La fe, o cómo atrapar las señales de lo efímero

Julio Echeverría [email protected]

 

I

La fe pertenece a la dimensión de los actos y de las creencias y está relacionada con el comportamiento religioso.

  En Las formas elementales de la vida religiosa, Durkheim define el carácter del comportamiento religioso como un acto gracias al cual se produce la humanidad del humano, un mundo que está atravesado por una diferenciación radical entre lo sagrado y lo profano. Se trata de una diferenciación que aparece en el momento mismo en el cual se constituye esa substancia particular que diferencia al humano del animal: su capacidad de representar el mundo. Lo sagrado y profano emergen como una diferenciación que coexiste y se retroalimenta, una oposición que no pretende ser superada dialécticamente; la vida del humano consistirá en el tránsito permanente desde el mundo profano al sagrado y viceversa; una dimensión estructural que podría ser caracterizada como una permanente tensión entre las dimensiones de la finitud y de la infinitud del mundo. Aquí se aloja la idea del bien y del mal, de la salvación y del pecado. La fe se asocia a la posibilidad de acceder a lo sagrado, y a la idea de la depuración que abandona el mal que acompaña al mundo y que pertenece al campo de lo finito, de la concreción, de la materialidad expuesta al devenir. La fe está inscrita en esa posibilidad; confía en que aquello es posible, pero fracasa en su intento, o a lo mucho prueba por instantes la posibilidad de encontrarlo; su fracaso indica el regreso a lo profano donde se regodea en la satisfacción de la diferencia, donde prueba también la desazón de la existencia; en la forma elemental de la vida religiosa, este estado es el de la individualidad, que al afirmarse niega la posibilidad del otro; el otro solo aparece en la más intensa comunión, en el más intenso contacto, en la efervescencia de la fiesta. Pero la fiesta es simple posibilidad de acceso a lo sagrado, la fiesta es el ritual, el camino de acceso al cual se acude con la fe de alcanzar lo sagrado.  

II

La fe contra la nada que resulta de la innovación nihilista que descompone toda espera.

  La fe ‘nadifica la nada’ en cuanto accede a la destrucción de lo finito, que es aquello de lo que está compuesto el mundo, mediante la negación que acontece en el ritual. Ese infinito es la nada que ha sido ‘nadificada’; es el lugar de la “plenitud de la infinitud”, que asume la característica de la indiferenciación. Esta característica es anulada cuando aparece el pensamiento intelectualista que es aquel que vive de la diferenciación, es también el mundo de la personificación; allí se pierde la plenitud de la infinitud que es lo divino, y se genera el mundo finito de lo humano; la dimensión de lo divino como plenitud de lo infinito es, según la formulación de Scholem el gran teólogo judío, el de la no personificación o de la impersonificación. Es extraña y paradójica esta derivación: lo finito deriva de la infinitud que es asociable a lo divino, a aquello que no tiene explicación racional, sino que simplemente esta allí dispuesto a ser contemplado, aquello a lo que se debe ‘acceder’. Sin embargo, su disposición es refractaria, “nunca está allí, donde uno estaría inclinado a buscarla”. Es el lugar del cual procede lo finito como personificación, es el mundo de la creación, que deriva de la voluntad divina. Desde entonces el humano esta condenado a la fe, a creer que es posible detener la disolución en la nada que es finitud, y que obedece al devenir del mundo, para acceder a esa nada que es plenitud de la infinitud. Fe que solamente puede per-durar, tener una duración en la dimensión de lo efímero; es el momento de lo efímero, de la re-velación, de aquello que aparece y se esconde, aquello que no es aferrable, que emerge en el momento que pasa, aquello que es anulado, que no dura; es allí donde se juega la fe, es ese momento el objeto que la hace vivir, es el hálito que mantiene vivo al creyente, perdido en la estructura del tiempo que anula toda espera. La fe exige retroalimentación, para lo cual acude al ritual y a su rígida convencionalidad; el ritual está para renovar ese estado de espera, de contención en la posibilidad de acceso, que conjuga inmanencia y trascendencia en un solo acto. El ritual asume entonces una potencia generadora que interpela a la creencia al punto de prescindir de ella, se convierte en una gimnasia autorreferencial de salvación, en la cual es posible detener la fuerza de impacto de la lógica nihilista. Debe repetirse para impedir su anulamiento que está acompasado por la finitud del acaecer; la fe se realiza en la espera de acceder a ese estado de plenitud, el cual no resiste la estructura de la temporalidad que la anula. Pero su exposición a la estructura del tiempo, su permanente exasperación por realizarse, hace que se sobre-expongan sus significaciones con la finalidad de per-durar. La fe como posibilidad de acceso a lo sagrado-infinito cristaliza en el ritual, se transforma en creencia y esta en narración histórica. Se abre de esta manera, esa segunda dicotomía de la que nos habla Durkheim, una nueva escisión, la creencia como narración histórica como imaginación, como idealización; y el ritual, como gimnasia de actos que se repiten, como ritornelo, como responso que re-confirma la adhesión fideísta a la narración o creencia. La fe tiende a afirmarse en la creencia, justamente para detener su caída en el vértigo de la nada, al cual está expuesta por el implacable curso del devenir propio de la temporalidad que la comprende. La fe es como la episteme en la ciencia, esta allí para enfrentar el devenir, su pluralidad de posibilidades, su multiplicidad, su dispersión, la nada como ausencia de forma, como pura evanescencia de posibilidades que el carácter implacable de la temporalidad pone en evidencia (E. Severino). En la formulación durkheimiana sobre lo sagrado, siempre queda la duda sobre el carácter derivado o auxiliar del ritual con respecto a la creencia: ¿los ritos están allí para re-avivar la creencia? Al ser las creencias figuraciones o representaciones de lo sacro, ¿no son tan o menos artificios que los rituales, a los cuales acude para reproducirse? El carácter práctico del ritual parecería ser un mejor camino para acceder a la comprensión de lo sacro. El ritual está para acceder al momentum de la re-velación; accede a lo divino-infinito no mediante la operación del convencimiento, que es una operación intelectualista, sino mediante el despertar de la percepción, el rescate de la intuición perdida en el mundo de la magia, en el mundo de los trucos que revelan y esconden. Se trata de pulsiones/percepciones; la fe se alimenta del ritual, de su reiteración, como gimnasia de la contención; como rezo recurrente, disciplina el enfrentamiento a la anulación nihilista que produce la estructura temporal; paradójicamente, la fuga en el silencio al cual conduce la contemplación, el rezo, la meditación, emerge como escape de la dinámica implacable del tiempo;  es fuga de la fuga que permite el recurso al místico, el acceso a lo indecible, que solo el silencio procura. Un efecto de redundancia, fuga del fluir que no da tregua. Sin embargo, no toda ritualidad es así: el problemático encuentro con la sacralidad parecería regodearse en el ritual al punto de arrastrar consigo la estructura de la creencia sobre la cual éste se soporta. Entre creencia y ritual se instaura un efecto de retroalimentación que configura o estructura el sentido, como si la afirmación de la creencia requiriera de una musicalidad que afecte directamente a los sentidos; pensemos en el origen sacral de la música, que en mucho es representación de la musicalidad natural que está en el fruir del viento y de las ramas, en la repetición infinita del rumor de las olas del mar; esa musicalidad rítmica acompasa la mente como un orden que se reafirma; la percepción, que es función de la animalidad de lo humano, gracias al ritual, se anuda con la construcción intelectual propia de la narración religiosa. A un cierto punto la fuerza de la narración desaparece y el acompasamiento del ritual conducirá al creyente hacia la realización mística; el efecto de retroalimentación ha producido el sentido como momentum, como afirmación de lo efímero, que nuevamente se expone a la caída, a la desfundamentación que acontece en la creencia como historización, como alojamiento de lo sagrado-infinito en la finitud del mundo. Las creencias son narraciones que anuncian la existencia de lo divino, representaciones que explican la derivación del mundo finito del infinito, para así pre-figurarlo, narraciones muchas veces mistéricas o milagrosas que quisieran descubrir el camino de acceso a lo divino, que solamente acontece cuando la creencia se vuelve indescifrable. Las técnicas de la meditación apuntan justamente en esta dirección, ocupar el silencio como efectiva realización del momento de lo efímero, en el cual se expresa la infinitud; escapar de la presión de la finitud, que se expresa en la desconfiguración mistérica encerrada en toda creencia; la meditación pretende eternizar el momento que huye.  

III

 “(N)unca está allí donde uno estaría inclinado a buscarlo, siempre está más allá del puro ser, incluso, contra Platón y Aristóteles, más allá del pensamiento… (N)o es que por naturaleza sea oculto, sino porque hemos tendido a su alrededor un velo fabricado por nosotros mismos.” (G. Sholem)

La aproximación de la fe no puede ser intelectualista, porque la aproximación del intelecto es dialéctica, opone contrarios, y el bien –el cual es referente de la fe– no puede permitir que estos existan porque allí se anidaría el mal. La aproximación al bien, a lo sagrado, supone un estado de suspensión de la operación intelectualista, que se alcanza por los dos caminos a los cuales invita toda aproximación religiosa, el camino del ascetismo o el del misticismo. El primero supone un efecto de depuración de lo sensible, caracterizado como potencial inspirador del mal, en cuanto allí se anida el deseo que conduce a la concupiscencia; el otro camino, el del misticismo, en cambio, invita a la comunión con lo sagrado, allí la sensibilidad no es eliminada sino potenciada hacia un grado más alto de realización. También aquí actúa el principio de retroalimentación: el ascetismo prepara la realización mística, el misticismo exige la postura ascética; también aquí el efecto a alcanzar es la depuración del mal, como preparación para el encuentro cósmico. En ambas vías, la posibilidad del encuentro con lo sagrado es problemática y el intento puede quedar entrampado en las modalidades de su representación, que serán siempre operaciones intelectualistas de figuración de lo divino, o de adscripción –emulación de– a las fuerzas naturales, en particular cuando estas son imprevisibles o incontrolables. La impresión que tales acontecimientos provoca en la sensibilidad del humano, hace que el camino hacia lo sagrado se pierda en la representación o figuración, se positivice, se vuelva narración histórica. La operación intelectiva aquí demuestra su capacidad constituyente o demiúrgica, pero el precio es la sospecha de su falta de fundamento; lo único que puede percibir la aproximación intelectualista es la pluralidad y el cambio, pero no su conjunción en el uno de la indistinción, en el cual aún no aparece el bien y el mal como categorías o representaciones de la contradictoriedad constitutiva del mundo.  

IV

La metamorfosis de la fe en la contemporaneidad: el enfrentamiento y la constitución de la nada como característica propia de la contemporaneidad; cómo convivir con ella.

Lo moderno es lo contemporáneo si aceptamos que la modernidad está caracterizada por el elogio de lo nuevo, por el reclamo permanente a la innovación, por la búsqueda constante de perfectibilidad. El moderno es aquel que está a la altura de los cambios del mundo, aquel que se adapta a los mismos y los promueve. El mundo de la modernidad es el de la facticidad de los momentos que se suceden, que se anulan, es el mundo de lo finito, por ello también de la desazón, de la incertidumbre; en respuesta a ello está la monumentalidad icónica como estética que apunta a la contención de la dinámica nihilista inscrita en la innovación permanente. En ese mundo se anida la fe como contrapartida; el moderno no la anula bajo su proyección racionalista, la mantiene en estado de latencia, oculta y dispuesta a emerger frente a cualquier fallo de la afirmación racional. La modernidad conjuga la secularización de manera insuficiente, cree posible anular la fe porque asume que su proyección de realización es absoluta y total. Con la modernidad emergen las ideologías como pálida repetición de la estructura teológica fundamental que configura al mundo escindido entre sagrado y profano, entre finitud e infinitud; sus salidas son siempre dialécticas, están pensadas como soluciones, el mal se transforma en bien, la finitud en infinitud, la alienación en desalienación. Las ideologías son nostálgicas de la ‘plenitud de la infinitud’, para lo cual se proyectan a ordenar los dados de la finitud. Volcadas al fracaso y despojadas de la fuerza que podría otorgarles legitimidad, su resultado será el totalitarismo, que no reconoce la implacable lógica selectiva a la que conduce la afirmación del tiempo, su lógica nihilista, aquella que configura la ‘semántica de la anulación y de la fuga’, que caracteriza a la contemporaneidad. En la estética y en la filosofía contemporánea sólo algunos autores percibieron con claridad esta condición, Wittgenstein, Loos, Kraus, Schonberg; solo el relámpago del aforismo que atrapa el momento que huye, o la adustez de las líneas que configuran la forma de la estructura en la arquitectura, podrían contener y permitir que lo indecible de la experiencia sacral tenga cabida. Las estructuras lineales en la arquitectura de Loos rechazan cualquier encantamiento como realización de la promesa que esta inscripta en la fe. La ritualidad plasmada en la forma estética aparece como belleza que oculta, pero también permite representar la estructura del tiempo que es la de la duración de lo efímero; por ello las líneas de la arquitectura serán abstractas, y por tanto inmunes a la estabilización que reclama la creencia como cristalización histórica de la forma; la estructura loosiana está para evidenciar lo efímero. Es en esta ‘semántica de la nada’ donde se juega la vida, en su multivocidad, que es potencia, al cual acude consciente de la anulación que todo acto selectivo comporta; en la ciencia esto aparece con claridad en la vida de los conceptos, en el permanente ‘lidiar con la operación selectiva’, con esa operación que excluye posibilidades, que las anula, que las suspende. La fe en la contemporaneidad es aquello que está escondido en el acto reflexivo propio de la selectividad, en esa posibilidad que se anula, pero que se sabe esta allí en espera de su actualización. En la conceptualización, la nada aparece como posibilidad, como apertura, al punto de ser requerida por el pensamiento que se autoconstituye; la afirmación intelectualista de lo finito es deudora de lo infinito como apertura de posibilidades; es la fuerza del negativo (Hegel), es su nihilismo el que desata la apertura de lo posible, de la alteridad como posibilidad. La fe está siempre referida a aquello que, no existiendo, es posible; la fe se instala en la finitud y huye de ella al saber que está expuesta al devenir del tiempo que la anula; pero es justamente esa anulación la que establece la posibilidad de la fe. La nada está allí, advirtiendo que la posibilidad es otra, no aquello que se afirma positivamente. Se constituye así una ‘semántica de la nada’, única posibilidad de afirmación del pensamiento en la contemporaneidad. La semántica de lo no decible, de “aquello de lo cual es mejor callar”, la estética de lo mínimo, la del lenguaje del material, la de la fuga en el silencio que rechaza cualquier nostalgia de la plenitud de lo indistinto, que aparece solamente como posibilidad en el encuentro místico. La contemporaneidad expresada por el posmoderno es justamente el reconocimiento de la alteridad como posibilidad no actualizada (Luhmann). Un desconocido cruce de caminos filosóficos en el cual se encuentra Hegel con Wittgenstein, al menos con el primero en el cual aún no se perfila la asociación de lo no decible con el místico. Una condición que está inscripta en el mismo lenguaje, cuyo límite es el límite del mundo, frente al cual no hay pensamiento posible. Es esta la materia de la reflexividad; gracias a la fe, la nada es posibilidad, es apertura, que está dirigida al pensar, a su positivización, ahora consciente de su exposición al anulamiento que provoca el devenir implacable. Es a la nada en la cual se cree, en la cual se confía, es a ella a la cual se reconoce como potencia que abre y libera el horizonte del conocimiento.     Imágenes: Ryoji Iwata (Unsplash) | Pixabay

El inevitable retorno del problema teológico-político

Juan Manuel Ledesma

“El gran secreto del régimen monárquico y su máximo interés consisten en mantener engañados a los hombres y en disfrazar, bajo el especioso nombre de religión, el miedo con el que se los quiere controlar, afin de que luchen por su esclavitud, como si se tratara de su salvación, y no consideren una ignominia, sino el máximo honor, dar su sangre y su alma para orgullo de un solo hombre. Por el contrario, en un Estado libre no cabríaimaginar ni emprender nada más desdichado, ya que es totalmente contrario a lalibertad de todos adueñarse del libre juicio de cada cual mediante prejuicios ocoaccionarlo de cualquier forma.”

Spinoza, Tratado Teológico-Político

Pocos libros en la historia intelectual y política de Europa han suscitado tanta polémica, odio y censura como el “infame” Tratado Teológico-Político (TTP) de Spinoza. Su publicación anónima, en el año 1670, no ayudó en nada a su autor ni al propósito doble del tratado: Spinoza intentó defender la idea simple, pero llena de explosivos, que la libertad de filosofar –y por ende la libertad de conciencia– no es en ningún modo un freno o un obstáculo a la paz y seguridad de la República. Por el contrario, sostiene Spinoza, toda supresión o restricción, toda censura del pensamiento conduce necesariamente a la perturbación de la paz y seguridad de la República, y por lo tanto inevitablemente a su ruina. ¿Quién tenía en mente Spinoza al postular su tesis? ¿A quién iba dirigida su crítica? A ninguna persona en particular, a ningún individuo como tal. A toda República ciertamente, a sus gobernantes – como medida de prevención, o incluso como advertencia. Pero su Tratado, en realidad, su crítica, estaban dirigidas hacia un grupo, un conjunto o una casta de individuos cuya acción a través de los siglos se volvió más y más presente, más y más decisiva –más y más catastrófica para Spinoza– no solo en Europa, sino en todo el mundo: el clero. El ascenso del clero al poder político (encarnado por el Vaticano), al mismo tiempo que la divinización o mistificación del poder siglo XVII (El Sacro Imperio Romano Germánico, o Luis XIV, el “Rey-Sol”), marcan el apogeo de un matrimonio singular que Spinoza, el primero, bautiza como “teológico-político”. No hay objeto dentro de la realidad humana que tenga tanto poder como la religión, como el culto organizado. Spinoza lo sabía como solo pocos lo saben, como solo lo saben aquellos que experimentan en carne y hueso la furia y el poder de la creencia, del dogmatismo, y por supuesto, del fanatismo: Giordano Bruno murió quemado por tan solo haber afirmado que el universo es infinito, sin centro ni circunferencia. Galileo fue censurado y reducido al silencio. Descartes escondió su tratado sobre El Mundo, por los principios galileanos que defendía.  
Spinoza, por su lado, fue violentamente excomunicado y expulsado de por vida de la comunidad judía de Ámsterdam cuando tenía apenas 23 años. Éstas fueron algunas de las palabras que el rabino pronunció en la sinagoga durante la ceremonia del cherem: “Maldito sea de día, maldito sea de noche; maldito sea durante el sueño y durante la vigilia. Maldito sea al entrar y al salir. Quiera el Eterno jamás perdonarle”. Tanto odio e ira, tanta intolerancia contra un solo hombre cuyo único “crimen” era haber osado pensar, y por lo tanto cuestionar los dogmas fundadores de la religión judía – y por ende de todo monoteísmo. La tesis de Spinoza es la siguiente: el poder del clero –de todo tipo de funcionario religioso, ya sea un rabino, un imam, un sacerdote o un pastor– constituye siempre una amenaza a la libertad de pensar y creer, y por lo tanto una amenaza a la estabilidad misma del Estado. El siglo XVII es el teatro sangriento de este constato. Desde la expulsión de los judíos en 1492 por los reyes católicos y el establecimiento de la Inquisición, Europa se encuentra hundida en una serie de conflictos y guerras religiosas: calvinistas, luteranos, católicos y anglicanos se masacran mutuamente, aunque crean en el mismo Dios. Cuando el poder político se disfraza de religión es tan peligroso, quizá aún más, que el poder que el clero pueda ejercer sobre los hombres. Ese es el doble misterio que Spinoza intenta disipar en su Tratado, el poder de la religión y la religión del poder. En otras palabras el misterio que determina primero a los hombres a odiarse, excluirse y matarse entre sí por una diferencia de opinión, de idea, de creencia: el misterio de la intolerancia; pero al mismo tiempo el misterio que los impulsa a morir por su esclavitud como si se tratase de su salvación: el misterio del fanatismo. Dos caras de una misma moneda, de un mismo problema: el dilema “teológico-político” de la existencia humana. Para entenderlo, es necesario comenzar por la existencia humana, por su vida. Vivir o existir, sostiene Spinoza, es fundamentalmente desear: “El deseo es la esencia misma del hombre”, escribe en la Ética. No se trata de desear esto o aquello, A, B, o C. Mas desear, ante todo, perseverar en el ser, continuar existiendo, perdurando, esfuerzo que Spinoza llama conatus. Ese deseo no es una voluntad, ni el fruto de una decisión racional, aún menos la atracción por un objeto: es un deseo mucho más profundo e impersonal, subyacente a todo deseo particular de un ser viviente. Hay que ir entonces más allá de la vida, o más bien digamos: hay que adentrar la vida misma, profundizarla para captarla en su pulsación primordial. Todo lo que es, sostiene Spinoza, se esfuerza de una cierta manera por perseverar en su ser: tanto la materia inerte (conservación de la energía o inercia del movimiento/reposo), como el mundo de lo orgánico (metabolismo) perseveran en su ser; el uno ciertamente gracias al otro, en conjunto. La perseverancia es propia a todo lo que es –no solo de lo que está vivo– y en un cierto sentido podríamos decir que “ser” quiere decir perseverar: ley absoluta del spinozismo, a tal punto que el universo mismo no es más que un conatus infinito que no cesa de afirmarse en su ser. El ser humano, dentro de ese universo, persevera deseando lo que para él es útil, aquello que es un bien, aquello que lo mantiene con vida, que lo conserva. Su vida, por lo tanto, no es más que la búsqueda de ese útil, de esa felicidad, en definitiva, de su conservación. Profundamente determinado por ese deseo de perseverar –y en ningún sentido libre de escogerlo–, el ser humano se confronta en su búsqueda de lo útil –de su bien– a un mundo, a una naturaleza que lo superan, que no entiende y que a pesar de todo intenta descifrar: tormentas, terremotos y sequías le aterran, fenómenos celestes y terrestres lo asombran. Algo tienen que significar, se dice a sí mismo el hombre. Algún mensaje tienen que transmitir, algún sentido tienen que vehicular: ¿de qué son los signos anunciadores, de un bien o de un mal futuro? Todo en ese mundo incierto y profundamente inestable se transforma así en signo, en presagio o profecía de un bien o de un mal futuro: el trueno es interpretado como el signo de un mal futuro posible, y el hombre sucumbe ante el miedo; el cometa es interpretado como el signo de un posible bien futuro, y así surge la esperanza; finalmente, el fenómeno incomprensible, el eclipse por ejemplo, se transforma en milagro por el asombro que suscita. Así aparece la superstición, natural y mecánicamente a partir de la incertidumbre inicial del deseo de perseverar. La superstición es la respuesta activa que el ser humano produce para explicar, como puede, lo que acontece a su alrededor. El deseo de perseverar es así, inevitablemente, al mismo tiempo deseo de saber, de entender la naturaleza. La superstición –que Spinoza no denigra ni desprecia– es el primer sistema inestable de interpretación de la naturaleza, inadecuado porque está fundado en los afectos de tristeza y esperanza que golpean al hombre, como el mar golpea a un navío en naufragio. Ahí, sin embargo, reside su positividad al mismo tiempo que su peligro. Con ella, en todo caso, surgen inevitable y simultáneamente ciertos individuos que llamamos “profetas”; es decir, aquellos que se destacan en la interpretación de signos y presagios, en la producción de profecías y en el anuncio de milagros. En cierto sentido, son los primeros poetas. La Biblia es un gran libro de poesía, escrito por seres humanos dotados de una fuerza imaginativa excepcional. Primera desestabilización del poder del clero: su fuente de poder, la “palabra de Dios”, es un libro puramente humano y natural.  
La superstición y la religión, sostiene Spinoza, no difieren en naturaleza sino en grado de complejidad e intensidad. La superstición es fundamentalmente inestable, fluctuante y variable. En el fondo, la superstición es simple porque es profundamente individual o subjetiva. Con ella, o en ella, la vida humana es demasiado frágil. Mientras que la superstición resulta simplemente de la colisión entre el hombre y una naturaleza que no entiende, la religión responde complejamente a la colisión, inventando un verdadero sistema de signos, símbolos e interpretaciones, cultos y ritos. Pero la religión, para Spinoza, no difiere de la superstición solo en intensidad o complejidad. Su función es distinta. Esencialmente política y social, la religión busca unificar el colectivo a través de sus afectos: los mismos mecanismos afectivos de la superstición – el miedo y la esperanza– son utilizados, en el mito y en el rito, para producir el elemento esencial a toda cohesión social, a todo grupo funcional, la obediencia a la ley y el amor del prójimo. El objetivo de la religión, por lo tanto, no consiste en expresar la verdad divina o natural, mas en producir la obediencia a la ley y el comportamiento moral. Segunda desestabilización del poder del clero: la verdad no le pertenece. Solo su eficacia permanece: la producción afectiva de la obediencia, únicamente el miedo y la esperanza que utilizan –pecado y salvación– para gobernar y moralizar nuestras vidas. Literalmente, la religio busca unir, ligar a los humanos entre ellos. He ahí la función del profeta. Moisés, para Spinoza, fue ciertamente un gran profeta, pero su grandeza y su visión son ante todo políticas: gran fundador de la república de los hebreos, Moisés es el gran diseñador de sus instituciones políticas. Si fue visionario, se debe a que logró unir a los judíos alrededor de un solo Dios y de un solo Estado; mejor, porque logró unir la providencia de Dios a la providencia de ese estado y producir así al mismo tiempo una obediencia total y radical a la ley, y un amor solidario entre todos los sujetos de ese estado. Dentro de las circunstancias en las que Moisés se encontraba –hostilidad, guerra, salida de la esclavitud–, lo mejor que pudo hacer fue encerrar a su pueblo en un Estado, protegerlo y ligar su destino a él. El estado que Moisés concibió pudo haber sido eterno, escribe Spinoza en su Tratado. No por decisión o intervención divina, sino por la fuerza y la perfección de sus instituciones, por la obediencia radical que lograron fomentar. El estado de los hebreos fue una decisión circunstancial de estrategia política, antes de ser religiosa o de providencia. No hay pueblo elegido, sostiene Spinoza, Dios no es una persona que escoge o condena a nadie, solo hay Estados a los cuales, a veces, la fortuna sonríe. Intentar imitar o repetir la teocracia mosaica, advierte Spinoza, solo puede llevar a la catástrofe y la guerra. Por esa misma razón el mensaje de Cristo, sostiene Spinoza, es más potente y sobre todo más eficaz: el amor y la obediencia a la ley tienen que ser universales, y no pueden ser solo locales o nacionales, a menos que se quiera vivir eternamente en guerra entre vecinos. El cristianismo, para Spinoza, universaliza el mensaje puramente nacional del judaísmo: el amor del prójimo deja de limitarse al vecino de la misma nación y se dirige a toda persona; y la obediencia a la ley se separa de la ley de un estado particular para ligarse a la ley “eterna” que lo gobierna todo-las leyes físicas del universo. Curioso análisis y curiosa conclusión de Spinoza: antes de luchar contra el exceso de la pareja religión-poder, y en lugar de atacarlo, es necesario comprender la causalidad que la determina, reconocer por lo tanto su necesidad, y su éxito. El primer triunfo de la política es el triunfo de la religión, no porque sea verdadera o divina sino porque es eficaz. Spinoza, en su Tratado Teológico-Político, naturaliza y desmitifica completamente la religión al desvelar sus mecanismos, para revelar que su poder no es más que el poder mismo del hombre, el poder de su deseo mistificado, y no el poder de Dios ejercido por sus ministros.  
¿Cómo salir entonces, cómo escapar al control del torbellino teológico-político, fenómeno originario de la vida humana? ¿Cómo luchar contra el poder de aquellos que se envuelven en el manto de lo sagrado? ¿Cómo impedir el retorno en vigor de la fuerza teológica-política? ¿Cómo luchar contra una realidad inevitable? Imposible erradicar totalmente la superstición. El ser humano, mientras sea humano, será siempre potencialmente supersticioso y religioso. Mientras el miedo y la esperanza nos dominen –mientras nos domine la incertidumbre–, mientras dominen nuestro deseo de vivir, seremos presas fáciles de los “profetas” y los “mesías” que intentan guiarnos hacia una cierta obediencia. Al contrario de lo que creían los ilustrados, un siglo más tarde, Spinoza sostiene que la religión no es un epifenómeno que acontece en la vida humana por accidente, susceptible de ser erradicado. La historia nos lo muestra: la historia de todos los fanatismos a los que hemos sucumbido, teológicos y políticos. Nuestro siglo, a pesar de toda la tecnología y de toda la ciencia en nuestro alrededor, no deja de sorprendernos. Por todos lados, en Europa, Medio-Oriente, África, Asia y en América, el nacionalismo teológico-político, el fanatismo religioso resurgen como efectos inevitables del miedo y de la incertidumbre en la que hemos sumergido nuestro mundo. Felizmente Spinoza no fue un fatalista. El realismo de la razón le conviene más aún. Y la razón no juzga ni calumnia, no ríe ni se burla: la razón comprende. Y Spinoza comprendió que, aunque no se pueda extirpar por la fuerza la religión de la vida del ser humano, aunque no se pueda destruir la superstición, se puede y se debe limitar la influencia de la religión en las decisiones de nuestra vida y nuestra libertad sometiéndola al Estado. No se puede forzar a una persona a dejar su religión–a pensar o creer de otra manera–de la misma manera que no se puede forzar a nadie a ser sabio; pero se puede forzar al Estado, es decir a la ley, a aceptar toda religión y toda opinión, a condición que el Estado, por su lado, fuerce a la religión y a sus practicantes a soportar la ciencia y el pensamiento libre. Si ninguna religión sube al poder, y si se aceptan todas las religiones, y todas las opiniones –incluso las que van en contra de la religión–, entonces poco a poco el Estado producirá las condiciones materiales para que las certezas de la ciencia y los conocimientos de la razón reduzcan la influencia del miedo y la esperanza en nuestras vidas. La religión continuará fomentando la obediencia y el amor del prójimo, pero el Estado y la ley la controlarán, puesto que su función polémica, la pretensión a la verdad divina, no tendrá ya ningún poder. La comprensión del destino de nuestro deseo abrirá sola la puerta de la certeza y la confianza en nuestra propia potencia.  De la misma manera que el terremoto dejó de ser el signo de la ira divina cuando se convirtió en un fenómeno natural determinado por la constitución geológica de nuestro planeta –pasaje del terror a la comprensión–, el poder de la ley podrá un día dejar de manifestarse como la herramienta de una voluntad sobrenatural para expresar al fin su única utilidad: permitirnos perseverar en la existencia al máximo de nuestra potencia.  

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Dios mediante

Marlene Aguirre

 

Reflexionar sobre la fe lleva en primera instancia a preguntarse por su relación con el saber y, ¿por qué no?, con lo que propondré como la voluntad de no saber. Y si eso fuere admisible, ¿cuáles serían sus argumentos?

Por cualquier vía que investigamos los orígenes de la humanidad encontramos que la racionalidad y la creencia se inician juntas, y aunque se diversifiquen sus caminos, habrá de verificarse si realmente llegan a hacer una ruptura radical. Sea que analicemos los mitos o las creencias infantiles, como nos enseña Sigmund Freud, lo que constatamos es que las creencias que se afirman en las creaciones imaginarias, no son sino formas de respuesta a las preguntas más tempranas y básicas sobre la existencia humana. Es decir que oponer razón y creencia, no es el mejor punto de partida.

Las preguntas que se hizo y se hace el ser humano son efecto del descubrimiento de su no saber, con el que constata su desvalimiento, vinculado tanto a su ignorancia como a la inminencia de las fuerzas naturales que convierten su desamparo en sentimiento de terror. Su inteligencia pone a funcionar su imaginación, tiene que suponer el saber en alguien, en alguna parte fuera de él y ese ser supuesto, gracias al saber, tendrá poder. Se instala, como lo dice Mijolla-Mellor, “la necesidad de creer”, con manifestaciones tan variadas que pueden llegar a lo patológico como sucede con la convicción delirante.

La religiosidad encuentra allí sus raíces, en el momento en que el hombre fabrica sus dioses, así en plural, y con ellos representa sus deseos y sus miedos. De dioses innumerables a un dios único surge el monoteísmo, muy significativo en el desenvolvimiento de la condición humana, tanto en el campo de lo particular como de lo universal.

El psicoanálisis hace su teoría a partir del discurso de los pacientes y los pacientes hacen el suyo en el intercambio con los otros. Freud, cercano a concluir sus largos años de construcción teórica, dedicó sus textos a la religiosidad y el malestar en la cultura. Así como el niño en su desamparo se apoya en el padre, y lo ama a la vez que lo teme, el hombre primero y primario recurre a las representaciones religiosas y las inviste de características que les otorguen un orden sobre lo natural, es decir, las convierte en seres divinos y sagrados. Los sentimientos humanos hacia ellos serán de amor, miedo y obediencia. Totemismo y deísmo tendrán una vecindad muy próxima.

Una referencia temprana al monoteísmo la encontramos en la primera revolución religiosa egipcia de Akhenatón, el faraón que por decreto eliminó 2000 dioses existentes antes de su gobierno e instituyó al Sol como único dios. Así accedió al establecimiento de nuevas leyes. El psicoanálisis, de Freud a Lacan, en esta vía del monoteísmo, particularmente el judeocristiano, traza un eje decisivo que considera válidamente sublimatorio y simbólico. Se trata de un Dios único, con mayúscula, que conjuga la presencia invisible, la función del Nombre-del-Padre, de la fe y de la ley, estructurantes todas y cada una, de la dimensión subjetiva del ser hablante.

En el camino de estas reflexiones hay que distinguir el Dios de los filósofos ―el de las pruebas y demostraciones propias de su campo especulativo― y el Dios del afecto, el Dios de los diez mandamientos del que surge la religión y que es el que le interesa al psicoanálisis. El afecto en cuestión, el más verdadero, el que no miente, no es otro que la angustia, el mismo que el psicoanalista descubre en su práctica, lugar desde el que se autoriza a opinar.

Si bien Lacan se empeña en aclarar que no es filósofo, porque no lo es, es un lector profundo de los filósofos, de los que extrae todo aquello que le merece lectura detenida, a ser transformada para el psicoanálisis: su pregunta por la verdad, el saber y el sujeto. En estos entrecruzamientos se reconocerán los apuntes que Lacan toma de Descartes y Hegel para ubicar los antecedentes del inconsciente freudiano, y el cambio de lugar que sufre la verdad que no se manifiesta sino condenada al mediodecir.

El Cogito cartesiano resulta un giro histórico respecto de esta pregunta, dada la implicación del sujeto que la hace. Descartes dirige la pregunta hacia sí mismo y si bien mantiene a Dios como respaldo, rescata y resalta la dimensión humana del pienso. La clínica freudiana descubre que ese pienso está fracturado entre consciente e inconsciente, efecto de la disyunción radical entre verdad y saber.

Cuando Lacan aclara que el Otro que él introduce no es el Dios de los cristianos, se refiere a que no hay Otro del Otro, es decir que no hay lo absoluto y establece el anudamiento estructural de las tres dimensiones del psiquismo: lo Real, lo Simbólico y lo Imaginario. El Otro es el lenguaje con sus leyes, sus manifestaciones y derivaciones. Es el campo que está ya constituido cuando el animal hablante se inserta en él, en una relación de ignorancia, y con preguntas que tarde o temprano confirma que no tienen respuestas para todo y para todos, y que a cada uno le corresponde construir las suyas. Condición propia de la responsabilidad del sujeto respecto de su existencia.

Es decir, que el sujeto es llamado a pensar y en el ejercicio de su pensamiento se reconoce dividido. Su saber es más bien inconsciente, y los conocimientos conscientes que se atribuye, están inundados de representaciones y creencias que amortiguan el lado oscuro de su ser. Ese lado que gobierna desde la oscuridad está hecho del material que ha sido reprimido por diversas razones. Entre las primordiales está el conflicto entre las pulsiones vitales y las restricciones culturales: no puedes matar, no puedes abusar del otro porque se te antoja. En estas restricciones toma su lugar la educación, y con ella, históricamente engarzada como dominante, la enseñanza religiosa, tan arraigada, como se comprueba en la dificultad de su erradicación.

Sigmund Freud es contundente en esta afirmación: la religión prohíbe pensar. La religión exige creencia porque sabe de la fragilidad de sus argumentos. Los declara misterios y dogmas, establece un credo con el que subordina la razón a la fe. La representación humanizada de una Providencia divina, todopoderosa y bondadosa, está hecha en proporción a la angustia generada por el sentimiento de pérdida y desvalimiento, tanto como a la ingenuidad de pensamiento. Sirva de buena referencia la fábula del Paraíso perdido.

La religión es una ilusión fruto de los deseos humanos de salvación, tabla de rescate para la angustia. Freud ―hace cien años― hacía votos, poco convencidos, porque la cultura del futuro logre un triunfo del intelecto sobre la creencia. Ahora podemos decir que sus anhelos son otra ilusión. Lacan, más convencido, dirá que la religión triunfará. ¿Hay diferencia entre las dos expectativas?

La introducción del psicoanálisis en el campo de las ciencias del hombre, tanto como discurso y práctica clínica y por lo tanto como investigación constante, puso en evidencia verdades vinculadas con el sufrimiento humano, de las cuales se prefiere no saber, al menos en la gran mayoría de la humanidad. La existencia humana siempre será una lucha entre las exigencias pulsionales de cada sujeto y las normativas que la organización social exige para una convivencia posible. Lo que no es aceptado por ese orden social se reprime, se transgrede, o se transforma en otra realidad construida a base de delirios o alucinaciones. No hay otros caminos.

En los intentos de negociación el sujeto busca evitar la angustia, o trasladarla a los otros. ¿Quién soy? ¿Cuál es la razón de existir? ¿Qué quiere de mí el gran Otro? Angustia tanto frente a la vida como a la muerte. Lo más sencillo, aunque puede ser una dolorosa frustración, es admitir que ese Otro es nadie, que no es sino una estructura de lenguaje incompleta, a “él” también le faltan palabras y explicaciones. Esa aceptación, a través de la renuncia al sueño loco de ser semejantes a los dioses, lleva a considerar nuestra propia contingencia. No hay la vida eterna ni la otra vida. La que vivimos es esta de la Psicopatología de la vida cotidiana, en la que tenemos que vérnoslas con nuestros propios síntomas, es decir, ser parte del intercambio social entre neuróticos, psicóticos, perversos y cualquier otro matiz que cada nueva generación trae consigo. No hay pecado, sino estas expresiones más o menos variadas de enfermedad o locura, según se las quiera entender, unas más explícitas que otras, que arman sus propios cielos e infiernos.

Es con esto que la religiosidad juega sus cartas y podemos explicarnos por qué sus representaciones siempre constituyeron el patrimonio cultural más preciado. La religión está atenta a todos los sufrimientos y carencias para pacificarlos. Ofrece curación y consuelo. No hay imposible para la voluntad de Dios. Y hay toda una estructura discursiva que sostiene y se sostiene de la fe en Dios con sus mandamientos, sus prohibiciones, la culpa y los rituales que la acompañan. Por algo Freud la compara con la neurosis obsesiva. El ser humano, asustado, paga su tranquilidad con la creencia de que hay un Otro que lo puede todo y que se hace cargo de sus preguntas, investido como está del poder misterioso y enigmático de lo sagrado.

La ley puesta en manos de Dios ha sido un ordenador social incuestionable, pero su administración en manos de los hombres ha contribuido a su degradación. Las fuerzas pulsionales no son ajenas a los representantes de Dios o de los dioses en la tierra; y si entre los humanos hay los que no tienen elementos para pensar o prefieren no hacerlo, también hay los que están atentos a esas fallas para ofrecerse como salvadores. Los primeros son los que fácilmente adhieren y forman parte de las masas, y los segundos se constituyen en los poderosos. Los gobernantes, o los que aspiran a serlo gustan involucrar en sus arengas las creencias religiosas. Los líderes religiosos se asocian fácilmente a los gobiernos imperantes.

Es cierto que Dios, el del monoteísmo sobre todo occidental, ha sido sacudido de sus altares por los pensadores modernos y pareciera que la fe está en retirada como reclaman los padres de la iglesia. Pero pareciera más bien que se trata de una degradación: estaríamos de vuelta a la multiplicidad de religiones que surgen numerosas en torno a mentes delirantes que hacen ofertas infinitas de sanación, acordes al lamento y al dolor social del momento. Es lo que habrá tenido en mente Lacan cuando en los años 70 le preguntaron sobre la fe y respondió que la fe es una feria, que son tantas las fes, que se nos meten hasta en los rincones.

Degradación de las religiones en sectas o cultos cuyas dinámicas perversas de agrupamiento y adhesión, bien pueden considerarse como el síntoma actual de momentos culturales desestabilizados en la confusión de valores, de sexos, de géneros, de diferencias y todo referente lógico. Los dioses lejanos ahora son ofrecidos como encarnados en los líderes autócratas, en los “gurús” promotores de fanatismos, que saben aprovechar en beneficio propio la tan frágil necesidad de creer.

El psicoanálisis como práctica clínica, inscribe sus orígenes en la medicina y a partir de allí se involucra en el campo de la salud y enfermedad. Sin embargo, cuando su hallazgo del inconsciente le mostró que lo que el enfermo denuncia es su necesidad de hablar de la verdad de su síntoma, la dirección de la cura en sus manos, cambió de sentido. Si de algo busca curar es de la tontería, del encubrimiento, de la ingenuidad y la inocencia, conduciendo el discurso del sujeto hacia la verdad de su decir. Y, paradójicamente también hace uso de la fe ―como el médico o el cura― pero para desmontarla.

La fe como estrategia de curación en la religión tiene otras consecuencias.

En nuestros países cristianos, o más bien cristianizados por la gracia de la colonización, se ha descuidado analizar el destino cultural y político que tomó la religiosidad. Cobró privilegio la fe, en detrimento del valor de la palabra y de la ley. El efecto es vivo en el ejercicio de la ética y la moral que ceden su lugar a la repetición del patronazgo y la servidumbre.

Un rock sin pasión para el fin de la historia

Carlos Reyes

I thought that I heard you laughing,
I thought that I heard you sing,
I think I thought I saw you try

 

Al hablar de la década del ochenta es posible caracterizar su música como un despunte de solistas, de estrellas saturadas y exhibicionistas. Dioses y diosas con máscaras de rímel y sombras; cabellos y peinados como coronas; ropa ajustada, espejos y brillantina. Las mejores agrupaciones de esa década, las bandas de tipos que van uniformados, llenando estadios y retumbando gritos de victoria, “¡Somos los campeones! ¡Dios salve a la reina!”, se apagarán. Sus hermanos menores los reemplazarán en los años por venir. Estos preferirán foros más pequeños, salas reducidas, templos intimistas en lugar de grandes catedrales. Los efectos escénicos, las luces y la ropa no les llamarán mucho la atención. En algún momento intentarán reponer la experiencia adolescente sesentera de sus padres, y organizarán sus propios encuentros musicales al aire libre, con masas de seguidores. Pero a diferencia de los sesenta, con sus panfletos, revueltas y trenzas, los festivales de los noventa se recordarán más por el fango, el pogo y las rastas. Y por su credo en un rock más indignado que apasionado.

A principios de los noventa surge un rock autodenominado “alternativo”, para el que los sintetizadores quedaron temporalmente relegados. Hubo entonces un abandono breve de la fantasía de los teclados y un resurgir de formas simples en la elaboración de canciones: tres acordes, algún riff sugestivo y, entre otros temas, letras sobre la  adolescencia y la ritualidad de asistir a la escuela, “You’re in high school again”, para luego encerrarse en casa con una guitarra, “Here we are now, entertain us”.

Son años rápidos y marcados por la angustia de nuevas bandas de garaje, más inspiradas por los mantras del punk: de tres integrantes, agresivas, efímeras y particularmente nihilistas. Si por un buen tiempo los cantos populares se dedicaban a celebrar la aventura sexual, el desparpajo y alguna esperanza, en los primeros años de los noventa aquello no fue a más: el erotismo empezó a ser mal visto y el estudiantado exigió la politización de las tocadas.

Ciertamente aquella década también estuvo marcada por una buena cantidad de productos bailables, disco, techno, house, rap, etc. Pero ni What is Love? fue una canción con la que se que buscó cuestionar el sentido del amor, de la vida y el dolor humano, ni con U Can’t Touch This se procuró especular sobre los límites de la experiencia, o la percepción de la realidad. Por contraste, el rock alternativo pretendió ser “otro rock”, crítico, introspectivo y moralista, esforzándose en esquivar el fin de la historia con el artilugio del desánimo. Con aquella jugada resurgió en la música pop una manía que siempre puede ser vista como ingenua, pero que repite unos impulsos políticos y estéticos recurrentes: discutir y pretender depurar el arte desde la autenticidad, y etiquetar a genuinos e impostores, a legítimos y a falsos. Nadie tan opuesto al trovador puro y comprometido con la protesta –a un verdadero hijo de la tierra– como un poser. Aquella forma de diferenciación radical nunca fue nueva y sobran ejemplos político-estéticos de purgas y limpiezas; si en los ochenta el culto musical popular masivo era abiertamente hedonista, los “alternativos” aparecieron como su reacción depresiva: la reserva moral de los chicos tras la caída del muro.

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En 1991 apareció en televisión el vídeo promocional de Losing My Religion, canción del grupo R.E.M. En los primeros segundos el audiovisual copia el momento apocalíptico del Sacrificio de Tarkovsky (1986). En la película del ruso, una sala de estar se estremece, la tempestad nuclear se aproxima, un frasco con leche cae de un aparador, se rompe violentamente y el líquido blanco se esparce en las duelas. Los ocupantes de la sala escuchan los primeros intercambios de misiles. La tensión de la guerra fría se deshace y los personajes corren hacia las ventanas, como quien se apresura a admirar fuegos artificiales en el cielo. En cuanto al vídeo musical, por su montaje se intuye que el director Tarsem Singh (Jalandhar, 1961) encontró en el texto de la canción la posibilidad de plasmar un diálogo de lo humano con lo divino. Aparecen imágenes religiosas, algunas compuestas e iluminadas a la manera de maestros renacentistas. Entre otros, exhibe un delicado San Sebastián, mártir esbelto y andrógino, abatido por flechas. La trama intercala varias deidades de la tradición hindú. En buena medida, la historia corresponde a la de un ángel entrado en años que, por causa de un destello de modernidad, cae del cielo y se estrella aparatosamente en la tierra.

El ángel –inspirado en “Un señor muy viejo con unas alas enormes” de García Márquez– emerge en escena como sujeto de admiración entre la gente. Un anciano lo exhibe a los curiosos; otro personaje, portando unas muletas, se acerca en ademán de quien busca en su misterio el milagro de la sanación. En breve se trastoca la magia de la visita. El mismo anfitrión, que en un principio se mostraba piadoso, ahora hurga una herida en sus costillas, evocando la punzada que recibe Jesús en la cruz –“pues del costado de Cristo dormido en la cruz nació el sacramento admirable de toda la Iglesia”– y desprende la peluca que cubre la cabeza del viejo alado. Una vez descubierta la naturaleza humana del ángel, las carcajadas degradan al impostor y es entonces cuando los hombres pretenden copiar el supuesto prodigio. A continuación, una cuadrilla de obreros –solemnes, proletarios, ciudadanos– sueldan, martillan y producen unas alas en metal. Hacia el final, queda flotando la posibilidad de que toda la pieza sea una alabanza a la artificialidad de la elaboración humana –por la exaltación del “diseño” en detrimento del designio–; o quizá intente ser un manifiesto sobre la irrupción de la modernidad en todo entendimiento tradicional de los misterios de la religión.

En torno al texto de Losing My Religion y su autor, Michael Stipe (Decatur, 1960), tiene lugar una extrañeza. Stipe frecuentemente ha refutado la presencia de una temática estrictamente religiosa en la canción, proponiéndola más como un “asunto de fe”. Sostiene que su escritura recrea un personaje que reprime cualquier acercamiento hacia el sujeto de su deseo, en un ir y venir de intentos por abordar el cuerpo de la persona que anhela. Es la vigila de una atracción que no se concreta, de una fijación no correspondida. En la letra se enfatiza el motivo de la vida como sueño y su despertar: “and that was just a dream.” En entrevistas, el cantante sugiere que la “pérdida” de religión alude a una frase habitual en el sur de Estados Unidos, donde por religión se refiere a “civilidad”. Perder la religión es, en esa perspectiva, perder el temperamento, o los estribos. En el sentido de la fe/religión en tanto tradición, y aprovechando una pregunta de Juan Pablo Serra, “¿será acaso la tradición un tipo especial de dispositivo cuyo propósito no es otro que ‘domesticar’ al ser humano?” Aun aceptando esa interpretación del sentido de  Losing My Religion como un simple acercamiento a la sicología humana, a la contención de los instintos en razón de una guía moral, la fe y la religión forman el ámbito inescapable donde se provoca su fuga, donde es posible su contradicción.

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Crear una obra interpretable desde lo religioso y luego negar o querer disolver su contenido como un “asunto de fe” no es una disonancia cognitiva o condición original en el arte. No son pocos los artistas que sitúan sus creaciones como una expresión o indagación personal en asuntos del “espíritu”, alejados de alguna religión estructurada. Quizá por un genuino interés en la introspección, el artista puede rehuir de cualquier indicio que lo acerque a alguna tradición o lo afilie a la institucionalidad de una iglesia. Particularmente, en Estados Unidos esta actitud cultural tendría que ver –entre otras– con su prerrogativa fundacional, que afirma la separación entre Estado e Iglesia. Dicha separación se remarca constantemente en debates públicos sobre una variedad de temas: economía, comunicación, salud, artes, convirtiendo tales discusiones en una tradición en sí misma. Así se entiende que el artista, al topar lo religioso en público, pretenda suavizarlo, proponerlo como algo espiritual, guardando una distancia de toda religión oficial.

La postura de aquel tipo de fe procura quizá que la obra artística circule, sorteando cualquier conexión con la institución que ha cultivado la religión y la tradición en Occidente: esto es, la Iglesia. El problema de esta estrategia es que, si toda fe también se entiende como una forma insalvable de conducción del ser humano en el mundo, como atajo para afrontar la complejidad de la vida, su conexión con una comunidad organizada en torno a ella surge de manera inevitable. La misma fe empleada en uno mismo confluye en el otro. Y el arte, aunque pretenda mostrarse como una expresión de fe secular, desemboca en el mismo marco cultural que pretende impugnar. Parece ser que cuando se busca criticar algo profundo sin acercarse a su entendimiento, lo más probable es que se le rinda tributo.

En un extenso artículo de Robert Wilkens sobre la forma que dispone la iglesia para dialogar con la humanidad, cabe detenerse en su mirada crítica a la institución y a su gestión de la fe contemporánea. Una de sus conclusiones es que “en lugar de inspirar la cultura, (la Iglesia) capitula al ethos (secular) del mundo”. Pero si la propia Iglesia ha renunciado ya a cualquier proyecto de inspiración cultural, la posta tomada por la posmodernidad ha transitado por caminos que regresan a la tradición, incluso sin pretenderlo. Incluso queriendo rechazarla.

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Pocos años antes de la circulación de Losing My Religion, otra obra irrumpió singularmente en los circuitos del arte contemporáneo, agregándose a la lista de interpretaciones de la figura de Cristo. Piss Christ (1987) es una fotografía de Andrés Serrano en la que se plasma un crucifijo inmerso en una sustancia con apariencia de ámbar que, según su descripción, es orina. Para su creador aquella sería una apreciación de la corporalidad de Cristo, su humanidad vertida en fluidos, y una (auto)crítica por parte de un católico al uso actual de aquel símbolo. No sobra decir que causó el rechazo de múltiples creyentes, pero en contraparte puso de nuevo en circulación el nombre de Jesús, entre la prensa, artistas, políticos, apóstatas y acólitos.

La crítica más habitual hacia la fotografía consiste en que aquello supone una blasfemia, y no parece difícil entender el porqué del disgusto que sigue causando. El Cristo configurado por Serrano, suspendido en una atmosfera de dos tonos, se muestra como un inusual homenaje vaporoso al hijo de Dios. Unas burbujas revelan cierta artificialidad en el montaje, pero al mismo tiempo disimulan los rudimentos en los materiales de su figura y de la cruz. Con atención, se aprecia que los clavos que lo sujetan son muy marcados. Queda patente la exposición de una imagen sagrada a un ambiente insólito para su culto. Sin embargo, como propone la medievalista R. F. Brown respecto del trabajo de Serrano, podría decirse que la crucifixión logra resistir tal agravio hacia su dignidad. Asumiendo el comentario que expone Brown, para quien el cristianismo es una tradición propicia para el arte, el espectador puede “encontrar belleza incluso en algo tan repugnante como la orina”. En esa lógica, si el hijo de Dios perdonó incluso a quienes lo crucificaron, ¿qué sentido tendría ofenderse por este tratamiento a su figura? ¿Hay humillación comparable al vía crucis? ¿Es posible violencia similar a la del calvario? Y si las hubo, ¿superan a la obra de Serrano?

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Con frecuencia se plantea que, si solo se tiene un martillo en la vida para interpretar el mundo, entonces todo parece un clavo. ¿Qué lleva a un autor a renegar de manera abierta una tradición que lo impregna, distanciándose de su propia obra? Si el creador solo dispone para sí del materialismo como idioma, toda aventura humana le resultará una abstracción limitada. Su fe será apenas instrumental para dar cuenta de represiones casuales, y una experiencia como la pérdida de la religión se presenta como una secularización del lenguaje. ¿Qué provoca a un artista a aproximarse a las tradiciones desde una aspiración que, aunque se promete desacralizarlas, en realidad logra reponerlas en la esfera pública? Si el artista entiende la sensibilidad solo desde lo execrable, todo se resuelve ante sus ojos con una capa de profanación y lo que exprese será la sospecha de algo más interesante.

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En abril de 1994 el cantante Kurt Cobain, al que aún se atribuye gran parte de la aceptación de ese aparente rock “crítico” entre la juventud y en el mercado cultural, se quitó la vida, y con ello empezó a decaer aquel “aroma del espíritu adolescente”. El vídeo de la canción Heart Shaped Box, una de las últimas creaciones de su banda Nirvana, logra combinar con potencia el tributo y la blasfemia, pero sin tratar de disimular la relación íntima que mantienen con el cristianismo. Así, agoniza cualquier elemento alternativo de ese rock de inicios de los noventa, con el paseo de un ángel y la crucifixión voluntaria de un Cristo envejecido y resignado. Tres cuervos mecánicos corean la canción y Nirvana toca a los pies de la cruz.

 

 


Imágenes: Max Langelott  Omar Alnahi  Marx Ilagan

La ciudad muere… la ciudad se libera

Ruth Gordillo

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¡NUMANCIA! ¡LIBERTAD!

Lo grandioso en la tragedia de Numancia es que uno asiste no solamente a la muerte de cierto número de hombres sino a la entrada de la ciudad entera en la muerte: no son individuos, es un pueblo el que agoniza.

G. Bataille

La paradoja

¿A cuántas ciudades le cabe esta escena sobre la que habla Bataille? Tanto a esta ciudad que no cesa de entrar por mi ventana como a la Numancia sangrante del texto de Cervantes. ¿Qué tragedia comparte Numancia con otras ciudades? La tragedia, dice, el filósofo francés Lacoue-Labarthe, al menos en “cierta interpretación… que se explicita como filosófica y sobre todo que se pretende tal, es el origen o matriz de lo que con posterioridad a Kant se ha convenido en llamar pensamiento especulativo: el pensamiento dialéctico o el cumplimiento de lo onto-teo-lógico”; vale decir que es la fuente en la que se reflejan las ideas que sostienen la construcción de la historia de las ciudades.

En esta matriz donde se diseñan los espacios que han de habitar los sujetos, se elabora la forma y el contenido que dirige lo cotidiano. La antigüedad clásica pensó las ciudades desde el sentido político tanto de la hybris que remite a la transgresión, como de la catarsis y su efecto purificador, sostiene Lacoue-Labarthe. Hölderlin genera una diferencia fundamental con el mundo clásico, traduce la tragedia al lenguaje de la modernidad y lo hace desde la poesía; ella irrumpe y produce el relevo de la dialéctica que termina por aniquilarse y dejar abierto un resquicio por el que Heidegger se cuela trayendo la consigna de lo político.

No se equivoca Lacoue-Labarthe al elaborar la historia de la tragedia, historia extendida entre muros y linderos que cercan de igual manera las escenas amorosas como las más viles y violentas. Como en Numancia, “Ansi están encogidos y encerrados /  Los tristes Numantinos en sus muros; / Ni ellos pueden salir ni ser entrados”, los sujetos deambulan   y ponen en escena la representación de una paradoja que solo es posible en la doble faz de los muros: quienes están dentro, quieren salir; quienes están fuera, buscan entrar. Lo que allí se representa es ‒en términos de Diderot‒ “el intercambio infinito o la identidad hiperbólica de los contrarios”; es decir, la imposibilidad de resolución o de consolidar el deseo de estar en otro lugar, allende los muros, bien se miren desde fuera o desde dentro; en esta medida y en tanto suspende el proceso antagónico de los opuestos, la paradoja es “hiperbológica”, dice Lacoue-Labarthe.

La paradoja, así definida, condiciona toda existencia, también la de las ciudades;  igual que en el teatro, donde se efectúa una escena fundamentalmente enunciadora, las ciudades son el espacio propio de la enunciación. Al menos tres cuestiones se adelantan: ¿quién enuncia?, ¿qué se enuncia en el interior/exterior de las ciudades?, es más, ¿hay realmente diferencia entre el interior y el exterior? Como en el asedio de Numancia, Cipion [desde fuera] dice, “Desta ciudad los muros son testigos / Que aun hoy están qual bien fundada roca, / De vuestras perezosas fuerzas vanas, / Que solo el nombre tienen de Romanas”; el enunciado de Cipion, el extranjero, estalla los muros pues lo que ellos sostienen, se reduce a “perezosas fuerzas vanas”. El fin de la ciudad está ya dado, no hay quien se resista ante la mirada que perfora las defensas “qual bien fundada roca”. Al mismo tiempo, [desde dentro], el lamento de España, doncella a punto de ser mancillada, mira el Duero, aguas de historia y de promesa, y lamenta el “sitio”; la ciudad que guarda su historia, es la misma que la encierra, “Alto, sereno, y espacioso cielo, / Que con tus influencias enriqueces / La parte que es mayor desde mi suelo, / Y sobre muchos otros le engrandeces, / Muevate á compasión mi amargo duelo, / Y pues al afligido favoreces, / Favoréceme á mí en ansia tamaña, / Que soy la sola desdichada España.” No hay estrategia posible para evitar las más atroces escenas esculpidas en el horror de la arremetida romana y en la vulnerada voluntad de Numancia, “Muertes, incendios, iras, son sus paces, / En el morir han puesto su contento, / Y por quitar el triunfo á los Romanos, / Ellos mesmos se matan con sus manos.” Adelantarse al encuentro de la muerte, anticipar el desastre, al menos serán las propias manos amorosas las que arrullen el último sueño y cierren los ojos, de los hijos, las esposas, los amigos; este gesto da cuenta de la imposibilidad de enfrentar y vencer “la trascendencia in-finita, i-limitada, en la acepción activa de la palabra “trascendencia”, es decir de “la transgresión de lo acabado”, dice Lacoue-Labarthe.

A los dioses

En esta escena, la tragedia que purifica, se completa. Al igual que Numancia, las ciudades violentadas desde dentro y desde fuera, se pierden en la desmesura; con ellas caen los hombres y los dioses por el efecto de la hybris. Como hemos visto, los muros, sin importar el material de que estén hechos, son siempre permeables, es su condición; incluso las leyes que señalan los límites se tuercen y multiplican en angustioso gesto. Los dioses se ven igualmente pisoteados y ruedan con los muros. En su muerte, está la muerte de los hombres y la única posibilidad de la libertad. ¿No es eso lo que representa Numancia desterrada y sin líder? Solo habla la tierra, el cielo, el río; es más, para Bataille, es la “…región de la Noche y de la Tierra… región hechizada por los fantasmas de la Madre-Tragedia”.

La inquietud que se genera en esta escena requiere otra metafísica que permita recuperar, reparar, reelaborar las relaciones de los hombres con las ciudades en ruinas. El grito que abre este ensayo y que ponen a Numancia junto a la Libertad es, más que una catarsis, la ruptura con la re-presentación del último cuadro que lleva a la clausura de esa parte de su historia. Quizás por ello, las ciudades se levantan de prisa, sobre los restos de la anterior, recogen las cenizas y descubren un trazo originario, a manera de un destino. Lacoue-Labarthe encuentra en Hölderlin la clave para descifrar este destino; es, en realidad, “diferencia destinal”, que subyace a la Historia y circula por las calles de las ciudades, ¿dónde más se enclava el deseo humano de habitar y poblar el mundo?

La diferencia y el deseo provocan la ardiente Numancia; Guerra, Enfermedad y Hambre toman la palabra y enuncian “Su cierta muerte dilatando en vano…  / No hay plaza, no hay rincón, no hay calle ó casa / Que de sangre y de muertos no esté llena….  / Y las casas y templos mas crecidos / En polvo y en Ceniza convertidos”. Aquí lo hiperbológico se decanta en la forma de la divinidad que deviene representada como “un momento arrancado o sustraído al tiempo: una pura syncope –no sin relación con la cesura que estructura la tragedia”, es decir, se produce el olvido de Dios cuando el hombre se olvida de sí mismo y, finalmente, se reduce a la nada. Esta condición que Lacoue-Labarthe extrae del Edipo rey, traducido por Hölderlin, se traslada a cualquier ciudad en llamas, llamas visibles y de las otras, las que están encendidas en los callejones, las casas, las plazas, las esquinas, esperando el momento en que las atice una brisa o las arrebate el viento de las guerras.

La ciudad muere y se libera, pobre representación de la existencia colectiva, cuyo único horizonte es la muerte; la tragedia se traduce en la incapacidad de volver a construir una ciudad sin dioses, una ciudad que devele la cesura que la estructuró en la tragedia, en la matriz que gestó y gesta todavía las ciudades. Lo hace porque la metafísica construida a partir del esquema especulativo de la dialéctica, no deja lugar para otra cosa que para la infinitud de la divinidad, el verdadero muro que encierra y separa las ciudades. El giro necesario que Lacoue-Labarthe describe, deconstruye la relación del hombre con los dioses; ella reposa en  lo monstruoso, “…el Dios-y-el-hombre se empareja y, sin límites, devienen Uno en el furor el poder de la naturaleza y lo más íntimo del hombre, se concibe por el hecho de que el ilimitado devenir Uno se purifica mediante una ilimitada separación.”

De allí que los dioses abandonen Numancia, la dejan en medio del juego de la vida con la muerte, espectáculo que concierne a la “pasión política”; la representación que ocupa los escenarios teatrales, una y otra vez, insiste en “la humanidad perdida, el mundo de verdad y de pasión inmediata cuya nostalgia no cesa”, dice Bataille. Estamos frente a la muerte, a la verdadera muerte producto de la infidelidad de los dioses y de su necesaria retirada, procurada por la tragedia, “Madre Tragedia”, “Madre Patria”. El efecto trágico es la experiencia de la nada y el vaciamiento de la sustancialidad del hombre; sin embargo, en ese instante y solo en él, aparece la libertad: Numancia deja de arrastrar los fantasmas romanos y numantinos, se extiende a sus anchas, navega en el Duero, ya no hay dioses esperando al otro lado de la muerte, porque la muerte ha sido superada con el último golpe.

 

 

 

 

Recreación de la melancolía

Carlos Reyes

 

The very name of love is odious to chaster ears

 

En su disección de las circunstancias que provocan la melancolía, Robert Burton predica que aquella es una consecuencia del ocio, y una de sus curas posibles es la ocupación. El propio autor dedica su vida a escribir sobre la melancolía para no caer en ella (“I write of melancholy, by being busy to avoid melancholy”). El amor mantiene una relación particular con la melancolía. La escasez o el exceso de amor también pueden provocarla. Pero, además, el amor –quizá como una de sus variedades– es capaz de inspirar la construcción de mundos: Amor mundum fecit. De allí que la creación, y aún más la recreación de ciudades como escenario de la pasión amorosa, aspiren siempre al esplendor.

Reproducciones cinematográficas de plazas, calles, manzanas y ciudades históricas han buscado repetir la pasión que impulsó a sus creadores: “el rey y el emperador construyen ciudades en lugar de poemas” se anota en The Anatomy of Melancholy. Como en la carrera de cuadrigas de Ben-Hur, donde furiosos caballos galopan y baten la arena de un escenario asombroso que reinterpreta un circo romano. Un curioso contador de vueltas, tipo ábaco con figuras de delfines, indica el avance de la competición. A pocos metros de terminar la carrera, Messala (Stephen Boyd) pierde el control de su carro, cae a la pista y los cascos de los caballos lo destrozan fatalmente. El público ciudadano reunido en el grandioso anfiteatro vitorea a Judah Ben-Hur (Charlton Heston).

Atmósferas memorables también de recreación urbana fueron construidas para evocar a Egipto y Roma en la película Cleopatra (1963). Los sets se diseñaron y edificaron para revivir el deseo y el conflicto de sus personajes (la reina de Egipto y Marco Antonio, Taylor y Burton). El diseñador de aquella producción, John DeCuir, era conocido como el “constructor de ciudades” de aquel sistema de estudios. Algunas ciudades ficticias también han sido objeto de interpretaciones audiovisuales que aspiran al esplendor. Por mencionar una loable: la Ciudad Gótica de Batman (1989) se presenta como un ambiente propicio para explicar la obsesión de su protagonista. Dicha obsesión consiste en defenderla, sin descanso, como un lugar ético hostigado por villanos. La neblina nocturna persistente, la claustrofobia de sus callejones y la disposición arquitectónica de Ciudad Gótica inducen invariablemente al misterio y a la  melancolía. Por escasez de luz y apatía. En Ciudad Gótica los ciudadanos necesitan ser protegidos de un mal disparatado (el Guasón), que choca con sus naturalezas y rutinas. El coraje del hombre murciélago –en esa película y más aún en las siguientes entregas que exploran sus motivos– llega al sacrificio. Entre Batman y buena parte de los habitantes de la ciudad se intuye un pacto oscuro que, como el amor entre extraños, exige siempre renovarse, repetirse, confirmarse.

Lewis Mumford se refiere al sexo al aire libre en el mundo medieval cuestionando que “la pasión erótica era más atractiva en el jardín y en la madera –a pesar de rastrojos, tallos espinosos o insectos– que en la casa, en un colchón cuya paja vieja o caída nunca estaba completamente libre de humedad mohosa”. Si la apertura y soledad del espacio premoderno eran más confortables que la intimidad del hogar, y permitían el disfrute corporal gracias al divertido anonimato del campo abierto, la ciudad moderna aparecerá con sus propias soluciones al respecto de esa necesidad vital.

A la nueva ciudad, incluso antes de haber sido iluminada por las noches con lámparas de aceite y gas, “su propia grandeza la convierte en un admirable lugar de escondite (…) la relación que podría perturbar a una familia de provincia puede ser consumada con un mínimo de exposición. Un hombre y una mujer corren menos peligro por el cotilleo yendo a la cama de un hotel metropolitano que si simplemente cenasen juntos en el restaurante de un pueblo pequeño. De hecho, la ventaja de la metrópolis como lugar de escondite –una ventaja que los amantes ilícitos comparten con los transgresores más violentos de la ley y la convención– no es la menor de sus atracciones para los visitantes que pululan desde otras partes del país” (The Culture of Cities).

En la ciudad moderna los amantes curan su melancolía –según Burton “la mejor y última cura para la melancolía amorosa es dejarles cumplir su deseo”– recurriendo a varias formas citadinas de paraje. En lugar del anonimato campestre sus encuentros se satisfacen en el arquitectónico: dispersos entre la multitud coinciden en descansos, accesos, pasajes, recovecos, recodos, pasadizos, túneles, zaguanes, rellanos y pasos habilitados por el diseño. En los resquicios de la ciudad la mirada rehúye el descaro de quienes se tocan.

En la ciudad contemporánea la arquitectura aún pugna por superar lo netamente urbano, por sustraerse de aquello. El  extraño interés del urbanista posmoderno por vaciar de todo goce corporal auténtico a la ciudad actual –no se diga espiritual– se encuentra expresado de manera elocuente en la Carta de Atenas (1933-1942) de Le Corbusier y Sert. El manifiesto desborda urbanismo y desconoce a Eros. Lo urbano se conforma con solucionar los dilemas y tensiones del hábitat, del uso del espacio, entregando su decisión a la autoridad.

De manera quizá ingenua –o intencional– los autores de la carta sostienen que “en adelante la ciudad se construirá con toda la seguridad, dejándose, dentro de los límites de las reglas fijadas por ese estatuto (de uso de suelo), libertad completa a la iniciativa particular y a la imaginación del artista”.  El burócrata, luego de gobernar el suelo también ha sabido o intentado prescribir la arquitectura de la ciudad y encandilar al artista. ¿Fueron el horror e incertidumbre de las dos guerras mundiales las razones para reservar aún más el orden urbano al control absoluto del Estado?

En televisión dos programas recientes han recreado soberbiamente a la Nueva York de principios del siglo XX, no tanto por lo que la ciudad mostraba en esa época, sino por lo que prometía llegar a ser. Las producciones de The Knick y The Alienist reconstruyeron una ciudad propia para sus personajes y colocaron en ella sus historias, inseparables entre sí.

The Knick está inspirada en la vida de un médico residente en el Hospital Knickerbocker, en Harlem, y sus calles colmadas de inmigrantes irlandeses, italianos, rusos. El doctor Thackery (Clive Owen – Closer, Sin City) es un cirujano hábil con el bisturí, pero descontrolado en el consumo de drogas. Su rutina es estable hasta que conoce a Lucy Elkins (Eve Hewson – The 27 Club, Bridge of Spies). El antihéroe que juega químicamente consigo mismo, y no logra adivinar la psicología de una enfermera irlandesa, se extravía en una ciudad de carruajes, caballos, bicicletas, protestas y fumaderos de opio, detallada en sus calles, reimaginada en sus instituciones sanitarias. La ciudad de Thackery es el espacio donde se desmorona una frágil historia farmacológica de atracción y dependencia. Y quizá también de amor ya satisfecho.

The Alienist se sitúa en la misma ciudad y su juego se produce en el campo sicológico. El doctor Laszlo Kreizler (Daniel Brühl – Good Bye Lenin!, Inglourious Basterds) es un contemporáneo de Freud. A Kreizler le intrigan las conductas psicopáticas y se involucra en una investigación que pronto desemboca en un asunto policial. Lo que hace tambalear la habitual actitud indiferente del “alienista” Kreizler es la secretaria Sara Howard (Dakota Fanning – I am Sam, The Runaways). El analista se ve reconocido en la conducta distante de Sara y le halaga sobremanera que haya estudiado sus trabajos académicos. Nueva York resurge entera y viva en sus calles húmedas, con fango, fachadas de ladrillo visto, salones de baile, orfanatos y siquiátricos. El alienista y la secretaria no son cuerpos sino mentes que se buscan.

Que la melancolía se deba tanto a una falta o exceso de afecto, de amor, y que dicho sentimiento también modele ciudades, sugiere que hay urbes hechas con sus dos variaciones. Quizá incluso ambas en una sola ciudad. Berlin puede haber sido el caso más visible de esa situación. En la década del 90 todavía se apreciaba claramente el contraste entre una “ciudad” mal remendada por burócratas, lúgubre por privilegiar su amor al partido y a su ideología; y otra “ciudad” que tuvo la oportunidad de transformarse con alguna flexiblidad, cierto albedrío y más trazas de democracia liberal. En aquel momento una ciudad era todavía inequívocamente gris, y su vecina iluminada, reverdecida, visiblemente cuidada. A propósito de ese Berlin, vale la pena dedicarle tiempo a Counterpart, cuya premisa es que en 1989 el mundo y su historia se dividieron en dos, y en la ciudad se abrió un portal de acceso espacio temporal que los comunica de forma secreta.

Una vez construidas todas las ciudades (¿queda alguna por construir o incontables por recrear?) es el creativo el que cumple la tarea de rehacer otras en su interior. La ciudad es al mismo tiempo espacio y motivo para interpretar el mundo (en películas, tv) y proponer narrativas, cumplir deseos y concretar encuentros. La ciudad contemporánea, a pesar de que la política pretenda ajustarla hasta la melancolía del desafecto, es aún el lugar de imaginación y recreación de sitios extraordinarios y momentos históricos o ficticios.

Porque en contraposición el burócrata aspira a reglamentar completamente la ciudad bajo el esquema del urbanismo. El funcionario y el político ofrecen la invención, la renovación o la salvación de la ciudad. El sueño termina en el parque tecnológico y la ciudad del conocimiento que rápidamente caducan; el complejo habitacional y sus soluciones insuficientes; o la villa olímpica que en poco tiempo acaba desvencijada y arruinada. La ciudad enferma de melancolía en el delirio del funcionario.

Esos artificios, más característicos de regímenes dedicados a regularlo todo –entre el suelo y el cielo, de la cuna a la tumba– han hecho siempre visible su negligencia. Empezando por la organización arbitraria del territorio, que pronto pasa a ser ocupado por edificios públicos aparatosos, fachadas inexpresivas y monumentos exaltados. Así, fenómenos como, por ejemplo, el bloque habitacional con su limitación estética y psicológica, y su delirio funcionalista, acaban siendo solo una ligera variación del manifiesto ateniense de Le Corbusier. El urbanista suizo y su grupo pregonaron la democratización de la luz, de la vegetación, del espacio y la belleza. El bloque es su forma acabada.

Sin embargo, cabe también asumir que la melancolía urbana que logra el burócrata es diferente a la de otras ciudades, edificadas y repetidas lentamente, por siglos, sobre sí mismas. Otras ciudades, igualmente melancólicas, que conservan sitios de reflexión, meditación, coincidencias y goce. Parajes de ciudad. De aquellas hay muchas por explorar y evidentemente tiempo insuficiente para lograrlo. En cuanto a las otras, quizá solo sean el resultado de una forma temporal de melancolía incurable: la de quienes prometen lugares que jamás emergerán.

 

 

 

 

Contemplación de fragmentos (2ª parte)

III

Percibimos el espacio como si fuese tiempo detenido, como si el tiempo hubiese «cristalizado» o «coagulado» en ciertas configuraciones que están ante nosotros. Y percibimos el tiempo, el devenir, como si se expandiese en volúmenes, como sucesión de cuerpos o volúmenes que se superponen o se despliegan. En la contemplación de un «lugar» podemos rastrear, más allá de las imágenes, la sucesión del tiempo, los diferentes ritmos y modificaciones que provienen de los cambios en las formas de la vida humana: largos períodos de cierta continuidad y crecimiento, repentinas crisis, catástrofes geológicas o sociales.

Ciudades, aldeas, caminos o campos son configuraciones espaciales donde se juntan los restos de la vida humana del pasado con las formas del presente. En cada «lugar» se superponen signos y símbolos de poderío o de miseria, de grandeza o desesperación; se juntan innumerables fragmentos que quedan de esfuerzos, alientos o renunciamientos; de saberes, conocimientos, creencias y equívocos; de ritos, esperanzas o catástrofes. En español, para el panorama «natural» que se contempla desde una determinada posición del observador tenemos la palabra «paisaje»; sin embargo, no existe una palabra que denote el espacio de la ciudad que contemplamos desde un determinado punto de vista, por ello haré aquí uso del término «paisaje» en un sentido amplio, no restringido a lo que se supone —a mi juicio, erróneamente— que es «naturaleza» exterior a la realidad artificial creada por el trabajo, la técnica y el lenguaje. El «paisaje», en este sentido amplio —un paisaje de la ciudad, del campo, o del bosque o incluso de la selva o del desierto que están más allá de la relación ciudad/campo— es historia, es transformación constante. Caminamos por una ciudad, o más precisamente por alguna parte de una ciudad, nos detenemos en algún punto, y bajo nuestros pies y arriba de nuestras cabezas, frente a nosotros, ante nuestras miradas, a nuestras espaldas, brotan incesantemente los signos de su(s) historia(s).

Cualquier construcción, no solamente aquellas que son consideradas «monumentos», posee esa densidad que invita al arqueólogo, al antropólogo o al historiador a examinar, discriminar y ordenar restos, a reconstituir imaginativamente las edificaciones a partir de sus ruinas, a establecer las modalidades de reutilización de fragmentos de lo antiguo que se insertaron en las nuevas construcciones, las cuales a su turno tal vez hayan sido arruinadas posteriormente. Densidad semejante tiene el habitante o el visitante cuyas memorias sedimentan la experiencia vivida en casas, patios, escaleras, calles, plazas, mercados, parques o estadios, estaciones de trenes o aeropuertos, iglesias o cementerios… De tal densidad que se brinda a la contemplación provienen las preguntas sobre las formas de vida cotidiana, los sistemas de creencias, de relaciones familiares, de prácticas sexuales, laborales, mercantiles o funerarias, sobre alimentos, hambrunas, enfermedades, fármacos y prácticas curativas, sobre instituciones y relaciones de poder que utilizaban los seres humanos que vivieron en esos parajes, lo que deriva en una necesaria, aunque no siempre obvia, comparación con las formas actuales de vida humana. El pasado se presenta como una sucesión de construcciones, destrucciones o reconstrucciones cuyos restos están ante nosotros, es decir, que son parte del presente. De esa combinación-contrastación entre pasado y presente, y como una proyección de las posibilidades recreativas de la vida humana que se abren a partir de ellas, surgirán las expectativas de lo que puede venir, de futuro. El espacio se revela entonces como una singular cristalización del tiempo, que recoge en el presente las huellas del pasado y las proyecta hacia adelante, hacia el porvenir. Pero tal vez esta sea solo una manera moderna de percibir esa cristalización del tiempo en el espacio que se recorre durante la contemplación de un «paisaje»…

Si consideramos con detenimiento las distintas «capas» que coexisten y se superponen en un determinado «paisaje» citadino, una basílica como la de San Clemente de Letrán o el Zócalo de la ciudad de México, podemos contrastar la articulación entre pasado, presente y futuro que se configura en el mundo moderno con las formas culturales del pasado. En efecto, los sacrificios en el Templo Mayor tienen que ver con una concepción cíclica del tiempo, aniquilada de hecho por la técnica moderna, industrial. ¿Qué «futuro» constituía el horizonte de expectativas de los artistas-artesanos del mural del ábside de San Clemente? No, por cierto, el horizonte del «progreso» sino la «eternidad», el cumplimiento de la promesa escatológica, la salvación. ¿Qué esperaba del futuro Diego Rivera? Seguramente algo había en él de las utopías revolucionarias del siglo XX, y tal vez de una esperanza de fama póstuma unida para siempre a la historia nacional mexicana. Mas, a pesar de la teleología implícita en la utopía política, esta es sustancialmente diferente de la escatología cristiana; aquella apuesta al futuro, esta, a la eternidad. ¿Qué esperan del futuro los turistas de nuestros días, a los que les llegan los restos del pasado más bien desde las pantallas de sus portátiles que de la conmoción que pueden provocar las piedras, las columnas o las pinturas murales? ¿Cómo perciben la articulación de pasado, presente y futuro los millennials, y en general, cómo percibimos esa articulación dentro de la aceleración que caracteriza a nuestra época?

IV

Quien contempla un paisaje, en el sentido que aquí he dado a esta palabra, lo hace desde un singular punto de vista que inserta el presente en la historia. También el mundo del observador devendrá con el tiempo espacio congelado, ruina, fragmentos dispersos. Quizás llegue a constituirse en una sucesión de legados trasmitidos como fragmentos que servirán para reconstrucciones, reutilizaciones, o que simplemente serán olvidados, esto es, que serán —literalmente— enterrados. La ciudad que habito o que visito, las formas de la vida humana en que existo, polvo serán, y no necesariamente «polvo enamorado». Quizás algún día otro visitante, otro viajero, tal vez arqueólogo, historiador o antropólogo, se volverá hacia lo que serán los restos, siempre fragmentarios, de nuestra peculiar historia. Hacia las huellas que dejamos: las ciudades o las partes de las ciudades en las que existimos.

De alguna manera, las ciudades, pero también las aldeas, los campos, es decir, cualquier paisaje, es museo, es monumento. Por ahí se encuentran callejuelas exuberantes en la exhibición de fachadas, balcones, puertas, rincones, acueductos, cloacas, plantas industriales, jardines; algún instrumento de labranza, un yunque, un martillo, un molino, o una cazuela, una cuchara, un cuchillo, una vasija, una máquina de coser, una rueda de carreta o un neumático, los restos de un puente de piedra o de una vía férrea abandonada, más allá unas tumbas o un campo que evidencia la conquista humana sobre la roca, sobre la pendiente de la montaña, las landas, la selva, el mar o la cuenca de un río. Conquista humana que es «civilización», construcción de mundos, sabiduría, y a la vez, «barbarie», destrucción, estulticia.

La ciudad no tiene fijeza, está en constante mutación, es infinita, no puede concluir. En sus inicios o en algunos momentos de su desarrollo podrá planificarse su disposición espacial, podrán establecerse determinados criterios para su evolución. Pero no hay posibilidad alguna de que el cálculo ordene la historia. La suposición de que es posible calcular las determinaciones del desarrollo social, y por tanto de que es posible la planificación hacia objetivos claramente delimitados, con exigencias de eficiencia, eficacia y con el ejercicio de controles del poder, deriva en la violencia autoritaria. La suposición contraria, de que no hacen falta regulaciones, deriva en anárquico desquiciamiento del espacio común de convivencia. Entre esos dos polos intentan moverse las sociedades contemporáneas. El devenir, sin embargo, es indeterminable. Podemos comprender ciertas tendencias, intuir posibilidades afirmativas de cierto desarrollo de las condiciones civilizatorias y a la vez de determinados riesgos de catástrofe, pero nos es imposible planificar y encuadrar el futuro de cualquier ciudad. Esto, no obstante, no implica que en cada momento, en cada ciudad y en sus distintos fragmentos, no se despliegue una incesante recreación, que puede implicar tanto la destrucción de su tejido social e histórico como su transformación afirmativa.

Múltiples factores que provienen del interior o del exterior de la ciudad, la irán transformando, a veces imperceptiblemente, a veces de modo violento. Hay ciudades hoy invisibles, que han sido borradas de la faz de la tierra, que yacen enterradas por las arenas del desierto, bajo la selva o la lava, en el fondo del mar. Hay ciudades que fueron amuralladas para salvarlas de la destrucción; hoy las murallas son restos arqueológicos. La historia reciente de Detroit es en este sentido ejemplar. La que un día fue capital de la industria automovilística y a la vez del jazz, llegó a ser declarada «en quiebra» en 2013. Que una ciudad sea declarada «en quiebra» solo podía acontecer en la época del dominio mundial del capitalismo financiero. En 2013, en su filme de vampiros Only Lovers Left Alive, Jim Jarmusch ubicó a Adam (Tom Hiddleston) en la ruinosa Detroit y a Eva (Tilda Swinton) en Tánger. Se pueden encontrar en internet algunos documentales sobre esta ciudad aniquilada. Pero asimismo podemos ver los crecimientos de las favelas, los hacinamientos en las megalópolis, el caos que crece en medio de la acumulación de basura, o los edificios tomados por los okupas, en pleno «centro histórico» de grandes ciudades.

Si la ciudad es configuración espacio-temporal y obra humana, en ella se entrecruzan diversas posibilidades de construcción (y destrucción) o de modificación del espacio, contenidas en los sistemas técnicos que disponen las sociedades concretas. En la ciudad se combinan entramados semióticos y, siendo historia, ritmos temporales diferentes. Hoy día los cambios de las ciudades son vertiginosos, con una aceleración que crece constantemente. En gran parte del planeta esa aceleración está ligada a los movimientos migratorios, a los movimientos de mercancías, entre ellos, de la masa de informaciones, movimientos relacionados con un consumismo obsesivo que aniquila las cosas en un breve tiempo. Sobre las ruinas de los templos de los dioses monoteístas del pasado se construyen los nuevos templos del consumo, que se desplazan desde los centros comerciales, semejantes todos a pesar de su ubicación en cualquier lugar del planeta, hasta las pantallas del teléfono o del ordenador portátiles, estos templos minimalistas a los que permanecemos atados buena parte de nuestro tiempo, en un ritual de obsesiva contemplación de imágenes, ya sea que vivamos en un chalet de una urbanización amurallada o en una casucha de favela. Al mismo tiempo, la automatización va ganando espacios en la vida cotidiana; en pocos años más no habrá ni chofer de taxi que nos cuente los chismes políticos ni cajero de supermercado que nos haga la cuenta.

Si una ciudad, cualquier ciudad, está en continua transformación, si en cada lugar el tiempo deja huellas del paso sucesivo de las generaciones en conglomerados de ruinas, de restos que se juntan en el espacio, que a veces se incorporan en nuevas construcciones o que quedan sumergidos en ellas, entonces la construcción-destrucción-transformación es obra de todos quienes las han habitado, incluso de aquellos que han estado solo de paso por ellas. Hay un poema de Brecht que reivindica esta creación multitudinaria y anónima. El poema inicia con una pregunta acerca de los constructores de las ciudades: «¿Quién construyó Tebas, la de las Siete Puertas? / En los libros aparecen los nombres de los reyes. / ¿Arrastraron los reyes los bloques de piedra?» ¿Dónde quedaron los anónimos albañiles, con qué se alimentaban?

«Tantas historias, / tantas preguntas», con estos dos versos termina el poema.

 

Para Eduardo Kingman Garcés,
poeta, pintor e historiador de Quito

 

 

 

 

 

La ciudad, la igualdad y el desorden de la democracia

Juan Manuel Ledesma
[email protected]

Sócrates: Ciertos sabios, Calicles, dicen que el cielo, la tierra, los dioses y los hombres forman, juntos, una comunidad por medio de la amistad, el amor del orden, de la templanza y el sentido de la justicia. Por esta razón, querido mío, a este todo lo llaman Kosmos u orden del mundo y no desorden y desenfreno. Me parece que tú no fijas la atención en estas cosas, aunque eres sabio. No adviertes que la igualdad geométrica es todopoderosa entre los dioses y entre los hombres; piensas, por el contrario, que es preciso aspirar a tener más que los demás, porque descuidas la geometría.

Platón, Gorgias

 

Para Occidente, Grecia es y siempre ha sido el punto de partida, el comienzo y el origen, la fundación misma de lo que, a pesar de todo cambio o mutación histórica, permanece idéntico a sí: su difícil y problemática “identidad”. A pesar de las discrepancias que se puedan invocar al respecto, de todas las perspectivas o fuentes que efectivamente alimentaron la historia de Occidente, es difícil negar que uno de los confluentes más importante, significativo y primordial en la constitución histórica de su “identidad”–en todo caso determinante en su búsqueda sin fin–, proviene de su devoción, por no decir obsesión, por la Antigua Grecia (ya sea como resultado del reconocimiento de su realidad histórica o como efecto de su fantasía, o idealización). Incluso si invocamos el cristianismo, cuyo origen es el Antiguo Testamento y no el Partenón o la Academia, no podemos olvidar que el pasaje del Antiguo al Nuevo Testamento coincide, precisamente, con el paso, la travesía y la traducción de la cultura y religión judías al mundo griego: Dios es llamado Logos. Grecia es fundamental, fundacional. Pero, ¿por qué razón?, cabe preguntarse. O más bien: ¿qué sucedió en Grecia –o de qué suceso Grecia es el nombre– para que, de manera obsesiva, nuestra cultura vuelva incesantemente a ella como uno vuelve a la tierra natal, imposible de olvidar?

Lo que sucedió en Grecia, el acontecimiento fundamental y fundacional que lleva su nombre se desplegó en la ciudad-estado llamada Atenas. Atenas condensa la esencialidad que Occidente atribuye al nombre propio “Grecia”, porque en ella nació y murió un experimento singular y transformador; experiencia revolucionaria llamada democracia. Todo otro acontecimiento que el nombre de Atenas encierra –la arquitectura, la escultura, la tragedia, la filosofía, la sofística, la ciencia, etc.–; todo lo que, justamente, Occidente reclama como su bagaje fundacional, fue posible únicamente dentro de la democracia y gracias a ella; es decir, gracias a lo que en ella se liberó: la libertad política o, como Platón lo dirá, la libertad del deseo. La democracia ateniense es, en todo caso, el modelo a imitar, el ejemplo a seguir –como lo enuncia Pericles en la historia de Tucídides– no sólo por parte de las otras polis de la Antigüedad, sino por las que vendrán a alimentar su mito, al ser el modelo intemporal y arquetípico de toda la construcción histórica y política –mimética podríamos decir– de Occidente. No es un azar si, aún hoy en día, nuestro dilema fundamental sigue siendo la (im)posibilidad de la democracia, la posible-imposible reconstrucción, repetición o imitación (mimesis) del modelo originario.

Atenas es democracia y la democracia es ateniense. Por lo tanto, si queremos interrogar la deuda inmemorial que Atenas y su democracia suscitan, es necesario interrogar la identidad de su legado. Dicho de otra manera, si el arquetipo-modelo de Occidente es una ciudad, y esa ciudad-modelo es esencialmente democrática, es necesario interrogarse no solamente sobre la singularidad del sistema político como tal, sino también sobre la singularidad de la ciudad que volvió posible tal sistema, en cuanto espacio y lugar de vida. ¿Qué singulariza, define y circunscribe la unicidad de Atenas, en cuanto espacio fundador de la democracia? Si es necesario hablar de espacio, cuando se habla de Atenas, es porque la invención de la polis democrática no fue solamente una revolución operada en el plano de la filosofía y de la política; la invención de la polis democrática es sobre todo la expresión fundamental de una revolución espacial. Una revolución que sería inapropiado llamar científica, porque la idea misma de ciencia dependerá de ella; se trata de una revolución que es justo llamar, simplemente, geométrica. Atenas es democrática, o más bien se vuelve democrática, a partir del momento en que la geometría invade el espacio social.

La geometría llega a Grecia en manos de los siete legendarios Sophoi, los siete Sabios de la Grecia arcaica, quienes la aprenden, según la leyenda, de los sacerdotes egipcios. Tales de Mileto, ejemplo supremo de los siete Sophoi, primer pensador de la naturaleza y ancestro de todo filósofo, es sobre todo un geómetra ejemplar. Pero es Solón de Atenas, poeta, legislador, y geómetra, quién opera el giro fundamental en nuestra historia. Solón es el primero en traducir los fundamentos de la geometría en ley o, más bien, el primero en aplicar las leyes de la geometría a las leyes injustas de los humanos. Es decir, él fue el primero en reformar el espacio injusto de la ciudad introduciéndolo en la espacialidad imparcial de la geometría. Solón es el padre de la democracia ateniense, responsable de la introducción de una de las ideas más radicales de la geometría: la isonomía, es decir, la igualdad (isoi) de todo ciudadano ante la ley (nomos). “Lo igual no puede engendrar guerra”, según Solón. Bajo esa idea, y principio, reformó la ley de Atenas en dos aspectos fundamentales. En primer lugar, creó lo que hoy llamaríamos una “asamblea popular” al abrir la asamblea a la voz de todo ciudadano. En segundo lugar, creó un verdadero tribunal del pueblo –la Heliea–, cuyas funciones fueron abiertas, de manera equitativa, a todo ciudadano. La justicia, y la acción politica, comenzaron a medirse con la medida de la igualdad geométrica.

Solón dio el primer paso, introduciendo la igualdad neutra de la ley geométrica en la ley humana, pero es el ancestro de Pericles, Clístenes de Atenas, quién la aplicó literalmente al espacio social, y topográfico, de la ciudad. Clístenes entendió que la injusticia y la asimetría del poder –la dominación– se expresan ante todo en el espacio social, en la manera en la que los diferentes grupos y facciones sociales se apropian el espacio para vivir. Los pobres siempre son expulsados a la periferia, o encerrados en un centro desolado. En todo caso, pobres y ricos viven siempre separados, como si su futuro y su bienestar no fuesen, en el fondo, comunes. Clístenes decide, por lo tanto, expandir la neutralidad del espacio geométrico más allá de la esfera jurídica y aplicar la simetría, la proporcionalidad y la igualdad al espacio social.

Primero, reforma del cuerpo social: Clístenes redistribuyó la demografía de Atenas, creando más de cien grupos sociales llamados demos o municipalidades. Luego, las reagrupó en diez nuevas tribus proporcionalmente justas, es decir, compuestas cada una por todas las clases sociales, asegurándose así que el lazo social y el interés común prevalezcan sobre el interés privado y de sangre. La pertenencia o la proveniencia de un ciudadano es, a partir de ese momento, su demos, no su apellido o su familia. En segundo lugar, reforma del espacio social: Atenas –la región del Ática– fue literalmente dividida y reorganizada en tres nuevas regiones geográficas (costa, rural, urbana), y cada una de ellas fue dividida en diez distritos en donde las nuevas tribus fueron instaladas. Compartir el espacio, de manera homogénea, para compartir de manera más justa el poder. Al distribuir de otra manera el espacio topográfico, distribuyendo a los individuos no en conformidad con las divisiones sociales, Clístenes redistribuyó, de manera más justa y proporcional la participación misma al poder. La preeminencia arcaica de los lazos de sangre, que solo tienen por lazo el interés privado, fue así cortada. En su lugar, se erigió una nueva figura de la ley, en donde la justicia se mide con la ley de lo igual. A partir de ese momento, los ciudadanos de Atenas comienzan a llamarse semejantes (homoios), porque son iguales (isoi) ante la ley. He ahí el germen de la democracia profundamente anclado en la idealidad geométrica.

A través de Clístenes, la igualdad se vuelve una fuerza positiva y dinámica, una fuerza de neutralización de toda jerarquía o asimetría sin fundamento, que introduce una nueva idea y manera de vivir el espacio: la ciudad es como una figura geométrica, como un círculo que tiene un centro –el Ágora–; un centro que no confisca el poder de manera injusta, sino que lo distribuye equitativamente a todo ciudadano. En un círculo, el centro nos permite pensar la igualdad entre todas las líneas que lo atraviesan. La misma función tiene el Ágora; es el punto central en el espacio de la ciudad que dictamina la igualdad, ante la ley, de todo ciudadano respecto de cualquier otro. La polis democrática, la ciudad transformada en cuerpo y espíritu por la idealidad geométrica –por la ley de la isonomía– expresa y simboliza la creación de un verdadero espacio común. La isonomía abre la posibilidad de una comunidad en el espacio y del espacio, es decir la posibilidad del espacio público.

Pocos entendieron la fuerza y la novedad de esta revolución con la misma acuidad que Platón. Presentado eternamente como el primer adversario, por no decir enemigo de la democracia, Platón es en realidad el primero de los más profundos pensadores de la democracia. La obra entera de Platón es, en realidad, una larga meditación sobre el fracaso de la democracia ateniense. Lo que Platón entiende es que el régimen isonómico de Pericles, Clístenes y Solón, no logra solamente introducir una igualdad radical entre todos los ciudadanos. Platón concibe que la igualdad ante la ley, en democracia, se traduce necesariamente en la igualdad radical de la palabra, del discurso, del logos. ¿Cómo se manifiesta la isonomía, cómo se expresa concreta y políticamente si no es a través del acto de tomar la palabra, de manipular el discurso para defender su punto de vista, su opinión? En democracia, todo discurso, toda opinión es legítima –poco importa quién la pronuncie– porque todas son iguales. El discurso, en democracia, se vuelve el rey, o será rey quién lo domine.

La isonomía libera la potencialidad del discurso y de la opinión, es decir la potencialidad del individuo y, como lo teme Platón, la potencialidad infinita del deseo. Platón constata que la democracia, régimen geométrico de la medida y de la simetría, del orden y de la ley, libera súbitamente el deseo desordenado e indeterminado de todo individuo. Su gran temor es que la democracia no sea en el fondo más que el reino, o más bien la tiranía camuflada del deseo –de unos cuantos– y, por lo tanto, el reino brutal del interés privado. Liberado de la opresión de la tiranía y de la oligarquía, el individuo democrático puede dar rienda suelta a su deseo, es decir vivir como le plazca, vivir en fin para sí, por su interés. Es de esta libertad democrática, y topográfica, que emergen la sofística, la tragedia, la explosión de las artes y, por supuesto, la filosofía como tal, en cuanto ciencia del discurso. Es decir, toda la gloria del modelo que produce aún sus efectos. Pero es a causa de la libertad democrática también que se instala, políticamente, el desorden estructural del Ágora, es decir la confrontación inevitable de opiniones radicalmente distintas –y sin embargo estructuralmente iguales–, el conflicto de intereses personales que no logra adicionarse en interés colectivo. Confrontación y conflicto que no pueden ser resueltos sino por el asentimiento de la mayoría, del demos, sea cual sea su veredicto: es así que, irónicamente, la democracia produjo –y continúa produciendo– su propia ruina, rindiéndose una y otra vez a la tiranía. Tal como Platón lo predijo.

Este desorden, que Platón teme, y que a toda costa desea contener, resulta sin embargo del conflicto inevitable que atraviesa la vida de toda ciudad, como la de todo individuo: es libre quién se busca, es decir quién no sabe a dónde va y, por lo tanto, está expuesto al error y al cambio. Como Protágoras lo dice a través de la pluma de Platón, la democracia y el individuo democrático son el resultado inevitable del error –y del olvido– de Epimeteo. Éste es tal vez el legado ambiguo de Atenas y de su democracia, que continúa acechándonos, el legado inimitable de una libertad en busca de normas y conocimiento, de leyes e instituciones capaces de contener el desorden inevitable de su deseo.

 

 

 

 

Contemplación de fragmentos (1ª parte)

Iván Carvajal
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I

Plaza de la Constitución de la ciudad de México, o Zócalo, como diría cualquier habitante de la ciudad: quien ha sido arrojado desde la boca del subterráneo, expulsado por la masa de aire enrarecido que respiran miríadas de seres humanos que se desplazan por el vientre de la ciudad, se sobrecoge ante esa superficie imponente de la plaza a la que arriba. En su entorno, el Palacio Nacional, que fue sede de gobierno del Virreinato de la Nueva España y luego del gobierno mexicano, y que aún hoy —aunque desplazado como residencia presidencial por Los Pinos, situado en el bosque de Chapultepec— conserva su función administrativa y ceremonial; la Catedral Metropolitana, símbolo del poder de la iglesia católica; en los otros costados, edificios que provienen del esplendor del Virreinato, de la magnificencia barroca y de los cambios estilísticos o funcionales, como los grandes hoteles y las vitrinas de las joyerías. En ellos, pueden verse los conceptos arquitectónicos y los efectos de las técnicas constructivas que se han sucedido durante siglos. Abajo, en el subsuelo, la estación Zócalo del metro, que exhibe en un hall subterráneo información sobre la historia de la Plaza de la Constitución y su entorno. Hacia una esquina, el Museo del Templo Mayor, la memoria de la grandeza de Tenochtitlán, la capital de los mexicas, donde se exhiben in situ algunos magníficos restos arqueológicos del esplendor del imperio de Moctezuma, y con ellos, restos de los rituales del poder, incluidos los sacrificios de las víctimas humanas arrebatadas a los pueblos vencidos. Huellas son de una estética al servicio del dominio.

Los conquistadores españoles tenían que asentar su poder sobre la destrucción de los símbolos del poder antecedente de los aztecas. Como en otras partes, la catedral católica tenía que levantarse sobre las ruinas del templo mayor de los derrotados —solo en Córdoba tuvieron que construir la catedral en el interior de ese bosque de columnas que parece extenderse al infinito, que es la grandiosa mezquita— y sobre la laguna que se iría secando en los siglos sucesivos. Por allí hay quienes dicen que la Catedral se hunde milímetro a milímetro, dada la inconsistencia del suelo… Aún hoy podemos advertir en las piedras que quedan en el museo del Templo Mayor los rastros de la sangre vertida por las víctimas de los sacrificios rituales de los mexicas. La catedral, a su turno, se erigió sobre la sangre de hombres y mujeres del pueblo de Moctezuma y Cuauhtémoc asesinados por Pedro de Alvarado y sus soldados. Alvarado, aquel que en su desbocada ambición treparía más tarde el Chimborazo con un puñado de aventureros para arribar con retardo a las orillas de la laguna de Colta, donde su competidor Diego de Almagro se había inventado unas horas antes la villa de Santiago de Quito. Fueron los descendientes de los mexicas y otros pueblos indígenas quienes durante el dominio colonial levantaron el esplendor barroco de la capital de la Nueva España. Sobre las ruinas del palacio de Moctezuma habría construido Cortés su casa; luego, sobre esta, se edificaría el palacio de los virreyes que posteriormente devendría vivienda u oficina de los presidentes republicanos, es decir, lugar de decisiones, de intrigas, de conciliábulos, de conspiraciones y traiciones… Sobre la casa de la Malinche se construiría luego el edificio del gobierno de la ciudad. Y por último, se invitaría ya en el siglo pasado a uno de los grandes pintores mexicanos, cuyo nombre se asocia con las vanguardias no solo artísticas sino también políticas, Diego Rivera, a que despliegue en los murales del Palacio Nacional su interpretación de la historia mexicana, desde la reivindicación del pasado indígena hasta la revolución de inicios del siglo XX. De alguna manera, los murales de Rivera sintetizan la apropiación del pasado por parte del Estado surgido de la revolución. Sin embargo, la riqueza simbólica de los restos, la significación de cada fragmento, de cada piedra, desbordan cualquier intento de totalización de la memoria. Esta es compleja, contradictoria, plural. Llena de ruidos, de vacíos, de interrogaciones.

Los ruidos y la interrogación llegan desde los restos o desde la vida cotidiana actual, desde la actividad en la plaza y las calles circundantes, desde el bullicio de los comediantes que provienen de algunas comunidades indígenas actuales y simulan con sus danzas ser aztecas de la época de los sacrificios en el templo de Tenochtitlán, para asombrar a los turistas crédulos. Ruidos y voces que llegan desde el trajinar de los comerciantes de baratijas o de aquellos que un par de cuadras más allá levantan el griterío desde cada puerta anunciando lentes, teléfonos, zapatos, trajes de novia o de primera comunión, tacos o tortas o frutas, en medio de un entramado multicolor y un aire viciado. Esa agitación continuamente modifica lo monumental y se guarda en la memoria, más allá de los grandes episodios que son los que suelen registrar la historia política o las llamadas historias nacionales, en el devenir de esa modalidad espacio-temporal que es el hábitat de la vida humana, la ciudad.

 

II

Todos los caminos conducen a Roma. A los restos del antiguo imperio, a la capital del poderío papal, a la ciudad de Rossellini, de Passolini, de Fellini o de la Romana de Moravia. La industria turística moverá a través de sus redes los circuitos de los visitantes: el Coliseo, el Foro, la Fontana di Trevi, el Vaticano, con suerte, la capilla Sixtina… Muchedumbres de hombres y mujeres provenientes del mundo entero se abren espacio a codazos para sus selfies. El ojo no se detiene en las formas creadas por Miguel Ángel o Bernini, lo importante es el registro del instante del paso por la Sixtina o por delante de la Fontana. Roma concentra como ninguna otra ciudad esa exhibición monumental, museológica, en la cual el visitante se siente próximo a más de dos milenios de historia. Pareciera que cada piedra, cada ladrillo, cada rincón, estuviesen gritando o murmurando su lugar en esa historia multifacética, irreductible a ningún sentido unívoco. Sin embargo, hay lugares en Roma donde el flujo de los turistas desciende notablemente, como la iglesia de Santa María de la Victoria que guarda la obra excelsa del Bernini, El éxtasis de Santa Teresa, o como la basílica de San Clemente de Letrán.

Se ha dicho que la basílica de San Clemente debiera ser visitada al revés de su obligado recorrido, y es verdad: habría que ascender desde el subsuelo, desde su planta inferior, desde los restos de una edificación civil, una casa romana del siglo I d.C. que habría pertenecido al cónsul y mártir cristiano Tito Flavio Clemente, contemporáneo del otro Clemente, el papa al que está dedicada la basílica. Habría sido, por consiguiente, lugar de encuentros clandestinos de los primeros cristianos, romanos y otros que habrían llegado a la ciudad. Pero a un costado de la casa hay otros restos, que dan testimonio de otros rituales clandestinos, los de la religión mitraica, que hasta el siglo III d.C. ganó adeptos, especialmente entre los soldados que habían llegado desde el Asia Menor y las riberas del Mar Negro. Ahí se exhibe, en la penumbra del subsuelo, una estatuilla del dios iranio del gorro frigio, que sacrifica al toro por pedido del Sol. La religión mitraica rivalizaba entonces no tanto con el paganismo oficial del imperio, sino con el cristianismo y otros cultos que provenían de Oriente, especialmente el de Isis, originario de Egipto, y que según el historiador Robert Turcan ponían en evidencia el debilitamiento del paganismo y el ímpetu del monoteísmo que habría de imponerse luego. Monoteísmo, habría que señalar, más próximo a la monarquía imperial que el politeísmo pagano, como pondría en evidencia Constantino al consagrar al cristianismo como religión oficial del imperio. «Esta religión pura y vigorizante —escribe Turcan a propósito de la mitraica— rivalizó durante cierto tiempo con la fe cristiana (…) la iconografía autorizaba algunas comparaciones: se representaba a Mithra naciendo entre los pastores o haciendo brotar el agua milagrosa. Tertuliano dice que se ofrecía a los mistos “una imagen de la resurrección”. Sobre todo, los mithraístas sacralizaban el domingo y la oblación del pan. Mas al rechazar a las mujeres excluían a la mitad del género humano.» El historiador concluye que por esta razón no había realmente «peligro» de que el mundo se volviese mithraísta, y que habría sido más probable que el imperio se hubiese convertido a la religión de Isis antes que a la del dios iranio. Lo que aquí interesa destacar es que este espacio subterráneo, rescatado por el trabajo de arqueólogos y arquitectos, trae al presente la memoria de las prácticas religiosas de la época imperial, desde los tiempos de Augusto en adelante, prácticas y creencias vinculadas con las conquistas y los consiguientes flujos migratorios. Si Roma conquistó el Egipto ptolomeico, al retorno de las tropas hacia Roma para los grandes desfiles imperiales, Isis viajó con ellos. La religión de los vencidos se convertía de esta manera en la religión que practicarían centenares de legionarios. Algo semejante sucede con la religión de Mitra, que proviene de Irán y llega a Roma a través de las orillas del Mar Negro, desde aquellos lejanos confines del imperio donde estuvo deportado el poeta Publio Ovidio Nazón.

La planta intermedia corresponde a la basílica levantada sobre las ruinas de las construcciones del siglo I d.C., seguramente desde los siglos IV y V, y guarda fragmentos de unos cuantos frescos medievales que han podido ser recuperados en el último siglo y medio. Por ahí se encuentran sarcófagos y otros monumentos funerarios. Los restos de la basílica medieval dan testimonio del dominio espiritual alcanzado durante la Alta Edad Media por la Roma de Oriente, Constantinopla, ciudad levantada por Constantino sobre la antigua Bizancio de los griegos, y cuyos restos cobija hoy día Estambul. Esa basílica medieval habría sido lugar de coronación del papa Pascual II, luego de haber sido arrasada por los normandos de Roberto Guiscardo en el siglo XI. Y sobre sus ruinas iría levantándose la nueva basílica románica, la que hoy está a la altura de la plaza, en la cual también la sucesión temporal ha ido «cristalizándose». El mosaico del ábside de San Clemente seguramente se elaboró entre los siglos XII y XIII por todo un grupo de artistas-artesanos que trabajaron en él durante decenios, preparando los fragmentos del mural, juntándolos hasta alcanzar la perfección. Ante su magnificencia es imposible no sentir que se está en presencia de lo sublime. La impronta del arte medieval bizantino es evidente en esta magnífica interpretación de la historia de la Salvación, de la encarnación del Hijo de Dios y su sacrificio en la cruz, sacrificio que redimiría a la entera humanidad. El mural es la expresión de un complejo contenido teológico. Chesterton, en The Resurrection of Rome, dedica unas líneas al mosaico. En ese par de párrafos, Chesterton resume el contenido teológico del mosaico a la vez que apunta una aguda observación en la que contrasta la concreción artística alcanzada por los anónimos artesanos medievales con los anhelos vanguardistas de sus contemporáneos: «El ábside es una media cúpula dorada al modo usual, pero en lo alto desde una nube surge la mano de Dios sobre el crucifijo, no para meramente bendecirlo o fijarse en él, sino que pareciera empuñarlo como una espada para fijarlo en la tierra. En realidad, sin embargo, no se trata de una espada, porque su contacto no trae la muerte sino la vida; una vida que brota, que salta e irrumpe en el aire, de suerte que haya vida, y vida en abundancia. Es imposible decir mucho más sobre la fructífera violencia de tal efecto. (…) Esta antigua obra artística ha alcanzado realmente aquello que muchos experimentos futuristas o locas y atrabiliarias decoraciones han intentado: hacer un diagrama dinámico y expresar lo súbito en un diseño». En la cruz, en efecto, se apoya el árbol de la vida. Los símbolos religiosos se expresan en una exuberancia de formas vegetales y animales.

La capilla de Santa Catalina, o de Castiglione, por el cardenal que la encomendó, es obra de uno de los grandes artistas del gótico internacional de fines del siglo XIV e inicios del XV, Masolino, quien pudo haber contado con la colaboración de su discípulo Masaccio. En los frescos de la capilla se pueden advertir los inicios del uso de la perspectiva en la composición, que pronto pasaría a constituirse en cuestión central de la pintura renacentista. Y con ello, de una manera de ver el mundo. En otra capilla reposan los restos de Cirilo y Metodio que en el siglo IX crearon el alfabeto glagolítico para traducir la Biblia a fin de convertir a los pueblos eslavos.

En el lado opuesto al ábside una puerta de una de las fachadas conduce a una plaza, a cuyo costado está el monasterio, que fuera refugio de los dominicos expulsados de Irlanda en el siglo XVI. Los dominicos más tarde se encargarían de las investigaciones arqueológicas y de las sucesivas restauraciones de los siglos XIX y XX.

Es probable que en el convento todavía trabaje algún erudito de la orden de los predicadores, dedicado a la recuperación de algún texto medieval, o alguno que medite sobre el misterio de la Santísima Trinidad. Afuera, frente a la placa conmemorativa de Cirilio y la invitación a sus hermanos para que prosigan en su obra de estudio y evangelización, no falta la/el turista que luego de recorrer en un par de minutos la basílica superior sale a la luz del día para tomarse la consabida selfie, que le ha sido negada en el interior. Más allá desfilan decenas de turistas hacia el Coliseo y el Foro o hacia algún restaurante en búsqueda de una porción de pizza…

 

 

 

Ciudades que viajan: turismo total y la ciudadanía contemporánea

Alejandro Gordillo
@AlejoMilmachets

 

La historia de las ciudades podría leerse como el corolario de la historia de la manera en que el ser humano empezó a habitar el mundo: desde los asentamientos provisionales que los nómadas abandonaban constantemente hasta los primeros poblados fruto del sedentarismo y de una organización social, económica y política más complejas que buscaban marcar un límite claro con el orden natural. En los mitos, las ciudades se fundan gracias a mandatos divinos o a la destrucción de bestias primordiales. En cualquier caso, la ciudad responde siempre a una idea que se proyecta en el futuro, a la utopía. En ella, el ser humano deposita el deber ser de lo que cree acerca de su identidad colectiva. Hay una tensión permanente entre lo que se sueña como ciudad y la realidad lograda, entre la ficción proyectada y lo material. Muchas veces, lo real deviene en distopía haciendo que sobre la ciudad se alternen ambas visiones, que coexistan y la constituyan.

En el comienzo de la filosofía, el “Libro X” de la República de Platón proscribe a los poetas por considerarlos una amenaza: su oficio -de carácter esencialmente imitativo- contravenía el interés platónico de fundar una ciudad con base en la división del trabajo y la uniformidad de sus habitantes. Existe una larga tradición de respuestas e interpretaciones a este gesto, la mayoría de las cuales lo rechazan porque ven en él al nacimiento del conflicto entre arte y poder. Podemos intuir que dicho conflicto no ocurría en las sociedades primitivas en las que el shamán y líder de la tribu debió de inventar la metáfora y el lenguaje poético para explicar a su gente el contenido de sus experiencias fruto de sus incursiones en el mundo espiritual.

Eugenio Trías, en su libro El artista y la ciudad, propone una lectura similar de este gesto desde el análisis de los conceptos de deseo y producción, es decir, desde “(…) el mundo anímico y subjetivo del erotismo y el mundo cívico y objetivo del trabajo”. Esta escisión entre alma y ciudad, eros y poiesis, en la que el artista (sujeto erótico y productivo a la vez) pierde su derecho de ciudadanía, provoca también que la ciudad se someta a la “nuda productividad”.

La política, entonces, falla en el ideal platónico de síntesis entre eros y poiesis; la ficción platónica excluye al espíritu creativo del cual ella misma proviene y proyecta un orden regido por la especialización y la división del trabajo. Habría que esperar al Renacimiento para que se diera una ciudad como Florencia que abrace la idea del artista como individuo en el que se sintetizan los mundos productivo y creador.

La sociedad actual impone, a través del espacio virtual, una suerte de anti-polis en la que se da igual espacio a la opinión de todos, pero sin que ésta (la opinión) se halle mediada por la razón sino por lo emotivo. De igual forma, rigen distintos principios de “ciudadanía”, pues la identificación de las personas se encuentra descentrada y está determinada por factores extremadamente particulares que atomizan a los colectivos según sus peculiares afinidades.

Otro factor importante a considerar es que en el espacio de estos nuevos sujetos virtuales (redes sociales), todos nos hallamos bajo la obligación del autodiseño, parafraseando a Boris Groys. Todos somos artistas en el universo digital, hemos devenido en sujetos eróticos y productores. Se ha operado, por tanto, una síntesis artificial entre arte y sociedad. Es como si en el espacio virtual, el alma hubiera encontrado al fin un lugar donde plasmarse, pero respondiendo esta vez a un ideal de belleza individual, atomizado a la vez que compartido: no ya ideal sino estereotípico.

En este contexto, poco importa el espacio físico, la ciudad en sí. Habitamos cada vez más tiempo lo virtual; nuestra alma, como hemos dicho antes, se proyecta sin cesar en esta dimensión. No hay ya principio de ciudadanía que rija de antemano; cada uno se autodefine y se rediseña constantemente. Esta obligación de diseño parece también haberse trasladado a las ciudades que, en esta lógica de tensión entre el proyecto utópico y la realidad, se encuentran en constante construcción y destrucción. La esencia del mundo moderno del capital destruye sucesivamente lo viejo, hace de la obsolescencia la dinámica de producción y consumo perpetuo que le permite sobrevivir y reproducirse.

Groys comenta en su texto La ciudad en la era de su reproductibilidad turística que si bien antes era el turista, en su versión moderna, quien viajaba para encontrar aquello que su lugar de origen no le podía ofrecer (dando lugar a toda una literatura de viajes que va desde Goethe, Stendhal, Flaubert, entre otros), hoy en día son las ciudades las que viajan para adaptarse a la mirada de quien las contempla, descartando “(…) la conclusión errónea de que las peculiaridades, identidades y diferencias culturales locales desaparecieron en el proceso de globalización. En realidad no desaparecieron, sino que salieron de viaje -ellas mismas-, y comenzaron a reproducir y expandirse a escala mundial”.

Las formas estéticas se desplazan de una ciudad a otra hasta lograr imponerse a escala global. La vanguardia ya no aspira a ser comprendida en la posteridad sino que viaja para ser entendida en otro espacio que le ofrezca una mejor recepción. “Hoy, los estilos arquitectónicos y artísticos consagrados, los prejuicios políticos, mitos religiosos y costumbres tradicionales ya no están para ser superados en nombre de lo universal, sino para ser reproducidos turísticamente y difundidos a escala mundial”.

El turismo total, como lo define Groys, funda una homogeneidad global sin universalidad. Del otro lado, sin embargo, lo distópico también se ha mostrado capaz de reproducirse en casi todos los lugares con acontecimientos como el terrorismo, devolviéndonos la idea de la fragilidad tanto del espacio de la ciudad como de sus habitantes. El icono de esta noción quizá sea la imagen de las Torres Gemelas colapsando al impacto de los aviones en Nueva York, la metrópolis global.

En la Antigüedad clásica, Troya había sido fundada gracias a la aparición del Paladio, una estatua de madera que representaba a Atenea y que se guardaba en su interior garantizando así su inexpugnabilidad. El momento decisivo de la caída de Troya corresponde a la misión encomendada a Diomedes y Odiseo de robar dicho Paladio para asegurar la victoria. Todo el destino de una ciudad se hallaba cifrado en este único objeto. Cabe preguntarse si en las ciudades actuales se da aún la presencia de un símbolo particular en el cual se aúne no sólo la identidad sino la existencia misma de todo este espacio; cuáles son los elementos que en este empuje de todo hacia el olvido -que no responde a la lógica natural del tiempo y nuestra forma de relacionarnos con él- sino que está determinado desde afuera por el vertiginoso juego de destrucción y regeneración del capitalismo, sobrevivirán a la utopía.

 

 

 

“Aire para sentir y sol para beber…”

Luis López López

 

No encuentro algo que sea más sencillo y a la vez más importante para la existencia humana, e incluso para la vida en el momento actual, que lo solicitado por Proust en un pasaje de En busca del tiempo perdido: “aire para sentir y sol para beber durante el breve tiempo de cada uno”.

La naturaleza y la cultura, lo humano y lo no humano, tienen en vilo su existencia en una era marcada por la asombrosa huella destructora del hombre en la época del capitalismo tardío. La confluencia de tiempos -procedentes de eras geológicas y de la humana- en un ahora signado por una vertiginosa sucesión de acontecimientos, en los cuales el hombre compite en productividad con los procesos de la naturaleza, lleva la reflexión sobre la ocupación del territorio a un particular entrecruzamiento de tiempo y espacio que va más allá de la cultura clásica, medieval o moderna. Esta configuración histórica excede los límites de una localización jerarquizada de lugares: religiosos-profanos, rurales-urbanos, resguardados-abiertos, remitiendo así al descubierto por Galileo: el espacio infinito e infinitamente abierto. Desde entonces la extensión sustituye a la localización; extensión que contiene una complejidad de realidades y situaciones que hoy se nos presentan como relaciones de ubicación.

 

 

 

 

 

 

 

Se afirma que el hábitat de la globalización actual son las ciudades y los sistemas de ciudades (en el 2030 el 60% de la población, o sea 5.058 millones de personas vivirá en ellas). No obstante, tanto la población concentrada en las urbes –“ciudad”-, como aquella que se encuentra dispersa fuera de ellas –“campo”-, se enfrentan a una misma problemática en lo que concierne a la ocupación del espacio, aunque sus infraestructuras y sistemas de significación sean distintos. La razón es que difícilmente se pueden separar los paisajes naturales y urbanos con sus condiciones específicas de existencia, aun cuando sus densidades sean diferentes. Esto es así puesto que los procesos de ocupación-destrucción no afectan solamente a espacios parciales o parcelarios, sino mundiales. Política, economía, conocimiento, tecnología son interdependientes, en el marco de los tejidos urbanos, como también se hallan sujetos a las “lógicas” de poder que apenas dejan pequeños intersticios por los que los hombres y sus micro entornos pueden optar de manera autónoma.

Al continuo del espacio geográfico y de las fronteras naturales se han superpuesto, a través de la historia, las fijadas por el hombre en su afán de control y dominio, cuando no de autoafirmación y exclusión. La gran muralla china, levantada entre el siglo V a. c. y el siglo XVI d. c., que ocupa una extensión de 2.700 km, separaba el mundo organizado y agrícola de China del mundo de los nómadas esteparios y franquearla venía a ser sinónimo de pasar de la caótica barbarie al mundo civilizado. El muro de Berlín (1949-1961) con apenas 43 km, constituyó un signo emblemático de la división política y económica del mundo impuesta por la guerra fría. En los dos casos, más que obstáculos físicos que impidiesen el paso de las personas, se trataba de barreras culturales de profundo significado étnico, religioso o político.

Esta segmentación del espacio real, natural o cultural se encuentra relacionada, por analogía directa o inversa, con el despliegue de lugares sin espacio real. Precisamente, se trata de lugares que sueñan con el territorio continuo, el espacio global integrado, con la humanidad; configuraciones que nacen de la utopía. Ebenezer Howard planteaba, hacia finales del siglo XIX, cubrir el territorio con unidades autosuficientes de hábitat integral, en las que se viva y se trabaje, en las que se den una relaciones armónicas entre campo y ciudad; la Ciudad jardín es su sueño utópico que apunta hacia el día de mañana. El urbanismo moderno, a inicios del siglo XX, formula su propia analogía de ciudad en la que el cuerpo y el espíritu habiten, se recreen, circulen y cultiven, una suerte de centro del pensamiento racional funcionalista. Avanzado el siglo, Buckminster Fuller ideó el Dimaxion, que es una forma de representar la esfera 3D de nuestro planeta en 2D, mediante un icosaedro desplegado. La importancia de esta utopía radica en que nos obliga a concebir el mundo de una manera diferente, más unido, no delimitado en este y oeste. “Los mapas tradicionales del mundo refuerzan los elementos que separan a la humanidad y fallan en revelar los patrones y relaciones que surgen del proceso de constante evolución y la aceleración de la globalización”, señala el Instituto Buckminster Fuller.

En la actualidad, los enormes problemas que resultan de la distribución de la población en el mundo requieren que nos interroguemos, no tanto sobre sí cabemos en el planeta o en qué lugar podemos aún ubicamos, sino en qué medida podemos convivir, relacionarnos, movernos, sobrevivir en él, sin que ello implique la exclusión del infinito número de singularidades que constituyen todas y cada una de las vidas y la heterogeneidad de espacios reales que las contienen, ya sea que se trate de espacios físicos o culturales. Hoy, al decir de Foucault: “Vivimos en el tiempo de la simultaneidad, de la yuxtaposición, de la proximidad y la distancia, de la contigüidad, de la dispersión. Vivimos en un tiempo en que el mundo se experimenta menos como vida que se desarrolla a través del tiempo que como una red que comunica puntos y enreda su malla”. Sin embargo, Foucault va más allá, cuando afirma que “todos los demás espacios reales que pueden hallarse en el seno de una cultura están a un tiempo representados, impugnados o invertidos, una suerte de espacios que están fuera de todos los espacios, aunque no obstante sea posible su localización”. El filósofo francés abre así un fascinante campo de reflexión sobre el espacio, les autres espaces, el de las heterotopías: “una suerte de contestación a un tiempo mítica y real del espacio en que vivimos”.Heterotopías que tienen una u otra existencia y/o significación, en concordancia con el medio natural y/o cultural en el que surgen, que pueden permanecer en el tiempo, representar cierre o apertura, ilusión o realidad.

En nuestro país, en el año 2017 acción Ecológica Ecuador lanzó la Ruta por la Verdad y Justicia para la Naturaleza y los Pueblos. En este recorrido, el petróleo en el Yasuní, las operaciones de Chevron-Texaco, la mano sucia de Petroamazonas, o las refinerías, contrastan con la significación de los valores ambientales de la llamada ruta de la Anaconda. Algo similar se evidencia en las operaciones mineras en la cordillera de El Cóndor, en Intag, o en diferentes páramos, en contraste con la ruta del Jaguar. La situación de los pueblos fumigados, los cultivos del banano, la producción industrial de la carne, la afectaciones de la palma aceitera, el secuestro de los ríos, muestran sus contrastes brutales con el ambiente dentro de la ruta del Ceibo. Y los desplazamientos, la urbanización salvaje, los basurales, contrastan con la ruta del Colibrí.

El espacio del sistema mundo capitalista, atravesado por una intención ético política que se expresa en los problemas del racismo, del falocentrismo, de una polarización y marginación heredados del urbanismo moderno, de una creación artística condicionada por el mercado, de una educación mediatizada por los centros de poder, requiere de una reflexión crítica multidimensional y diversa, que permita descubrir esos “otros espacios” en los cuales deberá transitar la existencia humana en los nuevos contextos históricos. Es preciso entonces descubrir formas distintas de ser con y en el mundo, de ser con y en el otro.

 

 

 

 

Ciudades infinitas

Camila Herrera Gómez
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Imagino dos hombres que caminan en direcciones distintas. Podría tratarse de un hombre silvestre y un comerciante cualquiera, de un tipo anticuado y un hombre moderno, podrían ser incluso Caín y Abel. Quizá uno de ellos es un hombre occidental que camina con rumbo oriente (hacia el pasado) mientras el otro avanza confiado hacia el poniente. Tal vez, estén destinados a encontrarse y fundar una ciudad. Puedo visualizar a nómadas y sedentarios, la distinción entre el mundo rural y el urbano, enfocarme por las diferencias entre quien recorre el paisaje que no ha sido marcado por la escuadra y la vía, y quienes transitan caminos que han sido tan recorridos que han perdido toda suavidad; toda organicidad. La naturaleza y sus ciclos siguen legislando, la forma del campo. La gente se mueve como se mueve el agua. Los caminos los traza el terreno. El territorio se construye a través de la mirada y el andar, a través de recorrer-lo.

Ilustración sobre Cardo y Decumano (Camila Herrera Gómez).

 

Tradicionalmente, confiamos en que la ciudad se forma a partir de un cruce de caminos, creciendo de manera más o menos radial en torno al encuentro entre estos ejes viales que los romanos llamaban cardus y decumanus, especialmente cuando el proceso fundacional para un asentamiento urbano era formal y planeado. La evidencia de este método es clara en todas las ciudades fundadas por el imperio e incluso su influencia puede reconocerse en América pues estos mismos ejes se reconocen fácilmente en la mayoría de pueblos y ciudades latinoamericanas de fundación española, habitualmente, en torno a su plaza principal. Entiéndase, sin embargo, que así como el rostro de Simón Bolívar en cualquier monumento no le da sentido al espacio, la morfología urbana por sí misma no colma a la ciudad de significado. El origen es algo sobre lo que hablamos constantemente e intuimos todos quienes habitamos la ciudad. Sin embargo, ocurre (al igual que en arquitectura) que de tanto nombrarlo, hemos dejado de preguntarnos sobre su pertinencia y su vigencia como punto de partida para comprender y pensar la ciudad y sus confines histórico-temporales. Parafraseando a Fabio Restrepo (profesor de arquitectura en la Universidad de Los Andes, Bogotá-Colombia), al remover la idea que tenemos interiorizada del origen podemos acceder al pensamiento libre sobre lo fundamental. En su “Diccionario de las Artes”, Félix de Azúa habla de la ciudad como una obra de arte suprema, puesto que incluye en sí misma gran cantidad de obras artísticas que deben juzgarse como elementos articulados constituyentes del significado de la ciudad. Dicho de otro modo, la población y el acto de habitar la ciudad es lo que le da significado. Podemos entender este acto como todo aquello que ocurre sobre el suelo y bajo el cielo y sucede gracias al intelecto y el espíritu de los hombres. Así, las dinámicas de la ciudad pueden trasladarse a espacios no construidos (como en tiempos de menhires), nómadas (como la ciudad caminante de Ron Herron) y fraccionarios sin perder su función humanística. Ya lo habían imaginado los utopistas durante las vanguardias artísticas, y de hecho lo estamos realizando en la estación espacial internacional, por ejemplo.

 

Ilustración de Ciudad Nómada de Ron Herron, 1964.

La idea de que la ciudad es una sumatoria de casas o edificios es, francamente, desacertada. Ciertamente, no se trata únicamente de una aglomeración de arquitecturas y habitantes, sino una red de alta complejidad donde interactúan infinidad de variables que van desde lo físico y medioambiental hasta lo cultural y espiritual. Cada parte incide sobre el todo, impidiendo que la urbe termine de construirse jamás. Al igual que la arquitectura, la ciudad existe en cuatro dimensiones, y permanece siempre ligada fuertemente al tiempo y su marcha. Podemos pensar en la ciudad como un escenario sobre el cual interactúan personajes, objetos y escenografías contemporáneos entre sí, a la luz de su propio pasado, mientras son juzgados por el público de tiempos venideros. Puede que esa sea la verdadera naturaleza de la ciudad, interpretarse a sí misma en tres tiempos diferentes de forma simultánea, permaneciendo siempre incompleta o “en construcción”. Ahora bien, cuando el propósito es pensar, es preciso darle vueltas al atajo, de modo que no estrechemos la mirada de “la arquitectura y la ciudad” como la de “la parte por el todo”. Las ciudades y la arquitectura comparten un arquetipo esencial que las ubica en igualdad de términos: el laberinto. Sobre esto han hablado arquitectos modernos como Le Corbusier, haciendo laberintos de sus proyectos, tanto como artistas maravillosos como Arthur Rimbaud, quien nos recuerda que el desierto es el más cruel laberinto, pues ni siquiera tiene caminos. El gran moderno, Walter Benjamin dijo, en sus recuerdos sobre su infancia en Berlín que “la ciudad reposa sobre un laberinto en el que es imprescindible saber danzar”.

 

Ilustración sobre los arquetipos (Camila Herrera Gómez).

Los arquetipos en arquitectura son múltiples y diversos. La mayoría parten de mitos acerca el origen de la arquitectura a partir de una necesidad, enunciando un afán de encontrar refugio ante las inclemencias de la vida a la intemperie. De aquí surgen los más comunes, la cabaña y la cueva. Sin embargo, las reflexiones más interesantes surgen a partir de aquellos arquetipos que plantea la arquitectura como un rasgo más de la humanidad, tan fundamental como la conciencia y el auto reconocimiento, identificando su origen como común al hombre en sí. Víctor Hugo resumiría este sentimiento diciendo que “la arquitectura ha sido la gran escritura de la humanidad”. Destaco aquí al laberinto por su naturaleza global, ritual y atemporal, características que comparte con la tumba. El templo y la tumba suelen tratarse como uno solo porque tienden a fusionarse y convertirse en uno solo y el mismo. El espíritu de lo sagrado queda impreso en ambos desde su concepción y al tiempo que nos comunican con el inframundo y lo subterráneo, dirigen nuestra mirada hacia los cielos. Aparece entonces el menhir (Stonehenge), la columna (Acrópolis de Atenas), la torre (Babel), el elemento vertical que alza sobre el paisaje de manera deliberada para marcar un sitio y convertirlo en lugar. La demarcación de un punto que puede divisarse desde grandes distancias, un punto de encuentro, un puerto en tierra firme: Manhattan. Un humano pétreo que anuncia a los vivos que han llegado a su destino.

En la Tierra andamos en sentido horizontal, principalmente por motivos gravitacionales. Sin embargo, la ciudad moderna parece haber trascendido esas barreras. Ya no está confinada por murallas, ríos, montañas o asuntos poblacionales y es claro que el límite es otro. Se alza casi infinitamente en sentido vertical con la misma ambición como lo hizo alguna vez sobre la llanura. La Urbe crece y con ella la brecha entre el cielo u la tierra, la luz y la oscuridad, los de arriba y los de abajo. Me pregunto si se crearán submundos como los que imagina la ciencia ficción, donde el sol no llega a los primeros pisos (¿o a acaso existen ya?); intuyo las nuevas distancias entre clases sociales, grupos armados, partidos políticos; sueño los paisajes arrolladores desde las alturas y recuerdo un pasaje del mismo Azúa que dice:

[…] cuando dos potencias opuestas y de una magnitud descomunal, como Satanás y Jesucristo, llegaron al contacto físico (un contacto que debió de dar lugar a una deflagración espiritual tan colosal que aún sufrimos las consecuencias) lo hicieron en la ciudad.

Se erigen hoy, como siempre, ciudades, trazando nuevos laberintos en los que perdernos o danzar.

 

 

 

El camino del paseante

Fernando Albán
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Totalidad dilatada, difusa, movediza, llena de intersticios y de dehiscencias. La ciudad no se teoriza, pues ella yace profundamente perdida en los vericuetos de sus entrañas; yace zozobrante en medio de su esparcida intimidad, en la que se sume siempre que olvida que existe. La imagen que la ciudad entretiene, para resistir al trabajo de asimilación de la teoría, emula aquella otra que fascinaba a Benjamin y que, en Una Infancia Berlinesa, encontraba cuando sumergía su mano hasta el rincón más retirado del fondo del armario. Ahí yacían las medias amontonadas o formando hileras a la manera tradicional. Qué intenso placer le provocaba el tener en la mano la media del interior envuelta y recogida en la pequeña bolsa constituida por la media del exterior. Lo que Benjamin experimentaba en ese momento era como un ligero vértigo, provocado por una atracción hacia las profundidades. Súbitamente una media aparecía desde el interior de la otra, y esta última dejaba de ser la envoltura que acogía e invisibilizaba a la primera: «la forma y el contenido, la envoltura y lo envuelto, la media del interior y el bolso son una única y misma cosa» (Una Infancia Berlinesa).

Todo ruge en el fondo enmarañado de la ciudad, en su fondo siempre puesto al desnudo. Esquinas abandonadas, barrios de mala muerte en los cuales vagabundos merodean sin seguir un sentido prefijado. En otro lugar un perro yace aplastado en la vereda, mientras a su alrededor el viento eleva hacia el cielo una funda de supermercado abandonada. Calles sin salida, que extraviaron el camino, emulan la mirada que percibe aquello que la enceguece. Cada pisada roza una calle innominada, mientras la palabra, que dormita entre los labios, lleva consigo la promesa de todo lo vivido. Un ángulo reúne, como en un puño, calles por las que circulan historias disímiles que están a un paso de encontrarse. La ciudad es todo rugido, murmullo inextinguible. Sin embargo, «en esos recodos abandonados, todos los sonidos y las cosas guardan aún su silencio propio» (Benjamin, Paisajes Urbanos).

La ciudad estrangula al alba, pero se mantiene abierta en dirección de sus laberintos insondables, en dirección de sus flujos y reflujos. Trayectorias lanzadas hacia encuentros sincopados. Arterias que acogen todo el drenaje que se reanuda sin fin en aras del trabajo. El centro nervioso de la ciudad no remite a sí mismo, como tampoco a la compacta unidad de su funcionamiento. Por el contrario, se precipita en todas las direcciones y sentidos al mismo tiempo. El cuerpo de la ciudad se disemina en millones de cuerpos singulares, que son tragados y eyectados simultáneamente. Cuerpo fragmentado, heterogéneo, que propicia la abdicación de todo límite y vierte a los seres en el seno de una confusión orgiástica. Babel, Babilonia, Istanbul, Beirut, Singapur, Río.

Ya sea por agua o por aire, por sobre o por debajo de la tierra, la ciudad es, antes que nada, vibración, oscilación, circulación. Cualquier lugar remite a cualquier otro. El tejido o la madeja se expande, propagando la urbanidad por doquier, deportando la ciudadanía cada vez más fuera de sí. Mundos suburbanos: márgenes, marginalidad, afueras, cercanías, siempre difuminando la frontera. «Los suburbios constituyen el estado de sitio de la ciudad, el campo de batalla donde asola sin interrupción el gran combate decisivo entre la ciudad y el campo» (Paisajes Urbanos). La ciudad no es pura civilidad, puesto que también es desbroce, invasión, fiebre, fatiga, insomnio, contagio, codicia, enfurecimiento: miles de cuerpos yacen acurrucados sobre el asfalto.

Trazar una línea sin que subsista perspectiva alguna de encontrar un final. Esta imposibilidad torna evidente el hecho de que la ciudad es su propio fin inmanente. De ahí que un pasaje desemboque siempre sobre otro pasaje, así como las palabras y los actos, las operaciones y los intercambios están consagrados a reanudarse indefinidamente. La ciudad engulle el horizonte y, con ello, nadifica todos los impases, los callejones sin salida, convirtiéndose así en el trazado de sus propios confines. Entonces, la relación de la ciudad consigo misma da paso a la infinitización de los pasajes. En la metrópoli se precisa derivar de un lugar a otro, convirtiéndose en víctima de las emboscadas que la ciudad tiende a sus paseantes. La ciudad se despliega travestida, intrigante, huidiza; seduce al transeúnte para llevarlo a recorrer sus círculos, hasta el agotamiento de sus fuerzas. Encontrar su camino en la ciudad, señalaba Benjamin en Una Infancia Berlinesa, no significa gran cosa. Por el contrario, perderse en una gran ciudad, como solemos perdernos en el bosque, exige que se disponga de una gran educación.

 Cada salida es, simultáneamente, una entrada; la ciudad está atestada de porosidades, que abren trayectos de ida y vuelta. Por esos umbrales todo discurre en un ir y venir incesante, similar a los medios que carecen de fines. La urbe es un sinfín de transformaciones que no avanzan hacia ninguna completitud. De ahí que la urbanidad no se ajuste al modelo acabado de la ciudadanía. Precisamente, el ciudadano sustenta su condición en la autonomía y en la independencia. «La urbanidad es más sutil y delicada, más difícil y más opaca. En ese sentido, el ethos de la ciudad no es un ethos político. Es más o menos que eso, es de una especie diferente, más refinada y menos policial, más despreocupada y menos policial» (Jean-Luc Nancy, La ciudad a lo lejos).

La ciudad es mucho más que una plaza pública; es opacidad, intersticios, recovecos, umbrales interminables, contigüidad de incompatibles. De ahí su susceptibilidad a mirarse en uno cualquiera de sus innumerables espectros, que han sido consignados en novelas o poemas:

Todos los días se matan en New York
cuatro millones de patos,
cinco millones de cerdos,
dos mil palomas para el gusto de los agonizantes,
un millón de vacas,
un millón de corderos
y dos millones de gallos,
que dejan los cielos hechos añicos.

Más vale sollozar afilando la navaja
o asesinar a los perros
en las alucinantes cacerías,
que resistir en la madrugada
los interminables trenes de leche,
los interminables trenes de sangre
y los trenes de rosas maniatadas
por los comerciantes de perfumes.

(García Lorca, Poeta en Nueva York).

 

 

El habitante de la ciudad es el transeúnte, que se desplaza con paso distraído, parsimonioso, despreocupado, errante. Mundo transeúnte abierto a la posibilidad del encuentro, expuesto a la vecindad con lo desconocido, con lo insólito: «Plaza de la Concordia: el Obelisco. Aquello que en él fue grabado hace cuatro mil años se erige el día de hoy en el centro de la más grande de las plazas. De haberlo predicho, ¡qué triunfo para el faraón! La primera civilización occidental llevará un día, en su centro, el monumento conmemorativo de su reino. ¿A qué se parece esta apoteosis? No hay un solo hombre, sobre diez mil, que pasan por aquí y que no se detenga; no hay uno sobre diez mil que al detenerse no lea la inscripción. Es así que toda gloria depende de lo que fue prometido y ningún oráculo no le iguala en astucia. Puesto que el hombre inmortal está ahí como este obelisco: él regula una circulación espiritual recubierta por el ruido, y la inscripción que lleva no es útil para nadie» (Benjamin, Calle en sentido único).

La ciudad no se teoriza, dado que ninguna vista de conjunto puede aprehenderla en su totalidad. Esta imposibilidad no corre a cuenta de una insuficiencia inherente a la mirada, procede, más bien, de la extralimitación propia de la ciudad, que la lleva a buscarse en su «extroversión interna» o en la «extimidad de su intimidad». Nunca dada, siempre en camino. Deconstruyéndose para construirse; siempre en obra, des-obrada; expuesta y oculta; aérea y subterránea. La ciudad se rehúsa a ser un objeto puesto, dispuesto para la captura óptico-teorética de un sujeto. Es así que múltiples ciudades cohabitan en la ciudad, unas dispuestas en un ordenamiento vertical, otras en uno horizontal. Las primeras han sido recubiertas por el olvido, las otras coexisten sin confundirse, siguiendo un trazado que las anuda y desanuda. La ciudad es el ensamble o la puesta en conjunto de una irreductible disparidad. De ahí que en su superficie misma confluyan, sin con-fundirse, edificaciones, ritmos, gestos provenientes de diferentes épocas; entrelazados y, sin embargo, en tensión permanente, tocándose al infinito.

La ciudad, afirma Nancy en La ciudad a lo lejos, es el artista del vivir-juntos, pero esta cualidad solo le es inherente en la medida en que, desde el comienzo, la urbe se asienta sobre el desarraigo. De ahí que la ciudad deba ser inventada a perpetuidad, pues el vivir-juntos no es una condición dada, es apertura a los posibles. Por esta razón, la invención urbana se halla en las antípodas del campo, de la tierra, de las raíces, de los rebaños; es «brote sin raíz», en el cual la frágil atadura al suelo deviene en deseo de elevación. Precisamente, el «rostro turbado» de la ciudad es el reflejo de una «identidad desconcertada» ante la evanescencia de las raíces o, lo que es lo mismo, ante la ausencia de finalidad. Entonces, el arte o la técnica urbanos provienen de la necesidad de acoger esta ausencia y la infinidad que de ella emana. En Calle en sentido único Benjamin destacaba que la dominación de la ruta determina el sentido fundamental de toda técnica. Justamente, en el marco de la ciudad la técnica encuentra el sentido que le es propio: la exposición a la naturaleza interminable de la ruta, de las vías, de los pasajes. Por consiguiente, al ser la ciudad un universo en dilatación, la técnica o el arte de la invención urbana devienen en la experiencia aporética de lo inacabado, de lo fragmentado. En suma, la ciudad no se teoriza, pues la extralimitación a la que está sujeta imposibilita que se ofrezca a la mirada bajo la forma del paisaje.

El transeúnte es aquel en quien se cristaliza de mejor manera el arte que es —o que pone en juego— la ciudad. Precisamente, en el callejeo se anudan las distancias, mientras que las proximidades sueltan el sutil aroma que las vuelve lejanas. A cada paso de la multitud transeúnte el acercamiento «transporta siempre más lejos el distanciamiento». De ahí que en el callejeo la libertad deambule a lo largo de vías que no han sido adscritas a un destino prefijado. Una intensa sed de infinito se apodera del paseante, que, mientras camina, percibe en el instante mismo todo lo que le sale al paso, sin dejar de ser presa de un vago presentimiento. Un murmullo arcaico sopla sus oídos, como signo de complicidad con aquellas calles en las cuales supo perder su camino.

Todo el arte urbano radica en «su infinito sentido de encuentro». Pero la puesta en juego del encuentro precisa que el paso del transeúnte no sea interrumpido; es decir, inmovilizado, condicionado, direccionado, teledirigido. ¿Queda aún lugar para que el transeúnte de veredas, de pasajes, de intersticios pueda extraviarse en el laberinto de las calles? ¿Queda aún lugar en la ciudad para el despliegue o la proliferación de un sentido errante, que ha sabido perder su camino o «perder el sentido de su errar»? La ciudad y, sobre todo, las viejas ciudades, afirma Agamben, son lugares cubiertos de signos, de firmas, de cifras, de monogramas que el tiempo ha depositado sobre las cosas. El paseante recoge distraídamente las innúmeras inscripciones en el transcurso de sus derivas. Pero operaciones de restauración que tienden a uniformizar las ciudades han borrado o han vuelto ilegibles los signos o los trazos que configuran «el espectro o la magia del lugar».

Para que el sentido errante tenga lugar no se requiere de la asignación o del acondicionamiento de un lugar; se precisa, por el contrario, que la deambulación deserte de los caminos insidiosamente construidos con el propósito de orientar el paso, de asignar un curso a la circulación del sentido. En cada callejeo, deambulación o paseo la ciudad se inventa una vez más, pues solo entonces concierta una cita con la libertad.

 

 

 

Relato desde la metonimia

Andrés Cadena

 

Entiendo que hablar actualmente de la ciudad es igual a percibirla desde una ventana: partir de un vislumbre, de algo que se entrevé, e imaginar el resto. La ciudad completa o total es algo ilusorio, porque la idea de totalidad o unidad (aplicada a una urbe, en este caso) es una imposición de la Modernidad, que emplazó al individuo en el centro de todo, y lo hizo unidad de medida, fundamento de la ley y la ciencia, cedazo del mundo. Las ciudades, así, arrojan al individuo moderno frente al mito, lo abocan al relato de un pasado (o explicación de un mundo) que no alcanza a dominar, y que por eso debe conformar mediante la invención. Las ciudades preexistían a la era moderna y han sobrevivido siglos y cosmovisiones. Son un ente que pone de manifiesto la incompatibilidad de encerrar un concepto en una palabra. Así, el adjudicar el nombre de «ciudad» a aquel encuadre que veo desde mi ventana es tan inexacto como pretender que desde algún punto de vista —conceptual incluso— se alcance alguna vez a hablar de todo lo que es una ciudad.

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Esa ficción, el afirmar que la ciudad se encuentra del otro lado de la ventana, es posible gracias a tres indicios: aquello que puedo efectivamente percibir a través del vidrio; la sugerencia de que más allá del borde de la ventana la ciudad continúa (en aquello que no veo); y el hecho de que más allá del marco de la ventana, es decir la pared de bloque y cemento, comparte mi habitación la materia con que está hecha la piel del animal urbano. Los tres indicios operan bajo la lógica de la continuidad y de la contigüidad. La vida urbana —la idea o el relato que de nuestra vida nos hacemos— está también signada por tales dinámicas. En términos retóricos, la metáfora en nuestro medio ha sido reemplazada por la metonimia o la sinécdoque: ver por la ventana y decir que se observa la ciudad es adjudicar a la parte el nombre del todo. La figura retórica de la metonimia se basa en una cierta vecindad de los elementos puestos en relación, que no había en la metáfora, reino de la creatividad, la reinvención, el traslape de una imagen distante —mientras más distante, mejor— sobre otra. La continuidad de sucesos, a veces amontonados, es clave en la lógica de la geografía urbana, que roza el hacinamiento —uno a continuación de otro— de dramas personales, el apelotonamiento de voces y vidas en compartimentos de un gigantesco espacio, que resulta im-personal en (por causa de) su acumulación de personas. Veo por la ventana y no es infrecuente dar con alguien que, en alguno de los edificios circundantes, esté haciendo lo mismo. A eso que ellos observen, de seguro, le darán el nombre de ciudad, aunque difiera claramente de aquello que yo miro. La ciudad tiene de tropo que invita a la polisemia.

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En otro giro retórico, me atrae la idea de decir que si la ciudad es lo de más allá o lo otro con respecto al encuadre de mi ventana, puedo decir que la idea de ciudad que me hago desde aquí es todo menos la ciudad. Mi ciudad nace de la imposibilidad de definir el vocablo y, en consecuencia, nace de negarla. Y pienso que quizás no haya nada más burgués que el negar la ciudad. Tampoco hay nada más burgués que la novela, el género urbano por excelencia; y hay pocas cosas tan burguesas como hablar sobre la ciudad viéndola desde una ventana, o desde una torre de marfil; y no hay nada más burgués que el arribismo —patrimonio de la acumulación y la urbanidad— y que anhelar adquirir una torre de marfil. En tal sentido, no hay nada más burgués que preferir la metonimia (el tropo) por sobre la ciudad.

Desconocido
Fragmento de un fresco: mujer en un balcón, 10 AC.
The J. Paul Getty Museum

 

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Si a lo que miro por la ventana le doy el nombre de una determinada ciudad, y lo mismo ocurre con mi vecino, coincidiendo ambos en dicho nombre, estamos abocados no a la mentira ni a la inexactitud, sino a la experiencia de lo fragmentario. Esa ciudad que anida bajo un nombre dado está hecha de los fragmentos a los que cada citadino contribuye desde su particular ventana. Lo fragmentario no desdice de lo metonímico sino lo refuerza: solo puede haber continuidad entre lo discernible, solo puede darse contigüidad entre dos entes que no son lo mismo pero cohabitan. Si quiero escribir desde la ciudad —poco importa que sea o no sobre ella—, el resultado será fragmentario. Si escribo mirando por la ventana de mi habitación, no puedo obviar que soy un fragmento. La idea de que soy un fragmento parte de algo más, se asemeja (como este símil) a la idea de que la ciudad existe. O, más precisamente, se basa en dicho símil, se desprende de aquel tropo.

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La contigüidad necesita de la idea de límite, de un marco que divida un ente de otro. Encuentro difícil pensar en marcos y no regresar a la obra de René Magritte. Quizás no he hecho más que parafrasearlo al decir que aquello que miro por mi ventana, la ciudad, no es la ciudad. Pero también señalé la importancia del marco, de que el marco de mi ventana comparte materialidad con el (aspecto) concreto de la urbe; y que ello daba cuerpo a la continuidad del lugar-en-donde-estoy con la ciudad. Me parece importante que se remarque la materialidad del marco, que se remarque su existencia, que el marco pase al centro cuando siempre ha sido frontera, lo que delimita el adentro del afuera. Y esta última idea es la que, creo, nos conduce hasta Magritte.

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Sobre todo en dos de sus cuadros, La llamada de las cimas y La condición humana, se establece dicho juego. En ambas hay una pintura en primer plano, y atrás, a través de una ventana, se observa paisajes que no se diferencian de la obra, como elidiendo la existencia del borde de la pintura (que aquí carece de marco). Podría decirse que ambos cuadros hablan sobre —o ponen en cuestión— el estatuto ficcional de la obra de arte. En La llave de los campos, en cambio, se observa una ventana rota que deja ver, más allá, un paisaje natural (una apacible pradera); los pedazos caídos de la ventana, en el suelo y apoyados a la oscura pared, muestran haber contenido la misma imagen que se divisa a través del vidrio, sugiriendo que en el cristal ya estaba plasmada la naturaleza exterior. Ahora de esa obra solo quedan fragmentos de aquello que conformaba, justamente, el mismo paisaje que se puede apreciar por la ventana rota. ¿Dónde estaba el paisaje que mirábamos (cuando la ventana no estaba rota)?, parece preguntarnos Magritte, ¿dónde se ubicaba o posaba nuestra mirada? El vidrio de la ventana es metáfora de la mirada, porque sin él solo habría unos ojos y una pradera lejana; la ventana es aquello que nos recuerda que la necesitamos para, por intermedio de ella, poder mirar el paisaje; y la composición de determinada pradera —un par de árboles disímiles en la cima de una tenue loma— existe solamente en (tanto existe) el marco de la ventana. Así, la idea del paisaje que nos formamos en la mente al observar por la ventana, aunque nos muestre la pradera, no deja nunca de hacernos referencia a la ventana, aunque la obviemos: nunca la perdemos de vista; es más, pone de manifiesto nuestra vista, y en tal sentido es nuestra vista. Como para llegar a una idea recurrimos al lenguaje. O como para llegar a la ciudad nos asomamos a la ventana. Magritte, en estas pinturas, aborda como nadie el tema de la contigüidad.

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La articulación (que exige la contigüidad) de los distintos fragmentos es algo imaginario, no se da, no existe; es el esfuerzo que se hace —una fuerza creativa— por juntar algo que no se ha originado junto. Que simplemente se avecina. Así como el término avecinar funde una relación espacial con una connotación temporal —la relatividad física resuena mucho en el medio urbano—, la ciudad es una dimensión en sí misma y es, así, esencialmente imaginable; o, con más precisión, posiblemente imaginada; y en tanto posibilidad, se encuentra en el futuro. La ciudad siempre se avecina; es decir que la ciudad (que no existe en sí) podría ser ese algo (si existiese), solamente en un futuro. Así, la ciudad es porvenir y es por-ir. Está ahí afuera, del otro lado de la ventana, (casi) llamándonos.

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No hay nada mejor que pueda hacer por acercarme a la ciudad que dejar de verla por la ventana, y salir a caminar por ella. Valéry decía que el lenguaje poético se asemeja a los movimientos o pasos que se dan en la danza: cada uno vale en sí mismo, no importa hacia dónde nos dirija (luego, por eso el danzante da vueltas, hace piruetas que no le conducen a destino alguno, regresa sobre el mismo lugar ejecutando belleza). El lenguaje ordinario, prosaico, en cambio, semeja a los pasos que se dan en un paseo, para trasladarse de un lugar a otro: cada uno vale en la medida en que permite dar otro más, con sentido determinado, con dirección fija y un destino que, una vez alcanzado, valida todos los pasos dados para llegar allí. El paseo por la ciudad es la única forma concreta de articular los fragmentos de que está hecha la urbe; el caminar por la calle es un asunto prosaico; el género de la ciudad es la prosa, la narrativa —y no la poesía, ni la mitología ni la epopeya ni la dramaturgia—. Pienso en la importancia del Lazarillo como fundamento de la novela moderna: más allá de la picaresca, lo que le dota de actualidad es que hace un retrato de la vida urbana. Lázaro es quien guía en un camino; camino como el que describe Valéry. Tan prosaico como caminar en la ciudad que veo por la ventana.

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Nunca salí de paseo. Toda vuelta aquí ha sido meramente discursiva, un tropo en su acepción etimológica primigenia. Nunca tampoco he dejado de mirar por la ventana, lamentable y burguésmente. La ciudad (o eso) que veo me seduce, únicamente en tanto no llegue nunca a conocerla a cabalidad, no pretende abarcarla por completo; es una promesa que vale en tanto se mantenga así, en tanto no se cumpla.

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La primera vez que vi —¿que participé, viendo?— una escena sexual fue a través de una ventana. Eran las fiestas de la ciudad y era mi adolescencia. Solía deambular con mis amigos entre las pocas botellas que nos alcanzaban con las mesadas juntas, y los deseos por ir hacia algún lugar y encontrarnos con alguien más; era como ser habitantes de las ganas. Derivábamos así de una casa a otra, de un conocido a una amiga, del vecino de alguien a visitar a alguna muchacha pretendida por uno del grupo. Fumábamos, pueriles, sin parar, y pensábamos que lo teníamos todo bajo control; que todo era posible y que solo nos restaba concretarlo. Una tarde, nos encontramos en el departamento de alguna amiga de algún amigo de alguien, retomando energías o mendigando provisiones para continuar la jarana. La luz violeta del crepúsculo se diseminaba entre las calles como advirtiendo que poco luego se vendría la noche. Una especie de melancolía adolescente, vacía, me empujó al borde del ventanal que arrojaba la vista sobre un parque aledaño, con nombre de país europeo. Las ramas de los árboles reconcentraban la oscuridad creciente, como si fueran lóbregos cardúmenes mecidos cada tanto por el viento. Las luces de los postes poco hacían en medio de la ciudad decolorada, acaso pedacear más, para la vista, los diferentes cuerpos que la componían. En eso, fijé mis ojos en una escena que empezaba a desarrollarse casi a mis pies, unos diez pisos abajo, sobre la calzada, en un auto parqueado frente al edificio. Desde la altura en que me encontraba, tenía una perspectiva casi cenital del auto, de modo que observaba, a través de su ventana delantera, que en el asiento del copiloto, reclinado hasta la horizontalidad, una pareja estaba teniendo sexo. En realidad no alcanzaba a distinguir ambos cuerpos, apenas percibía el del hombre, su pantalón bajado hasta las rodillas, las nalgas —blancas en medio de la oscuridad de la noche naciente— vibrando (desde tan arriba eran eso, vibraciones más que embates) con ritmo constante, la espalda (vestida) inexpresiva y la nuca anónima. El hombre yacía ocultando la totalidad de la mujer, de quien apenas veíamos hebras del pelo largo regadas hacia los costados, y el perfil de unos muslos, algo abiertos para posibilitar el acto. Llamé a mis amigos, y pronto todos nos contagiamos de una excitación que manaba del encuentro carnal que atestiguábamos, de la atmósfera festiva de la ciudad que convocaba al exceso, de la emoción que sin palabras nos dominaba frente a algo que no habíamos vivido pero que moríamos por experimentar, de la complicidad que nos hermanaba —a esa edad, todo nos hermanaba— frente a tanto que veíamos y nos era desconocido. Quizá fuera porque nos sentimos más que nunca un solo cuerpo con la ciudad del otro lado del vidrio: la misma oscuridad que la inundaba nos llenaba por dentro, tan poco podíamos discernir entre nuestras propias pasiones, como si entrañáramos mundos en permanente penumbra. Nos desbordó la emoción, que dio paso a la risa y, obviamente, a los gritos y silbidos que emitimos a la pareja, abriendo la ventana. Nos desbordamos también nosotros, queríamos salir de donde estábamos, no solo del departamento, sino de nuestros cuerpos, de nuestra edad, de nuestra condición de niños de familia que miran, virginales, cómo unos fornican con otros. Queríamos salir a la ciudad, bajar los diez pisos y alcanzar la calle; pero no podíamos despegarnos de junto al vidrio, y sabíamos que si llegábamos a la vereda no seríamos más que un corro de impúberes solos frente a un parque, afuera de un auto en donde una pareja copulaba. No obstante, no hicimos nada. Los comentarios y las bromas se fueron acallando mientras más palpable se hacía nuestro lugar, nuestro confinamiento, la limitada condición con la que éramos parte de la escena. Creo que al final nos desentendimos de la imagen con un desencanto parecido al que debe sentir alguien que ha sido burlado, con el resentimiento frente a nadie preciso que todos guardamos contra todos, y que se expresa en nuestras propias, íntimas miserias a que echamos mano para relacionarnos en nuestra burguesa cotidianidad. Dimos finalmente la espalda a la ventana, y continuamos con nuestros asuntos, que parecían de pronto menos interesantes, menos prometedores, más cercanos a la opaca realidad a la que nos tendríamos que acostumbrar poco a poco, con el tiempo.

No recuerdo mucho más de esas fiestas, pero creo que nunca fue más claro para mí que la ciudad se percibe solamente a través de una ventana.

 

 

 

 

 

La forma de la ciudad

Julio Echeverría
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….io penso che questa stradina da niente,
così umile, sia da difendere con lo stesso accanimento,
con la stessa buona volontà,
con lo stesso rigore,
con cui si difende l’opera d’arte di un grande autore.

Pier Paolo Pasolini (1974).

 

I

Parece cada vez más difícil percibir ‘la forma’ de la ciudad en una realidad urbana que es la de la dispersión. Parecería que ya no es posible la perspectiva, la mirada desde fuera, el acercarse desde el campo y llegar a esa demora, a ese refugio que un día significó la ciudad. Esta pérdida de forma que se reconoce ahora bajo distintas categorías, una de ellas la del conurbamiento, nos transmite la idea de una forma que se difumina en el territorio circundante, donde la idea del punto de llegada se intercambia con otra idea que es la del punto de fuga.  La ciudad fuga de sí misma, invade el territorio del campo, aquel espacio que antes se presentaba como lugar del descanso o de la aventura, del encuentro con lo no rutinario. La ciudad se aleja así de su forma, se metamorfosea en el campo. ¿Qué consecuencias trae consigo esta pérdida de forma? ¿Estamos tal vez frente a la ciudad global que se pierde en la urbanización del campo, en la ruralidad, concepto en el cual el campo también pierde su forma?  ¿Qué acontece con el paisaje del campo? Allí aparecen construcciones reproducidas en serie, el hecho urbano aparece en su desfachatez, esto es, como pérdida de facia, de cara, de identidad; la arquitectura de la ciudad parecería repetirse en formas homogéneas, intercambiables y estas ocupan el espacio de lo que antes era el paisaje del campo; la salvaje pluralidad de percepciones propia de la naturaleza es sustituida por la abstracción de la casa funcional o de la fábrica que se repite ad infinitum en el territorio. En la vida de la ciudad preindustrial las construcciones fabriles estaban en la periferia; en la ciudad postindustrial esta característica se pierde; la casa se confunde en medio de las implantaciones fabriles. La idea del metamorfosearse de la ciudad convive más con la de la pérdida de forma, que con la de la adquisición de una forma nueva y esto parecería obedecer más a un desconocimiento de las diferencias que caracterizan al habitar, a un afán de anularlas, de homogenizarlas. La pérdida de forma se lleva consigo la posibilidad del observar las diferencias entre el paisaje natural y el paisaje urbano, se pierde la aventura del transitar entre ambas dimensiones, con el riesgo de que ambas se echen a perder.

II

¿Hasta dónde esta situación puede remitirse a una caída del sentido estético de la forma? ¿Hasta dónde puede aceptarse que la forma estética cede frente a la dinámica de la acumulación, frente a la lógica del mercado, a la necesidad funcional de satisfacer la demanda de espacio que procede de la aglomeración urbanística, de su desborde? ¿Cuándo la percepción del espacio se transforma en dimensión no acotable, en ocupación que no reconoce límites, fronteras ni bordes?  Hay un momento en el cual las soluciones del pasado ya no son suficientes para contener el rebasamiento, el desborde que proviene de la aglomeración urbana, hay un momento en el cual esas formas se presentan como obstáculos que pueden ser abatibles; es el momento de realización de ese espejismo inconsciente que miraba al futuro como promesa y al pasado como anquilosamiento, como rémora de la cual convenía desprenderse; es la lógica de la urbanización que se superpone sobre la de la ciudad, es su proyección nihilista que no reconoce otro sentido que el de la pérdida de sentido, como operación performativa que requiere el ingreso al futuro. Bajo esa lógica, permanecen los íconos monumentales que configuraban el paisaje urbano, como reminiscencias del pasado sin las conexiones de sentido que antes lo posibilitaban; la idea del conurbamiento como ocupación difusa del espacio circundante, convive con la del vaciamiento de sentido de aquello que antes fue el centro, o los distintos centros ceremoniales que contenían y posibilitaban relaciones cargadas de sentido. La forma era una construcción estética porque en su operación de transfiguración de lo natural, permitía la realización de lo humano; allí las diferencias convivían, la mismidad se ponía en juego soportada por creencias y rituales dispuestos más para la contención que para el desborde.

III

La forma estética de la ciudad apela a una visión simbiótica en la relación entre el campo y la ciudad; la adaptación al territorio supone sin embargo la ruptura con la naturalidad sobre la cual se soporta; la tendencia de la urbanización transita desde una visión simbiótica hacia una visión de ruptura o de desconocimiento de esa morfología; la presunción de que es posible una forma abstracta, que se despliega sobre la morfología natural sin reconocer sus quiebres, sus ‘fallas’. La estética que proyecta es la de la solución funcional, la de la abstracción respecto de aquella urdimbre de representaciones figurativas que se superponían sobre la conexión simbiótica; la estética del modernismo hallaba inspiración en la construcción de la forma como arte que representaba el desafío que esa simbiosis prometía y escamoteaba. Una operación, la del modernismo, que veía la amenaza al desafío simbiótico operada por la exacerbación de formas que se superponían como ornamentos prescindibles; la arquitectura del Bauhaus, la provocación loosiana, lo que querían abatir era el exceso de formas ya desconectadas de la función adaptativa, la orgía de representaciones que la ocultaban; en su búsqueda de la forma se encuentran con la demanda funcionalista que supone el ingreso incontrastable al futuro y prefieren la limpieza del trazado arquitectónico, como prefiguración de la racionalidad lingüística que requiere el acceso a la complejidad urbanística que se anuncia.

La visión contemporánea se superpone a estas dos aproximaciones; reconoce la pérdida de la forma como escisión de la monumentalidad icónica con las redes de sentido que estas construcciones monumentales proyectaban; la fuerza de la secularización es incontrastable porque estaba inscrita en la misma lógica de la construcción de sentido de la cual esta termina siendo su correlato. Sin embargo, rechaza el nihilismo como pulsión inconsciente que anula la posibilidad de la construcción estética, lo recupera bajo la forma del control; el paisaje será adaptación simbiótica a la complejidad de las estructuras geológicas que configuran el territorio, su solución será suficientemente atenta al nihilismo natural en el cual dicha morfología se configura y constituye; el paisaje del campo y el paisaje urbano no pueden pensarse por fuera de la sostenibilidad ambiental y esta no puede no reconocer mapas de mareas, de vientos, migraciones de aves, de personas, campos magnéticos, etc. Esta mirada al paisaje natural es la misma que se dirigirá al paisaje urbano de la ciudad; aquí la reducción de los efectos adversos derivados de la contaminación antrópica serán particularmente pertinentes para los nuevos procesos adaptativos de la urbanización compleja.

IV

La relación de la ciudad con el paisaje natural siempre ha sido cambiante y nos remite a la idea de la relación hombre-naturaleza; solo en la contemporaneidad la relación con la naturaleza es asumida como relación con el paisaje interior de las subjetividades. En la arquitectura moderna esta visión está presente en una variedad de arreglos y soluciones; desde el Renacimiento, la naturaleza aparece sometida a un diseño racional; los jardines palaciegos, pero en general la vida del campo, aparece armoniosamente diseñada; la naturaleza es escenario para el encuentro bucólico, es espacio de realización domesticada, como lo era el ejercicio de la caza con la naturaleza salvaje. La naturaleza, que en el mundo medieval era vista como amenaza, como fuerza no controlable, en la modernidad se convierte en objeto domeñable, en material dispuesto tanto para la realización espiritual, así como reservorio de recursos a ser utilizados en función de la reproducción material. La arquitectura moderna desde Olmsted y Le Corbusier hace de esta relación un verdadero paradigma para el diseño de la ciudad futura; la naturaleza está allí para contrastar, dialogar, completar el diseño de la ciudad como maquina productiva. Dos significaciones parecerían combinarse desde entonces, la idea de la naturaleza en la ciudad bajo la figura del parque y del espacio público, y la idea de la naturaleza en su estado “salvaje”. Para Le Corbusier, “No había parques ni jardines, sino naturaleza. La máxima expresión de la sociedad industrial integraba indisolublemente dos ideas hasta entonces incompatibles: naturaleza virginal y rascacielos, haciendo de ellas la misma cosa”[1] Una respuesta que la arquitectura moderna pretende dar a la radical escisión que la ciudad moderna contiene y reproduce implicada entre las pulsiones de la aglomeración y la dispersión, entre el encuentro y la fuga. Desde entonces, no se podrá concebir a la ciudad sino como un verdadero sistema entrópico. La arquitectura moderna llega de esta manera a ontologizar la condición de la ciudad como el más complejo sistema adaptativo creado por los humanos, un verdadero logro evolutivo de la especie humana, cuya condición está aún por descifrarse y configurarse. La ciudad contemporánea parecería moverse entre estas pulsiones y regresar desde la más sofisticada tecnología a sus orígenes más rudimentarios.

V

Es en ese contexto que emerge la ‘fuerza revolucionaria que proviene del pasado’[2]. La mirada al pasado recupera la tortuosidad de las formas adaptativas, la estética que las acompaña; esas formas emergen como patrimonios/artilugios adaptativos que hoy dan pistas al mundo de la complejidad urbanística. Restos, ruinas, señales del pasado en piedras y monumentos, en senderos interrumpidos que están por todas partes; es probable que se los deba defender con la misma fuerza que se defienden las grandes construcciones icónicas monumentales. Las soluciones más discretas, los usos y los materiales más rústicos que nos develan nuestras rudimentarias aproximaciones adaptativas con la naturaleza, situaciones en las cuales parece ser que la misma naturaleza se da sus formas y no que estas la niegan o no la reconocen. La artificialidad de la forma aquí presenta todas sus cartas; los materiales pueden incluso aparecer toscos, no suficientemente refinados; un viejo camino construido en piedra que recorre la sinuosidad del territorio y que permite o permitió por años sortear sus ‘fallas’ de hecho tiene más valor que aquel que las supera negando su presencia; una obtusa forma de proceder de la innovación tecnológica es probable que los haya sacrificado y que ahora la visión hermenéutica del observador contemporáneo nuevamente los dote de valor y sentido.

La defensa del pasado anónimo, de las formas adaptativas que cumplían una función sin pretender ser sofisticadas representaciones artísticas, simples ideaciones que sortean las rudezas de la naturalidad que a veces se vuelven o se presentan como limites insuperables. La belleza de la forma monumental parecería desprenderse de esta funcionalidad adaptativa; ello se lo puede apreciar justamente en el preciosismo de la forma, en la respuesta a la rudeza de la reproducción material con la idealización de aquello que solo es posible si se lo construye como arte, más que como artilugio, o como forma en la cual la dimensión artística se desprende de su función de artilugio, o que mira la representación artística como un artilugio de salvación.

Cuando hablamos del patrimonio histórico de la ciudad nos estamos refiriendo entonces al acumulado de sentido que recoge en si un monumento del pasado, a la anonimicidad que está en la configuración del trazado de una calle, en la superposición de estilos arquitectónicos que se han ido modificando en el tiempo, adaptándose a la morfología del territorio en secuencias de larga duración; adaptación hecha de actos no planificados, de arreglos en muchos casos dictados por las adversidades naturales o por el lento desgaste de los materiales.

VI

Muchos ángulos de la ciudad esconden – develan historias de personas anónimas que recorrieron las mismas calles y miraron los mismos paisajes. Así como el paisaje natural se modifica por el devenir del tiempo, así también el paisaje urbano va cambiando y modificando la forma de la ciudad. Si observamos fotografías del pasado o los planos con los cuales la urbanística intenta dar curso a la lógica de la aglomeración, nos damos cuenta que muchas veces es otra la dirección que la ciudad ha tomado, jalonada por sus contra-tendencias, por sus contra-lógicas; por la emergencia persistente de la dispersión que acompaña a la aglomeración y al encuentro identificatorio. Es por ello que cuando miramos a la ciudad contemporánea, en realidad estamos observando muchas ciudades, a momentos superpuestas, a momentos enfrentadas; muchas veces observamos ruinas de momentos del pasado; con dificultad reconocemos la intensidad de sentido que antes transmitía un recodo, una calle, una escalinata. Por ello la mirada contemporánea a la ciudad ya no es ingenua, está cargada de complejidad; incluso aquella forma abstracta, pura idealización que se proyectaba sobre el territorio sin reconocer sus ‘fallas’, sus ‘distorsiones’, ahora aparece como recuperable, como un lenguaje estético con el cual dialogar, con el cual confrontarse; artilugio, arte y arquitectura se funden en la operación abstracta artificial de crear la forma de la ciudad.

 

 


[1] Ábalos, I., Atlas pintoresco, vol. 1, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 2005, p. 13.

[2] P. P. Passolini, La forma della cittá, https://www.youtube.com/watch?v=btJ-EoJxwr4

 

La ciudad polifónica

Emilio López y Aquiles Jarrín

 

Ciudad sentida

Caminar-sentir la ciudad implica hacerse el tiempo para generar consciencia de nuestro hábitat desde la experiencia. La famosa jungla de cemento, requiere también de una profunda observación y disposición para afectarse desde un lugar distinto, adentrarse en las calles, en sus ritmos, en sus habitantes, es permitirse otro devenir emocional y reflexivo de algo que parece ser negado desde la cotidianidad actual. Lo urbano debe ser entendido como un organismo vital y dinámico desde el cual se produce gran parte de nuestra subjetividad. Un entendimiento en términos de flujos, ritmos, percepciones desde lo emocional puede ser una forma de acercarnos y desterritorializarnos sobre la marcha. Ciudad diversa, de las micro heterotopías, paisajes de contradicción, donde las condiciones de igualdad y diferencia colindan y se traslapan. Un territorio en constante proceso de transformación. Guattari y Rolnik en su libro Micropolítica sostienen que “El territorio se puede desterritorializar, esto es, abrirse, en líneas de fuga y así salir de su curso y destruirse. La especie humana está sumergida en un inmenso movimiento de desterritorialización, en el sentido de que sus territorios ‘originales’ se rompen ininterrumpidamente con la división social del trabajo, con la acción de los dioses universales que ultrapasan las tablas de la tribu y la etnia, con los sistemas maquínicos que llevan a atravesar, cada vez más rápidamente, las estratificaciones materiales y mentales”.

 Una ciudad fuera de radares es una ciudad que escapa a los modos oficiales de representación propios de la planificación urbana que no son capaces de observar críticamente sus modos operandi. Los documentos oficiales de uso de suelo de cualquier producción urbana han ignorado las dinámicas auto organizadoras de estos ambientes, al establecer por ejemplo una visión parcial desde la compresión bidimensional del uso del suelo (los planos), siendo esta la herramienta más frecuente en las mesas de trabajo de los planificadores.

Ciudad normada

Este escenario urbano sumamente normado adquiere formas de significación esencialistas y estáticas que limitan la comprensión de la ciudad, que muchas veces se articula desde la comunicación. En su libro Mitologías, Barthes refiriéndose a la Guía Azul, una herramienta frecuente para los viajeros en Francia, “Así como se adula a la montuosidad hasta el extremo de aniquilar los otros tipos de horizontes, la humanidad del país desaparece en provecho exclusivo de sus monumentos. Para la Guía Azul los hombres sólo existen como ‘tipos’. (…) Volvemos a encontrar aquí el virus de la esencia que está en el fondo de toda mitología burguesa del hombre (motivo por el cual tropezamos con ella tan a menudo).” Se tratan de definiciones parciales dentro de una multiplicidad de historias, volviendo a Barthes: ‘La selección de los monumentos suprime la realidad de la tierra y la de los hombres, no testimonia nada del presente, es decir histórico; por eso, el monumento se vuelve indescifrable, por lo tanto, estúpido.’

A lo largo de la historia el ser humano ha buscado soportes espaciales para mantener viva la memoria a través del simbolismo, modelos de orden estático, sin posibilidades aparentes de modificación o cambio. Son signos en los que significado-significante están siempre próximos de alguna u otra manera, la casa o el edificio representada según una forma común: bajo el `Régimen Significante del Signo’ establecido por Deleuze y Guattari, donde todo intento de fuga hacia territorios significantes desconocidos es calificado de negativo. Aquí todas las posibilidades de ruptura con los códigos impuestos se niegan, limitando así nuevos territorios de exploración.

Fugar la ciudad monumento requiere de una disposición a encontrarse con lo diferente. Mirar, sentir, oler, escuchar y ser la ciudad, es una invitación hacia lo tanático y lo erótico. El ser múltiple, contradictorio, lúdico, amoroso, cruel y ambicioso. Voraz, recipiente y productor de acontecimientos dentro de un complejo conjunto de redes y relaciones que determinan fuertemente la realidad y la existencia de todos los que compartimos y frecuentamos el territorio.

Percibir a la ciudad desde esta múltiple complejidad, es una primera condición para que la polifonía devenga en encuentro. Disposición a ser afectado.

Ciudad racional

La ciudad como idea de una totalidad, obtura los campos de agencia, individual y colectiva, reduciendo el aparecimiento de la diferencia a una idea de falla. Nuevamente Barthes en Mitologías: ‘(…) se trata de una racionalidad lineal, estrecha, fundada en una correspondencia que podríamos llamar numérica entre las causas y los efectos. Esta racionalidad carece de la idea de funciones complejas, no imagina la posibilidad de un escalonamiento lejano de los determinismos, de una solidaridad de los acontecimientos.’ Aquí lo distinto, es asociado al desorden y al caos. Sus estrategias se concentran en prácticas que sobrevaloran la idea de orden como necesario para la convivencia y el bienestar, desconociendo así que la ciudad se produce de manera constante. A esta realidad, la racionalidad estrecha se torna obtusa, desarrollando mecanismos cada vez más arbitrarios de imposición, disminuyendo los espacios de intercambio en alianza con el mercado, que se ha convertido en uno de los principales reguladores del uso del suelo.

En este contexto resulta indispensable preguntarnos como abordar estas tensiones y en qué medida nuestras acciones cotidianas, individuales y colectivas aportan a la construcción de una ciudad polifónica donde podemos entender la ciudad como un ente en constante re-significación. Donde la vivencia propia nos devuelve la sorpresa frente a las calles y edificios y demás habitantes.

Ciudad ocupa

¿Dónde nos situamos para entender la ciudad como el lugar de las resistencias y los acontecimientos? Ignasi de Solà-Morales postula en su texto Terrain Vague que `La intervención en la ciudad existente, en los espacios residuales, en sus intersticios plegados, ya no puede ser confortable ni eficaz, tal como postula el modelo eficiente de la tradición iluminista del Movimiento Moderno`. El cine ha abordado estas posibilidades frente a urbano con total libertad, llegando en algunos casos a trastornar la comprensión psicológica del espacio. En Themrock, película satírica francesa de 1973 del director Claude Faraldo, es difícil definir los limites dentro de lo urbano, de lo íntimo y lo tipológico. A continuación, una breve descripción: Un hombre irrumpe en una demolición y una carretilla y restos de concreto. Los lleva a su departamento y empieza a cerrar o cubrir la puerta de lo que parece ser el interior de su habitación disponiendo uno sobre otro los pedazos en una mampostería improvisada que aparentemente va a incomunicar la habitación con el exterior. Todo esto ante la mirada atónita y los lamentos de una señora ya mayor que vive ahí, y de los lloros de una chica que resulta ser la otra habitante de la casa y su amante. Ambas quedan excluidas en el exterior. Luego, el mismo hombre con un gran combo o martillo despedaza el marco de su ventana y todo el borde de la mampostería de la misma, los pedazos caen hacia un patio interior comunal sorprendiendo a los vecinos y gente del lugar. El hombre grita y gesticula en un lenguaje incomprehensible desde esta nueva gruta que ha aparecido quedando la habitación al descubierto, abierta hace el exterior. Es como si un misil hubiera impactado contra la superficie del edificio. Es la gruta dentro de un medio urbano, el espacio interior queda expuesto al exterior y viceversa.

Expresiones artísticas/cotidianas marginales, que se toman lugares resignificándolos desde una lógica más nómada de vincularse con el territorio. Esta imagen nos invita a seguir concibiendo a la ciudad como ese lugar para los actos creativos y desterritorializantes que permiten la creación plural de los mundos. Solà-Morales dice `Acción; producción de un acontecimiento en un territorio extraño; casual despliegue de una propuesta particular que se superpone a lo ya existente; repetido vacío sobre el vacío de la ciudad; silencioso paisaje artificial tocando el tiempo histórico de la ciudad, pero sin cancelarlo ni imitarlo`.

Realidad y utopía: poder y pueblo

Lilia Lemos Játiva
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No hay democracia. Lo que llaman opinión pública es una opinión mediática, una opinión creada por la educación y por los medios. Ambas cosas interesadas en lo que interesa al poder, porque el poder controla los medios y la educación.

José Luís Sampedro

Seamos realistas pidamos lo imposible.

Herbert Marcuse

 

La democracia es más utopía que realidad y la utopía es más ficción que realidad pero como toda ficción, parte de (al menos) una realidad. Una dura realidad es la del poder: al poder no le interesa la democracia. La democracia es más bien un asunto de la ciudadanía. Y dado que consiste en la participación real y efectiva, no en la manipulación ni el efectismo del poder, podemos decir que parte de la confianza en el ser humano, en sus capacidades para pensar, comunicarse y tomar decisiones.

El asunto de la credibilidad en las personas, que tiene que ver con las posturas sobre la condición (de la especie) humana, puede remontarse a la China de hace 20 siglos. Mengzi decía que había en la condición humana una tendencia congénita hacia la benevolencia, la compasión, la corrección y la justicia; tendencia que si no se cultiva se termina perdiendo. Para Xunzi los humanos seríamos congénitamente agresivos, egoístas y pendencieros; solo la educación y la cultura lograrían superar esas tendencias naturales y llevarnos a la benevolencia. Los dos llegaban, por la vía genética o por la de la cultura y la educación, a la necesaria benevolencia entre los seres humanos para la supervivencia y la convivencia social. Más adelante en la historia, Aristóteles, Sócrates, Platón,  Maquiavelo, Rousseau –entre otros– siguieron pensando en las posibilidades e imposibilidades de la democracia (“el poder del pueblo”), cada vez más relacionada con los derechos humanos, incluido el de la participación.

En Norteamérica, hace dos siglos, en el Estado de Nueva York, hubo una “Gran Ley de la Paz” que establecía límites al poder de quienes gobernaban: los hombres dirigían los ejércitos y las mujeres dirigían los clanes. En el siglo XX desaparecen la mayor parte de las monarquías y las dictaduras, se afianza la autodeterminación de los pueblos y los derechos humanos, en gran medida gracias precisamente a la participación del pueblo en luchas sociales históricas por la libertad, la igualdad y la dignidad. Pero la democracia fue y sigue siendo usada para el simulacro de la libertad que hemos vivido gracias al poder del mercado y/o del Estado, con mayores o menores niveles de represión. Puesto que si no somos libres, no somos. Ser libres es condición para ser. Si no somos libres no hay democracia real posible. Hay simulacro de democracia que es peor que un absolutismo frontal.

Mientras no lleguemos a la anarquía o libertarismo, a la ausencia de poderes –utopía más lejana aún que la democracia–, se requiere que acordemos reglas de convivencia que limiten los poderes y sus abusos, que protejan las libertades. Y para ser libres, debemos poder pensar y sentir libremente. Y luego expresarnos responsablemente. Y convivir armónicamente. Por eso se requiere cultivar la necesidad y la posibilidad de la convivencia libre y pacífica, que nos permita ser plenos, libres, solidarios, creativos, casi felices. Porque el ser humano puede “ser” únicamente en la medida de sus relaciones con los otros individuos, pues los necesita para el amor. Y para asumir en esos marcos las diferencias y enfrentar las divergencias y dialogar y acordar.

Pero de hecho la historia de la humanidad está llena de guerras y muertes, y resulta grato pensar que la evolución del ser humano debería permitir el desarrollo de relaciones de conocimiento y reconocimiento, que generen vínculos de afecto, que posibiliten ese anhelado bien estar propio de toda persona. Y esto en gran medida dependerá del desarrollo de relaciones basadas en el respeto al otro, al diferente, que nos abren a otras posibilidades, que nos permiten crecer como seres humanos. Para lo cual sin duda habrá que tomar algún camino, sendero o trocha que no es este que nos ha llevado donde la democracia sirve para convertirnos en una sucesión de seres poco humanos, poco sensibles, poco inteligentes, poco pensantes, poco solidarios, poco arriesgados, poco amorosos y bastante infelices.

Para Rosana Reguillo, la encarnación de alguna bruja medieval que fue a parar a México, la precarización estructural a la que se ha llegado –con todo y democracia–, y que genera pobreza, exclusión, discriminación, violencia, genera además una precarización en las subjetividades lo cual dificulta –si no impide– la construcción de personas, de libertades, de vidas, de sentidos, de relaciones, de afectos. Quizás por la globalización del poder mundial, la teoría de la democracia en zonas pequeñas donde la gente pueda entablar contacto, conocerse y tomar decisiones libremente por el bien común, siga siendo una utopía. Quizás la pequeña aldea ha devenido en una gran nebulosa. Quizás por esto, a fines del 2017, hayan quemado simbólicamente en Brasil a una reencarnación más de otra bruja medieval, de familia materna húngaro-ruso-judía cuya mayor parte murió en el Holocausto, que fue a nacer en 1956 en los Estados Unidos.

En Brasil, en noviembre de 2017, quemaron una imagen de la feminista Judith Butler. La conferencia que tenía prevista en Sao Paulo era sobre Los fines de la democracia pero parece que el ambiente social se dirigía a que el imaginario imperante leyera La finalización de la democracia más que Los objetivos de la democracia. Más de 360.000 personas firmaron una petición para decir que Butler no era bienvenida en ese encuentro que buscaba las razones del aumento de los movimientos populistas y los desafíos que enfrenta la soberanía nacional en los sistemas democráticos. Judith Butler, a propósito de su quema simbólica, dice:

Estaba invitada a un evento internacional sobre populismo, autoritarismo y la actual preocupación de que la democracia esté bajo ataque… Y la apertura ética es importante para una democracia que incluya la libertad de expresión de género como una de las libertades democráticas fundamentales, que visualice la igualdad de las mujeres como pieza esencial de un compromiso democrático con la igualdad y que considere la discriminación, el acoso y el asesinato como factores que debilitan cualquier política que tenga aspiraciones democráticas. Cuando violencia y odio se tornan instrumentos de la política y de la moral religiosa, entonces la democracia es amenazada por aquellos que pretenden rasgar el tejido social, punir las diferencias y sabotear los vínculos sociales necesarios para sustentar nuestra convivencia aquí en la Tierra.

Imagen: Agencia EFE

Hay entonces casos en los que las expresiones y opiniones del pueblo son inducidas por el poder que manipula el pensamiento y las acciones lo cual dista diametralmente de la participación en la que las individualidades que conforman ese pueblo acceden a espacios de conocimiento, reflexión y manifestación libre y voluntaria que es la única manera en la que la democracia puede crecer y fortalecerse como “el poder del pueblo” para el pueblo, para su libertad y su bien estar.

En Ecuador también la democracia se tambalea. A finales del año pasado, el periodista Roberto Aguilar fue agredido en una de las llamadas fiestas de la democracia, que concentró unas 600 personas:

A inicios de este año, un importante porcentaje de personas que no acudieron al llamado democrático, que contó con poca participación real, partiendo de la confusión que generaron las preguntas en quienes acudieron y en quienes no lo hicieron; hubo cierto tufo a manipulación cubierto con caramelo democrático. No nombrar a Dios en vano, dicen; no nombrar la democracia en vano, digo. Para el poder que vive de mentiras, impunidad y miedo, la otra o a el otro no valen. Y esto no es lo peor. Lo “peor de lo peor” es “la cantidad de cómplices que necesita y que efectivamente tiene un abusador para conseguir su impunidad”, como dice, en Página 12, otra bruja: Malena Pichot. Así, la democracia resulta una gran mentira, lo cual es una gran verdad. Y no dejará de ser una utopía si no logramos asumir la democracia como el sistema que puede permitir el desarrollo del ser humano a partir del goce de oportunidades de crecimiento para la actuación libre y criteriosa.

Si pensamos, entendemos y asumimos a la democracia como la posibilidad de “mantener encendida la esperanza por una vida común no violenta y el compromiso con la igualdad y la libertad, un sistema en el cual la intolerancia no se transforma en simple tolerancia, pero es superada por la afirmación corajosa de nuestras diferencias” como propone Judith Butler, la utopía de la democracia podría ser cada día más una realidad. Y la paz podría llegar a ser más que una noche al año.

 

Imágenes
Unsplash: Sacha Styles; Jeremy Cai

Democracia, el juego epicúreo

Carlos Reyes

 

El siglo que acaba de empezar exhibe una confusión con marca propia, fuertemente identitaria y victimista, resistida con algo de éxito quizá solo hasta finales del XX, y que afecta de manera particular lo que se discute como democracia. Si la posmodernidad se obsesionó por apabullar a la Ilustración –la instancia que da forma a la democracia moderna– por el atrevimiento de postular que la humanidad logre su adultez, y así valerse por sí misma, lo que sucede en estas décadas aparece como una abdicación de aquella ambición.

Pocas invenciones estrictamente humanas (ilustradas) como la democracia gozan aún la consideración de ser asumidas como virtuosas. Asimilada en el concepto de justicia –y con más fuerza aún en la llamada justicia social– la democracia es elevada, por sobre la mayoría de sistemas, como aquel que ayuda a satisfacer las necesidades humanas de manera excepcional. Las virtudes de la democracia le permiten, por decirlo de alguna manera, lograr consenso sin deliberación sobre su utilidad como sistema. Sin embargo, el descontento ciudadano contemporáneo con la democracia –a pesar de su contribución en múltiples logros globales– se muestra progresivo, y esto quizá se deba a la confusión que impregna estas décadas tempranas. Esta confusión tiene que ver con su posibilidad y sus límites.

Poco antes de su expansión –por el colapso urgente del socialismo soviético y el martilleo que picó la cortina de hierro– la democracia se daba como posibilidad en dos vertientes, una “liberal” y otra “popular”. La posibilidad democrática era entonces mayormente aquella de la competencia entre dos sistemas, contrapuestos en términos de logros económicos y de bienestar relativo. Una vez que el mundo pudo apreciar la magnitud del experimento igualitarista en manos del partido único, se pudo ver cómo operaba la imposibilidad democrática y la muerte de toda política. Hasta entonces todo quedaba más o menos claro. A partir de la década del 90 la deriva –más socialdemócrata que liberal– de la propia democracia se planteó como la superviviente de las revueltas y los paseos de tanques por las calles de Europa del este. Al finalizar las protestas la democracia no solo era posibilidad, sino que fue imperativa.

Tras el remezón la demanda “popular” exigió al sistema triunfador que arroje prontamente los beneficios socioeconómicos cuya conformación había tomado largo tiempo y sacrificios. El repliegue de la democracia “popular” fue solo una etapa de recomposición que prontamente impugnaría toda democracia y se atrincheraría en las concepciones más utilitaristas de la justicia. Los huérfanos del desmantelamiento del gran aparataje antipolítico del socialismo en poco tiempo resurgieron y se propusieron hacer algo con la democracia.

Con la aparición en 1971 de A Theory of Justice se puede apreciar la corriente de pensamiento que buscaría arbitrar los resultados de la disputa antes descrita, y que orientaría lo que sucedido con la posibilidad democrática décadas después. En su Teoría John Rawls se propone, entre otras metas, refrescar el debate sobre la justicia, y lo hace a vísperas del surgimiento de lo que algunos llaman sociedad post industrial. El momento en el que emerge A Theory no podría acaso ser más oportuno, en tanto la mecanización y la computación inicial de toda industria avisaba con buena anticipación que lo laborista tendría los días contados, y que en poco tiempo el obrero no requeriría trabajar, sino programar el trabajo.

El doble carácter kantiano y contractualista de A Theory regresa al tema clásico de los principios universales (Kant) asentados en la breve tradición democrática ilustrada, y habla de varios compromisos que, según su autor, son imprescindibles para enlazar la autonomía individual con lo social. La teoría/propuesta de Rawls –puede decirse a día de hoy– ha sido la elegida mayormente por las actuales democracias; los regímenes políticos contemporáneos plasman, con sus diferencias, los principios de redistribución y equidad (fairness) que plantea A Theory. Sin embargo, aparte de los problemas que se ha señalado sobre la propuesta de Rawls (algunos ejemplos en las críticas de Sullivan y Pecorino, McCabe o Dasgupta) surge el de la democracia como reflejo de la justicia social. La justicia es el marco común de entendimiento social y la democracia sería su apéndice, su efecto. Por esta vía de razonamiento, ¿habría acaso algo imposible para la democracia cuando lo que está en juego es la satisfacción de la justicia? Y por el mismo camino, cuando entre otros requisitos la democracia requiere adquirir un carácter de tradición para mantenerse vigente, ¿qué clase de tradición democrática se encargaría de administrar justicia en un contexto de recelo (si no cólera) ante cualquier tradición?

En la justicia de A Theory la responsabilidad moral formula varias reglas de convivencia pensadas para atender al otro-como-si-fuera-yo-mismo. Rawls alienta a considerarnos unos a otros e invoca contratar una justicia que se encargue especialmente de unos otros vulnerables a la mala suerte. La justicia social debe procurar “ser justa” con los menos favorecidos, ante unos potenciales “podría-tocarme-una-situación-injusta”. A la manera de Epicuro, la justicia social de Rawls apela a la evasión del sufrimiento como lo primordial, pero en el caso del profesor de Harvard se agrega un tono ciertamente piadoso. Con este insumo la democracia resultante tendrá que elaborar normas y facultar al Estado para regular las relaciones sociales. Así, el tipo de justicia que inspire la democracia se enfocará en vigilar la satisfacción de la víctima. Según A Theory of Justice, «Hay, entonces, otro sentido de nobleza obliga: a saber, que aquellos más privilegiados probablemente adquieran obligaciones que los vinculen aún más fuertemente a un esquema justo» (p. 100). El sentido que propone Rawls para hablar de privilegios sugiere que los ciudadanos son diferentes por sus responsabilidades. Los ciudadanos-víctimas están menos sujetos al esquema de justicia que el resto. Posteriormente, cuando esta forma de justicia inspira la práctica democrática la victimización es un insumo importante de credibilidad electoral. Para hacer justicia es requisito entonces elegir a perseguidos, olvidados y oprimidos, mostrarse como uno de ellos para concursar; o anunciarse como su representante. Con el afán de minimizar la penuria, el juego epicúreo de la democracia obtiene del resarcimiento una de sus materias principales de acción política.

En torno a la democracia se pone en marcha el juego de todas las reivindicaciones imaginables como artilugio electoral, y he allí la primera parte de la confusión contemporánea: ¿cómo la supuesta virtud democrática provoca malestar? ¿Cómo lo que está pensado para sosegar es –o parece– injusto? La victoria electoral, resultante de este tipo de justicia, faculta al ganador a proponerse reingenierías institucionales en nombre de lo social. Pero además aquello descubre que la victimización no es patrimonio de ningún partido: todos pueden ser víctimas y competir en campaña con esa consigna. El candidato-víctima recurrirá a tópicos sobre su supuesto victimario refiriéndose a este como opresor, poderoso, indolente, capaz de afectar a los más vulnerables, dispuesto a afectar la grandeza del país, presto a ofender a la patria.

Si en un tiempo hubo unas cuantas variaciones políticas en la discusión sobre cómo utilizar el sistema democrático de la mejor manera, tras el desplome de finales de los noventa, la oferta se multiplicó de manera impresionante. Desde los partidos (populares, radicales, nacionales, plurinacionales, patrióticos, humanistas, constitucionalistas, reformistas, revolucionarios, locales, regionales, liberales, demócratas), desde cada color político y agrupación de la sociedad civil (verdes, naranjas, morados, aliados, concertados, unidos, coaligados, libres, unionistas, frentistas) y también desde la academia, la democracia se ofrece en versiones ilimitadas.

Con la gran disponibilidad de variantes democráticas los límites del sistema ya solo se dan en torno a lo que se dice de ella, con lo que se promete en su nombre. Dice Tocqueville en La democracia en América que “en los pueblos democráticos el público goza de un poder singular que en las naciones aristocráticas es inimaginable. No persuade, sino que impone sus creencias y las sugiere en las almas por la presión inmensa del espíritu de todos sobre la inteligencia de cada uno” (T. II, p. 23). El poder de un “público” habilitado por lo democrático es inimaginable, advierte Tocqueville, y por ello también escapa a lo decible, a cualquier límite que pueda buscarse en la propia democracia. En torno a lo que se puede decir, Wittgenstein nota que aquello indecible, para lo que las palabras no ofrecen sentido (senseless) es mejor callar, e incluye en esto a la política. Porque todo lo que se diga sin aportar a la comprensión del mundo acaba creando confusión. En política lo que se dice actualmente que hace la democracia, en lugar de aclarar sus servicios logra disolver su sentido más general: convierte toda política en insignificante (meaningless).

La democracia, ya sea participativa, social, directa, representativa, liberal, delegativa, autoritaria, parlamentaria, etc., depende invariablemente de la forma de justicia (social) que impere. ¿Y entonces qué aporta significativamente toda esta adjetivación al concepto y a su práctica? El juego epicúreo de la democracia, luego de seleccionar a las víctimas más apropiadas, se dedica a impartir justicia social sin importar la organización política en el cargo. Y lo hace sin límites. Un reflejo de ello es el engorde normativo de las democracias más entusiastas con la justicia social; en ellas se dictan con facilidad nuevas y gruesas leyes redistributivas y códigos equitativos, prestos a asistir al ciudadano-vulnerable, convirtiéndolo en “dependiente”. El doble problema de la democracia (su posibilidad y límites) radica en su desbordamiento victimista y luego en la supuesta pluralidad de sus significados. Esto no quiere decir que la democracia debería imposibilitarse o limitarse, sino que los oportuno sería exponer el juego asistencialista de intereses que se pasea actualmente como si fuera lo justo.

Si las posibilidades de la democracia no se piensan desde lo justo, sino con motivos justicieros, y si no hay una discusión ciudadana que pueda racionalizar la multiplicidad de ofertas democráticas (más allá de dejar que “hablen las urnas”), el sistema ilustrado de representación y elección no hará mucho más que lo que circule como socialmente justo. Es hacia la justicia y una crítica sobre cuán pertinente es su carácter social-victimista-asistencial que tendría que dirigirse el debate sobre la  posibilidad y límites de la democracia. La abdicación de la ambición ilustrada de adultez es probablemente el reto más interesante que se de en las democracias contemporáneas. Por lo pronto, dichas democracias no hacen sino expresar lo que las confusas ansiedades mileniales consideran “justo”, en el juego del descontento ciudadano.

 

Imagen: Dariusz Sankowsk / Pixabay

El error de Epimeteo

Fernando Albán
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El mito de la democracia

En el segundo tomo de la Historia de la filosofía, una vez que se ha expuesto el lugar que los sofistas ocupan en el ámbito del pensamiento griego, Hegel prosigue con la exhibición del método que empleaban, de su modo de proceder, y, para ello, se remite al Protágoras de Platón. La sofística no consiste, solamente, en el cultivo de la destreza expositiva, como tampoco cree que la multiplicación de los puntos de vista para enfocar en todos sus aspectos un determinado problema es suficiente. El arte de los sofistas exige, además, ser velado y disfrazado de diversos modos. Homero y Hesíodo practicaron la sofística bajo la forma de la poesía; Orfeo y Museo la envolvían bajo el ropaje de los misterios y los oráculos; otros recurrían a la gimnástica o a la música. Protágoras, sin embargo, prefería no esconderse. Para enseñar al hombre a regentar del modo más hábil los asuntos de Estado, Protágoras afirma que es preciso confesar abiertamente que se es un sofista. Sócrates, al escuchar que la virtud política puede ser enseñada, no oculta su descontento e inconformidad; arguyendo como un sofista, invoca, como apoyo para su tesis, a la experiencia: Pericles, que dominó el arte de la política, nunca intentó transmitir esta ciencia a sus hijos. El arte de la política carece de discípulos.

Protágoras responde que es posible enseñar la virtud política y, para explicar cuáles son las razones que empujan a creer lo contrario, recurre a la máscara del mito. En respuesta a un encargo de los dioses, Epimeteo repartió entre los seres el vigor, la velocidad, la fuerza, el pelaje, las cuevas, la capacidad de volar; concluyó su distribución con la mayor igualdad posible, de tal manera que ninguna de las especies pudiera ser destruida. Prometeo, al revisar la distribución que Epimeteo había hecho, se percató de que los hombres yacían desnudos, inermes e impotentes. La falta de previsión de Epimeteo había determinado que ya no quedara nada que entregarles a los humanos cuando llegó su turno. Prometeo, entonces, al acercarse el momento en que los humanos debían salir a la luz, robó a Hefaistos el fuego y a Atenea la sabiduría, y se los entregó para que pudieran hacer frente a sus necesidades. Pero, al carecer los mortales de sabiduría política, su vida quedó a merced de la discordia. Fue entonces que Zeus, movido por la compasión, ordenó a Hermes que les infundiese pudor y justicia con el propósito de que pudiesen construir ciudades y anudar lazos de amistad. Hermes preguntó si los dones debían ser repartidos entre algunos hombres solamente; Zeus respondió que debían ser entregados a todos por igual, pues ninguna comunidad social puede subsistir si solamente unos cuantos poseen dichos dones. De ahí que, en Atenas, cuando se trataba de tomar acuerdos sobre los asuntos del Estado, todos estaban en capacidad de intervenir.

Lo que resulta paradójico es que, una vez concluida la exposición del mito por parte del sofista, las mismas razones permiten sostener que la virtud política —es decir, el pudor y la justicia— puede y no puede ser enseñada. De ahí que Protágoras afirme, siguiendo el sentido fundamental del mito, que todos los seres humanos son igualmente susceptibles de adquirir, por medio de la enseñanza, el arte de la política. De cualquier manera, se enseñe o no, lo esencial del mito es que la virtud política es la cualidad general de todos los hombres. Esto se torna evidente cuando Protágoras señala que nadie se rehúsa a enseñar a los demás lo que es justo, como tampoco a mantener en secreto la ciencia de la política como si fuese un bien al que se posee de manera privada. La justicia es un bien que se posee en común, y, por lo tanto, en lo que atañe al arte de la política, «todos son enseñados por todos» (Hegel, Historia de la Filosofía II). Posiblemente, consideraciones similares son las que llevaron a Jacques Rancière a sostener con insistencia que la democracia, antes de ser un “régimen político”, es el régimen mismo de la política. Siguiendo esta premisa, la política no puede sustentarse en desigualdades naturales o sociales; de ahí que «la condición para que un gobierno sea político es que esté fundado en la ausencia de título para gobernar» (Rancière, El odio a la democracia). La democracia, como régimen de lo político, revela que la igualdad —el pudor y la justicia que se posee en igual medida— se convierte en el fundamento del poder común. Solo entonces la legitimidad de un gobierno depende del estricto hecho de ser político; es decir, de carecer, en el ejercicio de gobernar, de título o de fundamento legitimador. La democracia está regida, tal como lo entiende Rancière, por la «ley de la suerte». La institución democrática por excelencia, entonces, es el sorteo.

El mito del político

En el Político de Platón, se define a la «política» como «el arte de apacentar hombres». Y es indiferente si se califica a la política como arte o como ciencia, puesto que, en cualquier caso, es indispensable el conocimiento para conducir al rebaño. De ahí que el hombre político —el filósofo— haya sido también relacionado con el cochero, al cual, gracias al saber que posee, se le entregan las riendas de la ciudad. Pero, al ser el político un tipo determinado de pastor, es necesario diferenciarlo de todos aquellos que destinan su labor a la crianza del rebaño humano. Con este propósito, Platón se sirve de un extenso mito que trata sobre la reversión periódica del universo y sobre el impacto que este evento tiene en la configuración de la vida humana. Cuenta el mito que, en la época de Cronos, dios personalmente conduce el movimiento circular del universo, mientras que, en la época de Zeus, el universo está a su propia merced; es, en esa libertad, que el universo empieza a circular en sentido retrógrado. Al principio, cuando el dios regía el movimiento circular, todas las partes del mundo estaban distribuidas y apacientadas por diversos dioses. Es así que, en la época de Cronos, los humanos carecían de regímenes políticos y brotaban espontáneamente de la tierra de la que recibían una profusión de frutos. En la marcha retrógrada del universo, la raza nacida de la tierra desapareció por completo, pues ya no le era posible al ser vivo nacer y subsistir por acción de agentes exteriores. Al ser el mundo amo y señor de su nuevo curso, todos los seres recogidos en su seno debían enfrentarse a la misma suerte. De este modo, una vez que los hombres se quedaron privados del cuidado de los dioses, fue necesario que el político cuide de ellos.

En el período en que dios dirige la marcha del universo, este se comporta siempre de manera idéntica y se mantiene en conformidad consigo mismo, pues la inteligencia logra imponer un pleno dominio sobre el elemento corpóreo. Por el contrario, el universo de la época de Zeus está abandonado a su suerte y, por lo tanto, las cosas que anidan en él se encaminan a su corrupción; se trata de un mundo más heterogéneo y que participa cada vez menos del ser. Librado a sí mismo el universo degenera en una organización cada vez más confusa que lo arrastra hacia la región en la que prima la desemejanza. Hoy vivimos en el período cósmico que resulta del abandono del dios; época en la cual, por lo demás, son indispensables las ciudades en cuyo ámbito se suscita el problema de la política y del político. Precisamente, el político es el relevo del dios en la época retrógrada, puesto que posee «una ciencia relativa a las acciones» que lo vuelve apto para apacentar al rebaño humano. Gracias a la posesión de la ciencia, el político es capaz de mesurar el más y el menos, no solamente en su relación recíproca, sino «con la realización del justo medio». Es decir, el político mide teniendo en cuenta la relación que una acción guarda con la medida justa, absoluta. Además, la posesión del patrón absoluto —la justa medida— es lo que permite al político colocarse por sobre la ley y justificar, al mismo tiempo, el carácter absoluto del poder. De ahí que, el único límite del político sea el que brota de su propio saber. «Por necesidad, entonces, de entre los regímenes políticos, al parecer, es recto por excelencia y el único régimen político que puede serlo aquel en el cual sea posible descubrir que quienes gobiernan son en verdad dueños de una ciencia y no sólo pasan por serlo [como el sofista]; sea que gobiernen conforme a leyes o sin leyes, con el consentimiento de los gobernados o por imposición forzada, sean pobres o ricos, nada de esto ha de tenerse en cuenta para determinar ningún tipo de rectitud» (Platón, Político).

Solo el régimen político fundado en el saber de un único individuo es auténticamente político, pues «ninguna muchedumbre de ningún tipo sería jamás capaz de adquirir tal ciencia y de administrar una ciudad con inteligencia» (Político). Y, en cuanto a las otras formas de gobierno, no resultan ser más que imitaciones del régimen perfecto en el que gobierna un solo político dotado de ciencia. Esta forma perfecta de gobierno, la única legítima para Platón, funciona como patrón para juzgar a las otras, bajo el criterio de mayor o menor proximidad respecto de esta forma de gobierno ideal. En la estructura jerárquica que se despliega a partir del arquetipo ideal, los regímenes «que están regidos por buenas leyes» tienen la virtud de imitar de mejor manera al régimen absoluto, aun si no llegan a ser considerados como propiamente políticos. Esta exclusión, del ámbito de la política de los regímenes basados en la «función legislativa», se debe a que la ley, por su alcance universal abstracto, no puede dar cuenta de «las desemenjanzas que existen entre los hombres, así como de sus acciones», puesto que ningún asunto humano es estático. Es decir, la ley procede como si fuese un hombre fatuo que dice no a todas las iniciativas que sean ajenas a las disposiciones elaboradas por él. En consecuencia, el legislador no está en condiciones de «atribuir con exactitud a cada uno en particular lo que le conviene».

El político es el encargado de superar el límite inherente a la ley, reduciendo el movimiento retrógrado que separa la época de Cronos —lo universal abstracto— de la de Zeus —lo particular concreto—. El Político de Platón configura el escenario propicio para que el gobernante prescriba la justa medida para cada acción humana. Se trata de la configuración de una vida en la cual las reglas se encuentran tan ajustadas a las acciones de los individuos que terminan sumiéndolos en la esclavitud. De ahí que el efecto de la acción del Político consista en hacer que la regla se confunda con la realidad, solo entonces aquella resulta incuestionable. La regla, dice Castoriadis en Sobre el Político de Platón, no debe adherirse a nosotros como la túnica de Neso se adhiere al cuerpo de Heracles. Y este muere porque es una túnica envenenada. Solo podríamos apartarnos de las reglas arrancándonos la piel.

Dos mitos, dos sentidos antagónicos de la política. El Político real cuyo gesto consiste en hacer de «su arte ley» y Protágoras, el sofista, hombre democrático cuyo ser es la palabra: virtud poética que reposa en la confianza; confianza, por ejemplo, en la igualdad de las inteligencias. Al final del Protágoras, Sócrates reconoce que el engaño de Epimeteo hizo que reine la confusión. Así, una vez concluido el diálogo no es lícito afirmar si la virtud política puede ser enseñada o no, como tampoco se puede saber si el engaño de Epimeteo «en la distribución que hizo» fue el efecto de un descuido. Epimeteo, por descuido o por error, hace que la confusión reine por todos lados, su gesto recuerda oscuramente que la democracia, más que una forma de gobierno, es la irreductible ingobernabilidad sobre la que todo arte de gobernar se funda. La democracia es el régimen de la política sin el político.

 

Imagen: Carl Raw on Unsplash

Entre el horror y la democracia, la comunidad

Ruth Gordillo R.
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“El infinito del abandono”, “la comunidad de los que no tienen comunidad”.

Blanchot. La comunidad inconfesable

 

A Georges Bataille se le atribuye un texto breve titulado La unidad en llamas. Lo copio aquí para traer a la comunidad y dejar que ella hable; lo hago porque creo que en estas palabras, se determina aquello que se ha olvidado cuando se dice “democracia”; pero, sobre todo, porque en este olvido se cierra la posibilidad de constituirla; digamos que la unidad, supuesto de la democracia, se enciende y consume en los arrebatos de la masa informe que se reúne ‒como dice P. Lacoue-Labarthe en la Conferencia El horror occidental en torno al mito fundador, el mito de la verdad, verdad anterior a “toda demostración y a todo protocolo lógico”.

El primero de los dos párrafos que componen el texto de Bataille dice:

…un sentimiento de la unidad en comunión. Es el sentimiento que experimenta un grupo humano cuando se representa a sí mismo como una fuerza intacta y completa; surge y se exalta en las fiestas y en las asambleas: un profundo deseo de cohesión la eleva entonces sobre las oposiciones, los aislamientos, las rivalidades de la vida diaria y profana.

¿Cuál es la fuerza que propicia la unidad y dirige a los grupos humanos a la comunión? Para Bataille es el principio de la insuficiencia que determina a cada uno; principio que, en La comunidad inconfesable, Blanchot, define en la “impugnación” del yo, resultado de la exposición al otro. El acto desesperado y casi suicida que destina a cada uno en dirección de los otros, lleva consigo el deseo de comunidad; pero, ¿es posible elevarse sobre las pulsiones narcisistas que constituyen nuestros parajes íntimos y secretos? Parece que no, o que, al menos, cuando se consuma la reunión, en la fiesta o en la asamblea, solo se logra una suerte de simulación que da lugar al aparecimiento del “nosotros”, portadores de la verdad que se manifiesta en la unidad. “Nosotros”, los que hablamos la misma lengua, pensamos igual, decidimos en un solo sentido, adoramos al único dios, sabemos hacer, en fin, “nosotros”, verdad hecha carne, erigidos sobre los hombros de una masa ahora uniforme. De esta manera queda dispuesta una escena donde la voluntad del grupo legitimará todo acto y, donde los personajes surgen de cuerpos fantasmagóricos fundidos en el miedo al otro, miedo que termina por destruir la posibilidad de la comunidad.

¿Por qué esto es una simulación? ¿Qué es lo que se decanta de la cohesión del grupo? Sade da cuenta de todo ello, muestra cómo los lazos ‒que son el subjectum del tejido de cuerpos que constituye la masa uniforme‒, se tensionan entre las pulsiones que desbordan el deseo de cohesión y los límites definidos por ese mismo deseo; entonces la violación, la transgresión, el goce en el dolor del otro, hacen posible que el narcisismo reclame su lugar y aproveche la cercanía del otro para asegurarse y persistir. Hemos quedado en medio de una paradoja; lo que nos une destruye nuestra corporeidad y espiritualidad; el resultado, dirá Pierre Klossowski, ‒en uno de sus textos de la revista Acéphale‒ es un monstruo que comete “asesinatos orgiásticos”,  paroxismo de la masa cuya felicidad no consiste en el disfrute sino en la destrucción de los objetos [los otros] “destruyendo su presencia real”. La incapacidad de producir una comunión que consolide la felicidad como goce, sin la destrucción del otro, es el horror.

En este punto una pregunta se impone: ¿es posible la comunidad? La respuesta es no si la condición de la comunidad es el obrar juntos ‒ “nosotros obramos” en este o en este otro ámbito; sin embargo, como hemos visto, lo que se construye desde el “nosotros”, lleva consigo la fuerza de la pulsión que se manifiesta en la violencia contra el otro. El asunto, por tanto, debe llevarse a otra escena, esta vez definida en la deconstrucción del “nosotros” y en lo que ella efectúa, es decir, en el des-obrar. Blanchot reconoce en Bataille una transmutación de los medios y de los fines que se juegan en el deseo de cohesión; la comunidad se consigna a la muerte del prójimo y, en ese gesto, des-obra, se constituye en comunidad de seres mortales en tanto “asume la imposibilidad de su propia inmanencia, la imposibilidad de un ser comunitario como sujeto”. La deconstrucción se cumple en la medida de la desustancialización de este sujeto y de la ley que se funda para sostener la cohesión del grupo.

El segundo párrafo de La unidad en llamas se escucha así:

En el momento en que la muchedumbre se dirige hacia el lugar en donde se la reúne con el ruido inmenso de la marea ‒ “con un ruido de reino” ‒, se oyen por encima de ella voces resquebrajadas; no son los discursos que escucha los que la convierten en un milagro y lo que la hacen llorar secretamente, sino su propia espera. Porque no exige solamente pan, porque su avidez humana es tan clara, tan ilimitada, tan terrible como la de las llamas ‒exigiendo antes que nada que ella SURJA, que ella sea.

La clave de este segundo párrafo está en “antes que nada”. Aun cuando Bataille escribe con mayúsculas SURJA, nade dice del deseo de la muchedumbre si no se entiende qué deber ser “antes que nada”. El tiempo del surgimiento, ¿no es acaso chronos? La escena que se distribuye en él ¿no es la de la mímesis, de la re-presentación, de la simulación? Si es así, la espera ‒solo en tanto des-obrar‒, escande el tiempo y provoca la abertura por la que las llamas se alzan para reducir a cenizas “el apogeo de la civilización en crisis”, civilización que poco a poco desplaza el deseo de cohesión por el desarrollo de dispositivos de coerción sostenidos en la estructura de la democracia; la escritura de Bataille asesta un golpe final [que hace rodar la cabeza]: “Al sentimiento fuerte y doloroso de la unidad comunitaria sucede la conciencia de ser engañados por la impudicia administrativa, por los agentes policiales y de los cuarteles; también por los despliegues de suficiencia y estupidez individuales que son aterradores”; este es el rostro y la figura del horror que procura la historia de los estados democráticos; figura de horror por su pobreza, por la banalización de la finitud, por la precarización de las condiciones materiales de la existencia de los seres humanos y por la destrucción de la naturaleza que ya no resiste otra conquista.

Finalmente, ¿qué dice la muchedumbre en la espera? Veamos. “Que ella sea”, como en el acto creador de la voluntad divina, voluntad que ahora reside en el deseo de la comunidad, deseo de fundar un reino arrebatado a los dioses por la escritura de Bataille cuando decreta el des-orden de La conjuración sagrada, origen del Acéphale: “SOMOS FEROZMENTE RELIGIOSOS”, dice, y llama a la guerra. ‒ ¿Contra quién? El eco de la pregunta se suma al ruido de reino; por un momento formo parte de los que esperan y, podría decirse, que el lugar en el que aguanta la pregunta es la democracia; ella ofrece la seguridad de una ley que iguala y hermana; en la simpleza de su ofrecimiento reside la condición de posibilidad de la comunidad, es decir, de su propia posibilidad porque, la voluntad de comunidad es la condición de la democracia. En la paz que promete, cada uno guarda silencio, se inmoviliza, sostiene la mano del otro sin mirarlo, sin saber quién es; y, en ese instante, justo cuando “nosotros” nos disponemos a dormir y a soñar felices, la muerte reclama el reino y se presenta como única condición: “trascendencia finita”, dice Lacoue-Labarthe. De esta manera una transcendencia otra irrumpe en la inmanencia y en la sustancialidad del mundo y de la comunidad, es kairós, el acontecimiento por excelencia que Blanchot restituye en la comunidad de los amantes. Esta comunidad se constituye en todas las formas de relación hasta ahora negadas en el reino de la democracia; lo hace en la literatura, en la declaración de impotencia del pueblo, en la utopía, en la soledad de los sin comunidad, en el vacío de las piernas abiertas de Madame Edwarda, en el amor compartido de Tristán e Isolda, en fin, en la des-obra.

 

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