El dispositivo de la fe

Álvaro Carrión
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La fe califica la cerrada cesión de la voluntad a un sistema de ideas, a la admisión de aquello que dice una autoridad o una institución. En definitiva, la credulidad en un otro, sin ningún género de oposición. Precepto que tiene mucho de exceso, y que aparece reflejado en unas conductas que se allanan a lo canónicamente aceptado. Pico della Mirandola propone que “la fe consiste en creer en las cosas que son imposibles”. Parece, por lo visto, haber algo que liga a la fe con la creencia en fenómenos que subvierten las leyes de la naturaleza, como los milagros y la revelación ¿Es esto lo que lleva a situar a Descartes como el primer filósofo de la modernidad?, ¿es la exigencia de la duda metódica, la que lo ubica como el iniciador de un nuevo momento de la historia?

Modernidad o no modernidad, la fe parece gozar de un lugar que la hace inexpugnable frente a los embates de la razón y la evidencia de un mundo cada vez más complejo, vertiginoso, comunicado y dependiente de la tecnología. Tal vez el movimiento de cambio sea tal, que la necesidad de algo que perdure de manera absoluta se busca de forma obstinada, para detener la vorágine del tiempo. A la par que lo que se desconoce es de tal dimensión, que la ilusión de contar con parámetros fijos y ligados a lo ya sabido alimenta una suerte de pereza intelectual que torna obvias cuestiones como las guerras, las hambrunas, las muertes violentas, las migraciones forzadas, la corrupción de cualquier género, la exclusión, la crueldad e infinidad de otras calamidades provocadas por el hombre, sin una mayor reflexión con respecto a las causas.

La holgura de una subjetividad, como pura certeza de sí mismo, que torna interior a la vez que profunda la trama del sujeto y de la universalidad, aparece con Pablo de Tarso y el cristianismo, el que enfrenta, asimismo, de manera irreconciliable la fe a la razón. Es más, el desafío de la fe al pensar y al deseo aparece subsumido en una feroz imposición del poder por sobre el sujeto, del que se sirve para fines no racionales y afines a un orden que ciñe el deseo y tritura la razón: ¿se puede pensar en algo tan inaudito como ser bienaventurados por ser pobres y alegrarnos de tener hambre nosotros y nuestros hijos, porque en el reino de los cielos esa hambre será colmada con creces, o rogar por nuestros enemigos y dar la otra mejilla a quien nos ofende? “Al que ya tiene se le dará, y al que no tiene se le quitará incluso lo que tiene” dice Marcos el evangelista. Sin embargo, ¿se puede pensar en algo así?

Nietzsche, en un texto elocuente de Humano, demasiado humano, muestra su perplejidad frente al repicar de las campanas de una iglesia, mediante las que se llama a los fieles cristianos a conmemorar la muerte de un judío crucificado hace dos mil años, que se decía hijo de Dios. Hijo de un Dios inmortal que procrea vástagos con una mujer mortal. El hijo que augura que el fin del mundo está próximo y demanda que se deje el trabajo y la administración de justicia, en función de aquello que acaecerá de manera inminente. Un predicador que invita a sus seguidores a beber su sangre y es víctima de una justicia que toma a este inocente como víctima propiciatoria. El Filósofo alemán dice sentir un escalofrío frente a una fe que se funda en algo así, cuando el espíritu moderno ha alcanzado los más altos logros en cuanto a la exactitud de la aseveraciones y a las pruebas que las sustentan.

¿Es la fe la que da un lugar a algo como lo que enuncia Nietzsche?, ¿qué esta en juego en lo que denominamos fe, para que sea lo que sea lo que se muestre ante los ojos y oídos, lo que se señale con el lenguaje, tenga una eficacia tal que desvirtúe toda mediación posible que ponga en cuestión aquello que es materia de la creencia?

¿Nos llama la atención que digamos en lo cotidiano que el sol sale por el oriente y se oculta por el occidente? Al menos parece un anacronismo, si partimos de la “Nueva Ciencia”, pero, así y todo, es tan vigente como las “guerras santas”, los “bombardeos humanitarios”, “los ataques preventivos”, etc. Parecen una suerte de oxímoron, en el que no nos detenemos, tanto como la retórica que muestra de manera magistral Orwell: “La guerra es la paz”; “La libertad es la esclavitud”; “La ignorancia es la fuerza”.

El monopolio sobre la fe no lo tienen las religiones, es también el del ámbito político, el de la ideología, el de la tradición, que lleva a disponer los sucesos dentro de un acontecer pensado como natural. A esto se puede añadir que en el intento de secularizar el concepto teológico de fe, la filosofía ha buscado, como es el caso de Kant, servirse de la idea de una fe racional. Para Kant, la fe racional sostiene la idea de bien en la Critica a la razón práctica, como idea regulativa, lo que no significa que la idea de bien tenga un contenido a priori, ya que el bien, como fruto del actuar moral, es, de manera invariable, un post. En el caso de Jaspers, la fe filosófica es el soporte de un pensar genuino, como sostén que vincula a este con el sustrato del Ser. Mas, la exigencia de rigor filosófico pone en entredicho su postura y le enfrenta a un cumulo de callejones sin salida. En el caso de Hegel, la cuestión de la fe cobra una excepcional dimensión en su agudo análisis.

La fe se encuentra, para el filósofo de Stuttgart, plasmada en el saber que se hace presente como un factum. La fe  se halla inmersa, de manera soterrada en el saber, en la certeza sensible, en la percepción, en la representación y el concepto.  Es solo en el concepto que la fe se constituye en mediación absoluta, al establecerse  como superación de un saber que no se sabe como creencia, y al que se opone toda deliberación de la razón, que no puede sino ser libre. Kierkegaard se opone a la postura de Hegel, ya que considera, desde la perspectiva de la existencia, que ningún conocimiento puede franquear aquello que la fe comprende. Hay entre fe y razón una discontinuidad insalvable, y el hombre en su condición de tal, vive una suerte de desgarro y desasosiego, debido a que se encuentra atado, por un lado, a lo objetivo que es a la vez contingente y, por otro lado, a un objeto de elección suprema. El sentimiento de incertidumbre, que rezuma el planteo del filósofo danés, permite vislumbrar la compleja interioridad subjetiva de la fe.

Hay un punto que interesa remarcar, que es algo distinto a lo que las religiones predican, lo que el discurso político afirma, o la ideología como ilusión defiende y la tradición estipula, sin descartar los intentos de reflexión sobre la fe desde la órbita filosófica. Interesa el hecho de la fe, la que se sitúa en un lugar que da sustento a la creencia. Es, como contracara, una posición frente a un discurso, a una concepción del mundo, sea la que sea. La fe como un conjunto de “certezas”, que son tales, en la medida que entra en escena la fe: una suerte de tautología. ¿Qué es lo que sostiene a la posición de la fe?, ¿cuál es la mecánica que pone en acción el mecanismo que alimenta la fe?

En el caso de Spinoza, podríamos decir, el ser humano se encuentra en  una situación, a partir de la cual, vislumbra la precariedad del mundo de la vida, por lo que prefiere buscar la protección de la religión para sortear las contingencias de un orden que le supera. Pero, ¿a qué costo? Ya que, “las religiones podrán otorgar consuelos al hombre, pero se trata de un consuelo que solo se consigue a costa de la estupidez” (Ética, V, Prop. XIX). Es el costo del intercambio simbólico entre la religión y la fe, a la vez que es el costo simbólico de todo sistema de ideas, que sea asumido sin posibilidad de crítica y de distancia. Es así que Spinoza exige a la razón, como tarea, hacer uso de su fuerza, de su potencia de existir, para dar respuesta a los problemas que le presenta la existencia. Es apropiarse no solo de la existencia, sino del existir, que es en sí mismo potencia. Tampoco la vida, que es vida relacional, puede abstraerse de la potestad de cada individuo para hacer uso de su razón. De allí la importancia que cobra para Spinoza la democracia y, en especial, el laicismo.

Si partimos de El porvenir de una ilusión, podemos situar, en un inicio, al desconocimiento como la mayor fuente de incertidumbre. Por ende, la incertidumbre por aquello que se desconoce lleva al ser humano a volcarse sin condiciones, de manera crédula y sometiéndose a los dictados de un discurso, un líder, una institución, etc. Esto, en la medida que la seguridad que recibe el ser humano, de una respuesta que copa toda pregunta y elimina lo incierto, sortea la angustia vía desmentida y, de esta suerte, provee la salvaguardia esperada. Así mismo, no es otra la respuesta frente a lo diferente, a lo no familiar, a lo desconocido, desde una postura que no tolera la diferencia y exige un pensamiento único, una sola verdad, la unidad nacional, la pureza racial: la expulsión, la ejecución, la exclusión. No es fácil salir al paso del embate de las fuerzas de la naturaleza, a la vez que tampoco a las restricciones que impone la cultura, la que se despliega para hacer frente tanto a las fuerzas naturales, como a la lucha a muerte por la posesión de los objetos (Hobbes). Las cesiones necesarias frente a las exigencias de renuncia a la satisfacción pulsional son la usina de un malestar cultural, que se expresará de muchas maneras. Una de aquellas formas, vía desplazamiento del malestar, será el repudiar al o a lo diferente, y la búsqueda de una unidad excluyente frente a lo diverso.

La posición de la fe, en este sentido, sería la que mediante la identidad con un determinado topos, se cierra a lo heterogéneo. Por consiguiente, en un movimiento metafórico, el “soy en la medida que pienso” cartesiano, es un dato inmediato, fruto de una primera certeza que me identifica como un ser que mediante la evidencia del pensar es consciente de existir. Tal identidad de la consciencia, con lo inmediato, al ser cuestionada por el psicoanálisis, en términos de una determinación concreta, muestra los aspectos que han quedado de lado para lograr dotar de coherencia al sujeto de la consciencia: el yo. El yo de la fe, se mira en su objeto, en plena identidad narcisista. Es una manera en la que un yo ideal cobra presencia, con todo lo que se halla depositado en el objeto de la fe: perfección, coherencia, virtuosismo, credibilidad, posesión de la verdad, etc. Es esta identidad el punto de acolchado (point de capiton), el que liga una heterogeneidad de elementos que, a partir de ese momento, cobran coherencia. Así, todas las relaciones poco probables como la divina concepción, la vida después de la muerte, etc., son posibles, son creíbles. A la vez que, es perfectamente lícito desarrollar las más eficaces armas de destrucción masiva, y rezar por la salvación de las almas, junto a los empeños para crear la más eficaz y sofisticada tecnología para perfeccionar trasplantes de órganos, o modificar genéticamente organismos con graves enfermedades, y socorrer a algunas personas en trance de perder su vida.

En suma, los niveles en los que se piensan determinados problemas, pasan a ser anulados, estatuyendo las más grandes disparidades en el orden de una cerrada e ilusoria unidad.

Entre el rastro del profeta y el rastro del poeta

Ruth Gordillo R.
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“Por lo demás, que cada cual camine conforme le ha asignado en suerte el Señor.”

San Pablo, 1 Corintios 7, 17

 

“Vamos ! El caminar, el fardo, el desierto, el aburrimiento y la cólera”

Arthur Rimbaud, Una estación en el infierno

 

Pablo

Pablo camina hacia Roma; en cada paso está la necesidad de dejar un rastro que surge del más profundo deseo de fundar una comunidad distinta a la de Pedro; casi podría decirse que es un acto creador, originario. Responde a un llamado que los otros no reconocen, “no ha sido ungido”; sin embargo, escucha, responde, se hace camino. Todavía no hay lugar de llegada; sus pisadas se dirigen a Jerusalén, Chipre, Filipos, Tesalónica, Atenas, Éfeso, Corinto, finalmente a Roma, la más deseada; ella recibirá el legado, la última epístola que señala la condición de la comunidad paulina.  Sin embargo, un obstáculo se eleva más alto que las murallas de piedra que cierran las ciudades; Hanna Arendt en La vida del espíritu, dice, la decisión de Pablo se tensa en una voluntad dividida entre espíritu y carne ‒pneuma/sacks‒, voluntad que no logra asumir la verdad del acontecimiento. En el fondo, sostiene, estamos frente a una voluntad que lucha contra sí misma, se cerca en la imposibilidad de convertirse en el camino, es decir, en el acontecimiento; entonces la cuestión es ¿cómo extender su dominio en el andar del profeta para consolidar la respuesta al llamado?

La pregunta se actualiza permanentemente en las experiencias interiores; estas experiencias, anota Arendt, son relevantes para la voluntad y, puedo añadir, es la voluntad la que nos acerca a la fe. En este sentido, la fe es cada vez distinta, la define su contenido, en él se distribuye el deseo en medio de la precariedad de la voluntad dividida entre lo ilimitado y la ley, entre el adentro y el afuera. Sin embargo el movimiento no cesa, quizás porque el deseo de actualiza, por eso Pablo se dirige incesante hacia las viejas comunidades y hacia donde no existe todavía ninguna, en ellas encuentra lo que reside en él mismo, el bien y el mal, por eso descansa un momento y dice, “en queriendo hacer el bien (to kalón) es el mal el que se me presenta”. ¿Dónde estaba agazapado el mal? ¿Dónde tendió su red y lo sedujo? Otra vez Arendt señala la trampa en la que la voluntad de Pablo se pierde, es la ley la que corta el paso y quiebra el deseo, al menos por un instante. Pero la fuerza del deseo consigue que el profeta siga, aun con la ley que le acecha, le atrapa y tortura, “yo hubiera ignorado la concupiscencia si la ley no dijera: “No te des a la concupiscencia”, pues sin ley el pecado estaba muerto”. Parecería hallarse ya en la ruta al cielo, ya en una estación en el infierno.

El acontecimiento irrumpe ya en el deseo ya en la ley, lo hace porque trae consigo la verdad; en este sentido Derrida hace un envío que conmueve las epístolas paulinas. En Apories, escribe sobre los límites de la verdad: “‘La verdad es finita’, se podría pensar, o peor aún, ‘la verdad llegó a su fin’. Pero, en sí misma, la expresión puede significar, y en este caso ya no sería una indicación sino la ley de una prescripción negativa, que los límites de la verdad son fronteras que no hay que pasar”. Pablo quiere la verdad, es decir, el acontecimiento por excelencia: Cristo; sin embargo debe salvar el abismo que abre su propia voluntad escindida, la ley que actualiza el pecado y la condición de la verdad ‒“La verdad es finita”‒, ‘prescripción negativa’, límite absoluto que no puede transgredir. Desde el inicio, su proyecto está condenado por la finitud expresada en su espíritu y en su carne ‒pneuma/sacks‒ y, en la verdad; ¿será por eso que solo en la comunidad reside la posibilidad de la verdad del acontecimiento? Si es así, ¿Qué es Pablo? ¿Qué es cada uno que camina? ¿Todos fundamos algo? ¿El poeta funda algo? Tal vez la pregunta correcta surge de la indicación de Derrida, ¿puede ser la verdad infinita? Sea que queramos responder el primer grupo de cuestiones o esta última, quedamos atrapados en el campo de la aporía.

 

 

Tr. «Cuchara con San Pablo como atleta, 350-400. Imperio romano tardío, quizás Siria, bizantino temprano, siglo IV.» Fuente: Archive.org

 

 

Antonio Negri parece hallar una salida. Dice en Job, la fuerza del esclavo: “La verdad solo podía consistir en una nueva visión colectiva en la cual el destino estaba sometido a la potencia.” Entonces, ¿puede ser la comunidad paulina el suelo fértil para sortear la derrota prescrita por las condiciones propias de quien atraviesa, una y otra vez, el desierto: el profeta para alabar a su Dios, el poeta para alejarse de Él? En el instante en que recobro el rastro que han dejado las páginas de sus escrituras, no puedo dejar de pensar,  mismo Dios, mismo desierto, mismo andar, misma tragedia, ninguno de los dos gestos es posible porque se pierden en la inconmensurabilidad del llamado divino, queda el dolor y el sacrificio, nada más.

 

Arthur

Arthur camina hacia África, en cada paso está el rastro del deseo más profundo por huir de la comunidad que lo constriñe. Reniega del llamado originario que le entrega la cultura, la familia, los otros. Por eso elige el continente inconmensurable que se abre, lejano, distinto, desierto que espera recibir la huella, es el topos en el que finalmente su pluma ejercerá la fuerza, “Mi suerte depende de este libro”, dice cuando escribe Una estación en el infierno.    “Jamás me veo en los consejos de Cristo; ni en los consejos de los Señores, representantes de Cristo”. Así empieza su estadía en el infierno.

El gesto inaugural de la travesía es, al mismo tiempo, la clausura,  “Heme aquí en la playa armoricana. Que las ciudades se alumbren en la noche. Mi jornada terminó; dejo Europa”. El camino se recorre como si no hubiera ni principio ni fin, solo camino. ¿Cuál es la forma que toma el deseo para adentrarse en las tinieblas? Henry Miller, en su ensayo Le temps des assassins dedicado precisamente a Rimbaud, dice que la existencia terrestre del poeta se “arriesga a no ser jamás otra cosa que un Purgatorio o un Infierno”, inevitable condición de posibilidad para que “el porvenir sea enteramente de él, aun si no hay porvenir”.

¿Qué tiempos? ¿Quiénes son los asesinos? ¿A quién o qué se asesina? “Es esto lo que siempre tuve: ninguna fe en la historia, olvido de todos los principios”. La respuesta yace en la historia de la Europa que el poeta abandona, la época que lo ve nacer: niño y hombre, ángel y demonio, reunidos en un solo individuo, en el poeta; sólo así deja correr suavemente las palabras:

Sensación

En las tardes azules de verano, iré por los senderos,
picoteado por el trigo, pisando la delicada hierba:
soñador sentiré su frescor entre mis pies,
dejaré al viento bañar mi cabeza desnuda.
No hablaré, nada pensaré:
mas, el amor infinito me subirá hasta el alma,
y me iré lejos, muy lejos, cual bohemio,
por la Naturaleza, -feliz como con una mujer.

Otras veces, el poema se desgarra:

En las rutas, durante las noches de invierno, sin techo, sin ropas, sin pan, una voz me estrujaba el corazón helado: “Flaqueza o fuerza: ya está, es la fuerza. Tú no sabes a dónde vas, ni por qué vas, entra en todas partes, responde a todo. No han de matarte más que si ya fueras un cadáver”. A la mañana, tenía la mirada tan perdida y tan muerto el semblante que los que se encontraban conmigo acaso no me vieron.

¿Por qué pierde el paso? ¿De dónde surge la escisión que le hace caminar en el verano ‘feliz como una mujer’ y arrastrarse en el invierno como ‘si ya fueras un cadáver’?  El poeta atraviesa estaciones diferentes, el verano, el invierno, todas le llevan a la estación en el infierno; allí se detendrán sus pasos, aquellos que transitaron en la Europa  que cobijó su nacimiento y sus años de juventud; la fe adquirida en ese tiempo terminará por perderse,

¡Si tuviese yo antecedentes en un punto cualquiera de la historia de Francia!
Pero no, nada.
Me es evidentísimo que siempre he sido de raza inferior.

De todos modos la fe como principio se mantiene. Sin hacer una teología, Arthur solo reconoce una experiencia de la libertad sostenida en el riesgo permanente, propio de la transgresión, en tanto, como dice H. Miller, “todo está creado, todo es previo”. Al igual que Pablo, el dolor se instala en la constatación de la finitud que empieza a mutilar el cuerpo y dejar correr un rastro de sangre. En este sentido, el infierno no es más que el lugar de efectuación de la finitud, distinto del espacio de la promesa; allí se consolida el desgarramiento, el asesinato, la pobreza, la necesidad de colectar dinero para la comunidad, para la vejez, qué más da, la urgencia por fundar, el deseo de escapar, de pertenecer, de ser otro: el no ungido, el paria, el asesino. Da igual.

 

El profeta y el poeta: la fe

La fe no es otra cosa que el caminar, sin importar hacia dónde el caminante se precipite; lo definitivo es el deseo imposible de ser cercado, pero es también lo que nos obliga al escape, a dirigir las fuerzas del cuerpo y del espíritu hacia el infinito. En la terquedad del gesto, la figura originaria del caminar puede ser cualquiera, como en el tiempo del profeta o en el del poeta. Sin embargo, el sufrimiento y el sacrificio tienden el puente que cuelga sobre lo inconmensurable y hace un lugar a la fe, ahí ella transita en las sandalias de Pablo, en el medio paso de Arthur. Por un instante se cruzan, alzan la mirada hacia el otro y siguen, no pueden mirar más alto, ¿es que acaso alguien lo puede?

Camino, me muevo, escribo, ahora, en este tiempo, siempre entre las dos huellas, justo allí, hago las mías.

La fe y la pregunta por el sentido

C. Nectario

 

1

Hace cien años Max Weber, en su célebre conferencia “La ciencia como vocación”, caracterizó a “nuestra época” por la racionalización, por lo que llamó “desencantamiento del mundo”. Con ello pretendía poner fin a la dicotomía moderna entre fe y razón, al combate de la Ilustración contra las supersticiones y las fabulaciones sobre el más allá. Se dice que Laplace, ante la pregunta de Napoleón acerca de la ausencia de referencias al Creador en el Tratado de mecánica celeste, había respondido: “Señor, no he tenido necesidad de esa hipótesis”. En la misma dirección, Stephen Hawking afirmaba dos siglos más tarde que el comienzo del universo, el Big Bang, no requería de un dios creador.

En el ámbito de la vida, que no tiene que ver con el universo sino tan solo, al menos por ahora, con la Tierra, la ideología del “diseño inteligente”, que no niega la evolución, se aproxima más a un relato mitológico de un demiurgo torpe o un dios boicoteado por algún demonio, pues intenta introducir una teledirección en el curso de la evolución que la conduzca hacia nuestra especie. El “diseño inteligente” pasa por alto el azar en los procesos bioquímicos que propiciaron el surgimiento de la vida en nuestro planeta, así como el azar del que devienen las catástrofes de las formas de vida existentes o las variaciones y especiaciones que siguen en curso.

La ciencia es atea o materialista, independientemente de las creencias religiosas de los científicos, puesto que no necesita de la hipótesis de un creador ni del universo ni de la vida, o de plan divino que culmine en el homo sapiens. Menos aún cabe interpretar la historia humana, con sus progresos y catástrofes, como si estuviese regida por una providencia astuta.

No obstante, el extraordinario despliegue del conocimiento científico de este último siglo no ha acabado con la superstición, con la idolatría. Weber consideraba que “los valores esenciales y más sublimes se han retirado de la vida pública para refugiarse en el reino trascendente de la vida mística o en la fraternidad de relaciones humanas y personales”. Lo decía al término de la primera guerra mundial. En realidad, “los valores esenciales y más sublimes”, en lugar de retirarse de la vida pública, la tomaron por entero, ya no en nombre de Dios, sino de un ídolo al que se otorgó un inusitado poder: la nación, el Estado. O la raza. O, desde otra perspectiva, la utopía revolucionaria. Los románticos, contra la razón de los ilustrados, habían reivindicado el sentimiento y la imaginación. Esa dimensión irracional de la subjetividad es una fuerza capaz de aglutinar masas y encaminarlas hacia grandes empresas colectivas, hacia la guerra y la aniquilación del enemigo; y de volcar a los individuos hacia el sacrificio o el crimen.

En una época obsesionada por los datos se suceden las estadísticas sobre las creencias religiosas. Se sabe que prosperan sectas e iglesias, que a la vez crece el número de ateos o creyentes no practicantes. Cualquier día, algún grupo de fanáticos puede cometer un acto terrorista, iniciar una guerra, o algún Estado emprender el genocidio de comunidades a las que se elimina por razones religiosas o étnicas. Miramos hacia las sociedades donde el Estado laico implica no solo la tolerancia religiosa sino la convivencia entre comunidades con distintas culturas, y advertimos de inmediato el crecimiento de la intolerancia, el fanatismo, la violencia xenofóbica. Las creencias religiosas suelen surgir del miedo al amo supremo, la muerte, pero también las sostiene el terror.

Se recurre a las divinidades, los ídolos o sus sacerdotes en búsqueda de consuelo o de milagros. El idólatra agradece a su dios o diosa, a su santo o santa, o a su intermediario, por la curación de una enfermedad, la salvación de la vida en medio de la guerra o la catástrofe natural, incluso por supuestos favores harto triviales, unas monedas o una venganza personal. Lo cual escandaliza no solamente al racionalista sino al creyente que está convencido de que su fe es libertad absoluta, por tanto, nunca sujeta a intercambios de favores con el más allá. Dios, piensa, no puede escoger a quien premia rompiendo las leyes de la naturaleza, o a quien castiga u olvida a los suyos de manera tan arbitraria.

Impera en nuestros días un dios mundial, omnipresente y omnipotente, que pareciera imponerse a los demás ídolos, que tiene sus sacerdotes y sus doctrinas: el dinero, dios abstracto que adquiere figuras múltiples ―mercados financieros, del trabajo, de bienes y servicios, monedas, papeles, bitcoins― que circulan vertiginosamente por todas las redes de la sociedad digital. Un dios que se presenta como Cifra ante sus fanáticos, que le entregan su vida, su pasión hasta el delirio; que adopta múltiples formas para acrecentar su poderío, que rige la vida de las sociedades a través de crisis sucesivas, aunque también a través de un consumismo obsesivo. No es verdad que la economía se rija por “decisiones racionales”; descansa en la idolatría, en la reproducción automática del dios que existe para consumir vida y convertirla en una valorización del valor económico que tiende al infinito.

Y está también la idolatría del libro, desde los textos religiosos consagrados a los textos doctrinarios de la política. La Biblia es una colección de textos escritos a lo largo de varios siglos, que han sufrido modificaciones, inclusiones, extrapolaciones. Leer un texto sometiéndolo a una interpretación literal o a una interpretación que de antemano establezca su sentido, es convertirlo en ídolo.

 

2

Weber no dejó de advertir que había un ámbito de pensamiento situado más allá del conocimiento científico, que dejaba a cargo de filósofos y “sabios”: el sentido del mundo. Las ciencias tienen como propósito el conocimiento de regiones determinadas de la realidad. Nietzsche, al examinar la relación de la ciencia con el ideal ascético en la La genealogía de la moral, señala el “error” de la conciencia científica, que si bien se “ha arreglado bastante bien sin Dios, sin el más allá, sin virtudes negadoras (…) no tiene hoy sencillamente ninguna fe en sí misma, y mucho menos un ideal por encima de sí”. Y concluye: “el hecho de que ahora se trabaje con rigor en la ciencia y de que existan trabajadores satisfechos no demuestra en modo alguno que la ciencia en su conjunto posea hoy una meta, una voluntad, un ideal, una pasión propia de la gran fe.”

La conciencia científica tiene su anclaje en la convicción de que existe la realidad, que se presenta de modo objetivo ante ella. La ciencia moderna, desde Copérnico en adelante, ha venido reduciendo el orgullo humano, primero al acabar con el antropocentrismo en relación con el universo; luego en relación con la vida y la evolución, desde Darwin; más tarde, destruyendo el ideal de una conciencia transparente y una voluntad libre, a partir de las ciencias sociales, el psicoanálisis o la lingüística. Con ello, ha puesto en crisis el ideal de verdad. El conocimiento científico es una aproximación a la realidad a partir de la estructura cognoscitiva humana, de la sensibilidad, la imaginación, la racionalidad. La ciencia no trabaja bajo el criterio de que la verdad sea la plena correspondencia entre el concepto y la esencia de lo real; la validez del conocimiento se establece en relación con las específicas condiciones de su producción en cada momento de su historia, esto es, la delimitación de objetos, la vigencia de problemáticas, paradigmas o métodos, la organización de las comunidades científicas.

La ciencia puede explicarme que el universo es finito y, tal vez, ilimitado (si es que hay un solo universo, cuestión que no sabemos). Puede explicarme a grandes rasgos la “historia del tiempo”, de los 14 mil millones de años que habrían transcurrido desde el Big Bang hasta ahora. Puede explicarme cómo surgió la vida en este pequeño planeta de este sistema solar, que forma parte de una galaxia en la que existen millones de estrellas, apenas una galaxia entre millones. Puede explicarme el surgimiento de la vida a partir de unos procesos químicos que se dieron de modo contingente. Puede explicarme las claves de la evolución, hasta llegar a las especies “superiores” de mamíferos y el hombre. La paleontología puede explicarme la evolución de los homínidos, hasta el homo sapiens. Y así…

Pero hay preguntas antes las cuales no existe explicación alguna. Como la pregunta de Parménides: ¿por qué es el ser y no la nada? O: ¿por qué existo? Pregunta acuciante, pues me sé mortal… O: ¿qué es “real”?

Si se quiere colocar con alguna seriedad la cuestión de la religión, y por tanto de la fe, es a ese ámbito del sentido al que hay que dirigirse. ¿Cómo comprender la religión o la fe frente a la ciencia moderna? Después de Hegel, cuya Fenomenología del espíritu puede interpretarse como una teodicea o como la divinización de la totalidad de lo humano, suprimiendo con ello el más allá. Después de Feuerbach, quien pretendió devolver a la humanidad su esencia, enajenada por la religión que la había proyectado a lo divino. Después de Nietzsche, cuyo Zarathustra había declarado la muerte de Dios, asesinado por nosotros, los modernos. Después de Kierkegaard, el “caballero de la fe” que siente que la apelación de Dios se dirige siempre al individuo, suspendido en soledad sobre la angustia…

¿Qué puede ser la fe en medio de las catástrofes históricas? Paul Tillich es uno de los teólogos que han procurado responder a las circunstancias de “nuestra época”. Procuró colocar la pregunta por lo que sean la religión o la fe, situándola más allá de la filosofía, la historia, la sociología o la antropología de las religiones, aunque siempre en diálogo con ellas. Lo que coloca como problema es la cuestión de lo Incondicional, aquello que está en el fundamento de la realidad, de la conciencia y de la vida misma. La respuesta convencional es Dios, el Creador. Puede responderse de otra manera: la materia, la energía. O el espíritu humano. Para Tillich lo Incondicional es Absoluto, es decir, a la vez fundamento de lo que es y deviene, y al mismo tiempo, abismo. No hay manera de eludir la paradoja. La religión o la fe surgen de esa posición ante lo Incondicional, es decir, ante el sentido del ser y del devenir. Desde lo Incondicional emerge el ámbito de lo sagrado, de lo santo. Tillich sabe que tiene ante sí una cuestión de extrema gravedad, la cuestión del origen del bien y del mal. Su giro es sorprendente, pues pone en evidencia que en el ámbito de lo sagrado, de lo santo, es un ámbito compartido por lo divino y lo demoníaco. Desde lo Incondicional emergen tanto lo divino como lo demoníaco, como se puede aprehender en las distintas formas de religiosidad. Las creencias religiosas sacralizan lo divino y lo demoníaco… También las idolatrías modernas, los nacionalismos por caso.

Aunque el teólogo protestante tenga que proseguir su meditación hacia su encuentro personal con Dios, reconociendo que el núcleo de su fe de cristiano es reconocer que Jesús es el Cristo, la pregunta por qué sea la “esencia” de la religión y la fe queda como una cuestión decisiva incluso para el místico, el panteísta o el ateo.

Luego de la segunda guerra mundial, el incrédulo Max Horkheimer, quien fuera colega de Tillich en Fráncfort y sufriera infortunio semejante durante el nazismo, expuso su sentimiento religioso, y el de su amigo Adorno, como el anhelo de justicia: “La afirmación de la existencia de un Dios todopoderoso e infinitamente bueno debería transformarse en el anhelo de la existencia de un ser todopoderoso e infinitamente bueno que se cuidara de que la injusticia cometida en la historia no permanezca a la larga como tal”. Heidegger, aquel que no pudo pedir perdón por su adscripción al nacional socialismo, ante las amenazas de catástrofe que él advertía en el curso de la historia y especialmente de la técnica, diría al final de su vida que sólo un Dios podrá salvarnos.

El anhelo de justicia, en sentido radical, nos coloca nuevamente ante lo que dotaría de sentido a la ley, ante lo Incondicional que condiciona cualquier ley. No se trata ya de la espera de un nuevo Moisés que tuviese que recibir el dictado de una divinidad que hablaría desde el más allá (heteronomía). Lo que el teólogo-filósofo intenta es encontrar un fundamento que sustente a la comunidad a partir de una teonomía, que pueda aprehenderse como autonomía. Lo que está en juego es el fundamento de la convivencia social.

Si de lo que se trata es del sentido, lo que tenemos ante nosotros es la relación entre lo Incondicional y el lenguaje. No hay religiosidad posible sin comunidad, la religión es siempre comunitaria. La vida religiosa implica la interlocución. Los dioses o el Dios son creados o se manifiestan al creyente a través del lenguaje, del mito, los símbolos, la oración, los rituales, o la blasfemia.

En el encuentro decisivo del individuo con lo Incondicionado, cuando se coloca ante lo abismal, cuando afronta su finitud, su pequeñez o su precariedad, su condición de ser para la muerte, requiere de la palabra interiorizada o de una expresión simbólica, incluso estética, para alcanzar algún sentido para su existencia. La fe solo se da como acto de lenguaje. La fe y la duda que le es inherente. Sean la fe y la duda del politeísta, del idólatra, del deísta, del panteísta, del monoteísta o del ateo. Aun el místico que toma la vía negativa para llegar a su Dios no abandona jamás la meditación, y por tanto, la palabra.

“En el principio fue el Verbo (Logos)”, inicia el Evangelio según San Juan. La interpretación de la frase tiene un sentido específico dentro de la concepción trinitaria de la divinidad en el cristianismo. Pero, ¿podría decir algo más allá de esa concepción?… Si esto es plausible, podría ponerse como la cuestión decisiva en torno del sentido en el propio lenguaje. ¿No es en el lenguaje, acaso, donde reside lo Incondicional? Lo incondicional que hace posible que se abra para el hombre algún sentido sobre el ser y el devenir, sobre qué cosa sea real, sobre el mundo y la propia existencia.

Por qué no soy cristiano

Vladimiro Rivas Iturralde

 

Con el título contundente de Por qué no soy cristiano, Bertrand Russell publicó en 1957 una crítica radical a las ideas que han fundamentado la fe cristiana. Su libro tenía por objeto rebatir los argumentos ontológicos, cosmológicos, teleológicos, morales, de raíz aristotélico-tomista, de la existencia de una causa primera de las cosas, del motor inmóvil causante del movimiento, etc. Redujo al absurdo estas teorías y concluyó que sólo por la fe, no por la razón, podía afirmarse la existencia de un ser supremo cristiano. San Pablo, el fundador del cristianismo, es tajante: “Porque en el evangelio la justicia de Dios se revela por la fe y para la fe, como está escrito: Mas el justo por la fe vivirá” (San Pablo, Romanos, 1, 17).

Si ser cristiano es una tremenda responsabilidad, no serlo es aún más. Explicar esta negativa desde el agnosticismo y el panteísmo, es una tarea titánica, que voy a intentar resumir en estas páginas.

Es mucho lo que puede argumentarse en torno a este tema, lejos de la racionalidad russelliana y desde el centro mismo de la conciencia de la fe, que está en el conocimiento de la Biblia. Me considero un agnóstico y acaso un panteísta y mi percepción de la realidad no es doctrinaria sino estética. Por eso detesto a los predicadores y desconfío de los creyentes. Siento por ello que, al jugar con doctrinas, estoy pisando territorio enemigo. Parecería que mi último rasgo de fe consiste precisamente en ser adversario de la doctrina cristiana en tanto que doctrina. No es mi propósito convencer a nadie de mis creencias ni hacerlas pasar por verdaderas, sino sistematizar y aclararme mis convicciones personales acerca de la religión cristiana. No sé hasta dónde voy a llegar, porque soy consciente de que, para exponerlas cabalmente, harían falta centenares de páginas.

Voy a adelantar mis conclusiones: el fundamento de la fe cristiana es un libro, la Biblia. Pero, como todos los libros, la Biblia es un hecho de lenguaje. Dios -Jehová o Yavé- es el gran pivote sobre el cual gira y se sostiene todo el libro. Entonces, Dios mismo es una palabra, un hecho de lenguaje, que no puede confundirse con la realidad. Resulta, pues, un acto de fe desmesurado, una locura quijotesca, pretender que una palabra sea un hecho, que a la palabra “Dios” corresponda la realidad Dios, superior y más allá del lenguaje, pretender confundir un libro con la realidad, o una palabra con la realidad. No insinúo tampoco que, por ser un hecho de lenguaje, Dios está en el libro y en sus páginas se queda. La palabra “Dios” salta como una fiera desde el libro hasta la mente humana que la percibe, que la acoge y allí la encarcela y la hace vivir. Pero es la conciencia humana la que le da un lugar a esa palabra todopoderosa, y no al revés. Primero está la mente humana, que descifra una escritura en la que está la palabra “Dios” y sólo después, este Dios que toma posesión de la conciencia que le ha dado hospitalidad. Dios, en suma, es una creación del lenguaje humano.

Afirmo, como casi todos, que la Biblia es un libro -o, más exactamente, una suma de libros- de un valor histórico, literario, humano, excepcionales: es el libro de los libros. Pero, como libro doctrinario que suscite mi adhesión y mi fe, lo niego categóricamente. Leo a diario la Biblia, pero cuanto más la leo, menos creo. Lo niego como texto inspirado por Dios a los hombres y también como texto a través del cual Dios se manifiesta a los hombres. Insisto, es un hecho de lenguaje que permanece en su inmanencia. Lo acepto como un documento de supremo valor simbólico, de gran belleza literaria, sentido humano y trascendencia histórica. Toda la cultura de Occidente se deriva de dos fuentes primordiales, en las que desembocan otras, subsidiarias: el pensamiento y el arte grecorromanos, y la cultura hebrea manifiesta en la Biblia. Ese es el gran tronco común de la cultura occidental, enriquecido por las aportaciones de culturas menores. Consultar esas dos fuentes, estudiarlas, es la mejor manera de conocernos, de saber quiénes somos, de dónde venimos.

La fe cristiana tiene como base y fundamento la idea de que el mundo ha sido creado por Dios. Sin embargo, la teoría creacionista es científicamente insostenible. No existe un solo indicio en el universo que conduzca a afirmar que éste ha sido el producto de una creación. Yo creo en la teoría de la explosión originaria del universo, el Bing Bang, en su evolución y la de las especies, que tienen fundamentos científicos mucho más sólidos que un arbitrario y falible acto de fe, que fácilmente puede confundirse con la superstición. Al rechazar al Dios personal del cristianismo, mi fe religiosa (falible, como toda fe) se aproxima más bien al panteísmo. Todo es Dios, y en las cosas late una energía misteriosa que todo lo anima. Si todo es Dios, entonces la Naturaleza se vuelve un objeto de respeto y veneración que la fe cristiana difícilmente concede. Como ocurre con muchos otros seres humanos, esta fe aparece dictada por la necesidad de respetar y amar el mundo en que vivimos, y no sólo nuestra casa que es nuestro planeta, sino el universo entero, que tan ajeno parece. Y más, mi fe es estética, como ya explicaré.

La Biblia es, como todos los libros, un libro histórico o, más exactamente, una recopilación de textos escritos en hebreo, griego y arameo a lo largo de mil años, entre el 900 a.C. y el 100 d.C. Cuando digo históricos quiero decir que, como todos los textos, están determinados por el momento y las circunstancias en que fueron escritos. Básicamente, se trata -al menos en el Pentateuco (la Torá, la Ley de los judíos), que comprende el Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio- de un grupo de libros atribuidos a Moisés, que pretendían unificar y educar bajo la ley a un conjunto desordenado de tribus hebreas seminómadas y semisalvajes, esclavizadas en Egipto y luego en Asiria, y conformar un pueblo civilizado, sometido a un solo Dios, a leyes severas, a ritos y ceremonias que le dieran identidad. El error de los fieles fanáticos de hoy consiste, a mi entender (y puede que el equivocado sea yo), en desprender de su contexto a una figura mítica (Jehová Dios) con sus derivados (Jesús, su hijo, y el Espíritu Santo) y situarlo mecánicamente en nuestra época.

La estructura compleja de la Biblia puede dividirse en dos: el Antiguo Testamento (compuesto por un número variable de entre 39 libros, según los protestantes, y 46, según los católicos) y el Nuevo Testamento (compuesto por 27 libros, aceptados tanto por la Iglesia Católica como por la protestante). El Antiguo Testamento trata de la historia antigua del pueblo judío: sus mitos, sus leyes, su historia. Es, en conjunto, una inmensa epopeya: asistimos en ella al origen mítico del mundo y del hombre, a su caída por la primera desobediencia; seguimos a las estirpes de los patriarcas; a la implantación de las leyes hebreas (terriblemente rigurosas y represivas por tratarse de los fundamentos de un orden social y jurídico, aplicables a una sociedad en formación); vemos ascender y sucumbir dinastías de reyes hebreos, asirios, babilónicos, filisteos, caldeos; asistimos a guerras de pueblos y de dioses, a los hechos prodigiosos de los profetas, a los esfuerzos descomunales del pueblo hebreo por reconocer e imponer la fe monoteísta de Jehová o Yahvé sobre el politeísmo y los “falsos” dioses de los pueblos vecinos. Encontraremos libros de una gran sabiduría, maestría narrativa y de un incomparable tono y aliento poéticos, en ese estilo al que tantos grandes poetas han aspirado en vano, el versículo bíblico. Obras maestras literarias son, en este sentido, los libros llamados sapienciales: el Libro de Job, el Eclesiastés, los Proverbios, los Salmos, o el Cantar de los Cantares, quizá el más bello poema erótico de la literatura.

El Nuevo Testamento gira en torno de esa grandiosa figura moral que fue Jesucristo. Los libros que tratan de su vida y enseñanzas, los cuatro Evangelios (Mateo, Marcos, Lucas y Juan), son intensamente dramáticos, más que épicos, y los textos de sus discípulos, que pretenden divulgar sus enseñanzas (los Hechos de los Apóstoles, las Epístolas de Pedro y Pablo, de Santiago, el Apocalipsis), carecen, tanto de la vitalidad narrativa y la fuerza épica de los libros del Antiguo Testamento, como del dramatismo de los Evangelios, porque se trata de libros ante todo doctrinarios. Las epístolas de San Pablo, sobre todo, son alevosamente doctrinarias: constituyen el modelo de los insoportables predicadores modernos, charlatanes y enemigos de toda discreción.

Ya sumergido en el libro sagrado de los cristianos, encuentro en la Biblia ideas éticamente inadmisibles como las siguientes:

1.- Dios empieza estableciendo, desde el momento mismo de la creación, entre el hombre y la naturaleza, una distancia y una relación de poder, de dominación, es decir, divorcia al hombre de la naturaleza: “Y los bendijo Dios y les dijo: Fructificad y multiplicaos, llenad la tierra y sojuzgadla y señoread en los peces del agua y en las aves del cielo, y en todas las bestias que se mueven sobre la faz de la tierra” (Génesis, 1, 28). Esta idea de sojuzgar a la naturaleza, significa aprovecharse de ella, convertirla en una esclava al servicio del hombre. Me adhiero a este verbo porque está presente en todas las traducciones de la Biblia. La Vulgata dice: “subiicite eam”, es decir, sometedla. El sentido del imperativo en la King James Bible es idéntico: “Be fruitful and multiply, and fill the earth and subdue it”. Y esto es lo que la Biblia, fundamento del desarrollo capitalista, ha venido haciendo en la historia económica moderna, idea denunciada y desarrollada por Max Weber en su libro La ética protestante y el espíritu del capitalismo, en el cual define el espíritu del capitalismo como un conjunto de hábitos e ideas religiosas protestantes que favorecen el comportamiento racional para alcanzar el éxito económico. A diferencia de ciertas religiones orientales, como el budismo o el hinduismo -tan respetuosas de la naturaleza, porque conciben al hombre como parte inseparable de ella-, el cristianismo lleva en su seno la idea de que, por mandato de Dios, el hombre debe sojuzgar o someter a la naturaleza, aprovecharse de ella, convertirla en una esclava que trabaja para él. Idea de terribles consecuencias, pues quien ha venido destruyendo la vida del planeta no es el mundo budista o hindú o mahometano, sino, obedeciendo el mandato bíblico, el mundo cristiano de Occidente. No es de extrañar que las enseñanzas bíblicas sean una parte constitutiva de la vida civil, política y económica de Inglaterra y Estados Unidos. No es de extrañar, tampoco, que, creyéndose poseedores de la verdad, poseedores del único y verdadero Dios, muchos norteamericanos, en términos generales, traten a los demás, al resto del mundo, con el desdén o la hostilidad que se merecen los equivocados, los infieles, los enemigos.

2.- La Biblia concede a la mujer un papel dependiente y degradante. Quizá era inevitable que así fuera, puesto que el pueblo hebreo era una sociedad patriarcal que, para empezar, representaba a Dios como una figura masculina, un Padre. El patriarcado, como la historia nos enseña, ha sido uno de los grandes fracasos de la historia humana. Abundan los testimonios antropológicos según los cuales, en una sociedad matriarcal, la divinidad suprema ha sido un ser femenino, identificado con la naturaleza, la madre naturaleza, que es quien da la vida y la quita, y la vida comunitaria en estas sociedades matriarcales ha sido mucho más armoniosa y sana.

Dios crea a Eva de la costilla de Adán (Génesis 2, 21-22), lo cual es una metáfora fea y tonta. Eva brota de un sueño de Adán, sueño masculino, al fin y al cabo, metáfora que niega la vida autónoma, independiente, de la mujer. A todos nos consta que hombres y mujeres nacemos del vientre y el sexo de la madre. Nadie nace de una costilla masculina, ni siquiera metafóricamente, a no ser que en una sociedad patriarcal como la hebrea se haya pretendido forzar los hechos de la naturaleza en aras de una ideología patriarcal que niega la autonomía de la mujer. De ahí el disgusto que me produce escuchar en las plegarias, tanto católicas como evangélicas, dirigirse a la figura del Padre, que no es sino un reflejo de la sociedad patriarcal en que crecieron los judíos y en la que vivimos en Occidente desde hace siglos.

Eva, la primera mujer, inviste la bíblica fatalidad de destructora de la felicidad de Adán, el primer hombre. Ella es el primer ser humano que cede ante la tentación de probar el fruto prohibido del árbol del bien y del mal, y con ella se inicia la caída del hombre. Y el castigo no se hace esperar: “A la mujer dijo: Multiplicaré en gran manera los dolores en tus preñeces; con dolor darás a luz los hijos, y tu deseo será para tu marido, y él se enseñoreará de ti” (Génesis, 3, 16). El parto y sus dolores no son, entonces, un hecho natural sino un castigo de Dios. El dominio del hombre sobre la mujer es, una vez más, un castigo bíblico.

El hombre, el patriarca, tenía el derecho y hasta el deber -aprobado por Dios- de poseer el número de esposas que se le antojara. Pero si una mujer se atrevía solamente a mirar y desear a otro hombre que no fuera su marido, podía ser lapidada. En este sentido, el Levítico y el Deuteronomio, libros fundamentales del antiguo derecho hebreo, son de una injusticia y una crueldad espeluznantes para con la mujer.

3.- La fe cristiana se erige como un poder absoluto. No cree más que en sí misma. No admite la primacía ni la competencia de ningún otro poder, porque se considera el verdadero. Intransigente, intolerante, no reconoce que sólo es una religión más entre las centenas que pueblan el mundo. La doctrina moral bíblica, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, es despótica, tiránica. La meta es única: la salvación, y no permite otra que difiera de ella o la contradiga. Todas las demás creencias viven en el error y el pecado y la misión bíblica es convertirlas a su fe. La visión intercultural del mundo le es ajena. Las imaginativas y poéticas concepciones politeístas del mundo (la griega, romana, germánica, azteca, maya) son meras supersticiones a las que hay que convertir por la predicación y las misiones.

Esta meta única domestica al hombre por el temor. El miedo está en la esencia del cristianismo, el miedo a la condenación. “Todas las religiones”, ha escrito Nietzsche, “son, en su último fondo, un sistema de crueldades” (Genealogía de la moral, 3). El Dios Jehová del Antiguo Testamento es un dios terrible, es el dios de las pruebas y los castigos. Es un dios nacional: el constante y feroz enemigo de los enemigos de Israel. Ha escogido al pueblo de Israel para revelarse, ha hecho un pacto con él. En cada página de la Biblia se predica el temor de Dios como una virtud: “El principio de la sabiduría es el temor de Dios”, dice el Proverbio 1, 7. Esta doctrina convierte a todos los seres humanos en náufragos de la culpa y el pecado, y divide al género humano en justos y pecadores, en buenos y malos. El pecado original es otra metáfora (la Biblia sólo debe entenderse metafóricamente) que encierra, a mi entender, la idea de que el hombre, en algún momento de su existencia como especie, rompió los lazos que lo unían a la naturaleza y se convirtió en un intruso y un exiliado de ella. Sólo en estos términos puedo aceptar la idea del pecado. Pero tanto Jehová como Jesús y sus discípulos son intransigentes, dictatoriales: afirman reiteradamente: “Quien no está conmigo, está contra mí” (San Mateo, 12, 30). El Libro está pletórico de fórmulas de este tenor, que los fieles repiten sin cansancio: “Sólo Jesús salva”. Es decir, si no crees en mí y en mis propios términos, eres candidato a la condenación eterna. No se permite disentir ni se toleran libres interpretaciones. No hay opciones. No debe haber antagonista. El antagonista es el enemigo malo, el espíritu que niega, el demonio. Pensar diferente significa tener comercio moral con el demonio y, por tanto, estar fuera de la ley y convertirse en un apátrida. La libertad de pensamiento no existe ni debe existir. Añado que no era posible que existiera, pues estas imposibilidades se entienden ahora sólo reconociendo, ante todo, la historicidad de los libros bíblicos, que subrayan la necesidad de una figura masculina superior y un cuerpo doctrinario teológico, moral y político que organizaran a un pueblo disperso y en formación. Había que mostrar mano dura para disciplinar a un pueblo semisalvaje. En estos tiempos modernos, un Dios así me parece inconcebible.

No es de extrañar que, desde esta base patriarcal y este espíritu tiránico, el Génesis conciba como pecado original la desobediencia del hombre. El pecado original no fue un acto de descreimiento, no fue un crimen, no fue una mentira ni un robo. Fue una desobediencia. La desobediencia es la negación del patriarca y del patriarcado, lo contrario de la sumisión, y es una afirmación de la libertad. Obedecer es lo que hace el perro, el esclavo, el soldado o el sacerdote, sometidos a la voz del amo, de la jerarquía militar o eclesiástica. Obediencia es la sumisión del hijo a la voluntad del padre, tenga o no razón. Se trata, sobre todo, de una concepción de la dependencia del hijo al padre que convierte a éste en un tirano, dueño de la voluntad del hijo. La voluntad de Adán dependía en todo de la voluntad del Padre. Entonces desobedecerlo era más bien un grito de libertad, asumir el riesgo terrible de la libertad, tan terrible en verdad, que le provocó la expulsión del paraíso. Sólo entonces, con ese grito, con esa desobediencia, el hombre se convierte en hombre, en adulto, dueño de su voluntad y de sus actos. Y cualquier padre y cualquier hijo de la especie humana son un reflejo de la relación entre el Padre Eterno y Adán. Recuerdo con alegría la primera vez que mi hija me dijo “No”. Esa pequeña y grande desobediencia me hizo exclamar con júbilo que ya era una persona, es decir, iniciaba el largo camino para liberarse de mi tutela. En términos generales, concibo la desobediencia más bien como una virtud, con la gran excepción, claro está, de la desobediencia a las leyes, que considero deben ser celosamente cuidadas. Ahora bien, si, como he sostenido, la Biblia es un libro eminentemente metafórico y simbólico, el pecado original -la primera desobediencia del hombre-, prefiero pensar que debe ser interpretado -para que sea creíble- como una grave transgresión que comprometió todo el futuro humano. Transgresión ¿de qué? De la ley. La transgresión de la ley es, a mi entender, el pecado original. Y este acto de desobediencia sí me parece trascendental. Sólo que permanece la gran duda, la gran pregunta que acosó a dos espíritus tan disímiles como Rousseau y Kafka: ¿qué diablos es la ley? Es un tema espinoso que no pienso abordar ahora.

Hay en la fe cristiana, como en toda creencia dogmática, una cobardía esencial: no se atreve a dudar. La duda puede dejar al hombre en el desamparo. Así que mejor cobijarse bajo certezas absolutas, de las que uno no pueda ni deba escaparse, porque afuera, en la intemperie, está la vida, con todos sus riesgos y peligros. La fe nunca duda como sistema ni da lugar en sus fieles para la duda, madre del conocimiento y prueba de la inteligencia. La duda es una injerencia del espíritu malo en la conciencia del creyente. La duda es heterodoxia, la sumisión, ortodoxia.

Como corolario de este carácter dictatorial de la fe cristiana, está la actitud soberbia de ciertos creyentes que se consideran a sí mismos dueños de su salvación, es decir, hombres desde ya salvados. Según ellos, han practicado hasta tal punto las virtudes recomendadas por las Escrituras, han sido en todo tan obedientes de la voluntad del Señor -otro acto de soberbia: de qué sobrehumanas prerrogativas gozan para conocer los inescrutables designios de Dios-que ya se consideran salvados y unidos a Él por toda la eternidad. Estos privilegiados ignoran la humildad del verdadero justo, que entrega su salvación en las manos de su Dios, cuya voluntad ignora -por ser Omnipotente-, como desconoce sus caminos ignotos, secretos, misteriosos, laberínticos. Frente a estos soberbios, me inclino ante la humildad entrañable de la Virgen María, quien, al ser anunciada su maternidad por el Arcángel Gabriel, dijo “Señor, yo no soy digna; pero hágase conmigo conforme a tu palabra” (San Lucas 1, 38), o el conmovedor diálogo del ladrón con Jesús, desde la cruz: “Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino. Entonces Jesús le dijo: De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso” (San Lucas, 23, 42-43).

4.- La doctrina cristiana es negadora de la vida. La de aquí abajo no posee un valor per se, sino sólo como antesala de la otra -forma de vida superior que, al proclamar su absoluto, reduce el mundo a un limbo donde la vida verdadera se posterga para un futuro incierto y las alegrías de la sensualidad deben ser severamente reprimidas y castigadas-. La doctrina bíblica es puritana y represora. Ve con malos ojos la vida del cuerpo e ignora por completo el erotismo. (El Cantar de los cantares y ciertos Proverbios son las excepciones que confirman la regla). Su visión del ser humano es limitada y castrante: limita e inhibe la capacidad de goce que el ser humano posee, y ha fomentado a lo largo de los años en los fieles eso que podríamos llamar hipocresía, pues refrenar y reprimir sus legítimos deseos es traicionarse a sí mismo. El verdadero fundador del cristianismo, San Pablo, es el personaje bíblico más obsesionado por la idea del pecado carnal. Con su enfermiza obsesión por el pecado, sobre todo sexual, el cristianismo se ha convertido en enemigo del placer, lo ha castigado por principio. Tanto ha combatido al diablo, que ha acabado por convertirse en él. Las bellezas literarias que a cada paso uno encuentra en los textos bíblicos son luego echadas a perder por la furia doctrinaria. San Pablo es maestro en esto. Escribe, por ejemplo: “Entonces se cumplirá la palabra que está escrita: Sorbida es la muerte en victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?” (1 Corintios, 15, 54-55). Hasta aquí, es difícil encontrar en la literatura, en forma tan conmovedora, el legítimo anhelo humano de resurrección e inmortalidad a partir de la experiencia de la muerte. Pero tan bello texto se echa a perder cuando el apóstol añade: “ya que el aguijón de la muerte es el pecado”. Aquí la aclaración doctrinaria, con su obsesión por el pecado, echa a perder la nobleza y profunda humanidad de la primera parte.

Quien quiera conocer la esencia del cristianismo, lea a San Pablo. En sus epístolas radican la grandeza y la miseria de la ética cristiana. San Pablo es el más grande calumniador de la vida que he conocido. Su normatividad severa reprime todo lo que suponga en el ser humano de expansión vital, capacidad de goce y voluptuosidad. Lo doctrinario en la Biblia tiene que ver directamente con la modificación de la conducta humana, es decir, con una pedagogía. Las doctrinas bíblicas, desde su origen, constituyen preceptos y guías de conducta que hacen explícitos (con excesiva insistencia) un caudal de principios de la razón natural. Su objetivo es pedagógico y con frecuencia resulta abrumadora la intención de domesticar al pueblo al que esos preceptos se dirigen.

Afirmé líneas arriba que mi apreciación de la Biblia es estética, no doctrinaria. Sin embargo, alguien se sorprenderá de que mis apostillas a las Escrituras (aún incompletas) tengan una raíz también doctrinaria. Ello me ha servido para desbrozar el camino y afirmar mi visión estética de la Biblia, a pesar de que niego que lo estéticamente puro exista. La experiencia estética, para ser completa, tiene que estar permeada por todo lo humano, es decir, por la ética, la política y la fe. Quitémosle a Cervantes, Tolstoi, Dostoyevski o Faulkner su dimensión moral y sus obras quedarán muy empobrecidas. Mis emociones estéticas, cuando están vinculadas a la experiencia religiosa, suelen ser las percepciones más intensas, ricas y profundas de mi vida afectiva. El románico y el gótico, el canto gregoriano, las misas de Palestrina. las Pasiones de Bach, el misterio mozartiano, la intimidad beethoveniana, el Fedón platónico, la Eneida de Virgilio, el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz, Moby Dick de Melville, las obras de Dostoyevski, Kafka y Mahler, versos de Vallejo, Bajo el volcán de Lowry, los frescos de Fra Angélico, las películas de Bresson y Tarkovski, son sólo algunos de esos momentos excepcionales en que la sensibilidad creadora toca las simas más profundas de lo humano, esas simas donde el hombre parece comulgar con lo divino. Y cuando leo la Biblia y me emociono, particularmente con los libros poéticos (Job, los Salmos, Proverbios, Eclesiastés, Cantar de los Cantares) sólo puedo reconocer que esa emoción tiene un fondo estético predominante. En algún laboratorio de la intimidad, la emoción religiosa se transmuta y manifiesta en estética, aunque, por decirlo así, una estética superior. Superior, porque revela la aspiración humana a superar su finitud, pues la invención de lo divino ha sido siempre una forma de aproximarnos a eso que podríamos llamar eternidad: el arte es nostalgia de Dios, escribió alguien. Leo innumerables pasajes bíblicos y exclamo: “¡Qué bello!”. Ahí las doctrinas exclusivamente morales y estrictamente religiosas no tienen mucho que hacer ni qué decir.

La influencia de la Biblia y el cristianismo a lo largo de las generaciones artísticas ha sido de una fecundidad incomparable. El arte cristiano es una de las mayores glorias de Occidente. Ha sobrevivido a los fragores de la historia y a los embates de las diversas formas del ateísmo. Entre estas formas del ateísmo se cuentan el realismo socialista soviético y chino, que son, comparados con las diversas formas del arte cristiano, de una pobreza ofensiva. Suprimamos en el arte la dimensión religiosa y se convertirá en algo trunco, mezquino, deliberadamente pobre. Lo que afirmo y defiendo aquí es el impulso religioso del artista –no tanto el objeto de ese impulso- que lo lleva a reconocer los límites de lo humano y aspirar a la trascendencia, a las diversas y misteriosas formas de lo eterno. Ese impulso, claro está, es a la vez religioso, moral y estético. Y, como todo impulso, es libre en sí y libre de toda ortodoxia. Ese impulso no necesariamente se guía por la fe en el Dios personal de la Biblia y sus manifestaciones -su creación, sus pactos con el hombre y el pueblo elegido, su historia terrenal-, sino por la fe en una fuerza desconocida que reside en todas las cosas de un universo infinito.

Sobre la publicación del artículo “Por qué no soy cristiano” en el número 4 de Trashumante

Los miembros del comité editorial de Trashumante consideran necesario publicar esta nota explicativa por la aparición del artículo del escritor Vladimiro Rivas, titulado “Por qué no soy cristiano”, en su número 4, dedicado a la fe. 

*

La razón principal es indicar que el texto no cumple algunos requisitos formales, sobre todo en cuanto a su extensión. En cuanto a su contenido, encontramos que expone una posición personal poco reflexiva sobre el tema de la fe. Nos preocupan especialmente algunas afirmaciones, que contradicen el propósito planteado por el propio al autor. Por ejemplo, en el inicio del artículo el autor expresa que su «percepción de la realidad no es moral ni doctrinaria sino estética». Sin embargo, pocas líneas después plantea la siguiente interpretación bíblica: «Dios crea a Eva de la costilla de Adán lo cual es una metáfora fea y tonta.»  El autor luego no incorpora argumento alguno sobre la «fealdad» y «tontería» del pasaje en mención, pese a que su apreciación contiene un juicio de valor estético y moral.

A nuestro criterio, el artículo presenta una lectura reduccionista de los aspectos externos de la fe cristiana, deshistorizando y simplificando el significado de los mitos y los símbolos bíblicos. Lo que podría haber sido un intento por criticar los prejuicios religiosos deriva así en expresiones que, a nuestro juicio, no resultan suficientemente fundamentadas.

Sin embargo, debido a un compromiso con su autor y por un principio de circulación libre de ideas, nos parece necesaria la publicación de dicho artículo en Trashumante.

Atentamente,

Revista Trashumante

La persistencia de lo sagrado

Rafael Romero

 

dios en todas las cosas
en la basura
en el placer de la puta
en el vuelo de gallinazo
en la descomposición de los cuerpos
dios en todas las cosas

 

La experiencia de lo sagrado

Producto de la evolución de la civilización, la cultura y el conocimiento, hemos dejado atrás una concepción ingenua de lo sagrado, propia del pensamiento arcaico y de la religión natural, que recurría a mixtificaciones religiosas y a prácticas rituales violentas para dar cuenta y forma a la experiencia de lo sagrado. Es difícil, en el nivel de conocimiento con que contamos hoy, creer que la erupción de un volcán es una lucha entre los dioses, que a las brujas se las destruye mediante un espejo, que las enfermedades son un castigo divino, que la ira de los dioses se calma con sacrificios de sangre. Pero esto no significa que la experiencia de lo sagrado se haya ausentado. Persiste porque es parte de la estructura de la experiencia humana. Lo sagrado es constitutivo del hecho de ser y hacerse humano. Ningún otro ser vivo, animal o vegetal, rinde culto a sus antepasados, entierra a sus muertos, adora a sus dioses.

El ser y hacerse humano tiene lugar como acto de reconocimiento de la incompletud de lo humano, de su limitación como criatura, de su profunda insatisfacción e inquietud, mientras no encuentre el descanso del sentido y del significado de la vida. San Agustín lo expresa como anhelo de retorno al origen, a su creador: “porque nos hiciste para ti, y nuestro corazón está inquieto mientras no descanse en ti” (Confesiones, Libro Primero, Capítulo I, Invocación). El círculo del sentido no se cierra sino cuando retornamos a los orígenes, al ser del cual salimos y al cual regresamos como a un lugar de descanso. Hacerse humano, evolucionar hacia nuestro ser cósmico, se presenta como disolución de la diferencia, como retorno a una condición originaria: salimos de lo indiferenciado para volver a él luego de la experiencia de la diferencia que es la vida. Somos parte de algo más grande que nosotros mismos, que la vida misma: el Universo, el Cosmos, Dios.

Contemplar nuestra incompletud es una revelación fundamental de la experiencia de lo sagrado; revelación que nos remite al hecho autoevidente de la muerte, de la disolución del yo, del retorno a los orígenes. Es en la experiencia del límite, del más allá (o tal vez más acá) de las fronteras de lo humano, de aquello a lo cual no podemos acceder sin dejar de ser lo que somos, donde lo sagrado emerge, aparece, se hace presente. Durkheim señala este aspecto de lo sagrado al decir que es aquello que si lo topas, te destruye. Por ello son necesarios los ritos, para entrar y salir sin destruirnos. Un dicho dice que cuando bailas con el diablo, el diablo no cambia, eres tú el que cambia. El encuentro con lo sagrado te transforma. Es la frontera, la crisis, la muerte, la guerra, la enfermedad, lo que nos acerca a Dios, a lo sagrado. Un caso significativo para la cultura moderna es la experiencia extrema de Teilhard de Chardin, sacerdote jesuita, paleontólogo y místico, quien reafirma su creencia en lo divino, en el Cristo-Cósmico, al enfrentarse diariamente a la muerte en el frente de batalla en la segunda guerra mundial.

 

Secularizaciones múltiples

La experiencia de lo sagrado es parte de nuestra dotación como personas, como seres vivos y cultos, simbólicos. Y como todo lo que sucede en el plano humano-finito, lo sagrado ha adquirido formas sujetas a la evolución y la historia. Experimentamos lo sagrado en un contexto social, a través de un conjunto de formas y en un momento determinado de la evolución socio-cultural. Entre esas formas están las religiones y las iglesias. Cada una es, digámoslo así, una emanación cada vez más débil, un plano decreciente de concreción empírica en donde tiene lugar la experiencia de lo sagrado. Las religiones son formas civilizatorias y las iglesias formas organizacionales. La religión organiza dicha experiencia por medio de sistemas de creencias, ritos y dogmas que son parte de nuestra constitución civilizatoria. Nuestras diferencias profundas con quien no es de Occidente tienen que ver mucho con esa matriz civilizatoria que nos otorga el cristianismo, al menos en mi experiencia personal: para un hindú la Biblia no entra en el catálogo de sus libros fundamentales, no existe un solo dios, ni una potencia única, un Uno inmutable. Y las iglesias, al final de cuentas, resultan meras formas organizacionales, la parte más externa, menos profunda, de la experiencia de lo sagrado.

Experimentamos lo sagrado como hierofanía (Eliade), como una relación que opera a través de cualquier objeto, material, conductual o simbólico, y que permite o gatilla una revelación sagrada en quien lo experimenta. De esta manera se marca el repertorio de objetos, creencias, ritos y prácticas que posibilitan la experiencia de lo sagrado y que se opone al conjunto de objetos profanos, de la vida cotidiana, del mundo del trabajo. La diferencia entre lo sagrado y lo profano es constitutiva al proceso de estructuración de cualquier orden social. Lo que caracteriza a Occidente es tratar esta relación en términos de secularización creciente, de transfiguración de los valores sagrados en valores humanos, racionales, inmanentes, lo que tuvo lugar junto al proceso de diferenciación funcional y que hizo que lo sagrado se experimentara en espacios parciales, en ámbitos de acción y de sentido cada vez más atomizados, específicos, funcionales. Sin grandes metarrelatos, la experiencia de la totalidad y lo trascendente queda condenada al espejo de lo parcial e inmanente. El Occidente racionalista vive en continua secularización y por más soluciones que elabore, como cabeza de medusa, resurge la inquietud fundamental, la insatisfacción total, el anhelo de eternidad. Todo punto de vista se iguala ante la verdad fundamental de la muerte; pasado y futuro desaparecen en el instante eterno. Pero el Occidente Racionalista pretende controlarlo todo con la fuerza de la razón y la técnica. Y no solo el mundo exterior, físico-natural, sino el interior, la mente y el espíritu.

El mundo moderno es resultado de la transfiguración y secularización de muchos ritos y prácticas religiosas elaboradas para transcender y experimentar lo sagrado, en mecanismos y formas de control social y personal, inmanentes, sin transcendencia, disciplinarias, tecnologías puras de la vida y el sentido.  Max Weber estableció una forma específica de esta relación en La ética protestante y el espíritu del capitalismo. La Reforma Protestante tiene una afinidad electiva, no causalidad lineal y unilateral, con los comportamientos económico-racionales del capitalismo moderno. La ética calvinista se transfiguró en comportamiento económico-racional. Pero no sólo la Reforma, sino también la Contrarreforma Católica. Tal vez sea mucho decir que los fundamentos epistemológicos de las ciencias sociales son la transfiguración de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, del siglo XVI. Pero si uno realiza una comparación conceptual, tal vez conductual-cognitiva, podrá advertir que el principio de neutralidad valorativa de la ciencia moderna, la diferencia entre “juicios de hechos” y “juicios de valor”, es similar o isomorfa, al principio de indiferencia ignaciano, estado en el cual tu alma es indiferente a todo, al bien y al mal, y está atenta y dispuesta a la voluntad de tu creador, y que de alguna manera es el estado al cual se espera acceder luego de pasar por los Ejercicios espirituales.

Otro de los mecanismos de discernimiento espiritual-racional es el de la autoobservación, también presente en los Ejercicios, y de manera explícita: para controlar un pensamiento, deseo, pecado, curiosidad que te agobia, marcas en una línea cada vez que sucede, por la mañana y por la tarde. En tu examen de conciencia nocturno comparas mañana y tarde, y luego día con día, luego semana con semana. Observas tus observaciones, te auto-observas para realizarte, depurarte, trascender. En términos conductuales-cognitivos es el fundamento de la reflexividad. Un ser reflexivo es aquel que reconoce su error y reajusta su camino: reconoce su pecado, se arrepiente y corrige el rumbo. La imagen de la ciencia es isomorfa a las imágenes y formas religiosas: el arrepentimiento es una forma de retroalimentación. Tal vez sea mejor decir que el mecanismo de la retroalimentación de la ciencia moderna es isomorfo a las ideas del arrepentimiento y el sacramento de la confesión.

En esta misma estela de reflexión, pienso que la dirección espiritual, el discernimiento de espíritus y las técnicas de contemplación constituyen los antecedentes de la psicología moderna, incluido el psicoanálisis, por supuesto. Entre los textos de referencia de esta tradición mística de occidente y del cristianismo podemos señalar la Subida al Monte Carmelo de San Juan de la Cruz, y Las moradas de Santa Teresa, La nube del no-saber, anónimo inglés, El peregrino ruso, anónimo de la tradición del cristianismo ortodoxo. La transfiguración-secularización hace que se pase de métodos para transcender hacia lo divino a técnicas para vivir la inmanencia de lo humano. Si antes te confesabas como un rito de purificación para el encuentro con lo sagrado, hoy vas al psicoanalista para sentirte bien contigo mismo. Lo ético que acompaña a las ciencias de la salud y de la mente nos advierte de la presencia de un hecho sagrado en el tratamiento con el cuerpo y el sufrimiento. Otra de las formas en las que lo sagrado se transfigura en formas sociales, en ámbitos de acción diferenciados, cada uno con su ética, su mística, sus propios principios, ritos y prácticas.

El modo/contexto social en el que hoy experimentamos lo sagrado está marcado por los efectos de la diferenciación funcional. Cada diferencia funcional instaura un ámbito de acción que se presenta como posibilidad de realización del ser y hacerse humano: no existe un hombre universal, sino cada uno realizando su propia vocación, su propio destino. Cada sujeto realiza su universal en su particular. Es como si cada ámbito de acción fuese resultado de una partición del poder original, como pasaría en el caso en el que un chamán reparte sus poderes entre sus diferentes hijos. La experiencia de lo sagrado se concretiza en un significado de lo particular/local, pero ya no salta hacia lo universal/global, hacia la recomposición de la unidad. Todo lo contrario: se instaura como diferenciación-sin-fin, producción que nunca termina, insatisfacción total.

La cultura de la experimentación, la experimentación-sin-fin, es otra de las formas en las que el Occidente Racionalista secularizó, esta vez no un texto, sino a objetos y substancias que eran vehículos para la experiencia de lo sagrado. Las plantas y pócimas sagradas se transfiguraron en fármacos y drogas. Las bebidas rituales que posibilitaban una experiencia de transición hacia un estado sagrado, distinto de lo profano, que transciende el plano inmanente y cotidiano, se convierten en sustancias alienantes, destructivas, que desorganizan a las personas, que afectan a su racionalidad, emocionalidad y socialidad. En este contexto, las drogas se constituyen en experiencia sagrada del mal, vehículos para la experiencia de la disolución del yo que demanda, no supone, sino que exige, el contacto con lo sagrado, pero deteriorado.

El mundo moderno, siempre de secularización hasta el extremo, transfiguró las substancias para quitarles su capacidad de darnos una experiencia sagrada, y las transubstanció en drogas, inmanentes, destructivas, que nos sacan del mundo profano del trabajo y la eficiencia, y nos arrojan a la condición de disolución, de ruptura de toda moral, de todo escrúpulo, de todo sentido, pero sin retorno hacia la reconstrucción, la recomposición del universo, de la vida. Pérdida de la experiencia de lo sagrado total en la experiencia particular de la diferenciación funcional y de la experimentación-sin-fin. Se trata de una experiencia sin sentido trascendente, sino atomizado, que se queda en el éxtasis, en el momento, que se agota en su placer, en la experiencia momentánea.

           

Recuperar al hombre interior

La experiencia de lo sagrado aparece como opuesta a la experiencia de la falta de sentido y transcendencia que la diferenciación-sin-fin y la experimentación-sin-fin imponen. En la tradición católico-cristiana se diferencia entre la vida activa y la vida contemplativa. Esta distinción se remite al episodio en el que Jesús se encontraba de visita en la casa de unas amigas, Marta y María. Mientras Marta preparaba la comida y arreglaba la casa, María permanecía a los pies de Jesús contemplándolo. La vida activa es afín a la eficiencia del mercado y la razón instrumental, mientras la vida contemplativa se transfigura/contiene en el arte, en lo simbólico, en lo imaginario. Pero restringir la experiencia de lo sagrado al ámbito del arte es una forma de la misma diferenciación funcional que como sistema global no posibilita la experiencia de la trascendencia. Es el dominio de lo social/funcional sobre lo individual/personal. No hay forma de transcender en una sociedad funcional, si no es volviendo al acto personal, íntimo, interno, de la contemplación de lo sagrado y en el que nos reconocemos, cada uno, no sólo como parte de una sociedad o de una especie, sino como seres del universo, cósmicos, universales; parte de la realidad, de algo que no sólo somos nosotros, que está más allá de la muerte, de la disolución de nuestro yo.

Los textos místicos describen los métodos y técnicas del acto de contemplación, distinto de la reflexión, la meditación y la oración discursiva. Son técnicas que buscan silenciar y contener los pensamientos y deseos, no importa que sean buenos o malos, para dar paso a una experiencia de percepción total del universo, del cosmos. Contemplar es lo opuesto a reflexionar. La técnica más conocida y divulgada es la repetición constante de una palabra sagrada. En el Peregrino ruso la frase sagrada que se repite una y otra vez es Señor Jesús, ten piedad de mí. Todo pensamiento afecta el estar en contemplación, en silencio, al permanecer en la Nube-del-no-saber. Esta técnica (que en las tradiciones de Oriente las llaman mantras) permite que se despierte lo que los místicos llaman el hombre interior. Pienso en esta figura, no como el sujeto de la lógica cartesiana, sino en el sujeto de la reducción fenomenológica. El hombre interior de los místicos es el sujeto de la intuición intelectual de la evidencia absoluta que ocurre en ese “dejar la palabra puramente al ojo que ve” que Husserl menciona en la cuarta lección de sus clases en Gotinga:

Nos viene, en efecto, a la memoria el lenguaje de los místicos cuando describen la intuición intelectual, que no es ningún saber de entendimiento. Y todo el arte consiste en dejar la palabra puramente al ojo que ve y desconectar el mentar que, entreverado al ver, trasciende (Idea de la Fenomenología, Cuarta Lección).

Pero la razón fenomenológica de la primera mitad del siglo XX está pre-dicha en la descripción de la experiencia mística en el siglo XIV:

Los que sin embargo, están continuamente ocupados en la contemplación, experimentan todo esto de modo diferente. Su meditación se parece más a una intuición repentina o a una oscura certeza. Intuitiva y repentinamente se darán cuenta de sus pecados o de la bondad de Dios, pero sin haber hecho ningún esfuerzo consciente para comprender esto por medio de la lectura u otros medios. Una intuición como esta es más divina que humana en su origen (La nube del no-saber)

Si la apuesta filosófica de la fenomenología husserliana era salvar lo que nos quedaba de razón frente a la barbarie de las dos guerras de la primera mitad del siglo XX, no se trataba de una razón reflexiva, analítica, instrumental, sino de una razón intuitiva, contemplativa, de percepción total, más divina que humana como advierte el místico anónimo inglés.

En la descripción que el médico y neurocientífico Eric Kandel hace sobre la manera en la que nuestro cerebro y sistema nervioso capturan el mundo exterior, señala la compleja interacción entre dos sistemas: el descendente y el ascendente, entre el conocimiento y la percepción. El Occidente Racional ha dado énfasis al sistema descendente, al conocimiento, a la vida activa, sobre el sistema ascendente, sobre la percepción y la vida contemplativa. El Occidente Místico, siempre presente en el fondo de la escena civilizatoria, da cuenta del hombre interior, de hombre que contempla, mudo y callado, su condición universal, cósmica y divina: su absoluta finitud e incompletud, su ser-para-la-muerte. Tal vez sea un buen momento para traer a primer plano a este hombre interior antes que el juego de los espejos informáticos termine por cubrirlo de meros simulacros.

Actos de fe

Emilio López y Aquiles Jarrín

 

La fe, en su definición más básica, se reduce a un conjunto de creencias, a la confianza y a la seguridad en algo. Sin embargo, cuando mencionamos o escuchamos la palabra fe, surge una fuerte vibración que nos lleva a sospechar que este elemento tan propio de lo humano no se reduce a tan simples definiciones.

La fe mueve montañas, es una metáfora muy valiosa para abordar un elemento que resulta imprescindible en toda situación en la que esta parece operar: el movimiento. Vincular la fe al movimiento nos posibilita despegarla de su relación a lo racional o religioso, para hacerle un lugar en el mismo cuerpo (máquina de movimiento).

La fe rescatada del territorio de las creencias, hace carne en la acción, en la potencia que tienen las ideas cuando hacen cuerpo; ya decía Spinoza, uno no sabe de lo que el cuerpo es capaz. Así la fe está bastante más alejada de grandes ideales y parece operar en una cotidianidad tan frecuente como dormir para querer despertar. La fe lejana a cualquier institución es potencia vital que se conforma por un conjunto ilimitado de actos de donde se destila lo humano. Impulso vital bergsoniano, donde el movimiento define nuestros devenires. Desde la infancia aprendemos a confiar en una serie de constructos que definen nuestra relación con el espacio, con el otro. Confianza que nace de la experiencia. Fronteras, límites, topografías que se van definiendo y redefiniendo en nuestro andar y desandar diario. En la experiencia del día a día creemos/creamos, nos movemos desde la intuición: “la intuición, adherida a una duración, que es desarrollo progresivo (crecimiento), percibe una continuidad ininterrumpida de imprevisible novedad; ella ve, sabe que el espíritu saca de sí mismo más de lo que tiene, que la espiritualidad consiste en esto mismo, y que la realidad, impregnada de espíritu, es creación” (Bergson).

 

Acto 1°

Lunes: El sol avanza lentamente por la alfombra en su cotidiano y repetido intento de tomarse cada mañana la habitación. Antes de que se bañen de ocre las pantuflas, siento una mano tibia en la espalda y esa voz todavía en proceso de recomposición que dice te amo. Respondo “Yo a ti”.

La declaración de un sentimiento profundo y su respuesta afirmativa produce varias operaciones. Por un lado, se manifiesta una convención social donde las palabras son portadoras de sentidos absolutos. Una arbitrariedad que parece haber posicionado el lenguaje desde el sentido común. Las palabras están tan valoradas en nuestro sistema de comunicación que nos permiten hacer articulaciones lingüísticas expresando la complejidad de nuestros sentimientos. En el te amo, se reduce a dos palabras un conjunto muy amplio de acontecimientos. Significantes que implican la existencia de un compromiso emocional altísimo, es el sonido que define que ese otro está en una alta disposición de nuestro deseo. Los actos y vivencias compartidas para la construcción de esa expresión amorosa ya no existen en el momento en que las palabras parecen ser garantía de que todo está presente.

Martes: El sol avanza lentamente por la alfombra en su cotidiano y repetido intento de tomarse cada mañana la habitación. Antes de que se bañen de ocre las pantuflas, siento una mano fría en la espalda y esa voz todavía en proceso de recomposición que grita te odio. No respondo nada.

 

Acto 2°

Jueves 7 PM. Me llama un amigo y surge un plan, que no había programado. Vamos a un concierto. No identifico el lugar. Se fija el encuentro en el restaurante X. Busco en mi celular qué sitio es. ¿Hay algún evento? ¿Voy en auto, Cabify? ¿Cuál es la ruta más eficiente? Obtengo respuestas: 15 minutos de llegada, 2 minutos menos de tráfico por la ruta B, $2,50 la carrera. Calculo mi hora de llegada. Vuelvo a chequear mi teléfono y la cita es las 9:30. Veo rápidamente la lista de invitados, casi no conozco a nadie. No quiero llegar y estar solo. Calculo llegar 9:45 para evitar la soledad antes de que llegue mi cita a las 10. Vuelvo a revisar la ruta de tráfico: 9:38. 10 minutos más de lo acordado. Respiro aliviado.

El universo de información en el ciberespacio es infinito; sin embargo, la tecnología asigna las posibilidades de una noche a algo reducido. Predicciones desde el celular a partir de información que no se puede entender y que está almacenada en alguna parte. Bits infinitos circulando a la velocidad de la luz por el aire, ondas imperceptibles captadas por dispositivos receptores que nos dirigen. Nos encontramos frente a un nuevo sistema de creencias que se articula desde la tecnología.

La tecnología como una nueva semántica del deseo, administra y codifica los flujos, reordenando cuerpos y sentidos. La tecnología –en su intento de territorializar– ofrece cierta esperanza y alivia la ansiedad de creer en lo inmediato, pero al mismo tiempo ofrece agujeros para otras vivencias posibles, se abren líneas de fuga para lo inédito, lo singular, lo propio y lo desconocido. Aparecen las fallas, las fracturas y los hackers, que nos recuerdan que en los accidentes se producen las ganas para accionar, creer y crear.

 

Acto 3°

Domingo 10:00 AM, 18 grados, parcialmente nublado. Un saco liviano, zapatos deportivos y el jean del día anterior.

Hace algún tiempo que la manera de estar en el mundo está anclada a un conjunto de dispositivos de los cuales dependen casi la totalidad de áreas de nuestra existencia, pitonisas que se esconden tras pantallas y sonidos. Incuestionables, hacen que el aspecto más duro de la ciencia, ese santo positivismo, regule las más nimias decisiones. Pronósticos del clima, latidos del corazón, temperatura corporal, likes y eventos programados, ordenan los sentidos y los deseos a partir de un sinnúmero de aplicaciones descargables y en constante desactualización y actualización.

En menos de un km de recorrido por el parque, he sido informado del estado amoroso de diez personas, de sus últimas cinco adquisiciones, los lugares que visitaron, el nuevo video de mi artista favorito, el restaurante que debería ir a probar, los anteojos de moda y la poca acogida que tuvo la foto que posteé.

Lo más complejo en estos escenarios no es el heterogéneo bombardeo de micro alienaciones por los que la subjetividad es atravesada y producida, sino, aquella hipnótica articulación de elementos que comprimen todo a una superficie por la que se deslizan los sentidos. Se produce una especie de aplastamiento de la realidad, donde todo acontecimiento que está fuera de ese algoritmo endogámico por el que circula la vida, parece no existir.

Domingo 3:00 pm, 13 grados, lluvioso. Saco liviano sobre la cabeza, zapatos empapados, piernas tiritando.

Identificamos dos tipos de flujos articulados a la fe: las acciones en la cotidianidad remitidas al cuerpo, y nuestra relación a la tecnología como la principal organizadora de sentidos en la actualidad. Esta última formando parte de un sistema de creencias con desplazamientos históricos. Cuerpo y coordenadas hacen nodo en el eje principal de este texto, el movimiento, que en términos deleuzianos podríamos también llamar devenir. Un conjunto de intensidades que ocupan el cuerpo y que se expresan en una pragmática.

La fe como devenir se aleja de una idea de un futuro y una recompensa, para reconectar con procesos de accionar en el presente. Si hay algo divino en la fe es su maquinaria de acción, ‘una metafísica de la vida, una filosofía más intuitiva nos demanda una participación en espíritu al acto que la hace, ahí va en dirección de lo divino’(Bergson).

 

Imágenes: Andrew Leu (Unsplash); Adrianna Calvo (Pexels); Donald Tong (Pexels)

La fe en el Leviatán

Fabio Vélez
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Los lectores de Hobbes tal vez recuerden que, al tratar de perfilar la figura del “contrato” por contraposición a la del “regalo, favor o gracia”, Hobbes se ayudara en el Leviatán de las distintas y variadas clases de merecimiento (Merits). Hobbes, en concreto, echaba mano de un símil escolástico –la disparidad entre meritum congrui y meritum condigni– con la intención expresa de resaltar los distintos derechos allí involucrados. Ni que decir tiene que el ejemplo traído no era casual: se hacía alusión, pues, a la incapacidad del hombre para alcanzar «por razón de su propia rectitud o de cualquier otro poder suyo» –es decir, sin la gracia divina– el tan prometido y cacareado Paraíso. Sin embargo, y para asombro de cualquiera, el argumento era interrumpido sin razón aparente. Hobbes escribía: «me abstendré de afirmar nada…». El corte, empero, era más que pertinente. No tocaba.

Es fácil suponer que al lector coetáneo de Hobbes aquella gracia no le pasara inadvertida; y es que, efectivamente, el cumplimiento de la ley no era suficiente porque pareciera que hubiera más, vida después de. Inquietante era también, a tenor de lo anterior, un pasaje concreto del capítulo 31 –bisagra clave del Leviathan– en el que, al hilo de la omnipotencia de Dios y su consiguiente discrecionalidad, es decir, a propósito del derecho a penalizar incluso sin comisión de pecado, Hobbes retomara una pregunta heredada de los antiguos: ¿Por qué es tan frecuente que los malos prosperen y los buenos sufran adversidades? O en su paráfrasis particular, con Job de referencia: «¿En virtud de qué derecho dispone Dios las prosperidades y las adversidades en esta vida?». Una vez más, aunque ahora desde más acá, la injusticia hacía traslucir las limitaciones resultantes del cumplimiento de la ley. En suma, tanto por una como por otra parte, y ante una divina providencia difícilmente escrutable, la confianza y la esperanza sufrían un duro traspiés.

Así la cosa, estos cabos serán abordados íntegramente en los Libros III y IV al son de la “palabra profética”. El punto de partida, si se mira atentamente, es ahora otro: el pecado original. Y la deducción que en consecuencia se sigue es la esperable, a saber, la obediencia a las leyes «si fuese perfecta podría bastarnos. Pero como todos somos culpables de desobediencia a la ley de Dios, no sólo originalmente por Adán, sino también de un modo actual por causa de nuestras transgresiones», no podemos prescindir de la gracia divina. En otras palabras, como el “pecado” no es un “delito” –para empezar uno ofende a Dios y el otro al hombre– tampoco la expiación puede y debiera ser la misma. De esta guisa, la absolución por mera indemnización o recompensa se conjetura a todas luces improcedente, «pues, de ser así, ello haría de la libertad de pecar una cosa vendible». Es precisamente en virtud de lo cual, nos viene a decir agudamente Hobbes, que el gesto redentor de Cristo debe siempre interpretarse como una oblación (Oblation) aunque se lo tenga, por lo común, como un precio (Price); es decir, no «algo que, por su valor, pudo hacer que Cristo reclamase de su Padre ofendido el derecho de obtener perdón para nosotros, sino el precio que a Dios Padre le plació exigir en su misericordia». Sólo cabe por ende, concluye Hobbes, resguardarse al amparo del perdón gratuito (gratis) fruto de la fe y el arrepentimiento. El corolario corre de consuno: «Todo lo que es necesario para la salvación está contenido en dos virtudes: la fe en Cristo y la obediencia a las leyes».

Ya estamos, ciertamente, en mejor disposición de entender y tipificar los tres reinos descritos por Hobbes y, en concreto, aquél que hace remisión a la gracia. Así pues: el reino de Dios, un reino civil en el que Dios mismo es el soberano en razón de un pacto y a través de un vicario, y que habría comenzado con la “antigua alianza” entre Abraham y Dios e interrumpido con la elección de Saúl, cuando los judíos habrían rehusado díscolamente ser gobernados jure divino, prefiriendo de esta guisa secundar el modo de las restantes naciones. Por cierto, no sin fatídicas consecuencias: «de ahí procedieron periódicamente los disturbios civiles, las divisiones y las calamidades de la nación». El reino de la gloria sería la manera de distinguir y denominar la restauración del reino de Dios tras la segunda venida de Cristo, cuando este vuelva en majestad a juzgar al mundo y a gobernarlo de hecho. Entre tanto –y en ese entretanto nos hallamos– sólo cabrían estados civiles compuestos de judíos, gentiles y, tras la llegada de Cristo, cristianos. Era la letra: Cristo no había venido a juzgar este mundo (Jn 12:47) y, por tanto, había que seguir dando al César lo que del César era (Lc 20:25). La promesa de una “nueva alianza” se quedaba simple y llanamente en eso, una promesa. Y, sin embargo, un distinto trato será dispensado.

Los seguidores del Evangelio, en este valle lacrimoso, serán además obsequiados gratuitamente (gratis) con una suerte de «anticipo de reino», el reino de la gracia. Hobbes hilaba fino en la soteriología: «el reino de Dios no ha llegado aún, y no estamos bajo más reyes, mediante pacto, que bajo nuestros soberanos civiles. La única salvedad es que los cristianos están ya en el reino de la gracia, en cuanto que disfrutan de la promesa de ser recibidos cuando Cristo venga una segunda vez».

Una pregunta aún es posible: ¿podemos confiar en esta promesa? La cuestión había quedado zanjada ya en su proemio. En efecto, según Hobbes, el honor que se le debía rendir a Dios procedía no sólo de su omnipotencia –ese «poder irresistible» al que tanta utilidad sacó– sino de su bondad. De tal modo que, apostillaba, «aunque la promesa de hacer un bien obliga al que promete, ocurre, sin embargo, que las amenazas, es decir, las promesas de hacer un mal, no lo obligan; y mucho menos obligarán a Dios, que es infinitamente más misericordioso» (infinitely more mercifull). Polémicas nominalistas aparte –aquello de si Dios quiere lo bueno o lo bueno es querido por Dios, etc.– el mensaje era sin duda confortador. Y, con todo, aún era posible suscitar algún tipo de réplica.

Llamaba la atención, en efecto, la manera con la que Hobbes había decidido abrir y cerrar el Libro III, a saber, presentando la salutífera diferenciación entre conocimiento y creencia. Este se interrogaba a la sazón: ¿en quién creemos cuando creemos? Porque si se partía de la premisa, como era el caso, de que «es necesario que la persona en quien creamos sea alguien a quien hemos oído hablar», entonces creer propiamente en Dios sólo pudieron hacerlo Abraham, Isaac, Jacob, Moisés y los profetas, primero; y los Apóstoles y discípulos de Cristo, después. Pero entonces, ¿qué hay del resto, de nosotros? Nada más que texto, es decir, «fe en la historia que se narra…». Tanto mejor. No repitamos la porfía de Tomás “el mellizo”. Bienaventurados los que no vieron y creyeron…

 *

Una última vuelta. A propósito de los convenios, Hobbes dejaba caer en el capítulo 14 una interesante observación, a saber, uno quedaba liberado de los mismos por su cumplimiento o por la exoneración de su obligación, esto es, el perdón. Poco después, en plena catalogación de las leyes naturales, volvía a cobrar protagonismo el perdón, aunque ya como deber, y con él su correlato inmediato: la renuncia a la venganza. El contexto presentaba alegato. Ambos demostraban ciertamente una eficacia profiláctica en la empresa común o, dicho de otro modo, el fin justificaba este tipo de medios. Y el entramado irenista no había sido desplegado del todo. Continuemos. Si a la “palabra natural” se unía la “profética” no podía soslayarse el hecho de que la capacidad de perdonar –aquella gracia divina– no sólo estaba en manos de Dios sino que, antes bien, pendía indefectiblemente del ejemplo incitador de los hombres. Era el manido Padrenuestro: «perdónanos nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores…». Pero… ¿y si no hay más allá, Juicio final, fin último? ¿Y si sólo hay más acá, historia, erigida (o no) en tribunal universal? ¿Es posible seguir perdonando a quien ha «pecado contra ti siete veces al día»?

Señor, «auméntanos la fe», porque de lo contrario…

 


Nota: Sobre estos asuntos hobbesianos me he demorado largo y tendido en La palabra y la espada. A vueltas con Hobbes, Maia, Madrid, 2014.

La fe y otra realidad posible

Luis López López

 

«Mil veces has subido las gradas. Pero ¿has reparado en lo que ello te sugirió? Pues algo sucede en nosotros cuando ascendemos, aunque es muy fino y discreto y fácilmente pasa inadvertido. (…) Cuando subimos las gradas, no sólo sube nuestro pie sino todo nuestro ser. También subimos espiritualmente. Y, si lo hacemos reflexivamente, presentimos que ascendemos a esa altura donde todo es grande y perfecto: el Cielo, donde Dios tiene su morada».

Romano Guardini

 

Dirigir la mirada más allá de la materialidad de los objetos, pero desde esa materialidad que se extiende; dirigirla desde un instante efímero, pero inserto en el tiempo que le otorga historicidad; sin renunciar, no obstante, a la búsqueda de algo situado más allá de la realidad, algo que garantice lo eterno, es decir, el sentido de una verdad inmutable que permita a quien mira su tránsito por la complejidad de la vida… Una fe que se instala en la finitud de la existencia, aunque pretende escapar de ella al sentirla expuesta al devenir del tiempo, que la anula. El hombre, desde sus orígenes, ha pretendido trascender más allá de su condición mortal, creando entidades con formas superiores a las suyas, rodeándose de mitos y dioses, o simplemente de ideales inalcanzables. En su transitar, crea su entorno: su hábitat, objetual y simbólico, sacro y profano, que lo lleva más allá de su propia temporalidad.

¿Cochasquí fue un centro ritual-ceremonial, de observación astrológica, o una concentración poblacional? ¿Cochasquí es hoy un complejo arqueológico en el que se encuentren referencias a las fuentes de alguna identidad nacional? Las investigaciones del arqueólogo alemán Max Uhle (1933), de los científicos alemanes de la Universidad de Bonn (1964), o del astrónomo ruso Valentín Yurevitch (1986), no dan respuestas concluyentes a tales interrogantes y no se requiere de ellas para deducir a partir de esa materialidad concreta de bloques de cangahua, la búsqueda trascendente de quienes construyeron estos parajes. Una presencia potente en el paisaje andino que coincidencialmente se ubica cerca de la línea ecuatorial, de ahí su nombre: Cochasquí o  sitio de la mitad, que no solamente lleva a pensar en un sentido estratégico de control territorial -desde una mirada militar- o en el aprovechamiento de un lugar privilegiado de observación e indagación astronómica, sino en toda una aproximación hacia lo no conocido, aunque intuido, y que busca explicaciones más allá de los límites de la existencia humana.

Se habrán perdido o destruido otros tantos conjuntos de importancia semejante, mas esta potente intervención en el paisaje da cuenta de las ascensiones espirituales y referencias sagradas creadas por los habitantes de este territorio mucho antes de la conquista española.

La dominación colonial, paralelamente al control de hombres y territorios, impone la religión cristiana por sobre el imaginario nativo; reestructura el territorio de la mitad del mundo a partir de una red de ciudades con una nueva base simbólica extraída, para su nominación, del santoral religioso cristiano, y al interior de las villas distribuye los parajes, anteriormente ocupados por comunidades nativas, siguiendo el trazo de damero en que se ubican plazas, templos y conventos, y organiza la cotidianidad lúdica y sagrada de la nueva sociedad. Se funda un escenario que abarca todas las escalas, desde la territorial hasta la de los mínimos objetos. Este barroco andino organiza icónicamente los sistemas significantes de toda una época, portadores de valores sagrados y profanos de una modernidad que pudo ser diferente al contener componentes de ruptura que no se dieron en buena parte de los países de Europa por la Reforma, y por disponer del potencial que implicaba la unión de dos culturas.

En el 2013 visité la Capilla del Monasterio Benedictino ubicado en Las Condes, Santiago de Chile, construido entre 1962 y 1964; lo proyectaron Gabriel Guarda y Martín Correa. Este último participó del encargo siendo aún estudiante, pero luego dejó la arquitectura y consagró su vida a la contemplación monástica. Sin embargo aún conserva, cuando comparte sus experiencias, todo el entusiasmo del oficio al que quiso dedicar su vida inicialmente y que puso en los fundamentos de su única obra.  La capilla consta de dos volúmenes cúbicos blancos, de 14 por 14 metros en planta, con una altura que va entre los 10 y los 14 metros, que se intersectan en su eje diagonal permitiendo el paso de la luz, cuya presencia caracteriza el “discurso” místico de este espacio. Resulta paradigmático cómo el ideal racionalista y su abstracción minimalista, de fusión del espacio y la luz presente en esta edificación, se relacionan con la vida de su autor, acaso el “milagro” de la comunión de un ideal estético con la fe en que arquitectura y autor buscan la fusión entre presente y eternidad.

La palabra que nombra lo innombrable, la imagen que representa lo que no tiene imagen, el espacio que contiene lo que no tiene espacio, constituyen en la “creación” humana el tránsito de lo finito a lo infinito. La fe nace y perdura, en tanto estructura que le permite afrontar la complejidad de su existencia, generando los vínculos de comunidad necesarios para su transitar.

Más allá de la proclama nietzcheana de la muerte de Dios o del anuncio hegeliano de la muerte del arte, propios de la posmodernidad y tan influyentes en los comportamientos de las vanguardias culturales que la conforman, están latentes todo tipo de reflexiones y búsquedas sobre la significación trascendente de las palabras, los comportamientos y los objetos en la vida humana.  En un presente provisional, instantáneo, que no necesariamente ata pasado y futuro, la presencia de una temporalidad que dote de sentido a la morada individual o colectiva es buscada con afán, casi desesperación; la materialización de espacios cuyos contenedores se doten de significaciones en el afán de lo imposible deseado de atrapar en el tiempo y el espacio finitos, un absoluto inalcanzable. ¿Acaso no es esto poner fe en sus medios arquitecturales de búsqueda de sentido, de dar sentido a la existencia frente al desconcierto y su asombro permanente del mundo?

Robert Venturi, recientemente fallecido, trabajó durante casi toda su vida con su esposa Denise Scott Brown en una forma distinta de leer la arquitectura, destacando su capacidad expresiva y cómo el hombre común la percibe más allá de lo que ve, oye, palpa o huele, aceptando las complejidades de su historicidad, recorriendo desde el clasicismo hasta la misma modernidad e incluyendo también las culturas primitivas y sus saberes. Venturi y Brown comparten con Marshall McLuhan, Bob Dylan o Andy Warhol la experimentación de otra visión del arte, de los medios y la cultura popular en el siglo pasado: la del hombre en su relación fundamental con el otro, en el espacio entre dos, base de toda relación de comunidad. Esta visión no requiere únicamente del espacio sacro de elevación del hombre hacia la divinidad para superarlo en su condición de humanidad, sino de la multiplicidad paradojal del lenguaje objetual y simbólico con que se relacionan los seres humanos. Venturi lleva la interpretación de la arquitectura a indagar en las ambigüedades y contradicciones del mundo con humor, ambivalencia, suavidad, frivolidad; acerca la presencia de otras sintaxis poéticas, otros vocabularios propios de la condición humana, sin descartar incluso la ironía en su particular forma de pop(ulismo) arquitectural.

Ignasi de Solá-Morales, en diferencias – topografía de la arquitectura contemporánea, analiza la arquitectura como un “acontecimiento resultante del cruce de fuerzas capaces de dar lugar a un objeto, parcialmente significante, contingente”, y lo hace en una selección de edificios agrupados en dos momentos. En el primero, que va de 1945 a 1952, refiere a obras de Mies, Kahn, Aalto, Coderch, Gardella, en las que no se estaba inaugurando la funcionalidad, pero cuyo contenido funcional era explícito, fácilmente reconocible y comunicable, haciendo de ella su valor añadido. Y el segundo, de 1983 a 1992, con T. Ando, Herzog & Meuron, Ghery, Siza, cuyas edificaciones  pretenden superar el discurso lógico y narrativo a través de imágenes arquetípicas más profundas, relativas a lo natural en el hábitat, lo compartido y la permanencia en lo público, lo originario en la materialidad, la mediación de las imágenes de sentidos complejos. En el período analizado no trata de llegar a la codificación de signos pertenecientes a tales o cuales estilos o maneras de hacer, sino a la comprensión de sus manifestaciones singulares y a la búsqueda de valores superiores que no se dan únicamente en las edificaciones consideradas sagradas, de ahí que resulta curiosa su afirmación de que “con la desaparición de los dioses, de los mitos, de las ilusiones, también la arquitectura se ha vaciado de individualismo y subjetividad”. Mas el hombre encuentra sentido no solo en la fe, en dioses, mitos e ilusiones, sino que busca dar sentido a su existencia salvando su propia humanidad, en todas sus manifestaciones creativas, entre las que está la arquitectura, y en la simple temporalidad de sus actos, incluso en medio de la incertidumbre y la atracción de la nada.

Invirtiendo la afirmación del apóstol Pablo, “la fe es la sustancia de las cosas esperadas”, considero que aún se puede tener la sugerente pretensión de “hacer” mundo, rivalizando con el Arquitecto, y que otra realidad –inesperada- sería posible.

El poema: religión, fe, perplejidad

Iván Carvajal

 

“Es probable que todo gran poeta tenga algo de religioso”, escribe Ramón Xirau. Esta afirmación aparece en su ensayo destinado a Carlos Pellicer, quien a su juicio sería “el único poeta de nuestra lengua que llega a unir poesía moderna, vanguardismo y catolicismo”. Esta declaración de Xirau ― filósofo preocupado por lo sagrado y poeta religioso ― se destaca en el contexto de una obra crítica que examina la poesía de Juan Ramón Jiménez, Huidobro, Vallejo, Gorostiza, Cernuda o Lezama Lima, entre otros poetas de lengua española del siglo pasado. Xirau es consciente, desde luego, de las “influencias” de la religión católica en la poesía española e hispanoamericana. Símbolos, narraciones bíblicas o referencias a aspectos cultuales aparecen a menudo en poetas cuya religiosidad sin embargo es indecidible, si es que nos atenemos a los textos. El nombre de Cristo puede insertarse en el poema, y con ello se establece una obvia referencia al Hijo del Hombre o a la figura del Hijo de la Trinidad en la doctrina cristiana, mas no por ello el poema expresaría a un hablante católico, o aun cristiano, sino que del texto aflora un proceso metafórico que liga lo dicho en él con la figura religiosa. El crítico hispano-mexicano percibe en los poemas de Vallejo una continua referencia al cristianismo, a Cristo, a la religiosidad popular. Siguiendo esta línea de análisis, diríamos que en Boletín y elegía de las mitas el poeta se remite a la Pasión de Cristo para exponer, mediante la analogía, la pasión del pueblo indígena, víctima de la opresión y la violencia del colonizador español y de su aliado, el mestizo, así como la expectativa de redención. No por ello se puede afirmar que Dávila Andrade sea un poeta cristiano, aunque sí se puede concluir que el poema tiene un indudable contenido religioso y, como en el caso de múltiples poemas de Vallejo, como bien ha advertido Xirau, un tejido de referencias a la Biblia y a la religiosidad popular. Más aún, en el caso del Boletín se invoca a una divinidad indígena, Pachacámac, en versos que crean una imagen que trastoca la figura del Dios cristiano, pese a que esos versos posean una similitud estructural con los salmos o las plegarias bíblicas: “¡Oh, Pachacámac, Señor del Universo! / Tú que no eres hembra ni varón. / Tú que eres Todo y eres Nada, / Óyeme, escúchame. / Como el venado herido por la sed / te busco y sólo a Ti te adoro.” ¿Se podría considerar que el dios nombrado “Pachacámac” es la misma persona divina llamada Yahvé, o una de las tres personas de la Trinidad del cristianismo? “Tú que eres Todo y eres Nada”: no, no solo es un nombre distinto, es una divinidad diferente.

“Es probable que todo gran poeta tenga algo de religioso”… La frase es equívoca; no dice que todo gran poema, sino que todo gran poeta es religioso. La equivocidad puede surgir de considerar los poemas como expresión de la subjetividad del poeta, una subjetividad finalmente unitaria y autoconsciente. Ello nos arroja a uno de los grandes temas del pensamiento contemporáneo que, traído a colación en lo que aquí interesa, pondría en cuestión al Yo que habla en el poema. Es obvio que los poemas son “obras” de poetas llamados Vallejo, o Gorostiza, o Paz, o Dávila Andrade, quien sea, con su genialidad o sus talentos. Pero, ¿qué es la “obra”? ¿Cómo vienen las palabras al poema? Este no es algo que esté en la mente del poeta y luego se plasme sobre el papel. Lo que tiene el lector ―o el oyente, el “público”― ante sí es el poema, que ha adquirido autonomía de su autor. En el poema “habla” un Yo ya emancipado del autor, cuya supervivencia fantasmal proviene del texto. ¿Cuál era la religión de Vallejo? Es indecidible, y además, no importa para nada… Pero los poemas de Vallejo tienen un indudable sentido religioso.

 

 

Que haya “pocos poetas católicos en lengua castellana” es una constatación en la que vale la pena detenerse. ¿Cómo es posible que en un contexto cultural impregnado de catolicismo haya tan pocos poetas católicos? A más de Pellicer, Xirau apenas puede nombrar a López Velarde, Valle-Inclán y Bernárdez. Más allá del castellano, a Péguy, Claudel y Eliot, este último propiamente anglicano… ¿Por qué hay tan pocos poetas católicos? Es evidente que la pregunta tiene que colocarse en el contexto histórico-cultural de la época moderna. Ningún poeta hispanoamericano, desde Martí o Darío en adelante, puede ignorar las consecuencias del romanticismo y de su crítica, la cual provocó la revolución poética que tuvo lugar a partir de Baudelaire, Rimbaud, Lautréamont o Mallarmé. Esta revolución, que modificó radicalmente la posición de la poesía en el mundo, estuvo en consonancia con las profundas transformaciones culturales, en los dominios de las ciencias, las filosofías, los sistemas de creencias, la revolución industrial y el crecimiento urbano. Después de Nietzsche, Marx, Darwin, o Freud, después de Einstein, en las grandes ciudades, tenían que suceder significativas conmociones religiosas, cambios en el ámbito de lo simbólico, trasmutación de los valores, de las formas de la vida cotidiana. Por consiguiente, en el lenguaje poético, no solo los motivos de los poemas adquirían nuevas fisonomías, sino que surgían formas expresivas ― renovación formal de las estrofas, de los versos, variaciones lexicales, incorporación de vocablos que habían sido excluidos del lenguaje poético, neologismos, innovaciones tipográficas, inclusión de ideogramas… En el plano del contenido, igualmente tenían que modificarse sustancialmente las metáforas, los símbolos, las imágenes, lo que podríamos llamar “ideas poéticas”, a fin de que correspondiesen a las nuevas concepciones del mundo, incluidas las religiosas.

¿En qué sentido, en este horizonte, podían los poemas tener “algo de religioso”? Para comenzar, ¿qué significado adquiere el vocablo “religioso” que pueda articularse con lo poético? En el término están contenidos varios planos de significación: las creencias en lo divino, en los dioses o Dios; los mitos en torno a lo divino y lo demoníaco, los dogmas que se establecen en torno a la divinidad; los rituales, sacrificios, plegarias que forman parte del culto; las normas morales que se aceptan como provenientes de la divinidad; sentimientos, símbolos, imágenes. El bien y el mal… La religión implica además la existencia de grupos humanos, de comunidades que comparten esas creencias y rituales; más aún, son estos los que fundamentan los vínculos colectivos. El término “religión” implica por una parte la afirmación del vínculo de los creyentes con la divinidad, y por otra, el vínculo comunitario. Esta doble re-atadura, de los creyentes con lo divino o lo sagrado, y de la comunidad, es en efecto componente de buena parte de los “grandes poemas” que nos llegan del pasado, del Gilgamesh en adelante, los poemas bíblicos, los de Homero o Hesíodo, las grandes tragedias griegas… La Comedia de Dante es, en cierta medida, un poema teológico. Podemos decir que los dioses ―incluido Yahveh, incluida la Trinidad que es un solo Dios― son figuras o imágenes poéticas creadas en los poemas. Las mitologías son narraciones poéticas. Los dioses y demonios de comunidades más antiguas, divinidades de las que no nos quedan huellas, seguramente habrán surgido de poemas semejantes.

A más de este primer sentido de lo religioso que caracteriza a buena parte del inmenso acervo de poemas que se conservan en la gigantesca biblioteca contemporánea, es decir, de poemas que crean divinidades ―y los demonios consiguientes― está un segundo sentido del vocablo, que remite al vínculo entre los poemas y otras formas culturales. Nos hemos referido a ello a propósito de Vallejo y Dávila Andrade. Hay aún un tercer significado de lo religioso, especialmente importante para la poesía moderna de Occidente, que arranca del Renacimiento y sobre todo de la Reforma protestante: hay poemas que expresan la búsqueda de Dios por el poeta. El poema describe los caminos que recorre el alma del místico ―santa Teresa o san Juan de la Cruz― o entraña una meditación sobre el vínculo entre el hombre o el alma con Dios o Cristo ―”El Cristo de Velásquez” de Unamuno o Dador de Lezama.

 

A primera vista, se podrían establecer varias vertientes de esta faceta religiosa en los poemas de la época moderna, siguiendo el haz de significados asociados al término “religión”. Quisiera destacar dos de ellas, que forman parte  de la poesía hispanoamericana del siglo pasado. Una proviene de un poderoso poeta del siglo XIX, Walt Whitman.Es la vertiente panteísta de la religiosidad poética. Canto a mí mismo, por no decir la totalidad de Hojas de hierba, es un canto que reúne en el Yo la totalidad del cosmos, lo sagrado y lo profano, Dios y los trabajadores de los puertos o los campos, lo divino y lo diabólico, los santos y los pecadores, las mujeres y los hombres, los amantes ―heterosexuales y homosexuales; blancos, negros, pieles rojas; el sol, los astros, las praderas, los lagos, los animales, los insectos… Un canto que recobra el pasado, el ahora y sus infinitas posibilidades que se abren al progreso incesante. “Walt Whitman, un cosmos, el hijo de Manhattan, / Turbulento, carnal, sensual, comedor, bebedor y procreador, / Ni sentimental, ni erguido por encima de los hombres y mujeres, ni alejado de ellos, / Ni modesto ni inmodesto.” Canto de Walt y de la Masa: “¡Desenvolvimiento inacabable de las palabras de todas las épocas, / Y mi palabra, una palabra moderna, la palabra En Masa! // Palabra de la fe que nunca engaña, / Hoy o después es para mí lo mismo, acepto el Tiempo de una manera absoluta. / (…) / Acepto la Realidad y no oso ponerla en duda, / Lo material la penetra de principio a fin.” Whitman proviene de una tradición protestante, es cierto, y gracias a ello el lenguaje de los grandes poemas bíblicos resuena en los suyos. Tiene como antecesores a Shakespeare, a Milton, a los románticos ingleses, a Jefferson, y como contemporáneos a Lincoln y Emerson. Estados Unidos es entonces una nación joven, poderosa, en expansión. Una nación que pasa por una guerra civil en la que el poeta toma partido ―como ciudadano y como poeta― por la causa democrática. En lo que aquí interesa, su canto se refiere en efecto a la totalidad de la Realidad: el poema es testimonio de la fe en ella, y de la fe en las palabras que nombran las cosas, que las colocan en su evidencia, fe en el lenguaje que proviene de la Masa, de la comunidad de hablantes. La palabra poética consagra la Realidad, el cosmos, la humanidad, la democracia. Sin duda hay un aliento panteísta en Whitman. Lo divino emana de cada ser, es decir, de lo finito, de la vida y la muerte; se trasluce en las metamorfosis de los seres y del canto, tiende constantemente a la totalidad, y a la vez es movimiento, devenir infinito. Considero que pueden inscribirse en esta vertiente de religiosidad panteísta Alturas de Machu Picchu de Neruda, el conjunto de la obra poética de Vallejo, seguramente Altazor de Huidobro, o, a pesar de las diferencias formales ―pues el poeta ecuatoriano no adoptó ni el verso libre ni el versículo―, Las armas de la luz de Carrera Andrade.

La otra vertiente es más bien introspectiva. El poema es una flecha en búsqueda de blanco, de sentido. También en este caso está en juego la fe en la palabra, en su posibilidad de alcanzar el absoluto. Mas el absoluto es inalcanzable. Si el panteísmo anhela sacralizar todo lo existente ―lo cual puede interpretarse también como profanación, pues si todo es santo,nada lo es― la religiosidad del poema en que el Yo se dirige en soledad al absoluto se emparienta más bien con la teología negativa, con la mística: el poema tiende a despojarse de la referencia al devenir del mundo para concentrarse en el salto hacia lo divino…

“Luego ― como habrá hablado según lo absoluto ― que niega la inmortalidad, lo absoluto existirá fuera ― luna, encima del tiempo: y el levantará las cortinas frente a él.” Mallarmé advierte que el absoluto es la Nada, lo que obliga a Igitur a volverse hacia la luna, hacia el devenir ―el tiempo―. Como Igitur, el poeta tiene que descorrer las cortinas para abrirse al ser. Heidegger, por su parte, en uno de sus ensayos sobre Hölderlin, anota: “Poesía es auténtica fundación del ser. (…) La medida no reside en lo desmesurado. Nunca hallamos el fundamento en el abismo. Pero puesto que el ser y la esencia de las cosas nunca se pueden alcanzar y derivar a partir de lo existente, deben ser creados, establecidos y otorgados libremente. Tal libre donación es fundación.”

Los poemas de nuestra época vibran, entonces, entre el panteísmo ―portador de cierto optimismo o también de una afirmación de la vida sin más―, y el nihilismo ―en el que resuenan tanto el anhelo de Dios, quizás de un nuevo dios que salve lo que pueda salvarse del hombre, a veces cierto pesimismo, a veces un anarquismo ontológico…

El poeta de nuestro tiempo, en “libertad bajo palabra”, se debate entre la fe que deposita en el lenguaje para fundar mundo ―para dotarlo de sentido y para dar sentido a la existencia―, y la incertidumbre, el desconcierto, la perplejidad, el silencio.

 

 

 

Mutaciones de la fe en el capitalismo tardío

 Alejandro Gordillo
@AlejoMilmachets

 

Desgraciadamente, y a pesar de todos mis esfuerzos, nunca he sido creyente, no he sufrido crisis de fe ni de negación de la fe. Quizá hubiera sido mejor serlo, porque la escritura exige drama y el drama nace de esa lucha agónica entre la esperanza y la desesperanza, en la que la fe desempeña un papel, me imagino, esencial.

Mircea Cărtărescu

 

La fe requiere siempre de un marco de referencia que, sin embargo, ha de trascender ulteriormente. Cuando su contexto es la teología, el creyente aprende de esta el contenido del objeto de su creencia; pero para que esta fe sea auténtica, su objeto (Dios) ha de permanecer en el misterio. Esta imposibilidad de un acceso total al objeto de la fe establece la necesidad de la actualización constante de los ritos que reconectan con la divinidad; es decir, la repetición se constituye como uno de los elementos fundamentales del culto religioso.

El capitalismo se mueve también en la esfera de la repetición permanente: el ciclo de producción y destrucción constante que reclama lo nuevo. El filósofo ruso Boris Groys, en su ensayo La religión en la era de la reproducción digital, ve en esta dinámica del capital un trasunto perfecto de la dinámica religiosa. La muerte de dios no ha supuesto la muerte de la fe; esta última se ha desplazado hacia el mercado y su mecánica de progreso incesante.

De otro lado, Groys postula que la Ilustración no consistió tanto en la abolición de toda creencia en favor del discurso racionalista, sino más bien en la conquista de la libertad de fe y en la migración de esta hacia el ámbito de lo privado. El enfrentamiento de estos dos campos, ciencia y fe, supone dos maneras distintas de asumir esta libertad. La ciencia, por su lado, está abierta a la discusión y a ser sometida a constante revisión y, de ser el caso, contradicción y superación; mientras que la fe, si bien puede debatirse, no está llamada a legitimarse de ninguna forma ni está sujeta a modificaciones impuestas fruto de esta discusión.

Nuestra época ha vivido la radicalización de esta libertad particular de fe. De esta manera, el Internet aparece como el medio perfecto mediante el cual expresar esta variante de la libertad, pues todos podemos generar contenidos sin necesidad de legitimarlos ni de modificarlos como producto de los comentarios que estos susciten; es decir, los nuevos medios de información digital promueven una suerte de libertad fuera de la razón, de ahí que hoy en día se hable de posverdad para referirse a los discursos que se construyen a partir de los deseos o emociones de la gente más que en hechos objetivos o sujetos de demostración. Si queremos ir más lejos en el análisis de este retroceso del pensamiento racional y en el establecimiento de creencias particulares aun a costa de lo que la ciencia puede explicar, basta con observar un fenómeno como el terraplanismo (the flat earth theory) que a lo largo de Internet -y con miles de seguidores- afirma categóricamente que la Tierra es plana y recurre a argumentos pseudocientíficos para convencer a la gente de ello.

Volviendo sobre la idea del capitalismo como un sistema de creencias, se trata de una intuición que lleva ya un tiempo circulando tanto en la filosofía como en la economía o el arte. ¿No es la misma noción de la mano invisible una suerte de argumento metafísico para deificar al mercado?

Walter Benjamin, en su texto El capitalismo como religión, describe el proceso mediante el cual este sistema se ha convertido en una “religión de mero culto, sin dogma” y que, lejos de ofrecer expiación, culpabiliza constantemente a sus fieles a través de una especie de parasitación histórica del cristianismo. En lugar de promover al ser, persigue su destrucción.

Así también, desde el arte, este tipo de paralelismos entre la religión dirigida a una divinidad y su versión capitalista ligada al culto de la producción y consumo encuentra su eco en Metrópolis de Fritz Lang. Todos los días, los trabajadores se dirigen hacia una fábrica que tiene la forma del dios Moloch, deidad canaanita a la que se le sacrificaban personas, sobre todo bebés. La representación plástica nos muestra una especie de ritual de sacrificio similar en el que los hombres se encaminan voluntariamente hacia las fauces del dios de la producción. Ya en nuestro tiempo, la serie de 2017, American Gods, basada en la novela homónima de Neil Gaiman, plantea un enfrentamiento entre varias divinidades antiguas como Odín, un duende, Thor o Anubis, y los nuevos dioses: la tecnología, la globalización, entre otros.

Contrariamente a lo que la mayoría supone, esta no es una época cínica desprovista de toda creencia; al contrario, nos encontramos ávidos por proyectar un sentido en el mundo y en nuestra propia existencia, y muchas veces dicho sentido no proviene de un fundamento lógico-racional o científico sino que más bien se encuentra arraigado en las estructuras de pensamiento mítico, propias del ser humano, que se van asentando en distintas realidades, y cuyo ejemplo extremo vendría a ser el capitalismo.

Este tipo de fe contrahecha que se reproduce desde el capitalismo se identifica casi con su opuesto: podemos arriesgarnos a afirmar que una de las antítesis más radicales de la fe es la depresión, la ausencia de toda esperanza, entendida esta como un fenómeno más allá de lo puramente neuropsicológico, como si la angustia kierkegaardiana perdiese su objeto (dios) y se convirtiera en un vacío metafísico.

La depresión aparece, por tanto, como un síntoma del contexto actual que se proyecta sobre los individuos: nunca ha sido más brutal el ejercicio de la biopolítica. Si bien Fukuyama fue objeto de escarnio con su idea del fin de la historia, el imaginario político contemporáneo parece moverse cada vez más en esa dirección. Vivimos ante una progresiva cancelación del porvenir a cambio de un tortuoso presente sin horizonte. La versión mesiánica de la historia planteada por Benjamin, en la que incluso los proyectos fallidos están ahí para ser retrospectivamente reivindicados por la victoria definitiva, parece ceder paso a una petrificación del pasado como fracaso y a una deriva sin fin más allá de la perpetua resiliencia del capital y sus estructuras.

Para muchos, la viabilidad del capitalismo no está siquiera en discusión. Se cree en él incluso de manera inconsciente y todas nuestras estrategias vitales e, incluso, nuestras reivindicaciones sociales u opciones estéticas lo presuponen como el único marco de referencia.

No se puede ignorar, sin embargo, el núcleo subversivo que puede tener la fe en tanto cuestionamiento-trascendencia de lo racional. Esto es algo de lo que el arte ha estado siempre muy consciente. El creador avanza sobre un proyecto determinado, pero sabe que, en última instancia, ha de tentar al azar con su obra, con el conjunto de decisiones estéticas que construyen su poema, novela o pintura. El artista, parafraseando a Borges, se sabe justificado por el acto de crear, aun sin la certeza del destino de su obra.

 

 

Imágenes: Yiran Ding (Unsplash), Archive.org

La fe: el sentido del devenir

Fernando Albán
[email protected]

 

Un golpe de dados nunca suprimirá el azar.

S. Mallarmé

 

La fe es un acto de absoluta libertad, afirma con insistencia Kierkegaard; pero ¿no ha sido también asumida como un acto de incondicional sumisión? Para sostener la apuesta por la libertad fue preciso que el punto de partida hacia la fe, hacia el absoluto, estuviese inscrito en el instante, de manera que este adquiera un sentido decisivo en el tiempo. Es así que la consideración del instante, como ámbito en el que tiene lugar la decisión, determinó en Kierkegaard que el punto de partida hacia la fe fuese eminentemente histórico. Esto subraya la pertinencia de las preguntas que abren el libro del filósofo danés titulado Migajas filosóficas: «¿Puede darse un punto de partida histórico para una conciencia eterna? ¿Cómo puede tener este punto de partida un interés superior al histórico?».

Las posibles respuestas a estas preguntas constituirán dos direcciones opuestas en la determinación de la fe. En la perspectiva socrática, la respuesta consistió en considerar el punto de partida histórico como una mera ocasión o como algo insignificante. De ahí que la dimensión temporal, que tiene como asidero el instante, haya sido negada en aras de la consagración de lo eterno. Justamente, Sócrates hacía de la eternidad el lugar mismo de la verdad que yacía olvidada en el interior del discípulo. En esta escena metafísica, el instante de la decisión se pierde diluido en lo eterno. «El punto de partida temporal es una nada, pues en el instante mismo de descubrir que desde la eternidad había conocido la verdad sin saberlo, en ese mismo ahora el instante se oculta en lo eterno, de tal modo oculto allí dentro que, por así decirlo, tampoco podría hallarlo yo aunque lo buscara, porque no existe ningún Aquí o Allí, sino solamente un en todas partes y en ninguna» (Migajas filosóficas).

El instante no puede tener un valor positivo si el discípulo, en el momento de tomar la decisión, lo hace en conformidad con su estado anterior que es el del ser, el de la verdad. En tales circunstancias, la decisión se torna en programación o condicionamiento y el instante se desvanece en el pathos de la reminiscencia. Es decir, si el discípulo tiene la condición en sí mismo, entonces la decisión es el resultado necesario de lo que estaba dado, con lo cual el ahora es devorado por el recuerdo. Además, si el discípulo socrático es la verdad (por el hecho de albergar en él a la eternidad), entonces el maestro carece de importancia, pues solo asiste al alumbramiento en calidad de partera. Con la desvalorización del instante, se banaliza también la función del maestro. Por el contrario, si el instante ha de tener un valor absoluto en el tiempo, entonces el discípulo —el hombre— no puede volver atrás, pues la decisión no puede referir a un estado anterior como su premisa o su condición. En el instante de la decisión el hombre nace nuevamente por primera vez; no se trata de un re-nacimiento, pues su estado anterior era el del no-ser, de la no verdad, del no saber. Solo entonces la decisión se torna en una «historia extraordinaria», en un milagro, y el maestro solo puede ser Dios, pues Él es quien da al discípulo la condición.

El discípulo es la no-verdad; pues es aquel que ha perdido la ocasión a causa de su propia culpa. A esta condición de no-verdad, Kierkegaard la llama pecado. Es entonces que el maestro —Dios— concede al hombre la ocasión de la decisión, para que, por obra del salto que en ella opera, acceda al ser, anulando así su condición precedente de no-ser o de no-verdad; nacido en el instante gracias a la decisión, que opera sin premisas ni pre-visión, el discípulo —el Individuo— se torna capaz de restituir a Dios la deuda que fue contraída en el momento del pecado. El pecado, afirma Jean-Luc Nancy, es un endeudamiento de la existencia como tal. De cara al absoluto, por obra de una decisión que opera en el instante, y que ha sabido acoger en él a toda la eternidad, el discípulo salva la distancia que lo separa insalvablemente del absoluto. Entonces, «el instante de la decisión es una locura, porque si ha de tomarse una decisión, entonces el discípulo se convierte en la no verdad, y eso es lo que hace necesario empezar por el instante» (Migajas filosóficas). Empezar por el instante significa asumir la expresión del escándalo que se deriva de afirmar que la eternidad solo ocurre en la absoluta transitoriedad del instante. Activa y pasiva al mismo tiempo, la decisión viene de sí misma como si proviniera del otro. Solo entonces «el instante es realmente ¡una decisión de eternidad!» (Migajas filosóficas). He aquí el milagro, la paradoja, el absurdo que anida en el secreto centro de la fe. La pasión del instante o de la fe es la locura de la razón.

De este orden de razones se desprende, según Kierkegaard, que la fe no puede ser conocimiento, puesto que al conocer lo eterno se excluye lo temporal e histórico, así como un conocimiento puramente histórico debe dejar fuera a su opuesto: lo eterno. La fe anuda o concilia términos contradictorios, eternización de lo histórico e historización de lo eterno, y se constituye en aquello que es absolutamente otro con respecto a la razón. Entonces, «si la paradoja y la razón se chocan en la común comprensión de su diferencia», es preciso asumir la fe —«el tormento de la pasión»— a partir de sí misma. Esto es, la fe, en tanto verdad paradójica, solo puede ser asumida desde la posición del no-saber, de la no-verdad, constitutiva del pecado. Esta posición no puede ser alcanzada por la religión socrática, pues esta se sustenta en el saber absoluto, que se consuma en el retorno memorioso hacia lo eterno. En la verdad socrática lo eterno mira en dirección de sí mismo.

En el texto La Desconstrucción del Cristianismo, J-L Nancy sostiene que el pecado no debe ser considerado en ningún caso como un acto determinado y añade que la exigencia de la confesión y la de la recitación de artículos ha deformado nuestra percepción del mismo. Entonces, el pecado cristiano no debe ser asumido como si fuese el resultado del cometimiento de una falta, pues esta es una transgresión que acarrea un castigo, mientras que «el pecado es pues, antes que nada, una condición original, y una condición original de historicidad, de desarrollo: porque el pecado es la condición generadora, condición de la historia de la salvación y de la salvación como historia, no es un acto determinado, y menos aún una falta» (La Desconstrucción del Cristianismo). En el contexto de la reflexión kierkegaardiana, la condición de la que parte el discípulo es, precisamente, la del pecado, la del no-ser o de la no-verdad.

Ahora bien, el devenir o lo histórico se despliegan a partir del cambio que se opera en el tránsito del no-ser al ser o del paso de la posibilidad a la realidad. Es por ello que todo devenir entraña un sufrimiento, pues lo posible es aniquilado en el preciso momento en que se hace real. Por el contrario, lo necesario no tolera el sufrimiento, en vista de que se mantiene inalterado, pues solo se relaciona consigo mismo. Precisamente, «la perfección de lo eterno es no tener historia: es lo único que existe y que no tiene historia en absoluto» (Migajas filosóficas). Pero si el sentido eminente de lo histórico apunta en dirección de lo que ha sucedido, entonces, se concluye de aquello que lo propiamente histórico es el pasado. Sin embargo, esto no significa, en ningún caso, que habría que retomar el pasado como la necesidad de lo ocurrido o comprenderlo en términos de necesidad, pues aquello equivaldría a aceptar el carácter irrevocable del pasado o su condición de intangibilidad. De ahí que quien asume que el pasado es necesario reconoce inmediatamente su inmutabilidad; es decir, acepta que «su “así” real no pueda hacerse distinto». O, también, que «ese “cómo” posible no podría haber sido diferente». Por el contrario, Kierkegaard señala que el pasado es revocable en dos  direcciones opuestas: por un lado, el cambio es inherente a todo lo ocurrido, por el hecho mismo de que ha devenido; por el otro, la metamorfosis puede también provenir, por ejemplo, del arrepentimiento, que tiende a abolir retroactivamente lo ocurrido. En definitiva, el pecado es condición de la historicidad en la medida en que la posibilidad del devenir histórico se anuda con la existencia de una causa libre. Solo entonces, lo histórico es aquello que ha devenido, no por necesidad, puesto que lo necesario no deviene, sino por libertad. Lo histórico es pasado, pero el discrimen de lo devenido es que no puede ser necesario.

«Quien concibe el pasado, el Historico-philosophus, es por ello un profeta hacia atrás. Ser profeta significa precisamente que en el fundamento de la certeza del pasado se halla la incertidumbre que para éste, en un sentido tan enteramente idéntico como para el futuro, es posibilidad (Leibniz, los mundos posibles), de donde es imposible que derive con necesidad…» (Migajas filosóficas). La referencia de Kierkegaard a Leibniz se justifica si se toma en consideración que el filósofo alemán trata de vincular en sus Ensayos de Teodicea… la cuestión de Dios y de la libertad con el tema de la posibilidad. Una infinitud de mundos concurrentes subsiste en el entendimiento divino, que son el resultado de un ensamblaje complejo de las cosas contingentes o de una infinidad de maneras de colmar todos los tiempos y lugares, entre los cuales Dios elige a uno, el mejor de los mundos; elección que  opera en base a su libre voluntad. Libre, pues se rige por una necesidad moral y no por una necesidad absoluta o metafísica. Dios obra en función del bien —el mejor de los mundos posibles—, pues no hay mayor libertad que la que inclina hacia el bien. Pero, luego de que la decisión ha sido tomada a favor del mejor de los mundos posibles, las cosas, relativas a este mundo, quedan tal cual estaban en su estado de pura posibilidad, estado en que los eventos son contingentes. Ahora bien, el hecho de que el entramado complejo de las cosas contingentes, que forman un mundo, quede tal cual, después de la decisión que lo hace existir, es prueba de que el «acontecimiento no posee nada en sí que lo haga necesario y que impida concebir que algo totalmente distinto podía suceder en su lugar» (Ensayos de Teodicea…).

La fe, señala Kierkegaard, es sentido del devenir, en el cual la certeza del pasado anida en la incertidumbre de la posibilidad. Esto quiere decir que el devenir histórico es ambivalente, pues en él coexisten «la nada del no-ser y la posibilidad anulada que es a un tiempo cada anulación de posibilidad». Es por ello que no puede haber una percepción inmediata ni un conocimiento inmediato del devenir histórico, pues la posibilidad anulada se vierte en lo invisible, mientras que lo real no es más que el efecto de cada anulación de posibilidad. Precisamente, es por esta ambivalencia inherente a la condición del devenir que la fe está abocada a creer en lo que no ve. Así, cuando la fe concluye: «esto existe, ergo ha devenido» trastoca la naturaleza del ordenamiento racional, pues lo real se torna en la sombra de lo devenido. Tiempo sincopado, disparate, por cuya fractura se vuelve inminente la irrupción de un instante grávido de eternidad. En conclusión, la fe no duda de lo real, aun si este es un simple efecto que proviene de la aniquilación de la posibilidad. Esto es así dado que la fe transforma el «así» real en el «cómo» posible del devenir. Esto es, transforma la necesidad en libertad, en vista de que lo posible entraña el inminente riesgo que anida en toda decisión. La fe no duda en el devenir, más bien, ella quiere creer que lo que existe ha devenido y, por lo tanto, no es el resultado de ninguna necesidad. Entonces, la pasión de la duda no es coincidente con la de la fe.

Kierkegaard recuerda que el escepticismo griego dudaba no como resultado de una necesidad del conocimiento, sino como una exigencia de la voluntad. La perseverancia en mantenerse en la duda lo llevó, a la postre, a abstenerse de emitir todo tipo de conclusión proveniente de la percepción o del conocimiento inmediato de los seres. «De ello se sigue que la duda sólo puede ser suprimida por la libertad, por un acto de voluntad, lo que todo escéptico griego comprendía, puesto que se comprendía a sí mismo, pero no suprimiría su escepticismo, justamente porque quería dudar» (Migajas filosóficas). Precisamente, el escéptico griego es, como efecto de su libre voluntad, un prisionero de la duda en la que quiere creer. La posición de la fe es radicalmente opuesta a la del escepticismo, pues ella quiere creer, sin que su voluntad se convierta en prisionera de la elección o de la apuesta a la cual precipita la decisión. Así, si el instante de la decisión es una locura, lo es, justamente, en razón de que la decisión no suprime la contingencia o el ciego azar. Es por ello que la fe no linda con el conocimiento, con la necesidad, sino que es un acto de libertad, por medio del cual se dice sí a lo real devenido, sin que con ello se niegue la posibilidad de otra realidad.

 

Imágenes: Annie Spratt (Unsplash), Pexels

La actualidad de una ilusión

Iván Sandoval Carrión

 

En 1927, cuando Sigmund Freud escribió y publicó “El Porvenir de una Ilusión”, el mundo occidental asistía a cuatro fenómenos importantes: la aurora de los dos totalitarismos logrados del siglo pasado, el nazismo y el estalinismo; el preludio de la gran depresión de la economía norteamericana; el desarrollo de la ciencia, la tecnología y la producción en cadena de montaje, y una incipiente pérdida de la fe de algunas personas en las doctrinas religiosas y en la Iglesia católica. Sin exponerlo claramente en su texto, Freud articula estos eventos entre sí para centrarse solamente en dos de ellos a través de una hipótesis: la declinación de la credulidad religiosa vinculada o causada por el desarrollo científico y la racionalidad del siglo XX. Ello le permite proponer a la religión y a la fe que la sostiene, como una “ilusión”.

Una ilusión no es un error o una falsedad causada por un vicio lógico de razonamiento. Una ilusión es una creencia, construida de la misma manera que una fantasía, que mantiene una expectativa y que está impulsada por un deseo y su realización que se vive como posible y anhelada. En la ilusión hay lugar para la esperanza y la incertidumbre a la vez, lo que la diferencia de una idea delirante, porque un delirio se proclama como la verdad absoluta con plena convicción. Una ilusión supone el sostenimiento de una fe, a falta de certeza delirante o de verificación científica que permite un pronóstico infalible. Del orden de lo intangible e irrefutable, una ilusión se sostiene en el deseo de los sujetos como en el caso de la ilusión amorosa, aunque también puede ser inducida o transmitida por enseñanza, como la ilusión religiosa.

¿Cuál es el deseo que anima la fe religiosa, en tanto una ilusión? Freud establece un paralelismo entre el desarrollo de los niños y el de la humanidad a través del sentimiento de indefensión y la búsqueda de protección. El niño se siente vulnerable frente a las amenazas del mundo, y demanda la asistencia del padre protector que le otorga un cuidado diferente al de la madre nutricia, pues el padre le enseña a valerse en ese mundo temido. El adulto se muestra inseguro y ansioso ante las catástrofes naturales, la incertidumbre de la economía, las enfermedades y la muerte, entonces ¿a qué padre podría dirigirse? Es en ese punto donde Freud propone que Dios es la entificación del Padre protector de la humanidad para todos y en todos los tiempos, la fe es la ilusión de su existencia, la religión es el conjunto organizado de doctrinas y preceptos, y la iglesia es la institución administradora.

Entonces, la religión es una construcción cultural animada por el deseo de la existencia de un Padre protector, benévolo y justo, del cual emanan las reglas y prohibiciones que regulan el orden social, antes que de un pacto simbólico o un acuerdo político entre los pueblos. La religión realiza ese deseo de protección, y al mismo tiempo implica la promesa de la vida eterna después de la muerte que nos compensará por los sufrimientos y privaciones que hemos padecido en la tierra. El desarrollo de su proposición acerca de Dios como el Padre, empieza tempranamente en el pensamiento de Freud, a partir su propia lectura del mito del padre primordial de la horda primitiva, su asesinato y el pacto social que establece la ley de prohibición del incesto, del canibalismo y del homicidio, y con ello funda todas las sociedades de seres hablantes y la cultura. El concepto del complejo de Edipo en la obra freudiana, dará cuenta de ese atravesamiento en cada niño, para inscribirse en el lenguaje y en las normas.

Aunque la religión es un sistema psicológico y una construcción cultural que funda una ética y un orden social, Freud pensaba que al estar sostenida en la fe y enunciada a través de dogmas incuestionables, la religión ponía un límite al desarrollo del pensamiento y a la posibilidad de interrogación por parte del sujeto. Por ello, la religión ha mantenido -al decir de este autor- en una condición de obediencia y desvalimiento infantil a la humanidad, que en ciertos momentos ha dificultado el desarrollo de la ciencia y de la investigación. Al mismo tiempo, ha propiciado la irresponsabilidad subjetiva acerca del propio deseo y -paradójicamente- la aceptación de la condición humana como esencialmente inmoral y pecadora. Allí es donde interviene la “ilusión de Freud”, como él mismo lo admite: la de que el desarrollo del pensamiento y de la investigación científica en el siglo XX, permitirá a la humanidad salir de la dependencia infantil en la que se halla sumida respecto a la religión.

Casi un siglo después, verificamos que la “ilusión de Freud” era solamente eso: otro tipo de expectativa crédula, de un orden distinto, pero igualmente animada por el deseo del padre del psicoanálisis que circulaba por las vías de sus pretensiones científicas y de que cada sujeto se haga responsable de lo que en cada uno anima y sostiene su deseo: su inconsciente y su condición de estar-en-falta por la imposibilidad de un verdadero “ser”. Esa falta-de-ser propia de los seres hablantes es lo que en cada sujeto sostiene el deseo, no como deseo de algo específico y particular, sino como una búsqueda que se reanima cada mañana al despertar y que lleva a cada uno por diferentes destinos y objetivos sin cesar jamás, hasta… la muerte. Diferentes metas y encuentro con diferentes objetos, pues no hay un objeto único, específico y ubicable en la realidad que satisfaga definitivamente el deseo. Todos los objetos con los que nos relacionamos son solamente semblantes del mítico objeto perdido desde el origen, el objeto a como lo llama Jacques Lacan.

En esa perspectiva, la ilusión religiosa aspira a ocupar un lugar distinguido frente a las demás ilusiones de la humanidad incluyendo la amorosa, porque Dios es un objeto, o semblante de objeto, de características singulares que lo aproximan al objeto a de la clínica psicoanalítica. Dios es eterno, atemporal, inmaterial, inmortal, omnisciente, omnipotente, ubicuo, abstracto y sobre todo, es una esencia. La fe en su existencia encarna una promesa, la del (re)encuentro con su Ser y con la condición del ser, perdida desde la expulsión del Edén, o desde que llegamos al mundo, o desde que advenimos al lenguaje y a la cultura, en ese recorrido y esa ruptura que va desde la creencia religiosa hasta los conceptos fundamentales del psicoanálisis. El desarrollo de la ciencia jamás ofrecerá una promesa semejante, pues las perspectivas de la ingeniería genética, la curación del cáncer y de las infecciones virales o las enfermedades degenerativas, el incremento de la longevidad, o la capacidad (aun imposible) de predecir los terremotos, nunca tendrá la consistencia de la promesa y la esperanza religiosa.

Entonces, ¿es el psicoanálisis otro tipo de ilusión? La pregunta supone una inferencia lógica de lo expuesto, a partir del lugar que el deseo y el inconsciente ocupan en la teoría y en la clínica de Freud y de Lacan. El psicoanálisis es -apenas- un método de investigación sobre la vida psíquica de los sujetos y sus producciones sintomáticas o aquellas de la vida cotidiana como los sueños, las fantasías, los actos fallidos, los chistes y el discurso en general. Ese método supone la verificación de ciertas hipótesis que son los conceptos fundamentales, a través de una práctica clínica que puede aportar cierto alivio a algunos padecimientos del sujeto. La creencia en el inconsciente del psicoanálisis no es un acto de fe, es solamente una hipótesis a confirmar en el proceso de la cura, para que el sujeto se haga responsable de su inconsciente y de todo lo que éste determina en su vida ordinaria.

El deseo es deseo de nada en particular, que en cada uno tomará diferentes caminos y lo vinculará a diferentes objetos a lo largo de su vida. Porque en tanto sujetos del inconsciente, carecemos de ser y solamente buscamos representación a través de los significantes que nos representan ante el otro semejante y ante el Otro de la sociedad y la cultura en esa carencia: profesión, trabajo, sexo, edad, relaciones… y sobre todo, el nombre propio. Asumir esa falta, asumir el deseo de cada uno, sin oferta ni promesa, implica una opción diferente a la de la religión y su fe, que no necesariamente la descalifica ni la desvaloriza, pero que marca una diferencia importante en cuanto a la responsabilidad subjetiva. En todo ello, la actualidad de la ilusión religiosa no es muy diferente de aquella que vivió Sigmund Freud hace noventa años. Con la diferencia de que los totalitarismos, fascismos y caudillismos del siglo pasado y del presente, que Freud apenas alcanzó a vislumbrar, obligan a repensar el asunto de la fe y de la ilusión religiosa en relación con un fenómeno emparentado: la ilusión política. La ilusión del Padre-Líder, una ilusión igualmente inagotable que interroga al psicoanálisis actual.

La fe, o cómo atrapar las señales de lo efímero

Julio Echeverría [email protected]

 

I

La fe pertenece a la dimensión de los actos y de las creencias y está relacionada con el comportamiento religioso.

  En Las formas elementales de la vida religiosa, Durkheim define el carácter del comportamiento religioso como un acto gracias al cual se produce la humanidad del humano, un mundo que está atravesado por una diferenciación radical entre lo sagrado y lo profano. Se trata de una diferenciación que aparece en el momento mismo en el cual se constituye esa substancia particular que diferencia al humano del animal: su capacidad de representar el mundo. Lo sagrado y profano emergen como una diferenciación que coexiste y se retroalimenta, una oposición que no pretende ser superada dialécticamente; la vida del humano consistirá en el tránsito permanente desde el mundo profano al sagrado y viceversa; una dimensión estructural que podría ser caracterizada como una permanente tensión entre las dimensiones de la finitud y de la infinitud del mundo. Aquí se aloja la idea del bien y del mal, de la salvación y del pecado. La fe se asocia a la posibilidad de acceder a lo sagrado, y a la idea de la depuración que abandona el mal que acompaña al mundo y que pertenece al campo de lo finito, de la concreción, de la materialidad expuesta al devenir. La fe está inscrita en esa posibilidad; confía en que aquello es posible, pero fracasa en su intento, o a lo mucho prueba por instantes la posibilidad de encontrarlo; su fracaso indica el regreso a lo profano donde se regodea en la satisfacción de la diferencia, donde prueba también la desazón de la existencia; en la forma elemental de la vida religiosa, este estado es el de la individualidad, que al afirmarse niega la posibilidad del otro; el otro solo aparece en la más intensa comunión, en el más intenso contacto, en la efervescencia de la fiesta. Pero la fiesta es simple posibilidad de acceso a lo sagrado, la fiesta es el ritual, el camino de acceso al cual se acude con la fe de alcanzar lo sagrado.  

II

La fe contra la nada que resulta de la innovación nihilista que descompone toda espera.

  La fe ‘nadifica la nada’ en cuanto accede a la destrucción de lo finito, que es aquello de lo que está compuesto el mundo, mediante la negación que acontece en el ritual. Ese infinito es la nada que ha sido ‘nadificada’; es el lugar de la “plenitud de la infinitud”, que asume la característica de la indiferenciación. Esta característica es anulada cuando aparece el pensamiento intelectualista que es aquel que vive de la diferenciación, es también el mundo de la personificación; allí se pierde la plenitud de la infinitud que es lo divino, y se genera el mundo finito de lo humano; la dimensión de lo divino como plenitud de lo infinito es, según la formulación de Scholem el gran teólogo judío, el de la no personificación o de la impersonificación. Es extraña y paradójica esta derivación: lo finito deriva de la infinitud que es asociable a lo divino, a aquello que no tiene explicación racional, sino que simplemente esta allí dispuesto a ser contemplado, aquello a lo que se debe ‘acceder’. Sin embargo, su disposición es refractaria, “nunca está allí, donde uno estaría inclinado a buscarla”. Es el lugar del cual procede lo finito como personificación, es el mundo de la creación, que deriva de la voluntad divina. Desde entonces el humano esta condenado a la fe, a creer que es posible detener la disolución en la nada que es finitud, y que obedece al devenir del mundo, para acceder a esa nada que es plenitud de la infinitud. Fe que solamente puede per-durar, tener una duración en la dimensión de lo efímero; es el momento de lo efímero, de la re-velación, de aquello que aparece y se esconde, aquello que no es aferrable, que emerge en el momento que pasa, aquello que es anulado, que no dura; es allí donde se juega la fe, es ese momento el objeto que la hace vivir, es el hálito que mantiene vivo al creyente, perdido en la estructura del tiempo que anula toda espera. La fe exige retroalimentación, para lo cual acude al ritual y a su rígida convencionalidad; el ritual está para renovar ese estado de espera, de contención en la posibilidad de acceso, que conjuga inmanencia y trascendencia en un solo acto. El ritual asume entonces una potencia generadora que interpela a la creencia al punto de prescindir de ella, se convierte en una gimnasia autorreferencial de salvación, en la cual es posible detener la fuerza de impacto de la lógica nihilista. Debe repetirse para impedir su anulamiento que está acompasado por la finitud del acaecer; la fe se realiza en la espera de acceder a ese estado de plenitud, el cual no resiste la estructura de la temporalidad que la anula. Pero su exposición a la estructura del tiempo, su permanente exasperación por realizarse, hace que se sobre-expongan sus significaciones con la finalidad de per-durar. La fe como posibilidad de acceso a lo sagrado-infinito cristaliza en el ritual, se transforma en creencia y esta en narración histórica. Se abre de esta manera, esa segunda dicotomía de la que nos habla Durkheim, una nueva escisión, la creencia como narración histórica como imaginación, como idealización; y el ritual, como gimnasia de actos que se repiten, como ritornelo, como responso que re-confirma la adhesión fideísta a la narración o creencia. La fe tiende a afirmarse en la creencia, justamente para detener su caída en el vértigo de la nada, al cual está expuesta por el implacable curso del devenir propio de la temporalidad que la comprende. La fe es como la episteme en la ciencia, esta allí para enfrentar el devenir, su pluralidad de posibilidades, su multiplicidad, su dispersión, la nada como ausencia de forma, como pura evanescencia de posibilidades que el carácter implacable de la temporalidad pone en evidencia (E. Severino). En la formulación durkheimiana sobre lo sagrado, siempre queda la duda sobre el carácter derivado o auxiliar del ritual con respecto a la creencia: ¿los ritos están allí para re-avivar la creencia? Al ser las creencias figuraciones o representaciones de lo sacro, ¿no son tan o menos artificios que los rituales, a los cuales acude para reproducirse? El carácter práctico del ritual parecería ser un mejor camino para acceder a la comprensión de lo sacro. El ritual está para acceder al momentum de la re-velación; accede a lo divino-infinito no mediante la operación del convencimiento, que es una operación intelectualista, sino mediante el despertar de la percepción, el rescate de la intuición perdida en el mundo de la magia, en el mundo de los trucos que revelan y esconden. Se trata de pulsiones/percepciones; la fe se alimenta del ritual, de su reiteración, como gimnasia de la contención; como rezo recurrente, disciplina el enfrentamiento a la anulación nihilista que produce la estructura temporal; paradójicamente, la fuga en el silencio al cual conduce la contemplación, el rezo, la meditación, emerge como escape de la dinámica implacable del tiempo;  es fuga de la fuga que permite el recurso al místico, el acceso a lo indecible, que solo el silencio procura. Un efecto de redundancia, fuga del fluir que no da tregua. Sin embargo, no toda ritualidad es así: el problemático encuentro con la sacralidad parecería regodearse en el ritual al punto de arrastrar consigo la estructura de la creencia sobre la cual éste se soporta. Entre creencia y ritual se instaura un efecto de retroalimentación que configura o estructura el sentido, como si la afirmación de la creencia requiriera de una musicalidad que afecte directamente a los sentidos; pensemos en el origen sacral de la música, que en mucho es representación de la musicalidad natural que está en el fruir del viento y de las ramas, en la repetición infinita del rumor de las olas del mar; esa musicalidad rítmica acompasa la mente como un orden que se reafirma; la percepción, que es función de la animalidad de lo humano, gracias al ritual, se anuda con la construcción intelectual propia de la narración religiosa. A un cierto punto la fuerza de la narración desaparece y el acompasamiento del ritual conducirá al creyente hacia la realización mística; el efecto de retroalimentación ha producido el sentido como momentum, como afirmación de lo efímero, que nuevamente se expone a la caída, a la desfundamentación que acontece en la creencia como historización, como alojamiento de lo sagrado-infinito en la finitud del mundo. Las creencias son narraciones que anuncian la existencia de lo divino, representaciones que explican la derivación del mundo finito del infinito, para así pre-figurarlo, narraciones muchas veces mistéricas o milagrosas que quisieran descubrir el camino de acceso a lo divino, que solamente acontece cuando la creencia se vuelve indescifrable. Las técnicas de la meditación apuntan justamente en esta dirección, ocupar el silencio como efectiva realización del momento de lo efímero, en el cual se expresa la infinitud; escapar de la presión de la finitud, que se expresa en la desconfiguración mistérica encerrada en toda creencia; la meditación pretende eternizar el momento que huye.  

III

 “(N)unca está allí donde uno estaría inclinado a buscarlo, siempre está más allá del puro ser, incluso, contra Platón y Aristóteles, más allá del pensamiento… (N)o es que por naturaleza sea oculto, sino porque hemos tendido a su alrededor un velo fabricado por nosotros mismos.” (G. Sholem)

La aproximación de la fe no puede ser intelectualista, porque la aproximación del intelecto es dialéctica, opone contrarios, y el bien –el cual es referente de la fe– no puede permitir que estos existan porque allí se anidaría el mal. La aproximación al bien, a lo sagrado, supone un estado de suspensión de la operación intelectualista, que se alcanza por los dos caminos a los cuales invita toda aproximación religiosa, el camino del ascetismo o el del misticismo. El primero supone un efecto de depuración de lo sensible, caracterizado como potencial inspirador del mal, en cuanto allí se anida el deseo que conduce a la concupiscencia; el otro camino, el del misticismo, en cambio, invita a la comunión con lo sagrado, allí la sensibilidad no es eliminada sino potenciada hacia un grado más alto de realización. También aquí actúa el principio de retroalimentación: el ascetismo prepara la realización mística, el misticismo exige la postura ascética; también aquí el efecto a alcanzar es la depuración del mal, como preparación para el encuentro cósmico. En ambas vías, la posibilidad del encuentro con lo sagrado es problemática y el intento puede quedar entrampado en las modalidades de su representación, que serán siempre operaciones intelectualistas de figuración de lo divino, o de adscripción –emulación de– a las fuerzas naturales, en particular cuando estas son imprevisibles o incontrolables. La impresión que tales acontecimientos provoca en la sensibilidad del humano, hace que el camino hacia lo sagrado se pierda en la representación o figuración, se positivice, se vuelva narración histórica. La operación intelectiva aquí demuestra su capacidad constituyente o demiúrgica, pero el precio es la sospecha de su falta de fundamento; lo único que puede percibir la aproximación intelectualista es la pluralidad y el cambio, pero no su conjunción en el uno de la indistinción, en el cual aún no aparece el bien y el mal como categorías o representaciones de la contradictoriedad constitutiva del mundo.  

IV

La metamorfosis de la fe en la contemporaneidad: el enfrentamiento y la constitución de la nada como característica propia de la contemporaneidad; cómo convivir con ella.

Lo moderno es lo contemporáneo si aceptamos que la modernidad está caracterizada por el elogio de lo nuevo, por el reclamo permanente a la innovación, por la búsqueda constante de perfectibilidad. El moderno es aquel que está a la altura de los cambios del mundo, aquel que se adapta a los mismos y los promueve. El mundo de la modernidad es el de la facticidad de los momentos que se suceden, que se anulan, es el mundo de lo finito, por ello también de la desazón, de la incertidumbre; en respuesta a ello está la monumentalidad icónica como estética que apunta a la contención de la dinámica nihilista inscrita en la innovación permanente. En ese mundo se anida la fe como contrapartida; el moderno no la anula bajo su proyección racionalista, la mantiene en estado de latencia, oculta y dispuesta a emerger frente a cualquier fallo de la afirmación racional. La modernidad conjuga la secularización de manera insuficiente, cree posible anular la fe porque asume que su proyección de realización es absoluta y total. Con la modernidad emergen las ideologías como pálida repetición de la estructura teológica fundamental que configura al mundo escindido entre sagrado y profano, entre finitud e infinitud; sus salidas son siempre dialécticas, están pensadas como soluciones, el mal se transforma en bien, la finitud en infinitud, la alienación en desalienación. Las ideologías son nostálgicas de la ‘plenitud de la infinitud’, para lo cual se proyectan a ordenar los dados de la finitud. Volcadas al fracaso y despojadas de la fuerza que podría otorgarles legitimidad, su resultado será el totalitarismo, que no reconoce la implacable lógica selectiva a la que conduce la afirmación del tiempo, su lógica nihilista, aquella que configura la ‘semántica de la anulación y de la fuga’, que caracteriza a la contemporaneidad. En la estética y en la filosofía contemporánea sólo algunos autores percibieron con claridad esta condición, Wittgenstein, Loos, Kraus, Schonberg; solo el relámpago del aforismo que atrapa el momento que huye, o la adustez de las líneas que configuran la forma de la estructura en la arquitectura, podrían contener y permitir que lo indecible de la experiencia sacral tenga cabida. Las estructuras lineales en la arquitectura de Loos rechazan cualquier encantamiento como realización de la promesa que esta inscripta en la fe. La ritualidad plasmada en la forma estética aparece como belleza que oculta, pero también permite representar la estructura del tiempo que es la de la duración de lo efímero; por ello las líneas de la arquitectura serán abstractas, y por tanto inmunes a la estabilización que reclama la creencia como cristalización histórica de la forma; la estructura loosiana está para evidenciar lo efímero. Es en esta ‘semántica de la nada’ donde se juega la vida, en su multivocidad, que es potencia, al cual acude consciente de la anulación que todo acto selectivo comporta; en la ciencia esto aparece con claridad en la vida de los conceptos, en el permanente ‘lidiar con la operación selectiva’, con esa operación que excluye posibilidades, que las anula, que las suspende. La fe en la contemporaneidad es aquello que está escondido en el acto reflexivo propio de la selectividad, en esa posibilidad que se anula, pero que se sabe esta allí en espera de su actualización. En la conceptualización, la nada aparece como posibilidad, como apertura, al punto de ser requerida por el pensamiento que se autoconstituye; la afirmación intelectualista de lo finito es deudora de lo infinito como apertura de posibilidades; es la fuerza del negativo (Hegel), es su nihilismo el que desata la apertura de lo posible, de la alteridad como posibilidad. La fe está siempre referida a aquello que, no existiendo, es posible; la fe se instala en la finitud y huye de ella al saber que está expuesta al devenir del tiempo que la anula; pero es justamente esa anulación la que establece la posibilidad de la fe. La nada está allí, advirtiendo que la posibilidad es otra, no aquello que se afirma positivamente. Se constituye así una ‘semántica de la nada’, única posibilidad de afirmación del pensamiento en la contemporaneidad. La semántica de lo no decible, de “aquello de lo cual es mejor callar”, la estética de lo mínimo, la del lenguaje del material, la de la fuga en el silencio que rechaza cualquier nostalgia de la plenitud de lo indistinto, que aparece solamente como posibilidad en el encuentro místico. La contemporaneidad expresada por el posmoderno es justamente el reconocimiento de la alteridad como posibilidad no actualizada (Luhmann). Un desconocido cruce de caminos filosóficos en el cual se encuentra Hegel con Wittgenstein, al menos con el primero en el cual aún no se perfila la asociación de lo no decible con el místico. Una condición que está inscripta en el mismo lenguaje, cuyo límite es el límite del mundo, frente al cual no hay pensamiento posible. Es esta la materia de la reflexividad; gracias a la fe, la nada es posibilidad, es apertura, que está dirigida al pensar, a su positivización, ahora consciente de su exposición al anulamiento que provoca el devenir implacable. Es a la nada en la cual se cree, en la cual se confía, es a ella a la cual se reconoce como potencia que abre y libera el horizonte del conocimiento.     Imágenes: Ryoji Iwata (Unsplash) | Pixabay

El inevitable retorno del problema teológico-político

Juan Manuel Ledesma

“El gran secreto del régimen monárquico y su máximo interés consisten en mantener engañados a los hombres y en disfrazar, bajo el especioso nombre de religión, el miedo con el que se los quiere controlar, afin de que luchen por su esclavitud, como si se tratara de su salvación, y no consideren una ignominia, sino el máximo honor, dar su sangre y su alma para orgullo de un solo hombre. Por el contrario, en un Estado libre no cabríaimaginar ni emprender nada más desdichado, ya que es totalmente contrario a lalibertad de todos adueñarse del libre juicio de cada cual mediante prejuicios ocoaccionarlo de cualquier forma.”

Spinoza, Tratado Teológico-Político

Pocos libros en la historia intelectual y política de Europa han suscitado tanta polémica, odio y censura como el “infame” Tratado Teológico-Político (TTP) de Spinoza. Su publicación anónima, en el año 1670, no ayudó en nada a su autor ni al propósito doble del tratado: Spinoza intentó defender la idea simple, pero llena de explosivos, que la libertad de filosofar –y por ende la libertad de conciencia– no es en ningún modo un freno o un obstáculo a la paz y seguridad de la República. Por el contrario, sostiene Spinoza, toda supresión o restricción, toda censura del pensamiento conduce necesariamente a la perturbación de la paz y seguridad de la República, y por lo tanto inevitablemente a su ruina. ¿Quién tenía en mente Spinoza al postular su tesis? ¿A quién iba dirigida su crítica? A ninguna persona en particular, a ningún individuo como tal. A toda República ciertamente, a sus gobernantes – como medida de prevención, o incluso como advertencia. Pero su Tratado, en realidad, su crítica, estaban dirigidas hacia un grupo, un conjunto o una casta de individuos cuya acción a través de los siglos se volvió más y más presente, más y más decisiva –más y más catastrófica para Spinoza– no solo en Europa, sino en todo el mundo: el clero. El ascenso del clero al poder político (encarnado por el Vaticano), al mismo tiempo que la divinización o mistificación del poder siglo XVII (El Sacro Imperio Romano Germánico, o Luis XIV, el “Rey-Sol”), marcan el apogeo de un matrimonio singular que Spinoza, el primero, bautiza como “teológico-político”. No hay objeto dentro de la realidad humana que tenga tanto poder como la religión, como el culto organizado. Spinoza lo sabía como solo pocos lo saben, como solo lo saben aquellos que experimentan en carne y hueso la furia y el poder de la creencia, del dogmatismo, y por supuesto, del fanatismo: Giordano Bruno murió quemado por tan solo haber afirmado que el universo es infinito, sin centro ni circunferencia. Galileo fue censurado y reducido al silencio. Descartes escondió su tratado sobre El Mundo, por los principios galileanos que defendía.  
Spinoza, por su lado, fue violentamente excomunicado y expulsado de por vida de la comunidad judía de Ámsterdam cuando tenía apenas 23 años. Éstas fueron algunas de las palabras que el rabino pronunció en la sinagoga durante la ceremonia del cherem: “Maldito sea de día, maldito sea de noche; maldito sea durante el sueño y durante la vigilia. Maldito sea al entrar y al salir. Quiera el Eterno jamás perdonarle”. Tanto odio e ira, tanta intolerancia contra un solo hombre cuyo único “crimen” era haber osado pensar, y por lo tanto cuestionar los dogmas fundadores de la religión judía – y por ende de todo monoteísmo. La tesis de Spinoza es la siguiente: el poder del clero –de todo tipo de funcionario religioso, ya sea un rabino, un imam, un sacerdote o un pastor– constituye siempre una amenaza a la libertad de pensar y creer, y por lo tanto una amenaza a la estabilidad misma del Estado. El siglo XVII es el teatro sangriento de este constato. Desde la expulsión de los judíos en 1492 por los reyes católicos y el establecimiento de la Inquisición, Europa se encuentra hundida en una serie de conflictos y guerras religiosas: calvinistas, luteranos, católicos y anglicanos se masacran mutuamente, aunque crean en el mismo Dios. Cuando el poder político se disfraza de religión es tan peligroso, quizá aún más, que el poder que el clero pueda ejercer sobre los hombres. Ese es el doble misterio que Spinoza intenta disipar en su Tratado, el poder de la religión y la religión del poder. En otras palabras el misterio que determina primero a los hombres a odiarse, excluirse y matarse entre sí por una diferencia de opinión, de idea, de creencia: el misterio de la intolerancia; pero al mismo tiempo el misterio que los impulsa a morir por su esclavitud como si se tratase de su salvación: el misterio del fanatismo. Dos caras de una misma moneda, de un mismo problema: el dilema “teológico-político” de la existencia humana. Para entenderlo, es necesario comenzar por la existencia humana, por su vida. Vivir o existir, sostiene Spinoza, es fundamentalmente desear: “El deseo es la esencia misma del hombre”, escribe en la Ética. No se trata de desear esto o aquello, A, B, o C. Mas desear, ante todo, perseverar en el ser, continuar existiendo, perdurando, esfuerzo que Spinoza llama conatus. Ese deseo no es una voluntad, ni el fruto de una decisión racional, aún menos la atracción por un objeto: es un deseo mucho más profundo e impersonal, subyacente a todo deseo particular de un ser viviente. Hay que ir entonces más allá de la vida, o más bien digamos: hay que adentrar la vida misma, profundizarla para captarla en su pulsación primordial. Todo lo que es, sostiene Spinoza, se esfuerza de una cierta manera por perseverar en su ser: tanto la materia inerte (conservación de la energía o inercia del movimiento/reposo), como el mundo de lo orgánico (metabolismo) perseveran en su ser; el uno ciertamente gracias al otro, en conjunto. La perseverancia es propia a todo lo que es –no solo de lo que está vivo– y en un cierto sentido podríamos decir que “ser” quiere decir perseverar: ley absoluta del spinozismo, a tal punto que el universo mismo no es más que un conatus infinito que no cesa de afirmarse en su ser. El ser humano, dentro de ese universo, persevera deseando lo que para él es útil, aquello que es un bien, aquello que lo mantiene con vida, que lo conserva. Su vida, por lo tanto, no es más que la búsqueda de ese útil, de esa felicidad, en definitiva, de su conservación. Profundamente determinado por ese deseo de perseverar –y en ningún sentido libre de escogerlo–, el ser humano se confronta en su búsqueda de lo útil –de su bien– a un mundo, a una naturaleza que lo superan, que no entiende y que a pesar de todo intenta descifrar: tormentas, terremotos y sequías le aterran, fenómenos celestes y terrestres lo asombran. Algo tienen que significar, se dice a sí mismo el hombre. Algún mensaje tienen que transmitir, algún sentido tienen que vehicular: ¿de qué son los signos anunciadores, de un bien o de un mal futuro? Todo en ese mundo incierto y profundamente inestable se transforma así en signo, en presagio o profecía de un bien o de un mal futuro: el trueno es interpretado como el signo de un mal futuro posible, y el hombre sucumbe ante el miedo; el cometa es interpretado como el signo de un posible bien futuro, y así surge la esperanza; finalmente, el fenómeno incomprensible, el eclipse por ejemplo, se transforma en milagro por el asombro que suscita. Así aparece la superstición, natural y mecánicamente a partir de la incertidumbre inicial del deseo de perseverar. La superstición es la respuesta activa que el ser humano produce para explicar, como puede, lo que acontece a su alrededor. El deseo de perseverar es así, inevitablemente, al mismo tiempo deseo de saber, de entender la naturaleza. La superstición –que Spinoza no denigra ni desprecia– es el primer sistema inestable de interpretación de la naturaleza, inadecuado porque está fundado en los afectos de tristeza y esperanza que golpean al hombre, como el mar golpea a un navío en naufragio. Ahí, sin embargo, reside su positividad al mismo tiempo que su peligro. Con ella, en todo caso, surgen inevitable y simultáneamente ciertos individuos que llamamos “profetas”; es decir, aquellos que se destacan en la interpretación de signos y presagios, en la producción de profecías y en el anuncio de milagros. En cierto sentido, son los primeros poetas. La Biblia es un gran libro de poesía, escrito por seres humanos dotados de una fuerza imaginativa excepcional. Primera desestabilización del poder del clero: su fuente de poder, la “palabra de Dios”, es un libro puramente humano y natural.  
La superstición y la religión, sostiene Spinoza, no difieren en naturaleza sino en grado de complejidad e intensidad. La superstición es fundamentalmente inestable, fluctuante y variable. En el fondo, la superstición es simple porque es profundamente individual o subjetiva. Con ella, o en ella, la vida humana es demasiado frágil. Mientras que la superstición resulta simplemente de la colisión entre el hombre y una naturaleza que no entiende, la religión responde complejamente a la colisión, inventando un verdadero sistema de signos, símbolos e interpretaciones, cultos y ritos. Pero la religión, para Spinoza, no difiere de la superstición solo en intensidad o complejidad. Su función es distinta. Esencialmente política y social, la religión busca unificar el colectivo a través de sus afectos: los mismos mecanismos afectivos de la superstición – el miedo y la esperanza– son utilizados, en el mito y en el rito, para producir el elemento esencial a toda cohesión social, a todo grupo funcional, la obediencia a la ley y el amor del prójimo. El objetivo de la religión, por lo tanto, no consiste en expresar la verdad divina o natural, mas en producir la obediencia a la ley y el comportamiento moral. Segunda desestabilización del poder del clero: la verdad no le pertenece. Solo su eficacia permanece: la producción afectiva de la obediencia, únicamente el miedo y la esperanza que utilizan –pecado y salvación– para gobernar y moralizar nuestras vidas. Literalmente, la religio busca unir, ligar a los humanos entre ellos. He ahí la función del profeta. Moisés, para Spinoza, fue ciertamente un gran profeta, pero su grandeza y su visión son ante todo políticas: gran fundador de la república de los hebreos, Moisés es el gran diseñador de sus instituciones políticas. Si fue visionario, se debe a que logró unir a los judíos alrededor de un solo Dios y de un solo Estado; mejor, porque logró unir la providencia de Dios a la providencia de ese estado y producir así al mismo tiempo una obediencia total y radical a la ley, y un amor solidario entre todos los sujetos de ese estado. Dentro de las circunstancias en las que Moisés se encontraba –hostilidad, guerra, salida de la esclavitud–, lo mejor que pudo hacer fue encerrar a su pueblo en un Estado, protegerlo y ligar su destino a él. El estado que Moisés concibió pudo haber sido eterno, escribe Spinoza en su Tratado. No por decisión o intervención divina, sino por la fuerza y la perfección de sus instituciones, por la obediencia radical que lograron fomentar. El estado de los hebreos fue una decisión circunstancial de estrategia política, antes de ser religiosa o de providencia. No hay pueblo elegido, sostiene Spinoza, Dios no es una persona que escoge o condena a nadie, solo hay Estados a los cuales, a veces, la fortuna sonríe. Intentar imitar o repetir la teocracia mosaica, advierte Spinoza, solo puede llevar a la catástrofe y la guerra. Por esa misma razón el mensaje de Cristo, sostiene Spinoza, es más potente y sobre todo más eficaz: el amor y la obediencia a la ley tienen que ser universales, y no pueden ser solo locales o nacionales, a menos que se quiera vivir eternamente en guerra entre vecinos. El cristianismo, para Spinoza, universaliza el mensaje puramente nacional del judaísmo: el amor del prójimo deja de limitarse al vecino de la misma nación y se dirige a toda persona; y la obediencia a la ley se separa de la ley de un estado particular para ligarse a la ley “eterna” que lo gobierna todo-las leyes físicas del universo. Curioso análisis y curiosa conclusión de Spinoza: antes de luchar contra el exceso de la pareja religión-poder, y en lugar de atacarlo, es necesario comprender la causalidad que la determina, reconocer por lo tanto su necesidad, y su éxito. El primer triunfo de la política es el triunfo de la religión, no porque sea verdadera o divina sino porque es eficaz. Spinoza, en su Tratado Teológico-Político, naturaliza y desmitifica completamente la religión al desvelar sus mecanismos, para revelar que su poder no es más que el poder mismo del hombre, el poder de su deseo mistificado, y no el poder de Dios ejercido por sus ministros.  
¿Cómo salir entonces, cómo escapar al control del torbellino teológico-político, fenómeno originario de la vida humana? ¿Cómo luchar contra el poder de aquellos que se envuelven en el manto de lo sagrado? ¿Cómo impedir el retorno en vigor de la fuerza teológica-política? ¿Cómo luchar contra una realidad inevitable? Imposible erradicar totalmente la superstición. El ser humano, mientras sea humano, será siempre potencialmente supersticioso y religioso. Mientras el miedo y la esperanza nos dominen –mientras nos domine la incertidumbre–, mientras dominen nuestro deseo de vivir, seremos presas fáciles de los “profetas” y los “mesías” que intentan guiarnos hacia una cierta obediencia. Al contrario de lo que creían los ilustrados, un siglo más tarde, Spinoza sostiene que la religión no es un epifenómeno que acontece en la vida humana por accidente, susceptible de ser erradicado. La historia nos lo muestra: la historia de todos los fanatismos a los que hemos sucumbido, teológicos y políticos. Nuestro siglo, a pesar de toda la tecnología y de toda la ciencia en nuestro alrededor, no deja de sorprendernos. Por todos lados, en Europa, Medio-Oriente, África, Asia y en América, el nacionalismo teológico-político, el fanatismo religioso resurgen como efectos inevitables del miedo y de la incertidumbre en la que hemos sumergido nuestro mundo. Felizmente Spinoza no fue un fatalista. El realismo de la razón le conviene más aún. Y la razón no juzga ni calumnia, no ríe ni se burla: la razón comprende. Y Spinoza comprendió que, aunque no se pueda extirpar por la fuerza la religión de la vida del ser humano, aunque no se pueda destruir la superstición, se puede y se debe limitar la influencia de la religión en las decisiones de nuestra vida y nuestra libertad sometiéndola al Estado. No se puede forzar a una persona a dejar su religión–a pensar o creer de otra manera–de la misma manera que no se puede forzar a nadie a ser sabio; pero se puede forzar al Estado, es decir a la ley, a aceptar toda religión y toda opinión, a condición que el Estado, por su lado, fuerce a la religión y a sus practicantes a soportar la ciencia y el pensamiento libre. Si ninguna religión sube al poder, y si se aceptan todas las religiones, y todas las opiniones –incluso las que van en contra de la religión–, entonces poco a poco el Estado producirá las condiciones materiales para que las certezas de la ciencia y los conocimientos de la razón reduzcan la influencia del miedo y la esperanza en nuestras vidas. La religión continuará fomentando la obediencia y el amor del prójimo, pero el Estado y la ley la controlarán, puesto que su función polémica, la pretensión a la verdad divina, no tendrá ya ningún poder. La comprensión del destino de nuestro deseo abrirá sola la puerta de la certeza y la confianza en nuestra propia potencia.  De la misma manera que el terremoto dejó de ser el signo de la ira divina cuando se convirtió en un fenómeno natural determinado por la constitución geológica de nuestro planeta –pasaje del terror a la comprensión–, el poder de la ley podrá un día dejar de manifestarse como la herramienta de una voluntad sobrenatural para expresar al fin su única utilidad: permitirnos perseverar en la existencia al máximo de nuestra potencia.  

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Dios mediante

Marlene Aguirre

 

Reflexionar sobre la fe lleva en primera instancia a preguntarse por su relación con el saber y, ¿por qué no?, con lo que propondré como la voluntad de no saber. Y si eso fuere admisible, ¿cuáles serían sus argumentos?

Por cualquier vía que investigamos los orígenes de la humanidad encontramos que la racionalidad y la creencia se inician juntas, y aunque se diversifiquen sus caminos, habrá de verificarse si realmente llegan a hacer una ruptura radical. Sea que analicemos los mitos o las creencias infantiles, como nos enseña Sigmund Freud, lo que constatamos es que las creencias que se afirman en las creaciones imaginarias, no son sino formas de respuesta a las preguntas más tempranas y básicas sobre la existencia humana. Es decir que oponer razón y creencia, no es el mejor punto de partida.

Las preguntas que se hizo y se hace el ser humano son efecto del descubrimiento de su no saber, con el que constata su desvalimiento, vinculado tanto a su ignorancia como a la inminencia de las fuerzas naturales que convierten su desamparo en sentimiento de terror. Su inteligencia pone a funcionar su imaginación, tiene que suponer el saber en alguien, en alguna parte fuera de él y ese ser supuesto, gracias al saber, tendrá poder. Se instala, como lo dice Mijolla-Mellor, “la necesidad de creer”, con manifestaciones tan variadas que pueden llegar a lo patológico como sucede con la convicción delirante.

La religiosidad encuentra allí sus raíces, en el momento en que el hombre fabrica sus dioses, así en plural, y con ellos representa sus deseos y sus miedos. De dioses innumerables a un dios único surge el monoteísmo, muy significativo en el desenvolvimiento de la condición humana, tanto en el campo de lo particular como de lo universal.

El psicoanálisis hace su teoría a partir del discurso de los pacientes y los pacientes hacen el suyo en el intercambio con los otros. Freud, cercano a concluir sus largos años de construcción teórica, dedicó sus textos a la religiosidad y el malestar en la cultura. Así como el niño en su desamparo se apoya en el padre, y lo ama a la vez que lo teme, el hombre primero y primario recurre a las representaciones religiosas y las inviste de características que les otorguen un orden sobre lo natural, es decir, las convierte en seres divinos y sagrados. Los sentimientos humanos hacia ellos serán de amor, miedo y obediencia. Totemismo y deísmo tendrán una vecindad muy próxima.

Una referencia temprana al monoteísmo la encontramos en la primera revolución religiosa egipcia de Akhenatón, el faraón que por decreto eliminó 2000 dioses existentes antes de su gobierno e instituyó al Sol como único dios. Así accedió al establecimiento de nuevas leyes. El psicoanálisis, de Freud a Lacan, en esta vía del monoteísmo, particularmente el judeocristiano, traza un eje decisivo que considera válidamente sublimatorio y simbólico. Se trata de un Dios único, con mayúscula, que conjuga la presencia invisible, la función del Nombre-del-Padre, de la fe y de la ley, estructurantes todas y cada una, de la dimensión subjetiva del ser hablante.

En el camino de estas reflexiones hay que distinguir el Dios de los filósofos ―el de las pruebas y demostraciones propias de su campo especulativo― y el Dios del afecto, el Dios de los diez mandamientos del que surge la religión y que es el que le interesa al psicoanálisis. El afecto en cuestión, el más verdadero, el que no miente, no es otro que la angustia, el mismo que el psicoanalista descubre en su práctica, lugar desde el que se autoriza a opinar.

Si bien Lacan se empeña en aclarar que no es filósofo, porque no lo es, es un lector profundo de los filósofos, de los que extrae todo aquello que le merece lectura detenida, a ser transformada para el psicoanálisis: su pregunta por la verdad, el saber y el sujeto. En estos entrecruzamientos se reconocerán los apuntes que Lacan toma de Descartes y Hegel para ubicar los antecedentes del inconsciente freudiano, y el cambio de lugar que sufre la verdad que no se manifiesta sino condenada al mediodecir.

El Cogito cartesiano resulta un giro histórico respecto de esta pregunta, dada la implicación del sujeto que la hace. Descartes dirige la pregunta hacia sí mismo y si bien mantiene a Dios como respaldo, rescata y resalta la dimensión humana del pienso. La clínica freudiana descubre que ese pienso está fracturado entre consciente e inconsciente, efecto de la disyunción radical entre verdad y saber.

Cuando Lacan aclara que el Otro que él introduce no es el Dios de los cristianos, se refiere a que no hay Otro del Otro, es decir que no hay lo absoluto y establece el anudamiento estructural de las tres dimensiones del psiquismo: lo Real, lo Simbólico y lo Imaginario. El Otro es el lenguaje con sus leyes, sus manifestaciones y derivaciones. Es el campo que está ya constituido cuando el animal hablante se inserta en él, en una relación de ignorancia, y con preguntas que tarde o temprano confirma que no tienen respuestas para todo y para todos, y que a cada uno le corresponde construir las suyas. Condición propia de la responsabilidad del sujeto respecto de su existencia.

Es decir, que el sujeto es llamado a pensar y en el ejercicio de su pensamiento se reconoce dividido. Su saber es más bien inconsciente, y los conocimientos conscientes que se atribuye, están inundados de representaciones y creencias que amortiguan el lado oscuro de su ser. Ese lado que gobierna desde la oscuridad está hecho del material que ha sido reprimido por diversas razones. Entre las primordiales está el conflicto entre las pulsiones vitales y las restricciones culturales: no puedes matar, no puedes abusar del otro porque se te antoja. En estas restricciones toma su lugar la educación, y con ella, históricamente engarzada como dominante, la enseñanza religiosa, tan arraigada, como se comprueba en la dificultad de su erradicación.

Sigmund Freud es contundente en esta afirmación: la religión prohíbe pensar. La religión exige creencia porque sabe de la fragilidad de sus argumentos. Los declara misterios y dogmas, establece un credo con el que subordina la razón a la fe. La representación humanizada de una Providencia divina, todopoderosa y bondadosa, está hecha en proporción a la angustia generada por el sentimiento de pérdida y desvalimiento, tanto como a la ingenuidad de pensamiento. Sirva de buena referencia la fábula del Paraíso perdido.

La religión es una ilusión fruto de los deseos humanos de salvación, tabla de rescate para la angustia. Freud ―hace cien años― hacía votos, poco convencidos, porque la cultura del futuro logre un triunfo del intelecto sobre la creencia. Ahora podemos decir que sus anhelos son otra ilusión. Lacan, más convencido, dirá que la religión triunfará. ¿Hay diferencia entre las dos expectativas?

La introducción del psicoanálisis en el campo de las ciencias del hombre, tanto como discurso y práctica clínica y por lo tanto como investigación constante, puso en evidencia verdades vinculadas con el sufrimiento humano, de las cuales se prefiere no saber, al menos en la gran mayoría de la humanidad. La existencia humana siempre será una lucha entre las exigencias pulsionales de cada sujeto y las normativas que la organización social exige para una convivencia posible. Lo que no es aceptado por ese orden social se reprime, se transgrede, o se transforma en otra realidad construida a base de delirios o alucinaciones. No hay otros caminos.

En los intentos de negociación el sujeto busca evitar la angustia, o trasladarla a los otros. ¿Quién soy? ¿Cuál es la razón de existir? ¿Qué quiere de mí el gran Otro? Angustia tanto frente a la vida como a la muerte. Lo más sencillo, aunque puede ser una dolorosa frustración, es admitir que ese Otro es nadie, que no es sino una estructura de lenguaje incompleta, a “él” también le faltan palabras y explicaciones. Esa aceptación, a través de la renuncia al sueño loco de ser semejantes a los dioses, lleva a considerar nuestra propia contingencia. No hay la vida eterna ni la otra vida. La que vivimos es esta de la Psicopatología de la vida cotidiana, en la que tenemos que vérnoslas con nuestros propios síntomas, es decir, ser parte del intercambio social entre neuróticos, psicóticos, perversos y cualquier otro matiz que cada nueva generación trae consigo. No hay pecado, sino estas expresiones más o menos variadas de enfermedad o locura, según se las quiera entender, unas más explícitas que otras, que arman sus propios cielos e infiernos.

Es con esto que la religiosidad juega sus cartas y podemos explicarnos por qué sus representaciones siempre constituyeron el patrimonio cultural más preciado. La religión está atenta a todos los sufrimientos y carencias para pacificarlos. Ofrece curación y consuelo. No hay imposible para la voluntad de Dios. Y hay toda una estructura discursiva que sostiene y se sostiene de la fe en Dios con sus mandamientos, sus prohibiciones, la culpa y los rituales que la acompañan. Por algo Freud la compara con la neurosis obsesiva. El ser humano, asustado, paga su tranquilidad con la creencia de que hay un Otro que lo puede todo y que se hace cargo de sus preguntas, investido como está del poder misterioso y enigmático de lo sagrado.

La ley puesta en manos de Dios ha sido un ordenador social incuestionable, pero su administración en manos de los hombres ha contribuido a su degradación. Las fuerzas pulsionales no son ajenas a los representantes de Dios o de los dioses en la tierra; y si entre los humanos hay los que no tienen elementos para pensar o prefieren no hacerlo, también hay los que están atentos a esas fallas para ofrecerse como salvadores. Los primeros son los que fácilmente adhieren y forman parte de las masas, y los segundos se constituyen en los poderosos. Los gobernantes, o los que aspiran a serlo gustan involucrar en sus arengas las creencias religiosas. Los líderes religiosos se asocian fácilmente a los gobiernos imperantes.

Es cierto que Dios, el del monoteísmo sobre todo occidental, ha sido sacudido de sus altares por los pensadores modernos y pareciera que la fe está en retirada como reclaman los padres de la iglesia. Pero pareciera más bien que se trata de una degradación: estaríamos de vuelta a la multiplicidad de religiones que surgen numerosas en torno a mentes delirantes que hacen ofertas infinitas de sanación, acordes al lamento y al dolor social del momento. Es lo que habrá tenido en mente Lacan cuando en los años 70 le preguntaron sobre la fe y respondió que la fe es una feria, que son tantas las fes, que se nos meten hasta en los rincones.

Degradación de las religiones en sectas o cultos cuyas dinámicas perversas de agrupamiento y adhesión, bien pueden considerarse como el síntoma actual de momentos culturales desestabilizados en la confusión de valores, de sexos, de géneros, de diferencias y todo referente lógico. Los dioses lejanos ahora son ofrecidos como encarnados en los líderes autócratas, en los “gurús” promotores de fanatismos, que saben aprovechar en beneficio propio la tan frágil necesidad de creer.

El psicoanálisis como práctica clínica, inscribe sus orígenes en la medicina y a partir de allí se involucra en el campo de la salud y enfermedad. Sin embargo, cuando su hallazgo del inconsciente le mostró que lo que el enfermo denuncia es su necesidad de hablar de la verdad de su síntoma, la dirección de la cura en sus manos, cambió de sentido. Si de algo busca curar es de la tontería, del encubrimiento, de la ingenuidad y la inocencia, conduciendo el discurso del sujeto hacia la verdad de su decir. Y, paradójicamente también hace uso de la fe ―como el médico o el cura― pero para desmontarla.

La fe como estrategia de curación en la religión tiene otras consecuencias.

En nuestros países cristianos, o más bien cristianizados por la gracia de la colonización, se ha descuidado analizar el destino cultural y político que tomó la religiosidad. Cobró privilegio la fe, en detrimento del valor de la palabra y de la ley. El efecto es vivo en el ejercicio de la ética y la moral que ceden su lugar a la repetición del patronazgo y la servidumbre.

Un rock sin pasión para el fin de la historia

Carlos Reyes

I thought that I heard you laughing,
I thought that I heard you sing,
I think I thought I saw you try

 

Al hablar de la década del ochenta es posible caracterizar su música como un despunte de solistas, de estrellas saturadas y exhibicionistas. Dioses y diosas con máscaras de rímel y sombras; cabellos y peinados como coronas; ropa ajustada, espejos y brillantina. Las mejores agrupaciones de esa década, las bandas de tipos que van uniformados, llenando estadios y retumbando gritos de victoria, “¡Somos los campeones! ¡Dios salve a la reina!”, se apagarán. Sus hermanos menores los reemplazarán en los años por venir. Estos preferirán foros más pequeños, salas reducidas, templos intimistas en lugar de grandes catedrales. Los efectos escénicos, las luces y la ropa no les llamarán mucho la atención. En algún momento intentarán reponer la experiencia adolescente sesentera de sus padres, y organizarán sus propios encuentros musicales al aire libre, con masas de seguidores. Pero a diferencia de los sesenta, con sus panfletos, revueltas y trenzas, los festivales de los noventa se recordarán más por el fango, el pogo y las rastas. Y por su credo en un rock más indignado que apasionado.

A principios de los noventa surge un rock autodenominado “alternativo”, para el que los sintetizadores quedaron temporalmente relegados. Hubo entonces un abandono breve de la fantasía de los teclados y un resurgir de formas simples en la elaboración de canciones: tres acordes, algún riff sugestivo y, entre otros temas, letras sobre la  adolescencia y la ritualidad de asistir a la escuela, “You’re in high school again”, para luego encerrarse en casa con una guitarra, “Here we are now, entertain us”.

Son años rápidos y marcados por la angustia de nuevas bandas de garaje, más inspiradas por los mantras del punk: de tres integrantes, agresivas, efímeras y particularmente nihilistas. Si por un buen tiempo los cantos populares se dedicaban a celebrar la aventura sexual, el desparpajo y alguna esperanza, en los primeros años de los noventa aquello no fue a más: el erotismo empezó a ser mal visto y el estudiantado exigió la politización de las tocadas.

Ciertamente aquella década también estuvo marcada por una buena cantidad de productos bailables, disco, techno, house, rap, etc. Pero ni What is Love? fue una canción con la que se que buscó cuestionar el sentido del amor, de la vida y el dolor humano, ni con U Can’t Touch This se procuró especular sobre los límites de la experiencia, o la percepción de la realidad. Por contraste, el rock alternativo pretendió ser “otro rock”, crítico, introspectivo y moralista, esforzándose en esquivar el fin de la historia con el artilugio del desánimo. Con aquella jugada resurgió en la música pop una manía que siempre puede ser vista como ingenua, pero que repite unos impulsos políticos y estéticos recurrentes: discutir y pretender depurar el arte desde la autenticidad, y etiquetar a genuinos e impostores, a legítimos y a falsos. Nadie tan opuesto al trovador puro y comprometido con la protesta –a un verdadero hijo de la tierra– como un poser. Aquella forma de diferenciación radical nunca fue nueva y sobran ejemplos político-estéticos de purgas y limpiezas; si en los ochenta el culto musical popular masivo era abiertamente hedonista, los “alternativos” aparecieron como su reacción depresiva: la reserva moral de los chicos tras la caída del muro.

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En 1991 apareció en televisión el vídeo promocional de Losing My Religion, canción del grupo R.E.M. En los primeros segundos el audiovisual copia el momento apocalíptico del Sacrificio de Tarkovsky (1986). En la película del ruso, una sala de estar se estremece, la tempestad nuclear se aproxima, un frasco con leche cae de un aparador, se rompe violentamente y el líquido blanco se esparce en las duelas. Los ocupantes de la sala escuchan los primeros intercambios de misiles. La tensión de la guerra fría se deshace y los personajes corren hacia las ventanas, como quien se apresura a admirar fuegos artificiales en el cielo. En cuanto al vídeo musical, por su montaje se intuye que el director Tarsem Singh (Jalandhar, 1961) encontró en el texto de la canción la posibilidad de plasmar un diálogo de lo humano con lo divino. Aparecen imágenes religiosas, algunas compuestas e iluminadas a la manera de maestros renacentistas. Entre otros, exhibe un delicado San Sebastián, mártir esbelto y andrógino, abatido por flechas. La trama intercala varias deidades de la tradición hindú. En buena medida, la historia corresponde a la de un ángel entrado en años que, por causa de un destello de modernidad, cae del cielo y se estrella aparatosamente en la tierra.

El ángel –inspirado en “Un señor muy viejo con unas alas enormes” de García Márquez– emerge en escena como sujeto de admiración entre la gente. Un anciano lo exhibe a los curiosos; otro personaje, portando unas muletas, se acerca en ademán de quien busca en su misterio el milagro de la sanación. En breve se trastoca la magia de la visita. El mismo anfitrión, que en un principio se mostraba piadoso, ahora hurga una herida en sus costillas, evocando la punzada que recibe Jesús en la cruz –“pues del costado de Cristo dormido en la cruz nació el sacramento admirable de toda la Iglesia”– y desprende la peluca que cubre la cabeza del viejo alado. Una vez descubierta la naturaleza humana del ángel, las carcajadas degradan al impostor y es entonces cuando los hombres pretenden copiar el supuesto prodigio. A continuación, una cuadrilla de obreros –solemnes, proletarios, ciudadanos– sueldan, martillan y producen unas alas en metal. Hacia el final, queda flotando la posibilidad de que toda la pieza sea una alabanza a la artificialidad de la elaboración humana –por la exaltación del “diseño” en detrimento del designio–; o quizá intente ser un manifiesto sobre la irrupción de la modernidad en todo entendimiento tradicional de los misterios de la religión.

En torno al texto de Losing My Religion y su autor, Michael Stipe (Decatur, 1960), tiene lugar una extrañeza. Stipe frecuentemente ha refutado la presencia de una temática estrictamente religiosa en la canción, proponiéndola más como un “asunto de fe”. Sostiene que su escritura recrea un personaje que reprime cualquier acercamiento hacia el sujeto de su deseo, en un ir y venir de intentos por abordar el cuerpo de la persona que anhela. Es la vigila de una atracción que no se concreta, de una fijación no correspondida. En la letra se enfatiza el motivo de la vida como sueño y su despertar: “and that was just a dream.” En entrevistas, el cantante sugiere que la “pérdida” de religión alude a una frase habitual en el sur de Estados Unidos, donde por religión se refiere a “civilidad”. Perder la religión es, en esa perspectiva, perder el temperamento, o los estribos. En el sentido de la fe/religión en tanto tradición, y aprovechando una pregunta de Juan Pablo Serra, “¿será acaso la tradición un tipo especial de dispositivo cuyo propósito no es otro que ‘domesticar’ al ser humano?” Aun aceptando esa interpretación del sentido de  Losing My Religion como un simple acercamiento a la sicología humana, a la contención de los instintos en razón de una guía moral, la fe y la religión forman el ámbito inescapable donde se provoca su fuga, donde es posible su contradicción.

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Crear una obra interpretable desde lo religioso y luego negar o querer disolver su contenido como un “asunto de fe” no es una disonancia cognitiva o condición original en el arte. No son pocos los artistas que sitúan sus creaciones como una expresión o indagación personal en asuntos del “espíritu”, alejados de alguna religión estructurada. Quizá por un genuino interés en la introspección, el artista puede rehuir de cualquier indicio que lo acerque a alguna tradición o lo afilie a la institucionalidad de una iglesia. Particularmente, en Estados Unidos esta actitud cultural tendría que ver –entre otras– con su prerrogativa fundacional, que afirma la separación entre Estado e Iglesia. Dicha separación se remarca constantemente en debates públicos sobre una variedad de temas: economía, comunicación, salud, artes, convirtiendo tales discusiones en una tradición en sí misma. Así se entiende que el artista, al topar lo religioso en público, pretenda suavizarlo, proponerlo como algo espiritual, guardando una distancia de toda religión oficial.

La postura de aquel tipo de fe procura quizá que la obra artística circule, sorteando cualquier conexión con la institución que ha cultivado la religión y la tradición en Occidente: esto es, la Iglesia. El problema de esta estrategia es que, si toda fe también se entiende como una forma insalvable de conducción del ser humano en el mundo, como atajo para afrontar la complejidad de la vida, su conexión con una comunidad organizada en torno a ella surge de manera inevitable. La misma fe empleada en uno mismo confluye en el otro. Y el arte, aunque pretenda mostrarse como una expresión de fe secular, desemboca en el mismo marco cultural que pretende impugnar. Parece ser que cuando se busca criticar algo profundo sin acercarse a su entendimiento, lo más probable es que se le rinda tributo.

En un extenso artículo de Robert Wilkens sobre la forma que dispone la iglesia para dialogar con la humanidad, cabe detenerse en su mirada crítica a la institución y a su gestión de la fe contemporánea. Una de sus conclusiones es que “en lugar de inspirar la cultura, (la Iglesia) capitula al ethos (secular) del mundo”. Pero si la propia Iglesia ha renunciado ya a cualquier proyecto de inspiración cultural, la posta tomada por la posmodernidad ha transitado por caminos que regresan a la tradición, incluso sin pretenderlo. Incluso queriendo rechazarla.

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Pocos años antes de la circulación de Losing My Religion, otra obra irrumpió singularmente en los circuitos del arte contemporáneo, agregándose a la lista de interpretaciones de la figura de Cristo. Piss Christ (1987) es una fotografía de Andrés Serrano en la que se plasma un crucifijo inmerso en una sustancia con apariencia de ámbar que, según su descripción, es orina. Para su creador aquella sería una apreciación de la corporalidad de Cristo, su humanidad vertida en fluidos, y una (auto)crítica por parte de un católico al uso actual de aquel símbolo. No sobra decir que causó el rechazo de múltiples creyentes, pero en contraparte puso de nuevo en circulación el nombre de Jesús, entre la prensa, artistas, políticos, apóstatas y acólitos.

La crítica más habitual hacia la fotografía consiste en que aquello supone una blasfemia, y no parece difícil entender el porqué del disgusto que sigue causando. El Cristo configurado por Serrano, suspendido en una atmosfera de dos tonos, se muestra como un inusual homenaje vaporoso al hijo de Dios. Unas burbujas revelan cierta artificialidad en el montaje, pero al mismo tiempo disimulan los rudimentos en los materiales de su figura y de la cruz. Con atención, se aprecia que los clavos que lo sujetan son muy marcados. Queda patente la exposición de una imagen sagrada a un ambiente insólito para su culto. Sin embargo, como propone la medievalista R. F. Brown respecto del trabajo de Serrano, podría decirse que la crucifixión logra resistir tal agravio hacia su dignidad. Asumiendo el comentario que expone Brown, para quien el cristianismo es una tradición propicia para el arte, el espectador puede “encontrar belleza incluso en algo tan repugnante como la orina”. En esa lógica, si el hijo de Dios perdonó incluso a quienes lo crucificaron, ¿qué sentido tendría ofenderse por este tratamiento a su figura? ¿Hay humillación comparable al vía crucis? ¿Es posible violencia similar a la del calvario? Y si las hubo, ¿superan a la obra de Serrano?

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Con frecuencia se plantea que, si solo se tiene un martillo en la vida para interpretar el mundo, entonces todo parece un clavo. ¿Qué lleva a un autor a renegar de manera abierta una tradición que lo impregna, distanciándose de su propia obra? Si el creador solo dispone para sí del materialismo como idioma, toda aventura humana le resultará una abstracción limitada. Su fe será apenas instrumental para dar cuenta de represiones casuales, y una experiencia como la pérdida de la religión se presenta como una secularización del lenguaje. ¿Qué provoca a un artista a aproximarse a las tradiciones desde una aspiración que, aunque se promete desacralizarlas, en realidad logra reponerlas en la esfera pública? Si el artista entiende la sensibilidad solo desde lo execrable, todo se resuelve ante sus ojos con una capa de profanación y lo que exprese será la sospecha de algo más interesante.

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En abril de 1994 el cantante Kurt Cobain, al que aún se atribuye gran parte de la aceptación de ese aparente rock “crítico” entre la juventud y en el mercado cultural, se quitó la vida, y con ello empezó a decaer aquel “aroma del espíritu adolescente”. El vídeo de la canción Heart Shaped Box, una de las últimas creaciones de su banda Nirvana, logra combinar con potencia el tributo y la blasfemia, pero sin tratar de disimular la relación íntima que mantienen con el cristianismo. Así, agoniza cualquier elemento alternativo de ese rock de inicios de los noventa, con el paseo de un ángel y la crucifixión voluntaria de un Cristo envejecido y resignado. Tres cuervos mecánicos corean la canción y Nirvana toca a los pies de la cruz.

 

 


Imágenes: Max Langelott  Omar Alnahi  Marx Ilagan