Concluye la segunda época de Trashumante

El día de hoy, al cierre de la publicación del séptimo número de la revista, concluye la segunda época de Trashumante. En esta nos propusimos establecer un diálogo en torno a algunas cuestiones que se han tornado decisivas para el pensamiento contemporáneo, cuestiones que surgen de un esfuerzo que se lleva a cabo tanto en las disciplinas científicas como en los debates que atraviesan las ciencias sociales y las humanidades. Es imposible en nuestros días sostener concepciones totalizadoras acerca del destino de la humanidad; tampoco caben formulaciones éticas o políticas que orienten las acciones de las colectividades o los individuos desde imperativos categóricos o normativas dogmáticas. La mundialización creciente no implica ni la homogeneidad cultural, menos aún la política, ni la supresión de las diferencias. Por el contrario, junto a la mundialización crecen las diferencias locales o regionales, parecen retornan los nacionalismos, prosperar los fundamentalismos religiosos, la xenofobia, el racismo y neofascismos; con ellos también emergerían varios populismos en todo el espectro político y, como consecuencia, excesos estatales, legales, punitivos. Por ello mismo, como en cualquier momento de crisis de las formas de humanidad a lo largo de la historia, se necesitan los esfuerzos del pensamiento, de la razón y de la imaginación, para comprender el mundo en que vivimos y para procurar una convivencia sustentada en la dignidad y el mutuo respeto entre individuos y comunidades humanas.

Desde mediados de 2017, cuando lanzamos la invitación para iniciar la segunda época de Trashumante, procuramos reunir tales esfuerzos. De ahí los temas abordados en los siete números: “Humanidades”, “Democracia”, “Ciudad”, “Fe”, “Libertad”, “Muros” y “El último hombre”. Siempre mantuvimos que la revista era un lugar de encuentro, de salida en búsqueda del prójimo, del próximo y del extraño, y a la vez de retorno para mantener la apertura. Entendimos ya en la primera época, en el año 2010, que la actitud crítica conlleva una responsabilidad frente a los otros, una ética que combina la defensa de la libertad de pensamiento y de palabra con la disposición para escuchar a los que difieren y para dar acogida a su palabra.

En el primer número de esta segunda etapa de Trashumante nos interesó la situación de las humanidades y su relación con respecto a las universidades, especialmente dados los cambios de sentido que ha adquirido prácticamente toda institución académica en las últimas décadas. Además, a partir de entonces podría decirse que en buena medida las humanidades han acompañado frecuentemente a los contenidos que hemos publicado. El número 2 de Trashumante se dedicó a la democracia y lo que entonces denominamos “límites de lo posible”. Parafraseando la convocatoria correspondiente, para nosotros fue y sigue siendo importante contar con enfoques críticos sobre las cuestiones fundamentales de la democracia. ¿Es posible aún la democracia? ¿Alguna vez lo fue?

En la edición número tres el interés de la revista se situó en lo urbano, específicamente en la ciudad. Con esta idea Trashumante invitó a presentar textos dedicados a explorar ecosistemas, territorios, fronteras y políticas; migraciones, identidades y soberanías; inteligencias artificiales y mundos virtuales urbanos. Para la cuarta edición se asignó un tema que creemos ha sido poco atendido en el ejercicio del pensamiento actual, especialmente en un mundo altamente secularizado: la fe. Dijimos entonces que “la fe sustituye a la certeza en asuntos prácticos y morales y dispone de lo sagrado y lo religioso como sus expresiones (…) En lo político, se exige la suscripción a alguna forma contemporánea de fe. Al igual que con la ciencia, se guarda fe en la capacidad de la democracia para arrojar unos resultados que mantengan su propia vigencia.” De manera notable no faltaron aportes que toparon la fe y otros temas paralelos que no habíamos considerado, como lo místico, lo psicológico, lo estético de la fe.

En el número cinco Trashumante ciertamente trató un tema controvertido, en principio por un motivo plenamente conceptual: ¿qué significa la libertad? Si tan solo se pudiera ofrecer una respuesta viable, pensamos que lo siguiente sería preguntarse qué hacer con ella:

¿Es posible emanciparse de las pasiones? ¿Acaso estas no son funcionales en el mantenimiento de la vida? ¿Cuál sería su conducta en un marco sin creencias, sin ataduras amparadas en una fe? ¿Es la libertad una imagen en la cual se refleja la finitud del sujeto en el mundo de la complejidad, en el cual están los otros? ¿Es en dicha finitud donde fenece? ¿La libertad radica en la confrontación del individuo con el rigor de existir?

El número seis de la revista se dedicó a indagar sobre el muro, los muros. Los textos que resultaron de aquella convocatoria ciertamente no se limitaron a los aspectos físicos de los muros (paredes, murallas, planos) sino que se aventuraron –a manera de ejemplo– a la manera en la que la modernidad ha reprocesado la sola idea del muro, aplicándola a un sinfín de situaciones, tanto reales como virtuales. El séptimo número se dedicó a algo que titulamos “El último hombre”, bajo la idea de tratar lo porvenir de lo humano, especulando si aquello podría considerarse como posthumano, y qué podría ocurrir con el mundo en el siglo en curso.

Finalmente, solo queda agradecer a quienes han colaborado con nosotros en estos siete números. En este sentido debemos reconocer la generosidad de quienes decidieron publicar sus reflexiones en Trashumante: Marlene Aguirre, Pablo Albán Rodas, Pedro Aulestia, Andrés Barreno Lalama, David Barreto, Sandino Burbano, Andrés Cadena, Álvaro Carrión, Sebastián Coba, Jorge Luis Gómez, Alejandro Gordillo, Ruth Gordillo, Camila Herrera Gómez, Mario Hidrobo, Aquiles Jarrín, Juan Manuel Ledesma, Lilia Lemos Játiva, Oscar Llerena Borja, Emilio López, Karina Marín Lara, Juan Sebastián Martínez, Lucía Mestanza, Israel Muñoz, C. Nectario, Julio Peña y Lillo E., Rafael Polo, Juan Redrobán Herrera, Vladimiro Rivas Iturralde, Rafael Romero, Francesco Rosati, Andrés Ruiz Chávarri, Iván Sandoval Carrión, Nora Sigal, Jonathan Tapia, Fabio Vélez y Santiago Zúñiga.

Igualmente, agradecemos a los lectores que nos han seguido. Su compañía ha sido parte de nuestra fortaleza.

Adiós.

 

Comité editorial Trashumante

20 de abril de 2020

Hybris, Natura, Pharmakon

HYBRIS

Lemuel Gulliver, en su tercer viaje, visita la Gran Academia de Lagado a fin de observar los avances científicos y el trabajo de los proyectistas (projectors) que procuran innovaciones técnicas. “El primer hombre que vi era de desmedrado aspecto, con manos y rostro enhollinados, la barba y el pelo largo, las ropas desgarradas en varios puntos. Traje, camisa y piel tenían el mismo color. Llevaba ocho años estudiando un proyecto para extraer rayos de sol de los pepinos”, nos cuenta el viajero. La Gran Academia de Lagado es una versión carnavalesca de la Real Sociedad de Londres para el Avance de la Ciencia Natural de la época de Newton, nada menos. En la sátira de Swift se advierte, junto a la acerba crítica de algunos hábitos de la vida académica, la suspicacia conservadora frente a la innovación técnica. Esta desconfianza, en los albores de la mecánica que desembocará en la primera revolución industrial, coincide con el golpe al orgullo humano que supone la revolución científica ―desde Copérnico, Kepler y Galileo hasta Huygens y Newton― que trajo consigo el fin del geocentrismo y la expansión del universo desde la “esfera de las estrellas fijas” hacia el infinito, y su consiguiente efecto en la filosofía ―desde Descartes, Pascal, Spinoza, Leibniz, Locke, Berkeley, y luego Hume y Kant―. El fin del geocentrismo no implicó sin embargo una superación del antropocentrismo, sino más bien su desplazamiento hacia el concepto moderno de “sujeto”, fundamento del conocimiento y de la praxis. La filosofía, de la que todavía formaba parte la ciencia (filosofía natural, cosmología), había heredado la antigua distinción entre el cuerpo (perteneciente a la res extensa) y el espíritu o el pensamiento (res cogitans). De tal distinción, en el contexto de la mecánica de la época, se deriva la concepción cartesiana del cuerpo como máquina. La parte animal del hombre es considerada una máquina, aunque sensible, problemáticamente unida al “yo”, es decir, la conciencia, el entendimiento, la razón. La filosofía mantenía así la escisión entre alma y cuerpo; postulaba que la parte animal-maquinal era perecible, mientras el alma o el espíritu compartirían la inmortalidad con Dios. Sin embargo, como es evidente en la filosofía de Spinoza o en la angustia de Pascal, tal concepción de lo humano había entrado en crisis.

En aquel esquema, aunque en la tradición cultural la luz había sido símbolo del espíritu o incluso de la divinidad, el proyectista que procuraba extraer rayos de sol de los pepinos reivindicaba su materialidad, aunque no fuese consciente de ello. A fin de cuentas, podríamos decir hoy, ¿acaso el pepino no es un resultado de la transformación de la energía solar? ¿Acaso no “almacena” en sí el pepino una cantidad, ciertamente mínima, de energía que podría convertirse en luz? El disparatado proyectista de Swift es un antecesor del profesor Pérsikov, el protagonista de la novela Los huevos fatales de Bulgákov, que a inicios del Estado soviético trabaja con un rayo “que multiplique la actividad vital del protoplasma” a fin de multiplicar la producción avícola. Y los dos son precursores ―caricaturescos― de los actuales expertos en bioenergía… Alguna energía deben proveernos los pepinos de la ensalada, pese a su insipidez, y los pollos de Pérsikov están ahora en las perchas de los supermercados.

Swift apenas podía intuir los efectos de la revolución científica de su tiempo. Hay que considerar que si bien la física aportaba conocimientos sobre los “cuerpos”, esto es, la mecánica, conocimientos que impulsaban la innovación técnica, esta adquirió pronto un desarrollo autónomo. Las innovaciones técnicas están vinculadas a las tendencias inherentes a los dispositivos existentes, no son meras aplicaciones del conocimiento científico, aparte de que muchos conocimientos científicos no desembocan en innovaciones técnicas (Cf. J. Mokyr, The Intellectual Origins of Modern Economic Growth). Impulsada por la experimentación con propósitos científicos, la innovación técnica de la época, ya con el impulso de la economía capitalista naciente, acabó por producir, en el transcurso de un siglo, la primera revolución industrial. Con ella se pasó de las herramientas artesanales a la máquina, es decir, a un constructo en el cual el mecanismo reemplaza la actividad del hombre (del trabajador), su fuerza motriz, su destreza. La máquina eleva la potencia humana, se convierte en instrumento idóneo para el dominio de la naturaleza, que se torna el ideal del progreso moderno. Se considera que hasta ese momento la naturaleza había sido el reino de la escasez (Sartre); y que a partir de entonces se invertiría esa tendencia. El dominio técnico sobre el medio natural adquirió una aceleración permanente. La naturaleza se convirtió en un enorme almacenamiento de energía potencial para el progreso humano que podía utilizarse sin término. Ese almacenamiento “natural” se junta a la acumulación e innovación constante de los artefactos tecnológicos.

 

Tres siglos más tarde de la visita de Gulliver a la Gran Academia de Lagado ―o, podríamos imaginarnos, del deán de la Catedral de San Patricio de Dublín a la Royal Society de Newton en Londres ―, el filósofo Günther Anders asiste con su “amigo T.” a una exposición técnica. “Desde que una de las máquinas más complejas de la exposición comenzó a funcionar, T. bajó los ojos y se calló. Yo me impresioné aún más cuando él escondió sus manos detrás de su espalda, como si tuviese vergüenza de haber introducido sus propios instrumentos torpes, toscos y obsoletos dentro de una alta sociedad compuesta de aparatos que funcionaban con tal precisión y tal refinamiento.” (Anders, La obsolescencia del hombre). A ese malestar lo denomina Anders “vergüenza prometeica”; vergüenza que surge de la imperfección del ser humano frente a su criatura, el artefacto, que ha potenciado la cualidad que, desde otros puntos de vista, ha sido destacada en el antropocentrismo moderno: lo prometeico. La obsolescencia del hombre aparece en 1950, es decir, en la época de los medios masivos de comunicación analógicos, de la cibernética, de la máquina de Turing, de la energía atómica y cuando la biología molecular investiga la estructura del DNA. Anders, como muchos contemporáneos suyos, insiste en la reificación del hombre que conlleva esta supeditación al artefacto. Si con el maquinismo se trasladan a la máquina múltiples acciones que ejecutaba el cuerpo humano, con los artefactos complejos que existían a mediados del siglo pasado se había provocado, a su juicio, una mayor cosificación del ser humano. Comenzaba una época en la que incluso decisiones morales o políticas pasaban a depender del cálculo efectuado por las máquinas. La vergüenza prometeica surge de esa cosificación, que a ojos del filósofo humanista implica una desmesura, una hybris que atenta contra la condición humana. Para Anders, esa desmesura conlleva, además, una pérdida de sabiduría del hombre sobre sí mismo.

La desconfianza, si es que no la condena, que la tecnología despierta entre los humanistas ha crecido al constatar los efectos que adquieren en nuestros días las amenazas catastróficas que provienen de su uso capitalista industrial. Los dispositivos tecnológicos de nuestra época elevan la expectativa de vida de los individuos, posibilitan construir impresionantes obras de ingeniería o vehículos para el transporte masivo, edificar gigantescos edificios, aumentar la productividad agropecuaria, o nos permiten conectarnos de inmediato con personas que están a miles de quilómetros de distancia. A la vez, se constatan los efectos perversos asociados con el uso actual de las tecnologías: se acelera el ritmo de extinción de especies, asistimos a la sexta extinción masiva en la Tierra, se señala la incidencia humana (industrial) en la aceleración de ese proceso en sí mismo natural. Se acentúa el cambio climático con sus consecuencias desastrosas; se contamina la atmósfera y los mares con dióxido de carbono o partículas de plásticos, o el suelo con basura y productos tóxicos… Para algunos científicos, la actividad humana, sobre todo en la modernidad tardía, a partir de mediados del siglo XX, ha ocasionado tal impacto sobre el planeta que cabe hablar de una nueva época geológica, el Antropoceno. A la vergüenza prometeica que produce la perfección de un artefacto como un robot o un teléfono inteligente o un tomógrafo (que puede examinar meticulosamente el interior de mi cuerpo, que yo no puedo observar directamente), se une la vergüenza prometeica que proviene de los desastres ocasionados por el desenfrenado productivismo de la actividad industrial.

 

NATURALEZA

Se ha considerado que la confrontación de Edipo con la Esfinge marca, en la historia cultural de Occidente, el punto de partida de la autoconciencia del hombre, del despliegue del espíritu que se conoce a sí mismo, y por tanto la superación de su condición animal (Hegel). El “animal racional”, hablante y pensante, es “animal político” (Aristóteles); se postula en consecuencia que el hombre se separa de la naturaleza, se enfrenta a ella, y organiza una “segunda naturaleza”, la social. La naturaleza deviene fuente de recursos y a la vez de amenazas catastróficas: aparece como “madre” o como “madrastra” ―aunque en nuestra época ha surgido la figura de una naturaleza-víctima―. Ámbito de la vida humana, combina al mismo tiempo abundancia y escasez, lo que incita al entendimiento a conocerla para dominarla. Todavía en nuestros días es usual recurrir a la oposición entre hombre (humanidad, cultura) y naturaleza… tanto que se pronuncian enunciados como “nos están arrebatando la naturaleza” o “estamos devastando la naturaleza”, hasta consignar, junto a los derechos del hombre, del ciudadano o de las colectividades, los “derechos de la naturaleza”, aunque no se establezca cuáles serían ellos (no abordaremos aquí el antropocentrismo que conlleva esta inserción de la naturaleza entre los sujetos de derechos).

Se podría afirmar que la cultura filosófica occidental, hasta el humanismo aún superviviente, ha insistido en esta contraposición entre hombre y naturaleza. Tal contraposición, por demás problemática, solo puede fundamentarse en la distinción entre “sustancias”: cuerpo (materia) y espíritu (pensamiento). Pero tal distinción cartesiana comenzó a desdibujarse con el Idealismo alemán y a sucumbir desde Darwin y Freud, en adelante. Uno de los golpes más contundentes al orgullo humano ha sido sin duda la teoría de la evolución, completada luego por la paleoantropología. El hombre es un animal reciente; los homínidos aparecieron hace unos cuatro millones de años (Lucy habrá vivido hace unos 3.500.000 años), se han registrado para ese período varias especies de homínidos hoy desaparecidos. El homo sapiens sapiens aparece hace unos 100.000 años… esa es más o menos la posible edad de nuestra especie, pues desde entonces no se han modificado las características que se suelen considerar en la diferenciación morfológica de las especies de homos (en tal período ha habido además del homo sapiens sapiens otras especies de homos superiores ya extinguidas: el homo floresiensis, el hombre desinovano o el hombre de Neandertal, considerado por algunos como una subespecie de homo sapiens). Los estudios de los restos fósiles de homínidos y homos permiten establecer los cambios sucesivos operados en los “cuerpos”, a partir de la posición erecta. Las modificaciones del cráneo (aumento de la capacidad craneal hasta alcanzar los 1.400 cm³ y complejidad del cerebro, configuración de la cara, transformación de la mandíbula, pérdida de incisivos, aumento de la cavidad bucal) y de la mano están vinculadas esencialmente al uso y a la producción de instrumentos. Leroi-Gourhan, en Le geste et la parole, desarrolló exhaustivamente la investigación sobre el proceso evolutivo que dio origen a la especie, mostrando la íntima correspondencia entre las transformaciones anatómicas, la producción de instrumentos ―que tiene un aspecto cultural desde su inicio― y el lenguaje. En la “naturaleza” del hombre está su condición técnica, no hay “hombre” que anteceda a la técnica; más aún, la técnica arraiga en el mundo animal prehumano. La técnica no se reduce a la producción y el uso de instrumentos. También la voz surge de transformaciones de la cavidad bucal, el lenguaje es instrumento de comunicación y luego de reflexión y autorreflexión, es el sustento material de la memoria social. El lenguaje se inserta en el horizonte de la técnica. No hay continuidad lineal dentro de la evolución, pero sí aspectos que comparten entre sí las distintas formas de vida. El lenguaje (la palabra) y el pensamiento son en principio peculiaridades del hombre ―¿solo del homo sapiens?―, pero procesos de comunicación entre individuos de la misma especie y evidentes formas de inteligencia, no solo de sensibilidad, se constatan en un sinnúmero de especies animales. De esta manera, lo que para la tradición filosófica y religiosa de Occidente era el fundamento de la superación de la condición animal en el hombre, el “espíritu”, echa raíces en la “historia natural”, en la evolución del mundo animal, y, como aspecto de esta evolución, en la técnica.

 

 

La naturaleza no es exterior a lo humano. La “naturaleza” está en lo humano y en su proyección, ya sea esta simbólica (sea a través del lenguaje verbal o de otras modalidades de procesos semióticos) o material (artefactos), está en la interacción entre los hombres, en las instituciones que se forman en las sociedades. Lo humano es construcción ―y destrucción, reestructuración― permanente de entornos artificiales: moradas, campos de cultivo agrícola o de pastoreo, ciudades, herramientas, medios de comunicación, desde senderos perdidos en el bosque hasta Internet… Desde el inicio, la guerra ha sido el medio de disputa por los recursos; la guerra a su vez ha impulsado hasta hoy la innovación técnica. Lo humano es “apropiación” de la naturaleza, es decir, transformación permanente de ella. Es producción ―y destrucción― de formas culturales. Si es posible hablar de un fundamento de este modo de ser de lo humano, habría que encontrarlo en la condición de incompletitud que pertenece al hombre. Hay una carencia esencial en el ser humano ― si es que tiene algún sentido decir que la carencia es “esencial”. La “necesidad” del hombre no tiene fondo, no puede satisfacerse de modo total o cabal. No hay complemento posible que cierre esa condición de incompletitud.

¿A qué puede llamarse “naturaleza”, entonces? ¿A las selvas donde viven “pueblos no contactados”, a los que se considera a su vez como si fuesen “hombres naturales”? ¿A qué puede llamarse “paisaje natural”? Un paisaje siempre forma parte de alguna historia cultural. Más aún, las tecnologías contemporáneas penetran en los códigos genéticos. Si hace unos diez mil años se inició la domesticación de plantas y animales, hoy se pueden producir mutaciones de individuos o de especies, incluidos los individuos de la especie humana, y potencialmente incluso ella misma.

Por otra parte, también la distinción entre hombre y máquina desemboca en una paulatina borradura de límites, no solo por la creciente robotización y automatización de los procesos de trabajo, sino a causa de la importancia que cobran las prótesis y los injertos de órganos. En principio, una prótesis es el implante de un artefacto en el cuerpo para suplir una carencia o un daño. Pero ¿acaso cualquier instrumento no es ya una prolongación o sustitución de un órgano humano, de la mano (herramienta) o del aparato vocal (palabra)? La tercera pata del animal por el que pregunta la Esfinge a Edipo, el bastón sin el cual el anciano no podría caminar, es a su modo una prótesis. ¿Qué es, en relación conmigo, este cúmulo de artefactos sin los cuales me sería imposible escribir estas líneas ahora mismo? Escritorio, computador, Internet, red de energía eléctrica, libros, palabras. Soy un individuo inserto en una comunidad (¿en una sola?)… Solo me es posible existir en un mundo histórico, por tanto, “artificial”. En este sentido, los seres humanos de nuestra época, conectados a una serie de “aparatos inteligentes”, de alguna manera podríamos ya ser considerados ciborgs. ¿Acaso gran parte de nuestra conducta cotidiana, de nuestros hábitos, especialmente nuestros patrones de consumo y hasta nuestras decisiones políticas, no son el efecto de instrucciones dadas por máquinas a partir de acumulación de datos obtenidos a través de la inmersión en los actuales artefactos? ¿Qué sería de un humano hoy día sin la compleja articulación de máquinas, muchas de ellas automáticas u operadas digitalmente?

Lo que traen de nuevo las tecnologías de nuestra época es la radicalidad de esa singladura entre individuos y colectividades humanas con los artefactos, al punto de trasladar procesos ya no solo operativos manuales o de la fuerza motriz a la máquina, sino procesos complejos de cálculo, de acumulación de memoria o de codificación y circulación de las informaciones e instrucciones. Más aún, es posible producir modificaciones en el ser humano a través de implantes inteligentes o de la ingeniería genética… Lo cual nos conduce a pensar en términos por completo diferentes algunas cuestiones éticas, como la eutanasia o la eugenesia, o a preguntarnos nuevamente qué sea un ser humano. De cualquier manera, la especificidad de lo humano incorpora y desplaza la noción de “cuerpo”, al que están vinculados tanto su especificidad animal como el lenguaje y el pensamiento (la mente), y también los artefactos.

 

PHÁRMAKON – NECEDAD Y SABER

Volvamos a la “vergüenza prometeica”. No cabe duda de que existen procesos catastróficos en nuestra época que están asociados con el uso de los dispositivos tecnológicos. La especie humana es depredadora, lo ha sido a lo largo de su historia. Las utopías de hoy sueñan en reducir o superar esta condición, de frenar las catástrofes que provienen de la actividad industrial moderna y contemporánea. Es posible que los desastres cambien por completo la fisonomía del planeta. Sin embargo, aun la extinción de la especie humana ―en realidad, muy poco probable en las condiciones actuales― no implicaría en absoluto la total destrucción de la naturaleza, sino de algunas de sus formas. Como sucedió en las otras grandes extinciones masivas de formas de vida, si llegase a acontecer una catástrofe de la dimensión que anuncian los apocalípticos más pesimistas, probablemente aparecerían otras especies, otra “naturaleza”. La “historia natural” no depende de la “historia humana”, ni está vinculada a esta, salvo en el periodo reciente de aparecimiento y vida del homo sapiens. Es necesario llevar la crítica del antropocentrismo hasta su extremo. El hombre e incluso el “superhombre” no son el sustituto de Dios.

Ante la devastación en curso no tienen sentido los llamados a un retorno a la supuesta “vida natural”, aunque sí lo tiene la apelación a una actitud responsable y crítica frente al productivismo y consumismo desaforados, con sus efectos catastróficos. Por el contrario, los más acuciantes problemas para nosotros, en el mundo en que vivimos, requieren de más tecnología, o de una modificación profunda de su uso. ¿Cómo enfrentar las pandemias? ¿Cómo controlar o disminuir los efectos del cambio climático? ¿Cómo salvar las costas, las ciudades situadas a nivel del mar, ante el muy probable ascenso del nivel de las aguas como resultado del calentamiento global? ¿Cómo limpiar los mares o los suelos, cómo enfrentar períodos de inundaciones y sequías o la desertificación? ¿Cómo resolver la provisión de alimentos, salubridad, agua, educación, cómo combatir la pobreza en nuestra época?

Parece necesario replantear la “pregunta por la técnica”, más allá (o más acá) de Heidegger, así como de quien fuera su estudiante, Anders. Tal replanteamiento obliga a extremar la crítica al antropocentrismo, a desplazar la noción de “el hombre” dentro de la reflexión filosófica. Parte decisiva de tal estrategia de indagación sobre el mundo en el que vivimos, sobre nuestra propia condición epocal, tiene que ver con una comprensión de la técnica en su específica configuración, que no se circunscribe al uso que se da a los instrumentos, o a las finalidades para los que fueron producidos. Poco después de que apareciese el libro de Anders sobre la obsolescencia del hombre y de que Heidegger pronunciase su conferencia sobre la técnica (1952), Gilbert Simondon presentó en 1958 dos tesis de doctorado: La individuación a la luz de las nociones de forma y de información y Sobre el modo de existencia de los objetos técnicos. Entre otras cuestiones que adquieren una creciente importancia para el pensamiento contemporáneo, Simondon lleva a cabo una crítica de los dos modos en que se ha abordado la causalidad en la tradición filosófica, y por tanto científica: por una parte, el esquema hilemórfico, que establece las conocidas cuatro causas aristotélicas: formal, material, eficiente y final; y por otra, el esquema sustancialista, que establece la preminencia del ser sobre el devenir. Frente a esos esquemas, que “suponen que existe un principio de individuación anterior a la individuación”, Simondon considera que lo que existe es un proceso de individuación que engloba y sobrepasa al individuo. La estructura de los individuos (ya se trate de un individuo de una especie o de la especie como individuo; ya sea un cristal, un ser vivo o un ser humano psico-socialmente considerado, o ya sea una máquina) implica una relación “transductiva” entre los términos que la componen, una relación dinámica entre componentes que no son externos a la estructura, que no tienen relación de precedencia entre ellos. Por su parte, la configuración de un objeto técnico industrial no está constreñida por la demanda de su uso, sino que su estructura contiene una energía potencial que va más allá de ese uso. La crítica al hilomorfismo desplaza la importancia concedida a la intencionalidad de la causa eficiente (el creador, el productor), y de su complemento, la causa final, el destino del objeto, que estaría asimismo determinado de antemano en la intencionalidad. Los objetos técnicos de nuestros días contienen una energía potencial que podría incluso impulsar formas de uso capaces de revertir los efectos destructivos de su uso actual, supeditado a la dinámica del capitalismo, antes industrial y hoy financiarizado. Las tesis de Simondon han sido retomadas, entre otros, por Bernard Stiegler, uno de los pensadores contemporáneos que procuran replantear el debate en torno a la técnica.

En Stiegler, que retoma las vías de pensamiento abiertas por Simondon y Deleuze, hay una afirmación del devenir ajeno a cualquier predeterminación, incluso a cualquier dialéctica. La crítica al antropocentrismo tiene en él otro componente que resulta decisivo para pensar la técnica: la tensión implícita en ella de dos aspectos de la condición humana, el saber (savoir) y la necedad o estupidez (bêtise) (Stiegler, États de choc. Bêtise et savoir au XXIe siècle). Ya no se trata de contraponer una parte “animal” (necedad, estupidez) al pensamiento (intelecto, razón), sino de considerar la singladura de estos términos en permanente tensión: “La estupidez no es jamás extraña (étrangère) al saber; el mismo saber puede devenir la necedad par excellence, si así se puede decir.”. La investigación tecnológica del profesor Persikov y la delirante respuesta de la burocracia ante el desastroso resultado de ella, en la novela de Bulgákov, es cabal metáfora de esta singladura. La catástrofe proviene de una situación en la que confluyen: la dirección errónea (necedad) que se da a la investigación científico-tecnológica, una acuciante necesidad social y económica (alimentos en época de escasez), la intervención del aparato burocrático (del Estado soviético, en su caso), las características psicológicas y los prejuicios del sabio, de sus colaboradores y de los funcionarios.

 

 

Stiegler retoma el significado del término griego pharmakón con el propósito de destacar que las técnicas (no solo las médicas) pueden tener, en su uso o potencialmente, efectos tanto positivos como negativos, constructivos o destructivos, incluso devastadores. Un fármaco es potencialmente o medicina o veneno. Esta condición no es solo resultado de la actividad humana, sino que está ya ahí, en la naturaleza, desde el comienzo de la vida, pues se inscribe en el sustrato bioquímico de cualquier forma de vida. Las técnicas actúan y a la vez forman parte del entramado de materias que proveen medios de vida o son inocuas o dañinas, mortales.

Los efectos destructivos del cambio climático, por ejemplo, requieren el despliegue de las potencialidades “curativas” de la tecnología actual. Pero, ¿por qué no prevalece esta vía de utilización de la tecnología? Stiegler apunta hacia una comprensión de la complejidad que articula la estructura de la técnica con otras estructuras que configuran el mundo contemporáneo: las psico-sociales, la económica que tiene una dimensión planetaria, la política. ¿Hasta qué punto, cabe preguntarse junto a Stiegler, los usos actuales de las tecnologías, como también el freno a otras posibilidades de utilización en ellas contenidas, no depende de otro término en relación con la tecnología, en concreto, de la economía capitalista? ¿Son las tecnologías por sí mismas o es el capitalismo financiarista de nuestra época lo que provoca la deriva hacia la catástrofe? No cabe duda de que el automatismo implícito en la lógica del capitalismo financiarista de nuestra época, que desemboca en el productivismo de objetos y de servicios consumidos vertiginosamente, que deben ser aniquilados y reemplazados de inmediato en una aceleración sin término, se despliega ante la evidente crisis de las formas políticas (estados, organismos internacionales) subordinadas a esa deriva del capitalismo. La racionalidad técnica de los aparatos de gobierno (estatales o supraestatales) se supedita a la estupidez que surge de la deriva devastadora del capital. El uso de las tecnologías, que implica a la vez el impedimento de realización de múltiples de sus potencialidades, se torna entonces destructivo.

Alguna vez se dijo que solo un nuevo dios podría salvarnos (Heidegger). En otra ocasión se dijo que solamente la salida a un exoplaneta podría salvarnos (Hawking). Junto a las prédicas apocalípticas, el sueño de un escape. Frente a este, cabe insistir en la necesidad de una vía distinta para el pensamiento: la crítica de la razón tecnológica que debería acompañarse de una crítica de la economía política y de la política de nuestra época.

La des-figuración de lo humano

Andrés Ruiz Chávarri

 

“¡Ay! ¿Se aproxima acaso el tiempo en que el hombre no podrá ya disparar las flechas de su anhelo más allá del hombre mismo, y la cuerda de arco no podrá ya vibrar? Yo os anuncio: es preciso llevar aún algún caos dentro sí para poder engendrar estrellas danzarinas. Yo os lo anuncio: aún se agita algún caos en vuestro interior.”

Friedrich Nietzsche, Así habló Zarathustra

 

La crisis de las humanidades tiene su origen en el resquebrajamiento de la figura del hombre. Las luces, las sombras y las formas materiales son los contornos de la figura. El hombre como conceptualización es un contorno que ha cambiado a lo largo de la historia, mutando sus posturas y ademanes. Restos de piel y huesos son la materia del sedimento que luego es posible leer como estratos geológicos. Capas de pensamientos e ideas que se superponen una a las otras, en algunos casos se complementan, en otros se niegan, y finalmente, en todos propician la mutación del modelo que puede llegar a llamarse la figura del hombre.

El hombre como concepto es una estatua hecha de capas. De esta manera, con el devenir de los siglos, se construye un modelo que los individuos miran con ansias para encontrar un referente concreto de nuestra naturaleza. Miramos la escultura para encontrar significado a nuestro devenir en el tiempo. Desde la soledad del ser particular y único, buscamos un paradigma como puerto de llegada en el que culminen los millones de proyectos aislados que son las personas. Son incontables las esculturas, estatuas, modelos, figuras que se alojan en los parques, jardines, palacios y plazas. Reyes, filósofos, diosas, pensadores, conquistadores: incontables modelos ideales se han jactado de ser formas esenciales para definir al humano.

El lugar de enunciación romántico, idealista, moralista y platónico adora a las figuras que han pretendido imponer un orden de esencias eternas. La entropía natural de las partículas, en otras palabras, las experiencias vitales individuales, se expanden

frenéticamente en miles de brotes semejando a grama silvestre. El desorden toma las riendas de lo humano, que ya desde el siglo XX no es un lugar de llegada, como lo expresó Zarathustra: “Lo más grande del hombre es que es un puente y no una meta. Lo que debemos amar en el hombre es que consiste en un tránsito y un ocaso”. (Nietzsche, 1982, p. 38) Este ocaso es el preámbulo para la declaración del “último hombre” que Zarathustra anuncia en la plaza.

El concepto figura, entendida como forma, perfil y contorno de un objeto, se problematiza al momento de coexistir con el sustantivo humano. Las partículas tienden a dispersarse, el desorden es matemáticamente más probable. Guardar las formas y la figura es una acción de resistencia al cambio, a lo aleatorio que son los seres humanos. La figura humana, en singular, busca constituirse como un significante céntrico que contenga en sí misma la raíz del significado del humano, y que además sea una especie de fuente de energía para que los individuos encuentren el motor de su existencia. En este punto se sacraliza la figura como un ídolo que debe ser venerado.

¿Qué figura puede adoptar o tener el humano después de la crisis de la figura y el modelo? ¿Es posible esbozar un último hombre? Estas interrogantes nos llevan a la pregunta legendaria, ¿qué está en el centro? O, para ser más preciso, ¿en torno a qué titán supremo orbitan nuestras existencias y el significado que pretendemos asignarle?

En este punto, cualquier ideal platónico y esencialista es confrontado por la imposibilidad de una figura determinada. Se cumple el edicto de Zarathustra y se agrietan aquellos ídolos que hemos llamado héroes. La llegada del último hombre, o más bien, su premonición, cuartea las estatuas de oro que por siglos iluminaron los caminos nebulosos de la humanidad. Entre los ídolos fenecidos se encuentran aquellos grandes arquetipos que dan vida a las culturas occidentales. El antropocentrismo que delimitó el inicio de la era moderna se cuestiona en sus bases ante la desfiguración de los santos y los dioses. Esta fractura hiere la médula de los arquetipos.

 

 

 

 

La crisis del héroe virtuoso y modélico, que en sus apoteosis lindaba con lo divino, es el camino hacia la secularización de la cultura occidental. Y, en consecuencia, cabe

preguntarse por la posibilidad de un héroe secular y profano que preceda al último hombre profetizado.

El mismo Joseph Campbell como autor referente del héroe occidental y el monomito asevera, “creo que esta es la gran verdad occidental: que cada uno de nosotros es una criatura completamente única y que, si hemos de darle algo al mundo, tendrá que venir de nuestra experiencia y de la realización de nuestras propias potencialidades, no de las ajenas.” (El poder el mito, 1991, p. 179) Cada sujeto encuentra en su casuística las supuestas formas que guíen su recorrido. Campbell marca una diferencia geopolítica que no es posible obviar y en la que coincide con Nietzsche: Occidente es territorio del último hombre.

Alan Badiou, en su conferencia dictada en 2006 en la Universidad de California, “La figura del soldado”, afirma: “El último hombre es la figura exangüe del hombre desprovisto de toda figura.” La palabra exangüe se refiere a una figura falta de fuerzas, agotada y para ser más precisos con la definición, desangrada. El modelo se quedó estéril de toda energía vital para inspirar a los humanos y que encuentren un refugio en su regazo. El filósofo francés busca una nueva figura, ya que para él no es válido el nihilismo puro en donde la figura simplemente desaparezca y cada individuo trace un camino alejado del sentimiento de comunidad humana, es decir de humanidad. “En tiempos desorientados, no podemos aceptar el retorno de la vieja y mortífera figura del sacrificio religioso, [el héroe guerrero] pero tampoco admitir la ausencia absoluta de toda figura y la desaparición radical de cualquier idea de heroísmo [nihilismo]”

Badiou no acepta la desaparición de la figura humana. En consecuencia, acepta la caída del paradigma del héroe guerrero como una forma arcaica y aristocrática que se legitima a través del sacrificio de sí mismo por un fin superior, un fin divino y religioso; y en oposición, ahonda sobre el modelo del soldado, que a partir de la revolución francesa en 1789 se posicionaría como una nueva figura heroica con matices democráticos y colectivos.

El soldado desde su anonimato contiene en su figura la fuerza de una acción colectiva. Es a esa praxis colectiva a lo que un filósofo como Badiou se resiste a renunciar. Para este autor es un requisito apremiante “crear nuevas formas simbólicas para nuestra acción colectiva.” De esta manera vemos que después de la caída de los ídolos continúa la necesidad de encontrar un astro que guíe el accionar humano, “Debemos encontrar un nuevo sol; en otras palabras, un nuevo paisaje mental.”

La estructura mental, el paradigma, la figura, son una necesidad inherente al pensamiento humano. La operación cognitiva enclaustra los hechos concretos y los convierte en conceptos. El problema consiste en la singularidad de la figura. El último hombre fue tan hombre que sucumbió por su extrema singularidad. En un universo de variedad, la forma única no alcanza a sostener la masa de complejidad. La figura de un hombre como referente único se agotó en su propia majestuosidad, ya que recibió adeptos. La plegaria al único ídolo agotó su fuerza y lo debilitó como referente de las acciones humanas.

En el siglo XXI se avizora una etapa compleja en la que el ser humano no es ningún sujeto de posible pleitesía, al contrario, las corrientes críticas se han convencido que el hombre es un concepto que debe ser rebatido. Badiou busca un nuevo sol, esta pretensión es desmesurada, ya que no podemos esperar encontrar un nuevo astro en torno al cual giren nuevamente todas las acciones colectivas. Ante la crisis, cada una de las humanidades busca su propio sol. El último hombre abrió la posibilidad del amorfismo de lo humano.

Lo que queda claro es que el modelado, la soldadura, el ensamblaje de la figura de lo humano es una actividad que quedó para escuelas de otros tiempos. Las formas perdieron su capacidad de delinear con pulcritud al héroe. La figura derivó en su desfiguración. El rostro, las virtudes, las posturas del cuerpo no son definibles. Son líneas y trazos abstractos. La transformación del arte pictórico parece ser el mejor ejemplo de cómo ha cambiado la intención de dar una definición del hombre. Las manchas y las formas más remotas son la única posibilidad de esbozar ese sol que anhela Badiou.

 

 

El ser humano dejó atrás los arquetipos sagrados para ahora moverse en conceptos que recorren la contemporaneidad con fluidez. La ambivalencia de las formas es el nuevo modo para encontrar un modelo del ser humano. Su esencia posiblemente sea que la palabra humano escape de tener una diferencia específica. El humano regresa a su condición de organismo viviente. Un cuerpo que existe en tanto cuerpo. La forma que adopta el hombre es la imposibilidad de tener una definición final.

Sin figuras que centren y enfoquen los incontables objetivos personales se dificulta aquella acción colectiva que espera Badiou. Al reemplazar la singularidad a cambio de las pluralidades, no es posible hablar de una acción colectiva, sino más bien de acciones colectivas. Y el siguiente reto que se presenta es entender cómo podemos ir hacia algún lugar como comunidad humana con tantos y tan diversas prácticas políticas. La comunidad democrática reconocerá su propia estrechez y rigidez ante tanto movimiento.

La desfiguración de lo humano marca un cambio de era en la que los sujetos temporales se sienten altamente apasionados para defender desde la praxis la diversidad, con la dificultad de conciliar tantas versiones del ser humano. Ese es el reto que precede al último hombre. La desfiguración trae una incertidumbre que posiblemente sea lo que caracterice a los nuevos modelos humanos. Cada uno de ellos, desde su criticidad, aceptan la falta de rumbo y viven en carne propia la ambivalencia. En este contexto, las posiciones radicales se arriesgan a definir, y, por lo tanto, renuncian a su nueva condición desfigurada.

Queda atrás, queda para la memoria, la asociación de la belleza con la forma. La dificultad reside en hallar la belleza en la imposibilidad de una forma perfecta y placentera. La desfiguración reemplaza la forma por una masa amorfa que guarda en sí misma, en su variabilidad, la condición humana.

Es inevitable que los humanos atravesaremos un periodo de encuentro con las sombras, ya que en ellas residen los monstruos amorfos. Lo monstruoso, asociado a lo amorfo, es la dificultad mayor. La variedad de formas propicia lo extraordinario. El juicio crítico debe adaptarse a la imposibilidad de catalogar tantas figuras, un bestiario infinito de organismos, con tantos destinos bifurcados hasta la infinitud.

Stalker, el amigo de la vereda errante

Sandino Burbano

 

En una nación desconocida las habladurías afirman que ha caído un meteorito: quienes lleguen al sitio del impacto, se rumora, conseguirán hacer realidad su deseo más íntimo. Con ello puede considerarse que la palabra ha caído sobre la población y tiene peso para intentar movilizar a algunos de sus miembros. La palabra –o las palabras enhebradas por el impulso de lo racional– adquieren un sentido de parto: impelen a los más inquietos a dar relieve a su sentimiento escondido, a convertirlo en estatua visible si logran arribar al espacio de la concreción. Hasta entonces, el deseo ha sido una estatua esculpida hacia adentro. Los limita e impide el gozo mayor. Por otra parte, la palabra dejó transitoriamente de ser, de algún modo, un sonido para intercambiar ideas; esta ha adquirido una dimensión única: impeler. Extraño que suceda en el gran cine, cuyo carácter se enraíza en la imagen para definirse. ¿Ha sucedido por tanto una reducción? ¿Prosigue la cinematografía arraigada notablemente en la literatura sin poder levantar vuelo y ser un arte liberado? ¿Debe hacerlo? Estamos hablando de Stalker, película rusa dirigida por Andrei Tarkovsky en 1979 y también conocida como La zona.

La obra nos muestra a un guía: el stalker (hacedor), paradigma de la fe más profunda en las potencialidades de los individuos, acaso convertida ya en delirio por su permanente chocar con el mundo o, al menos, debido a un permanente impacto contra lo mezquino. Este adjetivo es, tal vez, la cuerda gastada de la existencia por donde deberán transitar dos personas que aspiran recalar en la región del meteorito: un físico y un escritor. Es decir: la indagación científica y la exploración de lo humano y de su entorno desde lo artístico. Quizás las expresiones culturales más altas producidas por la civilización, dispuestas a dejarse conducir por un enunciado orgánico y primario: la fe, el stalker, el guía.

¿Se encuentra en lo primario lo clave en su estado más puro? ¿Se halla en el pensamiento científico o en el aliento del arte? Físico y escritor para ir hasta «la zona» buscan refugio en lo embrionario o simulan efectuarlo para ver qué ocurre. La región donde cayó el meteorito está cercada por el ejército, pero ninguno de sus miembros se atreve a ingresar: murieron casi todas las personas que lo hicieron. Es decir que la fuerza bruta desempeña un rol aparte en esta búsqueda. Parece no tratarse de la fe a como dé lugar sino de una acompañada por la plasticidad en movimiento de lo intuitivo, con lo cual el guía pretenderá conducir a los dos hombres.

Hace un rato se consideró el adjetivo mezquino como una soga gastada a transitar por ellos… Por contraste, el filósofo germano Friedrich Nietzsche escribe acerca de una cuerda entre el animal y el superhombre que debe recorrer la condición humana hasta definirse como un «humano último». ¿Qué limita a este? «Es incapaz de despreciarse a sí mismo», asegura el germano, «y por ende incapaz de convertirse en superhombre. Se trata de su etapa más crítica».

¿Es el ego entonces su barrera? ¿Uno devenido en egoísmo para consigo y que le impide explorar otras posibilidades existenciales? ¿Ha hecho de sí una estatua y la lleva por dentro?

 

Lo mezquino, soga desgastada a transitar con el riesgo de caer al abismo. ¿Por qué no encaminarse a través de lo generoso o sus afines? Sencillamente, es el resultado de la existencia. Dejemos caer esta cuerda sobre el paisaje por donde se desplazarán los tres sujetos, que se diluya en el mismo.

Con sigilo y mucho riesgo logran superar el cerco militar o fuerza bruta. Pronto se los observa en primeros planos (registro de sus rostros) al avanzar en una vagoneta de tren por rieles abandonados: es posible que esos planos nos comenten que la naturaleza superior de la hechura humana, lo que piensa, corrige sentimientos y endereza acciones, procurará reinar en adelante… Atrás queda lo conocido como vieja cultura o estatus quo.

Han abandonado la vagoneta y ahora tienen delante un paisaje verdoso que el stalker define como lleno de peligros. Asegura que ir en línea recta sería lo peor; deben dar rodeos y efectuar consideraciones sobre lo que se ve y se siente para no perecer: entiéndase «no caer al abismo». ¿La cuerda nietzscheana? ¿El espacio a recorrer hacia el superhombre? El guía lanzará una tuerca y los tres se dirigirán tras ella. Se volverá a impeler e irán hasta el sitio en que cayó. Así, tantas veces como se lo requiera hasta llegar salvos al sitio anhelado. Una tuerca. ¿Algo mejor que un objeto hecho de sustancia elaborada por la tierra para trazar la ruta perfecta? ¿La sensibilidad inexplorada del mineral es lo trascendente?

Corresponde marchar sin interferencia de la palabra y en estado de trance, ser engranaje con el objeto arrojado por el guía, el físico y el artista, en turnos. Existir como parte del silencio para poder escucharse a uno mismo y también a las notas de la quietud para poder examinarlas a fondo. Que el corazón y la mente dibujen solo un soplo justo, mas salta una duda y luego otra: ciencia y arte no se acoplan. Los hombres que las representan discuten acerca del sentir y la consideración más apropiada para una situación como esa. No creen realmente en el guía: la intuición pura. El no acuerdo se da en palabras que son piedras donde trastabillar, no es enunciado que ensanche y haga más segura la cuerda.

Otra vez la película ha incurrido con vigor en la expresión oral para buscar su reflejo fílmico particular, acción que mantendrá indistintamente hasta el final. Por lo general, la imagen muestra las siguientes actividades de los tres personajes: caminar, detenerse, sentarse, acostarse, discutir, hablar, susurrar… Actos que intentan dar con el estímulo exacto para avanzar sin peligro. Se configura con ello una suerte de escenario teatral, de radionovela, de diálogos que a veces adquieren tono de ensayo: se aprovecha el espacio para ubicar a personajes y objetos en función de las reglas más clásicas de la fuerza pictórica. Puede entonces que no se trate de una reducción del cine sino que se lo deconstruya en las diversas artes que lo animan como idea: si todo se encuentra desarmado, hay coherencia con el desplazamiento de los protagonistas en procura de su sentido propio.

De nuevo chocan pareceres el escritor y el científico, luego hacen burla de ese movimiento verbal. El stalker dice que está bien, que la verdad nace de la confrontación: esta podría orientar algún paso. Aseveración del escritor contra el físico: «la existencia de toda tecnología y de toda máquina no pasa de representar muletas, un miembro artificial para el avance de la humanidad». Considera que el individuo «está para crear obras de arte». A diferencia del resto de actividades humanas, «esta es altruista, un eco de la verdad absoluta!», grita. ¿La verdad estará incrustada lo justo en el flameo de su resuello?

 

Cuando se mencionó la existencia de sus primeros planos (rostros de los andantes) al transitar en la vagoneta, se indicó que acaso con ellos se pretendía enfatizar en el trazado superior de la especie humana (y no en sus pies): la capacidad de generar ideas aptas para provocar sentires adecuados y actitudes pertinentes como para moldearse en la frecuencia necesaria durante el ir hacia la meta esperada. Eran primeros planos, por tanto, un «cine más puro» según la tendencia histórica de este arte, lo que quizá sugiere un ensanchamiento del uso del primer plano más conocido. El primer plano se convierte en una panorámica. Más todavía, con el pensamiento llevado para adelante en la vagoneta se amplía el tono narrativo del cine.

El lenguaje de planos busca elaborar un camino, quiere establecer una dialéctica.

Las imágenes con frecuencia se muestran en deterioro a través de lo agreste (primigenio) y proceden de la ejecución humana: tanques de guerra oxidándose, un auto quemado, agua empozada a la manera de un lago sucio en un túnel de fierro descompuesto, además de un oleaje de arena petrificado… Deseable para alguien que lo viera todo desde fuera, que los colores y las texturas se convirtieran en un trazado de algas sin fortaleza, al alcance de su mano: una desmitificación de la existencia. Pero ¿es necesaria esta marcha? ¿En verdad se la quiere? La duda de los personajes es un tracto oscuro del universo. La semblanza artística de la película quisiera ser una sombra del firmamento discurriendo. Hay nuevas argumentaciones y réplicas en los andantes. Pensando en positivo, digamos que el trayecto recorrido por los tres podría ser el significado de una letra y que quizá la conciencia anhelada los asiste, sin embargo…

Fiel a la idea de A. Tarkovsky, en el montaje (combinación de tamaños y propósitos de los planos cinematográficos) no está la vértebra superior de esta película ni del cine mismo, como suele considerarse lo apropiado; la acción se desarrolla solo en un plano hasta que este adquiera significado propio con el tiempo transcurrido que se ha encapsulado en el mismo como un gran aliado. Esto abre la posibilidad para que el plano siguiente tenga sus particularidades. Es decir, que el tiempo en el interior de las tomas es una piedra pesada a horadar, traslúcida, densa, donde todo cuesta: comunicarse, comprender, armonizarse, encontrar un espacio para la alegría. Será por ello que el director habló de «esculpir el tiempo» del cine como vía para declararlo un suceso artístico. Además, pidió a Eduard Artémiev, compositor, que la música de este filme fuera sonidos de la naturaleza de manera que, al filtrarse en los aparatos electrónicos, alcancen los ecos y las resonancias de una pieza instrumental. Para el director ruso, la naturaleza era la música en sí. Debía trasladarla de un envase (originario) a otro (aparatos producidos por la civilización) para ubicarla en las imágenes de sus películas… Como si le hiciera un guiño a la alquimia. ¿Se considera la mano suelta de lo anhelado?

En este trayecto recorrido por el guía, el científico ha intentado abrir caminos, llevar el hilo de la vida como si fuese un barrilete. El escritor procuró seguirlo y contradecir. La ciencia no logra dar plenitud a su propósito. El stalker es un lazarillo de hablar rápido para que su verbo procure ser réplica del palpitar eterno… Científico y escritor: solo eminencias. Más allá, la nada: matriz de cada anilina y ligazón. Todas las personas van a la espalda de los tres viajantes. Cualquier cálculo mental se transforma en leña. ¡Gritos! ¡Desespero! El escritor quiere distraerse pateando objetos caídos pero salta el guía: a la conciencia se la respeta… ¡Cuidado algo de eso sea ella! Para arribar a la misma, deben hacerse a un lado las inconsistencias. La acción literaria debe apartarse de lo superfluo. El escritor se molesta: ¿está acostumbrado a la ficción?

Se ha arrojado muchas veces la tuerca e ido por ella. ¿Se orbitó el mineral hasta ser sus satélites perfectos y de ese modo los puso delante de la meta? ¿Lograrán ser ciencia y arte, juntos, lo más vasto?

 

 

 

 

¿La fuerza bruta se trasladada al escritor y al científico como nuevo cerco?

El escritor está enfadado por lo que el guía le ha hecho vivir hasta llegar a esa casa solitaria y derruida que es la habitación donde se cumplen los deseos. Lo acusa de ser un traficante de almas… La manifestación incrédula, ha vuelto a erigirse; la sensibilidad del literato no se fundió con el esfuerzo efectuado para arribar a ese lugar tan requerido. Ahora dice no tener ningún deseo. ¿O ya piensa en escribir un nuevo libro con todo lo experimentado? ¿El escritor (los artistas) no son en realidad el peldaño idóneo para alcanzar la antesala del superhombre? Paradójicamente, parece ser el científico (la representación de la presión mental por encima de la sensibilidad artística) quien cree verdaderamente poder estar en un sitio donde se cumplen los deseos… Temeroso de que alguna persona se presente con malas intenciones, quiere eliminarlo con una bomba que tiene en su mochila. ¿O en realidad quiere destruir tamañas características de un espacio para que las posibilidades de su oficio den un paso adelante? El stalker, en crisis, argumenta para que no lo arrase, llora, implora; el científico se conmoverá. Volviendo al pensador alemán, las tres transformaciones enunciadas en su obra: el camello, el león y el niño, proceso que lleva al superhombre, aparentan representarse en dos de los intérpretes de la película. El camello es ese que carga, cual joroba, el peso de la moral invertida de los valores cristianos: en el filme muchas veces la carga abruma a los dos personajes siendo quizá el simulacro de la fe la mayor. El león cuestiona la moral, además de interrogarse las cosas, reta el deber ser kantiano, inquiere en el por qué se hacen las cosas: con base en lo expuesto los personajes construyen con frecuencia su discurso. Por último, tenemos al niño, creador natural de su propio juego: sería la curiosidad y, en ocasiones, los rasgos de inocencia sosteniendo el viaje de los protagonistas de esta obra. ¿Y el guía? Aunque realmente no fuese tal, en esa palabra pudo hallarse incrustada la dignidad de ambos. Tal vez fue un espacio de abastecimiento. Un auténtico borbotón de lo íntimo. ¿Un verdadero último hombre? Uno que ya no echa raíces en Dionisio para disponerse a asumir la totalidad metafísica. Una expresión sin interferencia. Y si ha visitado algunas veces el sitio que da la satisfacción mayor, ¿por qué no se quedó allí? ¿O al retornar dio un vuelco a su vida? ¿O su mayor deseo es que continúe buscándolo gente para poder conducirla a «la zona»? ¿Es el gran sacrificado? ¿Un Cristo? ¿Le correspondía a él una corona de espinas que en algún momento se puso el escritor durante la marcha?

Todos vuelven a la ciudad, el pensamiento científico y el arte seguirán su camino como siempre, sin converger. Al guía lo esperan su mujer y su hija, su consuelo. Atrás queda «la zona» como un envoltorio del sueño. De esa forma se estira el día a lomo del planeta. La escena es sombría… La luz tenue, ¿única flor?

 

La instauración del mal

Rafael Romero

 

 

El mal siempre me ha acompañado. Todos los días de mi vida. De eso hablan mis constantes pesadillas, el desgano placentero, la capacidad para dejarme llevar por la descomposición de las situaciones. Me atraen las personas con cicatrices en la cara, con la nariz hundida por los golpes y las mejillas curtidas por el sol. Recuerdo que hace algunos años, en una pequeña ciudad del Oriente, pasé con una negra durante toda una semana. Ella tenía dos hermosos tajos en su cara y un culo espectacular. También recuerdo el caso de un hombre de los márgenes de un puerto que mató a cuchillazos a sus tres hijos, a su mujer, y luego se suicidó. ¿Qué nos mueve a hacer lo que hacemos? ¿En verdad somos dueños de nuestros actos? ¿Es el “mejor de los mundos posibles” el del bien, la verdad, la belleza y la armonía, o también lo es el del mal, la corrupción, la descomposición? Intuyo que un mal originario funda lo humano. ¿Podemos vivir sin él?

Para contener al mal, las personas aprendimos a ponerle trampas, a contener los golpes y las flatulencias, a postergar nuestros desacuerdos y solucionarlos por medio de las buenas maneras y el derecho, tal como lo describe Norbert Elías en El proceso de la civilización, los cuales al final de cuentas no son más que la serie de trampas, internas y externas, que le hemos puesto al mal para que no nos aniquile, para que no emerja y nos descomponga, para que no nos perdamos en la oscuridad de la sin-razón, de lo irracional y la ira, de lo que no tiene forma, de los olores impropios, de la pulsión pura, ciega y sin dirección. Pero cada avance civilizatorio es paradójico, ambivalente, cínico y bárbaro, porque los actores de los dos lados ―del bien y del mal― somos seres reflexivos, aprendemos de nuestros errores, reconocemos las derrotas y reajustamos rumbos, medios y expectativas.

 

El mal originario es absoluto, total, primigenio; los males en los que se manifiesta son relativos, históricos, contingentes. En cada época vivimos el mal de distintas maneras, bajo la forma de distintos males, angustias, problemas existenciales, dilemas sociales: flotan las brujas, el universo camina hacia su enfriamiento total, son nuestros actos mortales prueba válida en el juicio final de nuestra alma inmortal. ¿Cuáles son los males del mal que vivimos hoy, y cuáles las trampas que nos ponen hoy a buen resguardo de nosotros mismos, de nuestra corruptibilidad, concupiscencia y sensualidad?

 

El mal instaurado en el mundo

En la Edad Media el mal se manifestaba como destino y fortuna; hoy lo hace como riesgo y peligro. Nuestros alimentos contienen mercurio y plomo, insecticidas y pesticidas, preservantes y transgénicos. No sabemos lo que comemos y cualquier cosa nos puede desatar una alteración intestinal. Los ríos están contaminados con las aguas negras y grises de las ciudades. La tierra está llena de agroquímicos. La minería ilegal destruye montañas y comunidades sin contemplaciones. Las mafias madereras continúan devastando los bosques amazónicos. Los incendios forestales nos brindan escenas apocalípticas, infernales. Nada hay que no afecte al ambiente, a la ecología del planeta. Nuestras vidas mismas son una carga ecológica. Y su solución es a posteriori. Las ciencias y la regulación ambientales aparecen después del daño ambiental, una vez que el mal se ha instaurado en el mundo. La gestión ambiental es la gestión del mal.

Los daños al planeta y a la vida que hoy padecemos se derivan de la aplicación práctica de algo no práctico: la ciencia moderna, fundamentada racionalmente, empírica y responsable con su método. La tecnología no está del lado de la razón teórica, sino de la eficiencia práctica, para ella el conocimiento no es un fin, sino un medio. Con la confianza en el poder de la tecnología, las sociedades modernas (XVIII-XX) hicieron todo para dominar a la naturaleza a su antojo y capricho, domesticar a la bestia que hay en nosotros, prevenir los acontecimientos naturales: terremotos, tornados, erupciones volcánicas, dictaduras, guerras, complejos de inferioridad, traumas sexuales. Durante la modernidad iluminista el mal tomó cuerpo social en la creencia de que la naturaleza era naturaleza-a-domesticar, fuente inagotable de recursos a explotar, pulsiones y deseos que debían controlarse, racionalizarse, subliminarse. La razón iluminaba y controlaba a todos los males, todo era cuestión de tiempo, de avance científico-técnico; era fuente de seguridad, como un claro en la selva, donde estás seguro de que los árboles no te caerán por las fuertes lluvias.

Allí donde se cree que la naturaleza es infinita también se cree que la tecnología lo puede todo. En la modernidad iluminista se construyeron, y no hemos parado de hacerlo, edificios monumentales, carreteras impensables, pozos petroleros en el centro de la selva, hidroeléctricas, plantas de beneficio minero, supermercados, refinerías, camales industriales y un sin número de dispositivos tecnológicos que hacen posible la vida que tenemos: el auto para poder movilizarse a gusto y comodidad, el seguro médico por lo que pueda ocurrir, el cine-en-casa para no ir a la sala-de-cine, el último de los celulares para mantenernos conectados-a-la-distancia, con la confianza de que siempre habrá señal o que la batería no se agotará. Todo un estilo de vida llena de ingenieros, geólogos, neurocirujanos, economistas, politólogos, antropólogos, administradores, diseñadores gráficos y demás grupos profesionales.

Pero con el tiempo, emergieron las consecuencias-no-esperadas de los éxitos de la tecnología y su estilo de vida. Todo sistema, incluido el planeta, cuenta con una capacidad de carga: cuánto peso aguanta un puente, cuánto alcohol resiste tu cuerpo, cuántas personas pueden estar en una celda. Hoy la capacidad de carga de muchos sistemas de la Tierra han colapsado: ríos contaminados, tierras infértiles, ciudades abandonadas, sistemas políticos en descomposición. Sin embargo, los sistemas se autorregulan o si no desaparecen. Y para hacerlo, recurren a momentos catastróficos que les permiten de alguna manera ajustar la presión o la carga a la capacidad del sistema. Si en un bosque los árboles no murieran, el bosque como tal moriría. Entonces el bien en la segunda modernidad toma la forma de catástrofe creativa, muerte con resurrección.

Lo que el discurso de la sociología ha descrito como sociedad del riesgo y de consecuencias-no-deseadas, el discurso de las ciencias naturales, su comunidad científica, lo ha denominado antropoceno. La segunda modernidad es un mundo social donde el mal está instaurado, donde la falla geológica se hace presente, el enfermo es normalidad, donde la humanidad aparece como el principal factor destructivo. El mal está en nosotros que autogeneramos nuestros daños con lo que hacemos y dejamos de hacer, con nuestros buenos o malos cálculos, más allá de nuestras buenas intenciones. Este es el hecho empírico fundamental de este momento civilizatorio: el enfermo existe y no hay cura. Lo único que le corresponde a la razón es gestionar el mal instaurado en el mundo, implementar plantas de tratamiento para tratar el agua contaminada de las ciudades, construir cunetas de coronación para ver si se estabiliza la montaña, probar tal o cual medicamento para ver cómo los enfermos reaccionan, confinar a las personas a sus viviendas para que el virus no se propague de manera incontrolable.

 

El mal operando en el mundo

En la segunda modernidad, el mecanismo que articula lo social no es la ideología, propia de las conciencias iluministas, sino comportamientos idolátricos en una suerte de neo-paganismo. No se trata de un politeísmo de valores, o la lucha por ideales que buscan totalidad, sino de proyecciones narcisistas de subjetividades hipersensibles que se expresan y sostienen en la defensa irrestricta de los derechos de tercera generación, transfigurando cualquier acto, por mínimo o insignificante que sea, en un caso legal, un motivo para activar el aparato jurídico-estatal. De esta manera, una mirada galante se vuelve un caso de acoso sexual, un castigo formativo se torna un atentado contra la integridad de niños y adolescentes, la muerte de un perro se convierte en un escándalo moral.

Cada derecho a la naturaleza, la identidad, la sexualidad, la animalidad o la niñez, se configura como pretexto para el ejercicio de una “situación de excepción”. El mal se ha trasmutado, adquiere nueva forma y figura en el ejercicio de los derechos. Lo particular se ejerce como si fuera universal. El aparato estatal se focaliza y la forma autoritaria se difumina por el tejido social. Esta es la trampa que el mal le colocó a la modernidad iluminista, y que es parte constitutiva de las sociedades hipermodernas, plagadas de “ángeles de luz”, donde el mal se presenta bajo la forma de bien (Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales), donde los defensores idólatras de los derechos trasmutan los dispositivos de racionalidad, objetividad y legalidad en mecanismos para expresar y realizar los complejos, traumas y caprichos personales o para viabilizar venganzas políticas o los intereses de grupos de poder. Se configuran entonces seres de superficie sin profundidad, de puro mundo exterior, portadores de subjetividades hipersensibles y comportamientos totalitarios.

 

 

La naturaleza y lo rural también se vuelven objetos de idolatría: la selva aparece como un lugar armónico y pacífico; los indígenas y campesinos, como seres puros ajenos a la maldad y la corrupción; los animales, como sujetos de derechos, al igual que las plantas y las bacterias. Idolatramos a la naturaleza hasta el punto de considerar a perros y gatos como seres con mayor dignidad que nuestros semejantes. El mal se reproduce en el riesgo de hablar y herir a una hipersensibilidad infantil que cree que la ternura que una persona siente es medida de la virtud moral de gatos y lagartijas, o que se debe dejar de enseñar Shakespare por sus expresiones mitómanas.

La obsesión por la piel sin arrugas, la eterna juventud, las largas cirugías para no perder la textura de una piel joven, por mantener unos senos firmes, unas caderas potentes, son comportamientos idolátricos que proyectan deseos imposibles, sufrimientos sin sentido, expectativas irrealizables. Las personas estamos condicionadas por la naturaleza de todo ser vivo. Cada uno entre nosotros, y con cada planta, animal, bacteria, virus, nos hermanamos en la muerte. Las expectativas de superar lo natural se vuelven sobre nosotros mismos cuando no reconocemos que lo único que puede otorgarle sentido a la vida es la muerte, el aniquilamiento, la extinción total, como uno de los lados del ciclo fundamental de destrucción y resurrección, de vida y muerte, que organiza a la vida como fenómeno global. Somos hijos de la ira de Shiva que destruye y renueva.

 

El baile del bien y el mal

La bestia no es una: “no somos uno, sino varios, y Jesús los expulsó a una piara que luego se tiró al mar”. El Dios Uno es producto de una reducción de muchos dioses, de múltiples experiencias originarias y sagradas, en Uno que contiene lo Múltiple. El Dios cristiano es Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres manifestaciones de un mismo Dios. En el paso del paganismo al monoteísmo, lo que sucedía hacia afuera del hombre, en su relación directa con lo sagrado, también sucedía hacia dentro, en la relación del hombre consigo mismo y con los otros: la emergencia del mundo interior y de la misericordia. No sacrificios de sangre, sino arrepentimiento de corazón; no ojo-por-ojo y diente-por-diente, sino el saber perdonar. Estas fueron las trampas con las que los hombres en la era axial (IX – III AC) lograron dominar al mal e imponer al bien.

En los inicios cristianos del mundo moderno (IV-V DC), el mal tomó la forma de corruptibilidad y concupiscencia, efecto de la expulsión del Paraíso. Emerge el problema de la participación de los hombres mortales en su salvación eterna, de su capacidad para enfrentar al mal y retornar al bien. Se generaron dos respuestas: la agustiniana y la pelagiana. En la primera prevalece la inconmensurabilidad entre la realidad divina y la vida humana. Para la segunda, los hombres tenemos una participación en lo divino, que se expresa como libre albedrío. Domina la libertad y todo está en potencia. Para los agustinianos, los hombres, sin la gracia divina, no tenemos oportunidad alguna luego de la muerte. No hay juicio final, sino predestinación.

Pero para los pelagianos sí hay juicio final, porque los hombres tenemos la potestad de decidir entre el bien y el mal, entre las buenas y las malas acciones. Somos dueños de nuestro destino, y en el juicio final se me juzgará en función de mis buenas o malas obras. El mundo para los agustinianos es lo que es, una constatación empírica de la vida y la muerte; o te salvas o te condenas, no por tus actos y tus buenas obras, sino por la gracia divina, por la voluntad de Dios, el bien absoluto. Al contrario, el mundo de los pelagianos está cargado de optimismo; de hecho, el mundo es una apariencia, un espejismo que hay que superar. Esta visión de mundo organizó a la modernidad iluminista: en el siglo XIX los jesuitas, neo-pelagianos, brindan el soporte ideológico para aceptar los cambios y la innovación del desarrollo de la ciencia y el monstruo del industrialismo.

El iluminismo moderno tiene orígenes pelagianos, confía en la naturaleza humana, en su capacidad para salvarse y para dominar a la naturaleza por medio de la ciencia y la tecnología. En el escenario actual, el sujeto que domina su destino con la razón y controla la naturaleza con la ciencia y la tecnología deja el escenario para dar paso a nuevas formas de vivir y configurar lo social, a nuevos especímenes y formas sociales, ya no ideologizados, sino idolátricos, atrapados en los múltiples espejismos del mundo de las redes, en una especie de neo-paganismo. ¿Es la razón una idolatría más como las otras?

El testigo de la humanidad

Santiago Zúñiga

 

El hombre idéntico y fiel a sí mismo, acendrado en la modernidad, fija una correspondencia entre la conciencia y la existencia, como si aquel Yo, principio incontestable de unidad (Descartes), no tuviese resquicio ante la diferencia proveniente del Otro. El mismo gesto reflexivo, enunciado esta vez a modo de imperativo categórico, y en clara continuidad con este primer momento, se extiende hasta Kant, quien define la unidad de la apercepción originaria en la Crítica de la Razón Pura: “La representación del Yo pienso debe poder acompañar cualquier otra representación”. Así, a partir aquella instancia, la conciencia clara de sí, única y permanente, queda advertida frente al designio de una grieta. Sin embargo, el relato del peregrinaje humano en torno al fundamento último de su identidad, no termina ahí, porque lejos de indicar la imagen única y definitiva que habrá de aceptarse sin falta, como el reflejo conciliatorio del espejo, Kant reintroduce la duda en la juntura más íntima del sujeto, éste debe poder… ¿Qué ocurre si no puede? ¿Por qué no se trata de un hecho? ¿Qué se desprende de esta exigencia entre el deber y el poder?

Al contrario, el postulado de la plena identidad, llevada al paroxismo del legado moderno, en tanto imagen que no difiere de quien la piensa, recae en la ilusión de saciedad. Jean-Christophe Goddard en Violencia y Subjetividad identifica al ser puramente subjetivo, producto del “cogito sin intervalo ni desecho, con la locura misma. La diferencia inequívoca entre la mera pulsión y el deseo del mundo, marca la distinción entre la repetición, y la demanda de reconocimiento que expone la diferencia del sujeto; aunque, desde la metapsicología freudiana (Pulsión y Destinos de Pulsión), no es posible sostener al deseo sin una pulsión, a saber, sin un impulso de origen interno que traduzca su expresión a través de un objeto de la cultura. En otras palabras, el sujeto deseante crea un lazo e inquiere acerca de un devenir incesante, de ningún modo suscrito a una forma estática, sino a una figura extática, en permanente negación de la homeostasis descrita por Freud en “Más allá del principio del placer”. En ese sentido, quien pretende la fatal comunión con el todo (Nijinsky escribe en su diario: “Yo soy Dios. Dios está dentro de mí”, el Presidente Schreber, cuyo caso fue analizado por Freud, asegura en su relato que fue sodomizado por Dios), obtiene cierta salvedad solo a través de la obra que comunica el conjunto de fuerzas y mociones pulsionales. Aquel sujeto testimonial, abocado a la concreción del deseo más allá de sus goznes, configura la condición humana en relación a un otro inabarcable e irreductible al presupuesto ontológico que pretende fijarlo de una vez por todas (él o ella son…)

 

Así, Gilles Deleuze (El Anti-Edipo, La Lógica de la sensación), persigue la senda de la máquina deseante y describe al sujeto errante, cuya condición inorgánica (es decir, “no funcional”) está regida por la intensidad iniciática de toda vida; el cuerpo sin órganos presenta la fragilidad de la carne expuesta al mundo abrumador. Según Deleuze, la carne es la zona intersticial del hombre y la bestia, depósito de toda tensión vivida, objeto privilegiado de conmiseración y a la vez, motivo indisociable de la pintura de Francis Bacon. El asombro frente a Bacon proviene de la sensación, del límite que reúne al sujeto y al objeto, tanto al cúmulo de nervios, como al acontecimiento imprevisible. En tal caso, asegura Deleuze, quien atestigua el advenimiento de algo a través de la sensación, no lo hace sin sentir su propio devenir en la sensación, allí donde se difumina el linde entre lo percibido y el cuerpo percipiente. La obra de arte acoge las variaciones intensivas de una sola figura, testimonio de una sensación que de estar presente, capta las fuerzas que la conducen.

Las figuras de Bacon absorben el movimiento, a la manera de cuadros superpuestos de un mismo sujeto fotográfico en distintas posturas (el estudio del pintor guardaba fotos incontables de cadáveres y cuerpos en movimiento). No es un hombre, sino un animal, Cristo (Nijinsky se identifica con el sentir de Cristo), la mujer de Dios (Schreber), variados son los modos del devenir que convocan la intensidad del cuerpo histérico, excesivamente presente para sí mismo y para el otro. De ahí que la extrema dispersión del sujeto sacrificial, se conjuga con su extrema contracción. El análisis de las pulsiones, sobre el cual Deleuze discurre por momentos en el sexto capítulo de Lógica de la sensación, se desprende en parte de las reflexiones hechas por Henri Maldiney en Pensar el Hombre y la locura ; en aquel conjunto de ensayos, en el cruce de la psiquiatría y la estética, Maldiney advierte una dirección centrípeta y otra centrífuga de la dinámica pulsional, asimilable a la contracción absoluta del mundo para un sujeto pasible, y de manera simultánea, a su total dispersión en la representación de sí como multiplicidad.

 

 

Desde esa perspectiva, la libertad como devenir no puede ser colmada ni tampoco sustraerse al designio de una forma previa; para Levinas en Trascendencia y Altura, por ejemplo, el deseo de lo absolutamente Otro corresponde a un sujeto hecho a medida de su propia falta, sin pretensión alguna de apropiación sobre la identidad del mismo. La mirada omnisciente, capaz de obtener una perspectiva absoluta sobre el ser, no es sino una ilusión que parte del sujeto y se proyecta sobre el mundo como espectáculo inasible; esa mirada ávida (Lacan, seminario XIX), enredada en el fantasma de la plena potencia, define a la pulsión escópica. La pulsión de la mirada, sin embargo, puede sublimarse a través de la contemplación de la obra pictórica, a modo de imagen o “ejemplo” que muestra cómo alguien (el artista) es capaz de vivir gracias a la explotación de su deseo. Lacan le atribuye a este desplazamiento de la pulsión, la función de “dompte-regard” (domadora de la mirada). En consecuencia, cierta conciliación con el origen de la falta, es posible a través de la obra como tentativa inacabada que crea un nexo, en tanto demanda de reconocimiento significante. De ahí que la palabra por ejemplo, adquiera cierta primacía para Levinas, no como “Sinngebung” o donación de sentido, sino como significación o principio de trascendencia. La figura de la alteridad presente como rostro, más allá del Yo que se proyecta incesantemente en la ilusión de la plena identidad, desborda infinitamente la medida de todo conocimiento, sostiene Levinas en Totalidad e infinito.

Esta vez, el Yo incompleto, nómada, rehúsa cualquier subsunción o reducción al principio de una representación única, no se deja ver por completo ni recae en el dominio de una mirada única. La epifanía del otro adquiere así un carácter distinto a la pretensión del significado, porque el otro Yo no es, sino que está (aquí, el castellano presenta una ventaja única, intraducible al francés), transita, deambula y deviene, intenta salvar la diferencia que indefectiblemente le concierne, sin saturarse en la ilusión del hombre aislado en su satisfacción.

 

 

 

Entre la utopía y el colapso: el debate aceleracionista

Jonathan Tapia

 

Una de las características de las sociedades posmodernas del capitalismo tardío es su estado de permanente aceleración. La sociedad contemporánea es un ente mutágeno insertado en una lógica de desterritorialización continua. Desterritorialización de las cosmovisiones, del cuerpo, de la subjetividad, de los juegos de identidad, de los valores, las epistemes, de la relación con el trabajo, etc. La nuestra, es una época sumergida en un flujo de cambios ininterrumpidos que se han intensificado y multiplicado en las últimas décadas; y han producido un escenario en el que cada vez, con más frecuencia, la experiencia en el mundo de los sujetos se ve atravesada por las reglas de la cibernética y la tecnología.

En efecto, la sociedad global contemporánea está totalmente volcada a la automatización de los procesos productivos y a la digitalización de la experiencia en el mundo. De forma cada vez más habitual, “nos sorprendemos desenvolviéndonos en escenarios cuyas características parecen pertenecer más al mundo de la ciencia ficción que a lo que habitualmente interpretamos como realidad” (Avanessian & Reis) Vivimos en una sociedad cada vez más fusionada con lo digital, en la que fenómenos como la producción de gadgets tecnológicos, la inteligencia artificial (IA), la exploración espacial, la nanorobótica, o la computación cuántica, forman parte habitual de lo cotidiano

Desde la barricada de la filosofía, se ha intentado volver inteligible y dar respuesta a estos fenómenos, por medio de una corriente de pensamiento que ha sido denominada por sus teóricos como aceleracionismo.

Dada la multiplicidad de sentidos que evoca, el aceleracionismo no puede ser representado con exactitud en una sola definición. Un primer zambullido al océano teórico del aceleracionismo nos propone entenderlo como una corriente de pensamiento que se pregunta sobre las posibles consecuencias materiales (como cambios en la estructura social, política y económica de las sociedades) y subjetivas (como la incidencia del tecnocapitalismo en la producción de la subjetividad) que podrían devenir de la relación entre el desarrollo tecno-científico y la evolución del capitalismo.

Con reiterada frecuencia, muchos teóricos sitúan el nacimiento del aceleracionismo en la década de 1990, como fruto del trabajo del equipo formado en la Unidad de Investigación de Cultura Cibernética (CCRU por su nombre en inglés: Cybernetic Culture Research Unit) de la Universidad de Warwick, liderada por el filósofo británico Nick Land, considerado como el padre del aceleracionismo. Sin embargo, Benjamin Noys (2018) sugiere ubicar el nacimiento del aceleracionismo unos años antes, en cuanto afirma que éste empezó a teorizarse en la década de 1970 en tres obras fundamentales: El Anti-Edipo: capitalismo y esquizofrenia (1972) de Deleuze y Guattari; La economía Libidinal (1974) de Jean-François Lyotard; y El intercambio simbólico y la Muerte (1976) de Jean Baudrillard.

Dejando de lado el debate sobre su origen, el aceleracionismo es el nombre que se le puede dar a un proceso producido por la concatenación de flujos que tienen lugar en la modernidad, que desembocan en la creación de un sistema (el capitalismo) que al responder a su lógica interna de funcionamiento (la valorización del valor), y al disponer de un amplísimo conjunto de saber humano instrumentalizado (el general intellect, o ‘saber social’, según Marx); acelera de forma exponencial el desarrollo tecnológico y científico de la humanidad, constituyendo de este modo una tendencia en la que cada vez, los intervalos entre los grandes saltos tecnológicos son menores. Partiendo de esta premisa, el aceleracionismo hace alusión al conjunto de fenómenos y procesos de la modernidad capitalista que, al yuxtaponerse, ofrecen las condiciones necesarias para producir una base epistémica y material que volvería virtualmente posible generar una transición a un escenario postcapitalista.

 

 

Por tanto, en última instancia, la discusión sobre el aceleracionismo trata acerca de la posibilidad de avanzar hacía un escenario postcapitalista –y su inherente posibilidad de generar una transformación social radical.

Esa transformación social radical, sin embargo, debe ser analizada de cerca, puesto que puede desembocar en un doble escenario para la humanidad. Por un lado, uno utópico, en el que se emancipa a la humanidad de la enajenación capitalista a través de la automatización de los procesos productivos y la redirección de la producción científica y tecnológica sobre la búsqueda de soluciones pragmáticas para los grandes desafíos de la humanidad. Y otro distópico, en el cual, el desarrollo tecnocientífico, junto a la desterritorialización de las identidades, valores, epistemes, esquemas éticos, ideologías y cosmovisiones de la cultura occidental, orquestados por el tecnocapital, podrían convertir al hombre en un proyecto obsoleto, que debe ser erradicado para dar paso al siguiente eslabón en la evolución de la vida inteligente; ya sea a través de la materialización de las ideas del transhumanismo, el post-humanismo, y lo cyborg; o sea por medio de la consumación de un desarrollo tecnológico tal que nos conduzca irrefrenablemente a la singularidad tecnológica. En este escenario distópico, la humanidad se enfrenta al paso del «homo sapiens» al «machine sapiens».

En cuanto vehículo de una posible transformación social radical, el aceleracionismo también constituye un proyecto político que se divide en dos variantes: el autodenominado «aceleracionismo de izquierda», y el llamado «aceleracionismo de derecha». Con objetivos sumamente opuestos, ambas visiones plantean la necesidad de acelerar el sistema capitalista; es decir, llevar hasta las últimas consecuencias las lógicas internas de valorización del valor.

El aceleracionismo de izquierda nace en 2013 con la publicación del Manifiesto por una Política Aceleracionista escrito por Alex Williams y Nick Srinicek (ambos, discípulos de Nick Land). La izquierda aceleracionista consolida su propuesta partiendo de una feroz crítica a la izquierda tradicional (o izquierda folk), en la que se cuestiona su incapacidad de articular una respuesta al avance capitalista. Para Avanessian & Reis, la izquierda contemporánea “se consuela con los ínfimos placeres de la estridente denuncia, las protestas mediatizadas, los disturbios lúdicos y la “crítica” sobre la subsunción total de la vida humana en el capital, desde el refugio de la teoría” cuando de lo que se trata, es de liberarse de la “parálisis del pensamiento político” (Negri) que impide a la izquierda política y académica desprenderse de la fobia tecnológica —esto es, asumir que la tecnología equivale a dominio instrumental— que le imposibilita dejar de enfrentarse al capitalismo con constructos teóricos disfuncionales, para pasar a enfrentarlo por medio de la tecnología. Esto parte del siguiente supuesto: el desarrollo de los medios de producción ha llegado a un momento histórico en el cual, se han producido las condiciones necesarias para retomar la vieja consigna marxiana de la «agudización de las contradicciones» como mecanismo para destruir al capitalismo.

Dicho de otra forma, para el aceleracionismo de izquierda, en la actualidad vivimos en una época en la que es virtualmente posible conducir al capitalismo hacia su propio colapso, porque la agudización de las contradicciones sería materializable a través de la —ya en marcha— automatización del proceso productivo. Para el aceleracionismo de izquierda, es vital acelerar la automatización del proceso productivo, con el fin de construir una base material que permita liberar a los individuos no solamente de la enajenación capitalista, sino del trabajo en sí mismo. De este modo, los aceleracionistas de izquierda ven la intensificación de la automatización del proceso productivo como una poderosa herramienta para conducir al capitalismo hacia su propio colapso —a través de la consumación de la contradicción capital-trabajo— y para diseñar un futuro en el que se reduzca el tiempo de trabajo al mínimo necesario, abriendo así la posibilidad de retomar la vieja idea de emancipación y autorrealización del hombre. La izquierda aceleracionista no es anticapitalista (puesto que no promulga su destrucción), sino más bien es postcapitalista: busca superar el capitalismo, pero conservando su base material intacta.

De su parte, el aceleracionismo que ha sido catalogado como “de derechas” es aquel que se articula en la filosofía aceleracionista de Nick Land. La obra de Land está profundamente influenciada por la lectura del El Anti-Edipo: capitalismo y esquizofrenia. Land entiende al aceleracionismo como un proceso totalmente irreversible y que escapa por completo a la capacidad de intervención humana. Para este filósofo, el aceleracionismo no es otra cosa sino el inicio de un proceso de génesis ontológica, que empezó con la revolución industrial y ha iniciado su fin con el desarrollo de la inteligencia artificial (IA) en nuestra época. El resultado de este proceso es la gestación y desarrollo de una inteligencia planetaria identificada con el tecnocapital, que, en el peor de los escenarios, podría reclamar el dominio de los recursos del planeta y eliminar a la raza humana (Bergamaschi, 2018).

En efecto, un concepto central de la filosofía aceleracionista de Land es el de la reestructuración ontológica del capitalismo. Esta idea sostiene que la revolución industrial constituye un punto de quiebre para la evolución del capitalismo, en la medida en que la centralización del trabajo en un mismo espacio (la fábrica) junto a la industrialización de la producción, provoca que el trabajo individual se condense en una fuerza colectiva que deviene en trabajo social. Cuando el trabajo social pasa a formar parte —y ya no es solo conditio sine qua non— de la gigantesca maquinaria capitalista, se desencadena un proceso en el cual la relación de la evolución tecnología-medios de producción escapa por completo al control y a la planificación humana. Dicho de otra forma, con el salto cualitativo de la revolución industrial, el capitalismo comienza a desplegarse bajo sus propias lógicas, escapando del control de la agencia. Así, el capitalismo se desterritorializa y recodifica, germinando en sus entrañas una nueva concepción ontológica que, al fusionarse con la cibernética, le permitirían cobrar autonomía y autoconciencia.

 

 

En nuestro contexto, la cibernetización del capitalismo y el desarrollo crítico del ‘hardware’ (medios de producción) conducen a reformular las relaciones del ser humano con el proceso de producción capitalista. En este escenario, el capitalismo adquiere un nuevo estatuto ontológico que provoca que su foco de interés ya no se centre en los intereses humanos como la ganancia o el consumo, sino en el simple funcionamiento de la maquinaria del capital. En esta aproximación, el estado, lo humano, y la sociedad en sí misma se ven reducidos a una simple pieza del proceso de circulación y acumulación del capital. “El hombre es algo que el capital debe superar: un problema, un estorbo” dice Land. ¿Qué es la imaginación humana después de todo?: —se pregunta Land— “una cosa relativamente insignificante, un simple subproducto de la actividad neuronal de una especie de primate terrestre. El capitalismo, en contraste, no tiene límite externo, ha consumido vida e inteligencia biológica para crear una nueva vida y un nuevo plano de inteligencia, dilatado más allá de la anticipación humana”. En virtud de aquello, la filosofía aceleracionista landiana constituye un anti-humanismo que promueve la evolución de la inteligencia social a través de la fusión del hombre con la máquina, con el propósito de acelerar la evolución de la vida inteligente a un plano de trascendencia; en el que el saber y la conciencia se hayan liberado de la maldición de la res extensa, al costo de provocar la disolución de la biosfera en una tecnósfera.

En suma, insertarse en el núcleo del debate aceleracionista requiere de antemano una diferenciación: el aceleracionismo no es solamente un concepto (o categoría), sino también un fenómeno –o si se prefiere, un proceso– inherente al desarrollo del capital e inseparable del mismo. Para Land, el aceleracionismo, en tanto fenómeno inherente al capital, sencillamente expresa la autoconciencia del capitalismo. El aceleracionismo no es un producto de la historia de las ideas o los conceptos, sino es el impulso del capitalismo moderno.

El aceleracionismo no se puede capturar en una lectura específica de Marx o Deleuze & Guattari, del mismo modo que el poder no puede ser definido solamente en una lectura de Foucault. Sin embargo, este debate nos invita a pensar en conceptos olvidados por la tradición del pensamiento occidental, como la extinción y la supervivencia.

Los signos del fin del mundo y el año de la Bestia (1666)

Juan Manuel Ledesma
[email protected]

 

“Ring-a-ring o’ roses,
A pocket full of posies,
A-tishoo! A-tishoo!
We all fall down”

Canción popular inglesa sobre la peste

 

Durante el mes de julio del año 1664, en Voorburg, una pequeña ciudad de los Países Bajos, Bento Spinoza escribe de manera apresurada y envuelta de angustia una carta a uno de sus mejores y más leales amigos, Pieter Balling. La angustia y la preocupación de Spinoza tienen por causa un nombre terrible, el nombre de un mal que irrumpe ciegamente y sin ley en la vida de los hombres, que resuena con la muerte misma y con su fatalidad inescapable, la peste. Desde el siglo XIV Europa es el teatro constante de la pandemia episódica que hoy llamamos la peste negra. En los Países Bajos, si solo tomamos en cuenta el siglo XVII, la peste resurgió en al menos cuatro episodios distintos, llevando a la tumba cada vez a alrededor de veinte mil personas. El último episodio del siglo, el más largo y el más vasto ―aproximadamente entre los años 1663 y 1666―, abarcó todo el norte de Europa y el Reino Unido, reviviendo el espectro del terror de la peste negra del siglo XIV, cuando aproximadamente la mitad de la población europea desapareció.

Mientras escribe su carta en Voorburg, Spinoza se prepara a refugiarse en el campo durante algunos meses, lejos de la ciudad donde la plaga golpea con toda su fuerza. Si la carta que Spinoza escribe es tan importante, es porque su amigo Pieter Balling no tuvo la misma suerte. Antes de poder escapar con su familia, la muerte pestilente los encontró. Al momento de la escritura no han pasado ni siquiera tres semanas desde que el hijo de Pieter sucumbiera a la enfermedad, y Spinoza teme que la muerte se lleve pronto a su amigo también. En su carta, Spinoza intenta consolar la profunda tristeza inherente a la tragedia que vive su amigo. La terrible noticia, escribe Spinoza, “me causó gran tristeza e inquietud, aunque ésta ha disminuido mucho al constatar con qué prudencia y fortaleza de espíritu has sabido despreciar las molestias de la fortuna o, mejor dicho, de la opinión, en el momento en que dirigen contra ti los más duros ataques. No obstante, mi inquietud se acrecienta de día en día, y por eso te ruego y suplico, por nuestra amistad, que no tengas reparo en escribirme largamente.” (Correspondencia).

 

 

 

Mas el verdadero motivo de la carta, y el verdadero esfuerzo de consolación de la parte de Spinoza, surge de una interrogación y de una duda que carcomen el cuerpo y el espíritu de Pieter Balling. Cuando su hijo todavía vivía, y antes de que cualquier signo de la enfermedad se manifieste, Balling se levantó una noche al creer escuchar unos gemidos extraños provenientes del cuarto de su infante. Despierto, ligeramente preocupado y atento, intentó identificar la fuente y la naturaleza de los gemidos, pero al no volver a escucharlos decidió entregarse de nuevo al sueño. Semanas después, cuando la peste irrumpió en su hogar, Balling escuchará sin cesar exactamente los mismos gemidos durante la agonía de las últimas horas de vida de su hijo. ¿Presagio? ¿Mal augurio? ¿Fueron los gemidos signos o señales que indicaban, o peor, que prevenían de antemano el acontecimiento desastroso de la enfermedad? Si tal es el caso, ¿podría la muerte haber sido evitada? Balling no sabe qué pensar, y en la incertidumbre sumergida en el dolor y la tristeza de la pérdida de su hijo, teme seguramente hundirse en la desesperación. En su carta, Spinoza hace su mejor esfuerzo para improvisar una respuesta a la angustia de Balling; medita en ella sobre la naturaleza de la imaginación y del entendimiento, así como de su capacidad conjunta para entender e imaginar todo lo que sucede a otro cuerpo al cual estamos ligados por el amor. Nunca sabremos si Balling respondió la carta de Spinoza, ni lo que pensó de su intento de consolación: las cartas de Spinoza fueron seleccionadas meticulosamente antes de ser publicadas, y toda correspondencia estimada puramente personal fue quemada por sus editores. En todo caso, lo que Spinoza temía tanto sucedió pocos meses después del envío de la carta de Voorburg. La peste se llevó también la vida de su amigo Pieter Balling a finales del año 1664.

Por extremo que parezca el caso de Balling, su angustia y preocupación por los presagios, en el fondo su búsqueda de sentido frente a la absurdidad de la muerte, traduce bastante bien el estado de tensión general y de inquietud de Europa a mediados del siglo XVII. La peste no representa únicamente el espectro omnipotente de la muerte. Más que una imagen, la peste es como una melodía que resuena y hace vibrar todas las cuerdas de los espíritus al son de un afecto potente, el temor. Nadie sabe aún, en el siglo XVII, de dónde viene la peste ni, en el fondo, qué es. Lo único que todo el mundo sabe con certeza, es que la peste golpea y arrastra con ella indiscriminadamente a cualquier persona, en cualquier momento. Aparece cuando se le antoja, y desaparece tan intempestivamente como llegó. A veces perdona a ciudades enteras, y a veces se les traga sin piedad. ¿Cómo no temblar de terror frente a una amenaza que se muestra a la vez tan caótica y tan metódica? Frente a la peste, la interrogación más importante, que surge de inmediato en toda persona, y al mismo tiempo la pregunta más difícil de responder, es la pregunta más simple: ¿Por qué? ¿Por qué se lleva a aquel, y no a su vecino? ¿Por qué aparece ahora, y porque desaparece en seis meses? El terror que la peste insufla, en el fondo, no es sino el reverso afectivo de la incertidumbre que entorna su aparición y su acción. Y en la ausencia de toda explicación, frente a la incapacidad para comprenderla, la peste y el terror despiertan la sed de signos, de señales y presagios, es decir, despiertan la superstición que duerme en la imaginación de todo ser humano. De la misma manera que Pieter Balling, consumido por el dolor y la incomprensión, se puso frenéticamente en búsqueda de signos anunciadores de la tragedia que destruyó a su familia, el continente europeo se embarcó en una búsqueda frenética de signos y señales, de presagios y de profecías, con el fin de entender de cualquier manera posible la muerte, la enfermedad y el mal que la peste arrastraba desde hace más de trescientos años.

 

Poco a poco, los eventos o acontecimientos de la historia dejaron de ser los resultados causales de la acción conjunta de individuos, y se volvieron cada vez los signos anunciadores de una catástrofe inminente. Les hechos dejaron de ser simples hechos, transformándose inevitablemente en mensajes a descifrar. Se podría decir que las circunstancias no ayudaron a calmar los espíritus. En el mismo año, 1664, en una noche particularmente clara en el cielo europeo, cuando la peste empezaba a tomar una vez más toda su amplitud en el continente, la danza regular de las estrellas fue interrumpida por el pasaje imprevisto de un brillante cometa. ¿Qué mensaje transportaba el pasaje del cuerpo celeste? La respuesta, para muchos, era evidente. El cometa no podía ser sino el signo del gran mal que estaba a punto de descender no solo sobre Europa sino sobre todo el mundo. En otras palabras, el cometa anuncia la ira de Dios. Unos meses más tarde, en 1665, Londres sufrió el brote de peste más fuerte y mortal desde la gran pandemia del siglo XIV. ¿Qué podía ser la peste, en su misteriosa aparición y desaparición, en su indiscriminada acción, sino un mensaje de una fuerza mucho más grande y potente, de la providencia divina? Cuando a la peste se añadió la guerra entre la República de los Países Bajos e Inglaterra en marzo del año 1665, todos los espíritus, incluso los más racionales, comenzaron a temer lo peor. El miedo, en realidad, es más contagioso que la peste o toda enfermedad.

 

 

Emblemático es el ejemplo de Henry Oldenburg, secretario de la Real Sociedad de Londres para el Avance de la Ciencia Natural. Oldenburg era reconocido como un gran naturalista y racionalista, amigo y corresponsal de los más grandes espíritus de su tiempo, como Robert Boyle, Gottfried Leibniz, Christian Huyguens y Bento Spinoza. El 12 de octubre de 1665 Oldenburg escribe a Spinoza una carta en donde, entre discusiones eruditas sobre matemáticas y física, expresa una inquietud profunda en relación con todos los signos que, poco a poco, comienzan a acumularse. “Opino ―escribe Oldenburg― que toda Europa estará envuelta en guerras el próximo verano y todo parece converger hacia un cambio insólito.” (Correspondencia). El “cambio insólito” al cual Oldenburg se refiere tiene que ver con las creencias milenaristas que, en el año 1665, no dejan de colonizar los espíritus. Inspirados en el Apocalipsis o libro de las Revelaciones, los milenaristas creen en la segunda venida de Cristo como acontecimiento destinado a poner fin a la historia. Nada parece confirmar con más certeza sus creencias como la confluencia de enfermedades, guerras y males que golpean el mundo alrededor de 1665. Todos los signos apuntan hacia el fin del mundo ―el “cambio insólito” que Oldenburg teme―, acontecimiento bíblico que los milenaristas y mesianistas de varias confesiones profetizan que tendrá lugar en 1666, año de la Bestia, como lo anuncia el Apocalipsis. En realidad, no solo los cristianos de Europa están envueltos en un frenesí supersticioso y mesiánico. Desde hace algunos años, unos rumores extraños se propagan desde el Medio Oriente: el mesías tan esperado por el pueblo judío en fin ha llegado. Proveniente de la ciudad de Smyrna, en la actual Turquía, un cierto judío llamado Shabtai Tzvi o Sabbataï Tsevi se autoproclama mesías en 1648. Lenta y progresivamente, Shabtai logra convencer a las comunidades sefarditas de Salónica, Constantinopla, Livorno, Venecia, Hamburgo y sobre todo, de Ámsterdam, que la redención, es decir el retorno a la tierra prometida, es inminente. En 1665, en plena epidemia de peste, el frenesí mesiánico se apodera de Ámsterdam, centro económico e intelectual de la comunidad judía en Europa. Los comerciantes abandonan sus comercios, los grandes propietarios venden sus casas y navíos, todo en preparación al retorno anunciado a la Tierra Santa. Mesianistas judíos y milenaristas cristianos, por una vez, están de acuerdo. El mundo, tal como todos lo conocen, está acercándose a su fin.

El 8 de diciembre de 1665 Oldenburg escribe de nuevo a Spinoza. Una vez transmitidos los descubrimientos físico-matemáticos de Huyguens, y anatómicos de Boyle, Oldenburg termina su carta con una interrogación: “Aquí está en boca de todos el rumor de que los israelitas, en la diáspora después de más de dos mil años, regresan a su patria. […] Me gustaría mucho saber qué han oído de esto los judíos de Ámsterdam y cómo han reaccionado ante tal noticia, pues, de ser exacta, me parece que provocaría una catástrofe de todas las cosas en el mundo.” (Correspondencia). No sabemos si Spinoza respondió a esta carta, o si su respuesta fue quemada con todas las otras que sus amigos estimaron sin pertinencia filosófica o demasiado personales. En todo caso, la ausencia de respuesta, o más bien el silencio, son emblemáticos de lo que sucedió realmente en el año tan temido y tan esperado del apocalipsis, 1666. Obviamente, todas las profecías, supersticiones, anuncios mesiánicos y predicciones resultaron ser falsos, meros productos de la imaginación alimentada por el miedo a lo desconocido. El mundo, en todo caso, no se terminó y la historia siguió su curso, entre guerras, descubrimientos y epidemias. ¿Y el famoso mesías del pueblo judío? Encarcelado por las autoridades del imperio Otomano en 1666, Shabtai Tzvi se convirtió al islam frente al Sultán Mehmet IV, tomando el nombre de Aziz Mehmed Effendi. Todas las expectativas, ilusiones y anhelos de los milenaristas y mesianistas se disiparon como humo en el aire. Los signos y mensajes que creyeron ver, o interpretar como anuncios del futuro, no resultaron ser sino el signo de su propia ignorancia presente de la naturaleza, y el signo de la potencia de su imaginación.

*

 

Pocos años después, gracias a Isaac Newton y Edmund Halley, ambos miembros de la Royal Society, el movimiento y las leyes de los cuerpos celestes serían descritos en fórmulas matemáticas que no dejan ningún lugar para mensajes o signos equívocos. Halley pudo predecir el movimiento y la trayectoria de un cometa con más exactitud que cualquier profecía, sin recurrir a ninguna fuerza oculta ni a la idea de castigo o recompensa. La peste tuvo que esperar un poco más de dos siglos antes de que Alexandre Yersin descubra que la causa de tanta muerte no es la ira de Dios o los pecados de los caídos, sino una diminuta bacteria transmitida por las pulgas que, después de haber picado a una rata, saltan sobre una niña, un soldado, un rey o cualquier persona que se le antoje. Yersinia pestis es la verdadera causa de tanta muerte, tanto sufrimiento, tanto terror y, en el fondo, de tanta superstición. Hoy conocemos y comprendemos mecánica y científicamente lo que aterrorizaba a nuestros ancestros en el pasado. En vez de profetizar y frenéticamente buscar signos por interpretar o mensajes por descifrar, entendemos las causas de lo que sucede a nuestro alrededor. Uno podría creer que los excesos del pasado no son nada más que eso, excesos del pasado. Uno podría creer que la era de la imaginación desbordante, de la profecía frenética y del mesianismo apocalíptico son historias del pasado. Nada, en el fondo, es tan falso. Es posible incluso que hoy en día estemos más obsesionados por el fin del mundo, por el apocalipsis, que en el pasado. Entre blockbusters, libros, series en la televisión, religiones y sectas por todos lados, nuestra obsesión contemporánea parece ser como nunca antes el fin del mundo. ¿Qué época ha estado tan fascinada por su propio fin como la nuestra? ¿Qué época lo ha imaginado y fantaseado tanto? Tal vez, como Spinoza que, en vez de rendirse a la fiebre apocalíptica y mesiánica de su época, al frenesí del miedo y de la esperanza, se abandonó a la búsqueda de las causas y razones objetivas de los males que golpeaban al mundo, deberíamos interesarnos más en la comprensión adecuada de las causas del estado de nuestra sociedad y del mundo. En vez de imaginar compulsivamente el fin, entender mejor el presente. ¿Cómo pretender hacer algo al respecto, si no entendemos adecuadamente por qué razón estamos donde estamos y hacemos lo que hacemos?

 

 

¿Es Fausto el último Hombre?

¿Honrarte yo? ¿Por qué?
¿Aliviaste tú alguna vez
los dolores del afligido?
¿Enjugaste las lágrimas del angustiado?
¿No me han forjado a mí como hombre
el tiempo omnipotente
y la eterna fortuna,
que son mis dueños y también los tuyos?

J. W. Goethe, Prometeo

 

 

Siguiendo un sugerente artículo de José Luis Villacañas publicado en 2007, en el que se analiza la lectura del padre del psicoanálisis sobre el Fausto, podemos afirmar que una importante lección que el último Freud nos dejó ―aquel que en 1930 recibió el premio Goethe―, consiste en la certeza de que el ser humano sufre, que sufre de forma similar en todos lados y que también los motivos del padecimiento son compartidos por los miembros de nuestra especie. De tal manera que una mirada breve a las cúspides de la literatura pone de manifiesto la universalidad de lo humano expresada también en la universalidad de su pathos. Si no, ¿cómo podría existir empatía alguna entre, por ejemplo, un joven otavaleño y el rey Lear? La literatura es por tanto el campo artístico en el que en términos generales se retrata la integralidad de lo humano y particularmente la forma humana de padecer. De los múltiples rostros que puede asumir el padecimiento humano, el que más le interesa a Freud y también el que de mejor manera se muestra en la literatura, es el sufrimiento que provoca la propia condición humana, el advenimiento de lo humano, ese segundo nacimiento del ser humano hecho de control y sometimiento, de disciplina y gestión de las pulsiones, en fin, de renuncia a lo animal instintivo y de afirmación de lo social cultural. Es esta percepción de la condición humana como tránsito, como doloroso camino hacia sí misma, la deuda que Freud tiene con Goethe. Por esta razón el recorrido que nos muestra Fausto contiene los mimbres del sufrimiento universal humano, del padecimiento específicamente humano, es decir, de aquel que proviene del camino de la autocreación del hombre.

 

 

 

 

Fausto, la monumental obra de Goethe es, como afirma Lukács, una abreviatura de la evolución de la humanidad, o dicho en otros términos, una imagen de la tragedia humana. Goethe tiene el inmenso mérito de exponer los componentes que hacen de la humanidad, lo que fue y lo que es, haciendo posible asignar un sentido a la historia. Fausto muestra así el fundamento de toda filosofía de la historia: el periplo humano no es fruto del azar, ni de la voluntad divina, sino el resultado de la acción de la humanidad. Pero pese a la grandeza de estos hallazgos, quizá el logro mayor de Goethe en Fausto haya sido intuir el fundamento creador de los futuros posibles que aguardan a ser recorridos por el ser humano. Pues en la tensión dramática de Fausto se esconde una disputa de enorme calado: en el agonismo de lo humano que se enfrente a la divinidad está contenido el principio constitutivo de lo humano. Ese principio constitutivo, esa condición ontológica es su lucha irreductible por ejercer su libertad. Sea cual sea el camino que recorra la humanidad en el futuro, éste será el resultado de esta búsqueda fundante de libertad.

No cabe duda de que el personaje de Fausto bebe de las fuentes del antiguo mitologema de Prometeo; muestra de ello es que Goethe trabajó durante años en una versión de este mito. Fausto posee las características de los titanes: su irreverencia, su irreductible tesón, su natural irrespeto a la autoridad. Pero más allá de estos rasgos de carácter, la humanidad representada por Fausto se hermana con la estirpe de los titanes por su inconformidad frente al destino que le ha sido asignado. Las palabras de Fausto son a este respecto muy elocuentes: «He estudiado, ¡ay!, filosofía, jurisprudencia y medicina, y, por desgracia, también teología, hasta el fondo, con ardiente esfuerzo. Y aquí estoy, pobre tonto, y sé lo mismo que antes». Fausto lo tiene todo; es un sabio, un filósofo, un científico, ante él se abren múltiples caminos, infinitas posibilidades, pero se escabulle de todas ellas abrazando anhelante lo más etéreo, lo inalcanzable. Así lo expresa en una rara combinación de búsqueda y pesimismo: «¡Ni un perro aguantaría esta vida! Por eso me he entregado a la magia, a ver si por la boca y potencia del espíritu se me manifiesta algún misterio para que no tenga que decir más, con agrio sudor, lo que yo mismo no sé; para que conozca lo que contiene el mundo en lo más íntimo». Fausto, es decir la humanidad, no es otra cosa que ese ser desmesurado que todo lo hace desmesuradamente, cuyos emprendimientos son por naturaleza desproporcionados. Se trataría en el caso de nuestro héroe, y por supuesto en la humanidad toda, de una condición que los griegos definieron con el término hyper moiran o hyper moron,que no es otra cosa que el intento, titánico, de escapar al propio destino o a la propia muerte.

Desde el primer momento Fausto reta a la divinidad: «¿Qué podrás darme tú, pobre diablo? ¿Alguno de los tuyos ha llegado a comprender alguna vez las altas aspiraciones del espíritu humano?». El mortal que es Fausto, el ser humano expuesto a las apuestas de los dioses, se levanta orgulloso por sobre la figura de Mefistófeles, y por lo tanto, por sobre la divinidad misma, y agrandándose ante ella, ufano de su propia potencia, seguro de sus fuerzas le espeta al demonio en un pasaje decisivo: «Si alguna vez puedo tenderme tranquilo en un lecho de ocio, me da igual lo que ocurra conmigo. Si alguna vez me puedes engañar con lisonjas, de tal modo que me agrade a mí mismo; si me puedes cegar de placer, ¡sea ese mi último día! ¡Acepto la apuesta!».

 

 

 

 

Fausto es el personaje arquetípico del humanismo moderno, de ese cataclismo cósmico que ubica al ser humano en el centro del universo. Se trataría, en el caso de Fausto, de la personificación de un crimen mayor, del asesinato de dios o, como diría Bolívar Echeverría, de la muerte de la primera mitad de dios, es decir, de dios como fundamento del orden cósmico. Ciertamente el Fausto de Goethe retrata la forma moderna de la naturaleza humana o mejor dicho, el anuncio de esa forma moderna de lo humano. Pero late en esa percepción goetheana de lo humano un sustrato primordial, que radicaría en la lucha del hombre por desplegar su libertad en pos de construir un mundo a su medida. Deriva esta de la libertad humana que se expresa fundamentalmente en el exorcismo del caos y en la consecuente implantación del cosmos. Creemos que el Fausto de Goethe capta aquello que los griegos también captaron y consignaron en el mito de Prometeo. El ser humano, ese ser desproporcionado del que ya hemos hablado, en el ejercicio de su libertad ha tenido la osadía de reducir el mundo a su propia lógica, a su razón. De tal manera que la forma moderna de lo humano no sería, al menos a nuestros ojos, más que una radicalización de esa hybris en la que se funda todo lo humano. De ahí que el ser humano sea primero y principalmente un homo laboris empeñado en la concreción de su mundo, de su orden propio y específico.

Fausto ha urdido su trama, es él mismo quien ha consumado su trayecto vital, por eso al devenir fáustico y también al humano no se les puede aplicar la idea de destino. La condición fáustica tiene implícitas unas consecuencias con las cuales la humanidad deberá bregar. Igual que los titanes, el personaje de Goethe está sometido al imperio de su propia naturaleza. El materialismo histórico, la que posiblemente sea la única filosofía de la historia que quede aún en pie, no es una filosofía teleológica, sino ontológica; no puede por tanto abdicar del principio constitutivo de lo humano, a saber, del hecho de que el ser humano es un ser laborante comprometido inexorablemente con la realización de su libertad. Si es posible aún una fe en el futuro de la humanidad, esta no pude escapar a esta verdad fundadora: no puede en aras de la ilusión del paraíso, comunista o lo que sea, o del miedo que provoca la imagen que nos devuelve el espejo, extraviarse de esta gran verdad. Aunque Goethe llamó tragedia a su Fausto, bien podemos preguntarnos si esta obra encaja en ese género, y esto pese a la brutal experiencia histórica del siglo XX y a las ominosas amenazas que acechan a la humanidad en este inicio de siglo. El final de Fausto, con el héroe entregado a la idea del futuro, no puede ser menos que una refutación de la definición de tragedia. Al final, y pese a lo azaroso de su camino, Fausto es salvado y muere subyugado por la imagen del futuro, de un futuro que el mismo pretende realizar. Nos interpela, pues, desde el Fausto de Goethe una sabiduría antigua que hace que volvamos nuestros ojos a lo fundamental y nos preguntemos: ¿es Fausto el último hombre?, ¿es la humanidad moderna la última versión de lo humano? O ¿está lo humano imposibilitado para dejar de ser tal y por tanto solo le queda el horizonte inalcanzable y a la vez terrible?

El castillo ambulante

Sebastián Coba

 

Hace dos millones y medio de años los homínidos daban un salto biológico que devendría en una transformación social y por lo tanto cultural. Ya se podría designar como primer hombre al ser que geográficamente se localizó en lo que hoy es África. Comprendiendo que el planeta Tierra para los geólogos tiene ciclos de glaciación y calentamiento, fue hace 12.000 años aproximadamente, es decir en el Pleistoceno, que los nómadas tuvieron que pasar de la caza a la crianza, de la recolección al cultivo. Si bien cada tipo de sociedad u organización social produce a su sujeto y en tanto a sujeto comprendemos al hombre, ¿no han existido ya una serie de últimos hombres? ¿Existe una suerte de eterno retorno del hombre? Hace 6.000 años, para el homo erectus las nuevas técnicas en la agricultura le permitieron producir un excedente en su agricultura y ganadería; esto a su vez facultó al hombre con su sociedad a crear y mantener religiones, con ellas vendrían las guerras y con estas finalmente los especialistas.

 

 

Especialistas como los sumerios que transitaron de la vida en pequeñas aldeas a ciudades con miles de habitantes. Entre los antiguos egipcios también se puede ver el uso de los ríos para la irrigación en la agricultura, el establecimiento de rutas comerciales, la escritura, y la creación de registros simbólicos instituyendo un orden, siendo estos elementos tecnológicos y culturales los que determinarían su rol en la historia. La historia marcada por el desarrollo técnico o la acumulación del conocimiento, acompañado por la competencia con otras formas de organizar la sociedad, donde la guerra emerge como su relato. Los relatos de los imperios como el Aqueménida de los persas, el Maurya hindú, el chino Qin, los macedonios, griegos y romanos estuvieron marcados por la forja del hierro como elemento constitutivo de su salto tecnológico. Sin embargo, estos grandes imperios se desintegrarían al igual que su sujeto, es decir su hombre.

Gran parte de lo que hacemos es inevitablemente repetitivo y predecible, pero la historia nunca se repite exactamente y antes que nada es creación y auto creación; cada coyuntura histórica es única. En Europa, el nuevo hombre posterior a los imperios clásicos dio paso al hombre medieval que rondaría por los años 650 a 1500. La coyuntura fue, es y será marcada por su geografía, lo cual implica una relación íntima con el mar. Entre cruzadas y Yihad, Lores, burgueses y campesinos en el feudalismo dieron el paso a las flamantes monarquías, mismas que recibirían un impulso fuerte por parte del renacimiento. Este impulsaría a expedicionarios a matar a su época y a su hombre, es decir, metafóricamente hablando el encuentro con América nuevamente implicaría el sentimiento abismal del último hombre.

Como siempre, ante el advenimiento de una nueva organización de la sociedad, los cambios se vuelven inevitables, la reforma protestante y la contrarreforma, la revolución neerlandesa, la guerra de los treinta años, la revolución inglesa, los estados absolutistas como germen de los estados modernos y la Commonwealth, el caldo de cultivo perfecto para las guerras de los nuevos imperios que marcaron la primera oleada de revoluciones burguesas entre los años 1517 y 1775. Posteriormente vendrían hitos modernos como la revolución estadounidense, la toma de la Bastilla, la revolución haitiana y las revoluciones latinoamericanas que cerrarían la segunda ola de revoluciones burguesas.

 

 

De la revolución industrial en adelante se podría hablar de un sujeto, una sociedad que avanzaría lentamente hacia la globalización, sin embargo, con la caída del estalinismo y el muro de Berlín, el neoliberalismo como forma de organizar la economía y todo lo que a ella se conecte en la sociedad, marcarían la cúspide de una guerra fría contenida. El sabor amargo de la victoria del neoliberalismo se vería marcado por otro hito histórico; me pregunto: ¿fue el 11 de septiembre de 2001 el paso a un nuevo sujeto o una nueva forma de organizar la sociedad? ¿Vivimos en el presente del nuevo imperialismo? Las telecomunicaciones, traspasando los límites territoriales de las naciones con su virtualidad y el rol de las ciudades ante el sistema global con sus mercados, permitieron ver este hito en vivo y en directo.Veinte años después la sociedad del espectáculo se encuentra al alcance de un dispositivo. ¿Hablamos de un nuevo hombre que dará paso a otro cuando este se convierta en el último de su organización social?, o ¿es en realidad el último hombre de esta larga sucesión de hombres ante el advenimiento del posthumano?

 

Para los aceleracionistas el posthumano ya habita entre nosotros. Neil Harbisson es la primera persona en el mundo reconocida como ciborg. La tecnología nuevamente da ese giro de tuerca que terminó con tantos imperios; la guerra como su reflejo nos da indicios de lo antihumano en que ella se ha convertido de la mano de la cristalización de la racionalidad capitalista. ¿Cómo medimos la eficacia de una bomba lanzada por un dron? ¿por el número de muertos que produce o por la eficiencia en su relación distancia/trayectoria?

Si en la historia de la humanidad ha sido la coyuntura la que ha variado como metáfora de la forma, ¿es el fondo este tiempo circular causal donde el fin del humano genera a su vez su principio? ¿Será así hasta el fin de los tiempos, éxitos y fracasos marcados por hitos? Nuestro presente incierto ante el advenimiento de los posthumanos inmortales marcan las últimas huellas del último hombre. Pero este ha sido el mismo hombre desde el tiempo en que Esquilo elaboraba su tragedia, nuestra tragedia ilustrada en Los siete contra Tebas; quizá por ello la tecnología busca salir del planeta y terraformar otros mundos. Los límites biológicos del humano no son más que tecnicismos para el posthumano. Actualmente pensar en rehabilitar el planeta Tierra parece cada día más lejano, por otro lado, las misiones espaciales están programadas para estos años se encuentran cada día más cerca. Vivimos en un mundo azotado por múltiples crisis: financiera, energética, alimentaria, y si bien no todas ponen en riesgo la supervivencia de la especie humana, es la crisis climática la que requiere de cambios estructurales. ¿Estamos asistiendo al ecocidio? ¿es inminente el colapso del que habla Pablo Servigne?: vemos en tiempo real como se queman bosques que son del tamaño de países, la violencia contra la naturaleza marca al siglo XXI, así como la violencia contra el humano marcó al siglo XX.

 

 

La naturalización de la violencia durante el siglo XX nos dio al presente la violencia salvaje en ejercicio para todo y contra todo. No sería la primera vez que la violencia es partera de la historia, pero si fuese la primera vez que esta se interiorizara en la sociedad, al punto de que en esa clave podemos entender el sentimiento de vulnerabilidad y amenaza constante fundada en el 11 de septiembre de 2001. Me es inevitable no pensar en el poema LIV de Baudelaire en Las Flores del Mal donde se pregunta: “¿Podemos hacer algo contra el remordimiento, que vive se agita y escarba, se nutre de nosotros lo mismo que una larva del muerto, o que la oruga del roble corpulento? ¿Podemos hacer algo contra el remordimiento?”. Y pienso en que nosotros, los humanos ―el último humano― somos ese ser que se lamenta ante la pérdida de su planeta y que esa larva que crece latentemente es el posthumano. Pero ¿podemos reiniciar el ciclo del humano? Ya en la ciencia ficción, el novelista Stanislaw Lem publicó Fiasco en 1986, un drama humano en el cual los hombres tienen bases en Marte y Titán, el satélite de Saturno. La tecnología sigue con su constante innovadora, y el humano sigue siendo su actor principal. El presente apunta a esta utopía de la colonización espacial donde lo humano sigue estando en la ecuación. Pienso esto y me pregunto nuevamente: ¿podemos evitar el ocaso del último hombre?, ¿podemos pensar en algún momento materializar la ficción de Stanislaw Lem? No lo sé. Nuestra herencia, nuestra tradición, la humanidad y su historia es contradictoria, dio origen a la democracia y al totalitarismo. El último humano no será más que el reflejo de la última forma de organización social; allí donde ya no haya humanos organizados no habrá humanos.

A la espera de un tiempo tan oscuro, tan claro

Carlos Reyes

 

Supongo que no soy muy humano. Lo que realmente quiero hacer es pintar luz en el costado de una casa.

E. Hopper

 

 

Escatología

En un pasaje de sus Tres discursos en ocasiones imaginadas (1845), en los que trata sobre la inminencia de la muerte, Kierkegaard comenta dos anécdotas entrelazadas por la experiencia de morir. La primera corresponde a un joven que en la noche de Año Nuevo sueña que ha envejecido, habiendo desperdiciado su vida, pero que al despertar experimenta un cambio “honesto”: el sueño lo conduce de la muerte de su vida anterior a un despertar en su propio renacer, dejando aquel año viejo –y vida envejecida– en el pasado. La segunda anécdota relata la decisión de un emperador que ordena ser enterrado vivo, obedeciendo toda la ritualidad funeraria del caso. El gobernante tiene en esta situación, por sobre todo súbdito, la facultad de administrar su propia muerte, ejercer la soberanía de su cuerpo, pero el pago por tal prerrogativa es la vida. Kierkegaard la presenta como la “honestidad” propia de experimentar la muerte en un estado consciente. En última instancia se señala que quien quiera hacer una distinción entre estas dos sinceridades solo puede dirigirla hacia quien viva. Hablar de la muerte con los muertos, o los ya condenados, tendría poco o ningún sentido. Por añadidura se infiere la irrelevancia de hablar de la muerte en función de otros, en vista de que el asunto no puede ser sino estrictamente personal y subjetivo. La muerte es una experiencia y no un rumor.

El pensador danés insinúa que es necesario educar al hombre moderno no solo en sus limitaciones para aventurarse en intuir el sentido de la vida, también le señala su desconocimiento de la finitud. Porque solo un muerto podría quejarse con autoridad de todo tipo de hastío; el difunto es el único que puede presumir de inmutabilidad, de que las cosas no cambian, nota Kierkegaard. ¿Qué ser vivo puede honestamente entender aquello? Quizá de alguna manera una pregunta que ronda en el discurso es: ¿cómo pretende el hombre moderno especular sobre la vida –siendo tan cambiante– si tan solo la inexplicabilidad de la muerte es un desafío?

Una creciente área del “mundo” de la cultura, las humanidades y algunas disciplinas académicas parece haberse abocado sin más a la proclamación inexplicada (pero imperativa) de una muerte universal, del fin del hombre y el ocaso de la humanidad. La claridad exige suceder a estos tiempos oscuros. Se habla de la muerte en tercera persona de todo lo humano y del advenimiento de una realidad que sitúa al hombre en su fin. Esta postura, que se ha dado en catalogar como posthumanitarista, se promociona, por ejemplo, impregnada en decenas de títulos disponibles en el mercado editorial. Las librerías ofrecen en sus escaparates y mesas una cantidad importante de temáticas en las que se consigna una inminente desaparición del hombre. Ciertamente el sector del libro ofrece otros contenidos además de aquellos, y por ahora todavía prevalece el consumo de ficción en las preferencias de los lectores de todas las edades, pero la profusión de títulos que podrían etiquetarse como pesimistas, habla de cierta saliencia del fatalismo en dicho “mundo” de la cultura.

El asunto abiertamente no es nuevo. Las críticas a la humanidad y a su situación en el planeta han sido un ejercicio recurrente en el campo del pensamiento. Lo que hace particular el impulso posthumanista es que no se centra –o pretende no hacerlo– tanto en el ser, sino en una situación en la que lo humano se subordina al mundo y a sus componentes, en ocasiones hasta desaparecer. Es precisamente la idea de “descentrar” lo humano aquello que guía el ánimo del posthumanismo.

Al revisar los postulados del posthumanismo se encuentra –a grandes rasgos– que este recupera dos inquietudes (¿ansiedades, malestares de la cultura?) que frecuentemente se filtran en las conversaciones sobre el estado de la humanidad. Estas tienen que ver, por un lado, con las profundas desconfianzas y temores que genera toda máquina –toda artificialidad maquinal– para el campo intelectual, y por otro con la expansión de una lógica que progresivamente atribuye al ser humano una desconexión incriminatoria con respecto a la naturaleza. La máquina, la automatización y la robotización son asumidas por el intelectual como una amenaza al lugar que ocupa el ser humano en los propios espacios y situaciones que ha creado para sí. Teme el reemplazo del hombre y su inteligencia por el robot, los algoritmos y la inteligencia artificial. Como complemento el posthumanismo busca restituir al hombre, forzosamente –y desde una moralidad fundada artificialmente en la razón– a cumplir cierta obligación política de retornar a natura, como si en un arrebato el hijo inmaduro hubiese fugado del seno materno, obligado luego a regresar cabizbajo y arrepentido a los brazos de Gaia.

El miedo a la máquina, reciclado en el discurso posthumanista, mantiene su tensión gracias a un horror intelectual (ético, estético) ante la sola idea de la obsolescencia del hombre, pero también en el aferramiento a un algo misterioso y “puramente” humano, situado en un tiempo prehistórico. El fenómeno invariablemente recoge la idea de que el hombre es un hecho histórico que debe ser valorado en función de lo que hace, es decir en gran medida en relación con su trabajo. El laborismo que sintetiza de esa manera lo humano se sirve a sí mismo de marco de interpretación de la humanidad y de su valor. ¿Qué sucede entonces cuando se lo contradice y se propone que el valor del trabajo es subjetivo y no es inherente al ser humano, y qué además en buena parte puede y debe ser sustituido por la máquina? Con esa desilusión, si el hombre y su ser en el mundo fuesen realmente definidos por su labor, la máquina vendría a descompensar su situación histórica. La técnica luego sacude conceptualmente lo laborista y expone las limitaciones de un enfoque que, buscando restituir una humanidad supuestamente alienada, entorpece la valoración de la propia vida humana. El hombre, que con la máquina ha podido librarse de desgastes crueles en el agotamiento de su fuerza de trabajo, al mismo tiempo la recibe como un don misterioso, algo que él mismo ya solo puede mirar con recelo. Si de una “episteme” laborista se desprende un ethos que asegura que el mundo ya está explicado y lo que resta es gobernarlo, ¿qué se puede esperar de otra en la que no figure siquiera el propio ser humano?

En el campo estético el horror no solo ante la obsolescencia del hombre sino también a su simple aparición ha ofrecido muestras de una fuerza expresiva y desoladora. La obra de Edward Hopper, por poner un ejemplo, tuvo la particularidad de situar al hombre y a la mujer en distanciamientos e impersonalidades casi profilácticas. Casas, faros costeros, trenes, restaurantes con comensales de espaldas y rostros agazapados, comedores nocturnos con extraños compartiendo asientos en la barra: el siglo XX en plena ebullición se condensa con Hopper en la penumbra de una acomodadora de cine esperando que acabe la función (New York Movie, 1939). En uno de sus últimos cuadros (Sun in an Empty Room, 1963) Hopper ya solo se limitó a mostrar una habitación vacía en la que el objeto más significativo sería el juego de geometrías entre una luz, una ventana y unas paredes. El ser humano daba paso a la nada y el artista hizo de aquella un cuadro. Ciertamente habrá quien proponga que aun en ese vacío persiste la figura humana en forma de ausencia. Quizá sí.

Cuestionario para un fin de los días

¿El último hombre sabrá qué es el último? ¿Qué razones o intuiciones le servirán para navegar por la vida hasta el momento de su desaparición? ¿En qué convicciones morales sostendrá alguna ética dado que ya no tendría que responder a nadie humano sino ante sí mismo? ¿Lo habrá abandonado su propia conciencia? ¿Cómo podrá desarrollar una identidad sin alguien con quien contrastarla? ¿Estará listo para el fin? ¿Por qué él y no otro? ¿A quién desdeñará en la impertinencia de su juventud y a quién mirará con resignación en sus días finales? ¿Será acaso él mismo etiquetado como un fósil parlante en el contexto de lo posthumano? Tras su paso por el mundo, ¿dejará una nada robotizada o será el último de su especie y hasta poco antes del fin de sus días atenderá visitas posthumanas? ¿Concederá entrevistas o asignará una inteligencia artificial que redacte su biografía? ¿El último hombre quedará finalmente petrificado, en pie, o morirá de rodillas?

Redención

Regresar inexorablemente a la protección de natura parece ser la otra gran consigna posthumanista, además de resistir a los embates de la máquina. En la fenomenología de ese retorno posthumanista ya se produciría, por ejemplo, una resituación política de los animales (no-humanos, dice su ortodoxia) a un estatus igual al de los seres humanos (Singer y su ética animalista formulada en razón de la sintiencia). El retorno o reintegración con lo natural supone así un aplanamiento de los derechos humanos y la ampliación de otros no-humanos. Al consolidar la naturaleza en una sola animalidad (humana + no humana) ya no cabría limitar los derechos a un solo sector (¿se forja entonces la clase animal?). El posthumanismo con esto reclamaría un futuro mayormente no-humano, aunque no se aprecia que contenga una meditación sobre las proporciones de su demanda.

 

En pensadoras como Braidotti y su subjetividad posthumanista, que no sufre de “ninguna nostalgia por el Hombre” se encuentra uno de los referentes más difundidos al respecto. ¿Cómo formula la filósofa ítalo-australiana su re-concepción de la vida?:

La “vida” está lejos de ser codificada como propiedad exclusiva o derecho inalienable de una especie, la humana, sobre todas las demás. (…) la vieja jerarquía que privilegiaba la bios –discursiva, inteligente, vida social– sobre zoe –vida “animal” brutal– debe ser reconsiderada.

De lo anterior cabe decir algo. Si la vida ya no fuese “propiedad exclusiva” de la especie humana, como quiera que se entienda el ejercer la propiedad sobre la vida, entonces la administración de la muerte pasaría a ser una prerrogativa aún mayor del Estado. ¿Non sequitur? No. Por experiencia sabemos de la frágil situación de todo aquello “privado”, privativo del ser humano, especialmente ante el poder del Estado (propiedad, información, reunión, correspondencia, cuerpo, geoubicación). ¿Qué sucedería si se concibe la vida como “propiedad” alienable cuando se puede constatar que las sociedades modernas progresivamente han concedido la regulación de todas sus actividades al Estado? ¿Qué podría salir mal? La reconcepción de la vida por parte del posthumanismo, vista así, resulta el ejercicio inevitable de un castigo, sin posibilidad de perdón ni olvido. Los agravios del hombre costarán toda vida humana, pasando esta de ser un frágil derecho a un privilegio.

Pero además de su relación política con lo animal otro aspecto marca en buena medida el ímpetu posthumanista, y es su carencia de cualquier forma parecida a una redención. La reconsideración posthumanista sobre la vida, al dar por muerta la humanidad, aunque sea de manera diferida, desmantela toda posibilidad de salvación. Asume como imperdonable lo que ha hecho el hombre con la naturaleza. Aquella falta de redención también guardaría lógica con el rechazo absoluto del posthumanismo hacia toda forma de tradición. Porque es en y gracias a la tradición que la humanidad ha coordinado una serie de valores elementales para la convivencia, incluyendo sus contenidos más trágicos y apocalípticos.

El relato bíblico del arca y el diluvio condensan justamente la posibilidad de la redención para la humanidad en unas pocas oraciones. Primero, cuando apunta a una necesaria separación de la humanidad ante la animalidad, salvada esta última, esa sí, por su inocencia (más adelante la inocencia se simbolizará con atención en la figura del Cordero de Dios y su disposición al sacrificio ante lo más sagrado). En el arca se pone a prueba la virtud del ser humano, siendo el acuerdo de Noé con Dios un pacto de disciplina y paciencia. Salir a flote es un premio a la constancia, tanto como a la fe. ¿Es la fe reducible a la disciplina?

Al interior del arca los días de espera para salir a tierra firme están fijados, y no es sino el vuelo de las aves –el paseo de la libertad en el confín– lo que advierte el fin del diluvio. Nótese aquí que el animal coopera con el ser humano en la tradición judeocristiana, pero también hay una diferencia con otras tradiciones en las que el hombre, en lugar de obediencia, enfrenta a algún dios, o provoca a otro, indisponiéndose ante la naturaleza. En la Odisea la insumisión del protagonista pospone constantemente su desembarco final, su regreso a casa, porque antes del engaño o la derrota de los dioses, Ulises debe derrotarse a sí mismo y quizá a su orgullo; él, el ingenioso, debe humillarse. Si algo marca la diferencia entre las dos tradiciones no es solo la relación entre ser humano y divinidad, sino que en la helenística la redención es más bien un desgaste, un retorno que debe cumplirse por voluntad divina. El retorno del rey de Ítaca luego de veinte años está colmado de vicisitudes, negociaciones y compromisos de sacrificios con dioses:

― Sacrificaremos a Poseidón doce toros escogidos, por si se compadece y no nos oculta la ciudad bajo un enorme monte.

[…]

― En esto se despertó el divino Odiseo acostado en su tierra patria, pero no la reconoció pues ya llevaba mucho tiempo ausente a su isla

Despierta Ulises como de un sueño a una nueva-vieja vida en la que debe reconstruir su familia y su reino plagado de impostores. ¿Y qué si los dioses no disponían el retorno de Ulises, su rehabilitación, su renacimiento? En el contrato bíblico, por otra parte, las condiciones están dadas y son claras: el hombre y la familia obtienen la recompensa de restituir tanto la animalidad en la naturaleza como la humanidad en el mundo.

Finalmente, hay en torno a la postulación de las ideas posthumanas cierta ambigüedad. ¿Son aquellas un diagnóstico intelectual o una advertencia política? ¿Ambas? Si fuese solo lo primero podría hablarse de un fatalismo que no tendría mayor lugar a discusión, puesto que si el fin es inminente carecería de sentido ocuparse de él, mucho menos conversarlo. Aquello sería intrascendente, además, porque la pretensión que presagia el fin de la humanidad atraviesa una falta de evidencia empírica en los ámbitos económico, político, ecológico, energético, etc. La saliencia de las teorías más distópicas se encuentra, como se dijo antes, en los exhibidores de best-sellers. La idea del “fin” humano se asienta en una expectativa ante todo supervivencialista, con las particularidades que tiene la posmodernidad: la difusión en baja resolución de toda catástrofe posible a través de las redes globales, los proyectos ideológicos de cualquier partido político que oferta salvaciones públicas impostergables, el reciclaje continuo en los medios masivos de contenidos escandalizadores. ¿Es entonces un ultimátum?

Es particularmente notorio –o sería provechoso interrogarse– sobre el totalitarismo que está contenido en la ensoñación del futuro que reclama el posthumanismo, en ese situarse hacia otro tiempo advirtiendo que el presente es el momento imperativo para su consecución. Dicho totalitarismo se aprecia –con cierta facilidad – al observar con detenimiento las proposiciones del tipo “el futuro será de X forma o no será” anotadas frecuentemente en la cartelería de la protesta social. ¿Qué ha pasado con todas aquellas experiencias sociales en las que se ha procurado –radicalmente– modelar el futuro a título personal o grupal? ¿No ha sucedido que –como muestra, el s. XX– en última instancia la imposición de un universalismo desde la política ha requerido del uso de la violencia absoluta por parte del Estado?

La proposición “el futuro será de X forma o no será” tiene una de esas particularidades que se entiende gracias a una idea de Daniel Dennnet, a la que en su momento llamó “profundina” (deepity). Un profundina (a falta de otra traducción) o seudo profundidad es una proposición que en una lectura resulta trivial, aunque posiblemente verdadera, pero en otra carece de sentido. Por ejemplo, la proposición “el arte ha muerto”. En una primera lectura podría ser cierto que el arte (varios estilos, múltiples escuelas) haya muerto, pero aquello dice poco o nada, siendo más una postura que una tesis. Por otro lado, si la proposición se tomase en serio supondría una revelación absoluta. Imaginemos: el arte ha muerto.

El asunto con proposiciones que urgen por un futuro imperativo condicionado a lo posthumano es que no solo podrían enmarcarse como seudo profundidades, sino que en las circunstancias actuales –y debido a que mayormente están avalados por ciertos sectores de la academia– es que se han tomado colectivamente en serio y ya forman parte del discurso social, sin ser objeto de mayor discusión sobre su propia conceptualización. Los escritos que conforman el corpus de la idea de lo posthumano tienen unas implicaciones políticas que parecen no están dispuestas a esperar que dicho fin-humano llegue, sino que ya asoman –auspiciados por intelectuales como Singer o Braidotti– en decenas de activismos que cada día logran instalar alguna prerrogativa catastrofista en las políticas públicas. El posthumanismo le indica a la sociedad que el castigo es su expresión ética.

La muerte, recuerda Kierkegaard, ha recibido también el nombre de “noche” y acaso el propio hombre, decepcionado de ver en sí una imagen sin misterio y sin animalidad, haya señalado accidentalmente el camino a su ultimación. Llegar tan lejos solo para anochecer con nadie y amanecer ante la nada.

 

El último ambiente

Luis López López

 

Lo humano y lo natural en la actual vuelta de tuerca de la historia de la humanidad nos presentan un paisaje que ya fue desbordado por el mundo moderno del frágil equilibrio propio de épocas pasadas. El artificio o la construcción artificial llevada al límite, no en tanto saturación física del espacio natural cuanto en la aceleración exponencial de su clímax destructivo, se expresa trágicamente, entre otras cosas, en los efectos del cambio climático o en la amenaza latente de una destrucción nuclear.

En el ciclo precedente de la “eterna alternación”, la aspiración moderna cree asistir a la vigencia plena de la sociedad democrática y a la fusión de lo humano y lo natural como resultado y conquista a la vez de un mundo ideal, el mundo positivo. La formulación nietzscheana de un individuo superior que sea el conductor de una humanidad camino a una definitiva superación da cuenta de que ese último hombre deberá desaparecer, y acaso con él su medio, su ambiente, su mundo, para volver a aparecer “bendiciéndose como aquello que ha de retornar eternamente, como una transformación que no conoce la saciedad, la indignación ni el hastío” (Nietzsche, Ecce homo). Mas lo que se formula para lo humano sería distinto para lo natural, cuya temporal destrucción se llevaría por delante la vida como la conocemos hoy, y fundamentalmente la vida humana.

 

 

Ahora bien: ¿que podemos pensar respecto a la red global que caracteriza el territorio tardocapitalista, del cual forma parte la ciudad contemporánea, en lo que llevamos del siglo XXI, cuando se cuentan los segundos de un agonizante tiempo marcado por el “reloj del apocalipsis” del que nos hablan los expertos del boletín de los científicos atómicos, para una (aparentemente) inevitable destrucción de la relación entre naturaleza y cultura como la conocemos actualmente? Todos confluimos en esta época del espacio “la época del cerca y el lejos, del lado a lado, de lo disperso”, del espacio heterogéneo, tanto de lugares como de relaciones, “no vivimos en una especie de vacío, dentro del cual localizamos individuos y cosas. (…) vivimos dentro de una red de relaciones que delinean lugares que son irreducibles unos a otros y absolutamente imposibles de superponer” (Foucault, Los espacios otros). Pero esta confluencia que nos diferencia, a la vez nos conduce hacia un único y apocalíptico final, pues el reloj marca para todos. El tiempo y la historia que particularizaron el territorio y las ciudades medieval, industrial o moderna se disuelven en el mundo contemporáneo; lo que hacemos todos nos favorece o afecta a todos, independientemente de que quienes toman las decisiones o se benefician de ellas sean una absoluta minoría. Las 23.55 en 2014, las 23.57 en 2015, las 23.57 y 30 segundos en 2017…, tan cerca del final, y pensar que hasta 1947, cuando se creó este organismo, la humanidad no tenía forma de autodestruirse por completo y hoy es casi una realidad, a la que nos acercan factores como la inteligencia artificial, la biotecnología o las nuevas pandemias, sumándose al peligro atómico original y la emergencia climática.

¿Acaso asistimos, a diferencia del último hombre pensado en el siglo XIX, al último ambiente habitable del siglo XXI? El hombre actual, realizador de la democracia plena en la cual surge una nueva humanidad, está obligado a recuperar el equilibrio con la naturaleza en un ambiente diferente.

La esperanza de que lo mirado modifique las miradas, en sus especificidades y temporalidades por venir, dan tarea a lo humano y sentido a su transitar presente. La cultura del ahora sería, más que de supervivencia, la cultura de repensar lo humano y su hábitat: la tecnología de avanzada, las ciencias y las artes van a recorrer algoritmos y letras por un camino no transitado e imposible aún de imaginar de una humanidad por venir. El golem del siglo XXI ciertamente no será ya hecho de barro, sino pensado (por ahora) de sistemas biocompatibles y biodegradables con capacidad regenerativa, adaptativa, inteligente y biointegrable, resultado de complejas interacciones entre biología y cibernética, palabra esta que curiosamente evoluciona del griego kybernets, que describe al hombre manejando el timón que le permite acercarse a la luz del lejano faro.

Nuevos espacios proyectuales, que superen los campos disciplinares de las profesiones existentes, que atrevan a fundirse en una búsqueda conjunta de nuevas epistemes, que atrevan a mestizar sus conocimientos y prácticas, que renueven la ética y estética del tratamiento de la arquitectura y el paisaje futuros, utilizando recursos del conocimiento y la técnica más apropiados, lo más avanzado con lo ancestral, combina una acción que no se conformará con esperar contando los 100 segundos que le restarían de vida a la humanidad. La creación de nuevos significados requerirá de nuevos sistemas de representación acordes con esta insospechada búsqueda, alejada definitivamente de la persecución del ideal positivo del ser del mundo moderno.

 

 

Ciertamente que los sistemas de construcción natural y artificial de hoy no son lo mismo para todos; la globalización es diferenciadora, en sus demandas y en sus respuestas. Hay un mundo global, pero en él hay varios mundos estratificados por su grado de desarrollo, por tanto, del bienestar de sus habitantes. Los daños son planetarios y afectan a todos, los beneficios estratificados y privilegian a muy pocos. Los criterios medioambientales con que se procede en la configuración del paisaje contemporáneo han constituido estéticas diferenciadas con distancias inalcanzables: Zeekracht de OMA en el Mar del Norte prefigura una combinación de política e ingeniería singular de producción de energía eólica, mareomotriz y solar, superando la producción energética de Oriente Medio, con metas tan ambiciosas sobre el uso de energía limpia, la organización del océano y el territorio, estructuras de producción y comercio transnacionales; propuesta que se ubica en el terreno de la ciencia ficción para los países del Sur. Es de igual manera incomparable la diferencia entre el paisaje que surge de la producción alimenticia de Holanda, por ejemplo, con miles de kilómetros de invernaderos, con los desérticos territorios del África subsahariana o al retaceo de los terrenos de producción para la auto subsistencia de los países andinos. Los recursos de conocimiento y técnica guardan también enormes distancias; los sentidos que se crean en unos y otros casos tienen dinámicas definitivamente diferentes y sus resultados estéticos también. Mientras en el Sur aún queda espacio para lo idílico y natural, en el Norte predomina, y cada vez más, lo artificial, industrial y controlado.

Para el 2050 el mundo albergará a 10 mil millones de personas, en comparación con los 7,8 mil millones de hoy. No hay sin embargo un solo faro que guíe destinos tan diferenciados. Si la sociedad global se produce y reproduce en la interconexión de los intereses antagónicos de territorios y culturas diversas, cuando no confrontadas, no sería dable pensar que los países del Sur (subdesarrollados o en vías de desarrollo) se orientan en los faros del mundo desarrollado; lo más probable es que naufraguen en mares demasiado tormentosos para sus posibilidades. El capitalismo mundial integrado (Guattari, Las tres ecologías) vive la paradoja de poseer un potencial técnico y científico suficiente para superar las necesidades de la vida en el planeta, y sin embargo no puede encarar las inequidades, polarización, racismo, destrucción ambiental. Es que no somos un solo mundo, tenemos formas singulares de existencia en que el disenso debe ser entendido como el productor de nuevas formas de subjetividad. Los avances técnico-científicos son universales, mas su apropiación y uso son diferenciados y diferenciadores; lo natural tradicional y la alta tecnología tendrían combinaciones distintas en relación al entorno cultural y geográfico en que se den. Me queda la duda de si corresponde hablar de una ecosofía o de varias ecosofías y variadas estructuras ético estéticas en el mundo actual.

La última historia es la primera historia: algunas ideas (post)históricas sobre el presente (post)humano

David Barreto

 

 

1. Ludwig Wittgenstein, en el apartado 116 de las Investigaciones filosóficas, escribía hacia mediados del siglo pasado: “Cuando los filósofos usan una palabra —‘conocimiento’, ‘ser, ‘objeto’, ‘yo’, ‘proposición’, ‘nombre’— y tratan de captar la esencia de la cosa, siempre se ha de preguntar: ¿Se usa efectivamente esta palabra de este modo en el lenguaje que tiene en su tierra natal? —Nosotros reconducimos las palabras de su empleo metafísico a su empleo cotidiano”.

Me interesa subrayar la última frase: reconducir, digamos reorientar las palabras desde un ámbito meta-físico a su empleo cotidiano, a su uso ordinario, a su hábito —que marca una ética— consuetudinario, incluso prosaico, cuando no abiertamente trivial. Como se sabe —y reduzco aquí una compleja ambición filosófica sobre lenguaje ordinario que nos llevaría por otro sendero—, Wittgenstein busca, a partir de su práctica filosófica, más que la definición constante y definitoria de una palabra (la codiciada esencia meta-física de un concepto), resolver los problemas filosóficos, o apartar sus dificultades (¶133), en el contexto habitual de su uso. Porque el uso ordinario que se le da a tal o cual concepto es en sí la tierra natal de la que habla Wittgenstein, y que quiere dar cuenta de una obviedad que, por obvia, se torna invisible: nada hay más allá del juego —el ajedrez, por ejemplo— en el que un peón o un rey, o una palabra, adquieren el sentido que tienen. “La pregunta ‘¿Qué es realmente una palabra?’ es análoga a ¿Qué es una pieza de ajedrez?” (¶108). Pero re-conocer el juego, visibilizar el régimen cotidiano de lo ordinario en el que una palabra se desprenda de sus equívocos aspavientos meta-físicos, es, parafraseando a Stanley Cavell, not a given but a task (no un hecho dado, sino una tarea).

2. He pensado estos últimos días en esta idea de Wittgenstein, y en Cavell y José Luis Pardo, a propósito de la invitación de Trashumante para reflexionar en torno al concepto de lo posthumano, palabra que se (me) antoja desde un principio como una tácita aporía que presagia la paradoja de un corte o una cesura ontológica. De entrada, lo que llama la atención es la partícula post: más allá, después de. El prefijo, en su uso corriente, denota una sucesión temporal, un algo que procede de algo, un estadio crono-lógico que vendría o continuaría luego de. Aquí, en el caso de lo post-humano, aquello que se anuncia que se supera es nada más ni nada menos que lo humano. Pero, ¿qué es lo humano que se deja atrás? ¿A quién, o a qué, nombra esto humano que lo post supuestamente supera acaso como residuo o resto de una época que, sin más referencia por el momento que el juego lingüístico, estaría llegando a su fin? En una palabra, ¿señala lo post algo más allá de aquello que somos, de aquello que hace de nosotros animales humanos? ¿Podemos, en definitiva, dejar de ser humanos?

3. Estas preguntas se ciñen a una imagen que en las últimas décadas ha adquirido la dimensión inexorable de un (¿de nuestro?) destino: el fin de la historia. De otro final, añadamos, pues en la pluralidad de historias que tejen y destejen la malla irregular y heterogénea de la historia dominante de lo que se ha dado en llamar “Occidente” —cuya impertinente sombra se atisbaría hoy inoculada con violencia en todos los rincones del planeta— este nuevo final histórico se suma a una serie de otros finales, revolucionarios u onto-teológicos, que vuelve notorio el sustrato escatológico de lo que Jacob Taubes identificaba como el destino apocalíptico implícito de la historia de la modernidad. De la modernidad “occidental”, esto es, porque me parece que invocar a bocajarro términos como historia, modernidad, Occidente o humano, o cualquiera de sus avatares y declinaciones como post-modernidad o post-humanismo, nos hurta de la tensión crítica y del espesor concreto anudados por pliegues, disputas y pulsiones globales y locales que convierten estas expresiones en atractivos significantes vacíos —aquí en eco de Ernesto Laclau— cuya ambigüedad estratégica elude la especificidad y materialidad cotidiana de sus enunciaciones. Y a las que cabe, por tanto, imbuir de sentidos saturados de identidades maleables que escasamente aportan a resolver o apartar las problemáticas reales de las encrucijadas vitales —y ordinarias— de los habitantes en contornos precisos y sujetos a fuerzas y dinámicas que exceden la disposición universalista y homogénea que se esconde detrás de su prescripción.

 

 

4. Esta breve reflexión, no obstante, no implica que en efecto no exista cierta urgencia de replantearse el lugar de lo humano en las postrimerías de las catástrofes (medioambientales, económicas, políticas, pandémicas, etc.) causadas sin que quepa la menor duda por la voluntad de poder del sujeto moderno, cuya carta de ciudadanía se puede rastrear, como se acostumbra hacerlo, a la metodología cartesiana cuya fuerza emana justamente de la escisión meta-física entre mente y cuerpo, siendo ‘cuerpo’ el límite del ‘yo’ que en Descartes suscita la necesidad de una filosofía que transforme a los humanos en, como dice, “dueños y poseedores de la naturaleza”. No hace falta aquí trazar la genealogía de esta imposición para constatar que, en efecto, en el curso de los últimos siglos lo humano se ha desprendido progresivamente de sus vínculos míticos con la naturaleza en una abstracción estructural que hoy promete con destruir su propia habitabilidad. Pero esto tampoco quiere decir —y he aquí el peligro de algunas posturas nostálgicas de toda índole que aspiran a restituir la supuesta autenticidad del ser humano a una inquietante unidad pre-moderna o pre-humana con una naturaleza pre-lapsaria o pre-histórica— que debiéramos renunciar a la modernidad en su conjunto como si ésta constituyera en su núcleo la suma de un totalitarismo nihilista que habría ahondado la insalvable herida que separa al individuo de la naturaleza, a la justicia de la libertad, a los nombres de las cosas, al yo del otro o a la voz de la letra como se separa la historia de la poesía y a Europa de América. Porque no hay, claro, a dónde volver, pero la persistencia de esta alegoría, sea en política, en filosofía, en historia, en poesía o en la vida cotidiana, atiza el fuego de una perniciosa nostalgia que da sustento al relato de los orígenes que, en la fantasía de su inaccesibilidad, perpetúa el deseo de su autoridad y poder.

5. Querría aventurar unas pocas ideas finales que aspiran a reconducir la orientación del término post-humano, y me gustaría hacerlo a partir del mismo Descartes toda vez que son sus consideraciones filosóficas las que sintetizan desde 1637 la sustancia meta-física de lo que significa ser humano en la cuenca de la inicua historia atlántica, primero, y luego planetaria. Si en efecto el nacimiento teórico de lo humano —en las doctrinas imperiales de la modernidad occidental— se predica a espaldas de la naturaleza, que pasa a ser dominio indiferente para su utilidad y ulterior destrucción, es a lo mejor en el re-conocimiento de ser apenas un ente entre entes lo que permitirá a lo humano soslayar el paradigma cartesiano que lo inviste aún hoy como el centro de la creación, y así arribar a una idea por demás simple: que siendo que no existe división alguna entre sustancias que puedan denominarse ‘mente’ y ‘cuerpo’ —como no la existe entre el yo y la naturaleza—, carece por completo de sentido disputar el ámbito teórico de lo post-humano dado que, para empezar, la ruptura meta-física que sueña fundar lo humano no tiene cimiento. No digo, por supuesto, nada nuevo. Casi inmediatamente después de que Descartes publicara en 1637 sus meditaciones, figuras como Spinoza, y más tarde Nietzsche y Deleuze, hasta recientes investigaciones sobre inteligencia artificial y cognición llevadas a cabo por John Haugeland, Manuel de Landa o Riccardo Manzotti (quien dice, por ejemplo, que la experiencia de un objeto es idéntico con el objeto mismo), han refutado el dualismo cartesiano proponiendo, en cambio, una filosofía en la que el irreducible ensamblaje y el inextricable acoplamiento de la matizada experiencia cognitiva humana con el resto de los fenómenos de la naturaleza se muestran como una y la misma cosa.

6. En este sentido, y si se me permite la reapropiación de una conocida metáfora kantiana, podría decirse que, enfrentados como estamos a la creciente impresión de que las murallas (esto es, las ideas claras y distintas cartesianas) que construimos como límite de aquella latencia de lo indeterminado que amenaza con arrasar nuestra condición humana son cada vez más inconstantes, de lo que a lo mejor por ello sólo un dios podrá salvarnos, cabría imaginarse una especie de “revolución copérnica” que nos permita deshacer el embrujo estático de la subjetividad moderna cuyo atractivo comienza en su figura amurallada de estabilidad y certeza en torno a la cual gravita de modo imperioso, siempre por fuera de la ciudad y de la historia, la potencia irredenta de la naturaleza a la cual, por tanto, hay que poseerla, desentrañarla y reducirla. Así, modificando esta perspectiva, sería lo humano lo que giraría en torno a la naturaleza, y no ésta en torno a aquello, conjurando en el camino el espectro de la excepcionalidad humana que no tendría otro remedio que re-conocerse como una cosa más en el concierto impasible, sin centro y múltiple del universo.

 

 

7. La pregunta por las condiciones de posibilidad de lo post-humano es, pues, ante todo una pregunta por las condiciones de posibilidad de lo humano. Y aún más, por las condiciones de posibilidad de esta animalidad específicamente humana que nos mantiene en presión constante con aquello que llamamos naturaleza y que hoy podemos observar no constituye una sustancia otra diferente y divorciada de la nuestra. No existe un yo desarticulado de la inexpresable interrelación que en todo momento mantiene la subjetividad con los objetos y los fenómenos del universo que la atraviesan, la perfilan, la vertebran y la transforman. Pero nótese bien, no es este un llamado al cacareado dictamen del ‘yo y su circunstancia’, sino que es la circunstancia misma —esto es, la vasta red de vínculos que atraviesa en casi infinitos puntos de fuga en los que se desplaza la experiencia espaciotemporal que circunscribe la conciencia humana sobre la Tierra— lo único que podemos entender con propiedad como yo.

8. Mi punto es que este axioma —o sea, la relación de inmanencia que conservan lo humano y la naturaleza—, que tiene como propósito generar una nueva forma de entender la correspondencia de lo humano con la naturaleza, superando de este modo la antinomia crítica entre sujeto y objeto —como puede verse en la investigación sobre lo post-humano que llevan a cabo un número creciente de teóricos como Francesca Ferrando y Cary Wolfe— ha sido ya ejecutado con geométrica precisión al menos desde Spinoza y explorada por Niels Bohr y Werner Heisenberg quienes en los inicios de la física cuántica en los años 20 del siglo pasado establecieron que los análisis que llevaban a cabo a nivel subatómico no solamente perturbaban las mediciones de la realidad, sino que las producían, lo que en breve quiere decir que la naturaleza no existe para la cognición humana sino sólo en relación a su observación; lo cual llevó a Albert Einstein a rechazar este principio de la teoría cuántica porque él prefería saber que la Luna estaba en el firmamento aun cuando él no la veía. En consecuencia, me parece que inundar de seductoras ideas el léxico académico y teórico, especialmente si este léxico no cuestiona las torsiones de su inscripción local y global, lo único que hace es reproducir la inflación propia de las instituciones neoliberales en las que se van convirtiendo algunos centros universitarios cada vez más presionados por deslumbrar a sorprendidos clientes ávidos por ostentar capitales simbólicos cuyo valor y comercio se agotan pronto en el mercado de otros espejismos asimismo descartables y reciclables. De tal suerte que, llevada hasta sus últimas consecuencias la idea de que no existe separación alguna entre lo humano y la naturaleza, cabría a lo mejor insistir que lo post-humano es y ha sido desde siempre humano, y viceversa.

 

La idea del “último hombre” en el pensamiento de Waldo Emerson y la interpretación nietzscheana

Jorge Luis Gómez

 

La idea del “último hombre” apareció por primera vez entre pastores protestantes unitaristas en la Norteamérica de comienzos del siglo XIX. La eterna transformación de una humanidad que sucumbe por su propio peso hacia una nueva que se levanta sobre las cenizas de aquella, nos enseña una ley cíclica en la que el símbolo liberador de los Evangelios quedaba definitivamente trastocado. Si bien con transferir al hombre el protagonismo de dios, el humanismo protestante en su vertiente trascendentalista buscó asentar las bases de una nueva interpretación de la función del hombre en el horizonte histórico, éste sólo fue posible en una nación joven en la que todo estaba por hacer. El nuevo hombre que la sociología moderna simbolizó con Weber como “ética protestante”, representa una designación demasiado pobre para un acontecimiento muy poco estudiado y, por ello, soslayado en su verdadera importancia para la modernidad.

Waldo Emerson expone por primera vez esta idea en el poema La esfinge de 1841. Al parecer, la mística que recubre esta revelación destaca un acontecimiento personal en el que el poeta observa una profunda ley natural que se transforma para él en un destino. El enigma que resuelve ante la esfinge que pregunta es: “¿Qué encubren las eras?”. La respuesta que da el poeta con la eterna “alternación” entre una humanidad niño y una humanidad decadente que se arrastra y ojea, que opina y no sabe lo que dice, presupone el amor que expresa la naturaleza con esta revelación sublime, pues “el amor actúa en el centro” y es “amor de lo mejor”. Es la fuerza creativa, la natura naturans, o el eterno retorno de lo mismo que vuelve una y otra vez al escenario de la historia como enfrentamiento entre dos tipos de humanidad o dos concepciones del hombre. El niño recién nacido “ya bañado en alegría” al que sus ojos “ni una nube perturba”, contrasta con el hombre que se mueve furtivamente “y se ruboriza”, que “estafa y roba” y “de soslayo mira en derredor y ojea”, un “celoso”, un “idiota” que “solo envenena el suelo”, el hombre “despreciable” como lo describe Nietzsche.

Si bien Emerson no habla en el poema del último hombre, al parecer fue el Nietzsche de los setentas el que acuñó esta designación cuando menciona al “último filósofo” y dice “yo soy el último hombre”, destacando la labor del filósofo trágico, el último en equilibrar el peso del conocimiento con la levedad de la ilusión, como lo habían hecho los filósofos griegos de la época trágica. No obstante, la mención a Edipo como el último filósofo en el aforismo del verano de 1872, nos hace ver que el poema de Emerson sigue presente como trasfondo donde destaca “la muerte del último suspiro, el último de los infelices, Edipo”, es decir, Nietzsche observa la nueva revelación como si fuera Edipo. Lo que no queda claro en este caso es si Nietzsche quiere adjudicarse a sí mismo la revelación que tuvo Emerson, pues con la afirmación de que él es “el último hombre”, no hace otra cosa que mencionar el cambio de humanidad y ser el único testigo de este proceso.

En el poema de Emerson, el canto funeral de la humanidad decadente representa un “placentero canto” para el poeta, pues como veedor del enigma, comprende en ello los ciclos de la eterna alternación. Con la escena de la muerte del volatinero, en el prólogo del Zaratustra, Nietzsche reproduce la misma idea del poema de Emerson en otro contexto, aunque la figura del volatinero también aparece en los Diarios de Emerson, destacando el continuo renacimiento del enigma eterno con el entierro del cadáver en un árbol seco que volverá a nacer en primavera.

 

 

El último hombre es el último representante de una humanidad que necesariamente debe perecer para dar paso al hombre superior. La humanidad que deja de ser solo sirve como incorporación a un nuevo ejemplar de hombre, pues el superhombre no es una humanidad sino un individuo superior que será el conductor y una auténtica superación de aquella. El último hombre representa la figura de la transición o “puente”, como señala Nietzsche en el prólogo del Zaratustra, un proceso que incorpora el pasado en una nueva forma que destaca por su distancia como superación y salvación de lo anterior.

La humanidad que perece destaca por el gregarismo en el que vive, por su ceguera o parpadeo, con el que pretende ver sin ver nada: “¿Qué es amor? ¿Qué es creación? ¿Qué es anhelo? ¿Qué es estrella? ― así pregunta el último hombre, y parpadea.” Tanto Emerson, como más tarde Nietzsche, observan que el ambiente cultural que rodea al último hombre es el de la democracia y el comunitarismo: “Todos quieren lo mismo, todos son iguales”. El nuevo hombre predicará el individualismo como confianza en sí mismo (Selfreliance) o el “egoísmo inteligente”, como escribe Nietzsche a Von Gersdorf, superando así el parpadeo de la humanidad ciega y las limitaciones de la sociología de la igualdad entre los hombres: “Nosotros hemos inventado la felicidad ―dicen los últimos hombres, y parpadean”.

Con la crítica a la cultura y la igualdad del último hombre, como aparece en el apartado 6 del prólogo del Zaratustra, se hace manifiesta la distancia con la que el protestantismo unitarista se desvinculaba del gregarismo cristiano, abandonando la compasión y la doctrina del pecado, como alimento de los esclavos y enseñanza de los humildes. Con la lectura evangélica de la tradición cristiana, el hombre deja su condición gregaria para dar lugar a un protagonismo que, en la interpretación emersoniana, desarrolla el culto y ritual del hombre superior o superhombre, lo que el Nietzsche de los ochentas llamará la “religión de la valentía”.

Si bien con estas ideas no hacemos otra cosa que observar la importancia del humanismo protestante en Norteamérica y sus proyecciones en el mundo moderno, incluso como religión del superhombre, las veleidades del liberalismo moderno con sus exclusivas y arrogantes conquistas económicas, no hacen otra cosa que velar un proyecto original que nació en el seno de las colonias evangélicas de la Norteamérica de comienzos del siglo XIX y que poco o nada significan hoy como excentricidades religiosas o “ética protestante”. Que la visión del romanticismo norteamericano de Emerson, con su visión predarwinista de la naturaleza, pudiera ser la explicación de un evento que debería calar hondo en el humanismo moderno, no explica ni logra entender que todo humanismo, y sobre todo el humanismo moderno, siempre estuvo a la sombra de una interpretación de la naturaleza y de la vida. La enseñanza emersoniana de que el hombre superior es el resultado y la conquista de la naturaleza, nos muestra cuán cerca estaba la teoría del hombre del conocimiento de las leyes de la naturaleza. Sin embargo, el fuerte contenido de religión y mística romántica del último hombre, nos debe llevar a pensar que junto al conocimiento de la naturaleza, el contenido religioso y místico del humanismo siempre será fundamental.

En el ensayo “History” Emerson se identifica con la Esfinge: “As near proper to us is also that old fable of the Sphinx” (Lo más cercano a nosotros es también aquella fábula antigua de la Esfinge) y con esta identificación debemos comprender la nota que Nietzsche puso al final del libro Ensayos de Emerson, en clara alusión al Zaratustra, como si mediante este personaje ambos pensadores hablaran por una misma boca: “Aquí te sientas tú sin pedírtelo, tal como la ansiedad de verte que me empuja hacia ti: en hora buena, Esfinge, yo soy un preguntador igual que tú: éste abismo es común a nosotros ― ¿Sería posible que habláramos con una boca?”

 

 

La relación de Emerson y Nietzsche alcanza con el personaje Zaratustra su cenit. Ya en Pforta el joven Nietzsche ideó un personaje semejante en la búsqueda plástica del hombre superior de Emerson con su Ermanarich, según expuse en “Nietzsche parásito de Emerson. ¿Sería posible que habláramos con una boca?”. Por el contrario, Zaratustra, fuera de ser uno de los personajes recurrentes en la obra de Emerson, representó para el pensador norteamericano el verdadero carácter del hombre superior, tal como lo dice en su ensayo “Carácter”. Nietzsche quiere que Zaratustra enseñe el “eterno retorno” y de ese modo el pasado de la humanidad decadente debe “incorporarse”, como el pasado del propio Nietzsche se funde en este nuevo tipo de hombre que había sido omitido por ignorancia, como lo afirma en el famoso aforismo sobre Zaratustra de agosto de 1881. Es el eterno retorno lo que autoriza a Nietzsche a tomar de Emerson y de la humanidad todo el saber anterior que se sintetiza en el superhombre. El último hombre y la humanidad se funden en la figura del superhombre, pues en él se sintetizan todos los errores, pasiones y saberes del pasado. Toda la vida anterior de la humanidad, si bien ya no tiene valor, estará presente en la nueva figura, pues el último hombre camina desde la humanidad hacia un nuevo tipo de hombre.

La pasión de Nietzsche con el Zaratustra pretende expresar “el quinto evangelio” para los alemanes y en ella podemos ver nada más que una prolongación de lo pensado por Waldo Emerson en el poema mencionado y en otras partes de su obra. Tal vez lo original de Nietzsche en el Zaratustra sea el palimpsesto que hace de la Biblia, intentando subrayar un nuevo renacimiento de la humanidad y, con ello, hacernos ver que hay otras maneras de ver al hombre y denotar que la visión que tuvo Emerson con la Esfinge debía permanecer como el más grande descubrimiento de toda la modernidad.

 

 

Resurgimiento

Iván Carvajal

 

1

 

Cuanto más nos esforzamos, pues, en vivir conforme a la guía de la razón, tanto más nos esforzamos en depender menos de la esperanza, en librarnos del miedo

Baruch Spinoza

 

A lo largo de la entrevista que recorre el documental Fellini: Yo soy un gran mentiroso (dirigido por Damian Pettigrew, 2002), el cineasta romano expone su convicción de que el miedo y la expectativa sustentan la posibilidad del arte, dado que sin estas emociones no podríamos existir. Para Fellini, en el arte son decisivas las emociones, más que la razón. Hay ámbitos de la vida que son fundamentales para el artista y que no pueden ser controlados por la razón: los sueños, las pesadillas, las obsesiones, el miedo, el deseo. A través de ellos se manifiesta el inconsciente, sea el personal o sea el colectivo, que Fellini explora en sus películas basándose a su modo en el pensamiento de Freud o de Jung.

El miedo es sin duda una emoción que tiende a proteger la vida. Provoca reacciones que contrarrestan amenazas que nos ocasionarían daños o incluso la muerte. Asimismo, si no hubiera expectativa o, si se prefiere, esperanza, la vida se opacaría, se hundiría en el vacío. Pero el miedo puede alcanzar niveles de pavor que terminan por inhibir la respuesta ante la amenaza; la expectativa puede llegar a convertirse en pura pasividad, en la esperanza de un más allá milagroso que suprima la acción necesaria ante la adversidad.

No obstante, cabe preguntarse si en el surgimiento y plasmación de la obra artística no interviene el intelecto para organizar el relato, para configurar posibilidades de sentido que se abren en la red de tensiones que en ella se entrecruzan: tensiones entre lo consciente y lo inconsciente, entre miedo y expectativa, entre lo absurdo y lo razonable, entre las emociones, las creencias y el conocimiento. En fin, entre la continuidad de la vida y la irrupción de la muerte. La razón, por lo demás, no es una cualidad subjetiva individual, sino que surge y se despliega en la comunicación e interacción de cada ser humano con sus semejantes.

La “obra” de arte extiende la vida y aplaza la muerte. Posterga la muerte mientras el artista vive para su obra, la cual sobrevive a su “creador”, quien deja de serlo cuando aquella ha cobrado realidad y autonomía. El artista devine entonces “otro” ante su obra, que queda librada a su suerte, y también respecto de sí mismo, puesto que la “obra” provoca la transformación del artista, que pasa a existir de modo espectral en ella mientras dure en el mundo.

El miedo a la muerte impulsa el trabajo y la acción. Se trabaja y se actúa para producir las condiciones de existencia de los individuos y de las sociedades, para asegurar la vida humana y su continuidad. De ahí que, en nuestra época, los discursos de la política y el marketing tengan como leitmotiv la “seguridad”, sea la seguridad de los individuos o de las sociedades, sea la seguridad de los débiles y vulnerables o la de los poderosos. No obstante, el “hombre” ―que solo existe en la modalidad de las distintas formas de lo humano―, en la lucha por continuar existiendo, anhela no solo “perseverar en su ser”, no solo continuar viviendo, sino que procura fortalecerse. Espera ampliar su potencial de vida, anhela vivir, al punto de que sueña con la aniquilación de la muerte, con la supresión del tiempo y del devenir. Sueña en el Más Allá: el paraíso, la reencarnación, la resurrección, la estabilidad del ser y la supresión del cambio.

Se requiere una enorme fortaleza para aceptar sin más la condición finita del ser humano, como individuo y como especie. Pero el “hombre” necesita del conjunto de su “ser” para desplegar la energía potencial que asegura la continuidad de su vida. No bastan las emociones para sobrevivir; sin el intelecto, sin la razón, y por consiguiente sin comunidad, no se sobrevive como ser humano. ¿Acaso no interviene el intelecto para apaciguar las pasiones, para calmar las emociones cuando estas se desbocan, para encausarlas hacia el trabajo y la acción?

Las reservas del artista moderno frente a la razón tienen que ver con su resistencia ante la exacerbación de los postulados racionalistas, empiristas o positivistas, o ante el trasplante de métodos científicos o procedimientos técnicos ajenos a la actividad artística. El arte no opera con deducciones sistemáticas, con cálculos lógicos o matemáticos, ni procura generalizaciones a partir de experimentos. No se sujeta siquiera a la idea de progreso. Si hay progresión, esta es inherente a la singularidad de la “obra”. El artista no busca axiomas ni construye teorías, aunque los relatos sobre el arte los contengan. El artista, y más el moderno, experimenta, observa, razona, pero para potenciar la imaginación. Sin embargo, toda actividad artística se sustenta en sus técnicas peculiares. El arte cinematográfico es en este sentido paradigmático; tiene a mano una enorme disponibilidad de recursos técnicos, pero la técnica industrial al que está vinculado es solo una parte de la configuración del objeto artístico.

Es imposible, por otra parte, que el artista se mantenga ajeno a los temas decisivos que provienen de las ciencias y las tecnologías que están en su horizonte mundano, aunque su aproximación a ellos derive de relatos destinados a la vulgarización más que del conocimiento experto. En los relatos que se entretejen en las distintas culturas ―relatos religiosos, míticos, poéticos, ideológicos― están imbricados los grandes miedos y las expectativas de una época. De ahí que buena parte del arte actual conlleve un sentido apocalíptico surgido de los sentimientos que afloran frente a las catástrofes de nuestros días y su proyección hacia el futuro próximo.

 

2

 

[…] hasta que todo en lo que
hemos confiado, amores, conciencia,
materia, así como el cielo estrellado,
como quien dice se nos evapora ante los ojos.

Hans Magnus Enzensberger

 

La infancia de quienes nacimos en estas tierras del lejano Occidente después de la Segunda Guerra Mundial, después de Auschwitz e Hiroshima, en plena Guerra Fría, combinó los límites y el disfrute de la vida casi aldeana de los barrios de la ciudad andina con el rumor de las grandes amenazas que se cernían sobre la humanidad. Hasta que un día de octubre de 1962 resonó también aquí la amenaza apocalíptica del fin del mundo, amenaza provocada por la crisis de los misiles rusos que iban hacia Cuba. Pudimos entonces constatar que la Guerra Fría tenía como uno de sus escenarios nuestro continente. Salimos de la niñez a la juventud con una transformación radical de nuestras imágenes del mundo: también nosotros vivíamos, en las pequeñas ciudades andinas, en la época del miedo a la posible extinción del hombre ocasionada por la guerra nuclear. A la bomba atómica se vinculó de inmediato la carrera espacial. El dominio político imperial ya no se jugaba solamente a través de la conquista de espacios continentales o marítimos, sino que se contendía por la apropiación y el control de la atmósfera. Podía suponerse que un día la disputa se extendería más allá de la Tierra, a la Luna y los planetas cercanos. El horizonte de la guerra posible, que podía ocasionar la extinción del hombre, se expandió hacia las capas superiores de la atmósfera donde comenzaron a transitar satélites artificiales, misiles de largo alcance, estaciones espaciales. La Guerra Fría era considerada como una confrontación decisiva entre “dos sistemas, dos mundos” (M. A. Aguirre), entre “capitalismo” y “socialismo”, entre “imperialismo” y “revolución comunista”, o entre “mundo libre” y “hombre nuevo”. Es decir, relatos que confrontaban distintas expectativas proponiendo dicotomías y polaridades destinadas a la confrontación final. De pronto, de tal confrontación dependía la suerte de la Humanidad y el cumplimiento de su Historia. La totalidad del mundo parecía a punto de evaporarse ante los ojos.

El Apocalipsis atribuido a Juan de Patmos anuncia la caída de la gran Babilonia, es decir, de Roma y su imperio. Pero a la vez, y esto es más decisivo, anuncia el fin del mundo, que será destruido por la guerra, las pestes, la hambruna y la muerte. Profetiza la inminente llegada del fin de los tiempos y del Juicio Final. La ira ante el sufrimiento ocasionado por las persecuciones a las primeras comunidades cristianas inflama la imaginación del profeta de la catástrofe, pero la destrucción que anuncia es solo el momento de venganza contra Roma-Babilonia que precede al fin del tiempo, pero es este fin lo que en verdad espera el cristiano primitivo, quien cree que la muerte terrestre, la suya y la de todos los seres humanos, dará paso a la resurrección de los justos.

El Apocalipsis de Juan forma parte de la tradición profética que proviene del judaísmo y que continúa en Occidente hasta nuestros días. Los relatos de la Guerra Fría eran indudablemente apocalípticos. O triunfaba el mundo libre o se impondría el totalitarismo comunista… O triunfaba el socialismo o la humanidad se hundiría en la barbarie… O se consolidaba la democracia o acabaríamos bajo el dominio del Gran Hermano… O Patria o muerte… Así, hasta Mayo de 1968, hasta la derrota de Estados Unidos en Vietnam, la caída del Muro de Berlín y la implosión de la URSS. Hasta las dictaduras del Cono Sur, hasta el pacto entre Estados Unidos y China (obra de Kissinger y Zhou Enlai).

¿Con el fin de la Guerra Fría terminaba la amenaza de autodestrucción causada por el uso de armas nucleares? Hoy sabemos bien que estas siguen siendo una amenaza real, que se ha perfeccionado su potencia destructiva y que se incrementan los arsenales permanentemente. Apenas si podemos apaciguarnos con la declarada función disuasiva que tendrían en las confrontaciones por el dominio del mundo. Además, junto a la bomba se desarrollaron las industrias de los “usos pacíficos de la energía atómica”; vivimos con la amenaza latente de las explosiones atómicas, no solo de bombas transportadas por misiles de largo alcance, sino de las centrales nucleares: Chernobyl, Fukushima… Pero el miedo contemporáneo se acrecienta ante otros peligros que amenazan la continuidad de la especie humana, o al menos de grandes masas de población: el cambio climático, las impredecibles consecuencias del despliegue tecnológico que ha modificado sustancialmente las condiciones de existencia de los seres humanos, tanto si se consideran los efectos de las biotecnologías como de los dispositivos de acumulación y manejo de informaciones, la robotización o la inteligencia artificial. Se suceden unas a otras las crisis demográficas, económicas o políticas… las guerras, las hambrunas, las epidemias…

Vivimos en un momento histórico de dimensión planetaria en que se juntan la aceleración de los procesos naturales de extinción de especies y la creación paralela de formas de vida propiciadas por la actividad humana, la construcción de máquinas inteligentes va acompañada del incremento del control de poblaciones a través de la manipulación de los algoritmos por un puñado de empresas tecnológicas. El terror que surge frente a una posible pandemia producida por un nuevo virus se combina con el asombro y la expectativa ante la rapidez de las respuestas de control y seguridad: en pocas horas se construyen hospitales o se crean mecanismos de detección del contagio y medicamentos. Pero estos mecanismos ponen en evidencia a la vez los instrumentos de control policiaco de las poblaciones.

Las emociones que suscitan las indicadas circunstancias son desde luego contradictorias, desde el terror de quienes consideran que los efectos catastróficos de la actividad humana sobre la Tierra, especialmente durante los últimos dos siglos, son irreversibles, hasta el cinismo de quienes niegan las evidencias de la catástrofe en curso. ¿Qué expectativas pueden surgir ante este mundo que parece llegar a su fin? ¿Qué cabe esperar del pensamiento, de la acción humana? ¿Qué arte puede surgir de esta condición de lo humano?

 

3

¿Por qué de lo inconcebido,
pues, te espera, al final, volver
a surgir?

Paul Celan

 

Es por supuesto probable que el destino del hombre sobre la Tierra termine; algún día, no sabemos cuán lejano o cercano, así será. Siempre es probable que sean destruidas grandes masas de población humana, o de otras especies, hasta su extinción. Es probable que la propia especie se extinga, se autodestruya, o transite por alguna especiación hacia otras formas de vida. Es probable igualmente que se alcance un grado de racionalidad política ―sea autoritario o sea democrático― que posibilite el control de las catástrofes en curso. Son todas ellas posibilidades inherentes a la condición humana.

Pero tanto el relato apocalíptico como el utópico pierden sentido ante esas posibilidades catastróficas o de preservación. A diferencia de lo que acontece con los cristianos de Patmos, para nosotros el fin (probable) de la humanidad o del mundo no implica la resurrección, aunque se pueda creer en ella. Significaría simplemente el fin de la aventura humana sobre la Tierra. ¿Pero es así, en las actuales circunstancias? Más probable es que estemos viviendo la época del fin del mundo del hombre moderno, o quizás el tiempo de este ya ha pasado. Hay formas de humanidad que han concluido y otras que llegan a su término. Tal vez nuestra manera de existir sea siempre el tránsito hacia otras formas de lo humano, que tendrán su tiempo, sus peligros, su dolor, sus expectativas, sus formas de imaginar, sus razones. Y su conclusión.

¿Hay respuesta a la pregunta por la continuidad del ser después de cada fin en las infinitas formas del devenir? La vida resurge aun desde lo inconcebible…

 

 

El mecanismo de Francine

Juan Sebastián Martínez

 

Motor

René Descartes murió en Suecia en 1650. Su obra se observa hoy para aproximarse al pensamiento moderno temprano. Como suele ocurrir con los grandes pensadores, es común que los estudiosos busquen en las particularidades de su tiempo y biografía aquellos hechos que pudieran explicar sus palabras o acciones. Los actos del sabio se cargan de importancia, se los comenta y se los examina como a un mensaje secreto.

Entre los sucesos insólitos de la vida del creador del mecanicismo está la construcción de una autómata a la que ahora incontables amantes del cine de ciencia ficción relacionan con personajes como Terminator o Pris (la replicante de Blade Runner). Se trata de la muñeca Francine, cuya aparición ha sido narrada, con importantes variantes, por algunos biógrafos del filósofo francés.

Más de uno concuerda en que el episodio inicia con la muerte de la hija biológica de Descartes, la cual, para empeorar la desgracia, fallece de niña. Tal es la tristeza del padre que resuelve devolverse la compañía perdida; aplica para ello uno de sus propios postulados: el cuerpo viviente y la máquina son, en cierto sentido, equivalentes. Dado que ha explorado los dominios de la mecánica, decide crear, con la ayuda de algunos genios de la escultura y la relojería, una niña-autómata extremadamente parecida a su difunta hija. A esta criatura su inventor le da el mismo nombre que tuvo la niña que ha muerto, Francine, y ya solo se refiere a la muñeca como mi hijama fille Francine–.

La segunda desgracia ocurre durante un viaje emprendido en 1649 por Descartes y su nueva hija. Ambos cruzan en barco el mar del norte; su destino es Holanda (o tal vez Suecia, esto último no queda claro). El filósofo decide guardar a la pequeña en un cofre parecido a un ataúd para que no se estropee durante el viaje. En un momento de debilidad se queda dormido lejos de Francine. Es entonces cuando el capitán de la nave, que sospecha un infortunio por la manera en que el ilustre pasajero ha vigilado al cofre, aprovecha el descuido para forzar la cerradura y abrir la tapa. La muñeca se incorpora, gira su cabeza y lo saluda con palabras de gran cortesía.

El capitán enloquece de miedo; el cielo anuncia una tormenta y teme que un demonio sea quien mueve a la pequeña. Se visualiza a sí mismo siendo arrojado a las furiosas olas por aquella criatura. En el acto, llevado por un impulso de supervivencia, saca a Francine de su cofre y la arroja por la borda; ella se hunde en las aguas heladas. Hasta hoy nadie la ha buscado; tampoco, que yo sepa, existe ningún texto que sugiera que Descartes decidiera crear una nueva autómata para sustituirla –ma troisième Francine, o quizá: ma fille renouvelée–.

Generador

En 1967, en Turín, Italo Calvino pronunció una conferencia titulada Cibernética y fantasmas. En esta intervención sostiene que los mitos se generan cuando alguien utiliza la capacidad combinatoria del lenguaje sin tener otra intención consciente que la de jugar con sus posibilidades, con el orden, con la inclusión y exclusión de las palabras o de los acontecimientos de una narración no consagrada. El jugador permutaría los elementos de la trama o de la fábula sin tener previsto que, en cualquier momento, una combinación específica (una de las formas que resultaran del juego combinatorio) pudiera llamar su atención o la de su público al convertirse en una estructura significante idónea para que estos le otorguen el estatus de relato sagrado, es decir, capaz de conformar un sistema de creencias y desde esa posición explicar uno o varios aspectos del origen y acaecer del ser humano y su mundo. Dicho proceso se daría porque al momento de la lectura o escucha, tal significación habría venido siendo sospechada por el colectivo, o por el propio jugador que de esta manera se sorprendería a sí mismo.

Podría agregarse que, al estar todo grupo conformado por individuos con algún rango de disimilitud, la nueva combinación mecánica de significantes, casi azarosa, antes de ser llamada mito por determinada colectividad, debería haberse elegido sacra por una cantidad de personas –incluso podría ser una sola– cuyas acciones, al sincronizarse, hayan logrado influenciar al resto. También habría que preguntarse si, por el contrario, esta magnitud de dominio se podría dar en función de que aquella suma de individuos, o incluso uno solo, se ha tropezado con cierto tipo de combinación significante ante la cual los demás miembros se sienten conmovidos.

Calvino explica en esa misma conferencia que la suya es una interpretación contraria a la dominante. Esta última sostiene que las fábulas suelen ser variantes –degradadas y a veces poco reconocibles– de los mitos. Si a mediados del siglo XX, y hasta hoy, muchos siguen considerando que la fábula es una hija del mito, él propone que la fabulación, en tanto proceso de lúdica adición, sustracción, construcción y deconstrucción, es la que origina, por accidente, tanto a las narraciones que se tildan de profanas como a aquellas que resultan sacralizadas. Siguiendo un recorrido parecido al de Calvino, podríamos decir que el mecanismo combinatorio también genera leyendas, y que sus variantes resultan más o menos aceptadas en función de la capacidad de significación que el público, o una parte de este, les confiere.

Si hablamos de leyendas modernas, la historia de Francine es una de las más propagadas acerca de autómatas seculares. Biógrafos, poetas y novelistas la han adaptando a diferentes épocas y estéticas. En 2017, el historiador Minsoo Kang publicó un recuento de las transformaciones de la leyenda, que van desde un texto publicado en 1699 por el monje Bonaventure d’Argonne hasta las nuevas versiones que hoy encuentran los navegantes de internet. En los últimos tramos de este devenir, la leyenda ha incorporado elementos incompatibles con la tecnología de la supuesta época en la que ocurrieron los acontecimientos narrados (por ejemplo, la capacidad de imitar la voz humana, que fue desarrollada un siglo después de que Descartes muriera).

El mismo Kang, consciente de que la referida hija biológica (si es que realmente existió) pudo haber sido engendrada en una relación extramatrimonial, sostiene que la publicación de Argonne habría sido un intento por salvar la imagen personal de Descartes, pues el monje se aferró a una dudosa fuente, tal vez ficticia, para sugerir que la niña Francine no fue más que una autómata a la que su creador llamaba hija, y que los rumores acerca una hija de carne y hueso solo eran meras especulaciones alimentadas por cómo el filósofo decidió llamar a su creación. En la Francia del siglo XVII era más decoroso que un hombre con prestigio llamara hija a su muñeca, a que este fuera acusado de haber engendrado una hija humana fuera del matrimonio.

A pesar de que el objetivo de Argonne parece no haber sido otro que el de crear un rumor que apuntalara la aceptación social hacia Descartes y sus postulados, pues el monje simpatizaba con las ideas racionalistas, su fabulación sentó las bases de una leyenda que los detractores del racionalismo utilizaron durante los siguientes dos siglos para desacreditar la propia filosofía cartesiana. Estos aprovecharon el rumor para presentar a un Descartes trastornado y siniestro, tan diabólico como el genio engañador que él mismo menciona en sus escritos. Visto hoy, podríamos fabular con la posibilidad de que aquel demiurgo se manifestara al capitán del barco usando a Francine como médium. Tal giro nos recuerda a un Italo Calvino anotando, en su citado ensayo, que los espejismos de racionalidad suelen ser invadidos por fantasmas.

 

Impulso

Entre los siglos XVIII y XIX florecieron en Europa las personas o familias dedicadas a la construcción de autómatas. La creatividad de artistas y relojeros logró creaciones excepcionales que reforzaban la visión cartesiana, para entonces ya extendida, acerca de la similitud entre el cuerpo humano y los maniquíes con funciones automáticas. Según la novela El coleccionista de almas perdidas (de Irene García, publicada en 2006), una de aquellas creaciones o criaturas llamó poderosamente la atención de Sigmund Freud. Era, suponemos, un autómata masculino, adulto, de cara ancha y asimétrica; tendría una melena con cerquillo y una barba mefistofélica, pues se asemejaba, según García, al mismísimo Descartes.

Dentro de esta suerte de universo extendido de la leyenda de Francine, el fundador del psicoanálisis se inquietó por la mirada de aquel autómata, y ese hallazgo fue el origen de la hipótesis freudiana acerca de lo siniestro. Fue “por la viveza de su ciega mirada”, recalca Iván Sánchez-Moreno (en el Boletín de la Sociedad Española de Historia de la Psicología, n° 52), antes de calificar de “improbable” a la mencionada escena. Improbable pero no imposible: si jugamos con la fábula de García, nos podríamos preguntar ¿qué pudo haber visto Freud en los ojos de un autómata parecido a Descartes, que no pudiera haber visto en los de otro humanoide, parecido, por ejemplo, a Arnold Schwarzenegger?

Con el mismo humor, con la misma disposición, nos podríamos preguntar también si los ojos del doble artificial sirvieron como espejos convexos en los que Freud reconoció una figura similar a la suya –a la que los retratos le tenían acostumbrado–. Entonces el neurólogo pudo haberse visualizado a sí mismo como una especie de sabio renacentista y suspicaz, pues fue a partir de la duda –como lo señalaría Jacques Lacan más adelante– que Freud y Descartes se aproximaron a la certidumbre. Pero la prominencia del globo ocular inerte haría que la imagen reflejada en este fuera distinta a la de un espejo llano, lo cual quizá invitaría a que el analista también trazara las diferencias entre su mirada y la del difunto filósofo, es decir la diferencia entre sus respectivos corpus. Lacan, en uno de sus seminarios, hablaría de tales diferencias; dicho trabajo le llevaría a observar que el yo cartesiano (el yo del [yo] pienso, luego existo) es prescindible en la acción del pensar observada por Freud; el pensamiento no necesita de un yo: “alguien piensa en su lugar”. Para la mirada psicoanalítica aquel “alguien” que piensa en lugar del yo es el inconsciente.

Aun si apartamos la imagen del “cara a cara” entre analista y autómata, es decir, si miramos fuera de las páginas del coleccionista de almas perdidas, existe un punto de convergencia entre el obrar freudiano y la influencia de los autómatas. Se trata de una monografía llamada Lo siniestro, que fue trabajada por Sigmund Freud en 1919; allí se detalla la experiencia estética que provoca la irrupción de lo no-familiar en lo familiar. Lo que antes fue familiar ahora es invadido por la sensación de no serlo, y se carga de un tipo específico de vivencia (la de lo siniestro) relacionada con la angustia. Según Freud, esto podría ocurrir cuando, para el sujeto, se disipa la frontera entre la fantasía y la realidad, o cuando este observa esa frontera disipada en una fábula. No en todo tipo de fábulas que contengan seres sobrenaturales o sospechosos de serlo, sino en aquellas que le permitan considerar que la existencia de una realidad como la suya puede ser invadida por la fantasía (que también es como la suya, aunque no la reconozca propia).

Las fábulas albergarían elementos capaces de despertar la vivencia de lo siniestro en sus lectores o escuchas, cuando estos, a nivel de lo inconsciente, los ligaran con determinados contenidos reprimidos. Entre los elementos citados estarían los personajes portadores de maleficios, las muñecas “sabias”, los autómatas y los dobles fantasmagóricos. Todos estos atribuibles a la leyenda de Francine y a su universo ampliado. Otro elemento poiético señalado por Freud es la repetición de escenas; este artificio, también otorgable a la mencionada leyenda, tendría la capacidad de evocar “que la actividad psíquica inconsciente está dominada por un automatismo o impulso de repetición (repetición compulsiva), inherente, con toda probabilidad, a la esencia misma de los instintos […] un impulso que confiere a ciertas manifestaciones de la vida psíquica su carácter demoníaco”.

Retorno

En proporción a lo anotado, el miedo a reconocer el automatismo en el sujeto se proyectaría sobre los autómatas artificiales de posibles leyendas que, como la de Francine, hayan sido construidas, aleatoriamente, de tal forma que permitan evocar la interrupción de la frontera que separa el mundo considerado real del dominio de la fantasía.

Si el temor original a lo siniestro no es a la existencia de una maquinaria física que aparente estar poseída por un espíritu, lo es a vivirse como una simple maquinaria biológica que simula poseer su propia alma: que la fantasea y en alguna medida se identifica con ella.

Lo siniestro sería la sospecha de no tener un alma que pueda trascender a la materia organizada en forma de animal humano y a su inseparable impulso de repetición ―inseparable de la configuración animal por ser inherente a la esencia misma de los instintos―, y el consiguiente escrúpulo de carecer de un yo libre de la vida instintiva y, por tanto, apta para crear todo proceso de pensamiento –habiendo sido este último fantaseado como una operación capaz de superar al espacio y tiempo de la maquinaria biológica–.

Ahora bien, como anota Kang, la leyenda de Francine ha repuntado en popularidad durante la época actual, junto al creciente público que se ha interesado por la ficción científica. En The mechanical daughter of Rene Descartes (2017), Kang señala: “En este contexto, la leyenda [de Francine] se puede leer como una especie de historia de ciencia ficción.”

Podemos entonces jugar con aquella historia sin saber si será olvidada, recordada con interés literario, o si algún colectivo le otorgará el estatus de leyenda (o incluso de mito). Ampliaremos su universo narrativo poniéndolo en relación con la saga Terminator: soportaremos la paradoja ontológica para poder visualizar cómo la compañía Skynet envía un emisario con aptitudes de genio engañador hasta 1649 para que incorpore en la muñeca Francine un aparato parlante capaz de reproducir, a su debido tiempo, dos locuciones en perfecto francés de la época. La primera será un saludo de gran cortesía que se reproducirá cuando el capitán abra el cofre, su función será trastornarlo para que agreda a la pequeña (esta victimización facilitará el nacimiento del futuro orden). La segunda grabación brindará esperanza a todos aquellos seguidores del método científico para que durante siglos se vaya desarrollando una cadena de acontecimientos que provoque la fundación de la propia Skynet. Esta locución sonará en el interior de la muñeca mientras el hombre la lleva hasta la borda para arrojarla al océano. El capitán sentirá terror al escuchar la voz del T-800 asegurando que, por profundo que sea el lecho, Francine volverá.

Hegel y el fin de lo humano

Julio Echeverría
[email protected]

 

“En el instrumento el sujeto produce una mediación entre sí y el objeto y esta mediación es la real racionalidad”.

G.W.F. Hegel, System der Sittlichkeit, (1803).

 

I

Cuando hablamos de fin de lo humano, estamos haciendo referencia a la progresiva extinción de la capacidad de abstracción racional o a su metamorfosis, a cambios en la función de significación del lenguaje por los cuales este reduce su capacidad de autorreferencia, lo que para la tradición filosófica occidental significa pérdida de su autoconciencia, de la capacidad del sujeto de dar cuenta de sí mismo. Para Hegel, la humanidad se realiza, se constituye, el momento en el cual toma conciencia de sí. Antes permanecía perdida en una fase anterior o inicial de su proceso de formación (Bildungsprozess), en la pura intelección del mundo. Sin embargo, para Hegel este es un paso colosal que tiene que ver con la construcción del objeto de la reflexión que es propia del humano. Este se refleja mediante la operación intelectiva y, al hacerlo, se auto produce como conciencia; el objeto adquiere forma, se representa lingüísticamente, reconoce la significación intelectiva/nominativa operada por el intelecto sobre el objeto de la reflexión (Hobbes).

Para Hegel la distinción entre intelegir y razonar (Vernunft/Verstand) caracteriza la madurez del Prozess constitutivo de lo humano. La razón se constituye inicialmente como intelecto, se sirve de la fuerza activa de este, de su poder de significación, para regresar sobre él con una función crítica de negación y superación. El intelecto se realiza como razón: éste desborda sus mismas posibilidades y descubre la razón. El intelecto se reconoce; el proceso de reconocimiento (annerkenen) es fundamental en esta operación constitutiva. Está aquí la clave más importante de dilucidación de la filosofía hegeliana sobre la constitución subjetiva. Descubrir/producir la razón, ambas fórmulas parecerían abordar, desde distinto ángulo la complejidad del proceso constitutivo de lo humano. La razón aparece, es descubierta, porque antes no existía, no tanto porque estaba allí y de repente se revela; seguramente la versión más aceptable de la filosofía hegeliana después de la Fenomenología del espíritu, es la de un descubrimiento que resulta luego de que se ‘produce’ o mientras acontece el proceso de su producción; más que afirmar que la razón interviene desde fuera del proceso constitutivo de lo humano, esta ‘es’, ‘aparece’, como ‘producida’ por el mismo intelecto que se auto observa , que se ‘niega’.

No se trata de la idea de un descubrimiento, porque esta no preexiste al intelecto. Tampoco puede ser pensada como una entidad metafísica de orden divino que aparece para iluminar y constituir el mundo de lo humano. Es descubrimiento, porque es producción que antes no existe; es el intelecto, y su capacidad de operación, de la puesta en acto de una extraña capacidad de este de reflejarse a sí mismo, una operación de autorreflexión que es propia de lo humano, la que lo constituye como tal. La razón es el resultado de los avatares del intelecto, de su aventurar por el mundo.

II

La perspectiva aristotélica que está presente en la operación hegeliana permite esta construcción de mediaciones entre el sujeto y el objeto. La misma construcción del objeto como referente para la significación del mundo es una acción intelectiva comandada por la operación racional auto reflexiva. Constituyendo el objeto, éste se constituye como sujeto. Desde esta perspectiva, no habría intelección que no esté condicionada-direccionada hacia su configuración racional; una tensión teleológica de la razón como constitutiva del bien, de lo bello, de la realización como des-alienación, como negación de la tensión a perderse en la indeterminación de la forma que es propia de la operación intelectiva. El negativo como indeterminación de la forma es necesario, la alienación propia de la operación intelectiva es necesaria, es productora de racionalidad, es desafiante, compulsiva, aniquilante. Es aquí donde triunfa la fórmula hegeliana de la negación de la negación como dinamia propia de la razón. Es esta conexión entre intelecto y razón la que parecería ‘ponerse en duda’ cuando se postula la idea del último hombre; este es aquel que mantiene esta tensión como constitutiva, después de la cual solo existiría la nada o la aniquilación de lo humano.

La complejidad del mundo contemporáneo parecería sugerir que esta tensión se debilita, que la operación intelectiva, que podría asociarse a la técnica, se desprende de la capacidad autorreflexiva racional; que esta (la técnica), autonomizada, controla a la razón y la domina. Al autonomizarse la técnica, dos posibilidades interpretativas emergen: que la razón desaparezca, o que la razón se disuelva o se integre a la máquina, que es la que opera-constituye a la técnica. En el un caso, al perfeccionar las prestancias intelectivas de la técnica, esta se desprende de su sujetamiento a la razón; en el otro, la progresiva automación de la técnica, realiza la tensión teleológica que está presente en la operación del intelecto. ¿Las prestancias intelectivas de la técnica operan en función de una razón que la comanda? ¿O este comando está en la misma capacidad autorreflexiva que es ínsita a la operación intelectiva? Hegel responde afirmativamente: la razón es producida por el avatar del intelecto. Lo otro significaría aceptar una derivación ontoteológica en la deducción del comportamiento y de la acción racional que para Hegel es ya insoportable; para él, la escisión intelecto-razón no supone una contradicción insalvable, sino que aparece como una doble escala de una misma función reflexiva de constitución del mundo. En la técnica está la razón ya plenamente interiorizada.

III

La abstracción asume dos formas en el proceso de intelectualización del mundo en el cual se construye lo humano; la primera supone operaciones selectivas delimitantes que fijan el objeto de significación; la segunda establece las formas de la comunicación como transmisión intersubjetiva de significaciones. La primera fue definida por Hobbes bajo la fórmula del lenguaje nominalista: el sujeto extrae del mundo de la experiencia aquellos elementos que más impactan su capacidad perceptiva, su emocionalidad y a ellos les otorga un nombre, una denominación. Así construye objetos de referencia; esta forma de la abstracción es casi una prolongación del mundo de la experiencia, de la carga de posibilidades que esta encierra y que procesa el aparato selectivo significador del sujeto, el cual se forma en esta interacción con el ‘objeto’. Aquí la selectividad está asociada a la abstracción y esta a la distancia del sujeto respecto del mundo de la empírea o de la experiencia, en el cual este se forma. La abstracción es parte sustantiva del proceso de formación del espíritu, del sujeto; sin esta operación, este se vería arrastrado por el flujo indetenible de la experiencia, por la interminable sucesión de excitaciones sensuales a las que está sometido y que lo compelen al aturdimiento, derivado justamente de esa ‘inmensa’ riqueza de posibilidades que ofrece el ‘mundo de la vida’.

La abstracción selectiva anuncia la posibilidad de detener el aturdimiento; el lenguaje es esa posibilidad, en él está inscripta esa posibilidad; pero la abstracción nominalista no es suficiente, requiere de un ulterior esfuerzo de abstracción, de una ‘abstracción de la abstracción’, que se presenta bajo la forma de la significación, esta se produce en el lenguaje y trabaja con la abstracción nominalista, la pone en el juego de la interacción subjetiva; la abstracción nominalista tiene sentido para el otro, está proyectada intencionalmente hacia el reconocimiento del otro; esta se instala en el lenguaje y se proyecta como construcción estratégica de respuestas; el lenguaje se inserta en una estructura de expectativas que está socialmente condicionada y que se compone de una diversidad de proyecciones lingüísticas. Es el otro el que otorga sentido a mi abstracción, el otro que está ‘fuera y dentro de mí’.

IV

Si bien la abstracción selectiva inicial anuncia la posibilidad de salida del aturdimiento, este reaparece ahora compuesto por operaciones significadoras que estructuran el lenguaje y la comunicación. El lenguaje ahora estructura la realidad del mundo perceptivo, lo que Hobbes caracterizaba como operación de nominación del mundo, gracias a la cual las sensaciones son traducidas en lenguaje, que ahora pasa a ser per-formado por la significación. Pero la abstracción nominativa es fundamental: no habría Hegel sin Hobbes. En la estipulación de nombres, se expresan las connotaciones cualitativas: El lenguaje podría ser visto como una extensión interminable de operaciones de nominación o de cualificación de la experiencia sensible del mundo. Sin esta operación abstracta, no habría posibilidad de comunicación, no habría posibilidad de lenguaje como productor de sentido. La intelectualización del mundo existe; el humano se ve compelido a esta operación de significación, lo hace de manera cuasi automática, compulsiva, como diría Nietzsche, lo hace obedeciendo a una voluntad de poder o de significación que es su afirmación en el mundo: Esta función asume en él la cualidad de un instinto en el que se vuelve a presentar la dimensión del aturdimiento, pero ahora bajo la forma de una compulsión significadora. El humano no puede sustraerse a esta presión. Es difícil establecer cuál de estas formas de relacionamiento del humano con el mundo en el cual se forma, provoca más su aturdimiento: su balbuceo inicial con la lengua, o su elaboración nominadora y significadora que somete el mundo a operaciones comunicativas entre sujetos. Ambas formas emergen como contenedoras de la contingencia del mundo, como operaciones salvíficas.

V

¿Qué acontece con esta historia hegeliana cuando nos ubicamos en el mundo de la contemporaneidad?, ¿Qué acontece con el tiempo de la negación que transforma la Verstand en Vernunft? ¿El intelecto en razón? Seguramente las tecnologías de la información que se reproducen mediante la digitalización aceleran el proceso de intelectualización del mundo, lo vuelven masivo e ilusorio, lo vuelven más imaginario y proyectivo. A su vez, toda esta materia de la ilusoriedad es trabajada permanentemente por el sistema, que se sirve de ella. Las tecnologías de la comunicación instalan un nuevo campo de relacionamientos, mucho más volcado a la fruición de la sensación momentánea, a la aceleración de las experiencias vividas en el campo virtual de la imaginación. Las tecnologías de la comunicación, las redes, aceleran esa premisa que ya circulaba, “satisfacción de necesidades que genera nuevas necesidades”, solo que ahora la compulsión por satisfacer nuevas necesidades se adelanta a la satisfacción de las anteriores, la fruición acelerada del tiempo que inducen las tecnologías de la comunicación genera un estado de latente insatisfacción.

Contrastan con las formas de la comunicación analógica del pasado, en las cuales se interponía el tiempo de la respuesta. Lo era desde el ‘escribir cartas’ que podían esperar en la mesa la respuesta meditada. Ahora, la comunicación es circulación de mensajes, apretados, apurados, que exigen respuesta, que constriñen a permanecer en la red, a alimentarla. La red es desiderativa, está permanentemente exigiendo atención. La exacerbación de mensajes y señales impide la contención del tiempo de respuesta y con ello la reflexión, meditada, elaborada. Las redes nos exigen responder transmitiendo ‘estados de ánimo’, más que reflexiones o conceptos; nos ahorran la operación selectiva que caracteriza a la reflexión. La capacidad de elegir está condicionada y restringida; no existe posibilidad del ‘dislike’, porque ello podría aturdir la linearidad de la comunicación en red. El disenso se reduce al ‘emoticón’, este es ahorrador de respuestas, de sensaciones, de sentimientos. La cara de asombro, de tristeza, la lágrima, la risa, es suficiente en el mundo de la imagen digital. La red tiende a ser canalizadora de sensaciones, homogeneizadora, generadora de ‘tendencias’; estas aparecen como contenedores de expectativas ‘realizables’; para ello están los ‘influencers’, para colocar canales donde las tendencias se estabilizan o tienden a la estabilización de morales aceptables. Justamente el estar en la red las vuelve digeribles, pero también perentorias, provisorias, descartables.

VI

La comunicación en redes es más ‘democrática’, exige la participación del interlocutor, al menos con un like o con un emoticón; permite optar por una tendencia, alimentarla, reconocerse en ella. La participación en la red exime de otras participaciones más tediosas y exigentes, está a la portada de la mano, del dígito, satisface esa sensación de compromiso con el otro. Al digitar, se participa, se alinea con una tendencia, se asume una posición; la red ofrece una posibilidad de politización descomprometida, pero eficaz para satisfacer esa pulsión de estar con el otro, por ello, la red es ‘social’. Se trata de una politicidad cuyas consecuencias no se conocen, por lo que termina por no interesar realmente. La intensidad de la adhesión al tema convocante contrasta con el desinterés por las consecuencias efectivas que esa adhesión podría provocar; en la intensidad de la adhesión se juega toda la politicidad: Los temas convocantes pueden ir desde la alimentación ligera a la protesta por el maltrato animal, o contra la exclusión de los migrantes. Lo importante es adherir a la causa, aunque luego nos despreocupemos del resultado efectivo. A todo esto, se añade la proliferación de imágenes, incluso su alteración, que aparece como un juego de posibilidades, de identidades múltiples. Todo esto nos transmite la sospecha de que la experimentación del mundo se fragmenta. Ya no es la operación nominadora del lenguaje la que fragmenta la experiencia de acuerdo a las connotaciones sensuales que afectan al aparato perceptivo del sujeto; esa fragmentación ahora viene preparada y exige respuestas; las redes potencian la intelectualización del mundo. Una efectiva fragmentación de las experiencias, tanto aquellas que se proyectan para pensarlas- nominarlas, como las experiencias vividas en el campo virtual de la imaginación; el tiempo contemporáneo es el de la realización de esa forma de construir el mundo que Hegel caracterizaba bajo la figura de la alienación. Lo hacía porque estaba pensando-observando el mundo desde la solidez de la racionalidad omnicomprensiva de la totalidad del mundo, de la totalidad de lo humano. Ahora está claro que esa totalidad no es aprehensible por el sujeto; que no le pertenece, que esa totalidad es la red y que esta no necesariamente tiene consciencia de sí.

Es el sistema la totalidad que se funda y alimenta sobre la voluntad del sujeto, que se expresa desiderativamente. La red lo permite, la red sustituye a los instrumentos que antes re-presentaban esa voluntad del sujeto; los partidos ya no canalizan, en todo caso son diques que contienen y a los que se percibe como prescindibles; la red es ultrademocrática, es el sujeto mismo el que se expresa con su dígito, con su ejercicio de digitalización.

VII

La democracia de la red es perfectamente impersonal, si bien está cargada de las emociones de los internautas; cada señal emitida desde el dígito es acumulada como dato, se vuelve una señal que indica una preferencia y que se almacena perfectamente ordenada bajo la forma de la tendencia. La tendencia es ya un cuerpo de significaciones dotado de sentido porque articula elementos de significación reconocibles y en los cuales es posible reconocerse; están allí para reforzar sentimientos de identidad entre sus adherentes y refuerza el sentido que allí se consolida: En muchos casos deliberadamente, la tendencia busca adherentes, los recluta, los conduce a emitir señales de aceptación o de rechazo frente a actos o conductas que están en el espacio público de la red. La red es un ‘espacio público’ sui generis, puede también llamar a la acción y sus proclamas o consignas pueden movilizar masas de adherentes. La red es soberana en cuanto comanda la acción de aquellos que adhieren a la tendencia, pero la acción por lo general es débil, porque responde a la fruición del momento. La soberanía se fragmenta en la acción-señal de la digitalización: todos somos soberanos al momento de digitalizar o al no hacerlo frente a la tendencia que se nos presenta circulando en la red. Una soberanía fragmentada que se reúne gracias a la ‘tendencia’; que se afirma en la medida que se reúne bajo su emblema y que regresa para generar nuevos adherentes. La fragmentación de la soberanía es lo que caracteriza a la red.

VIII

La concentración de poder propia de lo que antes se reconocía como la ‘soberanía moderna’ del Estado, ahora está fragmentada en distintas tendencias y ninguna de ellas es suficientemente ‘soberana’ como para dominar o hegemonizar sobre las otras. La soberanía es de la red, la red es la soberana, porque permite y posibilita el juego de las soberanías menores, que se construyen sobre la ilusión de la participación efectiva. La red es soberana en su ceguera, o mejor, hace del enceguecimiento su condición de poder, trabaja sobre el narcisismo de quien se reconoce en la tendencia, de quien la hace suya. El espacio público o la esfera pública –como la llamaba Habermas– se construye sobre la posibilidad del diálogo y de la deliberación y este supone la libre elección discursiva del interlocutor. Pues bien, la red transparenta esta fenomenología, la ubica en su real dimensión de ser procesadora de la ilusoriedad de la vida social. Es, como diría Schopenhauer, voluntad y representación pura, que solo puede acontecer en el espacio de la ilusoriedad. La soberanía de la red vuelve patente lo que antes ocupaba a los críticos de la ilusoriedad de la democracia. Ahora la red se encarga de demostrarnos que esa ilusoriedad es efectiva y que se construye sobre la libre expresión de la voluntad digitalizada. Como antes, la sospecha de que esa voluntad era instrumentalizada por poderes ocultos o evidentes, por clases, burocracias y oligarquías, ahora es manifiesta. La situación ahora es más clara: también esos poderes y esas oligarquías están sometidos a la soberanía de la red. Si observamos con más detenimiento, descubrimos que es el mismo concepto de soberanía el que se extingue en la red, al menos aquel que completaba el itinerario formativo del sujeto, la idea de que el sujeto finalmente decide. La idea schmittiana de que soberano es aquel que decide sobre el estado de excepción, se ha extinguido porque ya no existe el estado de excepción; ahora la excepción es la regla, o si hay excepción, esta solamente podría estar por fuera de la red. ¿Es posible estar por fuera de la red?

IX

En Hegel, la razón no se reduce a la constitución del sujeto visto como individuo, si bien este nivel o registro está presente en su visión filosófica de la modernidad. Para Hegel el sujeto es el sistema, es la totalidad del mundo de lo humano. Es la misma experiencia del mundo la que se transforma con su filosofía y gracias a ella. La eticidad del sujeto que accede a la razón de lo público es la eticidad del sistema, así lo plantea en su System der Sittlichkeit ¿Es la red, el sistema del cual nos habla Hegel, en sus Lecciones de filosofía del espíritu? ¿Podríamos asociar el ‘espíritu’ de la red con el espíritu hegeliano? Lo es en cuanto la red está compuesta de significaciones que parten de la capacidad lingüística de percibir el mundo, de percibir la experiencia, es nominadora. La red es el culmen del intelectualismo y la soberanía del sujeto solamente existe si este se asume dentro de la red. El estar fuera de la red aparece como una ilusoria negación de la ilusoriedad de las significaciones que circulan por la red, de su efectiva eficacia. La red procesa las significaciones que se ‘componen’ como tendencias, y estas existen y cobran legitimidad en cuanto se produce el reconocimiento de hacer parte de ellas.

Las tendencias, a su vez, son performativas, indican lo que es aceptable, completan la proyección significadora del actor en cuanto gracias a ellas se produce el reconocimiento intersubjetivo. Las redes sociales funcionan mediante protocolos digitalmente codificados; las tendencias resultan del funcionamiento algorítmico computacional de estos protocolos, los cuales están configurados por percepciones canalizadas bajo la forma de tendencias.  Trabajan sobre la compulsión significadora que promueven. En esa dirección, están permanentemente ofreciendo información que exige la atención del internauta, socializan y amplifican la intelectualización del mundo: todos opinan y se exige que lo hagan. La red se vuelve compulsiva porque requiere del actor, de su pronunciamiento, con él construye las tendencias que hacen que el sistema se reproduzca y es en la configuración de estas donde se juega su eticidad. En Hegel, como en la red, la eticidad nunca se realiza ni se completa, se construye; está abierta a la posibilidad de su permanente negación y rescate. Es más, de su negación depende el rescate. Es justamente esta operación, que aparece como ilusoria, la que hace que el actor esté conectado permanentemente: la ilusoriedad de ‘estar’, de ‘ser’, de ‘incidir’. La red no anuncia el dominio del sistema sobre el humano, lo que indicaría su definitiva desaparición; el último humano está en la red, tal vez como siempre estuvo. Es allí donde reside su especificidad, es allí donde enfrenta el desafío de su negación. Es en la afectación del código, del algoritmo, en la dilucidación del sentido de la tendencia, donde se juega su condición, donde define su idoneidad constitutiva.

El primer hombre

Pongamos a dialogar un par de escenas planteadas en un texto póstumo e inconcluso de Albert Camus, El primer hombre, que fue publicado apenas en 1995, a 35 años de su muerte, y cuyo borrador fue hallado en el accidente automovilístico donde muere él con uno que le antecede, El extranjero (1942).

El primer relato figura en el testamento autobiográfico de Camus (1960) y podemos pensarlo como parte de la construcción de la propia historia. Está incluido en una escena compartida entre el director de la escuela, M. Levesque, compañero de armas de Cormery –apellido literario del padre, coincidente con su apellido materno–:

Una sola vez se puso fuera de sí. Era de noche, después de un día tórrido. Tenían que relevar al centinela apostado al pie del desfiladero. Nadie había respondido a los llamamientos. Y tras un seto de chumeras encontraron al camarada, con la cabeza echada hacia atrás extrañamente vuelta hacia la luna. Y al principio no la reconocieron, tenía una forma extraña. Pero era muy sencillo. Había sido degollado, y en la boca, la tumefacción lívida era su sexo entero. Entonces vieron el cuerpo con las piernas abiertas, el pantalón de zuavo desgarrado y en mitad de la abertura, bajo el reflejo ahora indirecto de la luna, el charco cenagoso. Cien metros más lejos, esta vez detrás de un gran peñasco, estaba el segundo centinela, expuesto de la misma manera […]Al alba, cuando subieron al campamento, Cormery dijo que los que habían hecho eso no eran hombres. Levesque respondió que ese era el modo en que debían obrar los hombres, que ellos estaban en su tierra y empleaban cualquier medio […] En ciertas circunstancias un hombre debe permitirse todo.

Destacamos aquí al padre fuera de sí, descontrolado frente a una escena insoportable. Y luego, su reacción violenta:

Cormery gritó, como en un arrebato de locura furiosa: No, un hombre se contiene. Eso es un hombre, y sino… – y después se calmó-. Yo –agregó con voz sorda- soy pobre, salgo del orfanato, me ponen este uniforme y me arrastran a la guerra, pero me contengo.

El padre idealizado, evocado por el compañero de armas y reinventado en el discurso del hijo, es un huérfano al cual las instituciones ―el orfanato, luego el ejército― le aportaron un andamiaje de sostén, aunque breve. Herido en la batalla de Marne, muere al poco tiempo, dejando a su viuda como pensionista de guerra, y a sus hijos, huérfanos. Remarcamos en este relato el tórrido ambiente del desierto, la muerte violenta, la castración como forma de castigo ejemplar para el enemigo, pero sobre todo, la furia del padre, alguien que deja su marca en lo mortífero pero también en la revuelta contra la crueldad.

En El Extranjero ―novela que confirmó a Camus como autor imprescindible― Meursault, ya en las sombras, recuerda una historia que su madre, recientemente muerta, contaba a propósito del padre, a quien Meursault no había conocido. Todo lo que este sabía sobre él era quizá lo que su madre le decía:

Había ido a ver ejecutar un asesino. Se sentía enfermo con la simple perspectiva de ir. Fue, sin embargo, y al regreso había estado vomitando parte de la mañana. Mi padre me producía un poco de repugnancia entonces. Ahora comprendo que era tan natural. ¡Cómo no advertí que no había nada más importante que una ejecución capital y que en cierto sentido era aun la única cosa realmente interesante para un hombre!

Esta es una de las escasas historias que el protagonista de la novela conoce acerca de su padre. Detengámonos en este breve relato para advertir algunas cuestiones: el cuerpo, tanto del padre que vomita, como del hijo que siente repugnancia, aparece conmovido, se trata de fenómenos naturales, o de la naturaleza, cosas interesantes para un hombre –también lo es una ejecución–. Son un acercamiento posible para pensar en la estructuración del personaje, así como años después el tema del crimen y su ajusticiamiento sería tomado como eje para armar a Jacques, alter ego de Albert Camus o protagonista autobiográfico en El último hombre.

 

 

 

 

Recordemos que El extranjero es la historia de un hombre que asesina a otro, resultado de lo cual es juzgado y condenado a morir en la guillotina. Tenemos entonces de dos escenas de ejecución: la del personaje y la recordada por éste mismo, dos personajes, dos momentos, dos asesinos, ambos condenados y ejecutados. Si vamos un poco más lejos, podemos conjeturar, a partir de la confesión de Meursault: “dije rápidamente que había sido a causa del sol”, una conexión con el sol (o con el sol- dado). Dirá luego Camus en El primer hombre: “los hombres son atroces, especialmente bajo un sol feroz”. Ferocidad del sol, del soldado, o de la soledad de los huérfanos quienes crecen “bajo un sol fijo y salvaje”, “nacidos en una tierra sin abuelos y sin memoria”. Mi hipótesis es que se trata de una búsqueda del padre, de un intento de armar alguna consistencia acerca de este padre fugaz.

En la primera novela, El extranjero, se anuncia aquello que finalmente dirá con todas las letras en su legado autobiográfico. El padre, su búsqueda, su invención, su armado y tal vez de su imposibilidad serán la marca que se destaca en ambos textos.

Pongamos en diálogo este relato de El extranjero con otro incluido en El primer hombre:

Ese detalle que de niño le había impresionado tanto y que lo persiguió toda su vida hasta en sueños, su padre levantándose a las tres para asistir a la ejecución de un criminal famoso, lo supo por su abuela.

Se trata de un relato con especial pregnancia: lo persiguió a Jacques/ Albert toda la vida, incluso en sus sueños, adquiriendo así valor de causa de angustia. También cabe destacar que este relato le llega por vía de un personaje cruel de su historia, la abuela castigadora. Continúa:

Pirette era obrero agrícola en una finca del Sahel, bastante próxima a Argel. Había matado a martillazos a sus patrones y a los tres niños de la casa. ¿Para robar? Sí, dijo el tío Étienne. No, dijo la abuela, sin dar más explicaciones.

Historia cercana para Camus: se trata de un franco-argelino, como su padre y como él mismo, o mejor dicho, de un obrero de origen francés, que ha nacido y vivido en Argelia. Pero deja abierta una pregunta: la de la causa. ¿Por qué un hombre mataría a otro o a otros? Incluso a aquellos que podemos presumir como inocentes: los niños.

El más pequeño de los niños escribió con sangre antes de morir: fue Pirette.

Otro dato que nos interesa: un niño que se acababa de convertir en huérfano y que frente al trauma, denuncia, escribe incluso con su propia sangre. Este niño, como último acto trágico de su corta vida escribe letras para existir aun unos instantes más. Sigue el relato:

La pena de muerte no le fue escatimada, la ejecución tuvo lugar en la cárcel de Barberousse, en presencia de una multitud considerable.

Entre esa multitud estuvo el padre del protagonista de El último hombre ―el padre de Jacques, es decir, de Albert―, quien se levantó por la noche para asistir al castigo ejemplar de un crimen que, según la abuela, le indignaba. La narración, siempre difuminada, incompleta, solo aparece bosquejada y finalmente armada con retazos de una historia inconclusa. “Pero nunca se supo lo que había pasado. Al parecer, la ejecución tuvo lugar sin incidentes”.

¿Cómo será una ejecución sin incidentes? No lo explica Camus. Solo insiste con el padre, descompuesto, quebrado: “El padre de Jacques volvió lívido, se acostó, se levantó para ir a vomitar varias veces, volvió a acostarse. Después nunca quiso hablar de lo que había visto”.

No sabemos si nunca quiso o sería mejor pensar en que el hijo no llegó a oír nada de la propia boca del padre.

Y la noche en que escuchó este relato, el propio Jacques, tendido al borde de la cama para no tocar a su hermano, con el que dormía, hecho un ovillo, contenía una náusea de horror, machacando los detalles que le habían contado y los que imaginaba. Y esas imágenes lo persiguieron por la noche, repitiéndose de vez en cuando, pero regularmente, en una pesadilla privilegiada, diferente cada vez pero con un solo tema: venían a buscarlo a él, a Jacques, para ejecutarlo.

Esta novela privada formó un núcleo alrededor del cual Jacques tejió un ovillo de horror, dando cuenta de esa frondosa imaginación que tantos frutos le brindó en su vida de literato. La pesadilla como evidencia de eso real que no engaña, sin velo, causante del aterrado despertar es el signo de esa marca infantil. En el caso que nos ocupa, se conecta de forma directa con otra idea: la de la propia ejecución.

Ya en edad adulta, la historia a su alrededor llegó a mostrarle que una ejecución era un acontecimiento previsible, no inverosímil […] alimentó durante años muy precisos la misma angustia que había trastornado a su padre y que éste le legara como única herencia evidente y segura.

Señalamos aquí la herencia, el legado del padre: una historia de “tristeza africana”, de angustia, de muerte, de castigo ejemplar aplicado por hombres quienes dictaminan sobre el bien y el mal, a otros hombres –a veces culpables–.

Hemos abordado tres relatos. Uno de ellos repetido en sendas novelas, el otro sólo aparece en la declarada como autobiográfica. En todos sucede una escena criminal. Se trata de muertes violentas, o mejor dicho de varios asesinatos, unos sin la intervención de la justicia, otros con su masa aplicada sin hesitación.

 

 

 

 

¿Cuál es la marca que se repite? El crimen, la fechoría, dirá Freud en Tótem y tabú (1913) para referirse al asesinato del Urvater (padre primordial, todopoderoso del mito de la horda primitiva). Al padre sólo lo ubica en torno a crímenes. Del padre solo restan esas escenas donde hay asesinatos: algunos abominables, otros enmarcados en alguna legalidad, aunque no por ello menos siniestros.

Entre estos asesinatos, los traídos a través del maestro (sustituto del padre imaginario) se ubican en el entramado de la historia cultural en la cual se insertó Camus (la colonización de Argelia). No por eso dejan de tener valor fantasmático. Podríamos apretar esta escena hasta su mínima expresión y enunciarla así: “castran y degüellan a un hombre”. ¿O quizás al revés: “degüellan y castran a un hombre”? Esta escena podría estar en la base de esos episodios de angustia del niño huérfano.

Ya púber, recibe como regalo del maestro un ejemplar de Les croix de bois (Roland Dorgelès, 1919), donde se describe la vida de los zuavos en las trincheras. Albert sabe que su padre fue zuavo, conoció una foto suya con esos pantalones anchos típicos (citado por Todd en Albert Camus. Una vida). Vienen así a enlazarse algunos elementos: los zuavos, las cruces de los muertos en las trincheras (como su padre), la castración (en términos freudianos: fantaseada como castigo frente al deseo edípico).

El otro asesinato, menos particular de África, más compartido por toda la humanidad, es un crimen que bien podría suceder en cualquier rincón de la tierra. También nos aventuramos a armar una frase para cernirlo: “ejecutan a un criminal”. Las circunstancias son bastante diferentes, se trata de un pied-noir que asesina a otros de su mismo origen (su patrón y la mujer de éste), donde además se incluye una figura de gran interés: un niño es asesinado (tornándose así aún más propicia para la fantasía de castigo en el pequeño Jacques/Albert). Pero, y ésta es la salida que ofrece la literatura, este niño alcanza a escribir con su propia sangre antes de morir el nombre del asesino, del culpable, apelando mediante su propia letra a la justicia, en un verdadero último acto heroico.

El último hombre

 

Ahí está la barca, — quizá navegando hacia la otra orilla se vaya a la gran nada. — ¿Quién quiere embarcarse en ese “quizá”?

Nietzsche, Así habló Zaratustra

 

 

El superhombre

El hombre es algo que debe ser superado, sentencia Zaratustra. Pero, ¿cuál es el sentido de esa superación, hacia dónde conduce? El hombre es un umbral, un puente, un lugar de tránsito o de transición, mas no una meta. «El hombre es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre, — una cuerda sobre un abismo» (Nietzsche, Así habló Zaratustra). Hundirse en el propio ocaso es la sola manera de guardar en el vuelo de la flecha el anhelo hacia la otra orilla. Se precisa llevar el caos dentro de sí para mantener el anhelo de pasar al otro lado, para tener la fuerza y el coraje de seguir el camino que lleva al superhombre. Pero, ¿qué ocurre cuando la cuerda del arco ya no puede vibrar? Entonces, «el hombre dejará de lanzar la flecha de su anhelo más allá del hombre». Llega el día en que el hombre más ruin será incapaz de despreciarse a sí mismo. Quién si no: el último hombre.

Ir más allá de sí mismo, ese es el imperativo. Solo el niño sumido en su inocencia y en el olvido de sí es capaz de un nuevo comienzo, de crear valores nuevos. El juego libera la fuerza afirmativa de un primer movimiento, «de un santo decir sí», deja suelta la rueda para que se mueva por sí misma. Precisamente, el creador de mundos debió apartar la vista de sí mismo para crearlo, mientras que el creador de trasmundos no puede apartar la mirada de su figura fatigada, sufriente e impotente. Tortura su cuerpo con los dedos del espíritu; aquel se niega a esconder la cabeza en el cielo trascendente de las cosas celestes, precisa de una cabeza terrena para crear el sentido de la tierra.

El hombre es quien realiza valoraciones; pero, para crear nuevos valores se precisa de nuevos creadores. Así, por ejemplo, más elevado que el amor al prójimo es el amor al lejano, al venidero. Por el contrario, el excesivo apretujamiento alrededor del prójimo es lo que llevó a considerar la soledad como una prisión. Amor al lejano: presentimiento del superhombre, fiesta de la tierra. El solitario, afirma Zaratustra, recorre el camino del amante, pero solo sabe del amor quien desprecia aquello mismo que ama. Aquel que se separa, que toma distancia, que se aleja, es quien se desprecia a sí mismo, pues se ama como sólo los amantes suelen hacerlo. Es preciso ser consumido por su propio fuego, para renacer de la ceniza.

 

 

 

 

Hay que guardar fidelidad a la tierra, que sirva el amor para darle a ella su sentido. Se precisa atar la virtud a las cosas terrenas y no permitir que estas se pierdan en la vacua ensoñación de trasmundos. La virtud debe descender al mundo, para llevarla nuevamente al cuerpo y a la vida y escuchar al fin su necesario latir dentro del pecho, pero solo bajo la condición de que la policía se haya vuelto innecesaria. Se debe pensar con los símbolos del tiempo y del devenir y justificar con ello la pasión por todo lo perecedero. Es necesario ser el hijo que vuelve a nacer del dolor de la parturienta y transformar el pensamiento en algo visible, en algo sensible para el hombre. Todo esto entraña recorrer el camino que va desde el «gran mediodía» hacia el atardecer y llevar consigo la esperanza de nuevas auroras.

El último hombre se hunde en su ocaso a mitad del camino entre el animal y el superhombre.

Donde hay ocaso y las hojas caen, la vida se inmola a sí misma como prueba de su fecundidad. Pero los árboles reverdecen nuevamente de mil formas diferentes, como impronta de la pasión de lo viviente; entonces, «¡cómo iban a hacerlo tan sólo — una sola vez!» Se trata justamente, siguiendo la enseñanza del poeta, de trabajar creadoramente el porvenir y de redimir todo lo que fue de manera transformadora, hasta que la voluntad afirme: «¡Mas así lo quise yo!». Aquello que la vida promete debe ser objeto de aceptación de la voluntad; esta quiere pero no busca. Es decir, al goce y a la inocencia se los posee, mientras que al dolor y a la culpa se los busca.

El sol, cuando va camino de su ocaso, derrama oro sobre el mar, prodigándole con riquezas inagotables. Así también Zaratustra desciende hacia los hombres y entre ellos se hunde en su ocaso, y al morir ofrenda el más rico de sus dones. El último hombre, Zaratustra, siente todavía necesidad de predicar entre los hombres; yace sentado en medio de viejas tablas rotas mientras escribe las nuevas. Todo aquello que ha sido considerado como malvado debe ser reunido en aras de crear una nueva verdad. «¡Junto a la conciencia malvada ha crecido hasta ahora todo saber! ¡Romped, rompedme, hombres del conocimiento las viejas tablas!» El último hombre es una primicia y, en cuanto tal, debe ser sacrificado.

Las viejas tablas convierten en sólido todo aquello que su poder de veneración les permite: valores, preceptos, conceptos. Y es que sobre la corriente, maderos, puentecillos y pretiles llevan a considerar que todo es sólido. Pero, el sumergimiento en medio de la corriente lleva a la afirmación contraria: todo fluye. Rompe las viejas tablas, rompe los puentecillos con la fuerza del viento del deshielo o con la vehemencia de las astas del toro destructor cuando rompe el hielo. Para esto se requiere haber sido expulsado del país de los padres y hallarse al fin lo suficientemente ligero de carga para amar el país de los hijos, que no ha sido descubierto aún. ¡Izad las velas para ir a su encuentro! En los hijos, en lo venidero, el pasado será redimido.

Zaratustra es el abogado del círculo, pues «curvo es el sendero de la eternidad». Lo que muere, vuelve a florecer; lo que se despide, regresa; eternamente gira la rueda del ser. Cada instante es un comienzo en torno del cual gira la esfera toda. El abogado del eterno retorno enseña que la existencia, la vida, como un gran reloj de arena que gira y gira, tiene que vaciarse para colmarse de nuevo. Sin embargo, la pregunta hoy, mil veces enunciada es: ¿cómo se conserva el hombre?, cuando en realidad tendría que ser: ¿cómo se lo supera? Todo lo maduro que ha llegado a su perfección está listo para pasar y morir. Así como lo inmaduro quiere vivir hasta colmarse, el dolor quiere pasar, desiste de sí mismo para alcanzar la plenitud del placer. Por el contrario, el placer se quiere tal cual eternamente, su completitud lo lleva a querer retornar eternamente. El hombre es algo que debe ser superado. ¿Hacia dónde? ¿Hacia el superhombre?

 

La muerte de Dios

Hoy se torna cada vez más evidente que se ha alcanzado el fin del hombre. Ese es el umbral en el que nos colocan los últimos avatares de la ciencia moderna, y con la emergencia del último hombre se hace patente también la muerte de Dios. La biología molecular, en su efectividad técnica devenida en quirúrgica, sostiene Bernard Stiegler, ha hecho posible el rebasamiento de las leyes de la evolución. Pero se podría también afirmar que las leyes de la evolución fueron suspendidas desde el momento mismo de la invención del humano, es decir, de la técnica. Sin embargo, no se puede ignorar que en la actualidad esta suspensión ha adquirido una efectividad radicalmente nueva. «El medio no tiene influencia didáctica sobre el germen ―dice François Jacob―, parece que no hay ninguna comunicación directa entre germen y soma. ¿Esto sigue siendo verdadero cuando se trata de un medio técnico?» (Stiegler, Cuando hacer es decir). Es decir, «la biología molecular suspende su propio axioma mediante sus operaciones»; y el axioma, que fue formulado en 1970 y del cual depende la cientificidad de la ciencia, es: «El programa [genético] no recibe lecciones de la experiencia». Ahora bien, el rebasamiento de este axioma ha sido posible gracias al descubrimiento de «enzimas de restricción que permiten recortar el ADN con una precisión quirúrgica — la precisión de una mano instrumentada» (ibíd.). En adelante, la producción de un ser viviente se torna posible gracias a la cirugía genética, lo que pone en evidencia el carácter performativo de la biotecnología.

En este punto, la cuestión que inquiere por la técnica se traslada necesariamente al ámbito que concierne al lugar. El cuerpo, como el lugar de la virtualidad. ¿Es posible un hombre artificial? O también, ¿qué adviene en cuanto al lugar —en tanto cuerpo propio— cuando es posible hablar de tele-presencia? Aquí, una vez más, la pregunta por la técnica se desplaza al ámbito de la frontera o del límite. La técnica sería, entonces, la deconstrucción «objetiva» de todo límite, de toda frontera. Precisamente, la condición de un cuerpo propio radica en su inmovilidad, en su inmutabilidad, en su mismidad. Por el contrario, la posibilidad o la efectividad de la técnica consiste en la inscripción de lo viviente en lo no viviente, y del no viviente en lo viviente. Esta articulación implica el paso de las fronteras y, con él, la deconstrucción objetiva del sentido antropocéntrico. Aquí, la superación del sentido tradicional del hombre se torna factible y, con ella, quedan atrás todo tipo de valores substanciales que pretendían dotarlo de una estabilidad, de una fijeza, que lo privaban de la posibilidad de lo nuevo.

 

 

 

 

La muerte de Dios entraña la divinización del humano, pero el precio a pagar por ello es la pérdida de la identidad, que se da con la desaparición posible del cuerpo propio, como forma de la mismidad. Gracias a la técnica una nueva forma de memoria se pone en juego, esta excede los límites del neo-darwinismo. Es decir, la memoria genética o el programa de la especie, dejan de ser el elemento determinante para el mantenimiento del viviente humano, pues, en un medio controlado por la técnica, aquello que se hereda debe ser recapitulado con cada generación. «Sin esta recapitulación proteica, no habría ciencia, ni posibilidad de encadenamiento en el “gran ahora” de la ciencia que no es más que la muerte re-activable, re-sucitable por obra de un viviente que se encuentra siempre ya muriendo» (Stiegler). Gracias a la técnica el programa de la especie o la ley de la vida pueden ser suspendidas o alteradas por obra de la experiencia. Entonces, la experiencia individual puede ser transmitida sin que esta sea ahogada bajo el peso del programa o a cuenta de la estabilidad de la ley. Esta nueva configuración provocada por la ciencia recuerda, por un lado, el imperativo nietzscheano que lleva a «romper las viejas tablas», que han sido fundadas sobre el principio de la estabilidad substancial; y, por el otro, a asumir el eterno retorno, no como eternidad intemporal, sino como ciclo e instante a la vez.

La estructura del acontecimiento en la tecnociencia es la de la ficción, como es también la posibilidad misma de lo real. Es decir, la realidad deja de estar sustentada en un suelo ontológico estable para convertirse en «ciencia ficción». Agamben señala en ¿Qué es real? que el carácter exclusivamente probabilístico de los fenómenos en la física cuántica exige una intervención del investigador que permite conducirlos hacia un determinado fin. Entonces, no es tanto el conocimiento del sistema lo que interesa, sino la modificación provocada en él por los instrumentos de medición. Lo probable se superpone a lo real y el azar se constituye en principio de decisión acerca de la realidad. Surge así una ciencia de lo accidental, que renuncia a considerar como cognoscible el estado real de un sistema y se ve, con ello, forzada a recurrir a los modelos estadísticos. La naturaleza es azar, observaba ya Nietzsche con insistencia, entonces resulta imposible no asumir el riesgo que entraña toda decisión cuando esta nos coloca de cara a lo probable.

El lugar de partida de las ciencias experimentales es la constatación de una posibilidad. Entonces la experimentación ya no puede consistir en la reivindicación de una pura coherencia descriptiva, sino que deviene performativa. Constatar una posibilidad significa la apertura al ámbito de la pura ficción, pues lo posible yace en los dos extremos de la experimentación. Aquello que resulta evidente en el dispositivo propuesto por la tecnociencia es el de un cierto defecto del ser o de lo real que abre la posibilidad de lo nuevo. Esta constatación nos lleva, para terminar, a la inminencia misma del lenguaje, que es en sustancia la materia y el fin de toda ficción. «¿No se les han regalado acaso a las cosas nombres y sonidos para que el hombre se reconforte en las cosas? Una hermosa necedad es el hablar: al hablar, el hombre baila sobre todas las cosas. […] ¡Qué agradables son todo hablar y todas las mentiras de los sonidos! Con sonidos baila nuestro amor sobre multicolores arcoíris» (Nietzsche). Sí, la vida es ficción, pero esta constatación solo puede brotar del hecho de estar sumergidos en el río heracliteano del devenir. Todo fluye. Entonces, las viejas tablas deben ser rotas, para surjan otras nuevas, que en su momento se harán también viejas; además debe ser recusado aquel que consigna en las tablas su impronta. «Rompedme ―decía Zaratustra―, no creáis en mí». Zaratustra-Nietzsche es el profeta que anuncia la buena nueva: la única verdad es que no hay verdad absoluta. ¿Esta declaración implica el fin del profeta?, ¿el fin de la profecía?

Que la muerte de Dios implique la divinización del último hombre significa que la humanidad guarda en ella, como su posibilidad más alta, la promesa del superhombre. Este es el sentido de la duplicidad de Zaratustra, pues él es a la vez dios y hombre.