La paradoja del muro

Alejandro Gordillo

 

 

I

Se construyen muros, fortificaciones, refugios, bunkers contra algo. La preposición guarda en sí todo el sentido de lo que se edifica: oponerse, delimitar un adentro seguro ante un afuera potencialmente amenazador.

 

II

La cultura como un muro contra la naturaleza:

Todo lo que el ser humano se ha dado a sí mismo para alejarse de su estado salvaje es, de alguna forma, la edificación de un complejo sistema de protección para resguardarse tanto psíquica como materialmente de su entorno.

Qué es la mitología sino una muralla hecha a base de símbolos que delimitaban y otorgaban sentido a todo lo que le pudo ocurrir al ser humano y lo amenazaba hasta el desconcierto. Había que crear mitos que explicaran de alguna forma por qué uno de los miembros de la tribu no despertaba nunca más, por qué ciertos animales los atacaban a veces, por qué cambiaba el clima, etc.

A medida que las sociedades fueron creciendo, hicieron falta mitos que le dieran un ritmo particular a la existencia del grupo. Materializadas en ritos, estas creencias marcaban la identidad de la tribu y ayudaban a sus miembros a discurrir por cada una de las fases vitales.

Los muros son la humilde respuesta humana a la deidad primordial del caos.

Quizá una de las mayores crisis de nuestro tiempo tenga que ver con que el retiro de los dioses trajo consigo la muerte de los mitos y ritos que nos guiaban a través de la existencia. De ahí que la psicoterapia sea vista por algunos como la forma arreligiosa de donación de sentido vital de esta época. Quien quiera buscar un sentido auténtico hoy en día está condenado a hacerlo en soledad e, incluso, en contra de lo que hoy llamamos cultura.

En clave foucaltiana, se diría que el muro afirma lo que está dentro y niega lo que permanece afuera. Gramática urbanística: el muro marca la sintaxis espacial y predetermina una hermenéutica del afuera, lo desconocido, el enemigo, obstaculizando la visión del que permanece en el exterior. No solo busca restringir el acceso, sino también sustraerse a la mirada del otro, inmunizarse contra el otro. El muro es la materialización de un punto de vista.

La simpleza de su estructura hace del muro la pieza ideal para futuras arqueologías. Como ruinas, podríamos imaginar un espacio en el que solo sobrevivan los restos de una muralla y nada de lo que estas guardaban. Símbolo vacío, cascarón, piel de serpiente. Cuando las facciones que separaba el muro han desaparecido, este cambia su función de construcción defensiva a monumento.

En Benjamin, la barricada es una intervención directa en la arquitectura urbana que prescribe un uso determinado de los espacios. Este tipo de ingeniería militar subversiva comporta una apropiación radical de las calles para resistir.

La barricada es quizá la versión más precaria del muro: su edificación responde no a la protección de algo que ya existe, como en el caso de las grandes murallas, sino que pertenece al futuro: proyecta la tentativa revolucionaria y el deseo de levantar algo nuevo.

 

III

María Zambrano: “Escribir es defender la soledad en que se está”.

En el adentro de la escritura se opera un movimiento paradójico: se escribe desde la barricada invisible del solitario momento creativo proyectando la máxima apertura que comportará luego la lectura.

Este momento creativo recuerda al relato de La construcción de Kafka donde se presenta una arquitectura ambigua que es, al mismo tiempo, refugio y trampa. Cada una de sus partes, cada uno de sus sentidos apuntan siempre en direcciones opuestas. La madriguera es un intrincado espacio de túneles horadados en la muralla. Esto sitúa al escritor en el punto cero de la visión; escribe literalmente desde y en el límite, pero acechado por aquello que se adivina más allá.

Hay un orificio en la pared que conduce a ninguna parte (tal vez ésta sea la verdadera madriguera), que ha perdido su función de entrada, de lugar de tránsito y, por ello mismo, adquiere un valor absoluto al liberarse de su fin; la inutilidad aparece como un rasgo soberano, liberador. Sin embargo, es un lugar acabado, que no ofrece nada más que un límite.

El otro orificio, el que constituye la puerta de entrada hacia el refugio de lo interior, es también la posibilidad de la amenaza, la comunicación con el afuera lo convierte en una herida. El peligro está siempre ahí, acecha desde cualquier rincón de las numerosas galerías; existe tanto como presencia real del predador, como ausencia. Es un fantasma cuya inminencia de corporeidad está llevada al límite de su propia imposibilidad: es la desesperación desde la que escribe Kafka, la incertidumbre que proyecta al ser hacia atrás o hacia el futuro y que termina siempre por fijarlo en un presente desgarrado por la angustia.

El silencio, la oscuridad, la soledad, todo lo que podría remitirse de forma absoluta a una noción de seguridad queda relativizado. La fragilidad de su estado denuncia la ineludible violación de su equilibrio. No hay lugar para la homeóstasis. Si el afuera es la amenaza y el adentro es un instante efímero que devendrá fatalmente en fracaso, entonces, la homeóstasis no es realizable, su ámbito es el no-ser y el no-estar: la utopía. La tierra prometida, por tanto, es una esperanza vana, una ilusión que rechaza en sí misma todo consuelo. Solo Moisés pudo ser consciente de ello. El resto del mundo entró en una ficción ajena y habita en ella desde entonces. Dios es un ámbito absoluto y pretender entrar en él sería buscar su muerte, desplazarlo hacia el no-ser. La única relación posible con la divinidad es el crimen: crucificar a dios encarnado para que la culpa nos ate a su sacrificio. En la carne, la memoria del crimen no mediada por ninguna simbología: Dios. La obra, sin embargo, exige un sacrificio soberano, absoluto, absurdo, que no conduzca a nada fuera de sí mismo, como un gesto definitivo de abismo.

El roedor del relato se dedica a errar alrededor de su soledad. No se adentra en ella, no se pierde en ella. La única posibilidad de reencuentro está en la negación, en el abandono que no mira más allá de sí y, sin embargo, avanza cuando todo se da por perdido.

El escritor avanza con sus manos, no sabe con certeza hacia donde se dirige, se mueve sin tener una meta fija. No hay centro posible en su edificación, por lo tanto, el centro puede estar en todas partes, en cada una de las plazas en las que deposita sus reservas de provisiones; no sabe en donde almacenar definitivamente toda su energía, se agota en los múltiples entresijos. En esta situación, cualquier dirección puede ser la equivocada, a cada paso la obra corre el riesgo de desplomarse. A la vez, todo lugar se vuelve necesario por sí mismo: al renunciar a un fin, su soberanía nace. Cualquier gesto puede ser de defensa o condena, ataque o liberación.

La obra queda siempre abierta, pero esto no ocurre como un acto de voluntad del autor, sino más bien como producto de la insuficiencia de su voluntad ante el exceso que lo supera. La intrusión del otro, la presencia que lee el ámbito que hemos construido para nosotros mismos es el derrumbe de la obra, la caída del muro.

 

Imágenes: milan degraeve, Plush Design Studio, Anthony DeRosa, The Peasants at Market (detalle), Albrecht Dürer (1471-1528)

 

El profeta en la muralla

Pedro Aulestia

 

Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca. Porque tú dices: Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad; y no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo.

Apocalipsis 3:15-19

 

Hay quien todavía cree que la profecía es una forma de arte superior, aunque olvidada, como esos templos megalíticos enterrados al norte de Turquía, erigidos por una civilización desconocida y más antiguos que la propia Historia. Pocos son los que con licencia se han abstenido de la copa de agua en el Leteo, para ver el tiempo volver con ojos mortales. Pocos son los profetas. Quizá leer en el espíritu de un hombre no es diverso a entrever la escritura secreta en la gran fábrica del tiempo, como si en ambos casos se tratase del mismo lenguaje olvidado que deja el paso de la espuma en la orilla del mar. El estudio de un personaje puede revelar las facciones ocultas de un gran cuadro, después de todo, cada hombre es un signo, una letra que compone el acabado final de una escena profética.

No hay un libro eclesiástico que canonice a Dostoievski como profeta o siquiera como exégeta, sin embargo, para algunos han de bastar las bondadosas opiniones que al respecto comparten Boris Pasternak, Igor Shafarévich y Aleksandr Solzhenitsyn, todos apóstoles y hasta evangelistas del reputado novelista ruso. Si alguien requiere juicios de autoridad más contemporáneos (y más inocuos) Kjertsaa afirma, por su parte, que Dostoievski no contemplaba el Apocalipsis como una mera epístola consoladora para los cristianos perseguidos del siglo primero, sino como una sentencia que se cumple a su debido tiempo.

No me resulta difícil imaginar a Dostoievski en el papel de uno de sus personajes, Lebédev, aquel santo y aquel canalla que aparece en El príncipe idiota y que es famoso por sus interpretaciones del Apocalipsis. Una noche, durante el cumpleaños del príncipe Mishkin, declara, por petición de la algazara un tanto embriagada de los invitados, que la estrella que cae del cielo al sonido de la tercera trompeta (Apocalipsis 8:10-12) es en realidad una representación del Ferrocarril Transiberiano. Todos se ríen por lo que bien se podría considerar una broma delirante, pero la explicación simple de la sentencia deja estáticos a los más cautos, pues a los ojos del funcionario Lebédev el tren representa el progreso industrial, y este simulacro de progreso tecnológico, al Anticristo. (El príncipe idiota).

No es fácil resistirse a la tentación de hacer conjeturas que hermanen las palabras de un personaje ficticio del siglo XIX con lo acontecido en Rusia (y por consiguiente en el mundo) durante el siglo XX; se podrían escribir páginas febriles y hasta fanáticas sobre la profecía de Lebédev y cómo en ella se prefigura la Revolución de Octubre y el advenimiento de la Unión Soviética. Pero antes de caer en tal tentación es preciso declarar cierta intencionalidad con respecto a estas palabras: si detrás de apreciaciones de carácter meramente narratológico se entreven aparentes juicios o intrigas de orden metafísico o político, es el resultado de una coincidencia, aunque exenta de gratuidad. Esto se debe en parte a que la manera con que se caracteriza la figura del autor desde la técnica literaria es de naturaleza semejante a como se ve a Dios desde la teología, es decir, como un actor indescifrable.

Hablar de Dostoievski desde la crítica es por lo tanto un ejercicio profano, pero similar al que realizan los intérpretes de textos sagrados. Este ejercicio narratológico no difiere de una invectiva hermenéutica, de una exégesis bíblica, y se centra en la relación de dos personajes de Crimen y castigo que son, como diría Isak Dinesen, un cofre cerrado de los cuales el uno contiene la llave del otro. Se trata del sensual y depravado Arkadi Ivánovich Svidrigáilov y de Raskólnikov, el personaje principal de la novela. El primero es un presunto asesino y el segundo un asesino doloso. La semejanza fatal de ambos personajes se sustenta en el último diálogo que comparten en un bar abarrotado de San Petersburgo, en donde Svidrigáilov manifiesta lo parecidos que son los dos a pesar de su enemistad, comentario que es recibido por Raskólnikov con poco menos que asco. Para colmo, el narrador hace aparecer poco después de este encuentro y ante la mirada febril de Raskólnikov a dos hombres gemelos, perfectamente similares el uno del otro, pero con la particularidad de que la nariz del uno está ligeramente torcida hacia la izquierda y la del otro hacia la derecha. Esta aparición es una alegoría de la relación de semejanza y ligera discordia que tienen los personajes en cuestión. En un sentido más sutil, se podría leer en la inclinación propia de las narices de los dos personajes una sutil tendencia hacia el mal o hacia el bien, pero es cuestión del lector conferir los significados de las palabras izquierda o derecha. El caso es que quizá sea solo una nariz lo que separe a la salvación de la perdición y al cielo del infierno, pero ¿qué tan vasto puede ser el límite de una nariz?

 

Svidrigáilov se pierde, como si ese fuese el precio que se tuviese que pagar por la redención del otro, Raskólnikov. Es claro que para el autor la salvación no existe sin el riesgo de la absoluta perdición, como si se tratase de una apuesta por todo o nada. En una de esas otras noches blancas de San Petersburgo, Svidrigáilov sueña que socorre a una pequeña niña y la rescata de la lluvia, la atiende con cariño y la arropa entre sábanas, pero justo antes de salir por la puerta de la habitación nota en la niña una sonrisa pérfida y lasciva que deja en pausa su corazón. Este momento es la antecámara de su muerte, intuye que hasta la parte más inocente de su ser está corrupta y perdida. A la mañana siguiente se pega un tiro en frente de un guardia, no sin antes decir: “si alguien te pregunta, diles que me fui a América”.

Se podría decir que Raskólnikov se salva por una nariz, ¿qué sutil designio lo hace distinto de Svidrigáilov? ¿Por qué no quitarse también la vida? Después de asesinar a la vieja usurera Aliona Ivanóvna y a la bondadosa Lizaveta Ivanóvna, después de la cascada de racionalizaciones y tratados nihilistas que le sirvieron para justificarse a sí mismo el horror del crimen, después de siete sagrados años de negación en Siberia, de no sentir remordimiento ni culpa… ni nada. Finalmente, una tarde crepuscular, en la sala de visitas de la prisión, al lado de Sonia, mira por la ventana una antigua escena de nómadas en el desierto y piensa que esa escena ha permanecido intacta durante miles de años, desde los antiguos tiempos de los patriarcas del Antiguo Testamento. El sutil momento de redención lo lleva a besar a Sonia por primera vez y a perdonarse, pues dentro de él también existe una escena invariada de nómadas en el desierto, algo que ha permanecido puro e inamovido a pesar de las degradaciones y movimientos del tiempo y de la entropía. Es este cuadro en el desierto el primer amor del que habla Dante, el primer impulso bondadoso que intuyen algunos hombres (incluso los más terribles) en su naturaleza y del que se desprenden las estrellas y los mundos. El infierno, por su parte, es tan solo una sombra de la sombra del primer amor. (Crimen y castigo).

Parece como si Dios estuviese aún más presente en los momentos oscuros y demoníacos de los personajes de Dostoievski, en los asesinatos y en los suicidios. ¿Y el diablo? Pues el diablo está ahí, en esa canasta de flores que lleva la monjita, como dice Papini. Es delicado el límite que separa a un hombre de otro, a un suicida de un artista. Un profeta debe estar siempre en la muralla, en la víspera de los dos mundos separados por la frontera, en la víspera del advenimiento y en el lugar sutil donde se mezclan los paisajes, donde el diablo comparte la naturaleza de Dios, en la muralla, en el litoral o en el leve contorno de la montaña en el cielo. Un profeta escribe desde la tibia y huidiza penumbra, desde aquello que no es luz ni sombra, sino solo límite y eternidad.

 

Imágenes: Daniel Eledut, Martin Dubreuil, JamesDeMers, A_Werdan

Saltar el muro para inventar la puerta

Carlos Reyes

 

Humpty Dumpty sat on a wall,
Humpty Dumpty had a great fall.
All the king’s horses and all the king’s men
Couldn’t put Humpty together again

Mother Goose

 

 

Intramuros

En el repertorio de Marcel Marceau figura una pieza intensa titulada “La jaula”, en la que su personaje Bip, al ir de paseo, se encuentra repentinamente con una pared, un muro total que le impide el paso. Al tocarlo descubre otras superficies que conforman una especie de caja en la que acaba atrapado. Su espacio de maniobra se estrecha cada vez que explora las paredes. Bip insiste en examinarlas, sin salir de su asombro. Casi rendido, el personaje logra atravesarla con un puño y un desgarro, y escapa del encierro. Los restos de la caja quedan atrás, y al continuar su camino se le presenta otro desafío: otra caja, otro desgarro y otra fuga.

El motivo de los desafíos propios de la existencia humana se expresa en aquella “jaula”, sintetizando las dificultades que conlleva el “ir por la vida”. Porque si bien la subsistencia se compone de obstáculos, el grado de complejidad que estos tengan puede llegar a interpretarse como encierros, cautiverios sin solución aparente. Por supuesto, también se encuentran interpretaciones de aquella pieza de Marceau que sostienen que el personaje estaría retenido por terceros. Sin embargo, no hay algo en la obra que permita afirmar que un agente específico sea el responsable de su situación, puesto que el personaje iba por la vida, hasta que, simplemente, se encontró en aprietos. Acaso sea más viable señalar que es el propio Bip quien se mete en el embrollo, por haber escogido aquel camino.

Los encuentros imprevistos con muros, y su superación, no son algo particular de los tanteos existenciales del hombre moderno. ¿Qué encontraban algunos extranjeros feroces sino una muralla como recibimiento en sus aventuras de conquista y venganza contra la ciudad antigua? Si los guerreros asediaban los muros con lanzas y piedras –y luego fuego y cañones–, en contraste, los modernos arremeten contra su propia cautividad, imaginándose atrapados, por ejemplo, en un sueño, en un rostro eternamente joven, en el cuerpo blando de un insecto. Su cuerpo y su mente conforman los muros de su laberinto. Paralelamente, en la medida en la que en el mundo algunos desafíos decaen, actualmente abunda la perspectiva de que lo que nos rodea es una trampa, un muro que excluye, una injusticia con la que lo reprobable consiste en no indignarse.

 

Extramuros

El muro, como objeto y concepto, mantiene (por decir lo menos) una mala reputación, especialmente en unos momentos y espacios políticos que promocionan la apertura y la fluidez como valores universales. Cierta moralidad sanciona a quien formule “ideas” que se asemejen a muros de contención social. Este rechazo –parece evidente– no es difícil de entender, por las implicaciones que tiene el muro en múltiples contextos. Hay muros que aún se utilizan para reducir la circulación de poblaciones que mantienen conflictos milenarios, y operan como barreras divisorias del diálogo entre culturas en territorios en disputa; existen kilómetros de cercas que difícilmente pueden aislar más a unas personas ya separadas por diferencias irreconciliables. Hay rejas –que intentan funcionar como muros– en países con reacciones identitarias, reñidas profundamente, por ejemplo, con las ideas del multiculturalismo. Los discursos de apertura y fluidez que discurren en calles, parlamentos y marchas habrían encontrado sus cierres, no a manera de paredes, sino en acciones de política interior y en fronteras: más que obstáculos monumentales, surgen barreras de entrada con fuerza de ley. Ante esta situación, los límites parecen haberse revertido en un tipo de desafío que el ingenio humano contemporáneo ya no pretende resolver o infiltrar con astucia, si no derrumbar, en pos de provocar la apertura total.

Los muros fronterizos no resultan sino excepciones en un mundo profundamente regulado por las particularidades migratorias de cada Estado. Las construcciones limítrofes entre países, que según algunas interpretaciones se han multiplicado, realmente parecen haberse sofisticado en el campo político, con filtros, controles, pasaportes y visados; es decir con leyes acompañadas de unas pocas vallas. Es cierto que en años recientes se han discutido proyectos exaltados –y altamente mediatizados– que proponen construir nuevos muros, o ampliarlos en varios territorios, pero si se considera el crecimiento poblacional global y las recientes migraciones masivas de personas, sus efectos aparecen más estéticos y electorales que prácticos. El flujo humano de los siglos XX y XXI ha sido incontenible.

La tensa problemática de la migración –que en ocasiones surge por unos pocos muros ilusorios– bien podría discutirse desde una pregunta difícil que resuena en varios debates culturales y políticos, especialmente en aquellos relacionados con la apertura y cierre de fronteras: ¿cómo sostener una ciudad, o un país, sin un muro o algo semejante a un límite? La cuestión está, quizá, en los acuerdos que se logren al hablar de “sostenimiento”. ¿Qué es, o cómo debe entenderse una permanencia que no termine en el colapso de la inacción?, ¿qué es pertinente conservar y sostener en el tiempo, observando que no se corrompa? Por otra parte, la apertura total y el desmantelamiento de muros, barreras y fronteras, también debe ofrecer algún bosquejo del tipo de consecuencia que busca. Esta sería una invención social que algunos sugieren ya se refleja en el proyecto europeo actual. Si pensar el destino del territorio desde el punto de vista de su sostenimiento –entiéndase entre ello la continuidad de sus instituciones–, es un reto que polariza, ¿qué decir entonces acerca de la apertura?, ¿cuál es su forma y su límite?, ¿los tiene o la apertura requiere ser total? Europa y su libre circulación interna de personas, considerando las crisis que atraviesa en años recientes –en parte atribuidas a cambios demográficos–, ¿sirve al mismo tiempo de ensayo y error para conseguir algún balance?

Los muros, como las fronteras, son una dimensión de la vida política, y su simple eliminación agrega complicaciones adicionales que no siempre se dirimen pacíficamente. Porque si bien los muros pueden ser muy rígidos –y ciertamente exigen serlo– no fueron concebidos sin entradas y salidas. El problema de su rigidez consiste en que, si en ellos no se habilitan puertas, acaban siendo saltados, o desmantelados; si la realidad por fuera de las murallas se interpreta como una caja asfixiante, el actor, por supervivencia, no dudará en desgarrarlo todo para sobrevivir.

 

Portales imaginarios

Ante el dilema de la apertura o cierre de las fronteras quizá sea necesario prestar atención a una respuesta en la que curiosamente coinciden dos corrientes de pensamiento contrapuestas. La respuesta se conoce como Estado nación y, al igual que los muros, en la actualidad no goza de buena reputación.

Por parte de un pensamiento que podría enmarcarse como progresista, en la tesis que elabora Dani Rodrik se propone que el Estado nación sería la forma de organización socioeconómica más pertinente para lo que alguna economía política denomina gobernanza global. En su crítica al globalismo, Rodrik (Estambul, 1957) lo interpreta como un escenario propicio para la desregulación de la economía y el descontrol de los mercados –lo que algunos académicos y activistas caricaturizan como “capitalismo salvaje”–. Para Rodrik, el Estado nación –principalmente el gobierno a cargo– es la instancia necesaria para regular la economía y hacer sostenibles a los mercados. En su visión, el Estado nación es el ámbito apropiado para la economía y sus movimientos.

En cuanto al componente “nación”, el economista ha argumentado que no le interesa definir sus particularidades, puesto que su enfoque se sitúa en el Estado. Sin embargo, debe regresar a lo “nacional” –cultura, autoidentificación– cuando requiere trazar, desde la geografía, los límites de aquello que administra un gobierno. El cierre de la frontera resulta aquí un asunto de referencia ineludible, porque si bien las historias nacionales pueden contener elementos arbitrarios, el trazo de las fronteras exige pragmatismo al momento de analizarlas. Aquí lo nacional es, o parece ser, lo que los habitantes de un territorio consideran como vinculo de identidad entre vecinos extraños, y esto bastaría para fijar los hitos del país.

Por otra parte, el Estado nación –y aquí particularmente lo “nacional”– es para el historiador conservador Yoram Hazony (The virtue of nationalism) el conjunto de atributos culturales que cohesionan a personas que comparten ciertas historias, además de otras señas: “una serie de tribus con un idioma o religión común, y una historia pasada actuando como un organismo para la defensa común y otras empresas a gran escala”. Una de las tesis de La virtud de Hazony consiste en atribuir precisamente al nacionalismo de cada país la mejor manera de prevenir la reaparición de un totalitarismo como el que se apoderó de Alemania a principios del siglo XX. Para esto Hazony (Rehovot, 1964) hace una distinción entre nacionalismo e imperialismo que resulta arriesgada. En su idea, lo que motivó la catástrofe de la Segunda Guerra habría sido responsabilidad mayormente de una visión imperialista de la historia, por parte de la política del nacionalsocialismo. Lo nacional-identitario sería para Hazony un agregado guerrerista de campaña, más interesado en revivir un tercer Sacro Imperio para Alemania que, como región, estuvo caracterizada durante siglos como una colección de principados con costumbres comunes, pero también conflictos territoriales zanjados en el siglo XIX. La nación alemana sería, en este sentido, otro invento de la modernidad, localizado en el centro de Europa.

Aparte de las críticas que se puedan formular sobre estas tesis –a la de Rodrik, por intentar desembarazarse de lo nacional cuando resulta significativo para fijar la frontera; a la de Hazony por estirar su interpretación de lo nacional e imperial– debe llamar la atención su reposicionamiento del Estado nación, puesto que los dos lo contraponen al globalismo. ¿Por qué el Estado nación regresa con estos y otros autores, cuando un sinnúmero de pensadores y políticos han resuelto asumir lo nacional como una “invención”, intentando proscribirla, por ejemplo, en Europa? ¿Es acaso el Estado nación realmente un marco menos rígido y peligroso de lo que se piensa para coordinar las relaciones sociales y definir los límites entre culturas? Quizá para ver lo que sucede cuando lo nacional se ve amenazado sirva referirse a varios resultados electorales recientes en Europa y las ofertas de los partidos que lo patrocinan: restricciones de movilidad, controles migratorios más estrictos, cierre de fronteras, algunas vallas nuevas y otras reforzadas.

Ante la afirmación de lo “nacional” como una ficción, la postura de Rodrik y Hazony parece plantear que su carácter de relato no lo hace menos significativo y práctico para preservar comercios estables y proximidad entre extraños, en sociedades cada vez más complejas. Si los nacionalismos son capaces de conducir reacciones abruptas, levantando todo tipo de muros –políticos y materiales– cuando se perciben acechados, ¿es probable que en poco tiempo se delegue su contención al supraestado, con Europa como ejemplo?

Aceptar a la nación y a lo nacional como inventos particulares de cada territorio también conduciría a pronunciarse sobre la intención declarada de generar una “conciencia” europea. ¿No es acaso aquella una utopía que suprime lo nacional local para consagrar otro Estado burocrático, en este caso intranacional? ¿Qué sustrato de realidad o imaginación ofrece Bruselas para suplantar lo legendario y lo patriótico que se formula en la nación, viendo que en sus propios documentos habla de “pueblos” de Europa? ¿Qué delimita esos pueblos y esa conciencia? Europa ciertamente podría intentar disimular o reprimir las creencias nacionales de todo el continente, pensando que así sería viable desaparecerlas con el tiempo, pero aquello sería un esfuerzo difícilmente inaplicable para con el forastero que continuamente logra instalarse en él. Porque, que se sepa, el migrante que cruza fronteras, tanto el que aterriza como el que se arroja al mar y salta vallas para acceder al estado de bienestar, lleva consigo también sus particularidades identitarias nacionales, organizadas en torno a relatos que pueden ser más o menos ficticios: le acompañan el heroísmo fundacional de su lugar de origen, la sacralidad patria del territorio que dejó. Y poco puede importarle algún muro que interrumpa su paso.

El nacionalismo se apresura a levantar muros que la desesperación no teme asaltar, mientras sus alternativas fijan puertas que solo unos pocos tocan.

Imágenes: C. Reyes

Apartamento: la ruina de lo presente

Aquiles Jarrín

 

 

La contemplación de las ruinas nos permite entrever fugazmente la existencia de un tiempo que no es el tiempo del que hablan los manuales de historia o del que tratan de resucitar las restauraciones. Es un tiempo puro, al que no puede asignarse fecha, que no está presente en nuestro mundo de imágenes, simulacros y reconstituciones, que no se ubica en nuestro mundo violento, un mundo cuyos cascotes, faltos de tiempo, no logran ya convertirse en ruinas. Es un tiempo perdido cuya recuperación compete al arte.

Marc Augé.

 

 

El edificio se encuentra en un estado de deterioro ambiguo, no hay una clara intervención violenta del tiempo, pero el desgaste y las relaciones de desamor están presentes de manera homogénea. Las paredes están pintadas con dos colores que se han vuelto más cercanos por la suciedad. El marrón y el beige aparentan cierta nostalgia por la década de los 70, años en los que fue construido el edificio, esta última capa no debe tener más de diez años. Algunas paredes se están pelando y se hace evidente que han sido pintadas muchas veces. Aparecen verdes, azules y grises. El impulso a seguir levantando esa primera dermis es inmediato.

Los pasamanos de la escalera son de madera pintada de café oscuro. La intervención sólo acentúa las hendiduras y los trazos profundos de líneas caóticas. Uno puede imaginar el metal puntiagudo que lastima la madera, dejando marcas, huellas, historias. Algunas deben tener sus orígenes en accidentes, mudanzas, torpes movimientos y malos cálculos. Sin embargo, también son notorios los trazos llenos de intención, hay intentos de escritura, rastros de palabras de alguien que encontró en ese material la capacidad de recibir afectación, intensidad y manifestó las ganas de imponer un acto sobre otro. Lo que se siente al romper un vidrio no es la misma experiencia que romper papel. Introducir nuestros afectos e intenciones en materiales es una larga historia de relaciones y cambios. Es un proceso maleable de mutuos entendimientos.

El ascensor no funciona, pero su presencia otorga cierta dignidad al entorno. Cada piso tiene tres apartamentos con puertas de diferentes colores y materiales que no denotan lógica alguna. Por momentos, el lugar parece un conjunto de caprichos y disputas que cayeron pronto en el olvido.

Las puertas de cada apartamento expresan claras diferencias, se presentan como signos que advierten un tipo de intimidad, una manera de estar adentro y de expresarse hacia fuera. Varias de ellas son de madera deteriorada, pintadas con tonos distintos, algunas tienen vitrales y otras no cuadran bien. Pocas se volvieron obsesivas con la seguridad, incluyendo rejas y notorias cerraduras, y otras parecen ni siquiera estar cerradas.

Llegando al segundo piso, corredor a la derecha se encuentra la entrada del 106 que esquina con la del 107. Es una puerta de madera nueva, con una estética de los años 80, de laca oscura que se confunde con una pintura de color café rojizo, que busca aparentar cierto lujo, pero los acabados y terminaciones parecen funcionar como un maquillaje que esconde el tesoro que siempre es la madera. Su contradicción tiene como resultado cierta indiferencia, es un encuentro neutro, que no invita, que no recibe, que no genera curiosidad, y al pretender ser mucho, pierde toda cualidad. Es una especie de engaño del presente; forzosamente actual y pasado a la vez. Tiene ese efecto de la inmediatez; busca ser lo genérico, lo común. lo actual, lo masivo, lo brillante.

Las puertas, que no son muros, son el plano vertical y generalmente liso que materializa el misterio. Es el punto de inicio de una historia, es umbral e ingreso, distancia mínima con lo sorpresivo. La puerta habilita el atravesar y crea un acceso, delimita el interior del exterior. Entrar y salir son actos de poder y libertad. La puerta es tan seductora, que la fantasía del voyeur se materializa en la mirilla que muchas tienen, disfrazada de seguridad, la mirilla ha sido objeto preciado y mágico que nos permite ver sin ser observados, un doméstico panóptico de la intimidad del otro.

 

 

¡La puerta! La puerta es todo un cosmos de lo entreabierto. Es por lo menos su imagen princeps, el origen mismo de un ensueño donde se acumulan deseos y tentaciones, la tentación de abrir el ser en su trasfondo, el deseo de conquistar a todos los seres reticentes. La puerta esquematiza dos posibilidades fuertes, que clasifican con claridad dos tipos de ensueño. A veces, hela aquí bien cerrada, con los cerrojos echados, encadenada. A veces hela abierta, es decir, abierta de par en par.

Gaston Bachelard.

 

La advertencia de que el 106 se encontraba remodelado despertaba varios tipos de fantasías. La puerta era el umbral entre imaginación y realidad, abrirla y atravesarla permitía develar una nueva dimensión.

Los lugares son secretos, son imaginados y soñados, construidos y alterados. Estar en un interior para pasar a otro interior tiene una carga regresiva y nostálgica. Implica adentrarse en un conjunto de capas, sombras, luces, divisiones, planos, olores, volúmenes y colores. Un conjunto de materialidades presentes y ausentes en interacción constante, afectadas por las múltiples intervenciones por las que ha pasado este paisaje, en y con el tiempo.

Llave en mano, la puerta es desplazada y se produce un inmediato develamiento. Todas las imágenes previas son atropelladas por la visión. Es como si todo se silenciará cuando las fantasías se convierten en fallido recuerdo y entran en un proceso progresivo hacia el olvido. La realidad se hace presente casi de manera salvaje, el mirar es una primera y hegemónica experiencia del encuentro con ese otro.

Mirar es un acto de reconocimiento; desplazarse, un primer acto de interacción, y atravesar la puerta, un hecho real y simbólico de ser parte, de introducirse. En el interior del 106 lo primero que se presenta es un gran ventanal que promueve una relación visual con el entorno urbano que contiene al apartamento, y que es definido por las calles Guayaquil y Oriente.  El efecto es de captación total: fachadas republicanas con bellos elementos decorativos, que se enmarcan, con fugas hacia el barrio de la Tola por la Oriente y la loma del Panecillo por la Guayaquil, un instante de seductora imagen de postal del centro histórico de Quito. Juhani Pallasmaa critica una arquitectura pensada solo para el ojo:

“esta arquitectura parece tener su origen en un solo momento en el tiempo y evoca la experiencia de una temporalidad plana. El carácter visual y la inmaterialidad refuerzan la experiencia del tiempo presente, mientras que la materialidad y las expresiones táctiles evocan una conciencia de profundidad temporal y de la continuidad del tiempo.”

Despejada la mirada de la vitrina patrimonial, hay un acercamiento a las primeras composiciones del lugar. Espacios definidos fuertemente por las paredes: comedor, sala, cocina, dormitorio principal con baño, dormitorio simple, baño social, bodega. Closets, muebles empotrados, inodoros y lavabos construyen no solo dispositivos, sino un conjunto de signos y direccionamientos que determinan con mucha fuerza una lógica de relacionamiento. Definiciones de funciones y trayectorias insisten en cada elemento que compone el escenario, marcando una propuesta en las que las posibilidades de juego y apropiación son nulas. La experiencia está marcada por el disciplinamiento y el orden, ratificándose esa condena foucaultiana al decir que “el espacio fue tratado como lo muerto, lo fijo, lo inmóvil”.

El espacio ha sido domesticado por superficies verticales de ladrillo cubiertas de cemento, azulejos y pintura. Un color beige amarillento invade todas las paredes del 106, no hay polvo ni rastro de que haya sido habitado. La moderna carpintería de hierro, donde se soportan las ventanas, ha sido pintada de blanco tratando de fugar con el paisaje, pero difícilmente se esconde y parece un fallido intento de camuflaje. La bodega es un laberinto mínimo de mochetas y recovecos que hacen oda a la carencia de función y a un rebuscado aprovechamiento del uso de las áreas.

El piso de porcelanato amarillento se extiende ocupando casi la totalidad del plano horizontal, en un duro encuentro con las paredes que busca ser suavizado con una barredera del mismo material. El suelo es una síntesis lisa y cruel de la intervención en el apartamento, que mata toda la posibilidad de imaginar y se presenta como una negación radical al tiempo, a lo perdido.

Parece ser que lo liso en todas las extensiones de la casa es la estrategia principal para generar algún tipo de espejismo que convierta al 106 en una atractiva morada para el ciudadano del mercado inmobiliario actual. Lo liso exacerba los valores vinculado a la higiene, la seguridad, lo inmediato, lo verdadero y un tipo de belleza. Byung-Chul Han encuentra en esta manera de construir belleza un exceso de positividad, anclada a lo “menudo, delicado, leve y tierno”. Este tipo de belleza está rodeada de alegría y aletarga. Sostiene que en contraposición a lo bello esta lo sublime, que está cargado de negatividad:

“lo sublime es grande, macizo, tenebroso, agreste y rudo. Causa dolor y horror. Pero es sano en la medida en que conmueve energéticamente al ánimo…”

Byung-Chul Han.

 

 

 

En este apartamento que tiene más de cuarenta años se ha eliminado cualquier misterio, no hay rasgaduras, heridas, accidentes… hay una insistente negación de cualquier materialidad que denote expresividad, diferencias y tiempo.

Gran parte de la arquitectura original del 106 parece mantenerse, se han redondeado algunas esquinas de las paredes con la intención de generar unos arcos entre área social y dormitorios que entran en desequilibrio con la arquitectura moderna más ortogonal que prevalece en el lugar. Las decisiones sobre los acabados y terminaciones evidencian las intenciones homogeneizadoras de las sensaciones, en la que la premisa principal es lo pulcro y lo inmediato. Busca satisfacer una superficial vivencia de lo visual y alejarse de estimular cualquier otro de los sentidos. No existe rastro de lo oculto, lo incompleto y lo velado… en fin, la disminución de cualquier experiencia erótica o sensual que permita el aparecimiento de un otro, entendiendo ese otro como el acontecimiento que permite el encuentro con lo diferente y lo sensible.

¿Cómo encontrarse en un lugar así? ¿Qué afectos y agenciamientos se producen en este tipo de inmuebles que se multiplican vertiginosamente? ¿Qué tipo de relaciones se construyen en estas cáscaras frías y llanas? ¿Cómo fugar a la obturación de sentidos y de imaginación? Aquí no hay laberinto, juego o equívoco. No hay algo vulnerable, imperfecto, incierto o ni inacabado que sea receptivo a lo singular, a lo múltiple y a lo diverso. Hay esa muerte inmediata que produce todo intento de intervenir desde las certezas, los exitosos referentes y la complacencia a las exigencias del mercado. Rafael Iglesia abre algunas líneas de fuga para irrumpir en aquello que se está solidificando, y propone la experimentación como la posibilidad de rasgar el paraguas de la cultura, de fisurar los muros de las convenciones y así descubrir en el devenir del hacer lo distinto y lo propio:

Y de lo que se trata es de recorrer otros caminos, más largos, más incómodos incluso algunos sin salida, lo cual implica volver, mirando las cosas desde otro lado, desde su contra‑cara.

Experimentar no se delimita al construir, al intervenir o al crear, es una invitación a instalar una óptica crítica en la manera en la que estamos acostumbrados a descifrar el mundo, y desde esa comprensión aceptar o transformar aquello que nos envuelve.

Imágenes: Nolan Issac, v2osk, Agence Producteurs Locaux Damien KühnJeremy Perkins,  Dawid Zawiła, Michal Jarmoluk

La arquitectura del muro

Francesco Rosati

 

 

Un muro, por definición, es una superficie continua vertical que delimita un área, encierra una porción de espacio, ofrece protección y seguridad.

Leon Battista Alberti es el primero que define este elemento como el único fundamento generador de una construcción. Encandilado por la arquitectura romana, el arquitecto del cinquecento teoriza una verdadera y propia concepción muraria, reconociendo al muro como estructura de la cual, a través de un proceso de substracción, fue posible encontrar la columna. Esta última definida como puro objeto decorativo vendrá despojada de toda función tectónica. A través de la historia de la arquitectura nos es posible definir a esta concepción como errónea, dado que el muro nace como simple taponamiento de estructuras a esqueleto, sin ninguna función estructural. Gottfried Semper, a través de su análisis científico y etimológico que tomará forma en su arquetipo de la cabaña caribeña, subraya la naturaleza efímera de las primeras paredes, reconociéndolas en los tejidos entrelazados que taponaban la estructura a esqueleto de la tienda. El análisis de este último da testimonio entonces de la naturaleza originaria del muro que cumplía la tarea exclusiva de dividir el espacio para crear intimidad y proteger: el muro nace como tapiz. Semper, como prueba de esta naturaleza efímera, nos muestra cómo, por ejemplo, la etimología de la palabra alemana wand (muro) presente la misma raíz de la palabra gewand (vestido, indumentaria).

 

 

 

En estas dos visiones arquitectónicas es posible comprender la naturaleza compleja de un elemento como el muro, que puede por tanto desaparecer hasta convertirse en tapiz, pero al mismo tiempo crecer hasta convertirse en masa. Es fundamental e interesante detenerse a reflexionar cómo es posible que, alterando una simple proporción matemática (aquella de las tres dimensiones en el espacio), un muro pueda asumir significados diferentes. Pensando banalmente en la dimensión del espesor de una pared, es posible que un muro pierda su naturaleza divisoria y adquiera en cambio la apariencia de una gruta. Los castillos ingleses, estudiados e interiorizados por Louis Khan, son un testimonio fundamental para entender este proceso.

El grosor exagerado, justificado por el peso de una construcción en piedra, altera la percepción del muro: el espacio se configura como el resultado de un proceso de substracción de materia de una masa muraria. Los nichos habitables que se han excavado niegan nuestra percepción del muro que ahora aparece como una caverna. El propio Khan retomará este tema arquitectónico tratando de trasladarlo hacia las modalidades constructivas del siglo pasado: más que excavar muros de un metro indagará cómo deformando y modelando un muro de 30 centímetros este pueda percibirse como una gruta.

Al contrario, es posible que un muro pueda desaparecer hasta convertirse en una pared de 2-3 centímetros, un folio bidimensional (como sucede literalmente en la tradición japonesa) que esté en capacidad de alterar la percepción del espacio. En la obra de Mies van der Rohe cobra sentido la idea semperiana de pared completamente vaciada de toda función estructural. El muro para él pierde su significado propio. Mies elimina ese elemento a favor de un ‘espacio fluido’ al interior del cual el muro aparece solamente como un pequeño obstáculo, asume un carácter mucho más objetual, subrayado a menudo por materiales preciosos, como por ejemplo la famosísima placa de onix del pabellón Barcelona. Las paredes, además, nunca llegan hasta el techo, en efecto no lo sostienen, sino que aparecen como objetos espaciales donde no se transmite la idea de masa, sino más bien de volumen.

 

 

 

 

 

 

Esta idea objetual de muro está representada en la obra de Richard Serra que indaga ulteriormente las proporciones entre el muro y el espacio que lo circunda. Las sutílisimas placas de metal que Serra utiliza no permanecen bidimensionales como las paredes de Mies, sino que deforman el espacio en tres dimensiones, cuestiónandolo de manera continua. En la obra East-West/West-East se alcanza el más alto nivel de abstracción del concepto de muro y contradictoriamente su aniquilación, nos confirma cómo un no-muro puede de todas maneras mentalmente establecer y representar una división en nuestra mente, convirtiéndose ahora en un punto de referencia en la infinitud del desierto de Qatar.

 

 

 

 

Como arquitecto, a menudo me he interrogado sobre los posibles componentes de un muro y cómo es posible negarlo conceptualmente. La tridimensionalidad y la bidimensionalidad de este elemento seguramente son factores que pueden alterar la percepción. Es posible averiguar a través de aprestamientos arquitectónicos una nueva y distinta experiencia del muro.

 

Por ejemplo, a menudo se experimenta un muro atravesándolo, pasando a través de su espesor, descubriendo por tanto lo que esconde. ¿Qué sucedería si no existiera, por ejemplo, una simple puerta, sino que fuera necesario acceder a través de una galería a otra habitación? Si el atravesar un muro fuera posible solo mediante el paso a otro ambiente, este seguramente nos impediría percibir el muro.

 

 

Por lo tanto, el muro sería leído conceptualmente como un elemento abstracto. Lo mismo sucedería si un muro no fuera nunca atravesado, sino más bien saltado.

 

El muro, en este caso, permanecería simplemente como una pared abstracta que nos separa de lo desconocido, y en ese punto no sería ya un elemento que divide, dado que no podríamos estar conscientes de lo que nos está separando. Para resumir, por lo tanto, negando el atravesamiento de un muro, la experiencia espacial que vivimos anula la acostumbrada idea de separación, el muro más que dividir se convierte en contenedor de ambientes a los cuales somos “catapultados”. Si esto aconteciera por ejemplo en una habitación, sería improbable reconstruir mentalmente el plano porque no estaríamos en grado de reconocer los muros que lo componen, sino que todo ambiente se convertiría en un espacio en sí, donde las paredes aparecerían simplemente como habitaciones vistas desde el exterior, independientes la una de la otra, tantos pequeños mundos imposibles de vincularse en el conjunto.

 

Cuando entonces hablamos de muro en arquitectura es necesario profundizar en la naturaleza y experiencia espacial que vive el hombre en relación a este elemento. Leer este elemento como algo que separa o que sostiene es una lectura reductiva, superficial, que nos impide trascender el significado de este elemento. Usando la metáfora de la valla leopardina que la mirada excluye, el muro ofrece su dualismo intrínseco: si bien es un elemento que separa, sin el no podríamos imaginar el infinito que está más allá.

 

El interior del muro

Mario Hidrobo

 

¿Qué es el vértigo?, se preguntaba Milan Kundera, en La insoportable levedad del ser, y él mismo respondía que el vértigo no es el miedo a la caída, sino la seducción de la profundidad que se abre ante nosotros. El despertar del deseo a caer, del cual nos defendemos, asustándonos. El miedo es un instrumento de supervivencia, nos defendemos para conservarnos y cuidar tanto nuestros intereses en general como nuestra vida en última instancia. La pregunta entonces es, ¿a qué tememos?

Tememos a lo desconocido, a lo que con certeza nos hace daño, a lo que no amamos. Pero sobre todo y en instancias no extremas a ese vértigo que, en La expulsión de lo distinto, Byung-Chul Han nos explica que es un umbral que lleva inscrita la muerte. Quiero entender que este umbral del que nos habla tiene que ver, como espacio, con los pasajes de Walter Benjamin, espacios interdimensionales que nos permiten, a manera de arcada, trascender de una dimensión a otra. Bauman diría que frente a la vertiginosa velocidad que la modernidad líquida nos obliga a vivir, pasaremos cada vez más de turistas que de residentes, perdiendo así la instancia homo doloris, que habita el umbral.

Cuando nos curamos en salud, conociendo y amando. Conocer y amar. Ambos viajes se enfrentan con recursos varios, uno de los cuales es el azar, otro, la valentía ante la sorpresa. Cuando no nos atrevemos, en un grado mínimo, tenemos vértigo, luchamos con el enamoramiento visceral hasta que nos dejamos caer. Si no, siempre podemos levantar un muro que nos aparte por siempre de la vulnerabilidad total de sabernos frágiles, desnudos o desprotegidos.

La historia del muro es la historia de nuestro vértigo frente a la fragilidad y esto empezó en un momento trascendental, cuando pasamos de ser nómadas a ser sedentarios. Allí la humanidad escindió dos criterios a seguir, la errancia perenne del pueblo nómada, de donde vendrá el pastoreo, la transmisión oral, las artes, el campamento circular y hasta una protoarquitectura efímera representada por la presencia del rastro de la transurbancia en el territorio. Por otro lado, el nacimiento de la ciudad, las ciencias, la domesticación tanto de los animales como de las plantas (agricultura). Cuando estos dos ámbitos de la existencia humana se disociaron hasta temerse, elevaron muros para protegerse. Es con la ciudad que se inventa el muro como elemento edilicio para marcar un límite proteccionista entre la seguridad del hogar, el resguardo urbano y la impredecibilidad del exterior, convirtiéndose así en el primer ejercicio de poder en relación al espacio, procurando una protección al temor de lo desconocido, de la desazón y asegurando el control de la ciudad. Instancia paralela en que nace la propiedad privada y de donde la Roma de Gallo nos explicará que nace una diferencia conceptual-jurídica entre las cosas y las personas, donde las personas/sujetos son capaces de la subjetividad y de la propiedad de los objetos y sus transformaciones.

Y así se levantaron muros que cercan territorios, no solamente ciudades, desde la Muralla China que data del siglo V antes de Cristo hasta el muro de Berlín, que cayó en 1989.  Entonces existían quince muros fronterizos, hoy son más de setenta.

—Brasil | Paraguay—

  —Bulgaria | Turquía—

—Eslovenia | Croacia—

—Hungría | Serbia—

—Ucrania | Rusia—

—Francia | Gran Bretaña—

—Macedonia | Grecia—

—Noruega | Rusia—

—China | Corea del Norte—

—Irán | Pakistán—

—India | Pakistán—

—India | Bangladesh—

—Myanmar | Bangladesh—

—Pakistán | Afganistán—

—Tailandia | Malasia—

—Uzbekistán | Afganistán—

—Uzbekistán | Kirguistán—

—Arabia Saudita | Yemen—

—Jordania | Siria | Irak—

—Israel | Cisjordania—

—Kuwait | Irak—

—Turquía | Siria—

—Botsuana | Zimbabue—

—Ceuta | Melilla—

—Egipto | Franja de Gaza—

—Kenia | Somalia—

—Marruecos | Argelia—

—Túnez | Libia—

 

Digiriendo la herencia del humanismo y la modernidad, luchando en contra del pensamiento cartesiano como forma hegemónica de entender el Universo y dividirlo todo, dibujando un posthumanismo, cómo lo diría Braidotti, nos encontramos aun edificando muros erigidos como monumentos a la limitación de la política, mientras comprendemos que lo político como práctica social e instrumental, va tomando fuerza. Si atendemos a “La cosmopolítica” de Isabelle Stengers, podríamos ampararnos bajo la imagen del idiota para ralentizar los procesos, abriendo el debate antes relegado a expertos y jerarcas de las ciencias, a una tesitura de interlocutores que dentro del ámbito de lo complejo abren la participación de los discursos a una infinita posibilidad de acción.

Si atendemos la práctica pública y pedagógica desde la cual explica Juan Freire, comprendemos que los tecnócratas se están relegando a ejercicios de solución de problemas agudos, mientras que cada vez más cotidianos son los “wicked problema” o problemas retorcidos, que es como se ha denominado a los conflictos de carácter cambiante y poco estable, con alta complejidad, generalmente de naturaleza urbana y social. Es en estas complejidades en donde empiezan a ver la luz escenarios de laboratorios ciudadanos, espacios que se caracterizan por trabajar de manera experimental, en procesos con actores heterogéneos, sin hipótesis, que se conducen a la creación de prototipos que se prueban en procesos beta y son mejorados mediante un camino de prueba-error.

Esta cualidad de la participación convoca a unas prácticas heterogéneas e innovadoras. Si prestamos atención a Las palabras y las cosas de Foucault y hacemos frente a ese individualismo destructivo moderno, debemos aprender a trabajar fuera del contexto académico. Como nos explica Marina Garcés en Nueva Ilustración radical: necesitamos encontrar nuestro particular combate contra el sistema de credulidades de nuestro tiempo; arriesgarnos con saberes no científicos, con formas de conocimiento no regladas, dejar que el hacer no esté subordinado a la mente y menos a la ciencia, experimentar desde lo sensible, creer en la intuición, dar paso a la creatividad y las artes por lo objetivo, aprender a entender a lo no humano, sobre todo ahora que el internet de las cosas nos abre camino a nuevos diálogos con lo no humano y que este principio nos permita experimentar nuevas relaciones con el entorno. Unas relaciones ya no basadas en una subordinación del objeto, sino en propuestas de una horizontalidad participativa en la que el compromiso cívico de construcciones equilibradas pueda imperar, o por lo menos pueda ser buscado. Desde ahí, esas prácticas experimentales pueden llevar a ver unos muros menos sólidos e impenetrables. Unos muros en los que que más allá de su cerrada densidad, y de dividir el espacio entre dentro y fuera, nos sugieran habitarlos desde su propia porosidad.

Imagen: magaly objectif

Amor y erotismo frente a la sexualidad amurallada

Julio Peña y Lillo E.

 

Cada uno sabe y ha experimentado lo fácil que es enamorarse, y lo difícil y bello que es amar de verdad. El amor, como todos los valores auténticos, no se deja comprar. Existe el placer sobornable, pero no un amor negociable

Herman Hesse

 

I

La cultura y la economía son dos campos de la vida cotidiana que configuran los contornos, los límites y las fronteras que definen nuestro estar en el mundo. Operan como dinámicas que delimitan a los individuos a través de Leyes y reglamentos, o a través del orden establecido por principios y valores que se transmiten de generación en generación. La cultura, como nos recuerda Freud, exige una sublimación continua de la sexualidad, a través de dispositivos que pretenden desviar las energías libidinales (la plegaria, el recogimiento, el cultivo de la virginidad, el matrimonio, la monogamia o la fidelidad); ideales que operan como barreras o muros de contención para distanciar a la humanidad de su ancestro animal, y protegerla de esta forma de la impredecible naturaleza, regulando y reglamentando la vida humana en sociedad.

La economía por su parte, como nos recuerda Marcuse, implica la reproducción de obligaciones forjadas desde el nacimiento, la escuela, el colegio, el instituto, y más tarde, el taller, la fábrica, o la empresa, instancias necesarias para la subsistencia, o para acceder al trabajo asalariado –muchas veces penoso o forzado-, o cuando no, para enfrentar la amenaza de la precariedad, la miseria o el desempleo, que obligan a los individuos a consagrarse a la disciplina, a la obediencia y con ello muchas veces a la sumisión, o a la frustración, conduciendo de esta manera a los individuos a una “adecuada” vida en sociedad.

La represión desde afuera (instituciones, valores y principios) se va a sostener a sí misma desde la psique del hombre, en la propia autorepresión de los individuos desde dentro, en función de la utilidad del aparato productivo de la sociedad, generándose de esta manera un gran suceso traumático en el desarrollo de los seres humanos.

Sin embargo, todas estas demarcaciones culturales, espaciales y existenciales están sujetas a cambios históricos, no hay muros sin huecos por donde se filtren las pulsiones de vida, no hay puertas que no se abran a una nueva forma de relacionamiento. Aperturas o fisuras que compensan las aspiraciones de los seres humanos, eludiendo muchas veces las leyes y las formas culturales represivas o restrictiva de la sociedad.

II

Cuando pensamos en otros modos de habitar el mundo de lo sensible en común, no podemos dejar de lado las reflexiones sobre la inquietante dimensión humana de la sexualidad, la cual esta directamente relacionada con la capacidad de generar placer o displacer en nuestra cotidianidad. Muchas de las patologías psicológicas, nos dice Freud, provienen de la incapacidad que tenemos como seres humanos de soportar el rechazo, la exclusión y la represión que nos impone una sociedad puesta al servicio de cierto tipo de representaciones o ideales culturales, como son: el productivismo, el individualismo, la competencia o la auto-represión sexual propia de la cultura judeocristiana. Solamente una disminución o supresión de estas exigencias, podría significar la posibilidad de acceso a una mayor felicidad.

Cabe la interrogante, de qué sirve una mayor longevidad, si eso implica una vida abrumada de penosas labores, escasas alegrías, y un exceso de sufrimientos. Todo hace pensar, nos dice Freud, que como especie humana, no nos sentimos y no nos encontramos cómodamente o plácidamente al interior de nuestra cultura. Si bien nos puede alegrar y satisfacer el cúmulo de conquistas tecnológicas, la capacidad que tenemos de conocer y dominar a la naturaleza, todos estos logros no han servido para aumentar el grado de satisfacción o de felicidad que se espera de la vida. Para Freud, prácticamente todos los campos de relacionamiento humano se han visto sometidos a una dinámica económica, que retira de la sexualidad una importante cantidad de energía física, reduciendo la capacidad que tenemos como especie humana de disfrutar del goce sexual o de la vida en comunidad; de esta manera se antepone el principio –productivista- de realidad, sobre el principio de placer.

De igual forma, nos dice Onfray, otro de los grandes problemas históricos e inaugurales de Occidente, es el que tiene que ver con el pensamiento judeocristiano y con el Antiguo Testamento, en ellos abundan los desatinos contra la carne, contra los deseos y contra los placeres. Se fustiga al cuerpo, las sensaciones, las emociones y las pasiones. Según Onfray, el odio a la vida no tiene parangón, si no en el desprecio que tiene el judeocristianismo por las mujeres. Tanto la Torah, como el Nuevo Testamento y el Corán, legitiman un mundo masculino, construido sobre el descrédito generalizado del cuerpo y de lo femenino.

Bajo estos preceptos, lo que se puede experimentar en la intimidad de los cuerpos es: culpabilidad, temor, miedo, angustia, y enojo consigo mismo. Para la lógica monoteísta, lo fundamental es renunciar, resistir y reprimir cualquier hipotética satisfacción del apetito pulsional o pasional. Cuanto más aspire un espíritu al cielo, nos dice Onfray, más se hunde como cadáver en la tierra; en pocas palabras, los seres humanos se tornan en una especie de “muerto viviente”. Bajo los parámetros del ideal religioso, queda prohibida la libertad sexual, el nomadismo libidinal, el libertinaje, las relaciones sexuales fuera del matrimonio, la bisexualidad, la desnudez, la homosexualidad, el erotismo, o la masturbación.

Los monoteísmos, nos dice Onfray, nos conducen a la muerte del deseo, a la condena del placer, al descrédito total de la vida. La constitución y la estructuración de Occidente procede de esta manera, de una visión denegada del mundo: del odio o falta de reconocimiento de las mujeres, de un pensamiento binario y moralizador y de una obsesión por someter la sexualidad a una dieta ascética.

Los hábitos reprimidos de occidente son los que van a generar la neurosis, los burdeles, la sexualidad animalizada, la dominación brutal y el poder masculino sobre millones de mujeres sacrificadas, así como una forma de enemistad entre los dos sexos, con un terrible agravamiento del conflicto interno, entre la parte reflexiva y la parte visceral existente en cada uno de nosotros.

Frente a este conjunto de normas heredadas del judeocristianismo y del platonismo, Onfray nos propone, siguiendo una perspectiva crítica, recuperar algunas de las formulaciones provenientes del hedonismo y del epicureísmo para volver a vivir el placer sin un sentimiento de culpa. Para este pensador heredero de la filosofía de Nietzsche, el placer no puede residir en un objeto hipotético, ideal, o imposible de alcanzar, porque termina siendo siempre frustrante, como puede ser la esperanza en esa llamada redención religiosa supra-terrenal. Por el contrario, el placer se encuentra en la dimensión material de lo real, de lo visible, de lo palpable, de lo respirable y vivible en este mundo.

Si queremos disfrutar del breve paso por el corto transcurrir de la vida, es fundamental aprovechar cada momento, manteniendo una dieta no sólo de los alimentos, sino de los placeres y de los deseos, esto es, no rechazar la satisfacción de los apetitos, a menos que esto implique la alteración de nuestra serenidad, o de nuestra autonomía. Lo que Onfray nos propone, muy a contramano de lo que nos plantea el judeocristianismo, es el cultivo de los placeres del cuerpo, la sensualidad contra la castidad, el exceso contra el ahorro, la audacia contra el temor, la alegría contra la frustración, la afirmación contra la negación.

III

Ovidio en su arte de amar, proponía una separación radical entre el amor, la sexualidad, la procreación, la ternura, el matrimonio y la fidelidad. Cada una de estas instancias manifestaba el poeta, funcionan de manera autónoma, a partir de un orden propio. Amar no supone tener relaciones sexuales, y tener relaciones sexuales no significa amar; tener hijos no obliga al amor, menos aún al matrimonio; estar casado no fuerza a la fidelidad, y la fidelidad no requiere matrimonio; la ternura puede florecer por fuera de la fidelidad o del matrimonio, o de la sexualidad; las relaciones del cuerpo pueden practicarse sin ternura, o también con ella.

Esa supuesta exclusividad carnal, tan reclamada por la monogamia, nos dice Adorno, toma forma de una dominación que procede a través de la exclusión, tal como sucede en los grupos herméticamente cerrados del sistema capitalista (lo privado como privativo). Una vez que el ser amado ha sido convertido en un objeto que creemos poseer, dejamos de apreciar y comprender sus múltiples necesidades, deseos y fantasías, es decir, gran parte de sus cualidades y posibilidades humanas. Es esta pretensión de cosificar posesivamente al ser amado, lo que muchas veces lo fuerza a escapar de la relación.

Si los seres humanos en sus relaciones amorosas cesaran de considerarse objetos de apropiación posesiva, nos dice Adorno, se evitaría la cosificación de lo humano y dejarían de ser percibidos como cosas intercambiables. El compromiso y el apego hacia el otro estaría relacionado a su especificidad, a sus particularidades, a su singularidad, hacia ciertos rasgos que apreciamos en esa persona, y ya no hacia un fantasma que construimos e idealizamos, y que en el fondo no suele ser más que el reflejo de un objeto que pensamos poseer. Cuando el amante no reconoce y no respeta los sentimientos, las necesidades, los deseos, los proyectos propios del ser amado, bajo el pretexto de que son uno solo como pareja, caemos en una dinámica de asfixia, de castración y de egoísmo.

Las condiciones de realización concreta del amor romántico, como nos recuerda Ogien, con sus exigencias (de media mitad, de media naranja, de ver el mundo con los mismos ojos), de exclusividad y de fidelidad, va a encontrar hoy en día muchas dificultades. Inmersos como estamos en un mundo en donde el mercado sexual es lo suficientemente libre y accesible, en donde las imposiciones familiares o sociales ya no tienen cabida, o en donde los divorcios y las separaciones ya no son considerados como fracasos, el compromiso con el otro se sobrelleva ante todo, en el respeto a su alteridad, a su diversidad, a su singularidad.

Desde esta perspectiva, lo que nos plantea un contrato hedonista, es una erótica igualitaria, en donde los dos contratantes disponen de los mismos derechos, obedecen a los mismos principios, y suscriben las mismas reglas y convenciones. El objetivo es reducir las malas pasiones, como los celos, la envidia, la sospecha, el recelo, la desconfianza, el odio, la posesión, y todos esos elementos que obstaculizan profundamente la autonomía, la independencia y el desarrollo de la persona al interior de las relaciones.

La crisis del amor y de la tradicional forma de relacionamiento, nos incita a reconsiderar las leyes del juego amoroso, nos empuja a replantearnos y a reconsiderar esa dinámica casi obligada de extinción de la individualidad, o de destrucción de las soberanías, que termina por echar abajo la realización efectiva de construcción de lazos sociales, al irrespetar o no reconocer la alteridad, afectando directamente el bienestar del otro, dificultando la voluntad del vivir juntos.

Basta mirar a nuestro entorno, para constatar el triunfo de los divorcios agresivos, de las separaciones dolorosas, de las violencias conyugales, de las miserias sexuales, del adulterio generalizado, del carácter insípido y aburrido de las historias repletas de costumbres sometidas al sistema de valores que rige en la actualidad.

El abordaje de la sexualidad y del amor se torna de esta manera, en otro campo de disputa política, en donde se despliegan otras formas de interacción humana y erótica, liberadas de esa idea de cuerpos y personas consideradas como objetos de posesión.

IV

No es posible instaurar sociedades pacíficas, limitando o poniendo muros o barreras infranqueables a la satisfacción de las pulsiones eróticas y sexuales. Entibiarse para no arder, como plantea el judeocristianismo, genera resentimiento, activación de la pulsión de muerte contra el mundo, la vida, lo real y papable frente a los otros.

Revivir los lazos reales con el otro implica de esta forma, una apertura constante hacia la alteridad, reconociendo y conviviendo incluso con la vulnerabilidad del otro, como un ejercicio constante de sobrepasarse a sí mismo, propio de un amor inserto en la realidad y ya no en la fantasía.

Las premisas del hedonismo esbozadas por Onfray, de ni sufrir, ni hacer sufrir, ni perjudicar, ni ser perjudicado, ni usurpar la libertad del otro, su autonomía, su independencia, ni tolerar que éste (la pareja) o los rezagos de la cultura judeocristiana invadan nuestra propia soberanía personal, puede contribuir a sentar las bases de un proyecto existencial compartido, más convivial y llevadero para este siglo XXI.

El encuentro: actor y espectador en el acontecimiento teatral

Israel Muñoz

 

 

PADRE. – Solo nos queda que sobre este escenario en el que
vivimos alguna mano compasiva deje correr el telón.

José Martínez Queirolo, La casa del qué dirán.

 

1

Los actores respiran. Hace varias horas que han iniciado su caldeamiento y hace pocos minutos que sus oídos escuchan el murmullo de la sala. Sus corazones sin dejarse engañar empiezan a palpitar con violencia. El espacio detrás del telón se ha empezado a llenar con los Otros, con aquellos que como dice Alain Badiou en “Rapsodia para el teatro”, han sido invitados a la tortura del pensamiento.

La multitud de espectadores, que bien podría ser una sola persona, pero la etiqueta aún le calzaría, toma asiento y espera el levantamiento del telón. La mirada fija hacia delante. Como sea, para él o para ellos, los Otros están detrás de esa gran cortina.

El telón, más allá de lo que evoca su nombre, es una presencia, una línea demarcatoria. A veces imaginaria, cuando es una simple frontera la que divide; otras veces concreta y material, cuando es un apagón o un pedazo de tela la que no deja mirar lo que se esconde en el escenario. De cualquier modo, su función es muy clara: separa y oculta. La distancia impuesta, como diría Jacques Rancière, sitúa y reparte lo sensible, sitúa de un lado a los que serán reconocidos como espectadores y al otro a los actores. El telón, como un dique, mantiene la tensión, dilata un encuentro, demora una batalla. Por lo tanto, mientras permanece no hay posibilidad de superarlo, es la ocultación del ser.

2

El tiempo transcurre y llega el inicio de la función. El telón se corre. El suceso dura escasos segundos o el instante en que se enciende una luz o ingresa el primer actor. Pasarlo desapercibido sería un grave error, sería obviar el acontecer de un milagro. Detenerse a contemplar el momento en que el telón se desvanece equivale a presenciar lo que Heidegger llamaba, remitiéndose al vocablo griego: aletheia. Y no es para menos, una vez corrido el telón empieza el desocultamiento del ser del teatro.

El fenómeno escénico se materializa cuando el mundo se expande por la imaginación, cuando éste cede su resistencia a la locura, cuando el escenario es una casa y una casa es un escenario sin que nos alarme el principio de no contradicción.

Alain Badiou reconoce en el teatro su capacidad de generar un acontecimiento. Y en efecto, espectador y actor se postran frente a frente como ante un espejo, pero no lo hacen como ante uno común y corriente sino frente a uno capaz de engendrar un proceso dialéctico.

El actor pone en marcha el espejo dialéctico del acontecimiento teatral. El actor sale a escena y entrega su creación, su obra de arte. Esta entrega en realidad es una ofrenda, un dar con humildad lo que tanto trabajo le llevó preparar. La pirueta del actor debe velar la preparación corporal y los múltiples ensayos que están detrás de lo que se exhibe, la elasticidad de sus movimientos y el timbre de su voz han de parecer espontáneos; el personaje ha de mostrarse y el actor ha de quedar en segundo plano, como un mago y su truco. Ningún otro sino Jerzy Grotowski miró esta condición de constante dádiva del actor y por eso lo llamó santo.

El espectador no participa del convite únicamente con su mirada, lo hace con su intelecto, y por parafrasear a Heidegger: dejándose afectar. En este caso, por aquello que sucede en el escenario. El espectador recibe el reflejo del espejo dialéctico en forma de llamadas desde el proscenio; es azuzado constantemente y debe participar, debe completar a cada momento el inacabamiento que aprecia. Acaso el gran proyecto de Bertolt Brecht justamente podría resumirse en el esfuerzo hecho para que la participación del espectador sea evidente y no haya lugar ni a la pereza intelectual ni al anonimato.

Pero actor y espectador ponen en marcha un encuentro mas no una transacción. El fenómeno teatral dice Badiou, más que representar, demuestra. Y lo que demuestra es el desocultamiento de aquello que yacía escondido tras las dos caras del telón. El desvelamiento no es inmediato ni sencillo, requiere cuidado y esfuerzo. Desocultar la verdad del ser, como lo asevera Heidegger, solicita labrar el camino que lo permita, necesita que se formule con acierto una pregunta adecuada y deje que el Lenguaje fluya, en este caso, a través de palabras, sonidos precisos, luces, cuerpos en movimiento y se genere comunicación. Espectador y actor se fundirán en un solo espíritu, en un solo organismo que se comprende, que comparte un espacio y un tiempo y lo hace suyo. La perspicacia de Badiou, que detectó lo antedicho, plantea un isomorfismo entre el teatro y la política. Tema para otra discusión pero que merece ser recordado.

3

Y el fin adviene. El teatro es un arte del momento; éste jamás está antes de tiempo, por eso el telón cuando no hay personas en la sala es solo un trozo de tela que languidece en el espacio infinito. El teatro no será mañana porque los problemas se discuten en el ahora; no hay futuro para éste porque la experiencia se forma con quienes están y no con los que han de venir.

El actor sale de escena, los espectadores abandonan el recinto.

El acontecimiento, hace poco pleno, rico, milagroso y que apuntaba a la rebelión, en cuestión de un instante, con el apagón o con el descenso del telón, se desvanece. Cuando el telón baja abre un hueco en el alma del actor, a éste le embarga un desasosiego mudo e indescifrable que acompaña al vivo recuerdo de haberlo tenido todo, de haberse encontrado y extrapolado en armonía para ahora hallarse desarraigado. Al actor no le queda otro camino que aceptar la efimeridad del teatro y mirar con envidia al poeta, al pintor o al escultor que se quedan con su obra resistente al paso del tiempo.

El espectador que miró a través del espejo dialéctico y vivió el encuentro, una vez expulsado del lugar tras la señal del telón cerrado, camina por la calle y experimenta, como dice Badiou, que la búsqueda del placer instantáneo que quizás le llevó a ingresar al teatro en un primer momento, no le fue esquivo, sino que se ha demorado en brotar, que solicitaba esfuerzo y valentía, ganas de enfrentarse a lo que yacía oculto tras el telón.

Deshilando muros

Luis López López

 

La muralla china, cuya construcción obedeció a fines defensivos, se inició en el estado de Qi hacia el siglo V a.C. y continuó en el siglo IV en el estado de Wei. En 221 a.C. Qin Shi Hang ordenó su destrucción con propósitos unificadores; Liu Bang en 202 a.C., en lugar de mantener la muralla, trató de conseguir la paz mediante la unión en matrimonio de sus princesas con los jefes Xiongnu. El concepto de protección y defensa se reavivó entre 1449-1600, durante la dinastía Ming, frente a la invasión manchú.

Las carpas nómadas de los pueblos turcos no dejan huellas de su trashumancia conquistadora; sus frágiles estructuras recorren territorios en abierto contraste con la implantación monolítica de castillos que buscan marcar definitivamente territorios. La levedad de esas tiendas vencerá a la solidez de las defensas que les son arrebatadas. En tan frágiles y temporales construcciones, alfombras y tapices cubren sus habitáculos, y más tarde sus colores y composiciones expandirán sus fronteras al gusto de los mercados occidentales. La estética nómada se filtra más allá de los límites amurallados de tierras ocupadas.

El Santuario de Ise, con cerca de 1300 años de antigüedad, cada año congrega a millones de japoneses al ser el lugar sagrado más importante del Japón sintoísta. Pero ese complejo maravilloso de templos se reconstruye completamente cada 20 años; todas sus partes e incluso los objetos en ellos contenidos son rehechos, lo que llevó a que los técnicos de la UNESCO resolvieran eliminar el templo de Shinto de la lista del patrimonio cultural de la humanidad, considerando que este no tenía más de veinte años de existencia. Y es que para la cultura occidental el énfasis está en lo original, en lo irrepetible, intocable y excepcional, en el ser y la esencia. La materialidad de las obras para la cultura oriental se da en la imbricación de continuidad y cambio, en el devenir de transformaciones silenciosas. Byung-Chul-Han, en su libro Shanzhai, dirá al respecto que “La verdad es una técnica cultural, que atenta contra el cambio por medio de la exclusión y la trascendencia. Los chinos aplican otra técnica cultural, que opera con la inclusión y la inmanencia.” Para una cultura que se construye de verdades puede resultar extremo que la materialidad de las construcciones, al igual que en la naturaleza, se renueve constantemente, eliminando su singularidad originaria o definitiva.

Pero hay algo más en los recintos orientales, y es el modo en que se limitan sus espacios. El mismo Byung-Chul-Han, en Ausencia, afirma que “El templo budista no está ni totalmente cerrado ni totalmente abierto. Ni la interioridad ni la exposición caracterizan el efecto que el espacio tiene en él. Sus espacios, antes bien, están vacíos. El espacio del vacío conserva la in-diferenciación de lo abierto y lo cerrado, de interior y exterior. La nave del templo budista apenas tiene paredes. Por los costados la rodean muchas puertas de papel de arroz.” La luz llega difuminada, en su interior los espacios se conforman con un delicado juego de sombras en ambientes calmos para la introspección.

La desmaterialización de muros en filigranas de piedra o vitrales de colores característicos de la arquitectura gótica, en cambio, elevan el espíritu hacia la trascendencia y no solo manifiestan la exquisitez estructural y constructiva de los artesanos medievales, en el espacio que se eleva y difumina está paradigmáticamente expresada la llegada del pensamiento racional, es la metáfora de la lenta ruptura con los muros oscurantistas del dogma religioso.

Cuando León Battista Alberti decidió en el siglo XV dar un nuevo envolvente a la iglesia de San Francisco en Rimini Italia, vieja estructura lombarda de nave única con absidiolos centrales, lo hizo con la intención de incorporarla al naciente lenguaje renacentista que estructura la ciudad medieval con una clara conciencia de su rol histórico renovador. El muro-piel que cubre la antigua edificación expresa en esta singular intervención los nuevos códigos y significantes de la cultura que surge. El “nuevo” templo Malatestiano es casi una declaración de principios de ese proyecto que propone una lectura crítica de lo existente, un replanteamiento de valores para el mundo que se avecina.

Adolf Loos, arquitecto modernista, escribió en Ornamento y delito: “Como el ornamento ya no está unido orgánicamente a nuestra cultura, ya no es tampoco la expresión de nuestra cultura. El ornamento que se crea hoy no tiene ninguna conexión con nosotros, no tiene en absoluto conexiones humanas, ninguna conexión con el orden del mundo.” La función se erige en la purificadora de la forma, su esencia está en el uso, por tanto es el generador de la nueva estética moderna y su referente de belleza. Los códigos del diseño y la arquitectura historicista son repudiados, tanto que Loos vincula los instintos primarios al ornamento y su ausencia a la evolución. Los órdenes clásicos y neoclásicos, los tratados compositivos de muros y ornamento deben ser suprimidos. Se prefigura con él la caja funcional, conformada por planos simples como el ideal racionalista del hábitat moderno.

Para Shreve, socio de la empresa de arquitectura que diseñó el Empire State Building, la piel es todo o casi todo. Los nuevos códigos formales de ruptura del art nouveau europeo buscan carta de naturalización americana en programas arquitectónicos inéditos como son las edificaciones en altura, cuyo ejemplo es el Empire State resplandeciente, con revestimientos de cromo-níquel y unas ventanas enrasadas con el muro exterior para que las sombras no estropeen la línea ascendente de sencilla belleza. Los muros, como límites de territorios o ciudades, desde entonces emprenden su búsqueda de nuevas delimitaciones etéreas en las alturas del cielo de la gran metrópoli, “esa determinación de Manhattan de llevar su territorio tan lejos de lo natural como fuese humanamente posible”, según asevera R. Koolhas en Delirio de Nueva York.

Para Mies Van der Rohe los muros no son esa materialidad envolvente que separa el adentro del afuera, en el fluir de los espacios acristalados de sus casas-patio, las divisiones internas levitan, articulando el recorrido de seres mundanos y cosmopolitas que aman su privacidad e intimidad; pero hay un segundo cerco que delimita las parcelas con muros que se cierran al exterior, a las miradas inoportunas, que dejan entre ellos construcciones artificiales de una naturaleza contenida en patios tratados como sitios de contemplación. Iñaki Ávalos en La buena vida, dirá al respecto: “Los muros están ahí para otorgar privacidad, para ocultar a quien habita, para permitir desarrollar dentro de la casa una vida profundamente libre, al margen de toda moral o tradición, al margen de toda vigilancia social o policial ―al margen, en definitiva, de esa insoportable visibilidad que la moral calvinista imponía a sus compañeros modernos y su arquitectura positivista.” Es evidente que su pensamiento y realizaciones no encajan con el ideal moderno de un hábitat igualitario y normalizado y lo acercan más al ideal del hombre autosuficiente y sin ataduras, más próximo del superhombre nietzschiano.

La mundialización arrasó con la utopías de un hábitat ideal, profundizó las diferencias de sociedades y pueblos marcando inequidades, y en todas o casi todas las ciudades del planeta se dibuja la pobreza de grandes sectores de la población en mosaicos de latas, medios muros y colores.

Los muros han adquirido infinitas formas a través del tiempo: masas de tierra, de piedra, o simples entramados y telas en sus orígenes, o placas de hormigón y acero en la modernidad, dibujan límites de territorios-ciudades y habitáculos. En unos casos propician introspección, protección, amparo, aislamiento; en otros, demarcan las relaciones entre seres humanos: tú–yo–nosotros–ellos. Ya sea que permitan el paso de la luz, o provoquen la penumbra o la obscuridad, que busquen la inmanencia o la trascendencia en el habitáculo, el templo o el palacio, que alberguen el poder o la fragilidad, la protección o el desamparo.

 

Imágenes: naturalogy; 139904; Caleb Oquendo;  Eva Grey.

Muros en el lenguaje

Julio Echeverría
[email protected]

 

 

I

Solo la presencia de muros, de obstáculos, hace posible el pensar; solamente la posibilidad de superarlos mueve al lenguaje. El producir sentido, el pasar del no ser al ser, acontece el momento en que el muro es quitado del camino ¡Cuán necesaria se vuelve la resistencia que el muro ofrece para poder saltarla y acceder a aquello que el muro impide! La idea del muro como obstáculo parece ser la mas idónea para transmitir su sentido, su necesidad.

Es en el campo de la literatura y de la filosofía donde la reflexión sobre el muro aparece como una condición ontológica propia del humano. La travesía kafkiana lo presenta con claridad: muros que aparecen como externalidades que constriñen y que, al intentar salvarlas, penetran en el interior del sujeto, configurando verdaderas celdas que lo aprisionan, que lo condicionan inexorablemente. Para Kafka, esta telaraña de condicionamientos aparece como la forma de estar en el mundo y la tensión por liberarse de ella, por lo general, está condenada al fracaso, a la nostalgia de la posibilidad perdida o del paraíso añorable e inalcanzable. Pero es esta dimensión de la pérdida la que más interesa a Kafka: la descripción del Castillo, del caparazón que contiene al humano en la motilidad condicionada por la respuesta instintiva y torpe de la bestia, no es sino el pretexto para acceder al reclamo de la libertad atenazada, de aquella que quisiera atravesar los muros y salir libre; es la percepción de que esa maraña de impedimentos es consubstancial al estar en el mundo, y es al mismo tiempo la imposibilidad de su superación lo que constituye al humano. Lo de Kafka es la narración de la tragedia moderna, su interiorización como moralidad humana, algo que no estaba suficientemente claro en la tragedia griega.

A partir de Kafka es posible pensar en esa maraña de condicionamientos como la mejor expresión de la nada; es allí donde el muro se presenta infranqueable, es su dureza la que somete, es su enorme brutalidad la que obliga a buscar la redención. Pero en Kafka esta posibilidad se anula permanentemente; su tragedia anuncia la condición propia de lo humano. Kafka establece, sin advertirlo completamente, cuál es la estructura del estar en el mundo que caracteriza a la materia humana; esta constante “nadificación de la nada”; este ir y venir en la antesala del sentido; este incesante batallar con normas y con estructuras, con dispositivos y con máquinas, esta conjunción compleja de naturalidad y artificialidad, de la que esta compuesta la naturaleza humana.

 

II

La idea del muro es también la de la de-limitación que define un dentro y un afuera, un ambiente externo del cual guarecerse o al cual enfrentar. El sentido como forma es aquel que agrede a la nada que aparece como límite. Esta parecería ser la historia del nihilismo occidental, de su obsesiva carrera por atravesar, abatir y horadar límites que puedan interponerse. El muro está allí en espera de ser agredido. Aquí el muro se nos aparece como construcción pre-establecida, como configuración que heredamos y a la cual es difícil resistirse. En el lenguaje, es la presencia del pasado, de significaciones que nos antecedieron y que nos indican cómo significar el mundo del ahora. Esa parecería ser su idoneidad propia. El lenguaje, como estructura de signos, es seguramente el límite a la posibilidad del sentido; los mismos conceptos con los cuales el pensar se vuelve posible, no son otra cosa que configuración de muros; operaciones selectivas delimitantes, construcciones categoriales que re-presentan el mundo desde la perspectiva del sentido que pudiera otorgárselo. No es posible pensar por fuera de estas operaciones delimitantes, verdaderos diques que contienen el desborde de las significaciones, que las canalizan y que, al hacerlo, devienen en amurallamientos que excluyen posibilidades. Afirmar algo es negar al mismo tiempo algo; no hay edenes o superficies plenamente lisas que no estén atravesadas por formas, aquí la figura del muro deviene en la del puente o de la puerta, que a su vez son apertura de posibilidades o conectores de significaciones, semánticas. Cada muro atravesado, abre otro muro, que está allí para ser ‘superado’; de allí que el pensar sea fundamentalmente un acto nihilista. No es posible pensar sin abatir muros, horadarlos con puertas o construir sobre ellos puentes ¿Cuán consciente está el pensamiento de occidente de ésta su matriz fundamental? ¿Cuán clara está la filosofía, de la existencia de este instinto de afirmación al cual obedece sin repararlo suficientemente?

 

III

En la construcción de teoría, no hay un concepto que exprese mejor la presencia de muros que el de estructura. El lenguaje mismo puede ser visto como la configuración de un aparato o estructura categorial de signos que permiten significar el mundo. La estructura es un conjunto de elementos delimitantes que obstaculizan, pero al mismo tiempo permiten, posibilitan que las cosas acontezcan; el lenguaje es seguramente la estructura más significativa, la ‘estructura de las estructuras’. Al tiempo que permite significar el mundo, nos revela la complejidad de dicha operación. El lenguaje está hecho de signos abstractos, es conjunción de elementos que refieren a objetos de significación; por ello se nos presenta como el obstáculo mas intimidante al momento de significar el mundo. La estructura lingüística nos muestra la imagen de un laberinto en el cual las posibilidades de perderse son más altas que aquellas del encuentro. Esta parecería ser la historia de la teorización sobre el lenguaje. Desde Hobbes, que establece la conexión entre percepción y significación en la relación sensible del sujeto con la naturaleza exterior, a las formulaciones de Wittgenstein, en las cuales la relación a discernirse ya no es con la naturaleza exterior sino con la interior del mismo lenguaje. Con Hobbes presenciamos la alteración que se da en el mundo de la teología y sus narrativas figurativas; Hobbes reduce el pensamiento a la comunicación y para ello construye una geometría metafísica de categorías intelectivas, reduce la formulación del sentido a un cálculo utilitario como prestancia propia de sujetos desligados o desconectados ya de su referente teológico. En un determinado momento, Wittgenstein estuvo convencido de que su filosofía salvaría al mundo, al establecer el código de sus posibilidades de significación; la desazón, el caos, la misma crisis de los fundamentos, no sería otra cosa que el resultado de un colosal desentendimiento, de la imposibilidad de lidiar con la estructura de la lengua que su filosofía finalmente posibilita. La estructura del lenguaje es la de la abstracción respecto de toda determinación empírica, sin embargo, trabaja con ella, advierte allí señales a las cuales está obligado a poner atención; el límite del lenguaje, como luego diría el mismo Wittgenstein, es el límite del mundo.

 

 

IV

¿Cómo se presenta la idea del muro en el mundo de la complejidad contemporánea? ¿Qué relación delimitante existe entre ética y verdad, qué relación existe entre esta y el conocer? ¿Cuáles son los límites, los muros que las separan, y cuán factible es allí construir puertas o definir puentes? Después de Hobbes, de Kafka, de Wittgenstein, la respuesta podría rezar así: Todo conocimiento es productor de verdad, pero no toda verdad es productora de sentido y de ética. Para que esta relación acontezca es necesaria la estipulación de muros, de límites que impidan la contaminación de significaciones que caracteriza al mundo; las operaciones de diferenciación aquí son cruciales. En el paradigma occidental, el conocer deviene ciencia y sus procedimientos son metódicos; para Kant y para Hegel, estos permiten acceder al mundo de lo bueno y de lo bello que es el mundo de lo ético. ¿Pero, qué es acceder, qué significa? ¿Es acaso, finalmente, dominio y control, realización, como lo plantearon estos autores al definir el sentido de lo moderno? ¿O es inaugurar un nuevo espacio en el cual estos, dominio y control, aparecen finalmente como ecos, trazas, o señales de un pasado en el cual su reivindicación aún era posible? Ética, estética y verdad confluyen ahora en una lógica de permanente retroalimentación. Para Kant y Hegel, solo el conocer y sus procedimientos permiten el acceso desde la opinión común, cargada de prejuicios e intereses, a la dimensión de lo público en la cual se constituye la ética; para ellos, éste es el paradigma al cual no es posible renunciar sino al costo de sacrificar la posibilidad del sentido. Ética y sentido aquí confluyen, aparecen como resultado de la aproximación científica y de sus procedimientos delimitantes, de sus muros, de sus operaciones selectivas. La ética tiene que ver aquí con el sometimiento a los límites que supone el conocer; el comportamiento ético resulta de concretas operaciones de conocimiento, de delimitaciones que posibilitan abandonar la mescolanza de significaciones en las cuales se arremolinan las distintas voluntades de significación de las cuales está constituido el mundo. Solamente la sujeción a los límites que todo procedimiento cognoscitivo supone, es productora de ética; solamente el someterse al aparato crítico que examina la realidad y se pronuncia sobre ella puede producir el comportamiento ético. Luhmann corrige estas formulaciones, las desarrolla al abandonar la necesaria derivación teológica de las cuales provienen. En Luhmann, estas nos remiten a la operación autopoiética del lenguaje; esto es, no proceden desde fuera del mundo; no responden a ninguna voluntad divina, pero tampoco están compelidas por ningún imperativo categórico no expuesto a la crítica en la cual este mismo se constituye. Están implicadas en la misma mezcla de significaciones que lo componen. Es como si estas, compelidas por sobrevivir en la tormenta arremolinada de sus propias significaciones, no tuvieran otro camino que buscar salidas, remontar laberintos, abrir muros dentro de los muros que componen el lenguaje. El conocimiento es, en este sentido crítico y autopoiético. Es, según la consabida formulación luhmanniana, generador de complejidad mediante operaciones reductoras de complejidad.

 

V

La línea de la construcción de la ética a partir del conocimiento atraviesa la modernidad desde sus inicios, su abandono significaría la salida de su paradigma fundamental. Sin embargo, el conocimiento que caracteriza a la ciencia parecería no reconocer este imperativo, mantiene latente una contradicción interna entre su proyección de sentido y su concreta realización; la ciencia es también técnica, o mejor, es a través de la técnica que se realiza; una operación de concreción en la cual el mecanismo técnico tiende a sobrecargarse de dispositivos que parecerían olvidar o poner entre paréntesis las indicaciones de sentido que la ciencia apunta a construir y que hacen de ella justamente conocimiento; la misma diferenciación entre ciencias duras y blandas, entre humanismo y cientificismo parecería reflejar esta operación secularizadora propia de lo moderno. El desarrollo de la ciencia, al desprenderse de su origen teológico, instaura una propia estructura de referencia, un mecanismo dotado de una propia capacidad autorreferencial. El conocer ya no dependerá de su sujeción a principios divinos, ni a exigencias de legitimación política, sino exclusivamente al de sus propios mecanismos de validación. La ciencia, en cuanto conocimiento autorreferencial, construye los términos de su propia consistencia; una operación compleja que se soporta en la idea de despersonalización, de-subjetivación o des-alienación, según las distintas construcciones y los distintos paradigmas científicos. Aquí se entrecruzan los caminos de Nietzsche y los de Kant y Hegel; todos, desde aproximaciones distintas, trabajan sobre la idea de que la aproximación subjetiva o individual está condicionada por un instinto de representación o voluntad de poder, que los imposibilita a mirar la totalidad en la cual se encuentran. Solamente el salir del espejo de la individualidad, sólo el negar su particularismo, puede permitir acceder a la totalidad en la cual ésta constituye su complejidad; la ciencia es la única que garantiza esta posibilidad. Aquí ética como realización subjetiva y conocimiento científico como condición ‘del acceder’, coinciden, ‘forma’ y ‘posibilidad’ de estar en el mundo, se encuentran. Una operación de radical deconstrucción es necesaria para poder acceder al mundo de la complejidad, en el cual las relaciones entre ética, verdad y conocimiento se vuelven finalmente posibles.

En el arte abstracto es posible apreciar con claridad esta operación de deconstrucción: este se aleja del arte figurativo para acceder a las estructuras más elementales y básicas de la representación pictórica; descompone las imágenes en sus elementos primarios, el color, la profundidad de las sombras, la aleatoriedad del trazo; un arte dispuesto más que a la contemplación, al diálogo con la percepción de quien observa el hecho artístico, el cual construye, a partir del contacto estético, su propia representación como un ejercicio interno de reconocimiento. Aquí la diferencia entre cuadro y observador es una diferencia constituyente, es esta interacción la que cuenta, más aún que la misma claridad del trazado narrativo, la cual se obscurece y a momentos desaparece, para permitir su emergencia. Ya no será aquello que desciende o que proviene desde fuera lo que construya el sentido, ahora este será posible al precio del reconocimiento de las delimitaciones que lo suponen; la idea del muro ahora es finalmente reconocida en su potencia constituyente, en su potencia de estructuración.

El afuera es el adentro

Juan Redrobán Herrera

 

 

Y, a fin de cuentas, desde fuera es posible reconocer el interior.
Le Corbusier, El espacio inefable.

El espacio trae aparejado lo libre, lo abierto para que lo humano se establezca y habite.
Heidegger, El arte y el espacio.

 

 

Del muro al murmullo

El arte es ciencia espacial por excelencia, concluye Le Corbusier en El espacio inefable. “No se trata de un efecto del tema elegido, sino una victoria de la proporción en todas las cosas”, tanto en los aspectos físicos de la obra como en la eficiencia de las intenciones, reguladas o no, aprehendidas o inaprensibles, y, no obstante, existentes y deudoras de la intuición, milagro catalizador de saberes adquiridos, asimilados aunque tal vez olvidados. En una obra concluida con éxito hay masas intencionales ocultas, un verdadero mundo que revela su significado a quien tiene derecho, a quien desde su mirada es capaz de percibir.

La arquitectura, en tanto trabaja la materia prima del espacio, no trata sobre lo evidente de la fachada. Las fachadas son apariencias que se saben tales, obturaciones que se pretenden absolutas. ¿Qué es una fachada? Una fachada es una mentira dirá Le Corbusier, y sentencia: “¿acaso Landru, Stavisky, Pascal o un niño tienen fachada?, ¿acaso tienen distintas fachadas? No, lo que tienen es un adentro y un afuera.” Y ese interior puede ser leído desde el afuera, si la mirada sensible trasciende la profundidad del material. Para entender el adentro, hay que saber lo que está a este lado del muro y lo que está más allá de él.

Para Heidegger, la creación plástica puede ser encontrada dentro del espacio. Encerrado en el medio de los volúmenes de la figura, debe ser tratado como un objeto de producción. “¿No son acaso esos tres espacios, en la unidad de sus relaciones recíprocas, nuevamente derivaciones de ese único espacio físico-técnico, aún cuando en las estructuras artísticas no debieran intervenir las medidas cuantitativas?” Espaciar, trabajar en torno al vacío, es la liberación de los sitios donde el destino de los hombres que allí habitan, “se torna la seguridad del terruño o la inseguridad del exilio o simplemente la indiferencia frente a ambos”.

En el espaciar habla y se oculta al unísono el acontecimiento, dirá Heidegger, en la creación se otorga forma al espacio y en el encuentro con el vacío abierto se reúne el sujeto con la posibilidad de su liberación. La correlación de arte y espacio debe ser examinada a partir de la experiencia del sitio y el paraje. El arte como escultura no es una posesión del espacio, es un murmullo, una gesto transformador. “La escultura sería la corporeización de los sitios, los que, abierto un paraje que los resguarda, sostienen reunidos en torno a lo abierto, que por un momento hacen posibles las cosas circunstantes y un habitar de lo humano entre las cosas”.

 

Del panóptico mural

Cuando Spike Lee juega con los sepias, los blancos y negros de la apología a la exclusión en la gran América, repasa el camino, el trayecto y la abrupta parada del tren translúcido de los sueños perfumados de ideología. Las polarizadas geografías del norte y del sur se imponen, en la oposición entre un yo hegemónico y un otro distinto, distante o no. Como precisa Draї, la historia lleva cargada la diversidad de los muros trayectos, muros que se desplazan con el correr de las fronteras y del tiempo, muros portadores de historia, portales fijos más o menos densos, más o menos asibles, en épocas inaccesibles. Muros para mantener a los enemigos del otro lado, más allá, lejos de mi espacio para habitar.

Draї advierte que la imagen del muro parece simple. En un inicio de las crónicas, se trató en las hojas de los poetas y las notas de los trovadores sobre una construcción apostada en lo alto, desafiando el paso clandestino de los hombres, la herrumbre de los hierros, el asalto predador de los caballeros y el tensar mortal de los arqueros. Pero, ¿qué dimensión puede alcanzar la edificación de un muro así concebido en la época de los cánones, ahora, en la era de la seguridad cibernética, en el siglo de las nanotecnologías y las encriptaciones, de la vigilancia satelital, de la subversión informática, de la interconexión planetaria de datos? En tiempo real, muros virtuales.

El lugar escogido para mirar construye la perspectiva completa, aun se trate del preciso punto extendido sobre el tramado del mapa, tejiendo el espacio humano. De un lado de Oriente Medio, los palestinos lo llamarán “el muro del apartheid”. Los enemigos, los extranjeros, los extraños a mi carta de identidad, a mi punto de vista, a mi atalaya, a mi reflejo que es mirada y máscara, fachada. Los israelitas invocarán al Leviatán de “la barrera de seguridad”. Más al norte y al occidente, queda apostada una barrera imaginaria que atraviesa toda la rivera del Mediterráneo. Un muro tenaz, material o inmaterial y por demás mortal.

La caída del muro de Berlín nos hizo olvidar brevemente los bordes liminares, las exclusiones, más por homeostasis geopolítica e histórica que por efecto dirimente de la razonable humanidad. Durafour nos recuerda que los muros no están llamados a desaparecer, y precisa que “la época de los flujos, de la migraciones ‘nomadológicas’, y de la ‘desterritorialización’, que es cada vez más la nuestra, se acompaña de la más sedentaria, proteccionista y de la más inquieta de las reacciones conservadoras, que secuestra lo que defiende.”

 

Del muro y el umbral

La porte me flaire, elle hésite.

Pellerin

 

Je est un autre.

Rimbaud

El afuera y el adentro son, los dos, íntimos hermanados, se constituyen en la referencialidad. Están prontos a invertirse, a trocar su hostilidad el uno con el otro. Si hay una superficie límite entre tal adentro y el afuera, dicha superficie es dolorosa en ambos lados. El muro los separa y los aleja, como el rayo de Zeus los escinde, y no se buscarán unos a otros, como rezaban las Upanishads. “El espacio íntimo pierde toda su claridad. El espacio exterior pierde su vacío”. El vacío que reúne y convoca como un ágora, “¡esta materia de la posibilidad de ser!”, dirá Bachelard. Estamos expulsado del reino de la posibilidad, del ser.

Imágenes: Francesco Ungaro, Donatello Trisolino, Roxanne Shewchuk, Alec Favale, Gerd Altmann.

La escritura: entre óbices y accesos

Lucía Mestanza

 

Hay una grieta en todo.
Así es cómo la luz logra entrar.

Leonard Cohen

 

Entre las secciones de un muro mental hay grietas a través de las cuales se filtra el sentido de algo, la idea que llega y la palabra que ha de configurarse en el desarrollo de un proceso trascendental. Pero esos halos de luz solo pueden ser gestionados por la existencia de esas causas y de su sinergia. Las grietas son el producto de un combate dual que sucede en la vida y en la escritura; son generadas por la interacción de esas causas: las limitaciones, el dolor, las obsesiones, el paradigma de la transgresión, los conceptos mentales, la propia imposibilidad de la escritura, la imposibilidad del amor o un largo lamento existencial crean la percepción de posibilidades como la de la reflexión metatextual, la del pensamiento lateral (De Bono) o la formulación de provocaciones, para evolucionar, en ese combate y a través de esas grietas, en un camino por donde se filtra el fluir de lo claro que se afianza y que adquiere forma de texto.

Entre esas causas que desde la vida devienen en escritura, es el lenguaje el que se ejercita en un territorio donde la dialéctica óbices-accesos se debate –a veces en forma de un ensayo, de un cuento, de un poema, de la entrada de un diario–, para comunicar tan solo el epílogo de esa batalla. ¿Pero cuál es la gracia? ¿Lo es esa lucha pre-textual que emana de lo vivencial, o lo es el epílogo, esa forma textual, última instancia de ese combate? La vida y la escritura se leen en ese rebate porque la experiencia vivencial lo concibe, pero es la escritura la que lo muestra. Así, la reflexión evocada en la palabra deviene de lo vital gracias a la luz que se filtra por los intersticios de las propias limitaciones. No se producen las ideas de genio sin óbices, sin imposibilidades, sin censura. En Extraterritorial, Steiner comenta que “Borges defendió la censura” puesto que esta lo obligaba “a pulir y usar con mayor precisión los instrumentos de su oficio”. Así mismo, Goethe sostuvo que “es postulando lo imposible que el artista se procura todo lo posible”. Los obstáculos en el camino de lo vivencial, transmutados en el de la escritura, son, en su imposibilidad, posibilidades concretas de la existencia de un texto valioso, giros que se aprovechan y se convierten, como en un proceso alquímico, en la gracia que comunica una idea esencial. Es un proceso que en Borges se entiende como la vuelta del calidoscopio, como la iluminación y el análisis de otro sector del muro (Steiner). Este proceso, que deviene artístico, es un proceso liberador que asume desde las incapacidades, una posibilidad veraz. “La función liberadora del arte reside en su capacidad de «soñar a pesar del mundo»” (Steiner).

Todo cuanto es metaliterario posee esta dialéctica; las grietas del muro por donde se filtran las ideas de genio son los quiebres en la reflexión consciente, nacen de la vida y se sustentan en la escritura. El ser no puede abrir un espacio significativo –artístico, literario–, desde fuera de sí, la escritura se genera entre los óbices y los accesos que han implicado su existencia. El ser es muro y es grieta, por lo tanto es luz dada a luz. Es tiempo y trabajo en sinergia, es búsqueda de perspectiva y de orientación entre pasado y futuro, es retrospectiva y visión donde lo incierto ayuda. El escritor sale de la certidumbre para propiciar una escritura divergente; esto es, una escritura que rete la lógica, que cuestione, cuyas respuestas no son ni únicas ni absolutas, que incluso no son respuestas, porque el cuestionamiento en la escritura no requiere de respuestas; su fin en sí es cuestionar, y solo hay cuestionamiento cuando hay divergencia. Ese proceder en la escritura, en el óbice de sus propias imposibilidades, en la incapacidad para decir, para nombrar, para aprehender con palabras lo sensorial, es lo que lleva a la búsqueda de la grieta. Todo se convulsiona para provocar una escritura que se acerque a aquello que no se deja poseer pero que es existencia de lo real, de lo vivido, en el anhelo de ser configurado.

Este proceso implica la propia identidad del ser. Escribir sobre las imposibilidades de la escritura es escribir sobre las imposibilidades de la vida, “Si no me escribo soy una ausencia” (Pizarnik). La identidad es cuestionada y más allá de ello, es vetada a condición de ese no poder escribir que es la causa, que es la sección, que es el muro. Sin embargo, es el deseo de persistir en la generación de esas rupturas lo que mantiene vivo al ser porque es eso lo que provoca el proceso poiético que se forja en la falta de certezas y que se construye, fragmentariamente, gracias a los óbices sin terminar de configurarse; es un proceso en constante desarrollo, –como el de la vida–, pero no carente de sentido, porque fragmentario no significa incompleto. Las limitaciones hacen posible la producción en la que la escritura se crea a sí misma en la idea de llegar a la perfección, sin alcanzarla jamás. El escritor experimenta la sensación de haber perdido algo inmaterial y la necesidad de recuperarlo, para lo cual hace uso de su vida y de su lenguaje. Lo inefable de la escritura se construye a partir de la existencia del muro que es la causa, que es un concepto mental de pensamientos diversos parcelados de acuerdo a cada estructura mental en cada ser, congruentes con el contexto y circunstancialidad específicos en cada escritor. Estas condiciones tienen el poder de evocar y de adquirir forma tangible, de narración, de palabras en la precisión de lo que el escritor percibe, su sensorialidad dada a luz desde la grieta. Steiner, interpretando a Coleridge, afirma que “el lenguaje es menos un espacio que un rayo de luz lleno de energía, que da forma, ubicación y organización a la experiencia humana”. Es decir, que en la batalla de la escritura, que es la de la vida, lo experimental define el lenguaje, que es luz y que es posibilidad sobre la imposibilidad.

Los bloques del muro, como metáforas de la imposibilidad o de la censura, son ámbitos que proponen cada uno el planteamiento de una problemática ontológica que deviene en la circunstancialidad del tiempo y el espacio del escritor en la expresión del lenguaje, donde la sensibilidad es la variante suprema para lograr ese espacio de diferenciación propio de cada escritor, que erige su estilo. Se llega en este camino, a un entramado de complejidad que combina todo ello, en el ambiente de la transtextualidad que generan esas causas y que son las mismas que contribuyen a estructurar el texto con verosimilitud, riqueza, cohesión y belleza. ¿De qué modo la cuestión ontológica y los juicios axiológicos condicionan o limitan el proceso de la comunicación en el escritor? ¿Y cómo influye esto en una redacción final? Steiner cuestiona: “¿De qué modo la escritura limita la libertad ontológica del lenguaje?” El proceso de la escritura es un surcar entre los intersticios de esas limitaciones. Lo trascendental es lo que está más allá de ese logro, que se alcanza con la imaginación y con la coherencia que da el sentido común. Ese hallazgo es lo que Foucault advierte como cosas “que están contenidas y envueltas en el lenguaje como un tesoro hundido y silencioso” que el escritor consciente, que ha atravesado el proceso descrito, logra dejar entrever –no ver–, en el texto.

Quiero, pues mi cerebro estéril no flamea
como candil de aceite dejado al pie de un muro,
y no sabe atraer la sollozante idea,
marchar lúgubremente, hacia un final oscuro.

Mallarmé

 

Por lo tanto, el espacio de la escritura será un espacio de búsqueda, un espacio que se abra y que se descubra sobre las limitaciones, porque para escribir es necesario desentrañar salvedades. Blanchot sostiene que “para escribir ya es necesario escribir” y que “En esta contradicción se sitúan la esencia de la escritura, la dificultad de la experiencia y el salto de la inspiración”. Lo que significa para este análisis el texto logrado, en lo vivencial y en lo original que supone vencer el muro. Al final, quedará la pregunta por el sentido del cuestionamiento al lector: ¿fue suficientemente fuerte ese texto para derribar el muro que separa al escritor del lector? ¿Y qué tanto puede contribuir un texto para derribar el muro que separa al lector de su propia fragilidad?

 

 

Imágenes: Steve Johnson, João Jesus; Dids (Pexels)

Fortaleza y finitud

Iván Carvajal

 

Abriremos la barrera de Gog y Magog,
y ellos se precipitarán desde todas las laderas.
Corán

El tiempo de los tártaros ha pasado ya,
no son sino una remota leyenda.
¿Y a quién iba a interesarle forzar la frontera?
Dino Buzzati

¿Y qué será ahora de nosotros sin bárbaros?
Esos hombres traían alguna solución, después de todo.
Constantino Cavafis

 

 

 

Magog

La tierra se extiende más allá de las fronteras, de lo conocido y dominado por el grupo humano. ¿Qué hay más allá de la frontera? ¿Qué tan lejos se ubica el abismo donde se precipita la tierra? La conciencia del hombre acerca de su condición mortal y la consiguiente angustia que provoca la certeza de la finitud están sin duda en el origen de los mundos imaginados donde habitan dioses o demonios. Son fuente de las representaciones acerca del lugar de los muertos ―inframundo o cielo, infierno o paraíso―, de los relatos sobre viajes imaginarios que emprenden el alma o el espíritu en el sueño o la alucinación, o sobre las aventuras de los muertos en su tránsito al más allá. Las fuerzas del bien y del mal se proyectan desde el mundo cotidiano sobre ese espacio ficticio y distribuyen los territorios reservados a dioses, demonios y héroes legendarios en los mapas imaginarios. Tal localización obedece a las historias de los conflictos que tienen lugar entre dioses y demonios empeñados en disputarse el destino de los humanos, estos mismos divididos entre miembros de alguna comunidad y extranjeros, o entre parientes, amigos y enemigos. Las migraciones que ocurren en estas regiones del mundo imaginado son múltiples, pues no solamente se desplazan de un sitio a otro los seres humanos, sino también los dioses y demonios. Los muertos retornan en los sueños, intervienen en la vida de los vivos, exigen tributos, oraciones o venganza, conceden dones, vigilan la conducta de sus descendientes.

De esta manera, lo que queda más allá de las fronteras del mundo conocido, y que solo puede ser imaginado, se concibe o bien como edén o bien como un mundo ominoso donde se incuban demonios que acabarán con lo humano o que, cuando menos, aniquilarán la comunidad o la civilización. En el exterior están situados los dominios de Gog. Detrás de las fronteras, en el corazón del desierto, preparan sus invasiones los tártaros. Más allá del borde se juntan para invadirnos los bárbaros extranjeros. En el mundo exterior reina Satán. Para protegerse de lo demoníaco se construyen murallas en los confines del mundo. Así, en el transcurso de un milenio y medio, se invirtió la vida de millones de seres humanos en la construcción de la muralla china, la cual, pese a todo el esfuerzo realizado para levantarla, mantenerla y reconstruirla, desde siempre estuvo destinada a que algún día la franquearan los mongoles.

La catástrofe, si bien se anuncia en sucesos imprevistos que inquietan a los grupos humanos, incluso en el curso de la vida cotidiana, adquiere una dimensión insólita en el acontecimiento apocalíptico. La leyenda de Gog, el rey de los ejércitos que se preparaban más allá de las fronteras, en Magog, para acabar con el pueblo escogido, aparece en el libro de Ezequiel (siglo VI AC). Surgida en el mundo judío antiguo, la leyenda continuó a través del cristianismo hasta el islam medieval, contaminada obviamente con componentes paganos: la muralla habría sido construida por orden de Alejandro Magno, más allá del Indo, para cerrar el paso a Gog y su diabólico ejército. A diferencia de la muralla china, cuya materialidad es evidente, la muralla levantada para cerrar el paso a Gog y sus ejércitos existió solamente en la imaginación, lo cual no quiere decir que careciese de realidad para quienes vivían a la espera del acontecimiento apocalíptico.

Magog es el reino de lo inconcebible, el territorio donde incuba la muerte del hombre. No obstante, lo que esperaban las comunidades cristianas o musulmanas de la Edad Media, por sus concepciones escatológicas, es que al fin resonasen las trompetas que anunciarían la llegada del día del Juicio, el cumplimiento del “milenio”. Gog y sus huestes habrían derruido la gran muralla por decisión de Dios; este, cuando menos, habría consentido la invasión. Los ejércitos de Gog arrasarían todo lo que encontraran a su paso; donde pisaran los cascos de sus caballos no volvería a crecer la hierba, como se decía de Atila y los hunos. Pero en la catástrofe anidaba la suprema esperanza de los apocalípticos: al término de la batalla final entre Dios-Alá y Satán-Gog, con el triunfo definitivo del orden divino se terminaría la lucha entre el bien y el mal, y la historia concluiría en el Juicio Final. Para los milenaristas cristianos, retornaría Cristo y, gracias a él, se salvarían para la eternidad los justos. En consecuencia, que los ejércitos diabólicos de Gog destruyesen la muralla y arrasaran la tierra no era sino el necesario antecedente para el triunfo definitivo de la vida sobre la muerte, para la eterna supervivencia del alma o del espíritu, e incluso para la resurrección de la carne. Dios acogería en su torno a los justos y hundiría en la muerte definitiva, en la más oscura noche o en el fuego eterno, a los impíos. Al fin concluiría el tiempo y por tanto se acabarían las mutaciones, los ciclos del nacimiento y la muerte. Los justos serían recogidos en el seno de Dios para la eternidad.

Frente a esta dimensión escatológica, la construcción de las murallas en las fronteras parece una concreción parcial de la muralla que detiene a Gog y su tropa. De otra parte venía una historia diferente: el colapso del imperio romano. Los romanos no construyeron una gran muralla en los confines de su mundo, aunque sí establecieron guarniciones en las fronteras. En cierto sentido, el acabamiento del imperio puede interpretarse como una implosión que abrió el paso a las invasiones bárbaras. Y estas fueron una solución, “después de todo”.

 

La Fortaleza Bastiani

Mientras enviaba desde Abisinia sus reportajes de guerra al Corriere della Sera, Dino Buzzati terminaba de escribir El desierto de los tártaros, que se publica en 1940. Me figuro al novelista italiano en medio de los combates, acuciado por la cercanía de la muerte que contempla a diario, apurando sus reportes periodísticos a fin de continuar el relato sobre un grupo de soldados que han sido destinados a una guarnición situada en las montañas, en una frontera difusa, donde comienza el desierto, esto es, la tierra de los tártaros. Estos soldados, sin embargo, permanecen en la Fortaleza a la espera de una guerra improbable. El novelista casi nada aporta sobre el reino que se protege, ni siquiera lo nombra. Su capital es simplemente “la ciudad”. Unas breves líneas describen la ciudad y ciertas actividades que se llevan a cabo en ella. Los medios de transporte que se utilizan ―caballos, carrozas― son breves indicios que permiten al lector figurarse un pequeño estado moderno, tal vez decimonónico, quizás localizado hacia el este de Europa. Estas breves pinceladas esbozan una especie de alegoría del Estado moderno. Solo al fin de la novela, cuando han pasado cerca de tres décadas de historia, se insinúa que los tártaros finalmente se acercan a la frontera, aunque ha sido su probable amenaza la que ha justificado la existencia de la Fortaleza, y con ella, la vida misma de sus guardianes. Una fortaleza construida al borde del desierto parece no tener sentido, más aún si no se advierten movimientos del enemigo durante décadas. Incluso el lector dudará si el “reino del norte” es efectivamente el reino de los tártaros, o si este es el apelativo dado a un posible enemigo algo salvaje, o simplemente al extraño, al extranjero. Tártaros, bárbaros… En el tiempo que transcurre la historia narrada por la novela, hay dos acontecimientos que evidencian la cercanía de los tártaros: cuando llegan del norte destacamentos encargados de ubicar las señales que delinean la frontera, y luego cuando arriban contingentes que construyen una carretera, la cual podría en algún momento servir para movilizar tropas con el propósito de desencadenar la guerra.

Mas la guerra es solo una remota probabilidad. Se tiene certeza únicamente de que el reino limita al norte con el país de los tártaros, cuyo dominio empieza al cruzar la línea imaginaria que recorre las cumbres de las montañas y el borde del desierto. Pareciera no haber contacto entre los dos reinos; no obstante, desde el Estado Mayor, es decir, desde la cima del poder político del reino, llegan de cuando en cuando informaciones que esclarecen las intenciones del reino exterior. Son las probables intenciones de este reino exterior lo que ha obligado a construir y mantener la Fortaleza, una avanzada en la frontera. Buena parte de quienes son destinados a ella terminarán por quedarse entre sus muros hasta cuando ocurra la guerra, o, lo que es más probable y que será considerado un fracaso, hasta cuando arriben a la edad del retiro. El fastidio de los primeros días se apaciguará en algún momento, y poco a poco esos soldados terminarán por encontrar que el sentido de sus existencias es la espera de un acontecimiento que posiblemente tendrá lugar algún día: el comienzo de la guerra en la que lucharán hasta morir. Apenas si mantienen contacto con sus familiares y con sus amigos que hacen su vida en la ciudad. Algunos de estos llegarán a ser prósperos comerciantes o profesionales, e incluso los militares que no han sido enviados a la Fortaleza o que la han dejado pronto por otros destinos lograrán hacer carreras exitosas y gozarán de las comodidades de la vida citadina. La vida en la Fortaleza es austera y rutinaria.

 

 

 

Cabría apreciar en El desierto de los tártaros ciertos matices apocalípticos, sobre todo porque la vida individual gira por completo en torno a la expectativa de un acontecimiento, ciertamente catastrófico, que otorgaría sentido a la existencia. Sin embargo, ese sentido aparece apenas como un difuso heroísmo, una disposición casi profesional para el cumplimiento del deber. Quienes optan por permanecer hasta el fin en la Fortaleza, dejando que transcurra el tiempo y sumergidos en una chata rutina, solo esperan el arribo de los tártaros a fin de alcanzar la muerte heroica para la que han sido preparados. En la novela, no obstante, apenas se producen tres muertes: la primera, ocasionada por la imprudencia de un soldado que ha olvidado el “santo y seña” del día a la que se suma la tozudez y estulticia de un sargento apegado a la letra del reglamento. La segunda, la muerte por hipotermia de un teniente hipersensible y orgulloso, que permanece en pie ante una brigada de tártaros durante la nevada que cae una noche, mientras los extranjeros colocan señales que delimitan la frontera. Y la última, la muerte del protagonista, Giovanni Drogo. La novela, que se inicia con el viaje del joven teniente desde la capital a la fortaleza, concluye con su muerte un cuarto de siglo más tarde, cuando ya se siente viejo, cuando ha pasado la cincuentena y ha alcanzado el grado de comandante. Drogo muere en una posada del pueblo ―no alcanza ni siquiera a llegar hasta la ciudad― a causa de unas fiebres, justamente cuando al fin hay indicios de que llegan los tártaros, y con ellos, la guerra. Parece una pesada broma del destino: Giovanni Drogo no podrá morir como un héroe, pese a su larga espera. El moribundo medita, en su agonía, sobre el sentido de su existencia, y finalmente concluye que su heroísmo más bien tiene que ver con cierta dignidad que permanece intacta ante la llegada del enemigo invencible: la muerte. No cabe el heroísmo si la muerte acaece en soledad y a causa de una fiebre: no habrá memoria de tal suceso en el futuro del reino. Pero el sentido de la dignidad y el honor impulsa al envejecido comandante a un último acto: incorporarse del lecho con sus últimas fuerzas, avanzar hasta la ventana, levantar la vista hacia el cielo nocturno.

Buzzati, como Kafka o Camus, a quienes se lo ha vinculado, no tienen ante sí la expectativa del fin de los tiempos y del Juicio que cierra la historia de la Salvación. Por el contrario, experimentan el nihilismo moderno, la “muerte de Dios”, el vaciamiento del sentido de la existencia ante la certeza de la finitud. Ese vacío se ha llenado, a lo largo de la modernidad y hasta nuestros días, sobre todo en Occidente, con sustitutos precarios de las figuras del Dios y del Demonio: el Estado, la nación, la patria, el pueblo, la utopía revolucionaria, y sus consiguientes enemigos. El dinero, por ejemplo, adquiere la doble condición de lo divino y lo diabólico: es el bien supremo que hay que alcanzar y resguardar, y a la vez el máximo mal, la fuente de la corrupción de la vida a causa de la codicia, del consumismo, del delirio de los jugadores de bolsa que actúan en los escenarios del capital financiero y provocan las grandes crisis de nuestra época. El sentido de la existencia se reduce de esta manera a la acumulación de capitales o de bienes. Se requieren fortalezas que preserven los “patrimonios”: bancos, aseguradoras, muros en las ciudadelas, redes de seguridad… La seguridad se extiende a los estados, luego a sus alianzas o bloques; se construyen entonces los cinturones de misiles, la vigilancia satelital, muros de acero para cerrar el paso a los tártaros de nuestra época… También cinturones que nos protejan de los posibles tártaros que llegarían del espacio exterior. Gog ha sido ubicado en otra parte… En toda esa parafernalia de la seguridad se evidencia el miedo a la muerte. Ante la certeza de la finitud del ser humano e incluso, algún día tal vez no muy lejano, de la especie, se levantan las fortalezas, finalmente inútiles.

“El hombre libre en ninguna cosa piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida”, dice Spinoza. Hay otra fortaleza que radica en el propio ser humano, que brota de su aceptación de la finitud. Quizás Giovanni Drogo alcanzara tal sabiduría justamente en el momento final, cuando acepta su destino, contempla la porción de estrellas que está al alcance de su vista, y sonríe en la oscuridad, aunque nadie lo vea.

Imágenes: Ivars UtinānsBoban Simonovski, Jeswin Thomas 

Objetos y olvido

Andrés Barreno Lalama

 

 

Evitaste definir una cosa por su contrario,
porque no siempre el contrario del error es el acierto.
Ni siempre la patria es el día. Ni el exilio la noche.

Mahmoud Darwich, En la presencia de la ausencia.

 

 

La creación – Prefigurar un extraño mundo que está por venir

Creaciones que tienen una vida propia, que les fue transferida en su creación, con una funcionalidad o con un fin, como muestra de existencia, una prueba de vida en esta era.

Las ideas surgen como un acto necesario de sentirnos vivos, de sentir que existimos. Su materialización es la respuesta o el reflejo de quienes intentan dejar rastros, sea por necesidad, supervivencia, ego, vanidad; o, simplemente porque el amor de crear un objeto, que nació en los pensamientos, en los deseos. Un objeto ideomorfo que no tiene categoría y que su uso y fin apenas es conocido por su creador. Es una manera de prefigurar un mundo futuro extraño en el que se pretende dejar una huella.

La motivación de materializar ideas, de alcanzar entidades, objetos ideomoformos, es una manera de poder traducir pensamientos y de pretender darles un espacio en esta existencia. En un contexto social que adora producir objetos, para después permitirse descartarlos, con la negación permanente de que al descartarlos de un espacio cotidiano dejarán de existir. Pero, al igual que los pensamientos, los objetos no pueden dejar de existir, apenas se alejan de nuestra vista y dejan de ser útiles en esta existencia organizada y convocada a una lógica de consumo incesante.

Dominados por la visión, como sentido guía, se pretende dejar nuestro rastro admirado, útil y hasta criticado. Objeto y rastros de los mismos que pretendemos parte de la historia; ilusionados o ciegamente ebrios, pensamos que vamos a ser reconocidos por una historia que detenta poder. ¿O será que ansiamos y queremos ser parte de ese poder? Un intento infructuoso y agónico que podía consumir una vida entera. El vértigo contemporáneo de la representación: un sueño que puede convertirse en muerte, sin que de ello demos cuenta.

El rastro de las creaciones – Ahora todo esto se perdió (Aldo Rossi)

Los objetos más cotidianos, parte de actividades inverosímiles, o vitales para poder sentirnos vivos, en esta vorágine galopante que provoca y promueve modos de vida más acelerados, condicionados por una estética que exige olvidar y descartar un pasado. Una modernidad que intenta negar sus bases: ¿qué hacer con los objetos, con las ideas que dejan de ser necesarias; o simplemente, útiles para un momento pasajeros, para un presente orientado a avanzar, a ser moderno, a olvidar los oscuros, a negar la existencia de cualquier parte negativa. ¿Qué ocurre con lo que está de más, con lo que deja de ser útil o redituable? ¡Lo descartas, lo alejas, lo destierras! Y la gran y permanente interrogante: ¿a dónde?

Objetos, vidas y sueños materializados, antropomorfos, ideomorfos, cosas, objetos, cuasi-objetos; aquellos que fueron consumados, o descartados en su creación, pero que igualmente reclaman su existencia. Todos ellos, los negados, los que dejaron de ser útiles, en un exilio permanente, en un destierro que no tiene marcha atrás y que apenas aplana cualquier rastro de recuerdo o de utilidad. Imbuidos en una modernidad que nadie se atreve a categorizar, sea pre, post, híper o, simplemente una modernidad híbrida que quiere homogeneizar su color, dominar las temporalidades e imponer una cadencia acorde a sus consumos. Ritmos y cadencias que dominan incluso su razón creadora.

Un cúmulo de olvidos, de objetos desterrados de nuestro presente, sin tener otro destino más que el olvido y desprecio, o simplemente su negación de existencia. Reemplazar las creaciones, cambiar objetos usados por nuevos por estrenar. Galopante modernidad que pretende llenar el espacio de recuerdos, o mejor dicho que pretende olvidar todo lo “inútil”, para que quede más espacio a lo nuevo. Sin merecer su rastro, sin merecer que sus creaciones también constituyen base y protección. Al igual que todo lo que presente aquí, no puede desaparecer, es apenas un destierro, una expulsión.

 

Muros y barreras – Los dos lados de la conciencia humana (tanto el que estaba concentrado para adentro como el que está concentrado para afuera) yacen soñadores o medio despiertos bajo un velo común (Jacob Burckhardt, Die Kultur der Renaissance in Italien).

En un sentido positivo y pragmático, muros que han erigido imperios, delimitado fronteras, alejándonos de lo desconocido, del asedio y depredación; y al mismo tiempo han protegido y logrado limitar una libertad para crecer, una percepción momentánea y pasajera de protección. Una creación paradójica e inseparable de la vida civilizada de una sociedad que se manifiesta, que agencia una ramificación de figuraciones, de sentidos e intencionalidades. Codifica significados alternativos en el interior de su estructura formal e material y muestra imágenes y símbolos a su exterior.

¡Libertad o limitación! Depende de su perspectiva. Sin embargo, representan materialización de intencionalidades, de aspiraciones y sueños que quedan plasmados en objetos, híbridos y complejos. Apenas descritos y desechados por un ritmo consonante a voces de modernidad.

La materialización de ideas, la corporeización de pensamientos, la consecución de muchos sueños que se plasman en el espacio, como abrigo, como limitación, constituyen una existencia, por lo tanto, surgen actores nuevos en el mundo. Nuevos actores que representan una concatenación de entidades que dieron forma y creación. Contenedores de limitan y libertan, representan actores que agencian afectaciones para su alrededor. Nuevas barreras, materialización de las ideas (limitadoras y libertadoras).

Esa constante necesidad de dejar un rastro humano muestra la urgencia de ser oídos, de tener una voz. ¿Qué ocurre con los objetos que no tienen un relator? Que apenas se registra su uso temporal, sin importar que sea una creación y que su utilidad se transforma.

¡Muros! ¿Son una barrera, una protección? Pero al mismo tiempo representan un abrigo y un refugio. Lo simbólico de los objetos, la representación de ideas, su materialización. Sueños ambiciosos, tendencias modernistas, una reencarnación moderna de paisajes desolados son el rastro de la huella humana. Ruinas de una modernidad rapante que cambia y transforma el espacio, limitando la memoria a un relato histórico. Un rastro queda de la creación humana, de lo que alguna vez tuvo relevancia, y que ahora quiere negar su existencia. ¿A dónde van las ideas que quieren ser olvidadas, los recuerdos que rehúsan irse, muertos que se niegan a morir? ¿Es acaso, un olvido premeditado para poder sentirnos modernos?

El olvido

De vez en cuando
camino al revés:
es mi modo de recordar.
Si caminara sólo hacia delante,
te podría contar
cómo es el olvido.

Humberto Ak’abal (poeta maya).

 

No querer recordar y no tenerlo cerca no quiere decir que no existió. La hipóstasis de la modernidad. Un equívoco presagio de que todo lo desechado desaparece, cuando en su creación se le entregó vida y por lo simbólico y representación, constituyen objetos que tienen vida y cuya agencia cambia en un anonimato, por la ausencia del relator. Una transformación permanente que agencia figuraciones a su alrededor.

Actantes que cambian, murallas que se convierten en muros, que dejan un rastro y una memoria inevitable. En el campo simbólico, cuando su agencia produce afectaciones tan grandes y transformadoras, resulta necesario, y como instinto de supervivencia el pretender olvidarlo. Sin saber cómo o dónde, el destierro es la solución acertada: evitar su presencia, aceptar su ausencia y pretender que no existió. Objetos desterrados, ideas desterradas en un exilio que no conoce tregua; apenas su rastro peregrino deja una estela para quienes quieren ver el resultado de una vida humana; que resiste a la memoria y persiste en el mismo espacio. Las ruinas del futuro, las limitaciones olvidadas y superadas. ¿Qué hacer con ellas, cuando no tenemos otro espacio? Si apenas podemos mirar para otro lado, seguir un camino diferente, negando que hay un rastro dejado, que, en una cábala, las volveremos a encontrar.

Objetos olvidados, que sobreviven incógnitos al tiempo, transfigurando el espacio, migrando consonante a la época que los destierra, y que ya no los quiere como “útiles” o necesarios. ¿Cuál es el destino de nuestros desechos en todas sus formas? Objetos expulsados a un vacío inexistente, a un mismo espacio que, compartido, resulta en una hibridación de temporalidades y de rastros de modernidad. Actores humanos y no-humanos que conviven y conglomeran; objetos, memorias que nos recuerdan a la decadencia, al olvido, un misterio que demanda un relato. ¿Quiénes fueron los seres que crearon estos objetos, quienes los olvidaron? Tambores ocultos que queremos no escuchar, que son casi imperceptibles, y cuya estela es una memoria de lo que fueron.

Es el mismo espacio que se transforma, que muta, de tonalidades y formas diferentes: cuando los objetos “obsoletos”, desterrados, salen de nuestro espacio íntimo, no quiere decir que dejan de existir. Apenas no los tenemos cerca, excluidos de nuestra vista, permanecerán en el tiempo, se transformarán e igualmente intentarán servir a otros fines, a otras intencionalidades. Pero nunca podrán ser olvidados.

Se escuchan ritmos nuevos civilizatorios, rapantes expulsan a lo desnecesario, nuevos vientos que presagian tempestades, limpiezas que expulsan a lo que nos es “estético”, a lo poco atractivo: sueños y ambiciones de hombres por conquistar el territorio, nuevas ideas que quieren dominar los espacios y marca su orden y dinámica. ¿Qué ocurre con quienes no quieren ser parte? Expulsados de su entorno, sin una luz en el camino, y con cada paso van dando forma.

 

Un nuevo mundo – las ruinas de “un futuro”

Objetos y cosas que permanecen en el tiempo, que peregrinan en el espacio hasta intentar ser olvidados, o simplemente desterrados, desechados por no cumplir y suplir las necesidades presentes, las urgencias que ocupan el tiempo e intentan llenar el espacio.

Materializar sus aspiraciones, sus sueños, es la manera de desembarazarnos de las ideas. Comprender el mundo en su complejidad composicional, no facilitará nuevos pensamientos, nuevas maneras de reconocer la realidad, de ampliar una realidad a toda su constitución, reconociendo la belleza de la diversidad, la belleza de las diferentes temporalidades del tiempo.

Ruinas de un futuro, fronteras que no sólo serán partes de tierra, y cuya conformación será el resultado del nuestro paso, de nuestra propia peregrinación y de nuestros propios desechos. Limitados, delimitados por las ideas y materializaciones que también desterramos y descartamos. Una libertad limitada, unos conceptos que pretenden hacernos sentir libres.

¿Qué no quiere ser escuchado o qué no quiere ser recordado? El dolor es tan grande que la supervivencia exige por lo menos un bloqueo. ¿Es un acuerdo de supervivencia, la negación? No es relevante para el nuevo mundo que surge y responde a una nueva aspiración –sin juicio de valor–, que conduce al olvido.

¡La profecía de inmortalidad se cumple! Todo queda aquí, y en nuestro rastro, estelas de recursos e intenciones de olvido nos rodean. Podrán aprisionar, quizás… pero al mismo tiempo nos liberarán de un pasado: si lo resolvemos, si lo queremos aceptar como parte de nuestro rastro. No es modernidad que niega cualquier fracaso. Rodeados de cosas, objetos; limitados por nuestro rastro. Todas nuestras creaciones perduran, sólo que ocupan otra espacialidad, no desaparecen ni son olvidadas. Quedan guardadas en otra temporalidad.

Muros: La materialización de nuestras barreras mentales, que limitan nuestra libertad y su rastro no se pierde en el tiempo, se transforma, pudiendo llegar a un arruinamiento –como las ideas y creaciones–, o un vestigio de un rastro, de un recorrido. Materia-lidades inmortales hasta llegar a La Nada.

Sueños que nacen y mueren en la misma temporalidad, pero que no se olvidan, y por lo tanto peregrinan en historias y recuerdos. Un registro de una vida de intentar olvidar como fin último. Limitado por un sistema estructurante que vende profecías de libertad y modernidad, limitados por los mismos conceptos que dominan esta razón agónica a agonizante.

 

 

Imágenes: Hans BraxmeierPeter HFree-Photos  (Pixabay)

Laberintos

Emilio López

 

 

¡Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que veden el paso.

Jorge Luis Borges

 

Los seres humanos hemos creado a lo largo de nuestra historia recintos, hábitats, asentamientos urbanos, caminos, redes ferroviarias, y de comunicación. En nuestros constantes recorridos de prueba y error hemos ido encontrando mejores formas de circular y vivir en el territorio.

Esta condición de habitar y de movernos en el espacio podría ser descrita en términos fenomenológicos como el habitar en esferas. Peter Sloterdijk lo analiza en su trilogía titulada, justamente, Esferas (2003) cuando habla de entornos acondicionados que nos protegen, aíslan y dan seguridad frente a un afuera hostil. Un recorrido que va desde nuestra relación con la placenta materna, hasta nuestro habitar en entornos sociales que hemos ido construyendo y acondicionando:

“La climatización simbólica del espacio común es la producción originaria de cualquier sociedad. De hecho, los seres humanos hacen su propio clima, pero no lo hacen espontáneamente sino bajo circunstancias encontradas dadas y transmitidas”.

Estos ambientes/esferas en los cuales nos movemos e interactuamos, y con los que hemos aprendido a ubicarnos e identificarnos, se han complejizado y han determinado nuevas formas de estar en el mundo.

Como no vivimos en territorios planos o vacíos, uno de los mayores retos como especie ha sido encontrar el camino más corto entre dos puntos. El movimiento dependería entonces de nuestras capacidades para enfrentarnos a las limitaciones físicas, barreras, obstáculos y otros accidentes del territorio. En el tablero del ajedrez, una reina no avanza igual que un alfil o un caballo, debido a que las posibilidades de movimiento dependen de las aptitudes de cada ficha. En el reino animal, estas destrezas suponen la vida o la muerte porque la supervivencia está determinada por la capacidad de ciertas especies a transportar y almacenar recursos, como en el caso de las hormigas que mediante complejos sistemas espaciales resuelven el dilema del camino más corto con hipercomplejos sistemas de túneles laberínticos.

La cuestión esencial que plantea el laberinto es problematización de la salida. ¿Por qué el ser humano siempre se ha interesado por la concepción de complejas infraestructuras espaciales como el Palacio de Cnosos construido hace más de 4000 años en Creta? Esta construcción prehelénica con más de 1500 habitaciones repartidas en 17000 m², se articula en una serie de corredores, pasajes, entradas y salidas cuyas ruinas todavía se pueden apreciar. Probablemente este palacio inspiró uno de los mitos más conocidos de la cultura griega, el del laberinto. El rey Minos encarga a Dédalo la construcción de un laberinto para encerrar al minotauro. Más adelante, es también Dédalo quien ayuda al héroe Teseo a salir mediante la ayuda de un artilugio. Le da una bobina de hilo que deberá desenredar a medida que se adentre en el laberinto y que le permitirá regresar. Dédalo es la personificación del genio creador, además de un personaje controversial.

En 1923, en la conferencia Dédalo, el futuro de la ciencia, el genetista John Haldane analiza el problema entre la ciencia y la genética moderna refiriéndose a Dédalo como el prototipo del científico y técnico creativo, aunque inconsciente e irresponsable.

Son precisamente estas interconexiones laberínticas, tanto las artificiales como las biológicas (el mundo de las hormigas), las que pudieron servir como modelo de inspiración a científicos modernos. El problema del camino más corto quedaría solucionado mediante el desarrollo de complejos sistemas de algoritmos incluso en entornos dinámicos y cambiantes como pueden ser las redes cibernéticas, articuladas para simplificar nuestra cotidianidad.

Ya no necesitamos un mapa para buscar el camino más corto o ir de libro en libro hasta encontrar una cita. Internet y los sistemas de posicionamiento global evitan todo el tiempo estos recorridos basados en el modelo de prueba/error. Los límites físico-espaciales tienden a desaparecer, de manera que nuestra cotidianidad parece haber fugado al ciberespacio. Desde la realidad virtual, podemos recorrer otros países, hacer compras, visitar amigos, etc.

¿Qué pasa entonces con la memoria espacial, alojada en mapas en algún lugar de nuestro hipotálamo?, ¿cómo se desarrolla la prueba/error estructurada a través de nuestra corporeidad y movimiento en el espacio?, ¿con el auge de los sistemas de posicionamiento satelital pueden estos llegar a cambiar, modificarse?

Para Sloterdijk, en su desarrollo de la fenomenología espacial, el concepto de la esfera ya no es válido en el mundo contemporáneo. El filósofo cambió su argumento en favor del mundo espuma. Esto refiere a una forma de concebir nuestra relación con el mundo mucho más acorde con esta época, en la que cada vez están más en auge los medios digitales, las redes sociales y la realidad virtual. Vivimos un mundo donde la movilidad de los mercados mundiales es sagaz y extremadamente fluctuante y en el que los cambios sociales políticos y económicos ya no se pueden prever:

“En los mundos-espuma las burbujas aisladas no son introducidas en un hiperglobo único integrador, como sucede en las ideas metafísicas de mundo, sino concentradas en grandes montones irregulares”.

Ya no podemos hablar de arquitecturas o infraestructuras cerradas sobre sí mismas en contextos tan complejos:

“En tanto que investiga el juego actual de destrucción y nueva conformación de esferas solo una teoría de lo amorfo y descentrado podría ofrecer la teoría más íntima y general de la presente época.”

Volviendo al mito, Dédalo finalmente es encerrado por el rey Minos en el laberinto con su hijo Ícaro. Así lo castiga por haber ayudado a Ariadna en su cometido de hacer escapar a Teseo, asegurándose además de esconder para siempre los secretos del laberinto. Entonces, Dédalo inventa una manera para salir: fabrica alas con plumas de pájaros y cera de abeja, lo que les permitirá burlar los muros del laberinto. En el cielo no encontrarán barreras físicas, pero su voluntad será puesta a prueba. Antes de escapar, Ícaro es advertido por su padre sobre los peligros de volar tan alto, pues la cera puede derretirse al acercarse al sol; y de los riesgos de acercarse mucho al mar, pues las alas podrían mojarse tornándose muy pesadas para volar. El hijo hará caso omiso de las recomendaciones del padre y su juventud temeraria lo acercará demasiado al sol. Así, las alas de Ícaro se derretirán y este caerá al agua muriendo ahogado.

Este trágico final parece trasladarse al mundo espuma del que habla Sloterdijk. Ícaro elevándose por los aires a toda velocidad, llevando a límite las certidumbres del mundo físico y burlando el círculo metafísico de encierro propio del laberinto. Las consecuencias de este ímpetu jovial (también el de nuestra contemporaneidad) son todavía insospechadas ya que las espumas que tienden a la anarquía morfológica son estructuras ‘tendencialmente ingobernables’.

Esta nueva forma de conciencia donde todo fluctúa en lo imprevisible, podría haber determinado en la última década el aparecimiento de arquitectos que han tomado como referencia una serie de nuevos paradigmas. Los fractales, los pliegues, y los rizomas constituyen formas de entender e intervenir esta nueva realidad espumosa. Las formas rizomáticas de Josep María Jujol o los Jardines en movimiento de Gilles Clément muestran ser propuestas versátiles y desestructuradas para un mundo cada vez más fragmentario y disperso.

 

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Muros: deriva de lo inacabado

Fernando Albán

 

En los muros se conjugan infinitos ángulos, desde los cuales pareciera que nos observan, que nos dirigiesen innúmeras miradas, improbables. ​Expuestos a la intemperie, preservan de la misma a aquellos que se guarecen detrás de su lánguida mirada. La duración es el más fiel de sus aliados, pues han sido erigidos para ceñir la eternidad. ¿Qué ocurre cuando la aspiración a la eternidad no ha sido más que una suerte de caída en lo temporal? Entonces, el sentido de la erección de los muros suscita forzosamente la cuestión de una existencia condenada a subsistir fuera de su identidad. Se trata de la configuración de un ente fracturado, sumido en una condición fragmentaria. Precisamente, este parece ser el drama suscitado en la Construcción de la Muralla China, que es uno de los relatos fundamentales de la obra de Kafka.

El tiempo excluido de la eternidad o, a la inversa, la eternidad puesta fuera de lo temporal, dos fórmulas inconciliables que para Kafka configuran el ámbito del pecado. Esta es la escena de una existencia mutilada que se debate por alcanzar la reconciliación o la unidad del tiempo y de la eternidad, pero sin que esto burle o socave el carácter antagónico, conflictivo de los términos que se encuentran en tensión.

¿Cómo salir de esta situación intolerable? La angustia y la esperanza se alternan para hacer que el resultado del combate entre lo finito y lo eterno quede suspendido, irresuelto. Es por ello que el fracaso acecha constantemente el gesto kafkiano; en primer lugar, aquello que se encuentra comprometido es cualquier intento de comunicación entre los dos órdenes en conflicto. Esto es, el mensaje que proviene del poder superior se torna ambiguo al atravesar las distancias no mensurables y, del lado del receptor, la interpretación se vuelve interminable. En tales circunstancias, el resultado es siempre el mismo: ruptura de la comunicación.

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En la Construcción de la Muralla China el emperador es quien da la orden de su ejecución. Pero, como la instancia del poder superior es radicalmente inaccesible, esto determina que no se pueda interpelar a la fuente cuando existan dudas sobre el sentido preciso del mensaje que emana de ella. El resultado que deriva de esta imposibilidad es la implementación de un «sistema de construcción fragmentario». Existe una suerte de muro o de límite infranqueable entre el emperador y la «comandancia suprema», que es la encargada de diseñar y de dirigir la edificación de la muralla; como existe también un límite infranqueable entre esta instancia intermedia y los obreros que deben ejecutar la obra.

La no reciprocidad entre los estamentos que participan en el hecho comunicativo consagra la construcción de la obra monumental al des-obramiento, a la extenuación del gesto en la ausencia de sentido. De ahí que el levantamiento de los muros en territorio desértico, que no logran formar un todo, yacen constantemente a la merced de los embates de los nómadas. «¿La Muralla no había sido imaginada, por lo dicho y por lo sabido de todos, como una defensa en contra de los pueblos del Norte? Pero ¿de qué vale esta defensa si la Muralla no forma un todo? Además: no solamente toda defensa deviene ilusoria, también los trabajos mismos están en perpetuo peligro» (Construcción de la Muralla China, Kafka).

La Muralla no forma un todo, tiene grietas, fisuras, deja espacios en blancos. Por el contrario, la posibilidad de configurar, mediante la edificación de los muros, un trazado continuo, uniforme, radica en la construcción de una obra cuyo sentido se organiza en la perspectiva de alcanzar un propósito. No obstante, si la finalidad falla, entonces la obra monumental se vierte en el absurdo. En ausencia de un fin, que de sentido a la construcción, esta se fragmenta. Todo muro o muralla para ser tal, es decir, para preservar su identidad, su integridad, debe delimitar un espacio que permita discernir o discriminar entre un adentro y un afuera. Esta ausencia de delimitación impide que la construcción cumpla con el propósito para el que fue creada: procurar protección, servir de resguardo frente a los azotes del enemigo desconocido. Pero, si el límite o la frontera se constituye por muros que se hallan a gran distancia los unos de los otros, entonces no se puede precautelar la integridad del adentro.

Más aún, si nos trasladamos al contexto histórico de la construcción de la Muralla, la imposibilidad de discernimiento entre el exterior y el interior se ve reforzada por el hecho de que los Nómadas, a quienes la Muralla rechazaba, surgieron a partir de poblaciones que periódicamente fueron desplazadas del seno mismo de la China. El mal tan temido que viene del afuera, contra el cual los muros deben ser una barrera, yace, sin embargo, en el adentro. Es decir, no hay manera de resguardarse ante la inminente destrucción, pues esta mina la fortaleza desde su interior.

La construcción de la Muralla no produce una frontera que sea apta para propiciar una demarcación absoluta. El límite que es su trazo no puede romper los lazos entre quienes quedan adentro y quienes vienen de fuera y, a su vez, provoca una confusión entre el autóctono y el foráneo. De ahí que la edificación de la obra monumental, que debía garantizar la integración del individuo en el seno de un todo fraterno, introduzca la división en el interior mismo del conjunto unitario. Esta división es un preámbulo de la confusión babélica. En este sentido, es necesario señalar que, como se afirma en el relato de Kafka, las paredes de la gran Muralla debían «ser los cimientos sólidos para una nueva Torre de Babel». «La gran torre debe a la vez unir a los hombres entre ellos y permitirles tocar el cielo. Pero Babel es un fracaso y es de este fracaso que Kafka alimenta su imaginación mítica» (Figura de Franz Kafka, Jean Starobinski). El fracaso de Babel es el origen de la confusión y el principio de la incertidumbre que pesa sobre la identidad.

Simultáneamente, las distancias que tiene que cubrir y demarcar la gran Muralla China son tan vastas —distancia es sinónimo de pecado— que el inacabamiento se impone siempre como corolario. Por lo tanto, la edificación de los muros se ve expuesta, desde el comienzo, al riesgo de la fragmentación y de la destrucción. Las fisuras minan secretamente la integridad de la obra y, desde entonces, la angustia encuentra un elemento propicio para hacer ostensible el hecho de la finitud. La edificación de la Muralla no termina, como también queda inconclusa la escritura del texto. En este punto es preciso destacar que el cuerpo del relato forma un pliegue especular con la historia narrada por él, pues la Construcción de la Muralla China está escindida por una serie de lagunas que dejan espacios en blanco; así como el plexo del relato es discontinuo, fragmentado, lo que determina que su identidad haya sido quebrantada. Esto significa que el texto de Kafka carece de un estatuto unitario que lo torne susceptible de ser etiquetado de manera precisa. Se trata de un híbrido que combina, de manera aleatoria, la crónica histórica y la ficción novelesca. Esta deriva del relato kafkiano será, algunas décadas más tarde, asumida íntegramente por el escritor argentino Jorge Luis Borges.

A su vez, en la obra kafkiana se cruza de manera continua el tema de la construcción con el drama que vive el animal. La Madriguera es un extenso relato que quedó, como muchos otros, inacabado, al igual que la historia que en él tiene lugar. En esta, un animal, que carece de una identidad que dé pie al reconocimiento, construye frenéticamente un refugio que le ofrezca protección. Aquel ser, que no encaja en ningún orden virtual paradigmático, sigue temblando pese a encontrarse en el interior de la madriguera. Así, los muros o las paredes subterráneas son construidas incesantemente a causa del despliegue de hipótesis o conjeturas interminables que el animal se hace con el propósito de reconocer el inminente peligro que lo acecha por debajo de la tierra. En esta escena subterránea el pensamiento, que dispone con normalidad de todos sus mecanismos, es incapaz de identificar el lugar del que proviene el peligro y cuál es el animal que lo acosa. Es entonces que la fortaleza se convierte en la trampa de aquel que cava y expande obstinadamente las paredes de su refugio.

 

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En los dos relatos, el despliegue interminable de las hipótesis coincide con la impotencia del conocimiento para, por un lado, descifrar la orden del emperador, que se encuentra absolutamente retirado y, por el otro, con la imposibilidad de vislumbrar el peligro inminente, que se manifiesta bajo la forma de un ruido persistente. Tanto en el uno como en otro la distancia del receptor con respecto a la fuente emisora del mensaje es lo que determina que la interpretación se torne infinita y que el gesto tendiente al levantamiento de muros se vuelva inoperante. En este sentido, en la Construcción de la Muralla China el narrador afirma: «busca con todas tus fuerzas la manera de comprender las órdenes de la comandancia, pero solamente hasta un cierto límite, a partir del cual, cesa de pensar en aquello». Así, el fracaso al cual está consagrada la edificación de los muros acarrea consigo la impotencia del conocimiento. Ahora bien, existe un principio común en los dos relatos que moviliza el ejercicio interpretativo y exacerba el deseo tendiente a la construcción de fortalezas: el miedo del enemigo innominado que, sin embargo, nunca pudo ser visto. «¿Este miedo es tan diferente de aquel que ha devastado el inconsciente colectivo de nuestra época?» (Figura de Franz Kafka, Jean Starobinski).

En el despliegue infatigable de la gran construcción inacabada los muros se repiten; pero la repetición debe guardar, preservar la distancia que separa al uno del otro. Entonces una cuestión se anuncia inevitable: ¿cómo no ceder ante la tentación de que el comentario, la interpretación o la conjetura intenten tapar los intersticios, cubrir los intervalos, las discontinuidades, suturar las heridas? Emerge entonces la eventualidad de una palabra reveladora, omnidicente, para la cual solo cuenta la posibilidad o la necesidad de una construcción gloriosa. En adelante la palabra completa la obra, pero debe pagar el grave precio de llevarla al enmudecimiento. Los muros ya no hablan, pues les ha sido arrebatado su espacio de resonancia; o bien, se precisa de una palabra que asuma la necesidad de la carencia, de la in-completitud, del inacabamiento; es decir, que sepa guardar en ella la distancia, el intervalo, la fisura, lo discontinuo. Para ello, la palabra debe ser capaz de circunscribir la distancia, la separación, pero desde muy lejos. Solo así la interrogación se traduce en ambigüedad, en confusión. Deja que la palabra libere su parte de nada para que desde los muros nos observen, que nos dirijan innúmeras miradas improbables.

 

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