Kafka o la ficción liminar

 Alejandro Gordillo
@AlejoMilmachets

El umbral

Existen dos versiones en castellano de un cuento de Kafka que aún hoy no se ha logrado datar con exactitud. El texto es apenas un párrafo y, polémicas de traducción aparte, presenta sustanciales diferencias a pesar de su brevedad.

Ambas traducciones parten de títulos diferentes: Deseo de convertirse en indio (traducción de Galaxia Gutenberg) y Deseo de ser piel roja (traducción de Alianza Editorial). La primera traducción, como se aprecia, es más literal y busca volcar toda la crudeza y lo agreste del original. La segunda traducción, más libre, se permite interpretar y forzar un poco la literalidad. Comparaciones aparte, es evidente el campo semántico hacia el cual se dirige el autor cuando expresa este deseo: indio o piel roja nos está anunciando un impulso de devenir en algo radicalmente diferente.

Se pueden intuir las múltiples lecturas culturales e ideológicas que se derivan de que se equipare a ese radical otro que se quiere ser con un indio o un piel roja. La segunda traducción pudo haber optado sin problemas por cualquier otro pueblo aborigen del norte de América: apache, comanche, siux. La voz narrativa busca aquello que ha quedado más allá del límite de lo que consideramos civilizado, incluso de los límites de lo humano. El núcleo de la narrativa de Kafka aparece: ficcionalizar a partir del límite, traspasarlo y volver para intentar hablar de lo experimentado.

El deseo de ser un indio trae consigo la sucesiva desaparición (seguiremos a partir de aquí con la traducción de Galaxia Gutenberg). Inicia en la casi indiferenciada imagen de jinete y animal: “sobre un caballo a todo galope, con el cuerpo inclinado y suspendido en el aire”. Le sigue una extraña serie en la que primero afirma desprenderse de algo que, sin embargo, luego declara no haber poseído nunca: “hasta dejar las espuelas, pues no tenía espuelas, hasta tirar las riendas, pues no tenía riendas”. La desaparición parece comportar la disolución de la sintaxis temporal: aquello que se pierde hace desaparecer también su huella cronológica y, con ello, el testimonio de su existencia.

Una vez disueltos los aparejos con los que el jinete conduce, se mueve hacia su propia desaparición: “y sólo viendo ante mí un paisaje como una pradera segada, ya sin el cuello y sin la cabeza del caballo”. Hacia el final del cuento, el jinete ha devenido en pura mirada aun sin tener ya ojos. Lo que queda de él es la visión del paisaje y dos cuerpos, uno humano y otro animal, sin sus cabezas y enfrentados a este horizonte.

La única libertad posible, entonces, parece ser la desaparición; dejar de ser, salir de lo que se es o huir de la sensación de que uno es un extraño incluso para sí mismo. Esta intuición parece repetirse en distintos autores del siglo XX: Musil, Walser, Benjamin, y se encuentra incluso tematizada y recuperada de forma recurrente como parte de la poética narrativa de Vila-Matas quien habla del arte de la desaparición.

Se ha dicho que muchos de los textos de Kafka están muy cercanos genéricamente a la fábula, pues son apenas breves relatos que parecen condensar una enseñanza que elude su aprehensión. El concepto de fábula está muy ligado a la idea de umbral, de permanecer en un inter-estado y lograr alcanzar una nueva dimensión ya sea de uno mismo, del mundo o de ambos. En Kafka, el rito de paso no termina de cumplirse nunca y solo la muerte “salva” a algunos de sus personajes de ese trance infinito al que están condenados; de ahí que, al no consumarse, sus relatos suspendan indefinidamente un sentido completo.

La arquitectura de Kafka reproduce este continuo aplazamiento del sentido, la materialización de esta idea de existir en lo liminal en lugares que pueden ser tanto refugio como amenaza, en historias como La construcción. Respecto a este cuento, Calasso puntualiza la diferencia semántica de la que parte esta ambigüedad: “La lengua alemana tiene dos palabras que significan guarida: Höhle y Bau. Palabras opuestas: Höhle designa el espacio vacío, la cavidad, la caverna; Bau se refiere a la guarida en tanto construcción, edificio, articulación del espacio”. En su búsqueda de soberanía, el roedor edifica un refugio que, sin embargo, está inspirado en el puro terror invisible de un rumor apenas percibido de algo que lo amenaza y que nunca termina de aparecer en el relato.

El arte de la desaparición, por tanto, no puede provenir únicamente de la huida sin más, sino que ha de diseñarse y ejecutarse minuciosamente a través de la invención de ficciones.

En Kafka parece cumplirse el oscuro reverso de la aspiración romántica de ilimitar vida y arte. El universo absurdo de la ficción gana terreno sobre la realidad y no lo hace como si se tratara de una invasión endógena, sino más bien como si este fuera el centro mismo de lo que llamamos realidad. Este núcleo traumático de bordes permeables intercambia su contenido con el mundo y va ganando terreno sobre él. Kafka deja muchas veces la sensación de que dentro de la ficción existe un nivel ficcional extra, como una suerte de inconsciente ficcional que está operando debajo de todo y que comparte memoria con nuestro propio inconsciente.

El mecanismo del terror por el que un elemento de nuestra realidad se vuelve del todo extraño y siniestro, en el caso de Kafka se aplica a la realidad entera que aparece como espeluznante. De ahí que una de las consecuencias naturales de la ficción kafkiana pueda verse en Lovecraft y su horror cósmico, en donde esta influencia siniestra que parece gobernar la realidad que en Kafka se proyecta al infinito, en tanto nos es siempre desconocida o cuyo encuentro está siempre aplazado, en Lovecraft se concreta en toda una mitología del mal que gobierna el universo con sus dioses arquetípicos.

Para-realismo

Kafka da forma a un devenir volcado al absurdo. La categoría de lo liminal se aplica también a su afán de difuminar aún más la línea entre lo real y lo ficticio. En su caso, más allá de una simple ilimitación, lo ficticio parece amenazar e invadir la realidad, vampirizarla hasta hacerla perder sustancia e inocularle nuevas dimensiones apenas intuidas, inaccesibles. Esto pone en crisis el realismo moderno del siglo XIX en donde había predominado una clara voluntad mimética.

Entre los pocos casos en los que se rompe el realismo decimonónico se vislumbra la sospecha de que el absurdo (o el mal) gobierna la realidad; esta sospecha normalmente va de la mano de forzar el pacto de lectura con episodios como el Wakefield de Hawthorne, La nariz de Gogol o el Bartleby de Melville. Todos estos indicios de lo kafkiano terminan siendo redimidos mesiánicamente en él y pasan a ser los antecedentes de la nueva fuerza configuradora de la tradición literaria del siglo XX que se volcará a la destrucción de la mímesis y la experimentación máxima. De esto es de lo que habla Borges cuando se refiere a que Kafka fue capaz de crear retrospectivamente a sus precursores. Esta reconfiguración de la experiencia de la recepción en la que el espectador debe conocer la tradición contra la que se está creando ocurre en el caso de Kafka con el realismo decimonónico y, por ejemplo, la presentación de La transformación en 1915 en la que, en un tono aparentemente realista, se introduce un acontecimiento extraordinario que no aparenta contradecir las leyes del ámbito en el que se instala aunque parece suponer, por el contrario, su total alteración y casi hasta su negación. Kafka se erige en una vanguardia imposible de un solo autor. Alrededor de la misma época, en 1913, Duchamp preparaba sus primeros ready-made y también ponía en marcha la crisis tanto en la producción como en la recepción alrededor de una obra que reclama un doble esfuerzo, teórico y estético, para percibir el gesto de negación hacia toda la tradición anterior y la entonces reciente difuminación de realidad y arte en la plástica.

Luego de un siglo en el que la narrativa intentó agotar la representación de la realidad humana, Kafka reduce el mundo hacia lo mínimo. La mayoría de sus historias oscilan entre el confinamiento o la búsqueda desesperada de liberación. Kafka parece reírse no de sus personajes sino de su voluntad misma, de la ilusión del albedrío introducida en la historia del pensamiento por el cristianismo como solución al dilema de la existencia del mal. La teleología de la recompensa del libre albedrío que se inclina hacia el bien desaparece. El castigo puede darse súbitamente sin causa alguna. Benjamin supo leer en esta desesperanza el reverso positivo de la única posibilidad de libertad: aquella que se ejerce aquí y ahora.

De entre todos los curiosos puntos de vista con los que Kafka experimentó, uno de los que sobresale es el de El puente. En este relato, la voz narrativa se sitúa en la estructura misma. Está ahí y anhela que su naturaleza se cumpla; es decir, que algún paseante lo atraviese para sacarlo de su expectación. Sobre este paso de la pasividad a la acción que pone en movimiento la voluntad se suele centrar una de las modalidades de la amenaza muda que subyace en los relatos kafkianos. En El puente, es la misma construcción la que frustra el tránsito de un caminante en cuanto esta gira sobre sí misma para alcanzar a observar a quien ha osado saltar sobre ella en lugar de caminar gentilmente para cruzarla. Tras esta acción, todo sucumbe y se precipita hacia el río y sus violentos remolinos. Esta historia de un colapso podría operar como un modelo de lo que ocurriría en otros de los cuentos de Kafka cuando uno de sus actantes se acerca a su objetivo; es decir, la perenne sospecha apostada en sus ficciones.

La crisis de lo humano

La abolición de la voluntad en Kafka pone en crisis la idea de lo humano. En su Carta sobre el humanismo (1947), Heidegger parte de una suerte de continuación a las reflexiones en torno al problema de la metafísica de su obra de 1929 ¿Qué es metafísica? En este caso hay un retorno a la cuestión esencial de que hasta ahora, según Heidegger, la metafísica ha pensado únicamente a lo ente y ha olvidado u omitido el ser, por lo que todo humanismo previo estará también contaminado de este “error”, dado que: “ […] la esencia del humanismo es metafísica”.

La obra empieza por indagar la esencia del actuar que para el autor es el despliegue del ser, parte de él y se dirige hacia lo ente. El pensar, en cambio, va únicamente hacia el ser. De este modo, Heidegger busca ahondar en su diferenciación de la filosofía tradicional, que nació como técnica y termina ineludiblemente volcada hacia lo ente (tal como ocurre con las demás ciencias), y el pensar que está siempre dentro del ámbito del ser. Pero para “decir” el ser, propone Heidegger, es necesario que el lenguaje sea liberado de la gramática tradicional que apunta hacia lo ente y que todos los signos sean redirigidos hacia el ser.

El hombre, entonces, es el llamado a “escuchar” al ser y buscar el lenguaje que le es propio. Para esto, Heidegger pretende que se supere el humanismo tradicional que considera al hombre como un animal racional, un ente biológico entre tantos diferenciado por su capacidad intelectual. La proximidad al ser “salva” al hombre, lo excluye de su naturaleza puramente salvaje y lo eleva a la categoría de “pastor del ser”. Sin embargo, detrás de esta imagen bucólica y aparentemente inocente, se encubre toda la carga negativa enunciada por Peter Sloterdijk en sus Normas para el parque humano. Una respuesta a la «Carta sobre el humanismo» (1999); esto en el sentido de que quienes tienen acceso al ser serían los llamados a la cría de los otros para garantizar una comunidad equilibrada tal como lo proponía Platón. La curiosa metáfora de la cría del otro habla de una domesticación que conduciría al hombre a un estado cercano a lo extático. Sloterdijk apunta: “El morar recogido en sí mismo heideggeriano en la casa del lenguaje es como una escucha expectante de aquello que el Ser mismo ha de dar a decir. Ello conjura a un escuchar-en-lo-cercano para lo cual el hombre debe volverse más reposado y manso que el humanista que lee a los clásicos”.

El pastor que escucha al ser bien podría recordarnos a la imagen irónica de Kafka del hombre que muere a las puertas de algo que jamás podrá descubrir o a la inversión del mito de las sirenas donde Ulises pretende escuchar su canto que supuestamente devela todo el destino del hombre cuando en realidad ellas no ejecutan nada.

Uno de los problemas fundamentales es, por tanto, que el hombre lanzado hacia el mundo, enfrentado a la angustia de la nada y a la de su propia finitud (sin hablar aquí de los problemas históricos del entorno en el que se desenvuelve) de pronto devenga en pastor, en pura pasividad que aguarda, pues como menciona Heidegger: “Antes de hablar, el hombre debe dejarse interpelar de nuevo por el ser, con el peligro de que, bajo este reclamo, él tenga poco o raras veces algo que decir”. ¿Qué podrá decirse entonces del actuar? ¿Cuándo llegaría a validarse el obrar de lo ente si es que este ser esquivo y caprichoso nos niega su palabra? La libertad del hombre pasa a ser tal solo con relación al ser. El estar arrojado en el mundo, proyectado hacia el fin, reclama además una sintonía con el ser que valide nuestra existencia, pues aunque es lo más próximo rara vez podremos extraer algo de él. Una nueva angustia nace para el hombre: la angustia del que espera en la promesa de una vaga recompensa incierta. La angustia de la ausencia de algo que se nos dice que nos circunda pero que demora en su manifestación que se ofrece ambigua. La tierra prometida no es ya el lugar al que se accederá luego de un éxodo traumático y el sacrificio. El ser rodea al hombre, no le reclama más que un estado de escucha y, sin embargo, le es esquivo.

El gesto de esta pura pasividad, situado en su contexto histórico, parecería por un lado la respuesta a la necesidad de apartarse de la realidad histórica y de las consecuencias del fascismo hasta casi el punto de negarla, de nihilizar la situación inmediata y elevar el discurso del pensamiento hacia cumbres seguras. Esto, que podría tomarse como una reacción producida por una especie de culpa del pensamiento, parte de una premisa válida que es la del fracaso de gran parte del racionalismo imperante y de las ideas de absoluto traducidas en totalitarismos. Sin embargo, el hecho de apartar la mirada del mundo no hace que este desaparezca en su entidad; lo que ocurre es simplemente que el objeto del pensar en cuanto tal se proyecta hacia un ser en extremo indeterminado, a pesar de que Heidegger proclame que este sea lo más próximo al hombre.

Este es un nivel de autoconsciencia de la razón que es capaz de mirarse a sí misma en su devenir histórico y de sopesar los distintos movimientos que ha realizado. Heidegger señala el origen del humanismo en el mundo clásico, entendido este como un valor frente a lo bárbaro y termina en la autoinmolación que reclama que el pensamiento no acuda ya a lo abstracto o lo concreto, a lo sagrado o lo profano, si no a algo tan indeterminado como el ser. Por otro lado, el hombre que no se retrae a esta escucha del ser podría devenir en bárbaro para sí mismo o, en su defecto, los otros hombres que no se dispongan a esta escucha devendrían en bárbaros. De esta manera, el giro que se opera termina por nihilizar toda la historia anterior. Toda la filosofía, todo lo racional que meditó únicamente sobre lo ente y actuó en base de ello deviene en esta nueva forma de barbarie ante hombres que trascienden estas categorías y se tienden con su oído a la escucha del ser.

Cuando Heidegger señala que: “El único asunto del pensar es llevar al lenguaje este advenimiento del ser […]” y se enfrenta a la cuestión de la tradición afirmando que: “Huir a refugiarse en lo igual está exento de peligro. El peligro está en atreverse a entrar en la discordia para decir lo mismo”. Salva su propuesta de este “pensar a la escucha del ser” situándola en el plano estético que, como se señala antes, podría asumir el error de nombrar al ser ir hasta el final y recrear en sí su búsqueda. La poesía es, por tanto, el vehículo ideal a través del cual el ser puede ser expresado. El problema de esto, dice Sloterdijk, es que el hombre queda reducido a la función de secretario del ser y su comunidad a una “[…] iglesia invisible de individuos dispersos, cada uno de los cuales escucha a su modo en lo tremendo”.

 

Imágenes: Aman Bhatnagar (Pexels);  Igor Starkov (Pexels); othebo (Pixabay)

 

Mutaciones de la fe en el capitalismo tardío

 Alejandro Gordillo
@AlejoMilmachets

 

Desgraciadamente, y a pesar de todos mis esfuerzos, nunca he sido creyente, no he sufrido crisis de fe ni de negación de la fe. Quizá hubiera sido mejor serlo, porque la escritura exige drama y el drama nace de esa lucha agónica entre la esperanza y la desesperanza, en la que la fe desempeña un papel, me imagino, esencial.

Mircea Cărtărescu

 

La fe requiere siempre de un marco de referencia que, sin embargo, ha de trascender ulteriormente. Cuando su contexto es la teología, el creyente aprende de esta el contenido del objeto de su creencia; pero para que esta fe sea auténtica, su objeto (Dios) ha de permanecer en el misterio. Esta imposibilidad de un acceso total al objeto de la fe establece la necesidad de la actualización constante de los ritos que reconectan con la divinidad; es decir, la repetición se constituye como uno de los elementos fundamentales del culto religioso.

El capitalismo se mueve también en la esfera de la repetición permanente: el ciclo de producción y destrucción constante que reclama lo nuevo. El filósofo ruso Boris Groys, en su ensayo La religión en la era de la reproducción digital, ve en esta dinámica del capital un trasunto perfecto de la dinámica religiosa. La muerte de dios no ha supuesto la muerte de la fe; esta última se ha desplazado hacia el mercado y su mecánica de progreso incesante.

De otro lado, Groys postula que la Ilustración no consistió tanto en la abolición de toda creencia en favor del discurso racionalista, sino más bien en la conquista de la libertad de fe y en la migración de esta hacia el ámbito de lo privado. El enfrentamiento de estos dos campos, ciencia y fe, supone dos maneras distintas de asumir esta libertad. La ciencia, por su lado, está abierta a la discusión y a ser sometida a constante revisión y, de ser el caso, contradicción y superación; mientras que la fe, si bien puede debatirse, no está llamada a legitimarse de ninguna forma ni está sujeta a modificaciones impuestas fruto de esta discusión.

Nuestra época ha vivido la radicalización de esta libertad particular de fe. De esta manera, el Internet aparece como el medio perfecto mediante el cual expresar esta variante de la libertad, pues todos podemos generar contenidos sin necesidad de legitimarlos ni de modificarlos como producto de los comentarios que estos susciten; es decir, los nuevos medios de información digital promueven una suerte de libertad fuera de la razón, de ahí que hoy en día se hable de posverdad para referirse a los discursos que se construyen a partir de los deseos o emociones de la gente más que en hechos objetivos o sujetos de demostración. Si queremos ir más lejos en el análisis de este retroceso del pensamiento racional y en el establecimiento de creencias particulares aun a costa de lo que la ciencia puede explicar, basta con observar un fenómeno como el terraplanismo (the flat earth theory) que a lo largo de Internet -y con miles de seguidores- afirma categóricamente que la Tierra es plana y recurre a argumentos pseudocientíficos para convencer a la gente de ello.

Volviendo sobre la idea del capitalismo como un sistema de creencias, se trata de una intuición que lleva ya un tiempo circulando tanto en la filosofía como en la economía o el arte. ¿No es la misma noción de la mano invisible una suerte de argumento metafísico para deificar al mercado?

Walter Benjamin, en su texto El capitalismo como religión, describe el proceso mediante el cual este sistema se ha convertido en una “religión de mero culto, sin dogma” y que, lejos de ofrecer expiación, culpabiliza constantemente a sus fieles a través de una especie de parasitación histórica del cristianismo. En lugar de promover al ser, persigue su destrucción.

Así también, desde el arte, este tipo de paralelismos entre la religión dirigida a una divinidad y su versión capitalista ligada al culto de la producción y consumo encuentra su eco en Metrópolis de Fritz Lang. Todos los días, los trabajadores se dirigen hacia una fábrica que tiene la forma del dios Moloch, deidad canaanita a la que se le sacrificaban personas, sobre todo bebés. La representación plástica nos muestra una especie de ritual de sacrificio similar en el que los hombres se encaminan voluntariamente hacia las fauces del dios de la producción. Ya en nuestro tiempo, la serie de 2017, American Gods, basada en la novela homónima de Neil Gaiman, plantea un enfrentamiento entre varias divinidades antiguas como Odín, un duende, Thor o Anubis, y los nuevos dioses: la tecnología, la globalización, entre otros.

Contrariamente a lo que la mayoría supone, esta no es una época cínica desprovista de toda creencia; al contrario, nos encontramos ávidos por proyectar un sentido en el mundo y en nuestra propia existencia, y muchas veces dicho sentido no proviene de un fundamento lógico-racional o científico sino que más bien se encuentra arraigado en las estructuras de pensamiento mítico, propias del ser humano, que se van asentando en distintas realidades, y cuyo ejemplo extremo vendría a ser el capitalismo.

Este tipo de fe contrahecha que se reproduce desde el capitalismo se identifica casi con su opuesto: podemos arriesgarnos a afirmar que una de las antítesis más radicales de la fe es la depresión, la ausencia de toda esperanza, entendida esta como un fenómeno más allá de lo puramente neuropsicológico, como si la angustia kierkegaardiana perdiese su objeto (dios) y se convirtiera en un vacío metafísico.

La depresión aparece, por tanto, como un síntoma del contexto actual que se proyecta sobre los individuos: nunca ha sido más brutal el ejercicio de la biopolítica. Si bien Fukuyama fue objeto de escarnio con su idea del fin de la historia, el imaginario político contemporáneo parece moverse cada vez más en esa dirección. Vivimos ante una progresiva cancelación del porvenir a cambio de un tortuoso presente sin horizonte. La versión mesiánica de la historia planteada por Benjamin, en la que incluso los proyectos fallidos están ahí para ser retrospectivamente reivindicados por la victoria definitiva, parece ceder paso a una petrificación del pasado como fracaso y a una deriva sin fin más allá de la perpetua resiliencia del capital y sus estructuras.

Para muchos, la viabilidad del capitalismo no está siquiera en discusión. Se cree en él incluso de manera inconsciente y todas nuestras estrategias vitales e, incluso, nuestras reivindicaciones sociales u opciones estéticas lo presuponen como el único marco de referencia.

No se puede ignorar, sin embargo, el núcleo subversivo que puede tener la fe en tanto cuestionamiento-trascendencia de lo racional. Esto es algo de lo que el arte ha estado siempre muy consciente. El creador avanza sobre un proyecto determinado, pero sabe que, en última instancia, ha de tentar al azar con su obra, con el conjunto de decisiones estéticas que construyen su poema, novela o pintura. El artista, parafraseando a Borges, se sabe justificado por el acto de crear, aun sin la certeza del destino de su obra.

 

 

Imágenes: Yiran Ding (Unsplash), Archive.org

Ciudades que viajan: turismo total y la ciudadanía contemporánea

Alejandro Gordillo
@AlejoMilmachets

 

La historia de las ciudades podría leerse como el corolario de la historia de la manera en que el ser humano empezó a habitar el mundo: desde los asentamientos provisionales que los nómadas abandonaban constantemente hasta los primeros poblados fruto del sedentarismo y de una organización social, económica y política más complejas que buscaban marcar un límite claro con el orden natural. En los mitos, las ciudades se fundan gracias a mandatos divinos o a la destrucción de bestias primordiales. En cualquier caso, la ciudad responde siempre a una idea que se proyecta en el futuro, a la utopía. En ella, el ser humano deposita el deber ser de lo que cree acerca de su identidad colectiva. Hay una tensión permanente entre lo que se sueña como ciudad y la realidad lograda, entre la ficción proyectada y lo material. Muchas veces, lo real deviene en distopía haciendo que sobre la ciudad se alternen ambas visiones, que coexistan y la constituyan.

En el comienzo de la filosofía, el “Libro X” de la República de Platón proscribe a los poetas por considerarlos una amenaza: su oficio -de carácter esencialmente imitativo- contravenía el interés platónico de fundar una ciudad con base en la división del trabajo y la uniformidad de sus habitantes. Existe una larga tradición de respuestas e interpretaciones a este gesto, la mayoría de las cuales lo rechazan porque ven en él al nacimiento del conflicto entre arte y poder. Podemos intuir que dicho conflicto no ocurría en las sociedades primitivas en las que el shamán y líder de la tribu debió de inventar la metáfora y el lenguaje poético para explicar a su gente el contenido de sus experiencias fruto de sus incursiones en el mundo espiritual.

Eugenio Trías, en su libro El artista y la ciudad, propone una lectura similar de este gesto desde el análisis de los conceptos de deseo y producción, es decir, desde “(…) el mundo anímico y subjetivo del erotismo y el mundo cívico y objetivo del trabajo”. Esta escisión entre alma y ciudad, eros y poiesis, en la que el artista (sujeto erótico y productivo a la vez) pierde su derecho de ciudadanía, provoca también que la ciudad se someta a la “nuda productividad”.

La política, entonces, falla en el ideal platónico de síntesis entre eros y poiesis; la ficción platónica excluye al espíritu creativo del cual ella misma proviene y proyecta un orden regido por la especialización y la división del trabajo. Habría que esperar al Renacimiento para que se diera una ciudad como Florencia que abrace la idea del artista como individuo en el que se sintetizan los mundos productivo y creador.

La sociedad actual impone, a través del espacio virtual, una suerte de anti-polis en la que se da igual espacio a la opinión de todos, pero sin que ésta (la opinión) se halle mediada por la razón sino por lo emotivo. De igual forma, rigen distintos principios de “ciudadanía”, pues la identificación de las personas se encuentra descentrada y está determinada por factores extremadamente particulares que atomizan a los colectivos según sus peculiares afinidades.

Otro factor importante a considerar es que en el espacio de estos nuevos sujetos virtuales (redes sociales), todos nos hallamos bajo la obligación del autodiseño, parafraseando a Boris Groys. Todos somos artistas en el universo digital, hemos devenido en sujetos eróticos y productores. Se ha operado, por tanto, una síntesis artificial entre arte y sociedad. Es como si en el espacio virtual, el alma hubiera encontrado al fin un lugar donde plasmarse, pero respondiendo esta vez a un ideal de belleza individual, atomizado a la vez que compartido: no ya ideal sino estereotípico.

En este contexto, poco importa el espacio físico, la ciudad en sí. Habitamos cada vez más tiempo lo virtual; nuestra alma, como hemos dicho antes, se proyecta sin cesar en esta dimensión. No hay ya principio de ciudadanía que rija de antemano; cada uno se autodefine y se rediseña constantemente. Esta obligación de diseño parece también haberse trasladado a las ciudades que, en esta lógica de tensión entre el proyecto utópico y la realidad, se encuentran en constante construcción y destrucción. La esencia del mundo moderno del capital destruye sucesivamente lo viejo, hace de la obsolescencia la dinámica de producción y consumo perpetuo que le permite sobrevivir y reproducirse.

Groys comenta en su texto La ciudad en la era de su reproductibilidad turística que si bien antes era el turista, en su versión moderna, quien viajaba para encontrar aquello que su lugar de origen no le podía ofrecer (dando lugar a toda una literatura de viajes que va desde Goethe, Stendhal, Flaubert, entre otros), hoy en día son las ciudades las que viajan para adaptarse a la mirada de quien las contempla, descartando “(…) la conclusión errónea de que las peculiaridades, identidades y diferencias culturales locales desaparecieron en el proceso de globalización. En realidad no desaparecieron, sino que salieron de viaje -ellas mismas-, y comenzaron a reproducir y expandirse a escala mundial”.

Las formas estéticas se desplazan de una ciudad a otra hasta lograr imponerse a escala global. La vanguardia ya no aspira a ser comprendida en la posteridad sino que viaja para ser entendida en otro espacio que le ofrezca una mejor recepción. “Hoy, los estilos arquitectónicos y artísticos consagrados, los prejuicios políticos, mitos religiosos y costumbres tradicionales ya no están para ser superados en nombre de lo universal, sino para ser reproducidos turísticamente y difundidos a escala mundial”.

El turismo total, como lo define Groys, funda una homogeneidad global sin universalidad. Del otro lado, sin embargo, lo distópico también se ha mostrado capaz de reproducirse en casi todos los lugares con acontecimientos como el terrorismo, devolviéndonos la idea de la fragilidad tanto del espacio de la ciudad como de sus habitantes. El icono de esta noción quizá sea la imagen de las Torres Gemelas colapsando al impacto de los aviones en Nueva York, la metrópolis global.

En la Antigüedad clásica, Troya había sido fundada gracias a la aparición del Paladio, una estatua de madera que representaba a Atenea y que se guardaba en su interior garantizando así su inexpugnabilidad. El momento decisivo de la caída de Troya corresponde a la misión encomendada a Diomedes y Odiseo de robar dicho Paladio para asegurar la victoria. Todo el destino de una ciudad se hallaba cifrado en este único objeto. Cabe preguntarse si en las ciudades actuales se da aún la presencia de un símbolo particular en el cual se aúne no sólo la identidad sino la existencia misma de todo este espacio; cuáles son los elementos que en este empuje de todo hacia el olvido -que no responde a la lógica natural del tiempo y nuestra forma de relacionarnos con él- sino que está determinado desde afuera por el vertiginoso juego de destrucción y regeneración del capitalismo, sobrevivirán a la utopía.

 

 

 

Contingencia y comunidad

Alejandro Gordillo
@AlejoMilmachets

 

En una entrevista a Jacques Derrida de 1994, este define a la democracia como una promesa; es decir, se trata de una forma abierta, la imposibilidad de su definición absoluta radica en que el cumplimiento de dicha promesa implicaría su cancelación. La democracia, por tanto, no puede fijarse en el presente ni «ser sometida a cálculo, ni ser objeto de un juicio del saber que lo determine». Esta suerte de aplazamiento constante es una de sus características más esenciales y, a pesar de la dificultad de determinarla concretamente, cabe analizar cuál es la naturaleza de lo que se promete y de dónde proviene dicha promesa.

La democracia presupone una cierta idea de comunidad, del ser compartido de las personas que deviene en su conjunto y a quien va dirigida la promesa.

En el cristianismo, una de las condiciones fundamentales para la constitución de la iglesia (en el sentido de comunidad) es, en primer lugar, la caída: Dios se hace hombre; y, en segundo término ⎯como corolario de esta encarnación y su consecuente carácter de vulnerabilidad en tanto cuerpo⎯ su muerte y resurrección.

La herida de lanza en el costado de Cristo es la huella del mundo que permanece aún en su forma resurrecta (en el Evangelio de Juan se relata como Jesús le pide a Tomás que toque su costado para convencerlo de su resurrección). Esta herida se convierte en el lugar de tránsito entre lo divino y lo terrenal: apertura hacia el mundo y, al mismo tiempo, la posibilidad de que el mundo se comunique con Él. A partir de entonces, la vida después de la muerte es la promesa definitiva para el cristiano.

La exposición de nuestros propios cuerpos al interior de la comunidad, esta herida que Judith Butler menciona en Vida precaria, determina nuestra apertura radical hacia los otros en tanto seres vulnerables pero, también, como lugar de contacto: «La herida ayuda a entender que hay otros afuera de quienes depende mi vida, gente que no conozco y que tal vez nunca conozca».

La estructura del cuerpo como posibilidad de partida para la constitución de la comunidad se repite: «…cada uno de nosotros se construye políticamente en virtud de la vulnerabilidad social de nuestros cuerpos ⎯como lugar de deseo y de vulnerabilidad física, como lugar público de afirmación y de exposición⎯». De esta forma, lo precario se revela como elemento esencial de nuestro ser en comunidad; un ser lábil e inconstante que se halla cercado por lo que está detrás de sí y lo que vendrá; un ser para o hacia otros inmerso en la multiplicidad.

El fascismo, por su lado, funciona bajo la estructura de una sociedad monocéfala (en términos de Bataille) que propende a la organización cerrada, a la integración en sí de todos los elementos de dicha sociedad y de los individuos; busca neutralizar la naturaleza de desintegración y regeneración natural del ser.

En este sentido, Bataille ⎯siguiendo a Nietzsche⎯  sitúa a la democracia como un estado intermedio en el que, ya sea que provenga del fascismo o de la negación absoluta (la revolución), busca equilibrar ambas fuerzas: aquella que tiende a divinizar en tanto sitúa a la vida más allá de sí misma o aquella que busca su total desintegración. La comunidad surge, por tanto, en medio de ambos extremos como tensión más que conciliación; de ahí su carácter precario y siempre transitorio (policéfalo), el peligro permanente de caer hacia cualquiera de los dos polos. «La única sociedad repleta de vida y de fuerza, la única sociedad libre, es la sociedad bi o policéfala, que ofrece a los antagonismos fundamentales de la vida una salida explosiva constante, pero limitada a las formas más ricas».

Esta idea de precariedad se aplica a distintos niveles al interior de la democracia. No solo es condición previa de todos los sujetos, sino que es susceptible de ser agravada por el poder en tanto éste excluye a ciertos individuos (por varias razones) de este “paraguas” democrático. Esto nos recuerda a la idea de Benjamin de que el verdadero estado de excepción ocurre ya ahora y que nos hallamos inmersos en él.

Butler reafirma la idea de Bajtín para quien la vida solo puede ser entendida de forma dialógica: «En este diálogo, el hombre completo toma parte con toda su vida: con sus ojos, labios, manos, alma, espíritu, el cuerpo entero, los actos». Este carácter dinámico torna prácticamente imposible cualquier intento de definir no solo a la democracia sino también a quienes la conforman.  La literatura, entonces, revive la estructura acéfala de la existencia, pone en juego las distintas fuerzas que la gobiernan y les permite una salida en cualquier dirección hasta sus últimas consecuencias.

De vuelta del carácter dialógico de la literatura, cabe también resaltar la necesidad de leer el pasado, la historia, como un texto, como el diálogo de las tensiones del ser trasladadas a la dimensión política o el diálogo entre la promesa y los que la reciben.

¿Qué ocurre cuando las promesas han sido sucesivamente rotas, fallidas o directamente traicionadas? Quienes sufren tal realidad se hallan no solo en estado de precariedad, las sucesivas dinámicas de promesa y traición (con la estructura transaccional del voto de por medio) introducen al colectivo en un estado de indefensión aprendida como la definió el psicólogo estadounidense Martin Seligman. La conciencia de que mis actos no producen ningún resultado, de que mis decisiones no me otorgan ningún control sobre lo que ocurre y, es más, no ayudan a salir del trauma (el estado de excepción) nos sume en la pasividad.

Parecería ser que el estado natural de la comunidad que sobrevive en las condiciones antes mencionadas es el de la melancolía, entendida esta como el olvido de la imagen de lo perdido, la huella de la pérdida del otro que no comparece ante la conciencia. El individuo contemporáneo que es presa de la indefensión aprendida cae irremediablemente en la depresión; la ausencia de control de nuestras vidas a pesar de la facilidad de satisfacción de los distintos placeres subraya la falta de un horizonte ético hacia uno mismo y hacia los demás.

Si nos proponemos ir más lejos, cabe imaginar que ya ni siquiera elegimos. El marketing político se propone moldear de antemano nuestras expectativas, enseñarnos a desear, y calcula de esta manera aquello que se debe prometer para conseguir un resultado. Se trataría, entonces, de reemplazar a la promesa por algo similar al placebo, algo que deviene en cálculo o que responde a la hiperexigencia que nuestra época impone a todos del diseño de nuestro ser. La promesa también pasa a ser diseñada de acuerdo a lo que el marketing alcanza a vaticinar. No es extraño que en el mundo virtual sean los algoritmos los que leen nuestra actividad para ser capaces de predecir nuestro comportamiento.

La posibilidad de transformación, según Derrida en la entrevista arriba mencionada, sería “golpear” la realidad, el devenir de un acontecimiento que transforme las coordenadas del presente y, de acuerdo al modelo mesiánico de Benjamin, resignifique el pasado (los golpes y las promesas fallidos). La comunidad solo es viable en la medida en que se abandona a su desintegración transformadora.

 

 

Imagen: Arnaud Jaegers / Unsplash