Un algoritmo Gulag

Carlos Reyes

 

«El hecho de mostrar a un detenido que abandona la cárcel no nos explica la libertad»

Sartori

 

Los comisarios

Al diplomático Alexander lo sorprendieron, al parecer, de paseo por la calle. Sin que lo sospechara, un espontáneo se le acercó de manera efusiva entre la gente, llamándolo por su nombre. Quizás desconcertado por un extraño que aseguraba conocerlo, en cuestión de segundos estuvo arrimado a un vehículo dedicado a capturar “culpables”. A Piotr lograron convencerlo, en su trabajo, de que había ganado un voucher para disfrutar unos días de descanso. Junto con su esposa se dirigió a la estación, y lo detuvieron allí, con un equipaje que llevaba quizá más de lo necesario para una condena de no menos de diez años. En el caso de Irma, se supo que fue guiada a la Lubianka por el mismo juez a quien había invitado a pasar unas horas en el teatro Bolshoi. Al finalizar el evento, su acompañante simplemente la condujo al interrogatorio.

El Archipiélago Gulag de Aleksandr Solzhenitsin (Kislovodsk 1918-Moscú 2008) entrega con las memorias del destino de Alexander, Piotr, Irma –y de otros cientos–, un repaso al encarcelamiento de la población rusa, atrapada desde el triunfo del bolchevismo, en un ambiente político urgido por la “depuración política”. Las detenciones y ejecuciones, selectivas y colectivas, se convirtieron rápidamente en la solución penal a la imposibilidad de convencer a la ciudadanía de las bondades de destruir el mundo conocido; destruirlo, por supuesto, para plasmar uno mejor.

El archipiélago es también una reflexión desesperada sobre el encierro político. En el recuento, las capturas muestran un aislamiento operado para la supervivencia del partido: “te detiene el ciclista que tropieza contigo en la calle; el revisor del tren, el taxista, el empleado de la caja de ahorros, el gerente del cine, cualquiera puede detenerte, y solo te dejan ver su carnet rojo, que llevaban cuidadosamente escondido, cuando ya es demasiado tarde”. El comisariado se practica colectivamente para sobrellevar la liquidación de todas las libertades.

En las anécdotas de los prisioneros del Gulag se mezclan el lamento y el asombro ante el momento de la detención; en la confusión de la noche o en situaciones impensadas –en el trabajo, en la tabla del quirófano–: “¡A mí, por qué!”. Los recuerdos pertenecen a Solzhenitsin y a otros que atravesaron el arresto y tortura, para luego cumplir su reeducación en alguno de los campos o colonias del sistema. Pero el texto no se limita a exponer uno de los capítulos más grotescos del siglo XX. En varios pasajes Solzhenitsin insinúa aquello que lleva a unas personas a encerrar a otras:

El que uno dé con sus huesos en la celda de los condenados a muerte no depende de lo que haya hecho o dejado de hacer, sino del giro de una gran rueda movida por poderosas circunstancias externas.

El encierro descrito es patente en todo el territorio, y toda persona está a vísperas de su reclusión. Y si en un primer momento los arrestos eran una sorpresa, con el paso de los años eran prácticamente esperados. No parece tampoco operar en aquel contexto un poder mayormente mecánico, sino una suspensión premeditada de la existencia y un silenciamiento estratégico de toda forma de disidencia. Este aspecto es quizá uno de los más complejos que afrontó la dirigencia política soviética en su momento, porque ¿cómo contener a millones de personas, testigos de la situación económica en el campo y la ciudad? ¿Cómo procurar que no se filtre la realidad a través de las fronteras si no es achicándolas hasta el tamaño de una celda, o con la servidumbre de los trabajos forzados?

¿Es la modernidad el marco infeliz y propicio para ese acontecimiento llamado Gulag? La apreciación que Arendt hace de la historia contiene precisamente esa idea, en la que tanto el gulag como el exterminio nacional-socialista pueden ser vistas como expresiones de una mecanización contemporánea de la existencia:

La transformación del Gobierno en Administración, o de las Repúblicas en burocracias, y la desastrosa reducción del dominio público que la ha acompañado, tiene una larga y complicada Historia a través de la Edad Moderna; y este proceso ha sido considerablemente acelerado durante los últimos cien años merced al desarrollo de las burocracias de los partidos (Sobre la violencia).

La modernidad para Arendt es aquello que hace explicable, por ejemplo, al monstruo Eichmann –la forma que encarna el mal–, puesto que el hombre es arrojado en él solo como un sujeto de cumplimiento; en el caso del exfuncionario y exoficial nazi se le atribuye falta de imaginación para dirigir el horror (Eichmann en Jerusalén). Pero aquella interpretación y la categoría de lo “banal” quizá no logren realmente explicar lo sucedido en el Gulag –y tal vez tampoco lo acontecido en el campo de concentración– aunque la pensadora encuentre similitudes entre sus dos ideologías, el nazismo y el bolchevismo. Por ejemplo, en sus respectivos nacionalisimos y a la vez sus afanes internacionalistas y expansionistas.

En su recuento del juicio de Eichmann, la perspectiva de Arendt recurre a un marco de interpretación contra-moderno para intentar sosegar la monstruosidad que los captores encuentran en el reo. En su reporte, Eichamnn no era un Yago ni un Macbeth, sino, en su momento, un funcionario diligente, un retoño de la modernidad. Pero con esto en mente, ¿cómo explicar la “golondrina” que detalla  Solzhenitsin como simple práctica burocrática?: “se le pone al preso en la boca una toalla larga y recia (la brida) y los extremos se le atan a las plantas de los pies pasando por la espalda. Y de este modo, hecho una rueda, tumbado sobre el vientre, crujiéndote la espalda, pásate un par de días sin comida ni agua.” ¿No se requiere imaginación para probar el golpe en el nervio ciático que describe, “cuando el glúteo ha enflaquecido después de un largo ayuno”?:

No duele en el lugar del golpe, sino que estalla en la cabeza. Después del primer golpe, la víctima, loca de dolor, se rompe las uñas contra la estera (…) Después de la sesión, el apaleado no podía caminar, pero no se lo llevaban a cuestas, sino que lo arrastraban por el suelo. Las nalgas no tardaron en hincharse de tal modo que era imposible abrocharse los pantalones, pero casi no quedaron cicatrices.

Si se quiere explicar el horror del archipiélago con razones de burocratización o inercia, debe tenerse presente también el entusiasmo ideológico en todos los niveles de la administración. Y el ingenio. Por ejemplo, sobre el modo en el que los jueces de instrucción del Gulag interrogan a los detenidos por sus conversaciones mutuas:

Pero llevaba tres días sin dormir. Apenas le quedaban fuerzas para seguir su propio pensamiento y para mantener imperturbable el rostro. Y además no le dejaban ni un minuto para pensar. Dos jueces de instrucción a la vez (les gusta hacerse visitas) se echaron sobre usted: ¿De qué? ¿De qué? ¿De qué? Y usted hace una declaración: hablamos de los koljoses (de que no todo funciona aún muy bien pero pronto se arreglará). Hablaron de las primas. ¿Exactamente en qué términos? ¿Se alegraron de que las rebajaran? La gente normal no puede hablar así, de nuevo resulta inverosímil. Hay que darle credibilidad: nos quejamos un poquito de que estén apretando un poquitín con las primas. Y el juez, que escribe el acta de propia mano, traduce a su lenguaje: en este encuentro calumniamos la política del partido y del Gobierno en materia de salarios.

Hay algo evidente: nadie estaría dispuesto a arriesgar el cargo o la vida, cuando la fragilidad jurídica dispone que incluso el propio comisario sea un reo en potencia si no cumple sus instrucciones. Y evidentemente hay un componente de terror que fomenta la diligencia en el procesamiento de millones de personas, quinquenio tras quinquenio. Pero también debe asumirse la plena conciencia del torturador creativo para el sostén y ocultación del sistema. ¿Qué puede tener aquello de banal?

El sistema de represión que se normalizó en la Unión Soviética conduce, invariablemente, a pensar en la ideología que lo puso en práctica. ¿Por qué ideas específicas perseguir, encerrar, aniquilar? ¿Por qué razonamientos convivir con la muerte? La historia del archipiélago podría responder aquello en parte, si se entiende que la supresión de una libertad, la de palabra, conduce hacia la ausencia de todas las libertades. Con su supresión se traza el camino de las demás, y siendo la menos evidente quizá es la más susceptible a ser postergada. Una vez suprimida la palabra, toda libertad queda en suspenso, puesto que ya no es posible siquiera hablar de su propia ruina, de ella misma como recuerdo. ¿Cómo hablar de verdades como la tortura y la muerte si están proscritas? En la tragedia las palabras tienen la característica de arrastrar a todo el mundo consigo cuando con ellas se admite la verdad. ¿Cómo habría de descubrir la verdad de Edipo si no presiona a Tiresias, la ciega voz de la experiencia, aún a costa de su propia desgracia? Tiresias, que conoce la vedad e intuye sus efectos, pretende retrasarla con otras palabras, con ruegos, para que Edipo desista en conocerla. Porque la palabra y la verdad son necesariamente la perdición del parricida, el mismo que se ha puesto una venda en los ojos. Su desenlace es, irremediablemente, la ceguera y la catástrofe:

Mientras vive, al hombre acechan en la sombra Muerte y Hado,
y él espera su embestida como víctima mortal.
No llaméis dichoso a nadie, mientras no haya traspasado
los umbrales de la vida sin probar la adversidad…

Es realmente entendible el temor colectivo ante la idea de publicar la destrucción causada por las ideas de un régimen como el soviético, lo que facilita que el silencio forme parte de la rutina; así también el silencio permite que rara vez se ponga en cuestión el valor de la identidad política, de todas las identidades que giran en torno a ella. Y si bien la época zarista no se caracterizó por el ejercicio de la libertad de palabra, los órganos de seguridad del Estado revolucionario se empeñaron en superar el mismo absolutismo que cooptaron.

 

Los activistas

No es raro encontrar editoriales en Internet que atribuyen virtudes cívicas al activismo ciudadano en las redes sociales, sugiriendo (frases más o menos) su utilidad como tribunas de opinión. Con esta perspectiva, las redes se asumen como una herramienta para elevar quejas en asuntos sociales, iniciar movimientos políticos, o incluso fiscalizar a los poderes públicos. Las redes sociales (especialmente Facebook y Twitter) se han nutrido de voces y expresiones que aspiran a modificar el curso de la política. Es claro que las rutinas de toda experiencia política se han visto afectadas por aquello que circula en ellas, pero no es menos cierto que su alimento es, con frecuencia, el descontento y el exabrupto.

La propia ingeniería de las redes sociales es, al menos, corresponsable de un ambiente que además de agresivo es solitario. Especialmente para las personas que le dedican más atención, las redes son un problema psicológico, puesto que levantan en torno ellas una burbuja silenciosa de incomunicación. Hay evidencia de que las personas filtran la aparición de aquellas publicaciones que se oponen a sus valores, llegando a bloquear y cortar toda amistad (virtual y real) con quienes las divulguen en sus redes sociales. Su uso excesivo hace imposible compartir espacios de trabajo cuando “el otro” no expresa sus mismas percepciones de la realidad. En un juego de censuras mutuas, las reacciones en redes sociales exhiben a unos usuarios impugnando la existencia virtual de otros, sin siquiera conocerlos en la vida real.

La situación descrita tiene que ver también con la manera en la que las redes interconectan a sus usuarios. Los algoritmos que coordinan las relaciones en redes sociales facilitan el acceso a publicaciones entre personas con ideas similares; pero también las exponen a opiniones o noticias provocadoras sin mayor contenido (clickbait), logrando respuestas impulsivas. El refuerzo de los sesgos es un proceso continuo para el usuario frecuente de estas redes que, con el paso del tiempo, se especializa, distinguiéndose luego como “ciberciudadano”. Un rasgo particular también lo define: es propenso a intentar silenciar las opiniones de quienes encuentra repudiables y adopta la consigna de fiscalizar a quienes considera sus adversarios; entre otras estrategias, emplea la denuncia ante empleadores, amistades y familiares. En el entorno de las redes sociales te silencian el empleado, el gerente, el estudiante, el académico, el periodista, el artista, el escritor, el poeta, quizá amigos y conocidos. Pero sobre todo te silencia el activista.

El activista persigue afanosamente las palabras y opiniones que considera detestables cuando las interpreta como odio. Pero esto va más allá de cualquier intercambio de discrepancias. Trastocando la pragmática del lenguaje, y aplicando acríticamente la idea de “hacer cosas con palabras” (actualizando a J. L. Austin y sus continuadores) el activista define a conveniencia la contradicción de sus ideas como un hecho punible. La palabra u opinión odiosa se denuncia como acto, y asumiéndose como “acto de odio” (contra alguien, o un grupo), la palabra debe responder a un autor.

Decir, postear algo “detestable” en redes sociales, es cometer una contravención, y no solo por la codificación que dispongan sus administradores. Dado que el sistema está configurado para facilitar la denuncia, para el ciberactivista el detestable contraviene lo que es aceptable, especialmente en ámbitos altamente complejos –sexo, raza, etnia, identidad, género, edad, pobreza, migración, salud, discapacidad, estética, nutrición, deporte, ciencia, clima, derecho…– por lo que con frecuencia termina siendo evaluado moralmente y no en razón de sus argumentos. A partir de entonces se es perseguible por un “delito” de odio, exigiendo poco más y una captura de pantalla como evidencia.

El ánimo de denuncia del activista libra a las redes sociales, al menos en parte, de su responsabilidad en la congregación de gente y en el hospedaje de su radicalización, dado que, sin dicho ánimo, y sin suspicacias –como las de trocar las palabras en actos de odio– la informática resulta superflua. Ciertamente entre las conductas de una tragedia como la del Gulag y la actitud censora del ciberactivista hay un abismo, pero también hay un hilo, el de las historias de aislamientos y encierros –perfeccionados en la era análoga y más anónimos en la digital. Y sin ánimo de forzar una comparación, podría decirse que en las redes sociales parecen replicarse las radicalizaciones propias de las ideologías más resistentes desde el siglo pasado, cuando algunos comportamientos nos muestran lo que sobreviene donde el debate pierde toda metodología, pero también toda razón.

¿Qué harán los ciberactivistas cuando todo esto termine, cuando sean ellos mismos los denunciados por infringir sus propias ideologías? ¿Qué puede suceder si se normaliza –aún más– el silenciamiento subjetivo de toda palabra considerada detestable? ¿Cómo debatir con nuestros antagonistas si todos guardan silencio y acaban expresando su opinión solo en votaciones? ¿Qué hacer ante aquellas personas que conocemos en la vida real, pero están atrapadas en la virtual?

Hace poco más de diez años las redes sociales apenas tenían incidencia en nuestras discusiones políticas, y ahora, cuando un cruce de ideas no puede sostenerse sin riesgo de añadir guerras donde solo había choques, parece oportuno pensar cómo volver a conversar. Con suerte aquello puede empezar, primero abandonándolas, y luego procurando volver a algo diferente a ellas. Llegará el momento de resetearlas. Esto funciona así.

 

Imágenes: Sasha Freemind (Unsplash);  Mariann Szőke (Pixabay); pixel2013 (Pixabay); Nathan Wright (Pixabay); Prateek Katyal (Unsplash)

Espacio público

Luis López López

 

El espacio público es la ciudad y la ciudad es sus habitantes. “Atenas no era la polis, sino los atenienses”, decía Aristóteles.

A partir de esta afirmación surgen varias interrogantes: “¿Qué hace posible que personas que no se conocen, que no tienen intereses comunes inmediatos, pese a ello se toleren unas a otras y vivan juntas?”, se pregunta Jean-Luc Nancy. Y más aún: ¿Qué pasa con el ser juntos? Estas preguntas de origen, que nos interrogan desde la antigüedad hasta el presente, vienen acompañadas de otra: ¿Qué sucede con la dimensión espacial del compartir? la cual, aun siendo sustancial, no implica necesariamente la existencia de una comunidad. ¿Qué es la “Gran Ciudad como recinto exclusivo de lo humano”, como la definía B. Echeverría en su mirada a la ciudad contemporánea? Entramos en el campo de ese gran espacio que no es un vacío ni un conjunto jerárquicamente organizado como lo fue el territorio medieval, sino un contenedor de lugares y relaciones irreductibles e imposibles de superponer, y que forma parte de la red global que caracteriza el territorio tardocapitalista. Foucault fue uno de los primeros en evidenciar la obsesión que el siglo XIX y gran parte del XX demostró por la historia y por el tiempo, reivindicando para fines del XX e inicios del presente siglo la presencia significativa del espacio, “la época del cerca y el lejos, del lado a lado, de lo disperso”.

En los distintos niveles de la condición humana: la labor, el trabajo y la acción, Hannah Arendt analiza cómo los hombres y mujeres se relacionan entre sí y con la naturaleza en su devenir vital, y podría arriesgarse la afirmación de que la dimensión espacial de la condición humana actual es fundamentalmente la gran ciudad.

La labor, es el ámbito de la subsistencia y reproducción de los seres humanos, los complementa contradictoriamente o no con el mundo natural, más aún cuando éste se ve amenazado hoy en tanto entorno de la especie humana, constituyéndose en una importantísima esfera de relacionamiento entre lo que podríamos decir son los paisajes natural y humano del mundo global. El trabajo, que transforma el mundo objetual, producto de la creación humana y que se pretende dominante sobre la naturaleza, trasciende los ciclos de la sociedad en capas culturales que se superponen, se afirman, se niegan y hacen historia. Se constituye así un mundo multiescalar, que tanto se ubica en la extensión de las actividades y funciones del cuerpo con infinidad de objetos, que van desde la piedra afilada con que se despedazaba la presa primitivamente hasta los alcances de la nanotecnología o la indagación espacial contemporáneos, “un mundo obsesionado por los beneficios y el consumismo, que empaqueta las experiencias para venderlas en lugar de insistir en la responsabilidad individual y colectiva en favor de la sensación y del espacio compartido”, dirá Olafur Eliasson. Pero es en la acción, campo de la política, donde se expresa fundamentalmente la complejidad de de la existencia compartida, aunque sin ser ella misma la cosa común en general (que ubicaría a la política como fin último). Sin embargo, su dimensión espacial ha sido apenas explorada y poco interrogada, salvo en el leguaje de las infraestructuras con que los políticos “dialogan” con sus electores. En las ciudades se requiere pasar del lenguaje de las infraestructuras al de las significaciones en el relacionamiento político de sus habitantes.

Hay una reducción cuando se ubica al ser como condición de su libertad, desconociendo la conflictividad propia de la relación con el otro y reconociendo solo el modelo del individualismo, la desagregación, el número. El primer modelo de ser-juntos, dirá Nancy, es más el lado a lado (el tocar-se) ―nuevamente el ser humano en su espacialidad― que el cara a cara (la mirada), aun cuando se pueda reprochar que esto no sea suficientemente ético, que no haya responsabilidad en el solo hecho de estar; pero es allí donde está ante todo el sentido, en tanto sentir. Uno es con el otro, más aún, si consideramos ser también con los animales, con las plantas, con los objetos. El ser juntos ubica al ser político en su acción, en su complejidad, en la confrontación que lo hace deliberante, móvil, actuante, en la disposición de producir nuevas redes de solidaridades, sin que se diluya en los posicionamientos de clase, tradición, sexualidad o etnia. Es en esa condición que se requiere de la ciudad (parte del complejo sistema territorial del espacio contemporáneo) como espacio que propicie la libertad, aquella que no anticipa ni prevé, que permite la irrupción de nuevas formas de apertura, que demanda una ética de la conviavilidad, del encuentro (aun cuando este sea perecedero), del ser capaz de abandonarse al otro, de que cualquier recién llegado pueda ser bienvenido, en fin: la ciudad como espacio público.

Esto nos lleva a pensar en ciudades en que no haya una sola identidad, ni siquiera identidades dominantes, en que existan flujos de corporeidades, diversidad de encuentros y mestizajes. La ciudad producto del trabajo puede conseguir en su trashumancia muchas identidades, la ciudad-espacio de encuentro es tensión de equilibrios débiles, que en su realización desaparecen liberándolos. La ciudadanía dejaría de ser una condición, un resultado, un decreto, es una miríada de representaciones y voluntades que expresan los intereses individuales y los intereses compartidos, es una conflictividad que se entreteje de modo inédito en las prácticas diarias, “la vida de la ciudad depende de la dispar interacción entre desconocidos, que produce un cambio en la conducta individual” afirma Steven Johnson.

De allí que quizás deban reorientarse la reflexión y la práctica en la construcción de las ciudades, y debería hacérselo tanto en el campo de las representaciones como de las mediaciones; de representaciones que tengan presente la noción de lo efímero, de la negociación y del cambio, que mantengan abierto y flexible su sistema semántico; de mediaciones del hombre con el hombre en su múltiple diversidad, del hombre con la naturaleza sin dominios que impliquen destrucción, que propicien la vida y sean objeto de una evaluación y crítica permanentes. Mantener la idea de la multiplicidad espacial y la coproducción de la misma, unir desafíos estéticos con cuestiones éticas, consideraciones de tipo político, científico y tecnológico; motivarse en el deseo de estar activos, innovadores, creativos y responsables.

La ciudad como espacio público implica “negociación, fricción, temporalidad y compromiso”, dirá Eliasson.

 

 

Imágenes: Josiah Lewis (Pexels); jimmy teoh (Pexels); Fancycrave.com (Pexels)

Entre el rastro del profeta y el rastro del poeta

Ruth Gordillo R.
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“Por lo demás, que cada cual camine conforme le ha asignado en suerte el Señor.”

San Pablo, 1 Corintios 7, 17

 

“Vamos ! El caminar, el fardo, el desierto, el aburrimiento y la cólera”

Arthur Rimbaud, Una estación en el infierno

 

Pablo

Pablo camina hacia Roma; en cada paso está la necesidad de dejar un rastro que surge del más profundo deseo de fundar una comunidad distinta a la de Pedro; casi podría decirse que es un acto creador, originario. Responde a un llamado que los otros no reconocen, “no ha sido ungido”; sin embargo, escucha, responde, se hace camino. Todavía no hay lugar de llegada; sus pisadas se dirigen a Jerusalén, Chipre, Filipos, Tesalónica, Atenas, Éfeso, Corinto, finalmente a Roma, la más deseada; ella recibirá el legado, la última epístola que señala la condición de la comunidad paulina.  Sin embargo, un obstáculo se eleva más alto que las murallas de piedra que cierran las ciudades; Hanna Arendt en La vida del espíritu, dice, la decisión de Pablo se tensa en una voluntad dividida entre espíritu y carne ‒pneuma/sacks‒, voluntad que no logra asumir la verdad del acontecimiento. En el fondo, sostiene, estamos frente a una voluntad que lucha contra sí misma, se cerca en la imposibilidad de convertirse en el camino, es decir, en el acontecimiento; entonces la cuestión es ¿cómo extender su dominio en el andar del profeta para consolidar la respuesta al llamado?

La pregunta se actualiza permanentemente en las experiencias interiores; estas experiencias, anota Arendt, son relevantes para la voluntad y, puedo añadir, es la voluntad la que nos acerca a la fe. En este sentido, la fe es cada vez distinta, la define su contenido, en él se distribuye el deseo en medio de la precariedad de la voluntad dividida entre lo ilimitado y la ley, entre el adentro y el afuera. Sin embargo el movimiento no cesa, quizás porque el deseo de actualiza, por eso Pablo se dirige incesante hacia las viejas comunidades y hacia donde no existe todavía ninguna, en ellas encuentra lo que reside en él mismo, el bien y el mal, por eso descansa un momento y dice, “en queriendo hacer el bien (to kalón) es el mal el que se me presenta”. ¿Dónde estaba agazapado el mal? ¿Dónde tendió su red y lo sedujo? Otra vez Arendt señala la trampa en la que la voluntad de Pablo se pierde, es la ley la que corta el paso y quiebra el deseo, al menos por un instante. Pero la fuerza del deseo consigue que el profeta siga, aun con la ley que le acecha, le atrapa y tortura, “yo hubiera ignorado la concupiscencia si la ley no dijera: “No te des a la concupiscencia”, pues sin ley el pecado estaba muerto”. Parecería hallarse ya en la ruta al cielo, ya en una estación en el infierno.

El acontecimiento irrumpe ya en el deseo ya en la ley, lo hace porque trae consigo la verdad; en este sentido Derrida hace un envío que conmueve las epístolas paulinas. En Apories, escribe sobre los límites de la verdad: “‘La verdad es finita’, se podría pensar, o peor aún, ‘la verdad llegó a su fin’. Pero, en sí misma, la expresión puede significar, y en este caso ya no sería una indicación sino la ley de una prescripción negativa, que los límites de la verdad son fronteras que no hay que pasar”. Pablo quiere la verdad, es decir, el acontecimiento por excelencia: Cristo; sin embargo debe salvar el abismo que abre su propia voluntad escindida, la ley que actualiza el pecado y la condición de la verdad ‒“La verdad es finita”‒, ‘prescripción negativa’, límite absoluto que no puede transgredir. Desde el inicio, su proyecto está condenado por la finitud expresada en su espíritu y en su carne ‒pneuma/sacks‒ y, en la verdad; ¿será por eso que solo en la comunidad reside la posibilidad de la verdad del acontecimiento? Si es así, ¿Qué es Pablo? ¿Qué es cada uno que camina? ¿Todos fundamos algo? ¿El poeta funda algo? Tal vez la pregunta correcta surge de la indicación de Derrida, ¿puede ser la verdad infinita? Sea que queramos responder el primer grupo de cuestiones o esta última, quedamos atrapados en el campo de la aporía.

 

 

Tr. «Cuchara con San Pablo como atleta, 350-400. Imperio romano tardío, quizás Siria, bizantino temprano, siglo IV.» Fuente: Archive.org

 

 

Antonio Negri parece hallar una salida. Dice en Job, la fuerza del esclavo: “La verdad solo podía consistir en una nueva visión colectiva en la cual el destino estaba sometido a la potencia.” Entonces, ¿puede ser la comunidad paulina el suelo fértil para sortear la derrota prescrita por las condiciones propias de quien atraviesa, una y otra vez, el desierto: el profeta para alabar a su Dios, el poeta para alejarse de Él? En el instante en que recobro el rastro que han dejado las páginas de sus escrituras, no puedo dejar de pensar,  mismo Dios, mismo desierto, mismo andar, misma tragedia, ninguno de los dos gestos es posible porque se pierden en la inconmensurabilidad del llamado divino, queda el dolor y el sacrificio, nada más.

 

Arthur

Arthur camina hacia África, en cada paso está el rastro del deseo más profundo por huir de la comunidad que lo constriñe. Reniega del llamado originario que le entrega la cultura, la familia, los otros. Por eso elige el continente inconmensurable que se abre, lejano, distinto, desierto que espera recibir la huella, es el topos en el que finalmente su pluma ejercerá la fuerza, “Mi suerte depende de este libro”, dice cuando escribe Una estación en el infierno.    “Jamás me veo en los consejos de Cristo; ni en los consejos de los Señores, representantes de Cristo”. Así empieza su estadía en el infierno.

El gesto inaugural de la travesía es, al mismo tiempo, la clausura,  “Heme aquí en la playa armoricana. Que las ciudades se alumbren en la noche. Mi jornada terminó; dejo Europa”. El camino se recorre como si no hubiera ni principio ni fin, solo camino. ¿Cuál es la forma que toma el deseo para adentrarse en las tinieblas? Henry Miller, en su ensayo Le temps des assassins dedicado precisamente a Rimbaud, dice que la existencia terrestre del poeta se “arriesga a no ser jamás otra cosa que un Purgatorio o un Infierno”, inevitable condición de posibilidad para que “el porvenir sea enteramente de él, aun si no hay porvenir”.

¿Qué tiempos? ¿Quiénes son los asesinos? ¿A quién o qué se asesina? “Es esto lo que siempre tuve: ninguna fe en la historia, olvido de todos los principios”. La respuesta yace en la historia de la Europa que el poeta abandona, la época que lo ve nacer: niño y hombre, ángel y demonio, reunidos en un solo individuo, en el poeta; sólo así deja correr suavemente las palabras:

Sensación

En las tardes azules de verano, iré por los senderos,
picoteado por el trigo, pisando la delicada hierba:
soñador sentiré su frescor entre mis pies,
dejaré al viento bañar mi cabeza desnuda.
No hablaré, nada pensaré:
mas, el amor infinito me subirá hasta el alma,
y me iré lejos, muy lejos, cual bohemio,
por la Naturaleza, -feliz como con una mujer.

Otras veces, el poema se desgarra:

En las rutas, durante las noches de invierno, sin techo, sin ropas, sin pan, una voz me estrujaba el corazón helado: “Flaqueza o fuerza: ya está, es la fuerza. Tú no sabes a dónde vas, ni por qué vas, entra en todas partes, responde a todo. No han de matarte más que si ya fueras un cadáver”. A la mañana, tenía la mirada tan perdida y tan muerto el semblante que los que se encontraban conmigo acaso no me vieron.

¿Por qué pierde el paso? ¿De dónde surge la escisión que le hace caminar en el verano ‘feliz como una mujer’ y arrastrarse en el invierno como ‘si ya fueras un cadáver’?  El poeta atraviesa estaciones diferentes, el verano, el invierno, todas le llevan a la estación en el infierno; allí se detendrán sus pasos, aquellos que transitaron en la Europa  que cobijó su nacimiento y sus años de juventud; la fe adquirida en ese tiempo terminará por perderse,

¡Si tuviese yo antecedentes en un punto cualquiera de la historia de Francia!
Pero no, nada.
Me es evidentísimo que siempre he sido de raza inferior.

De todos modos la fe como principio se mantiene. Sin hacer una teología, Arthur solo reconoce una experiencia de la libertad sostenida en el riesgo permanente, propio de la transgresión, en tanto, como dice H. Miller, “todo está creado, todo es previo”. Al igual que Pablo, el dolor se instala en la constatación de la finitud que empieza a mutilar el cuerpo y dejar correr un rastro de sangre. En este sentido, el infierno no es más que el lugar de efectuación de la finitud, distinto del espacio de la promesa; allí se consolida el desgarramiento, el asesinato, la pobreza, la necesidad de colectar dinero para la comunidad, para la vejez, qué más da, la urgencia por fundar, el deseo de escapar, de pertenecer, de ser otro: el no ungido, el paria, el asesino. Da igual.

 

El profeta y el poeta: la fe

La fe no es otra cosa que el caminar, sin importar hacia dónde el caminante se precipite; lo definitivo es el deseo imposible de ser cercado, pero es también lo que nos obliga al escape, a dirigir las fuerzas del cuerpo y del espíritu hacia el infinito. En la terquedad del gesto, la figura originaria del caminar puede ser cualquiera, como en el tiempo del profeta o en el del poeta. Sin embargo, el sufrimiento y el sacrificio tienden el puente que cuelga sobre lo inconmensurable y hace un lugar a la fe, ahí ella transita en las sandalias de Pablo, en el medio paso de Arthur. Por un instante se cruzan, alzan la mirada hacia el otro y siguen, no pueden mirar más alto, ¿es que acaso alguien lo puede?

Camino, me muevo, escribo, ahora, en este tiempo, siempre entre las dos huellas, justo allí, hago las mías.