La arquitectura del muro

Francesco Rosati

 

 

Un muro, por definición, es una superficie continua vertical que delimita un área, encierra una porción de espacio, ofrece protección y seguridad.

Leon Battista Alberti es el primero que define este elemento como el único fundamento generador de una construcción. Encandilado por la arquitectura romana, el arquitecto del cinquecento teoriza una verdadera y propia concepción muraria, reconociendo al muro como estructura de la cual, a través de un proceso de substracción, fue posible encontrar la columna. Esta última definida como puro objeto decorativo vendrá despojada de toda función tectónica. A través de la historia de la arquitectura nos es posible definir a esta concepción como errónea, dado que el muro nace como simple taponamiento de estructuras a esqueleto, sin ninguna función estructural. Gottfried Semper, a través de su análisis científico y etimológico que tomará forma en su arquetipo de la cabaña caribeña, subraya la naturaleza efímera de las primeras paredes, reconociéndolas en los tejidos entrelazados que taponaban la estructura a esqueleto de la tienda. El análisis de este último da testimonio entonces de la naturaleza originaria del muro que cumplía la tarea exclusiva de dividir el espacio para crear intimidad y proteger: el muro nace como tapiz. Semper, como prueba de esta naturaleza efímera, nos muestra cómo, por ejemplo, la etimología de la palabra alemana wand (muro) presente la misma raíz de la palabra gewand (vestido, indumentaria).

 

 

 

En estas dos visiones arquitectónicas es posible comprender la naturaleza compleja de un elemento como el muro, que puede por tanto desaparecer hasta convertirse en tapiz, pero al mismo tiempo crecer hasta convertirse en masa. Es fundamental e interesante detenerse a reflexionar cómo es posible que, alterando una simple proporción matemática (aquella de las tres dimensiones en el espacio), un muro pueda asumir significados diferentes. Pensando banalmente en la dimensión del espesor de una pared, es posible que un muro pierda su naturaleza divisoria y adquiera en cambio la apariencia de una gruta. Los castillos ingleses, estudiados e interiorizados por Louis Khan, son un testimonio fundamental para entender este proceso.

El grosor exagerado, justificado por el peso de una construcción en piedra, altera la percepción del muro: el espacio se configura como el resultado de un proceso de substracción de materia de una masa muraria. Los nichos habitables que se han excavado niegan nuestra percepción del muro que ahora aparece como una caverna. El propio Khan retomará este tema arquitectónico tratando de trasladarlo hacia las modalidades constructivas del siglo pasado: más que excavar muros de un metro indagará cómo deformando y modelando un muro de 30 centímetros este pueda percibirse como una gruta.

Al contrario, es posible que un muro pueda desaparecer hasta convertirse en una pared de 2-3 centímetros, un folio bidimensional (como sucede literalmente en la tradición japonesa) que esté en capacidad de alterar la percepción del espacio. En la obra de Mies van der Rohe cobra sentido la idea semperiana de pared completamente vaciada de toda función estructural. El muro para él pierde su significado propio. Mies elimina ese elemento a favor de un ‘espacio fluido’ al interior del cual el muro aparece solamente como un pequeño obstáculo, asume un carácter mucho más objetual, subrayado a menudo por materiales preciosos, como por ejemplo la famosísima placa de onix del pabellón Barcelona. Las paredes, además, nunca llegan hasta el techo, en efecto no lo sostienen, sino que aparecen como objetos espaciales donde no se transmite la idea de masa, sino más bien de volumen.

 

 

 

 

 

 

Esta idea objetual de muro está representada en la obra de Richard Serra que indaga ulteriormente las proporciones entre el muro y el espacio que lo circunda. Las sutílisimas placas de metal que Serra utiliza no permanecen bidimensionales como las paredes de Mies, sino que deforman el espacio en tres dimensiones, cuestiónandolo de manera continua. En la obra East-West/West-East se alcanza el más alto nivel de abstracción del concepto de muro y contradictoriamente su aniquilación, nos confirma cómo un no-muro puede de todas maneras mentalmente establecer y representar una división en nuestra mente, convirtiéndose ahora en un punto de referencia en la infinitud del desierto de Qatar.

 

 

 

 

Como arquitecto, a menudo me he interrogado sobre los posibles componentes de un muro y cómo es posible negarlo conceptualmente. La tridimensionalidad y la bidimensionalidad de este elemento seguramente son factores que pueden alterar la percepción. Es posible averiguar a través de aprestamientos arquitectónicos una nueva y distinta experiencia del muro.

 

Por ejemplo, a menudo se experimenta un muro atravesándolo, pasando a través de su espesor, descubriendo por tanto lo que esconde. ¿Qué sucedería si no existiera, por ejemplo, una simple puerta, sino que fuera necesario acceder a través de una galería a otra habitación? Si el atravesar un muro fuera posible solo mediante el paso a otro ambiente, este seguramente nos impediría percibir el muro.

 

 

Por lo tanto, el muro sería leído conceptualmente como un elemento abstracto. Lo mismo sucedería si un muro no fuera nunca atravesado, sino más bien saltado.

 

El muro, en este caso, permanecería simplemente como una pared abstracta que nos separa de lo desconocido, y en ese punto no sería ya un elemento que divide, dado que no podríamos estar conscientes de lo que nos está separando. Para resumir, por lo tanto, negando el atravesamiento de un muro, la experiencia espacial que vivimos anula la acostumbrada idea de separación, el muro más que dividir se convierte en contenedor de ambientes a los cuales somos “catapultados”. Si esto aconteciera por ejemplo en una habitación, sería improbable reconstruir mentalmente el plano porque no estaríamos en grado de reconocer los muros que lo componen, sino que todo ambiente se convertiría en un espacio en sí, donde las paredes aparecerían simplemente como habitaciones vistas desde el exterior, independientes la una de la otra, tantos pequeños mundos imposibles de vincularse en el conjunto.

 

Cuando entonces hablamos de muro en arquitectura es necesario profundizar en la naturaleza y experiencia espacial que vive el hombre en relación a este elemento. Leer este elemento como algo que separa o que sostiene es una lectura reductiva, superficial, que nos impide trascender el significado de este elemento. Usando la metáfora de la valla leopardina que la mirada excluye, el muro ofrece su dualismo intrínseco: si bien es un elemento que separa, sin el no podríamos imaginar el infinito que está más allá.

 

Deshilando muros

Luis López López

 

La muralla china, cuya construcción obedeció a fines defensivos, se inició en el estado de Qi hacia el siglo V a.C. y continuó en el siglo IV en el estado de Wei. En 221 a.C. Qin Shi Hang ordenó su destrucción con propósitos unificadores; Liu Bang en 202 a.C., en lugar de mantener la muralla, trató de conseguir la paz mediante la unión en matrimonio de sus princesas con los jefes Xiongnu. El concepto de protección y defensa se reavivó entre 1449-1600, durante la dinastía Ming, frente a la invasión manchú.

Las carpas nómadas de los pueblos turcos no dejan huellas de su trashumancia conquistadora; sus frágiles estructuras recorren territorios en abierto contraste con la implantación monolítica de castillos que buscan marcar definitivamente territorios. La levedad de esas tiendas vencerá a la solidez de las defensas que les son arrebatadas. En tan frágiles y temporales construcciones, alfombras y tapices cubren sus habitáculos, y más tarde sus colores y composiciones expandirán sus fronteras al gusto de los mercados occidentales. La estética nómada se filtra más allá de los límites amurallados de tierras ocupadas.

El Santuario de Ise, con cerca de 1300 años de antigüedad, cada año congrega a millones de japoneses al ser el lugar sagrado más importante del Japón sintoísta. Pero ese complejo maravilloso de templos se reconstruye completamente cada 20 años; todas sus partes e incluso los objetos en ellos contenidos son rehechos, lo que llevó a que los técnicos de la UNESCO resolvieran eliminar el templo de Shinto de la lista del patrimonio cultural de la humanidad, considerando que este no tenía más de veinte años de existencia. Y es que para la cultura occidental el énfasis está en lo original, en lo irrepetible, intocable y excepcional, en el ser y la esencia. La materialidad de las obras para la cultura oriental se da en la imbricación de continuidad y cambio, en el devenir de transformaciones silenciosas. Byung-Chul-Han, en su libro Shanzhai, dirá al respecto que “La verdad es una técnica cultural, que atenta contra el cambio por medio de la exclusión y la trascendencia. Los chinos aplican otra técnica cultural, que opera con la inclusión y la inmanencia.” Para una cultura que se construye de verdades puede resultar extremo que la materialidad de las construcciones, al igual que en la naturaleza, se renueve constantemente, eliminando su singularidad originaria o definitiva.

Pero hay algo más en los recintos orientales, y es el modo en que se limitan sus espacios. El mismo Byung-Chul-Han, en Ausencia, afirma que “El templo budista no está ni totalmente cerrado ni totalmente abierto. Ni la interioridad ni la exposición caracterizan el efecto que el espacio tiene en él. Sus espacios, antes bien, están vacíos. El espacio del vacío conserva la in-diferenciación de lo abierto y lo cerrado, de interior y exterior. La nave del templo budista apenas tiene paredes. Por los costados la rodean muchas puertas de papel de arroz.” La luz llega difuminada, en su interior los espacios se conforman con un delicado juego de sombras en ambientes calmos para la introspección.

La desmaterialización de muros en filigranas de piedra o vitrales de colores característicos de la arquitectura gótica, en cambio, elevan el espíritu hacia la trascendencia y no solo manifiestan la exquisitez estructural y constructiva de los artesanos medievales, en el espacio que se eleva y difumina está paradigmáticamente expresada la llegada del pensamiento racional, es la metáfora de la lenta ruptura con los muros oscurantistas del dogma religioso.

Cuando León Battista Alberti decidió en el siglo XV dar un nuevo envolvente a la iglesia de San Francisco en Rimini Italia, vieja estructura lombarda de nave única con absidiolos centrales, lo hizo con la intención de incorporarla al naciente lenguaje renacentista que estructura la ciudad medieval con una clara conciencia de su rol histórico renovador. El muro-piel que cubre la antigua edificación expresa en esta singular intervención los nuevos códigos y significantes de la cultura que surge. El “nuevo” templo Malatestiano es casi una declaración de principios de ese proyecto que propone una lectura crítica de lo existente, un replanteamiento de valores para el mundo que se avecina.

Adolf Loos, arquitecto modernista, escribió en Ornamento y delito: “Como el ornamento ya no está unido orgánicamente a nuestra cultura, ya no es tampoco la expresión de nuestra cultura. El ornamento que se crea hoy no tiene ninguna conexión con nosotros, no tiene en absoluto conexiones humanas, ninguna conexión con el orden del mundo.” La función se erige en la purificadora de la forma, su esencia está en el uso, por tanto es el generador de la nueva estética moderna y su referente de belleza. Los códigos del diseño y la arquitectura historicista son repudiados, tanto que Loos vincula los instintos primarios al ornamento y su ausencia a la evolución. Los órdenes clásicos y neoclásicos, los tratados compositivos de muros y ornamento deben ser suprimidos. Se prefigura con él la caja funcional, conformada por planos simples como el ideal racionalista del hábitat moderno.

Para Shreve, socio de la empresa de arquitectura que diseñó el Empire State Building, la piel es todo o casi todo. Los nuevos códigos formales de ruptura del art nouveau europeo buscan carta de naturalización americana en programas arquitectónicos inéditos como son las edificaciones en altura, cuyo ejemplo es el Empire State resplandeciente, con revestimientos de cromo-níquel y unas ventanas enrasadas con el muro exterior para que las sombras no estropeen la línea ascendente de sencilla belleza. Los muros, como límites de territorios o ciudades, desde entonces emprenden su búsqueda de nuevas delimitaciones etéreas en las alturas del cielo de la gran metrópoli, “esa determinación de Manhattan de llevar su territorio tan lejos de lo natural como fuese humanamente posible”, según asevera R. Koolhas en Delirio de Nueva York.

Para Mies Van der Rohe los muros no son esa materialidad envolvente que separa el adentro del afuera, en el fluir de los espacios acristalados de sus casas-patio, las divisiones internas levitan, articulando el recorrido de seres mundanos y cosmopolitas que aman su privacidad e intimidad; pero hay un segundo cerco que delimita las parcelas con muros que se cierran al exterior, a las miradas inoportunas, que dejan entre ellos construcciones artificiales de una naturaleza contenida en patios tratados como sitios de contemplación. Iñaki Ávalos en La buena vida, dirá al respecto: “Los muros están ahí para otorgar privacidad, para ocultar a quien habita, para permitir desarrollar dentro de la casa una vida profundamente libre, al margen de toda moral o tradición, al margen de toda vigilancia social o policial ―al margen, en definitiva, de esa insoportable visibilidad que la moral calvinista imponía a sus compañeros modernos y su arquitectura positivista.” Es evidente que su pensamiento y realizaciones no encajan con el ideal moderno de un hábitat igualitario y normalizado y lo acercan más al ideal del hombre autosuficiente y sin ataduras, más próximo del superhombre nietzschiano.

La mundialización arrasó con la utopías de un hábitat ideal, profundizó las diferencias de sociedades y pueblos marcando inequidades, y en todas o casi todas las ciudades del planeta se dibuja la pobreza de grandes sectores de la población en mosaicos de latas, medios muros y colores.

Los muros han adquirido infinitas formas a través del tiempo: masas de tierra, de piedra, o simples entramados y telas en sus orígenes, o placas de hormigón y acero en la modernidad, dibujan límites de territorios-ciudades y habitáculos. En unos casos propician introspección, protección, amparo, aislamiento; en otros, demarcan las relaciones entre seres humanos: tú–yo–nosotros–ellos. Ya sea que permitan el paso de la luz, o provoquen la penumbra o la obscuridad, que busquen la inmanencia o la trascendencia en el habitáculo, el templo o el palacio, que alberguen el poder o la fragilidad, la protección o el desamparo.

 

Imágenes: naturalogy; 139904; Caleb Oquendo;  Eva Grey.

La fe y otra realidad posible

Luis López López

 

«Mil veces has subido las gradas. Pero ¿has reparado en lo que ello te sugirió? Pues algo sucede en nosotros cuando ascendemos, aunque es muy fino y discreto y fácilmente pasa inadvertido. (…) Cuando subimos las gradas, no sólo sube nuestro pie sino todo nuestro ser. También subimos espiritualmente. Y, si lo hacemos reflexivamente, presentimos que ascendemos a esa altura donde todo es grande y perfecto: el Cielo, donde Dios tiene su morada».

Romano Guardini

 

Dirigir la mirada más allá de la materialidad de los objetos, pero desde esa materialidad que se extiende; dirigirla desde un instante efímero, pero inserto en el tiempo que le otorga historicidad; sin renunciar, no obstante, a la búsqueda de algo situado más allá de la realidad, algo que garantice lo eterno, es decir, el sentido de una verdad inmutable que permita a quien mira su tránsito por la complejidad de la vida… Una fe que se instala en la finitud de la existencia, aunque pretende escapar de ella al sentirla expuesta al devenir del tiempo, que la anula. El hombre, desde sus orígenes, ha pretendido trascender más allá de su condición mortal, creando entidades con formas superiores a las suyas, rodeándose de mitos y dioses, o simplemente de ideales inalcanzables. En su transitar, crea su entorno: su hábitat, objetual y simbólico, sacro y profano, que lo lleva más allá de su propia temporalidad.

¿Cochasquí fue un centro ritual-ceremonial, de observación astrológica, o una concentración poblacional? ¿Cochasquí es hoy un complejo arqueológico en el que se encuentren referencias a las fuentes de alguna identidad nacional? Las investigaciones del arqueólogo alemán Max Uhle (1933), de los científicos alemanes de la Universidad de Bonn (1964), o del astrónomo ruso Valentín Yurevitch (1986), no dan respuestas concluyentes a tales interrogantes y no se requiere de ellas para deducir a partir de esa materialidad concreta de bloques de cangahua, la búsqueda trascendente de quienes construyeron estos parajes. Una presencia potente en el paisaje andino que coincidencialmente se ubica cerca de la línea ecuatorial, de ahí su nombre: Cochasquí o  sitio de la mitad, que no solamente lleva a pensar en un sentido estratégico de control territorial -desde una mirada militar- o en el aprovechamiento de un lugar privilegiado de observación e indagación astronómica, sino en toda una aproximación hacia lo no conocido, aunque intuido, y que busca explicaciones más allá de los límites de la existencia humana.

Se habrán perdido o destruido otros tantos conjuntos de importancia semejante, mas esta potente intervención en el paisaje da cuenta de las ascensiones espirituales y referencias sagradas creadas por los habitantes de este territorio mucho antes de la conquista española.

La dominación colonial, paralelamente al control de hombres y territorios, impone la religión cristiana por sobre el imaginario nativo; reestructura el territorio de la mitad del mundo a partir de una red de ciudades con una nueva base simbólica extraída, para su nominación, del santoral religioso cristiano, y al interior de las villas distribuye los parajes, anteriormente ocupados por comunidades nativas, siguiendo el trazo de damero en que se ubican plazas, templos y conventos, y organiza la cotidianidad lúdica y sagrada de la nueva sociedad. Se funda un escenario que abarca todas las escalas, desde la territorial hasta la de los mínimos objetos. Este barroco andino organiza icónicamente los sistemas significantes de toda una época, portadores de valores sagrados y profanos de una modernidad que pudo ser diferente al contener componentes de ruptura que no se dieron en buena parte de los países de Europa por la Reforma, y por disponer del potencial que implicaba la unión de dos culturas.

En el 2013 visité la Capilla del Monasterio Benedictino ubicado en Las Condes, Santiago de Chile, construido entre 1962 y 1964; lo proyectaron Gabriel Guarda y Martín Correa. Este último participó del encargo siendo aún estudiante, pero luego dejó la arquitectura y consagró su vida a la contemplación monástica. Sin embargo aún conserva, cuando comparte sus experiencias, todo el entusiasmo del oficio al que quiso dedicar su vida inicialmente y que puso en los fundamentos de su única obra.  La capilla consta de dos volúmenes cúbicos blancos, de 14 por 14 metros en planta, con una altura que va entre los 10 y los 14 metros, que se intersectan en su eje diagonal permitiendo el paso de la luz, cuya presencia caracteriza el “discurso” místico de este espacio. Resulta paradigmático cómo el ideal racionalista y su abstracción minimalista, de fusión del espacio y la luz presente en esta edificación, se relacionan con la vida de su autor, acaso el “milagro” de la comunión de un ideal estético con la fe en que arquitectura y autor buscan la fusión entre presente y eternidad.

La palabra que nombra lo innombrable, la imagen que representa lo que no tiene imagen, el espacio que contiene lo que no tiene espacio, constituyen en la “creación” humana el tránsito de lo finito a lo infinito. La fe nace y perdura, en tanto estructura que le permite afrontar la complejidad de su existencia, generando los vínculos de comunidad necesarios para su transitar.

Más allá de la proclama nietzcheana de la muerte de Dios o del anuncio hegeliano de la muerte del arte, propios de la posmodernidad y tan influyentes en los comportamientos de las vanguardias culturales que la conforman, están latentes todo tipo de reflexiones y búsquedas sobre la significación trascendente de las palabras, los comportamientos y los objetos en la vida humana.  En un presente provisional, instantáneo, que no necesariamente ata pasado y futuro, la presencia de una temporalidad que dote de sentido a la morada individual o colectiva es buscada con afán, casi desesperación; la materialización de espacios cuyos contenedores se doten de significaciones en el afán de lo imposible deseado de atrapar en el tiempo y el espacio finitos, un absoluto inalcanzable. ¿Acaso no es esto poner fe en sus medios arquitecturales de búsqueda de sentido, de dar sentido a la existencia frente al desconcierto y su asombro permanente del mundo?

Robert Venturi, recientemente fallecido, trabajó durante casi toda su vida con su esposa Denise Scott Brown en una forma distinta de leer la arquitectura, destacando su capacidad expresiva y cómo el hombre común la percibe más allá de lo que ve, oye, palpa o huele, aceptando las complejidades de su historicidad, recorriendo desde el clasicismo hasta la misma modernidad e incluyendo también las culturas primitivas y sus saberes. Venturi y Brown comparten con Marshall McLuhan, Bob Dylan o Andy Warhol la experimentación de otra visión del arte, de los medios y la cultura popular en el siglo pasado: la del hombre en su relación fundamental con el otro, en el espacio entre dos, base de toda relación de comunidad. Esta visión no requiere únicamente del espacio sacro de elevación del hombre hacia la divinidad para superarlo en su condición de humanidad, sino de la multiplicidad paradojal del lenguaje objetual y simbólico con que se relacionan los seres humanos. Venturi lleva la interpretación de la arquitectura a indagar en las ambigüedades y contradicciones del mundo con humor, ambivalencia, suavidad, frivolidad; acerca la presencia de otras sintaxis poéticas, otros vocabularios propios de la condición humana, sin descartar incluso la ironía en su particular forma de pop(ulismo) arquitectural.

Ignasi de Solá-Morales, en diferencias – topografía de la arquitectura contemporánea, analiza la arquitectura como un “acontecimiento resultante del cruce de fuerzas capaces de dar lugar a un objeto, parcialmente significante, contingente”, y lo hace en una selección de edificios agrupados en dos momentos. En el primero, que va de 1945 a 1952, refiere a obras de Mies, Kahn, Aalto, Coderch, Gardella, en las que no se estaba inaugurando la funcionalidad, pero cuyo contenido funcional era explícito, fácilmente reconocible y comunicable, haciendo de ella su valor añadido. Y el segundo, de 1983 a 1992, con T. Ando, Herzog & Meuron, Ghery, Siza, cuyas edificaciones  pretenden superar el discurso lógico y narrativo a través de imágenes arquetípicas más profundas, relativas a lo natural en el hábitat, lo compartido y la permanencia en lo público, lo originario en la materialidad, la mediación de las imágenes de sentidos complejos. En el período analizado no trata de llegar a la codificación de signos pertenecientes a tales o cuales estilos o maneras de hacer, sino a la comprensión de sus manifestaciones singulares y a la búsqueda de valores superiores que no se dan únicamente en las edificaciones consideradas sagradas, de ahí que resulta curiosa su afirmación de que “con la desaparición de los dioses, de los mitos, de las ilusiones, también la arquitectura se ha vaciado de individualismo y subjetividad”. Mas el hombre encuentra sentido no solo en la fe, en dioses, mitos e ilusiones, sino que busca dar sentido a su existencia salvando su propia humanidad, en todas sus manifestaciones creativas, entre las que está la arquitectura, y en la simple temporalidad de sus actos, incluso en medio de la incertidumbre y la atracción de la nada.

Invirtiendo la afirmación del apóstol Pablo, “la fe es la sustancia de las cosas esperadas”, considero que aún se puede tener la sugerente pretensión de “hacer” mundo, rivalizando con el Arquitecto, y que otra realidad –inesperada- sería posible.

Recreación de la melancolía

Carlos Reyes

 

The very name of love is odious to chaster ears

 

En su disección de las circunstancias que provocan la melancolía, Robert Burton predica que aquella es una consecuencia del ocio, y una de sus curas posibles es la ocupación. El propio autor dedica su vida a escribir sobre la melancolía para no caer en ella (“I write of melancholy, by being busy to avoid melancholy”). El amor mantiene una relación particular con la melancolía. La escasez o el exceso de amor también pueden provocarla. Pero, además, el amor –quizá como una de sus variedades– es capaz de inspirar la construcción de mundos: Amor mundum fecit. De allí que la creación, y aún más la recreación de ciudades como escenario de la pasión amorosa, aspiren siempre al esplendor.

Reproducciones cinematográficas de plazas, calles, manzanas y ciudades históricas han buscado repetir la pasión que impulsó a sus creadores: “el rey y el emperador construyen ciudades en lugar de poemas” se anota en The Anatomy of Melancholy. Como en la carrera de cuadrigas de Ben-Hur, donde furiosos caballos galopan y baten la arena de un escenario asombroso que reinterpreta un circo romano. Un curioso contador de vueltas, tipo ábaco con figuras de delfines, indica el avance de la competición. A pocos metros de terminar la carrera, Messala (Stephen Boyd) pierde el control de su carro, cae a la pista y los cascos de los caballos lo destrozan fatalmente. El público ciudadano reunido en el grandioso anfiteatro vitorea a Judah Ben-Hur (Charlton Heston).

Atmósferas memorables también de recreación urbana fueron construidas para evocar a Egipto y Roma en la película Cleopatra (1963). Los sets se diseñaron y edificaron para revivir el deseo y el conflicto de sus personajes (la reina de Egipto y Marco Antonio, Taylor y Burton). El diseñador de aquella producción, John DeCuir, era conocido como el “constructor de ciudades” de aquel sistema de estudios. Algunas ciudades ficticias también han sido objeto de interpretaciones audiovisuales que aspiran al esplendor. Por mencionar una loable: la Ciudad Gótica de Batman (1989) se presenta como un ambiente propicio para explicar la obsesión de su protagonista. Dicha obsesión consiste en defenderla, sin descanso, como un lugar ético hostigado por villanos. La neblina nocturna persistente, la claustrofobia de sus callejones y la disposición arquitectónica de Ciudad Gótica inducen invariablemente al misterio y a la  melancolía. Por escasez de luz y apatía. En Ciudad Gótica los ciudadanos necesitan ser protegidos de un mal disparatado (el Guasón), que choca con sus naturalezas y rutinas. El coraje del hombre murciélago –en esa película y más aún en las siguientes entregas que exploran sus motivos– llega al sacrificio. Entre Batman y buena parte de los habitantes de la ciudad se intuye un pacto oscuro que, como el amor entre extraños, exige siempre renovarse, repetirse, confirmarse.

Lewis Mumford se refiere al sexo al aire libre en el mundo medieval cuestionando que “la pasión erótica era más atractiva en el jardín y en la madera –a pesar de rastrojos, tallos espinosos o insectos– que en la casa, en un colchón cuya paja vieja o caída nunca estaba completamente libre de humedad mohosa”. Si la apertura y soledad del espacio premoderno eran más confortables que la intimidad del hogar, y permitían el disfrute corporal gracias al divertido anonimato del campo abierto, la ciudad moderna aparecerá con sus propias soluciones al respecto de esa necesidad vital.

A la nueva ciudad, incluso antes de haber sido iluminada por las noches con lámparas de aceite y gas, “su propia grandeza la convierte en un admirable lugar de escondite (…) la relación que podría perturbar a una familia de provincia puede ser consumada con un mínimo de exposición. Un hombre y una mujer corren menos peligro por el cotilleo yendo a la cama de un hotel metropolitano que si simplemente cenasen juntos en el restaurante de un pueblo pequeño. De hecho, la ventaja de la metrópolis como lugar de escondite –una ventaja que los amantes ilícitos comparten con los transgresores más violentos de la ley y la convención– no es la menor de sus atracciones para los visitantes que pululan desde otras partes del país” (The Culture of Cities).

En la ciudad moderna los amantes curan su melancolía –según Burton “la mejor y última cura para la melancolía amorosa es dejarles cumplir su deseo”– recurriendo a varias formas citadinas de paraje. En lugar del anonimato campestre sus encuentros se satisfacen en el arquitectónico: dispersos entre la multitud coinciden en descansos, accesos, pasajes, recovecos, recodos, pasadizos, túneles, zaguanes, rellanos y pasos habilitados por el diseño. En los resquicios de la ciudad la mirada rehúye el descaro de quienes se tocan.

En la ciudad contemporánea la arquitectura aún pugna por superar lo netamente urbano, por sustraerse de aquello. El  extraño interés del urbanista posmoderno por vaciar de todo goce corporal auténtico a la ciudad actual –no se diga espiritual– se encuentra expresado de manera elocuente en la Carta de Atenas (1933-1942) de Le Corbusier y Sert. El manifiesto desborda urbanismo y desconoce a Eros. Lo urbano se conforma con solucionar los dilemas y tensiones del hábitat, del uso del espacio, entregando su decisión a la autoridad.

De manera quizá ingenua –o intencional– los autores de la carta sostienen que “en adelante la ciudad se construirá con toda la seguridad, dejándose, dentro de los límites de las reglas fijadas por ese estatuto (de uso de suelo), libertad completa a la iniciativa particular y a la imaginación del artista”.  El burócrata, luego de gobernar el suelo también ha sabido o intentado prescribir la arquitectura de la ciudad y encandilar al artista. ¿Fueron el horror e incertidumbre de las dos guerras mundiales las razones para reservar aún más el orden urbano al control absoluto del Estado?

En televisión dos programas recientes han recreado soberbiamente a la Nueva York de principios del siglo XX, no tanto por lo que la ciudad mostraba en esa época, sino por lo que prometía llegar a ser. Las producciones de The Knick y The Alienist reconstruyeron una ciudad propia para sus personajes y colocaron en ella sus historias, inseparables entre sí.

The Knick está inspirada en la vida de un médico residente en el Hospital Knickerbocker, en Harlem, y sus calles colmadas de inmigrantes irlandeses, italianos, rusos. El doctor Thackery (Clive Owen – Closer, Sin City) es un cirujano hábil con el bisturí, pero descontrolado en el consumo de drogas. Su rutina es estable hasta que conoce a Lucy Elkins (Eve Hewson – The 27 Club, Bridge of Spies). El antihéroe que juega químicamente consigo mismo, y no logra adivinar la psicología de una enfermera irlandesa, se extravía en una ciudad de carruajes, caballos, bicicletas, protestas y fumaderos de opio, detallada en sus calles, reimaginada en sus instituciones sanitarias. La ciudad de Thackery es el espacio donde se desmorona una frágil historia farmacológica de atracción y dependencia. Y quizá también de amor ya satisfecho.

The Alienist se sitúa en la misma ciudad y su juego se produce en el campo sicológico. El doctor Laszlo Kreizler (Daniel Brühl – Good Bye Lenin!, Inglourious Basterds) es un contemporáneo de Freud. A Kreizler le intrigan las conductas psicopáticas y se involucra en una investigación que pronto desemboca en un asunto policial. Lo que hace tambalear la habitual actitud indiferente del “alienista” Kreizler es la secretaria Sara Howard (Dakota Fanning – I am Sam, The Runaways). El analista se ve reconocido en la conducta distante de Sara y le halaga sobremanera que haya estudiado sus trabajos académicos. Nueva York resurge entera y viva en sus calles húmedas, con fango, fachadas de ladrillo visto, salones de baile, orfanatos y siquiátricos. El alienista y la secretaria no son cuerpos sino mentes que se buscan.

Que la melancolía se deba tanto a una falta o exceso de afecto, de amor, y que dicho sentimiento también modele ciudades, sugiere que hay urbes hechas con sus dos variaciones. Quizá incluso ambas en una sola ciudad. Berlin puede haber sido el caso más visible de esa situación. En la década del 90 todavía se apreciaba claramente el contraste entre una “ciudad” mal remendada por burócratas, lúgubre por privilegiar su amor al partido y a su ideología; y otra “ciudad” que tuvo la oportunidad de transformarse con alguna flexiblidad, cierto albedrío y más trazas de democracia liberal. En aquel momento una ciudad era todavía inequívocamente gris, y su vecina iluminada, reverdecida, visiblemente cuidada. A propósito de ese Berlin, vale la pena dedicarle tiempo a Counterpart, cuya premisa es que en 1989 el mundo y su historia se dividieron en dos, y en la ciudad se abrió un portal de acceso espacio temporal que los comunica de forma secreta.

Una vez construidas todas las ciudades (¿queda alguna por construir o incontables por recrear?) es el creativo el que cumple la tarea de rehacer otras en su interior. La ciudad es al mismo tiempo espacio y motivo para interpretar el mundo (en películas, tv) y proponer narrativas, cumplir deseos y concretar encuentros. La ciudad contemporánea, a pesar de que la política pretenda ajustarla hasta la melancolía del desafecto, es aún el lugar de imaginación y recreación de sitios extraordinarios y momentos históricos o ficticios.

Porque en contraposición el burócrata aspira a reglamentar completamente la ciudad bajo el esquema del urbanismo. El funcionario y el político ofrecen la invención, la renovación o la salvación de la ciudad. El sueño termina en el parque tecnológico y la ciudad del conocimiento que rápidamente caducan; el complejo habitacional y sus soluciones insuficientes; o la villa olímpica que en poco tiempo acaba desvencijada y arruinada. La ciudad enferma de melancolía en el delirio del funcionario.

Esos artificios, más característicos de regímenes dedicados a regularlo todo –entre el suelo y el cielo, de la cuna a la tumba– han hecho siempre visible su negligencia. Empezando por la organización arbitraria del territorio, que pronto pasa a ser ocupado por edificios públicos aparatosos, fachadas inexpresivas y monumentos exaltados. Así, fenómenos como, por ejemplo, el bloque habitacional con su limitación estética y psicológica, y su delirio funcionalista, acaban siendo solo una ligera variación del manifiesto ateniense de Le Corbusier. El urbanista suizo y su grupo pregonaron la democratización de la luz, de la vegetación, del espacio y la belleza. El bloque es su forma acabada.

Sin embargo, cabe también asumir que la melancolía urbana que logra el burócrata es diferente a la de otras ciudades, edificadas y repetidas lentamente, por siglos, sobre sí mismas. Otras ciudades, igualmente melancólicas, que conservan sitios de reflexión, meditación, coincidencias y goce. Parajes de ciudad. De aquellas hay muchas por explorar y evidentemente tiempo insuficiente para lograrlo. En cuanto a las otras, quizá solo sean el resultado de una forma temporal de melancolía incurable: la de quienes prometen lugares que jamás emergerán.

 

 

 

 

“Aire para sentir y sol para beber…”

Luis López López

 

No encuentro algo que sea más sencillo y a la vez más importante para la existencia humana, e incluso para la vida en el momento actual, que lo solicitado por Proust en un pasaje de En busca del tiempo perdido: “aire para sentir y sol para beber durante el breve tiempo de cada uno”.

La naturaleza y la cultura, lo humano y lo no humano, tienen en vilo su existencia en una era marcada por la asombrosa huella destructora del hombre en la época del capitalismo tardío. La confluencia de tiempos -procedentes de eras geológicas y de la humana- en un ahora signado por una vertiginosa sucesión de acontecimientos, en los cuales el hombre compite en productividad con los procesos de la naturaleza, lleva la reflexión sobre la ocupación del territorio a un particular entrecruzamiento de tiempo y espacio que va más allá de la cultura clásica, medieval o moderna. Esta configuración histórica excede los límites de una localización jerarquizada de lugares: religiosos-profanos, rurales-urbanos, resguardados-abiertos, remitiendo así al descubierto por Galileo: el espacio infinito e infinitamente abierto. Desde entonces la extensión sustituye a la localización; extensión que contiene una complejidad de realidades y situaciones que hoy se nos presentan como relaciones de ubicación.

 

 

 

 

 

 

 

Se afirma que el hábitat de la globalización actual son las ciudades y los sistemas de ciudades (en el 2030 el 60% de la población, o sea 5.058 millones de personas vivirá en ellas). No obstante, tanto la población concentrada en las urbes –“ciudad”-, como aquella que se encuentra dispersa fuera de ellas –“campo”-, se enfrentan a una misma problemática en lo que concierne a la ocupación del espacio, aunque sus infraestructuras y sistemas de significación sean distintos. La razón es que difícilmente se pueden separar los paisajes naturales y urbanos con sus condiciones específicas de existencia, aun cuando sus densidades sean diferentes. Esto es así puesto que los procesos de ocupación-destrucción no afectan solamente a espacios parciales o parcelarios, sino mundiales. Política, economía, conocimiento, tecnología son interdependientes, en el marco de los tejidos urbanos, como también se hallan sujetos a las “lógicas” de poder que apenas dejan pequeños intersticios por los que los hombres y sus micro entornos pueden optar de manera autónoma.

Al continuo del espacio geográfico y de las fronteras naturales se han superpuesto, a través de la historia, las fijadas por el hombre en su afán de control y dominio, cuando no de autoafirmación y exclusión. La gran muralla china, levantada entre el siglo V a. c. y el siglo XVI d. c., que ocupa una extensión de 2.700 km, separaba el mundo organizado y agrícola de China del mundo de los nómadas esteparios y franquearla venía a ser sinónimo de pasar de la caótica barbarie al mundo civilizado. El muro de Berlín (1949-1961) con apenas 43 km, constituyó un signo emblemático de la división política y económica del mundo impuesta por la guerra fría. En los dos casos, más que obstáculos físicos que impidiesen el paso de las personas, se trataba de barreras culturales de profundo significado étnico, religioso o político.

Esta segmentación del espacio real, natural o cultural se encuentra relacionada, por analogía directa o inversa, con el despliegue de lugares sin espacio real. Precisamente, se trata de lugares que sueñan con el territorio continuo, el espacio global integrado, con la humanidad; configuraciones que nacen de la utopía. Ebenezer Howard planteaba, hacia finales del siglo XIX, cubrir el territorio con unidades autosuficientes de hábitat integral, en las que se viva y se trabaje, en las que se den una relaciones armónicas entre campo y ciudad; la Ciudad jardín es su sueño utópico que apunta hacia el día de mañana. El urbanismo moderno, a inicios del siglo XX, formula su propia analogía de ciudad en la que el cuerpo y el espíritu habiten, se recreen, circulen y cultiven, una suerte de centro del pensamiento racional funcionalista. Avanzado el siglo, Buckminster Fuller ideó el Dimaxion, que es una forma de representar la esfera 3D de nuestro planeta en 2D, mediante un icosaedro desplegado. La importancia de esta utopía radica en que nos obliga a concebir el mundo de una manera diferente, más unido, no delimitado en este y oeste. “Los mapas tradicionales del mundo refuerzan los elementos que separan a la humanidad y fallan en revelar los patrones y relaciones que surgen del proceso de constante evolución y la aceleración de la globalización”, señala el Instituto Buckminster Fuller.

En la actualidad, los enormes problemas que resultan de la distribución de la población en el mundo requieren que nos interroguemos, no tanto sobre sí cabemos en el planeta o en qué lugar podemos aún ubicamos, sino en qué medida podemos convivir, relacionarnos, movernos, sobrevivir en él, sin que ello implique la exclusión del infinito número de singularidades que constituyen todas y cada una de las vidas y la heterogeneidad de espacios reales que las contienen, ya sea que se trate de espacios físicos o culturales. Hoy, al decir de Foucault: “Vivimos en el tiempo de la simultaneidad, de la yuxtaposición, de la proximidad y la distancia, de la contigüidad, de la dispersión. Vivimos en un tiempo en que el mundo se experimenta menos como vida que se desarrolla a través del tiempo que como una red que comunica puntos y enreda su malla”. Sin embargo, Foucault va más allá, cuando afirma que “todos los demás espacios reales que pueden hallarse en el seno de una cultura están a un tiempo representados, impugnados o invertidos, una suerte de espacios que están fuera de todos los espacios, aunque no obstante sea posible su localización”. El filósofo francés abre así un fascinante campo de reflexión sobre el espacio, les autres espaces, el de las heterotopías: “una suerte de contestación a un tiempo mítica y real del espacio en que vivimos”.Heterotopías que tienen una u otra existencia y/o significación, en concordancia con el medio natural y/o cultural en el que surgen, que pueden permanecer en el tiempo, representar cierre o apertura, ilusión o realidad.

En nuestro país, en el año 2017 acción Ecológica Ecuador lanzó la Ruta por la Verdad y Justicia para la Naturaleza y los Pueblos. En este recorrido, el petróleo en el Yasuní, las operaciones de Chevron-Texaco, la mano sucia de Petroamazonas, o las refinerías, contrastan con la significación de los valores ambientales de la llamada ruta de la Anaconda. Algo similar se evidencia en las operaciones mineras en la cordillera de El Cóndor, en Intag, o en diferentes páramos, en contraste con la ruta del Jaguar. La situación de los pueblos fumigados, los cultivos del banano, la producción industrial de la carne, la afectaciones de la palma aceitera, el secuestro de los ríos, muestran sus contrastes brutales con el ambiente dentro de la ruta del Ceibo. Y los desplazamientos, la urbanización salvaje, los basurales, contrastan con la ruta del Colibrí.

El espacio del sistema mundo capitalista, atravesado por una intención ético política que se expresa en los problemas del racismo, del falocentrismo, de una polarización y marginación heredados del urbanismo moderno, de una creación artística condicionada por el mercado, de una educación mediatizada por los centros de poder, requiere de una reflexión crítica multidimensional y diversa, que permita descubrir esos “otros espacios” en los cuales deberá transitar la existencia humana en los nuevos contextos históricos. Es preciso entonces descubrir formas distintas de ser con y en el mundo, de ser con y en el otro.

 

 

 

 

Ciudades infinitas

Camila Herrera Gómez
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Imagino dos hombres que caminan en direcciones distintas. Podría tratarse de un hombre silvestre y un comerciante cualquiera, de un tipo anticuado y un hombre moderno, podrían ser incluso Caín y Abel. Quizá uno de ellos es un hombre occidental que camina con rumbo oriente (hacia el pasado) mientras el otro avanza confiado hacia el poniente. Tal vez, estén destinados a encontrarse y fundar una ciudad. Puedo visualizar a nómadas y sedentarios, la distinción entre el mundo rural y el urbano, enfocarme por las diferencias entre quien recorre el paisaje que no ha sido marcado por la escuadra y la vía, y quienes transitan caminos que han sido tan recorridos que han perdido toda suavidad; toda organicidad. La naturaleza y sus ciclos siguen legislando, la forma del campo. La gente se mueve como se mueve el agua. Los caminos los traza el terreno. El territorio se construye a través de la mirada y el andar, a través de recorrer-lo.

Ilustración sobre Cardo y Decumano (Camila Herrera Gómez).

 

Tradicionalmente, confiamos en que la ciudad se forma a partir de un cruce de caminos, creciendo de manera más o menos radial en torno al encuentro entre estos ejes viales que los romanos llamaban cardus y decumanus, especialmente cuando el proceso fundacional para un asentamiento urbano era formal y planeado. La evidencia de este método es clara en todas las ciudades fundadas por el imperio e incluso su influencia puede reconocerse en América pues estos mismos ejes se reconocen fácilmente en la mayoría de pueblos y ciudades latinoamericanas de fundación española, habitualmente, en torno a su plaza principal. Entiéndase, sin embargo, que así como el rostro de Simón Bolívar en cualquier monumento no le da sentido al espacio, la morfología urbana por sí misma no colma a la ciudad de significado. El origen es algo sobre lo que hablamos constantemente e intuimos todos quienes habitamos la ciudad. Sin embargo, ocurre (al igual que en arquitectura) que de tanto nombrarlo, hemos dejado de preguntarnos sobre su pertinencia y su vigencia como punto de partida para comprender y pensar la ciudad y sus confines histórico-temporales. Parafraseando a Fabio Restrepo (profesor de arquitectura en la Universidad de Los Andes, Bogotá-Colombia), al remover la idea que tenemos interiorizada del origen podemos acceder al pensamiento libre sobre lo fundamental. En su “Diccionario de las Artes”, Félix de Azúa habla de la ciudad como una obra de arte suprema, puesto que incluye en sí misma gran cantidad de obras artísticas que deben juzgarse como elementos articulados constituyentes del significado de la ciudad. Dicho de otro modo, la población y el acto de habitar la ciudad es lo que le da significado. Podemos entender este acto como todo aquello que ocurre sobre el suelo y bajo el cielo y sucede gracias al intelecto y el espíritu de los hombres. Así, las dinámicas de la ciudad pueden trasladarse a espacios no construidos (como en tiempos de menhires), nómadas (como la ciudad caminante de Ron Herron) y fraccionarios sin perder su función humanística. Ya lo habían imaginado los utopistas durante las vanguardias artísticas, y de hecho lo estamos realizando en la estación espacial internacional, por ejemplo.

 

Ilustración de Ciudad Nómada de Ron Herron, 1964.

La idea de que la ciudad es una sumatoria de casas o edificios es, francamente, desacertada. Ciertamente, no se trata únicamente de una aglomeración de arquitecturas y habitantes, sino una red de alta complejidad donde interactúan infinidad de variables que van desde lo físico y medioambiental hasta lo cultural y espiritual. Cada parte incide sobre el todo, impidiendo que la urbe termine de construirse jamás. Al igual que la arquitectura, la ciudad existe en cuatro dimensiones, y permanece siempre ligada fuertemente al tiempo y su marcha. Podemos pensar en la ciudad como un escenario sobre el cual interactúan personajes, objetos y escenografías contemporáneos entre sí, a la luz de su propio pasado, mientras son juzgados por el público de tiempos venideros. Puede que esa sea la verdadera naturaleza de la ciudad, interpretarse a sí misma en tres tiempos diferentes de forma simultánea, permaneciendo siempre incompleta o “en construcción”. Ahora bien, cuando el propósito es pensar, es preciso darle vueltas al atajo, de modo que no estrechemos la mirada de “la arquitectura y la ciudad” como la de “la parte por el todo”. Las ciudades y la arquitectura comparten un arquetipo esencial que las ubica en igualdad de términos: el laberinto. Sobre esto han hablado arquitectos modernos como Le Corbusier, haciendo laberintos de sus proyectos, tanto como artistas maravillosos como Arthur Rimbaud, quien nos recuerda que el desierto es el más cruel laberinto, pues ni siquiera tiene caminos. El gran moderno, Walter Benjamin dijo, en sus recuerdos sobre su infancia en Berlín que “la ciudad reposa sobre un laberinto en el que es imprescindible saber danzar”.

 

Ilustración sobre los arquetipos (Camila Herrera Gómez).

Los arquetipos en arquitectura son múltiples y diversos. La mayoría parten de mitos acerca el origen de la arquitectura a partir de una necesidad, enunciando un afán de encontrar refugio ante las inclemencias de la vida a la intemperie. De aquí surgen los más comunes, la cabaña y la cueva. Sin embargo, las reflexiones más interesantes surgen a partir de aquellos arquetipos que plantea la arquitectura como un rasgo más de la humanidad, tan fundamental como la conciencia y el auto reconocimiento, identificando su origen como común al hombre en sí. Víctor Hugo resumiría este sentimiento diciendo que “la arquitectura ha sido la gran escritura de la humanidad”. Destaco aquí al laberinto por su naturaleza global, ritual y atemporal, características que comparte con la tumba. El templo y la tumba suelen tratarse como uno solo porque tienden a fusionarse y convertirse en uno solo y el mismo. El espíritu de lo sagrado queda impreso en ambos desde su concepción y al tiempo que nos comunican con el inframundo y lo subterráneo, dirigen nuestra mirada hacia los cielos. Aparece entonces el menhir (Stonehenge), la columna (Acrópolis de Atenas), la torre (Babel), el elemento vertical que alza sobre el paisaje de manera deliberada para marcar un sitio y convertirlo en lugar. La demarcación de un punto que puede divisarse desde grandes distancias, un punto de encuentro, un puerto en tierra firme: Manhattan. Un humano pétreo que anuncia a los vivos que han llegado a su destino.

En la Tierra andamos en sentido horizontal, principalmente por motivos gravitacionales. Sin embargo, la ciudad moderna parece haber trascendido esas barreras. Ya no está confinada por murallas, ríos, montañas o asuntos poblacionales y es claro que el límite es otro. Se alza casi infinitamente en sentido vertical con la misma ambición como lo hizo alguna vez sobre la llanura. La Urbe crece y con ella la brecha entre el cielo u la tierra, la luz y la oscuridad, los de arriba y los de abajo. Me pregunto si se crearán submundos como los que imagina la ciencia ficción, donde el sol no llega a los primeros pisos (¿o a acaso existen ya?); intuyo las nuevas distancias entre clases sociales, grupos armados, partidos políticos; sueño los paisajes arrolladores desde las alturas y recuerdo un pasaje del mismo Azúa que dice:

[…] cuando dos potencias opuestas y de una magnitud descomunal, como Satanás y Jesucristo, llegaron al contacto físico (un contacto que debió de dar lugar a una deflagración espiritual tan colosal que aún sufrimos las consecuencias) lo hicieron en la ciudad.

Se erigen hoy, como siempre, ciudades, trazando nuevos laberintos en los que perdernos o danzar.