Hybris, Natura, Pharmakon

HYBRIS

Lemuel Gulliver, en su tercer viaje, visita la Gran Academia de Lagado a fin de observar los avances científicos y el trabajo de los proyectistas (projectors) que procuran innovaciones técnicas. “El primer hombre que vi era de desmedrado aspecto, con manos y rostro enhollinados, la barba y el pelo largo, las ropas desgarradas en varios puntos. Traje, camisa y piel tenían el mismo color. Llevaba ocho años estudiando un proyecto para extraer rayos de sol de los pepinos”, nos cuenta el viajero. La Gran Academia de Lagado es una versión carnavalesca de la Real Sociedad de Londres para el Avance de la Ciencia Natural de la época de Newton, nada menos. En la sátira de Swift se advierte, junto a la acerba crítica de algunos hábitos de la vida académica, la suspicacia conservadora frente a la innovación técnica. Esta desconfianza, en los albores de la mecánica que desembocará en la primera revolución industrial, coincide con el golpe al orgullo humano que supone la revolución científica ―desde Copérnico, Kepler y Galileo hasta Huygens y Newton― que trajo consigo el fin del geocentrismo y la expansión del universo desde la “esfera de las estrellas fijas” hacia el infinito, y su consiguiente efecto en la filosofía ―desde Descartes, Pascal, Spinoza, Leibniz, Locke, Berkeley, y luego Hume y Kant―. El fin del geocentrismo no implicó sin embargo una superación del antropocentrismo, sino más bien su desplazamiento hacia el concepto moderno de “sujeto”, fundamento del conocimiento y de la praxis. La filosofía, de la que todavía formaba parte la ciencia (filosofía natural, cosmología), había heredado la antigua distinción entre el cuerpo (perteneciente a la res extensa) y el espíritu o el pensamiento (res cogitans). De tal distinción, en el contexto de la mecánica de la época, se deriva la concepción cartesiana del cuerpo como máquina. La parte animal del hombre es considerada una máquina, aunque sensible, problemáticamente unida al “yo”, es decir, la conciencia, el entendimiento, la razón. La filosofía mantenía así la escisión entre alma y cuerpo; postulaba que la parte animal-maquinal era perecible, mientras el alma o el espíritu compartirían la inmortalidad con Dios. Sin embargo, como es evidente en la filosofía de Spinoza o en la angustia de Pascal, tal concepción de lo humano había entrado en crisis.

En aquel esquema, aunque en la tradición cultural la luz había sido símbolo del espíritu o incluso de la divinidad, el proyectista que procuraba extraer rayos de sol de los pepinos reivindicaba su materialidad, aunque no fuese consciente de ello. A fin de cuentas, podríamos decir hoy, ¿acaso el pepino no es un resultado de la transformación de la energía solar? ¿Acaso no “almacena” en sí el pepino una cantidad, ciertamente mínima, de energía que podría convertirse en luz? El disparatado proyectista de Swift es un antecesor del profesor Pérsikov, el protagonista de la novela Los huevos fatales de Bulgákov, que a inicios del Estado soviético trabaja con un rayo “que multiplique la actividad vital del protoplasma” a fin de multiplicar la producción avícola. Y los dos son precursores ―caricaturescos― de los actuales expertos en bioenergía… Alguna energía deben proveernos los pepinos de la ensalada, pese a su insipidez, y los pollos de Pérsikov están ahora en las perchas de los supermercados.

Swift apenas podía intuir los efectos de la revolución científica de su tiempo. Hay que considerar que si bien la física aportaba conocimientos sobre los “cuerpos”, esto es, la mecánica, conocimientos que impulsaban la innovación técnica, esta adquirió pronto un desarrollo autónomo. Las innovaciones técnicas están vinculadas a las tendencias inherentes a los dispositivos existentes, no son meras aplicaciones del conocimiento científico, aparte de que muchos conocimientos científicos no desembocan en innovaciones técnicas (Cf. J. Mokyr, The Intellectual Origins of Modern Economic Growth). Impulsada por la experimentación con propósitos científicos, la innovación técnica de la época, ya con el impulso de la economía capitalista naciente, acabó por producir, en el transcurso de un siglo, la primera revolución industrial. Con ella se pasó de las herramientas artesanales a la máquina, es decir, a un constructo en el cual el mecanismo reemplaza la actividad del hombre (del trabajador), su fuerza motriz, su destreza. La máquina eleva la potencia humana, se convierte en instrumento idóneo para el dominio de la naturaleza, que se torna el ideal del progreso moderno. Se considera que hasta ese momento la naturaleza había sido el reino de la escasez (Sartre); y que a partir de entonces se invertiría esa tendencia. El dominio técnico sobre el medio natural adquirió una aceleración permanente. La naturaleza se convirtió en un enorme almacenamiento de energía potencial para el progreso humano que podía utilizarse sin término. Ese almacenamiento “natural” se junta a la acumulación e innovación constante de los artefactos tecnológicos.

 

Tres siglos más tarde de la visita de Gulliver a la Gran Academia de Lagado ―o, podríamos imaginarnos, del deán de la Catedral de San Patricio de Dublín a la Royal Society de Newton en Londres ―, el filósofo Günther Anders asiste con su “amigo T.” a una exposición técnica. “Desde que una de las máquinas más complejas de la exposición comenzó a funcionar, T. bajó los ojos y se calló. Yo me impresioné aún más cuando él escondió sus manos detrás de su espalda, como si tuviese vergüenza de haber introducido sus propios instrumentos torpes, toscos y obsoletos dentro de una alta sociedad compuesta de aparatos que funcionaban con tal precisión y tal refinamiento.” (Anders, La obsolescencia del hombre). A ese malestar lo denomina Anders “vergüenza prometeica”; vergüenza que surge de la imperfección del ser humano frente a su criatura, el artefacto, que ha potenciado la cualidad que, desde otros puntos de vista, ha sido destacada en el antropocentrismo moderno: lo prometeico. La obsolescencia del hombre aparece en 1950, es decir, en la época de los medios masivos de comunicación analógicos, de la cibernética, de la máquina de Turing, de la energía atómica y cuando la biología molecular investiga la estructura del DNA. Anders, como muchos contemporáneos suyos, insiste en la reificación del hombre que conlleva esta supeditación al artefacto. Si con el maquinismo se trasladan a la máquina múltiples acciones que ejecutaba el cuerpo humano, con los artefactos complejos que existían a mediados del siglo pasado se había provocado, a su juicio, una mayor cosificación del ser humano. Comenzaba una época en la que incluso decisiones morales o políticas pasaban a depender del cálculo efectuado por las máquinas. La vergüenza prometeica surge de esa cosificación, que a ojos del filósofo humanista implica una desmesura, una hybris que atenta contra la condición humana. Para Anders, esa desmesura conlleva, además, una pérdida de sabiduría del hombre sobre sí mismo.

La desconfianza, si es que no la condena, que la tecnología despierta entre los humanistas ha crecido al constatar los efectos que adquieren en nuestros días las amenazas catastróficas que provienen de su uso capitalista industrial. Los dispositivos tecnológicos de nuestra época elevan la expectativa de vida de los individuos, posibilitan construir impresionantes obras de ingeniería o vehículos para el transporte masivo, edificar gigantescos edificios, aumentar la productividad agropecuaria, o nos permiten conectarnos de inmediato con personas que están a miles de quilómetros de distancia. A la vez, se constatan los efectos perversos asociados con el uso actual de las tecnologías: se acelera el ritmo de extinción de especies, asistimos a la sexta extinción masiva en la Tierra, se señala la incidencia humana (industrial) en la aceleración de ese proceso en sí mismo natural. Se acentúa el cambio climático con sus consecuencias desastrosas; se contamina la atmósfera y los mares con dióxido de carbono o partículas de plásticos, o el suelo con basura y productos tóxicos… Para algunos científicos, la actividad humana, sobre todo en la modernidad tardía, a partir de mediados del siglo XX, ha ocasionado tal impacto sobre el planeta que cabe hablar de una nueva época geológica, el Antropoceno. A la vergüenza prometeica que produce la perfección de un artefacto como un robot o un teléfono inteligente o un tomógrafo (que puede examinar meticulosamente el interior de mi cuerpo, que yo no puedo observar directamente), se une la vergüenza prometeica que proviene de los desastres ocasionados por el desenfrenado productivismo de la actividad industrial.

 

NATURALEZA

Se ha considerado que la confrontación de Edipo con la Esfinge marca, en la historia cultural de Occidente, el punto de partida de la autoconciencia del hombre, del despliegue del espíritu que se conoce a sí mismo, y por tanto la superación de su condición animal (Hegel). El “animal racional”, hablante y pensante, es “animal político” (Aristóteles); se postula en consecuencia que el hombre se separa de la naturaleza, se enfrenta a ella, y organiza una “segunda naturaleza”, la social. La naturaleza deviene fuente de recursos y a la vez de amenazas catastróficas: aparece como “madre” o como “madrastra” ―aunque en nuestra época ha surgido la figura de una naturaleza-víctima―. Ámbito de la vida humana, combina al mismo tiempo abundancia y escasez, lo que incita al entendimiento a conocerla para dominarla. Todavía en nuestros días es usual recurrir a la oposición entre hombre (humanidad, cultura) y naturaleza… tanto que se pronuncian enunciados como “nos están arrebatando la naturaleza” o “estamos devastando la naturaleza”, hasta consignar, junto a los derechos del hombre, del ciudadano o de las colectividades, los “derechos de la naturaleza”, aunque no se establezca cuáles serían ellos (no abordaremos aquí el antropocentrismo que conlleva esta inserción de la naturaleza entre los sujetos de derechos).

Se podría afirmar que la cultura filosófica occidental, hasta el humanismo aún superviviente, ha insistido en esta contraposición entre hombre y naturaleza. Tal contraposición, por demás problemática, solo puede fundamentarse en la distinción entre “sustancias”: cuerpo (materia) y espíritu (pensamiento). Pero tal distinción cartesiana comenzó a desdibujarse con el Idealismo alemán y a sucumbir desde Darwin y Freud, en adelante. Uno de los golpes más contundentes al orgullo humano ha sido sin duda la teoría de la evolución, completada luego por la paleoantropología. El hombre es un animal reciente; los homínidos aparecieron hace unos cuatro millones de años (Lucy habrá vivido hace unos 3.500.000 años), se han registrado para ese período varias especies de homínidos hoy desaparecidos. El homo sapiens sapiens aparece hace unos 100.000 años… esa es más o menos la posible edad de nuestra especie, pues desde entonces no se han modificado las características que se suelen considerar en la diferenciación morfológica de las especies de homos (en tal período ha habido además del homo sapiens sapiens otras especies de homos superiores ya extinguidas: el homo floresiensis, el hombre desinovano o el hombre de Neandertal, considerado por algunos como una subespecie de homo sapiens). Los estudios de los restos fósiles de homínidos y homos permiten establecer los cambios sucesivos operados en los “cuerpos”, a partir de la posición erecta. Las modificaciones del cráneo (aumento de la capacidad craneal hasta alcanzar los 1.400 cm³ y complejidad del cerebro, configuración de la cara, transformación de la mandíbula, pérdida de incisivos, aumento de la cavidad bucal) y de la mano están vinculadas esencialmente al uso y a la producción de instrumentos. Leroi-Gourhan, en Le geste et la parole, desarrolló exhaustivamente la investigación sobre el proceso evolutivo que dio origen a la especie, mostrando la íntima correspondencia entre las transformaciones anatómicas, la producción de instrumentos ―que tiene un aspecto cultural desde su inicio― y el lenguaje. En la “naturaleza” del hombre está su condición técnica, no hay “hombre” que anteceda a la técnica; más aún, la técnica arraiga en el mundo animal prehumano. La técnica no se reduce a la producción y el uso de instrumentos. También la voz surge de transformaciones de la cavidad bucal, el lenguaje es instrumento de comunicación y luego de reflexión y autorreflexión, es el sustento material de la memoria social. El lenguaje se inserta en el horizonte de la técnica. No hay continuidad lineal dentro de la evolución, pero sí aspectos que comparten entre sí las distintas formas de vida. El lenguaje (la palabra) y el pensamiento son en principio peculiaridades del hombre ―¿solo del homo sapiens?―, pero procesos de comunicación entre individuos de la misma especie y evidentes formas de inteligencia, no solo de sensibilidad, se constatan en un sinnúmero de especies animales. De esta manera, lo que para la tradición filosófica y religiosa de Occidente era el fundamento de la superación de la condición animal en el hombre, el “espíritu”, echa raíces en la “historia natural”, en la evolución del mundo animal, y, como aspecto de esta evolución, en la técnica.

 

 

La naturaleza no es exterior a lo humano. La “naturaleza” está en lo humano y en su proyección, ya sea esta simbólica (sea a través del lenguaje verbal o de otras modalidades de procesos semióticos) o material (artefactos), está en la interacción entre los hombres, en las instituciones que se forman en las sociedades. Lo humano es construcción ―y destrucción, reestructuración― permanente de entornos artificiales: moradas, campos de cultivo agrícola o de pastoreo, ciudades, herramientas, medios de comunicación, desde senderos perdidos en el bosque hasta Internet… Desde el inicio, la guerra ha sido el medio de disputa por los recursos; la guerra a su vez ha impulsado hasta hoy la innovación técnica. Lo humano es “apropiación” de la naturaleza, es decir, transformación permanente de ella. Es producción ―y destrucción― de formas culturales. Si es posible hablar de un fundamento de este modo de ser de lo humano, habría que encontrarlo en la condición de incompletitud que pertenece al hombre. Hay una carencia esencial en el ser humano ― si es que tiene algún sentido decir que la carencia es “esencial”. La “necesidad” del hombre no tiene fondo, no puede satisfacerse de modo total o cabal. No hay complemento posible que cierre esa condición de incompletitud.

¿A qué puede llamarse “naturaleza”, entonces? ¿A las selvas donde viven “pueblos no contactados”, a los que se considera a su vez como si fuesen “hombres naturales”? ¿A qué puede llamarse “paisaje natural”? Un paisaje siempre forma parte de alguna historia cultural. Más aún, las tecnologías contemporáneas penetran en los códigos genéticos. Si hace unos diez mil años se inició la domesticación de plantas y animales, hoy se pueden producir mutaciones de individuos o de especies, incluidos los individuos de la especie humana, y potencialmente incluso ella misma.

Por otra parte, también la distinción entre hombre y máquina desemboca en una paulatina borradura de límites, no solo por la creciente robotización y automatización de los procesos de trabajo, sino a causa de la importancia que cobran las prótesis y los injertos de órganos. En principio, una prótesis es el implante de un artefacto en el cuerpo para suplir una carencia o un daño. Pero ¿acaso cualquier instrumento no es ya una prolongación o sustitución de un órgano humano, de la mano (herramienta) o del aparato vocal (palabra)? La tercera pata del animal por el que pregunta la Esfinge a Edipo, el bastón sin el cual el anciano no podría caminar, es a su modo una prótesis. ¿Qué es, en relación conmigo, este cúmulo de artefactos sin los cuales me sería imposible escribir estas líneas ahora mismo? Escritorio, computador, Internet, red de energía eléctrica, libros, palabras. Soy un individuo inserto en una comunidad (¿en una sola?)… Solo me es posible existir en un mundo histórico, por tanto, “artificial”. En este sentido, los seres humanos de nuestra época, conectados a una serie de “aparatos inteligentes”, de alguna manera podríamos ya ser considerados ciborgs. ¿Acaso gran parte de nuestra conducta cotidiana, de nuestros hábitos, especialmente nuestros patrones de consumo y hasta nuestras decisiones políticas, no son el efecto de instrucciones dadas por máquinas a partir de acumulación de datos obtenidos a través de la inmersión en los actuales artefactos? ¿Qué sería de un humano hoy día sin la compleja articulación de máquinas, muchas de ellas automáticas u operadas digitalmente?

Lo que traen de nuevo las tecnologías de nuestra época es la radicalidad de esa singladura entre individuos y colectividades humanas con los artefactos, al punto de trasladar procesos ya no solo operativos manuales o de la fuerza motriz a la máquina, sino procesos complejos de cálculo, de acumulación de memoria o de codificación y circulación de las informaciones e instrucciones. Más aún, es posible producir modificaciones en el ser humano a través de implantes inteligentes o de la ingeniería genética… Lo cual nos conduce a pensar en términos por completo diferentes algunas cuestiones éticas, como la eutanasia o la eugenesia, o a preguntarnos nuevamente qué sea un ser humano. De cualquier manera, la especificidad de lo humano incorpora y desplaza la noción de “cuerpo”, al que están vinculados tanto su especificidad animal como el lenguaje y el pensamiento (la mente), y también los artefactos.

 

PHÁRMAKON – NECEDAD Y SABER

Volvamos a la “vergüenza prometeica”. No cabe duda de que existen procesos catastróficos en nuestra época que están asociados con el uso de los dispositivos tecnológicos. La especie humana es depredadora, lo ha sido a lo largo de su historia. Las utopías de hoy sueñan en reducir o superar esta condición, de frenar las catástrofes que provienen de la actividad industrial moderna y contemporánea. Es posible que los desastres cambien por completo la fisonomía del planeta. Sin embargo, aun la extinción de la especie humana ―en realidad, muy poco probable en las condiciones actuales― no implicaría en absoluto la total destrucción de la naturaleza, sino de algunas de sus formas. Como sucedió en las otras grandes extinciones masivas de formas de vida, si llegase a acontecer una catástrofe de la dimensión que anuncian los apocalípticos más pesimistas, probablemente aparecerían otras especies, otra “naturaleza”. La “historia natural” no depende de la “historia humana”, ni está vinculada a esta, salvo en el periodo reciente de aparecimiento y vida del homo sapiens. Es necesario llevar la crítica del antropocentrismo hasta su extremo. El hombre e incluso el “superhombre” no son el sustituto de Dios.

Ante la devastación en curso no tienen sentido los llamados a un retorno a la supuesta “vida natural”, aunque sí lo tiene la apelación a una actitud responsable y crítica frente al productivismo y consumismo desaforados, con sus efectos catastróficos. Por el contrario, los más acuciantes problemas para nosotros, en el mundo en que vivimos, requieren de más tecnología, o de una modificación profunda de su uso. ¿Cómo enfrentar las pandemias? ¿Cómo controlar o disminuir los efectos del cambio climático? ¿Cómo salvar las costas, las ciudades situadas a nivel del mar, ante el muy probable ascenso del nivel de las aguas como resultado del calentamiento global? ¿Cómo limpiar los mares o los suelos, cómo enfrentar períodos de inundaciones y sequías o la desertificación? ¿Cómo resolver la provisión de alimentos, salubridad, agua, educación, cómo combatir la pobreza en nuestra época?

Parece necesario replantear la “pregunta por la técnica”, más allá (o más acá) de Heidegger, así como de quien fuera su estudiante, Anders. Tal replanteamiento obliga a extremar la crítica al antropocentrismo, a desplazar la noción de “el hombre” dentro de la reflexión filosófica. Parte decisiva de tal estrategia de indagación sobre el mundo en el que vivimos, sobre nuestra propia condición epocal, tiene que ver con una comprensión de la técnica en su específica configuración, que no se circunscribe al uso que se da a los instrumentos, o a las finalidades para los que fueron producidos. Poco después de que apareciese el libro de Anders sobre la obsolescencia del hombre y de que Heidegger pronunciase su conferencia sobre la técnica (1952), Gilbert Simondon presentó en 1958 dos tesis de doctorado: La individuación a la luz de las nociones de forma y de información y Sobre el modo de existencia de los objetos técnicos. Entre otras cuestiones que adquieren una creciente importancia para el pensamiento contemporáneo, Simondon lleva a cabo una crítica de los dos modos en que se ha abordado la causalidad en la tradición filosófica, y por tanto científica: por una parte, el esquema hilemórfico, que establece las conocidas cuatro causas aristotélicas: formal, material, eficiente y final; y por otra, el esquema sustancialista, que establece la preminencia del ser sobre el devenir. Frente a esos esquemas, que “suponen que existe un principio de individuación anterior a la individuación”, Simondon considera que lo que existe es un proceso de individuación que engloba y sobrepasa al individuo. La estructura de los individuos (ya se trate de un individuo de una especie o de la especie como individuo; ya sea un cristal, un ser vivo o un ser humano psico-socialmente considerado, o ya sea una máquina) implica una relación “transductiva” entre los términos que la componen, una relación dinámica entre componentes que no son externos a la estructura, que no tienen relación de precedencia entre ellos. Por su parte, la configuración de un objeto técnico industrial no está constreñida por la demanda de su uso, sino que su estructura contiene una energía potencial que va más allá de ese uso. La crítica al hilomorfismo desplaza la importancia concedida a la intencionalidad de la causa eficiente (el creador, el productor), y de su complemento, la causa final, el destino del objeto, que estaría asimismo determinado de antemano en la intencionalidad. Los objetos técnicos de nuestros días contienen una energía potencial que podría incluso impulsar formas de uso capaces de revertir los efectos destructivos de su uso actual, supeditado a la dinámica del capitalismo, antes industrial y hoy financiarizado. Las tesis de Simondon han sido retomadas, entre otros, por Bernard Stiegler, uno de los pensadores contemporáneos que procuran replantear el debate en torno a la técnica.

En Stiegler, que retoma las vías de pensamiento abiertas por Simondon y Deleuze, hay una afirmación del devenir ajeno a cualquier predeterminación, incluso a cualquier dialéctica. La crítica al antropocentrismo tiene en él otro componente que resulta decisivo para pensar la técnica: la tensión implícita en ella de dos aspectos de la condición humana, el saber (savoir) y la necedad o estupidez (bêtise) (Stiegler, États de choc. Bêtise et savoir au XXIe siècle). Ya no se trata de contraponer una parte “animal” (necedad, estupidez) al pensamiento (intelecto, razón), sino de considerar la singladura de estos términos en permanente tensión: “La estupidez no es jamás extraña (étrangère) al saber; el mismo saber puede devenir la necedad par excellence, si así se puede decir.”. La investigación tecnológica del profesor Persikov y la delirante respuesta de la burocracia ante el desastroso resultado de ella, en la novela de Bulgákov, es cabal metáfora de esta singladura. La catástrofe proviene de una situación en la que confluyen: la dirección errónea (necedad) que se da a la investigación científico-tecnológica, una acuciante necesidad social y económica (alimentos en época de escasez), la intervención del aparato burocrático (del Estado soviético, en su caso), las características psicológicas y los prejuicios del sabio, de sus colaboradores y de los funcionarios.

 

 

Stiegler retoma el significado del término griego pharmakón con el propósito de destacar que las técnicas (no solo las médicas) pueden tener, en su uso o potencialmente, efectos tanto positivos como negativos, constructivos o destructivos, incluso devastadores. Un fármaco es potencialmente o medicina o veneno. Esta condición no es solo resultado de la actividad humana, sino que está ya ahí, en la naturaleza, desde el comienzo de la vida, pues se inscribe en el sustrato bioquímico de cualquier forma de vida. Las técnicas actúan y a la vez forman parte del entramado de materias que proveen medios de vida o son inocuas o dañinas, mortales.

Los efectos destructivos del cambio climático, por ejemplo, requieren el despliegue de las potencialidades “curativas” de la tecnología actual. Pero, ¿por qué no prevalece esta vía de utilización de la tecnología? Stiegler apunta hacia una comprensión de la complejidad que articula la estructura de la técnica con otras estructuras que configuran el mundo contemporáneo: las psico-sociales, la económica que tiene una dimensión planetaria, la política. ¿Hasta qué punto, cabe preguntarse junto a Stiegler, los usos actuales de las tecnologías, como también el freno a otras posibilidades de utilización en ellas contenidas, no depende de otro término en relación con la tecnología, en concreto, de la economía capitalista? ¿Son las tecnologías por sí mismas o es el capitalismo financiarista de nuestra época lo que provoca la deriva hacia la catástrofe? No cabe duda de que el automatismo implícito en la lógica del capitalismo financiarista de nuestra época, que desemboca en el productivismo de objetos y de servicios consumidos vertiginosamente, que deben ser aniquilados y reemplazados de inmediato en una aceleración sin término, se despliega ante la evidente crisis de las formas políticas (estados, organismos internacionales) subordinadas a esa deriva del capitalismo. La racionalidad técnica de los aparatos de gobierno (estatales o supraestatales) se supedita a la estupidez que surge de la deriva devastadora del capital. El uso de las tecnologías, que implica a la vez el impedimento de realización de múltiples de sus potencialidades, se torna entonces destructivo.

Alguna vez se dijo que solo un nuevo dios podría salvarnos (Heidegger). En otra ocasión se dijo que solamente la salida a un exoplaneta podría salvarnos (Hawking). Junto a las prédicas apocalípticas, el sueño de un escape. Frente a este, cabe insistir en la necesidad de una vía distinta para el pensamiento: la crítica de la razón tecnológica que debería acompañarse de una crítica de la economía política y de la política de nuestra época.

Libertad y fuga

Ruth Gordillo

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Experimentado un vivo placer en no hacer nada más que provocar (por mi sola presencia (cargada con una suerte d imantación por el ser de las cosas –siendo esta presencia de algún modo ejemplar: por la intensidad de su calma (sonriente, benévola), más que provocar una intensificación verdadera, auténtica, sin disfraz de la naturaleza de los seres y de las cosas, más que esperarla, que esperar ese momento

 

Por qué he vivido
Francis Ponge

 

 

Lacoue-Labarthe, en La cesura de lo especulativo, se dirige hacia la tragedia, matriz del pensamiento especulativo, también definido como pensamiento dialéctico o, según Heidegger, cumplimiento de lo onto-teológico. No es nueva esta forma de resumir la historia de la filosofía de Occidente; tampoco la formulación del sujeto que de ella surge, en tanto es dueño de la verdad, alcanza el absoluto y domina la negación y la muerte. Todos estos términos son el origen de un acto de escritura en el cual el corte o el silencio de un instante permite el aparecimiento de una fuga, tal como en la música, tal como en la cesura al final de un verso, cesura que bien podría tener en el fondo una sucesión de voces persiguiéndose: Aristóteles, Hölderlin, Heidegger. El objetivo de este ensayo es mostrar cómo la estructura de la fuga se cumple en cada uno de los momentos en los que, sobre el pensamiento especulativo, han intervenido estos cuatro autores, a través de un tema, la tragedia. En este contexto, la libertad del sujeto irá conformándose hasta tomar un giro definitivo, el procurado por Lacoue-Labarthe, quien, podría decirse, hace posible esta propuesta. Un elemento más se ha incorporado desde la poesía de Francis Ponge: ¿por qué la única respuesta que cabe, por ahora, supone que la libertad solo es posible en el abandono de la metafísica, salida procurada por la poesía? Ponge, entonces, permitirá anunciar esa salida, en tanto su escritura coloca al sujeto en el espacio de la naturaleza.

Aristóteles

Lacoue-Labarthe reconoce en la contradicción de la tragedia uno de los pilares de lo especulativo. “Desde Aristóteles (…) Edipo no habrá dejado de ser convocado con regularidad por la filosofía como su héroe más representativo, la encarnación matinal de la conciencia-de-sí y del deseo de saber.” Desde el inicio de la filosofía, conciencia y deseo cercan la libertad humana pues está perdida antes de llegar al campo de batalla. Debe ser lo que a Ponge le lleva a cambiar el lugar de la escena:

Y es que además el lugar de la larga polémica
Puede convertirse en el de la decisión.

 

En el poema, lo especulativo se diluye y se toma distancia de Aristóteles, arquitecto del camino que Edipo recorre, inevitablemente, en su retorno a Tebas. De eso da cuenta Lacoue-Labarthe cuando se refiere a la búsqueda del filósofo de Estagira, definida en el capítulo trece de la Poética: “aquello que es necesario enfocar o evitar, en la construcción de la fábula, para permitir a la tragedia producir ‘el efecto que le es propio’ y que es el efecto de la catarsis del temor y de la piedad.” Solo la belleza y complejidad de la tragedia, hace posible el tránsito de la agnoia a la gnosis, gesto que atrapa a los contrarios en lo mismo, en tanto lo desconocido e indefinible de la fábula se torna en saber y habita el reino del logos. ¿No es acaso ese el contenido de toda tragedia? Mantener la hybris, para frenar la voluntad libre en su deseo incontenible de derribar las murallas de Tebas, Roma, París y aún las nuestras, invisibles, poderosas, hechas de la piedra extraída de la propia tierra y de otras, traídas de las murallas de Tebas, Roma o París, murallas que ya son ruinas.

Hölderlin

La segunda escena la diseña Hölderlin, el poeta que renueva la tragedia. En Heidegger – La política del poema, Lacoue-Labarthe lo muestra en el capítulo titulado Il faut. La traducción imposible de Il faut nos lleva de la necesidad al deber; es en este doble significado donde reside la condición de lo trágico actualizado por el poeta. En las Notas sobre las traducciones de las obras de Sófocles, Hölderlin señala que el momento trágico se describe como el momento cuando “el ilimitado hacerse Uno del dios y del hombre, se purifica mediante ilimitada escisión– que el hombre tiene que seguir la deriva categórica del dios, que es el propio imperativo.” La tragedia vuelca su contenido e incendia los versos de Hölderlin con la llama del destino; ahogada otra vez la voluntad libre, canta El destino de Hiperión:

Mas no nos es dado
en sitio alguno posar.
Vacilan y caen
los hombres sufrientes,
ciegos, de una
hora en la otra,
como aguas de roca
en roca lanzados,
eternamente, hacia lo incierto.

 

En esta escena el gesto especulativo alcanza al poeta, es él mismo el héroe. La tragedia ocupa la extensión de los versos, aun cuando ya no es totalmente la tragedia antigua, algo ha cambiado, Hölderlin lo sabe. Lacoue-Labarthe también, por eso afirma, “No nos está permitido (…) tener algo idéntico a los griegos”. La gloria o kleós del soldado antiguo trasmuta a través de la escritura que responde al mundo moderno, es la época del lirismo, espacio de la dialéctica, según Heidegger. La instancia de lo trágico se reserva para sí el campo de la dialéctica especulativa, constituida entre los parámetros del idealismo y de la búsqueda del Absoluto. Kant exilia la libertad en tanto ella ha sido el resultado de una metafísica surgida de la razón dogmática que se opone a la razón crítica; la filosofía posterior hará de esta oposición el punto de partida para determinar la diferencia entre libertad y necesidad natural, de manera que “la posibilidad que efectivamente ofrece la fábula o el escenario trágico es la conservación de la contradicción entre lo subjetivo y lo objetivo.” La libertad se define entonces en la figura del héroe trágico, “a la vez culpable e inocente”, dice Lacoue-Labarthe; héroe que “manifiesta su libertad por la pérdida misma de la libertad.” El único camino para superar el conflicto es asumir la culpa y el castigo; el sujeto se define en la lógica de la “identidad entre la identidad y la diferencia”. El poeta-héroe yace sobre la roca “lanzado/eternamente” hacia lo incierto. Las heridas de la batalla quedan abiertas en la dialéctica y, en esta abertura, se sostiene la libertad herida de muerte, muerte del poeta-héroe.

En el poema de Ponge tiembla la escena descrita, el lugar de la muerte del poeta no está atado al héroe, dice:

Señores tipógrafos,
Coloquen aquí, se lo ruego, la raya final.
Luego, debajo, sin el menor interlineado, tiendan mi nombre,
Naturalmente compuesto en caja baja,
Salvo las iniciales, por supuesto,
Ya que también son las
De la Festuca y la Pervinca
Que mañana crecerán encima.
________________________
Francis Ponge.

Es otro momento el que se inaugura, otro momento entre el poema y la filosofía. ¿Podría decirse que queda sembrado el prado donde la Festuca y la Pervinca sean la huella de la libertad del poeta, de la libertad de todo sujeto?

Heidegger

Parece que algo similar a la escritura de Ponge ―regada en la pradera, tumba final de la libertad humana, nacida y muerta en el campo de lo especulativo―, quiere hacer venir Heidegger en su afán de nombrar a Hölderlin como el poeta-héroe. Sin embargo, la escena que compone no deja que la libertad halle la frescura del poema. Su intento fracasa cuando se dirige a salvar al Ser a partir del desvelamiento de la verdad, aletheia. Es cierto que pone al hombre en la condición para alcanzar la totalidad del tiempo y convertirlo en ser, es cierto también que al hacerlo provoca el fin de una filosofía asumida como pensamiento especulativo. Es indudable, de igual modo, que Heidegger tomó a Hölderlin para “interrogar sobre la esencia de lo Bello y del Arte” ―como dice Lacoue-Labarthe― y, con ello, dio a la poesía un estatuto primordial para consolidar su metafísica. Sin embargo, esto no alcanza, la herida abierta que produjo Hölderlin se extiende a la filosofía. Heidegger no logra suturarla, como tampoco lo hicieron Schelling y Hegel en su momento.

La libertad humana, para Heidegger, al igual que todo lo demás referido al hombre, se funda en una ontología fundamental, sostiene Lacoue-Labarthe en La trascendencia finita/termina en la política. La cuestión que sigue es: ¿hay todavía alguna forma de pensamiento especulativo en la escena de esta ontología? La pregunta supera este breve ensayo, de todos modos, vale procurar una respuesta a partir de dos aspectos: el primero se dirige a la poesía y a su estatuto, y el segundo a la política. Bataille, en la época del Acéphale, deja esta sentencia sobre la libertad: “Si no es libre, la existencia se convierte en vacía o neutra, y si es libre es un juego.” La Segunda Guerra se prepara y Heidegger escribe desde los mismos supuestos que quiere romper; está en el camino de la metafísica de Occidente, camino que le obliga a “aceptar la servidumbre… por servir de cabeza y de razón al universo” sostiene Bataille.

Heidegger entendió que su ontología debía escapar de la metafísica tradicional; para hacerlo, construyó una onto-mitología que buscaba fundar la historia. Lacoue-Labarthe llama la atención sobre el término con el que Heidegger quiere cerrar la entrada al pensamiento especulativo: “mitología, irrupción, según mis conocimientos, única ―en todo caso con esta valoración tan marcada―, puro hápax, tiene lugar con ocasión de la problemática del inicio (Anfang) o del origen de la Historia”. En adelante, continúa el filósofo de Estrasburgo, la prédica política heideggeriana vuelve siempre sobre el origen, como si en él estuviera la totalidad del porvenir, la posibilidad del Dasein historial-espiritual. ¿No hay en esta fuerza originaria la misma marca del pensamiento especulativo? ¿Atrapar el absoluto acaso no es lo mismo que estar destinado a dejar una impronta en la historia de Europa? Europa, espacio privilegiado para escuchar el llamado del ser (oído de Heidegger, oído del llamado del ser). Quedó una onto-mitología que tejió finamente los hilos para enredar poesía y política, “la política del poema”, cuyo nombre propio es Heidegger. Bataille acertó en cuanto a la existencia no libre, Heidegger dio cuenta de ello con su propia existencia condenada al silencio.

En medio de la boca cerrada de Heidegger, el poeta, Ponge, deja espacio para la libertad, una que no es sierva:

Me he tendido a la vera de los seres y de las cosas
Con la pluma en la mano, y mi escritorio (una página blanca) en las rodillas

Epílogo: Agonía

La última escena está elaborada por Lacoue-Labarthe, el filósofo, el poeta, el traductor, el hombre libre, quien resume la historia de Occidente bellamente. Yo solo recorto unos términos y los muestro: De Aquiles y Ulises queda la forma pura de la escena originaria, de la que resulta Occidente, con el mito, el logos y el pensar especulativo a cuestas; por eso es “colérico y aventurero ‘experimental’ aun cuando se hace cristiano y dispuesto a reprochar, oponiéndose al mito griego, a la cólera del Dios bíblico” en la Modernidad. El origen se hace presente en la “Odisea de la conciencia” que termina por decir “Dios ha muerto”. Lejos de ser el fin, “la escena de la cólera” se renueva en el sufrimiento de Artaud; la libertad está a punto de ponerse en juego, así como lo anuncia Bataille, cuando Artaud pide justicia, reparación, cuando hace la pregunta fundamental: “¿por qué me han ‘forzado’ a ser?” Aparece la muerte, la vida, la nekyia de la que dan cuenta tanto otros poetas; el poeta/mártir/héroe, atraviesa “el umbral del más allá”, pero solo “Vuelve. Vuelve, pero es para no volver de haber vuelto”.

En todos estos momentos, la libertad se define con relación al sacrificio, al sufrimiento y a la renuncia, siempre sujeta a la ley del mito y del logos. La fuga estructura el movimiento de la libertad, ella se repite en una voz cada vez distinta, voz del guerrero, del filósofo, del poeta, ella lucha, anuncia, se acongoja, se levanta, agoniza, sin embargo, vuelve.

He escrito, se ha publicado, he vivido.
He escrito han vivido, he vivido
Ponge, de quien dicen que siempre fue libre.

 

 

Imágenes: Evgeny Tchebotarev  ; Johannes Plenio  ; Christopher Hiew  (Pexels)

 

Aporías de la libertad

C. Nectario

 

¡Oh, Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!

Marie-Jeanne Roland de la Platière

 

El hombre es la única criatura que se niega a ser lo que es.

Albert Camus

 

La libertad es una cuestión occidental, ante todo de la filosofía moderna. La pregunta acerca de su esencia se articula en torno a la moral y la política; indaga por el sujeto en su relación con sus semejantes, con sus entornos sociales, culturales y naturales. Se inquiere acerca del sujeto o del individuo o de la persona, conceptos estos que se refieren a entidades que no son equivalentes entre sí. Se interroga sobre las posibilidades de realización vital de los individuos y por su responsabilidad, de cara a su comunidad, a lo otro y los otros. Que el escenario de la cuestión se sitúe entre ética y política implica que deba considerarse la dimensión religiosa o teológica de la libertad, así como su historicidad.

Si la libertad es ante todo un problema de la filosofía moderna, sus antecedentes se encuentren en el pensamiento griego clásico, tanto en Platón o Aristóteles como en Esquilo o Sófocles. En la tragedia se inquiere por la responsabilidad del individuo sobre sus actos, sobre su desmesura (hybris), sobre la violación de la ley que organiza la comunidad, aun si se ignora que se la está violando (Edipo rey), o sobre la contradicción entre la ley que instaura la polis y la ley de la tradición y la piedad familiar (Antígona). Sócrates acepta cumplir la sentencia injusta que lo condena a muerte y bebe la cicuta, a pesar de que sus amigos lo incitan a huir de la prisión, porque la obediencia de la ley preserva la ciudad; condenado por impiedad y acusado de negar a los dioses, cumple ―no sabemos si irónica o piadosamente― con el deber religioso cuando pide a Critón que no olvide pagar el gallo que deben a Esculapio. El precepto inscrito en el templo de Apolo en Delfos, “Conócete a ti mismo”, da cuenta de la ignorancia del hombre acerca de sí mismo, por tanto, sitúa el inicio de la autoconciencia como núcleo del pensamiento y como condición de la polis.

A diferencia de lo que acontece en la Grecia clásica, las historias de las sociedades que los europeos denominaron Oriente ―China, India, Persia, Mesopotamia, Egipto, y también África y América―, como lo veían Montesquieu, Hegel o Marx, estuvieron marcadas por el despotismo o la esclavitud generalizada. La libertad no es una cuestión que se aborde en el confucianismo o el taoísmo en China, o en las religiones hindúes o persas. La responsabilidad del individuo, que tiene que ver con las normas comunitarias que delimitan el bien y el mal, que establecen la obligatoriedad o permisibilidad de determinados actos y la prohibición de otros, se inscribe dentro de lo religioso, a partir de la representación mítica y la demarcación entre lo sagrado y lo profano. Pero no hay ninguna problematización de la organización política, de las formas de relación entre individuos y sociedad o estado. Sin lo cual tampoco puede aparecer como un problema que acucie al pensamiento la diferencia entre lo público y lo privado, o entre la ciudad y lo doméstico.

La cuestión de la libertad, de Platón o Aristóteles hasta Hegel, Nietzsche o Marx, e incluso más acá de estos, tenía que articularse en relación con el dominio de unos hombres sobre otros, con base en la polaridad entre amo y esclavo, paradigma de la “unidad” y “lucha” de los contrarios. La figura del amo no se restringe a la representación de un hombre que domina a otro, incluso hasta el punto de convertirlo en cosa de su propiedad sobre la que puede ejercer cualquier disposición arbitraria, o de un grupo ―clase, estado, nación― sobre otro, sino que trasciende el campo de las relaciones humanas para representar la relación del dios o los dioses con el creyente. El cristianismo primitivo comparte con el estoicismo ciertos rasgos que caracterizan al liberto y al esclavo que espera de su amo la manumisión, sea de la carga de trabajo cotidiano o del pecado; mas, ni el estoicismo ni el cristianismo creen verdaderamente en la libertad, pues no hay emancipación posible ni del cuerpo ni de la culpa. El Señor que promete la salvación, en el caso del cristianismo, ya ha advertido que su reino no es de este mundo. El estoico se encerrará en sí mismo para encontrar la libertad que no halla en el mundo; una libertad de pensamiento que discurre en soliloquio.

La modernidad occidental trajo consigo el impulso hacia lo mundano. La Reforma, el nacimiento de las ciencias naturales, la emergencia de una economía que tiende a la mundialización, la industria luego, inciden en un radical cambio de la idea del hombre, y por consiguiente de la representación de su lugar en el cosmos, ante la naturaleza. De Descartes en adelante, el sujeto será conciencia y, más aún, autoconciencia; es ante tal sujeto que emerge de modo acuciante su problemática libertad. Sin embargo, esa idea del hombre de la filosofía moderna heredó del cristianismo y de la filosofía griega una imagen que solo con el avance científico ha venido desvaneciéndose: la distinción entre cuerpo, perteneciente a la “extensión”, la naturaleza material y la condición animal, por tanto, mortal, y alma-espíritu, perteneciente al “pensamiento”, a la razón que vinculaba al hombre con lo divino, por tanto, inmortal. La libertad, por consiguiente, tenía que concebirse como atributo de la (auto)conciencia, de la voluntad del sujeto que lograba dominar a través del conocimiento las pasiones e impulsos del cuerpo, la sumisión a la materialidad, al deseo, para ascender al bienestar espiritual, para proyectarse a lo divino. El mal quedaba localizado en el cuerpo, en lo instintivo; el bien comenzaba por el dominio de las pasiones. Pero, ¿qué implicaciones traía este movimiento moderno en relación con la ley de la convivencia social? Es sintomática la semejanza entre la recurrencia de Descartes a Dios, quien crea al sujeto, y la idea del derecho divino de los monarcas. El Dios cartesiano garantiza la existencia de la realidad ―su propio cuerpo, los otros seres humanos, las cosas― al yo enclaustrado en la conclusión “pienso, luego existo”, así como Dios garantiza el orden social a partir del derecho divino del soberano. No obstante, el propósito cartesiano es fundamentar metafísicamente la libertad de pensamiento que requiere la ciencia moderna; frente al juicio a Galileo o a los asesinatos de Bruno o Servet, se requiere la reforma del entendimiento. Frente al dogmatismo de las iglesias, católicas o protestantes, o de la sinagoga, como bien lo entendió Spinoza, había que defender la libertad de pensamiento, de expresión y la tolerancia. A la sombra del sujeto cartesiano se protegía el surgimiento de las ciencias naturales, y a menudo incluso a la sombra de algún déspota ilustrado.

Aunque es una figura heredada del cristianismo y del judaísmo, el Dios de la metafísica moderna es una entidad abstracta, que nada tiene que ver con ese viejo personaje del mito religioso. El Dios cartesiano que ordena la naturaleza matemáticamente, el Deus sive natura espinociano, la mónada de mónadas que decide el mejor de los mundos posibles de Leibniz, el Dios comprendido en los límites de la mera razón kantiano, o el Dios de los ilustrados y los libertinos ―es decir, los librepensadores―, que culminan en la figura de la Diosa Razón de la Revolución Francesa, exponen el paulatino ocultamiento de lo divino en el mundo moderno. Se exige pensar el ámbito moral y político de modo diferente, desde la idea del hombre, a partir de su autonomía, su racionalidad, su facultad para el examen crítico y no solamente a partir de una voluntad ciega surgida del instinto. Con la razón práctica se afirmarán las teleologías, los fines que se proponen para alcanzar la paz perpetua, los imperativos categóricos que establecen la moralidad. Más tarde, surgirán los ideales de mundos perfectos en que se realice la esencia humana: sociedades regidas por la razón, la ciencia, la armonía, los reinos de la libertad, la igualdad o la fraternidad universal.

El mal en ese horizonte puede ejemplificarse con el asesinato brutal que comete el delincuente, o con los crímenes imaginados por Sade, o por la guillotina. El crimen puede evaluarse estéticamente, como lo hacen los libertinos de Thomas de Quincey. Ante ese Dios abstracto, de todas maneras heredado del cristianismo, había que colocar la pregunta por el origen del mal. ¿Cómo es posible que Dios, omnipotente, omnisapiente, crease un mundo donde existe el mal? ¿Qué sentido contiene el mito del fruto prohibido del Árbol del Conocimiento que incita a Adán y Eva a cometer el primer pecado, heredado luego por toda la humanidad? ¿Acaso en el mito no está contenida la idea del impulso humano a la libertad? Para Schelling, la libertad es la facultad del bien y del mal; influenciado por el “panteísmo” de Spinoza y recurriendo a los gnósticos, recurre a la argucia de postular un in-fundamento o abismo (Ungrund) que subyace en Dios. Ese in-fundamento de Dios, ligado a la materialidad y al mal, es el opuesto dialéctico, complementario de la luz, del espíritu divino y del bien. El mal, y ya no solamente el bien, adquieren una dimensión metafísica esencial, están en el fundamento del ser y en su oscuro abismo. El devenir, o más bien la historia, es una lucha incesante entre el bien y el mal.

De alguna manera, esta aventura del pensamiento occidental culmina en el espíritu absoluto hegeliano. ¿Acaso lo divino es la totalidad de lo humano, el despliegue de lo humano en la historia, hasta alcanzar las formas de organización de la moralidad y del Estado modernos? La historia es el despliegue del espíritu absoluto, que incluye la totalidad de lo humano, hasta alcanzar el reino de la libertad, claro que también gracias a las astucias de la razón: el mal, como la guerra, impulsa el progreso histórico. Pero en Hegel, a partir del célebre capítulo de la Fenomenología sobre la dialéctica del amo y del esclavo, la libertad adquiere una connotación de enorme importancia para la historia posterior, al menos en Occidente: tiene por fundamento el reconocimiento del otro. Es conocida la trama de ese pasaje: hay dos conciencias que se encuentran y confrontan; una de ellas no se rinde ni siquiera ante el amo absoluto, la muerte: es la conciencia del amo. La conciencia del esclavo prefiere, ante la muerte, el sometimiento al amo. Reconoce al amo como tal, y en consecuencia satisface su deseo a través del producto de su trabajo. El amo, al depender del trabajo del esclavo, se supedita a este. El esclavo, adiestrado en el conocimiento gracias al trabajo, reconoce al amo, y luego, por ese reconocimiento, toma conciencia de su propia situación. Desea el reconocimiento del amo, la superación de la confrontación y de la condición misma de la esclavitud. El fin de esta, el ámbito de la libertad, emerge del mutuo reconocimiento de la libertad del otro, de que el otro es también autoconciencia, y que solo puede serlo a través del muto reconocimiento. En otro pasaje, al inicio de sus Lecciones sobre la historia de la filosofía, Hegel postula que la filosofía, es decir, la Ciencia ―el concepto, pensamiento puro, y no ya la representación contaminada por la imaginación, por las ilusiones de lo que luego se llamará ideología― surge en Grecia porque en la polis se encuentran hombres libres que se reconocen como tales, los ciudadanos, y porque el pensamiento adquiere libertad. Esta tesis trae consigo implicaciones que aún permanecen ante nosotros: el conocimiento necesita una organización social donde exista la libertad de pensamiento, esto es, de palabra, de interlocución y debate. Por otra parte, la exclusión de los no-ciudadanos del orden de la libertad conlleva la separación entre el ámbito público, la ciudad, y el mundo doméstico donde el ciudadano ejerce despóticamente su condición de amo sobre las mujeres, los menores de edad, los esclavos, los extranjeros. A los excluidos se les coarta la libertad de pensamiento, se los silencia o se encierra su conversación entre los muros de la casa, su palabra se reduce a murmullo.

La historia del progresivo ocaso del Dios de la metafísica moderna culmina, como sabemos, en la constatación de su muerte por parte de Zaratustra; consiguientemente, en el nihilismo, es decir, en la carencia de fundamento para los valores. Ante la ausencia de Dios, ¿qué es la libertad? ¿Cuál es el fundamento de la decisión entre el bien y el mal? ¿La voluntad de poder, el impulso por perseverar en el ser, la utilidad, el placer? ¿Qué puede impedir el crimen? ¿Acaso el reconocimiento del otro es suficiente para evitar su asesinato o su esclavitud? La rebeldía adolescente en la época del nihilismo se extiende de los terroristas rusos del siglo XIX hasta los artistas de las vanguardias de hace un siglo, en actos que implican la afirmación de la voluntad individual que se rebela contra la ley. En el caso de los primeros, poniendo en juego su propia muerte; en el de los segundos, como un puro gasto de energía creativa que se dirige a corroer la propia obra. El rebelde impugna todo orden, el revolucionario impugna el orden existente para instaurar uno distinto. El intelectual de Occidente se refugia en algún espacio institucional que no tiene problema en acoger su disenso.

Sin embargo, los dioses no acaban de morir. Renacen a partir de los supuestos orígenes o los grandes fines: Nación, Pueblo, Proletariado, Dinero, Raza, Libertad, Igualdad, Fraternidad, Comunidad… Incluso otros dioses más difusos aparecen en escena, por caso, Seguridad, esa obsesión de nuestro tiempo. En nombre de la nación o la raza, se crean campos de exterminio donde se industrializa el asesinato o se emprenden campañas de limpieza étnica. En nombre de la libertad se levantan patíbulos, y en el de la igualdad, se crean gulags. En nombre de la justicia y la reparación, se cultiva el resentimiento, fuente de los fascismos. En nombre de la seguridad, se instalan ciudadelas amuralladas, cámaras de reconocimiento facial en calles y plazas, regímenes policiacos.

No obstante, herederos de Occidente como somos, ya sin dios que garantice cualquier más allá, ni en el cielo ni en la tierra, sabiéndonos finitos, es decir, mortales, como individuos y como especie, alejándonos día a día de las nociones modernas sobre lo humano, no nos resignamos a seguir indagando por lo que somos, por las posibilidades de vida que se abren en los límites de nuestras existencias. Por lo que cabe proseguir en el esfuerzo de mantener espacios públicos y domésticos de mutuo reconocimiento y de interlocución, de una siempre precaria y problemática libertad de pensamiento.

 

 

Imágenes: Rostyslav Savchyn (Unsplash); Andrés Canchón (Unsplash); Cabecera: El jardín del Edén (detalle). Panel de terciopelo trabajado con hilo de seda y metal. Último cuarto del siglo 16. The Met Museum

Realidad y utopía: poder y pueblo

Lilia Lemos Játiva
[email protected]

 

No hay democracia. Lo que llaman opinión pública es una opinión mediática, una opinión creada por la educación y por los medios. Ambas cosas interesadas en lo que interesa al poder, porque el poder controla los medios y la educación.

José Luís Sampedro

Seamos realistas pidamos lo imposible.

Herbert Marcuse

 

La democracia es más utopía que realidad y la utopía es más ficción que realidad pero como toda ficción, parte de (al menos) una realidad. Una dura realidad es la del poder: al poder no le interesa la democracia. La democracia es más bien un asunto de la ciudadanía. Y dado que consiste en la participación real y efectiva, no en la manipulación ni el efectismo del poder, podemos decir que parte de la confianza en el ser humano, en sus capacidades para pensar, comunicarse y tomar decisiones.

El asunto de la credibilidad en las personas, que tiene que ver con las posturas sobre la condición (de la especie) humana, puede remontarse a la China de hace 20 siglos. Mengzi decía que había en la condición humana una tendencia congénita hacia la benevolencia, la compasión, la corrección y la justicia; tendencia que si no se cultiva se termina perdiendo. Para Xunzi los humanos seríamos congénitamente agresivos, egoístas y pendencieros; solo la educación y la cultura lograrían superar esas tendencias naturales y llevarnos a la benevolencia. Los dos llegaban, por la vía genética o por la de la cultura y la educación, a la necesaria benevolencia entre los seres humanos para la supervivencia y la convivencia social. Más adelante en la historia, Aristóteles, Sócrates, Platón,  Maquiavelo, Rousseau –entre otros– siguieron pensando en las posibilidades e imposibilidades de la democracia (“el poder del pueblo”), cada vez más relacionada con los derechos humanos, incluido el de la participación.

En Norteamérica, hace dos siglos, en el Estado de Nueva York, hubo una “Gran Ley de la Paz” que establecía límites al poder de quienes gobernaban: los hombres dirigían los ejércitos y las mujeres dirigían los clanes. En el siglo XX desaparecen la mayor parte de las monarquías y las dictaduras, se afianza la autodeterminación de los pueblos y los derechos humanos, en gran medida gracias precisamente a la participación del pueblo en luchas sociales históricas por la libertad, la igualdad y la dignidad. Pero la democracia fue y sigue siendo usada para el simulacro de la libertad que hemos vivido gracias al poder del mercado y/o del Estado, con mayores o menores niveles de represión. Puesto que si no somos libres, no somos. Ser libres es condición para ser. Si no somos libres no hay democracia real posible. Hay simulacro de democracia que es peor que un absolutismo frontal.

Mientras no lleguemos a la anarquía o libertarismo, a la ausencia de poderes –utopía más lejana aún que la democracia–, se requiere que acordemos reglas de convivencia que limiten los poderes y sus abusos, que protejan las libertades. Y para ser libres, debemos poder pensar y sentir libremente. Y luego expresarnos responsablemente. Y convivir armónicamente. Por eso se requiere cultivar la necesidad y la posibilidad de la convivencia libre y pacífica, que nos permita ser plenos, libres, solidarios, creativos, casi felices. Porque el ser humano puede “ser” únicamente en la medida de sus relaciones con los otros individuos, pues los necesita para el amor. Y para asumir en esos marcos las diferencias y enfrentar las divergencias y dialogar y acordar.

Pero de hecho la historia de la humanidad está llena de guerras y muertes, y resulta grato pensar que la evolución del ser humano debería permitir el desarrollo de relaciones de conocimiento y reconocimiento, que generen vínculos de afecto, que posibiliten ese anhelado bien estar propio de toda persona. Y esto en gran medida dependerá del desarrollo de relaciones basadas en el respeto al otro, al diferente, que nos abren a otras posibilidades, que nos permiten crecer como seres humanos. Para lo cual sin duda habrá que tomar algún camino, sendero o trocha que no es este que nos ha llevado donde la democracia sirve para convertirnos en una sucesión de seres poco humanos, poco sensibles, poco inteligentes, poco pensantes, poco solidarios, poco arriesgados, poco amorosos y bastante infelices.

Para Rosana Reguillo, la encarnación de alguna bruja medieval que fue a parar a México, la precarización estructural a la que se ha llegado –con todo y democracia–, y que genera pobreza, exclusión, discriminación, violencia, genera además una precarización en las subjetividades lo cual dificulta –si no impide– la construcción de personas, de libertades, de vidas, de sentidos, de relaciones, de afectos. Quizás por la globalización del poder mundial, la teoría de la democracia en zonas pequeñas donde la gente pueda entablar contacto, conocerse y tomar decisiones libremente por el bien común, siga siendo una utopía. Quizás la pequeña aldea ha devenido en una gran nebulosa. Quizás por esto, a fines del 2017, hayan quemado simbólicamente en Brasil a una reencarnación más de otra bruja medieval, de familia materna húngaro-ruso-judía cuya mayor parte murió en el Holocausto, que fue a nacer en 1956 en los Estados Unidos.

En Brasil, en noviembre de 2017, quemaron una imagen de la feminista Judith Butler. La conferencia que tenía prevista en Sao Paulo era sobre Los fines de la democracia pero parece que el ambiente social se dirigía a que el imaginario imperante leyera La finalización de la democracia más que Los objetivos de la democracia. Más de 360.000 personas firmaron una petición para decir que Butler no era bienvenida en ese encuentro que buscaba las razones del aumento de los movimientos populistas y los desafíos que enfrenta la soberanía nacional en los sistemas democráticos. Judith Butler, a propósito de su quema simbólica, dice:

Estaba invitada a un evento internacional sobre populismo, autoritarismo y la actual preocupación de que la democracia esté bajo ataque… Y la apertura ética es importante para una democracia que incluya la libertad de expresión de género como una de las libertades democráticas fundamentales, que visualice la igualdad de las mujeres como pieza esencial de un compromiso democrático con la igualdad y que considere la discriminación, el acoso y el asesinato como factores que debilitan cualquier política que tenga aspiraciones democráticas. Cuando violencia y odio se tornan instrumentos de la política y de la moral religiosa, entonces la democracia es amenazada por aquellos que pretenden rasgar el tejido social, punir las diferencias y sabotear los vínculos sociales necesarios para sustentar nuestra convivencia aquí en la Tierra.

Imagen: Agencia EFE

Hay entonces casos en los que las expresiones y opiniones del pueblo son inducidas por el poder que manipula el pensamiento y las acciones lo cual dista diametralmente de la participación en la que las individualidades que conforman ese pueblo acceden a espacios de conocimiento, reflexión y manifestación libre y voluntaria que es la única manera en la que la democracia puede crecer y fortalecerse como “el poder del pueblo” para el pueblo, para su libertad y su bien estar.

En Ecuador también la democracia se tambalea. A finales del año pasado, el periodista Roberto Aguilar fue agredido en una de las llamadas fiestas de la democracia, que concentró unas 600 personas:

A inicios de este año, un importante porcentaje de personas que no acudieron al llamado democrático, que contó con poca participación real, partiendo de la confusión que generaron las preguntas en quienes acudieron y en quienes no lo hicieron; hubo cierto tufo a manipulación cubierto con caramelo democrático. No nombrar a Dios en vano, dicen; no nombrar la democracia en vano, digo. Para el poder que vive de mentiras, impunidad y miedo, la otra o a el otro no valen. Y esto no es lo peor. Lo “peor de lo peor” es “la cantidad de cómplices que necesita y que efectivamente tiene un abusador para conseguir su impunidad”, como dice, en Página 12, otra bruja: Malena Pichot. Así, la democracia resulta una gran mentira, lo cual es una gran verdad. Y no dejará de ser una utopía si no logramos asumir la democracia como el sistema que puede permitir el desarrollo del ser humano a partir del goce de oportunidades de crecimiento para la actuación libre y criteriosa.

Si pensamos, entendemos y asumimos a la democracia como la posibilidad de “mantener encendida la esperanza por una vida común no violenta y el compromiso con la igualdad y la libertad, un sistema en el cual la intolerancia no se transforma en simple tolerancia, pero es superada por la afirmación corajosa de nuestras diferencias” como propone Judith Butler, la utopía de la democracia podría ser cada día más una realidad. Y la paz podría llegar a ser más que una noche al año.

 

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