la forma del dios Moloch, deidad canaanita a la que se le sacrificaban personas, sobre todo bebés. La representación plástica nos muestra una especie de ritual de sacrificio similar en el que los hombres se encaminan voluntariamente hacia las fauces del dios de la producción. Ya en nuestro tiempo, la serie de 2017, American Gods, basada en la novela homónima de Neil Gaiman, plantea un enfrentamiento entre varias divinidades antiguas como Odín, un duende, Thor o Anubis, y los nuevos dioses: la tecnología, la globalización, entre otros.

Contrariamente a lo que la mayoría supone, esta no es una época cínica desprovista de toda creencia; al contrario, nos encontramos ávidos por proyectar un sentido en el mundo y en nuestra propia existencia, y muchas veces dicho sentido no proviene de un fundamento lógico-racional o científico sino que más bien se encuentra arraigado en las estructuras de pensamiento mítico, propias del ser humano, que se van asentando en distintas realidades, y cuyo ejemplo extremo vendría a ser el capitalismo.

Este tipo de fe contrahecha que se reproduce desde el capitalismo se identifica casi con su opuesto: podemos arriesgarnos a afirmar que una de las antítesis más radicales de la fe es la depresión, la ausencia de toda esperanza, entendida esta como un fenómeno más allá de lo puramente neuropsicológico, como si la angustia kierkegaardiana perdiese su objeto (dios) y se convirtiera en un vacío metafísico.

La depresión aparece, por tanto, como un síntoma del contexto actual que se proyecta sobre los individuos: nunca ha sido más brutal el ejercicio de la biopolítica. Si bien Fukuyama fue objeto de escarnio con su idea del fin de la historia, el imaginario político contemporáneo parece moverse cada vez más en esa dirección. Vivimos ante una progresiva cancelación del porvenir a cambio de un tortuoso presente sin horizonte. La versión mesiánica de la historia planteada por Benjamin, en la que incluso los proyectos fallidos están ahí para ser retrospectivamente reivindicados por la victoria definitiva, parece ceder paso a una petrificación del pasado como fracaso y a una deriva sin fin más allá de la perpetua resiliencia del capital y sus estructuras.

Para muchos, la viabilidad del capitalismo no está siquiera en discusión. Se cree en él incluso de manera inconsciente y todas nuestras estrategias vitales e, incluso, nuestras reivindicaciones sociales u opciones estéticas lo presuponen como el único marco de referencia.

No se puede ignorar, sin embargo, el núcleo subversivo que puede tener la fe en tanto cuestionamiento-trascendencia de lo racional. Esto es algo de lo que el arte ha estado siempre muy consciente. El creador avanza sobre un proyecto determinado, pero sabe que, en última instancia, ha de tentar al azar con su obra, con el conjunto de decisiones estéticas que construyen su poema, novela o pintura. El artista, parafraseando a Borges, se sabe justificado por el acto de crear, aun sin la certeza del destino de su obra.

 

 

Imágenes: Yiran Ding (Unsplash), Archive.org

La fe: el sentido del devenir

Fernando Albán
[email protected]

 

Un golpe de dados nunca suprimirá el azar.

S. Mallarmé

 

La fe es un acto de absoluta libertad, afirma con insistencia Kierkegaard; pero ¿no ha sido también asumida como un acto de incondicional sumisión? Para sostener la apuesta por la libertad fue preciso que el punto de partida hacia la fe, hacia el absoluto, estuviese inscrito en el instante, de manera que este adquiera un sentido decisivo en el tiempo. Es así que la consideración del instante, como ámbito en el que tiene lugar la decisión, determinó en Kierkegaard que el punto de partida hacia la fe fuese eminentemente histórico. Esto subraya la pertinencia de las preguntas que abren el libro del filósofo danés titulado Migajas filosóficas: «¿Puede darse un punto de partida histórico para una conciencia eterna? ¿Cómo puede tener este punto de partida un interés superior al histórico?».

Las posibles respuestas a estas preguntas constituirán dos direcciones opuestas en la determinación de la fe. En la perspectiva socrática, la respuesta consistió en considerar el punto de partida histórico como una mera ocasión o como algo insignificante. De ahí que la dimensión temporal, que tiene como asidero el instante, haya sido negada en aras de la consagración de lo eterno. Justamente, Sócrates hacía de la eternidad el lugar mismo de la verdad que yacía olvidada en el interior del discípulo. En esta escena metafísica, el instante de la decisión se pierde diluido en lo eterno. «El punto de partida temporal es una nada, pues en el instante mismo de descubrir que desde la eternidad había conocido la verdad sin saberlo, en ese mismo ahora el instante se oculta en lo eterno, de tal modo oculto allí dentro que, por así decirlo, tampoco podría hallarlo yo aunque lo buscara, porque no existe ningún Aquí o Allí, sino solamente un en todas partes y en ninguna» (Migajas filosóficas).

El instante no puede tener un valor positivo si el discípulo, en el momento de tomar la decisión, lo hace en conformidad con su estado anterior que es el del ser, el de la verdad. En tales circunstancias, la decisión se torna en programación o condicionamiento y el instante se desvanece en el pathos de la reminiscencia. Es decir, si el discípulo tiene la condición en sí mismo, entonces la decisión es el resultado necesario de lo que estaba dado, con lo cual el ahora es devorado por el recuerdo. Además, si el discípulo socrático es la verdad (por el hecho de albergar en él a la eternidad), entonces el maestro carece de importancia, pues solo asiste al alumbramiento en calidad de partera. Con la desvalorización del instante, se banaliza también la función del maestro. Por el contrario, si el instante ha de tener un valor absoluto en el tiempo, entonces el discípulo —el hombre— no puede volver atrás, pues la decisión no puede referir a un estado anterior como su premisa o su condición. En el instante de la decisión el hombre nace nuevamente por primera vez; no se trata de un re-nacimiento, pues su estado anterior era el del no-ser, de la no verdad, del no saber. Solo entonces la decisión se torna en una «historia extraordinaria», en un milagro, y el maestro solo puede ser Dios, pues Él es quien da al discípulo la condición.

El discípulo es la no-verdad; pues es aquel que ha perdido la ocasión a causa de su propia culpa. A esta condición de no-verdad, Kierkegaard la llama pecado. Es entonces que el maestro —Dios— concede al hombre la ocasión de la decisión, para que, por obra del salto que en ella opera, acceda al ser, anulando así su condición precedente de no-ser o de no-verdad; nacido en el instante gracias a la decisión, que opera sin premisas ni pre-visión, el discípulo —el Individuo— se torna capaz de restituir a Dios la deuda que fue contraída en el momento del pecado. El pecado, afirma Jean-Luc Nancy, es un endeudamiento de la existencia como tal. De cara al absoluto, por obra de una decisión que opera en el instante, y que ha sabido acoger en él a toda la eternidad, el discípulo salva la distancia que lo separa insalvablemente del absoluto. Entonces, «el instante de la decisión es una locura, porque si ha de tomarse una decisión, entonces el discípulo se convierte en la no verdad, y eso es lo que hace necesario empezar por el instante» (Migajas filosóficas). Empezar por el instante significa asumir la expresión del escándalo que se deriva de afirmar que la eternidad solo ocurre en la absoluta transitoriedad del instante. Activa y pasiva al mismo tiempo, la decisión viene de sí misma como si proviniera del otro. Solo entonces «el instante es realmente ¡una decisión de eternidad!» (Migajas filosóficas). He aquí el milagro, la paradoja, el absurdo que anida en el secreto centro de la fe. La pasión del instante o de la fe es la locura de la razón.

De este orden de razones se desprende, según Kierkegaard, que la fe no puede ser conocimiento, puesto que al conocer lo eterno se excluye lo temporal e histórico, así como un conocimiento puramente histórico debe dejar fuera a su opuesto: lo eterno. La fe anuda o concilia términos contradictorios, eternización de lo histórico e historización de lo eterno, y se constituye en aquello que es absolutamente otro con respecto a la razón. Entonces, «si la paradoja y la razón se chocan en la común comprensión de su diferencia», es preciso asumir la fe —«el tormento de la pasión»— a partir de sí misma. Esto es, la fe, en tanto verdad paradójica, solo puede ser asumida desde la posición del no-saber, de la no-verdad, constitutiva del pecado. Esta posición no puede ser alcanzada por la religión socrática, pues esta se sustenta en el saber absoluto, que se consuma en el retorno memorioso hacia lo eterno. En la verdad socrática lo eterno mira en dirección de sí mismo.

En el texto La Desconstrucción del Cristianismo, J-L Nancy sostiene que el pecado no debe ser considerado en ningún caso como un acto determinado y añade que la exigencia de la confesión y la de la recitación de artículos ha deformado nuestra percepción del mismo. Entonces, el pecado cristiano no debe ser asumido como si fuese el resultado del cometimiento de una falta, pues esta es una transgresión que acarrea un castigo, mientras que «el pecado es pues, antes que nada, una condición original, y una condición original de historicidad, de desarrollo: porque el pecado es la condición generadora, condición de la historia de la salvación y de la salvación como historia, no es un acto determinado, y menos aún una falta» (La Desconstrucción del Cristianismo). En el contexto de la reflexión kierkegaardiana, la condición de la que parte el discípulo es, precisamente, la del pecado, la del no-ser o de la no-verdad.

Ahora bien, el devenir o lo histórico se despliegan a partir del cambio que se opera en el tránsito del no-ser al ser o del paso de la posibilidad a la realidad. Es por ello que todo devenir entraña un sufrimiento, pues lo posible es aniquilado en el preciso momento en que se hace real. Por el contrario, lo necesario no tolera el sufrimiento, en vista de que se mantiene inalterado, pues solo se relaciona consigo mismo. Precisamente, «la perfección de lo eterno es no tener historia: es lo único que existe y que no tiene historia en absoluto» (Migajas filosóficas). Pero si el sentido eminente de lo histórico apunta en dirección de lo que ha sucedido, entonces, se concluye de aquello que lo propiamente histórico es el pasado. Sin embargo, esto no significa, en ningún caso, que habría que retomar el pasado como la necesidad de lo ocurrido o comprenderlo en términos de necesidad, pues aquello equivaldría a aceptar el carácter irrevocable del pasado o su condición de intangibilidad. De ahí que quien asume que el pasado es necesario reconoce inmediatamente su inmutabilidad; es decir, acepta que «su “así” real no pueda hacerse distinto». O, también, que «ese “cómo” posible no podría haber sido diferente». Por el contrario, Kierkegaard señala que el pasado es revocable en dos  direcciones opuestas: por un lado, el cambio es inherente a todo lo ocurrido, por el hecho mismo de que ha devenido; por el otro, la metamorfosis puede también provenir, por ejemplo, del arrepentimiento, que tiende a abolir retroactivamente lo ocurrido. En definitiva, el pecado es condición de la historicidad en la medida en que la posibilidad del devenir histórico se anuda con la existencia de una causa libre. Solo entonces, lo histórico es aquello que ha devenido, no por necesidad, puesto que lo necesario no deviene, sino por libertad. Lo histórico es pasado, pero el discrimen de lo devenido es que no puede ser necesario.

«Quien concibe el pasado, el Historico-philosophus, es por ello un profeta hacia atrás. Ser profeta significa precisamente que en el fundamento de la certeza del pasado se halla la incertidumbre que para éste, en un sentido tan enteramente idéntico como para el futuro, es posibilidad (Leibniz, los mundos posibles), de donde es imposible que derive con necesidad…» (Migajas filosóficas). La referencia de Kierkegaard a Leibniz se justifica si se toma en consideración que el filósofo alemán trata de vincular en sus Ensayos de Teodicea… la cuestión de Dios y de la libertad con el tema de la posibilidad. Una infinitud de mundos concurrentes subsiste en el entendimiento divino, que son el resultado de un ensamblaje complejo de las cosas contingentes o de una infinidad de maneras de colmar todos los tiempos y lugares, entre los cuales Dios elige a uno, el mejor de los mundos; elección que  opera en base a su libre voluntad. Libre, pues se rige por una necesidad moral y no por una necesidad absoluta o metafísica. Dios obra en función del bien —el mejor de los mundos posibles—, pues no hay mayor libertad que la que inclina hacia el bien. Pero, luego de que la decisión ha sido tomada a favor del mejor de los mundos posibles, las cosas, relativas a este mundo, quedan tal cual estaban en su estado de pura posibilidad, estado en que los eventos son contingentes. Ahora bien, el hecho de que el entramado complejo de las cosas contingentes, que forman un mundo, quede tal cual, después de la decisión que lo hace existir, es prueba de que el «acontecimiento no posee nada en sí que lo haga necesario y que impida concebir que algo totalmente distinto podía suceder en su lugar» (Ensayos de Teodicea…).

La fe, señala Kierkegaard, es sentido del devenir, en el cual la certeza del pasado anida en la incertidumbre de la posibilidad. Esto quiere decir que el devenir histórico es ambivalente, pues en él coexisten «la nada del no-ser y la posibilidad anulada que es a un tiempo cada anulación de posibilidad». Es por ello que no puede haber una percepción inmediata ni un conocimiento inmediato del devenir histórico, pues la posibilidad anulada se vierte en lo invisible, mientras que lo real no es más que el efecto de cada anulación de posibilidad. Precisamente, es por esta ambivalencia inherente a la condición del devenir que la fe está abocada a creer en lo que no ve. Así, cuando la fe concluye: «esto existe, ergo ha devenido» trastoca la naturaleza del ordenamiento racional, pues lo real se torna en la sombra de lo devenido. Tiempo sincopado, disparate, por cuya fractura se vuelve inminente la irrupción de un instante grávido de eternidad. En conclusión, la fe no duda de lo real, aun si este es un simple efecto que proviene de la aniquilación de la posibilidad. Esto es así dado que la fe transforma el «así» real en el «cómo» posible del devenir. Esto es, transforma la necesidad en libertad, en vista de que lo posible entraña el inminente riesgo que anida en toda decisión. La fe no duda en el devenir, más bien, ella quiere creer que lo que existe ha devenido y, por lo tanto, no es el resultado de ninguna necesidad. Entonces, la pasión de la duda no es coincidente con la de la fe.

Kierkegaard recuerda que el escepticismo griego dudaba no como resultado de una necesidad del conocimiento, sino como una exigencia de la voluntad. La perseverancia en mantenerse en la duda lo llevó, a la postre, a abstenerse de emitir todo tipo de conclusión proveniente de la percepción o del conocimiento inmediato de los seres. «De ello se sigue que la duda sólo puede ser suprimida por la libertad, por un acto de voluntad, lo que todo escéptico griego comprendía, puesto que se comprendía a sí mismo, pero no suprimiría su escepticismo, justamente porque quería dudar» (Migajas filosóficas). Precisamente, el escéptico griego es, como efecto de su libre voluntad, un prisionero de la duda en la que quiere creer. La posición de la fe es radicalmente opuesta a la del escepticismo, pues ella quiere creer, sin que su voluntad se convierta en prisionera de la elección o de la apuesta a la cual precipita la decisión. Así, si el instante de la decisión es una locura, lo es, justamente, en razón de que la decisión no suprime la contingencia o el ciego azar. Es por ello que la fe no linda con el conocimiento, con la necesidad, sino que es un acto de libertad, por medio del cual se dice sí a lo real devenido, sin que con ello se niegue la posibilidad de otra realidad.

 

Imágenes: Annie Spratt (Unsplash), Pexels

La actualidad de una ilusión

Iván Sandoval Carrión

 

En 1927, cuando Sigmund Freud escribió y publicó “El Porvenir de una Ilusión”, el mundo occidental asistía a cuatro fenómenos importantes: la aurora de los dos totalitarismos logrados del siglo pasado, el nazismo y el estalinismo; el preludio de la gran depresión de la economía norteamericana; el desarrollo de la ciencia, la tecnología y la producción en cadena de montaje, y una incipiente pérdida de la fe de algunas personas en las doctrinas religiosas y en la Iglesia católica. Sin exponerlo claramente en su texto, Freud articula estos eventos entre sí para centrarse solamente en dos de ellos a través de una hipótesis: la declinación de la credulidad religiosa vinculada o causada por el desarrollo científico y la racionalidad del siglo XX. Ello le permite proponer a la religión y a la fe que la sostiene, como una “ilusión”.

Una ilusión no es un error o una falsedad causada por un vicio lógico de razonamiento. Una ilusión es una creencia, construida de la misma manera que una fantasía, que mantiene una expectativa y que está impulsada por un deseo y su realización que se vive como posible y anhelada. En la ilusión hay lugar para la esperanza y la incertidumbre a la vez, lo que la diferencia de una idea delirante, porque un delirio se proclama como la verdad absoluta con plena convicción. Una ilusión supone el sostenimiento de una fe, a falta de certeza delirante o de verificación científica que permite un pronóstico infalible. Del orden de lo intangible e irrefutable, una ilusión se sostiene en el deseo de los sujetos como en el caso de la ilusión amorosa, aunque también puede ser inducida o transmitida por enseñanza, como la ilusión religiosa.

¿Cuál es el deseo que anima la fe religiosa, en tanto una ilusión? Freud establece un paralelismo entre el desarrollo de los niños y el de la humanidad a través del sentimiento de indefensión y la búsqueda de protección. El niño se siente vulnerable frente a las amenazas del mundo, y demanda la asistencia del padre protector que le otorga un cuidado diferente al de la madre nutricia, pues el padre le enseña a valerse en ese mundo temido. El adulto se muestra inseguro y ansioso ante las catástrofes naturales, la incertidumbre de la economía, las enfermedades y la muerte, entonces ¿a qué padre podría dirigirse? Es en ese punto donde Freud propone que Dios es la entificación del Padre protector de la humanidad para todos y en todos los tiempos, la fe es la ilusión de su existencia, la religión es el conjunto organizado de doctrinas y preceptos, y la iglesia es la institución administradora.

Entonces, la religión es una construcción cultural animada por el deseo de la existencia de un Padre protector, benévolo y justo, del cual emanan las reglas y prohibiciones que regulan el orden social, antes que de un pacto simbólico o un acuerdo político entre los pueblos. La religión realiza ese deseo de protección, y al mismo tiempo implica la promesa de la vida eterna después de la muerte que nos compensará por los sufrimientos y privaciones que hemos padecido en la tierra. El desarrollo de su proposición acerca de Dios como el Padre, empieza tempranamente en el pensamiento de Freud, a partir su propia lectura del mito del padre primordial de la horda primitiva, su asesinato y el pacto social que establece la ley de prohibición del incesto, del canibalismo y del homicidio, y con ello funda todas las sociedades de seres hablantes y la cultura. El concepto del complejo de Edipo en la obra freudiana, dará cuenta de ese atravesamiento en cada niño, para inscribirse en el lenguaje y en las normas.

Aunque la religión es un sistema psicológico y una construcción cultural que funda una ética y un orden social, Freud pensaba que al estar sostenida en la fe y enunciada a través de dogmas incuestionables, la religión ponía un límite al desarrollo del pensamiento y a la posibilidad de interrogación por parte del sujeto. Por ello, la religión ha mantenido -al decir de este autor- en una condición de obediencia y desvalimiento infantil a la humanidad, que en ciertos momentos ha dificultado el desarrollo de la ciencia y de la investigación. Al mismo tiempo, ha propiciado la irresponsabilidad subjetiva acerca del propio deseo y -paradójicamente- la aceptación de la condición humana como esencialmente inmoral y pecadora. Allí es donde interviene la “ilusión de Freud”, como él mismo lo admite: la de que el desarrollo del pensamiento y de la investigación científica en el siglo XX, permitirá a la humanidad salir de la dependencia infantil en la que se halla sumida respecto a la religión.

Casi un siglo después, verificamos que la “ilusión de Freud” era solamente eso: otro tipo de expectativa crédula, de un orden distinto, pero igualmente animada por el deseo del padre del psicoanálisis que circulaba por las vías de sus pretensiones científicas y de que cada sujeto se haga responsable de lo que en cada uno anima y sostiene su deseo: su inconsciente y su condición de estar-en-falta por la imposibilidad de un verdadero “ser”. Esa falta-de-ser propia de los seres hablantes es lo que en cada sujeto sostiene el deseo, no como deseo de algo específico y particular, sino como una búsqueda que se reanima cada mañana al despertar y que lleva a cada uno por diferentes destinos y objetivos sin cesar jamás, hasta… la muerte. Diferentes metas y encuentro con diferentes objetos, pues no hay un objeto único, específico y ubicable en la realidad que satisfaga definitivamente el deseo. Todos los objetos con los que nos relacionamos son solamente semblantes del mítico objeto perdido desde el origen, el objeto a como lo llama Jacques Lacan.

En esa perspectiva, la ilusión religiosa aspira a ocupar un lugar distinguido frente a las demás ilusiones de la humanidad incluyendo la amorosa, porque Dios es un objeto, o semblante de objeto, de características singulares que lo aproximan al objeto a de la clínica psicoanalítica. Dios es eterno, atemporal, inmaterial, inmortal, omnisciente, omnipotente, ubicuo, abstracto y sobre todo, es una esencia. La fe en su existencia encarna una promesa, la del (re)encuentro con su Ser y con la condición del ser, perdida desde la expulsión del Edén, o desde que llegamos al mundo, o desde que advenimos al lenguaje y a la cultura, en ese recorrido y esa ruptura que va desde la creencia religiosa hasta los conceptos fundamentales del psicoanálisis. El desarrollo de la ciencia jamás ofrecerá una promesa semejante, pues las perspectivas de la ingeniería genética, la curación del cáncer y de las infecciones virales o las enfermedades degenerativas, el incremento de la longevidad, o la capacidad (aun imposible) de predecir los terremotos, nunca tendrá la consistencia de la promesa y la esperanza religiosa.

Entonces, ¿es el psicoanálisis otro tipo de ilusión? La pregunta supone una inferencia lógica de lo expuesto, a partir del lugar que el deseo y el inconsciente ocupan en la teoría y en la clínica de Freud y de Lacan. El psicoanálisis es -apenas- un método de investigación sobre la vida psíquica de los sujetos y sus producciones sintomáticas o aquellas de la vida cotidiana como los sueños, las fantasías, los actos fallidos, los chistes y el discurso en general. Ese método supone la verificación de ciertas hipótesis que son los conceptos fundamentales, a través de una práctica clínica que puede aportar cierto alivio a algunos padecimientos del sujeto. La creencia en el inconsciente del psicoanálisis no es un acto de fe, es solamente una hipótesis a confirmar en el proceso de la cura, para que el sujeto se haga responsable de su inconsciente y de todo lo que éste determina en su vida ordinaria.

El deseo es deseo de nada en particular, que en cada uno tomará diferentes caminos y lo vinculará a diferentes objetos a lo largo de su vida. Porque en tanto sujetos del inconsciente, carecemos de ser y solamente buscamos representación a través de los significantes que nos representan ante el otro semejante y ante el Otro de la sociedad y la cultura en esa carencia: profesión, trabajo, sexo, edad, relaciones… y sobre todo, el nombre propio. Asumir esa falta, asumir el deseo de cada uno, sin oferta ni promesa, implica una opción diferente a la de la religión y su fe, que no necesariamente la descalifica ni la desvaloriza, pero que marca una diferencia importante en cuanto a la responsabilidad subjetiva. En todo ello, la actualidad de la ilusión religiosa no es muy diferente de aquella que vivió Sigmund Freud hace noventa años. Con la diferencia de que los totalitarismos, fascismos y caudillismos del siglo pasado y del presente, que Freud apenas alcanzó a vislumbrar, obligan a repensar el asunto de la fe y de la ilusión religiosa en relación con un fenómeno emparentado: la ilusión política. La ilusión del Padre-Líder, una ilusión igualmente inagotable que interroga al psicoanálisis actual.