A la espera de un tiempo tan oscuro, tan claro

Carlos Reyes

 

Supongo que no soy muy humano. Lo que realmente quiero hacer es pintar luz en el costado de una casa.

E. Hopper

 

 

Escatología

En un pasaje de sus Tres discursos en ocasiones imaginadas (1845), en los que trata sobre la inminencia de la muerte, Kierkegaard comenta dos anécdotas entrelazadas por la experiencia de morir. La primera corresponde a un joven que en la noche de Año Nuevo sueña que ha envejecido, habiendo desperdiciado su vida, pero que al despertar experimenta un cambio “honesto”: el sueño lo conduce de la muerte de su vida anterior a un despertar en su propio renacer, dejando aquel año viejo –y vida envejecida– en el pasado. La segunda anécdota relata la decisión de un emperador que ordena ser enterrado vivo, obedeciendo toda la ritualidad funeraria del caso. El gobernante tiene en esta situación, por sobre todo súbdito, la facultad de administrar su propia muerte, ejercer la soberanía de su cuerpo, pero el pago por tal prerrogativa es la vida. Kierkegaard la presenta como la “honestidad” propia de experimentar la muerte en un estado consciente. En última instancia se señala que quien quiera hacer una distinción entre estas dos sinceridades solo puede dirigirla hacia quien viva. Hablar de la muerte con los muertos, o los ya condenados, tendría poco o ningún sentido. Por añadidura se infiere la irrelevancia de hablar de la muerte en función de otros, en vista de que el asunto no puede ser sino estrictamente personal y subjetivo. La muerte es una experiencia y no un rumor.

El pensador danés insinúa que es necesario educar al hombre moderno no solo en sus limitaciones para aventurarse en intuir el sentido de la vida, también le señala su desconocimiento de la finitud. Porque solo un muerto podría quejarse con autoridad de todo tipo de hastío; el difunto es el único que puede presumir de inmutabilidad, de que las cosas no cambian, nota Kierkegaard. ¿Qué ser vivo puede honestamente entender aquello? Quizá de alguna manera una pregunta que ronda en el discurso es: ¿cómo pretende el hombre moderno especular sobre la vida –siendo tan cambiante– si tan solo la inexplicabilidad de la muerte es un desafío?

Una creciente área del “mundo” de la cultura, las humanidades y algunas disciplinas académicas parece haberse abocado sin más a la proclamación inexplicada (pero imperativa) de una muerte universal, del fin del hombre y el ocaso de la humanidad. La claridad exige suceder a estos tiempos oscuros. Se habla de la muerte en tercera persona de todo lo humano y del advenimiento de una realidad que sitúa al hombre en su fin. Esta postura, que se ha dado en catalogar como posthumanitarista, se promociona, por ejemplo, impregnada en decenas de títulos disponibles en el mercado editorial. Las librerías ofrecen en sus escaparates y mesas una cantidad importante de temáticas en las que se consigna una inminente desaparición del hombre. Ciertamente el sector del libro ofrece otros contenidos además de aquellos, y por ahora todavía prevalece el consumo de ficción en las preferencias de los lectores de todas las edades, pero la profusión de títulos que podrían etiquetarse como pesimistas, habla de cierta saliencia del fatalismo en dicho “mundo” de la cultura.

El asunto abiertamente no es nuevo. Las críticas a la humanidad y a su situación en el planeta han sido un ejercicio recurrente en el campo del pensamiento. Lo que hace particular el impulso posthumanista es que no se centra –o pretende no hacerlo– tanto en el ser, sino en una situación en la que lo humano se subordina al mundo y a sus componentes, en ocasiones hasta desaparecer. Es precisamente la idea de “descentrar” lo humano aquello que guía el ánimo del posthumanismo.

Al revisar los postulados del posthumanismo se encuentra –a grandes rasgos– que este recupera dos inquietudes (¿ansiedades, malestares de la cultura?) que frecuentemente se filtran en las conversaciones sobre el estado de la humanidad. Estas tienen que ver, por un lado, con las profundas desconfianzas y temores que genera toda máquina –toda artificialidad maquinal– para el campo intelectual, y por otro con la expansión de una lógica que progresivamente atribuye al ser humano una desconexión incriminatoria con respecto a la naturaleza. La máquina, la automatización y la robotización son asumidas por el intelectual como una amenaza al lugar que ocupa el ser humano en los propios espacios y situaciones que ha creado para sí. Teme el reemplazo del hombre y su inteligencia por el robot, los algoritmos y la inteligencia artificial. Como complemento el posthumanismo busca restituir al hombre, forzosamente –y desde una moralidad fundada artificialmente en la razón– a cumplir cierta obligación política de retornar a natura, como si en un arrebato el hijo inmaduro hubiese fugado del seno materno, obligado luego a regresar cabizbajo y arrepentido a los brazos de Gaia.

El miedo a la máquina, reciclado en el discurso posthumanista, mantiene su tensión gracias a un horror intelectual (ético, estético) ante la sola idea de la obsolescencia del hombre, pero también en el aferramiento a un algo misterioso y “puramente” humano, situado en un tiempo prehistórico. El fenómeno invariablemente recoge la idea de que el hombre es un hecho histórico que debe ser valorado en función de lo que hace, es decir en gran medida en relación con su trabajo. El laborismo que sintetiza de esa manera lo humano se sirve a sí mismo de marco de interpretación de la humanidad y de su valor. ¿Qué sucede entonces cuando se lo contradice y se propone que el valor del trabajo es subjetivo y no es inherente al ser humano, y qué además en buena parte puede y debe ser sustituido por la máquina? Con esa desilusión, si el hombre y su ser en el mundo fuesen realmente definidos por su labor, la máquina vendría a descompensar su situación histórica. La técnica luego sacude conceptualmente lo laborista y expone las limitaciones de un enfoque que, buscando restituir una humanidad supuestamente alienada, entorpece la valoración de la propia vida humana. El hombre, que con la máquina ha podido librarse de desgastes crueles en el agotamiento de su fuerza de trabajo, al mismo tiempo la recibe como un don misterioso, algo que él mismo ya solo puede mirar con recelo. Si de una “episteme” laborista se desprende un ethos que asegura que el mundo ya está explicado y lo que resta es gobernarlo, ¿qué se puede esperar de otra en la que no figure siquiera el propio ser humano?

En el campo estético el horror no solo ante la obsolescencia del hombre sino también a su simple aparición ha ofrecido muestras de una fuerza expresiva y desoladora. La obra de Edward Hopper, por poner un ejemplo, tuvo la particularidad de situar al hombre y a la mujer en distanciamientos e impersonalidades casi profilácticas. Casas, faros costeros, trenes, restaurantes con comensales de espaldas y rostros agazapados, comedores nocturnos con extraños compartiendo asientos en la barra: el siglo XX en plena ebullición se condensa con Hopper en la penumbra de una acomodadora de cine esperando que acabe la función (New York Movie, 1939). En uno de sus últimos cuadros (Sun in an Empty Room, 1963) Hopper ya solo se limitó a mostrar una habitación vacía en la que el objeto más significativo sería el juego de geometrías entre una luz, una ventana y unas paredes. El ser humano daba paso a la nada y el artista hizo de aquella un cuadro. Ciertamente habrá quien proponga que aun en ese vacío persiste la figura humana en forma de ausencia. Quizá sí.

Cuestionario para un fin de los días

¿El último hombre sabrá qué es el último? ¿Qué razones o intuiciones le servirán para navegar por la vida hasta el momento de su desaparición? ¿En qué convicciones morales sostendrá alguna ética dado que ya no tendría que responder a nadie humano sino ante sí mismo? ¿Lo habrá abandonado su propia conciencia? ¿Cómo podrá desarrollar una identidad sin alguien con quien contrastarla? ¿Estará listo para el fin? ¿Por qué él y no otro? ¿A quién desdeñará en la impertinencia de su juventud y a quién mirará con resignación en sus días finales? ¿Será acaso él mismo etiquetado como un fósil parlante en el contexto de lo posthumano? Tras su paso por el mundo, ¿dejará una nada robotizada o será el último de su especie y hasta poco antes del fin de sus días atenderá visitas posthumanas? ¿Concederá entrevistas o asignará una inteligencia artificial que redacte su biografía? ¿El último hombre quedará finalmente petrificado, en pie, o morirá de rodillas?

Redención

Regresar inexorablemente a la protección de natura parece ser la otra gran consigna posthumanista, además de resistir a los embates de la máquina. En la fenomenología de ese retorno posthumanista ya se produciría, por ejemplo, una resituación política de los animales (no-humanos, dice su ortodoxia) a un estatus igual al de los seres humanos (Singer y su ética animalista formulada en razón de la sintiencia). El retorno o reintegración con lo natural supone así un aplanamiento de los derechos humanos y la ampliación de otros no-humanos. Al consolidar la naturaleza en una sola animalidad (humana + no humana) ya no cabría limitar los derechos a un solo sector (¿se forja entonces la clase animal?). El posthumanismo con esto reclamaría un futuro mayormente no-humano, aunque no se aprecia que contenga una meditación sobre las proporciones de su demanda.

 

En pensadoras como Braidotti y su subjetividad posthumanista, que no sufre de “ninguna nostalgia por el Hombre” se encuentra uno de los referentes más difundidos al respecto. ¿Cómo formula la filósofa ítalo-australiana su re-concepción de la vida?:

La “vida” está lejos de ser codificada como propiedad exclusiva o derecho inalienable de una especie, la humana, sobre todas las demás. (…) la vieja jerarquía que privilegiaba la bios –discursiva, inteligente, vida social– sobre zoe –vida “animal” brutal– debe ser reconsiderada.

De lo anterior cabe decir algo. Si la vida ya no fuese “propiedad exclusiva” de la especie humana, como quiera que se entienda el ejercer la propiedad sobre la vida, entonces la administración de la muerte pasaría a ser una prerrogativa aún mayor del Estado. ¿Non sequitur? No. Por experiencia sabemos de la frágil situación de todo aquello “privado”, privativo del ser humano, especialmente ante el poder del Estado (propiedad, información, reunión, correspondencia, cuerpo, geoubicación). ¿Qué sucedería si se concibe la vida como “propiedad” alienable cuando se puede constatar que las sociedades modernas progresivamente han concedido la regulación de todas sus actividades al Estado? ¿Qué podría salir mal? La reconcepción de la vida por parte del posthumanismo, vista así, resulta el ejercicio inevitable de un castigo, sin posibilidad de perdón ni olvido. Los agravios del hombre costarán toda vida humana, pasando esta de ser un frágil derecho a un privilegio.

Pero además de su relación política con lo animal otro aspecto marca en buena medida el ímpetu posthumanista, y es su carencia de cualquier forma parecida a una redención. La reconsideración posthumanista sobre la vida, al dar por muerta la humanidad, aunque sea de manera diferida, desmantela toda posibilidad de salvación. Asume como imperdonable lo que ha hecho el hombre con la naturaleza. Aquella falta de redención también guardaría lógica con el rechazo absoluto del posthumanismo hacia toda forma de tradición. Porque es en y gracias a la tradición que la humanidad ha coordinado una serie de valores elementales para la convivencia, incluyendo sus contenidos más trágicos y apocalípticos.

El relato bíblico del arca y el diluvio condensan justamente la posibilidad de la redención para la humanidad en unas pocas oraciones. Primero, cuando apunta a una necesaria separación de la humanidad ante la animalidad, salvada esta última, esa sí, por su inocencia (más adelante la inocencia se simbolizará con atención en la figura del Cordero de Dios y su disposición al sacrificio ante lo más sagrado). En el arca se pone a prueba la virtud del ser humano, siendo el acuerdo de Noé con Dios un pacto de disciplina y paciencia. Salir a flote es un premio a la constancia, tanto como a la fe. ¿Es la fe reducible a la disciplina?

Al interior del arca los días de espera para salir a tierra firme están fijados, y no es sino el vuelo de las aves –el paseo de la libertad en el confín– lo que advierte el fin del diluvio. Nótese aquí que el animal coopera con el ser humano en la tradición judeocristiana, pero también hay una diferencia con otras tradiciones en las que el hombre, en lugar de obediencia, enfrenta a algún dios, o provoca a otro, indisponiéndose ante la naturaleza. En la Odisea la insumisión del protagonista pospone constantemente su desembarco final, su regreso a casa, porque antes del engaño o la derrota de los dioses, Ulises debe derrotarse a sí mismo y quizá a su orgullo; él, el ingenioso, debe humillarse. Si algo marca la diferencia entre las dos tradiciones no es solo la relación entre ser humano y divinidad, sino que en la helenística la redención es más bien un desgaste, un retorno que debe cumplirse por voluntad divina. El retorno del rey de Ítaca luego de veinte años está colmado de vicisitudes, negociaciones y compromisos de sacrificios con dioses:

― Sacrificaremos a Poseidón doce toros escogidos, por si se compadece y no nos oculta la ciudad bajo un enorme monte.

[…]

― En esto se despertó el divino Odiseo acostado en su tierra patria, pero no la reconoció pues ya llevaba mucho tiempo ausente a su isla

Despierta Ulises como de un sueño a una nueva-vieja vida en la que debe reconstruir su familia y su reino plagado de impostores. ¿Y qué si los dioses no disponían el retorno de Ulises, su rehabilitación, su renacimiento? En el contrato bíblico, por otra parte, las condiciones están dadas y son claras: el hombre y la familia obtienen la recompensa de restituir tanto la animalidad en la naturaleza como la humanidad en el mundo.

Finalmente, hay en torno a la postulación de las ideas posthumanas cierta ambigüedad. ¿Son aquellas un diagnóstico intelectual o una advertencia política? ¿Ambas? Si fuese solo lo primero podría hablarse de un fatalismo que no tendría mayor lugar a discusión, puesto que si el fin es inminente carecería de sentido ocuparse de él, mucho menos conversarlo. Aquello sería intrascendente, además, porque la pretensión que presagia el fin de la humanidad atraviesa una falta de evidencia empírica en los ámbitos económico, político, ecológico, energético, etc. La saliencia de las teorías más distópicas se encuentra, como se dijo antes, en los exhibidores de best-sellers. La idea del “fin” humano se asienta en una expectativa ante todo supervivencialista, con las particularidades que tiene la posmodernidad: la difusión en baja resolución de toda catástrofe posible a través de las redes globales, los proyectos ideológicos de cualquier partido político que oferta salvaciones públicas impostergables, el reciclaje continuo en los medios masivos de contenidos escandalizadores. ¿Es entonces un ultimátum?

Es particularmente notorio –o sería provechoso interrogarse– sobre el totalitarismo que está contenido en la ensoñación del futuro que reclama el posthumanismo, en ese situarse hacia otro tiempo advirtiendo que el presente es el momento imperativo para su consecución. Dicho totalitarismo se aprecia –con cierta facilidad – al observar con detenimiento las proposiciones del tipo “el futuro será de X forma o no será” anotadas frecuentemente en la cartelería de la protesta social. ¿Qué ha pasado con todas aquellas experiencias sociales en las que se ha procurado –radicalmente– modelar el futuro a título personal o grupal? ¿No ha sucedido que –como muestra, el s. XX– en última instancia la imposición de un universalismo desde la política ha requerido del uso de la violencia absoluta por parte del Estado?

La proposición “el futuro será de X forma o no será” tiene una de esas particularidades que se entiende gracias a una idea de Daniel Dennnet, a la que en su momento llamó “profundina” (deepity). Un profundina (a falta de otra traducción) o seudo profundidad es una proposición que en una lectura resulta trivial, aunque posiblemente verdadera, pero en otra carece de sentido. Por ejemplo, la proposición “el arte ha muerto”. En una primera lectura podría ser cierto que el arte (varios estilos, múltiples escuelas) haya muerto, pero aquello dice poco o nada, siendo más una postura que una tesis. Por otro lado, si la proposición se tomase en serio supondría una revelación absoluta. Imaginemos: el arte ha muerto.

El asunto con proposiciones que urgen por un futuro imperativo condicionado a lo posthumano es que no solo podrían enmarcarse como seudo profundidades, sino que en las circunstancias actuales –y debido a que mayormente están avalados por ciertos sectores de la academia– es que se han tomado colectivamente en serio y ya forman parte del discurso social, sin ser objeto de mayor discusión sobre su propia conceptualización. Los escritos que conforman el corpus de la idea de lo posthumano tienen unas implicaciones políticas que parecen no están dispuestas a esperar que dicho fin-humano llegue, sino que ya asoman –auspiciados por intelectuales como Singer o Braidotti– en decenas de activismos que cada día logran instalar alguna prerrogativa catastrofista en las políticas públicas. El posthumanismo le indica a la sociedad que el castigo es su expresión ética.

La muerte, recuerda Kierkegaard, ha recibido también el nombre de “noche” y acaso el propio hombre, decepcionado de ver en sí una imagen sin misterio y sin animalidad, haya señalado accidentalmente el camino a su ultimación. Llegar tan lejos solo para anochecer con nadie y amanecer ante la nada.

 

Saltar el muro para inventar la puerta

Carlos Reyes

 

Humpty Dumpty sat on a wall,
Humpty Dumpty had a great fall.
All the king’s horses and all the king’s men
Couldn’t put Humpty together again

Mother Goose

 

 

Intramuros

En el repertorio de Marcel Marceau figura una pieza intensa titulada “La jaula”, en la que su personaje Bip, al ir de paseo, se encuentra repentinamente con una pared, un muro total que le impide el paso. Al tocarlo descubre otras superficies que conforman una especie de caja en la que acaba atrapado. Su espacio de maniobra se estrecha cada vez que explora las paredes. Bip insiste en examinarlas, sin salir de su asombro. Casi rendido, el personaje logra atravesarla con un puño y un desgarro, y escapa del encierro. Los restos de la caja quedan atrás, y al continuar su camino se le presenta otro desafío: otra caja, otro desgarro y otra fuga.

El motivo de los desafíos propios de la existencia humana se expresa en aquella “jaula”, sintetizando las dificultades que conlleva el “ir por la vida”. Porque si bien la subsistencia se compone de obstáculos, el grado de complejidad que estos tengan puede llegar a interpretarse como encierros, cautiverios sin solución aparente. Por supuesto, también se encuentran interpretaciones de aquella pieza de Marceau que sostienen que el personaje estaría retenido por terceros. Sin embargo, no hay algo en la obra que permita afirmar que un agente específico sea el responsable de su situación, puesto que el personaje iba por la vida, hasta que, simplemente, se encontró en aprietos. Acaso sea más viable señalar que es el propio Bip quien se mete en el embrollo, por haber escogido aquel camino.

Los encuentros imprevistos con muros, y su superación, no son algo particular de los tanteos existenciales del hombre moderno. ¿Qué encontraban algunos extranjeros feroces sino una muralla como recibimiento en sus aventuras de conquista y venganza contra la ciudad antigua? Si los guerreros asediaban los muros con lanzas y piedras –y luego fuego y cañones–, en contraste, los modernos arremeten contra su propia cautividad, imaginándose atrapados, por ejemplo, en un sueño, en un rostro eternamente joven, en el cuerpo blando de un insecto. Su cuerpo y su mente conforman los muros de su laberinto. Paralelamente, en la medida en la que en el mundo algunos desafíos decaen, actualmente abunda la perspectiva de que lo que nos rodea es una trampa, un muro que excluye, una injusticia con la que lo reprobable consiste en no indignarse.

 

Extramuros

El muro, como objeto y concepto, mantiene (por decir lo menos) una mala reputación, especialmente en unos momentos y espacios políticos que promocionan la apertura y la fluidez como valores universales. Cierta moralidad sanciona a quien formule “ideas” que se asemejen a muros de contención social. Este rechazo –parece evidente– no es difícil de entender, por las implicaciones que tiene el muro en múltiples contextos. Hay muros que aún se utilizan para reducir la circulación de poblaciones que mantienen conflictos milenarios, y operan como barreras divisorias del diálogo entre culturas en territorios en disputa; existen kilómetros de cercas que difícilmente pueden aislar más a unas personas ya separadas por diferencias irreconciliables. Hay rejas –que intentan funcionar como muros– en países con reacciones identitarias, reñidas profundamente, por ejemplo, con las ideas del multiculturalismo. Los discursos de apertura y fluidez que discurren en calles, parlamentos y marchas habrían encontrado sus cierres, no a manera de paredes, sino en acciones de política interior y en fronteras: más que obstáculos monumentales, surgen barreras de entrada con fuerza de ley. Ante esta situación, los límites parecen haberse revertido en un tipo de desafío que el ingenio humano contemporáneo ya no pretende resolver o infiltrar con astucia, si no derrumbar, en pos de provocar la apertura total.

Los muros fronterizos no resultan sino excepciones en un mundo profundamente regulado por las particularidades migratorias de cada Estado. Las construcciones limítrofes entre países, que según algunas interpretaciones se han multiplicado, realmente parecen haberse sofisticado en el campo político, con filtros, controles, pasaportes y visados; es decir con leyes acompañadas de unas pocas vallas. Es cierto que en años recientes se han discutido proyectos exaltados –y altamente mediatizados– que proponen construir nuevos muros, o ampliarlos en varios territorios, pero si se considera el crecimiento poblacional global y las recientes migraciones masivas de personas, sus efectos aparecen más estéticos y electorales que prácticos. El flujo humano de los siglos XX y XXI ha sido incontenible.

La tensa problemática de la migración –que en ocasiones surge por unos pocos muros ilusorios– bien podría discutirse desde una pregunta difícil que resuena en varios debates culturales y políticos, especialmente en aquellos relacionados con la apertura y cierre de fronteras: ¿cómo sostener una ciudad, o un país, sin un muro o algo semejante a un límite? La cuestión está, quizá, en los acuerdos que se logren al hablar de “sostenimiento”. ¿Qué es, o cómo debe entenderse una permanencia que no termine en el colapso de la inacción?, ¿qué es pertinente conservar y sostener en el tiempo, observando que no se corrompa? Por otra parte, la apertura total y el desmantelamiento de muros, barreras y fronteras, también debe ofrecer algún bosquejo del tipo de consecuencia que busca. Esta sería una invención social que algunos sugieren ya se refleja en el proyecto europeo actual. Si pensar el destino del territorio desde el punto de vista de su sostenimiento –entiéndase entre ello la continuidad de sus instituciones–, es un reto que polariza, ¿qué decir entonces acerca de la apertura?, ¿cuál es su forma y su límite?, ¿los tiene o la apertura requiere ser total? Europa y su libre circulación interna de personas, considerando las crisis que atraviesa en años recientes –en parte atribuidas a cambios demográficos–, ¿sirve al mismo tiempo de ensayo y error para conseguir algún balance?

Los muros, como las fronteras, son una dimensión de la vida política, y su simple eliminación agrega complicaciones adicionales que no siempre se dirimen pacíficamente. Porque si bien los muros pueden ser muy rígidos –y ciertamente exigen serlo– no fueron concebidos sin entradas y salidas. El problema de su rigidez consiste en que, si en ellos no se habilitan puertas, acaban siendo saltados, o desmantelados; si la realidad por fuera de las murallas se interpreta como una caja asfixiante, el actor, por supervivencia, no dudará en desgarrarlo todo para sobrevivir.

 

Portales imaginarios

Ante el dilema de la apertura o cierre de las fronteras quizá sea necesario prestar atención a una respuesta en la que curiosamente coinciden dos corrientes de pensamiento contrapuestas. La respuesta se conoce como Estado nación y, al igual que los muros, en la actualidad no goza de buena reputación.

Por parte de un pensamiento que podría enmarcarse como progresista, en la tesis que elabora Dani Rodrik se propone que el Estado nación sería la forma de organización socioeconómica más pertinente para lo que alguna economía política denomina gobernanza global. En su crítica al globalismo, Rodrik (Estambul, 1957) lo interpreta como un escenario propicio para la desregulación de la economía y el descontrol de los mercados –lo que algunos académicos y activistas caricaturizan como “capitalismo salvaje”–. Para Rodrik, el Estado nación –principalmente el gobierno a cargo– es la instancia necesaria para regular la economía y hacer sostenibles a los mercados. En su visión, el Estado nación es el ámbito apropiado para la economía y sus movimientos.

En cuanto al componente “nación”, el economista ha argumentado que no le interesa definir sus particularidades, puesto que su enfoque se sitúa en el Estado. Sin embargo, debe regresar a lo “nacional” –cultura, autoidentificación– cuando requiere trazar, desde la geografía, los límites de aquello que administra un gobierno. El cierre de la frontera resulta aquí un asunto de referencia ineludible, porque si bien las historias nacionales pueden contener elementos arbitrarios, el trazo de las fronteras exige pragmatismo al momento de analizarlas. Aquí lo nacional es, o parece ser, lo que los habitantes de un territorio consideran como vinculo de identidad entre vecinos extraños, y esto bastaría para fijar los hitos del país.

Por otra parte, el Estado nación –y aquí particularmente lo “nacional”– es para el historiador conservador Yoram Hazony (The virtue of nationalism) el conjunto de atributos culturales que cohesionan a personas que comparten ciertas historias, además de otras señas: “una serie de tribus con un idioma o religión común, y una historia pasada actuando como un organismo para la defensa común y otras empresas a gran escala”. Una de las tesis de La virtud de Hazony consiste en atribuir precisamente al nacionalismo de cada país la mejor manera de prevenir la reaparición de un totalitarismo como el que se apoderó de Alemania a principios del siglo XX. Para esto Hazony (Rehovot, 1964) hace una distinción entre nacionalismo e imperialismo que resulta arriesgada. En su idea, lo que motivó la catástrofe de la Segunda Guerra habría sido responsabilidad mayormente de una visión imperialista de la historia, por parte de la política del nacionalsocialismo. Lo nacional-identitario sería para Hazony un agregado guerrerista de campaña, más interesado en revivir un tercer Sacro Imperio para Alemania que, como región, estuvo caracterizada durante siglos como una colección de principados con costumbres comunes, pero también conflictos territoriales zanjados en el siglo XIX. La nación alemana sería, en este sentido, otro invento de la modernidad, localizado en el centro de Europa.

Aparte de las críticas que se puedan formular sobre estas tesis –a la de Rodrik, por intentar desembarazarse de lo nacional cuando resulta significativo para fijar la frontera; a la de Hazony por estirar su interpretación de lo nacional e imperial– debe llamar la atención su reposicionamiento del Estado nación, puesto que los dos lo contraponen al globalismo. ¿Por qué el Estado nación regresa con estos y otros autores, cuando un sinnúmero de pensadores y políticos han resuelto asumir lo nacional como una “invención”, intentando proscribirla, por ejemplo, en Europa? ¿Es acaso el Estado nación realmente un marco menos rígido y peligroso de lo que se piensa para coordinar las relaciones sociales y definir los límites entre culturas? Quizá para ver lo que sucede cuando lo nacional se ve amenazado sirva referirse a varios resultados electorales recientes en Europa y las ofertas de los partidos que lo patrocinan: restricciones de movilidad, controles migratorios más estrictos, cierre de fronteras, algunas vallas nuevas y otras reforzadas.

Ante la afirmación de lo “nacional” como una ficción, la postura de Rodrik y Hazony parece plantear que su carácter de relato no lo hace menos significativo y práctico para preservar comercios estables y proximidad entre extraños, en sociedades cada vez más complejas. Si los nacionalismos son capaces de conducir reacciones abruptas, levantando todo tipo de muros –políticos y materiales– cuando se perciben acechados, ¿es probable que en poco tiempo se delegue su contención al supraestado, con Europa como ejemplo?

Aceptar a la nación y a lo nacional como inventos particulares de cada territorio también conduciría a pronunciarse sobre la intención declarada de generar una “conciencia” europea. ¿No es acaso aquella una utopía que suprime lo nacional local para consagrar otro Estado burocrático, en este caso intranacional? ¿Qué sustrato de realidad o imaginación ofrece Bruselas para suplantar lo legendario y lo patriótico que se formula en la nación, viendo que en sus propios documentos habla de “pueblos” de Europa? ¿Qué delimita esos pueblos y esa conciencia? Europa ciertamente podría intentar disimular o reprimir las creencias nacionales de todo el continente, pensando que así sería viable desaparecerlas con el tiempo, pero aquello sería un esfuerzo difícilmente inaplicable para con el forastero que continuamente logra instalarse en él. Porque, que se sepa, el migrante que cruza fronteras, tanto el que aterriza como el que se arroja al mar y salta vallas para acceder al estado de bienestar, lleva consigo también sus particularidades identitarias nacionales, organizadas en torno a relatos que pueden ser más o menos ficticios: le acompañan el heroísmo fundacional de su lugar de origen, la sacralidad patria del territorio que dejó. Y poco puede importarle algún muro que interrumpa su paso.

El nacionalismo se apresura a levantar muros que la desesperación no teme asaltar, mientras sus alternativas fijan puertas que solo unos pocos tocan.

Imágenes: C. Reyes

Un algoritmo Gulag

Carlos Reyes

 

«El hecho de mostrar a un detenido que abandona la cárcel no nos explica la libertad»

Sartori

 

Los comisarios

Al diplomático Alexander lo sorprendieron, al parecer, de paseo por la calle. Sin que lo sospechara, un espontáneo se le acercó de manera efusiva entre la gente, llamándolo por su nombre. Quizás desconcertado por un extraño que aseguraba conocerlo, en cuestión de segundos estuvo arrimado a un vehículo dedicado a capturar “culpables”. A Piotr lograron convencerlo, en su trabajo, de que había ganado un voucher para disfrutar unos días de descanso. Junto con su esposa se dirigió a la estación, y lo detuvieron allí, con un equipaje que llevaba quizá más de lo necesario para una condena de no menos de diez años. En el caso de Irma, se supo que fue guiada a la Lubianka por el mismo juez a quien había invitado a pasar unas horas en el teatro Bolshoi. Al finalizar el evento, su acompañante simplemente la condujo al interrogatorio.

El Archipiélago Gulag de Aleksandr Solzhenitsin (Kislovodsk 1918-Moscú 2008) entrega con las memorias del destino de Alexander, Piotr, Irma –y de otros cientos–, un repaso al encarcelamiento de la población rusa, atrapada desde el triunfo del bolchevismo, en un ambiente político urgido por la “depuración política”. Las detenciones y ejecuciones, selectivas y colectivas, se convirtieron rápidamente en la solución penal a la imposibilidad de convencer a la ciudadanía de las bondades de destruir el mundo conocido; destruirlo, por supuesto, para plasmar uno mejor.

El archipiélago es también una reflexión desesperada sobre el encierro político. En el recuento, las capturas muestran un aislamiento operado para la supervivencia del partido: “te detiene el ciclista que tropieza contigo en la calle; el revisor del tren, el taxista, el empleado de la caja de ahorros, el gerente del cine, cualquiera puede detenerte, y solo te dejan ver su carnet rojo, que llevaban cuidadosamente escondido, cuando ya es demasiado tarde”. El comisariado se practica colectivamente para sobrellevar la liquidación de todas las libertades.

En las anécdotas de los prisioneros del Gulag se mezclan el lamento y el asombro ante el momento de la detención; en la confusión de la noche o en situaciones impensadas –en el trabajo, en la tabla del quirófano–: “¡A mí, por qué!”. Los recuerdos pertenecen a Solzhenitsin y a otros que atravesaron el arresto y tortura, para luego cumplir su reeducación en alguno de los campos o colonias del sistema. Pero el texto no se limita a exponer uno de los capítulos más grotescos del siglo XX. En varios pasajes Solzhenitsin insinúa aquello que lleva a unas personas a encerrar a otras:

El que uno dé con sus huesos en la celda de los condenados a muerte no depende de lo que haya hecho o dejado de hacer, sino del giro de una gran rueda movida por poderosas circunstancias externas.

El encierro descrito es patente en todo el territorio, y toda persona está a vísperas de su reclusión. Y si en un primer momento los arrestos eran una sorpresa, con el paso de los años eran prácticamente esperados. No parece tampoco operar en aquel contexto un poder mayormente mecánico, sino una suspensión premeditada de la existencia y un silenciamiento estratégico de toda forma de disidencia. Este aspecto es quizá uno de los más complejos que afrontó la dirigencia política soviética en su momento, porque ¿cómo contener a millones de personas, testigos de la situación económica en el campo y la ciudad? ¿Cómo procurar que no se filtre la realidad a través de las fronteras si no es achicándolas hasta el tamaño de una celda, o con la servidumbre de los trabajos forzados?

¿Es la modernidad el marco infeliz y propicio para ese acontecimiento llamado Gulag? La apreciación que Arendt hace de la historia contiene precisamente esa idea, en la que tanto el gulag como el exterminio nacional-socialista pueden ser vistas como expresiones de una mecanización contemporánea de la existencia:

La transformación del Gobierno en Administración, o de las Repúblicas en burocracias, y la desastrosa reducción del dominio público que la ha acompañado, tiene una larga y complicada Historia a través de la Edad Moderna; y este proceso ha sido considerablemente acelerado durante los últimos cien años merced al desarrollo de las burocracias de los partidos (Sobre la violencia).

La modernidad para Arendt es aquello que hace explicable, por ejemplo, al monstruo Eichmann –la forma que encarna el mal–, puesto que el hombre es arrojado en él solo como un sujeto de cumplimiento; en el caso del exfuncionario y exoficial nazi se le atribuye falta de imaginación para dirigir el horror (Eichmann en Jerusalén). Pero aquella interpretación y la categoría de lo “banal” quizá no logren realmente explicar lo sucedido en el Gulag –y tal vez tampoco lo acontecido en el campo de concentración– aunque la pensadora encuentre similitudes entre sus dos ideologías, el nazismo y el bolchevismo. Por ejemplo, en sus respectivos nacionalisimos y a la vez sus afanes internacionalistas y expansionistas.

En su recuento del juicio de Eichmann, la perspectiva de Arendt recurre a un marco de interpretación contra-moderno para intentar sosegar la monstruosidad que los captores encuentran en el reo. En su reporte, Eichamnn no era un Yago ni un Macbeth, sino, en su momento, un funcionario diligente, un retoño de la modernidad. Pero con esto en mente, ¿cómo explicar la “golondrina” que detalla  Solzhenitsin como simple práctica burocrática?: “se le pone al preso en la boca una toalla larga y recia (la brida) y los extremos se le atan a las plantas de los pies pasando por la espalda. Y de este modo, hecho una rueda, tumbado sobre el vientre, crujiéndote la espalda, pásate un par de días sin comida ni agua.” ¿No se requiere imaginación para probar el golpe en el nervio ciático que describe, “cuando el glúteo ha enflaquecido después de un largo ayuno”?:

No duele en el lugar del golpe, sino que estalla en la cabeza. Después del primer golpe, la víctima, loca de dolor, se rompe las uñas contra la estera (…) Después de la sesión, el apaleado no podía caminar, pero no se lo llevaban a cuestas, sino que lo arrastraban por el suelo. Las nalgas no tardaron en hincharse de tal modo que era imposible abrocharse los pantalones, pero casi no quedaron cicatrices.

Si se quiere explicar el horror del archipiélago con razones de burocratización o inercia, debe tenerse presente también el entusiasmo ideológico en todos los niveles de la administración. Y el ingenio. Por ejemplo, sobre el modo en el que los jueces de instrucción del Gulag interrogan a los detenidos por sus conversaciones mutuas:

Pero llevaba tres días sin dormir. Apenas le quedaban fuerzas para seguir su propio pensamiento y para mantener imperturbable el rostro. Y además no le dejaban ni un minuto para pensar. Dos jueces de instrucción a la vez (les gusta hacerse visitas) se echaron sobre usted: ¿De qué? ¿De qué? ¿De qué? Y usted hace una declaración: hablamos de los koljoses (de que no todo funciona aún muy bien pero pronto se arreglará). Hablaron de las primas. ¿Exactamente en qué términos? ¿Se alegraron de que las rebajaran? La gente normal no puede hablar así, de nuevo resulta inverosímil. Hay que darle credibilidad: nos quejamos un poquito de que estén apretando un poquitín con las primas. Y el juez, que escribe el acta de propia mano, traduce a su lenguaje: en este encuentro calumniamos la política del partido y del Gobierno en materia de salarios.

Hay algo evidente: nadie estaría dispuesto a arriesgar el cargo o la vida, cuando la fragilidad jurídica dispone que incluso el propio comisario sea un reo en potencia si no cumple sus instrucciones. Y evidentemente hay un componente de terror que fomenta la diligencia en el procesamiento de millones de personas, quinquenio tras quinquenio. Pero también debe asumirse la plena conciencia del torturador creativo para el sostén y ocultación del sistema. ¿Qué puede tener aquello de banal?

El sistema de represión que se normalizó en la Unión Soviética conduce, invariablemente, a pensar en la ideología que lo puso en práctica. ¿Por qué ideas específicas perseguir, encerrar, aniquilar? ¿Por qué razonamientos convivir con la muerte? La historia del archipiélago podría responder aquello en parte, si se entiende que la supresión de una libertad, la de palabra, conduce hacia la ausencia de todas las libertades. Con su supresión se traza el camino de las demás, y siendo la menos evidente quizá es la más susceptible a ser postergada. Una vez suprimida la palabra, toda libertad queda en suspenso, puesto que ya no es posible siquiera hablar de su propia ruina, de ella misma como recuerdo. ¿Cómo hablar de verdades como la tortura y la muerte si están proscritas? En la tragedia las palabras tienen la característica de arrastrar a todo el mundo consigo cuando con ellas se admite la verdad. ¿Cómo habría de descubrir la verdad de Edipo si no presiona a Tiresias, la ciega voz de la experiencia, aún a costa de su propia desgracia? Tiresias, que conoce la vedad e intuye sus efectos, pretende retrasarla con otras palabras, con ruegos, para que Edipo desista en conocerla. Porque la palabra y la verdad son necesariamente la perdición del parricida, el mismo que se ha puesto una venda en los ojos. Su desenlace es, irremediablemente, la ceguera y la catástrofe:

Mientras vive, al hombre acechan en la sombra Muerte y Hado,
y él espera su embestida como víctima mortal.
No llaméis dichoso a nadie, mientras no haya traspasado
los umbrales de la vida sin probar la adversidad…

Es realmente entendible el temor colectivo ante la idea de publicar la destrucción causada por las ideas de un régimen como el soviético, lo que facilita que el silencio forme parte de la rutina; así también el silencio permite que rara vez se ponga en cuestión el valor de la identidad política, de todas las identidades que giran en torno a ella. Y si bien la época zarista no se caracterizó por el ejercicio de la libertad de palabra, los órganos de seguridad del Estado revolucionario se empeñaron en superar el mismo absolutismo que cooptaron.

 

Los activistas

No es raro encontrar editoriales en Internet que atribuyen virtudes cívicas al activismo ciudadano en las redes sociales, sugiriendo (frases más o menos) su utilidad como tribunas de opinión. Con esta perspectiva, las redes se asumen como una herramienta para elevar quejas en asuntos sociales, iniciar movimientos políticos, o incluso fiscalizar a los poderes públicos. Las redes sociales (especialmente Facebook y Twitter) se han nutrido de voces y expresiones que aspiran a modificar el curso de la política. Es claro que las rutinas de toda experiencia política se han visto afectadas por aquello que circula en ellas, pero no es menos cierto que su alimento es, con frecuencia, el descontento y el exabrupto.

La propia ingeniería de las redes sociales es, al menos, corresponsable de un ambiente que además de agresivo es solitario. Especialmente para las personas que le dedican más atención, las redes son un problema psicológico, puesto que levantan en torno ellas una burbuja silenciosa de incomunicación. Hay evidencia de que las personas filtran la aparición de aquellas publicaciones que se oponen a sus valores, llegando a bloquear y cortar toda amistad (virtual y real) con quienes las divulguen en sus redes sociales. Su uso excesivo hace imposible compartir espacios de trabajo cuando “el otro” no expresa sus mismas percepciones de la realidad. En un juego de censuras mutuas, las reacciones en redes sociales exhiben a unos usuarios impugnando la existencia virtual de otros, sin siquiera conocerlos en la vida real.

La situación descrita tiene que ver también con la manera en la que las redes interconectan a sus usuarios. Los algoritmos que coordinan las relaciones en redes sociales facilitan el acceso a publicaciones entre personas con ideas similares; pero también las exponen a opiniones o noticias provocadoras sin mayor contenido (clickbait), logrando respuestas impulsivas. El refuerzo de los sesgos es un proceso continuo para el usuario frecuente de estas redes que, con el paso del tiempo, se especializa, distinguiéndose luego como “ciberciudadano”. Un rasgo particular también lo define: es propenso a intentar silenciar las opiniones de quienes encuentra repudiables y adopta la consigna de fiscalizar a quienes considera sus adversarios; entre otras estrategias, emplea la denuncia ante empleadores, amistades y familiares. En el entorno de las redes sociales te silencian el empleado, el gerente, el estudiante, el académico, el periodista, el artista, el escritor, el poeta, quizá amigos y conocidos. Pero sobre todo te silencia el activista.

El activista persigue afanosamente las palabras y opiniones que considera detestables cuando las interpreta como odio. Pero esto va más allá de cualquier intercambio de discrepancias. Trastocando la pragmática del lenguaje, y aplicando acríticamente la idea de “hacer cosas con palabras” (actualizando a J. L. Austin y sus continuadores) el activista define a conveniencia la contradicción de sus ideas como un hecho punible. La palabra u opinión odiosa se denuncia como acto, y asumiéndose como “acto de odio” (contra alguien, o un grupo), la palabra debe responder a un autor.

Decir, postear algo “detestable” en redes sociales, es cometer una contravención, y no solo por la codificación que dispongan sus administradores. Dado que el sistema está configurado para facilitar la denuncia, para el ciberactivista el detestable contraviene lo que es aceptable, especialmente en ámbitos altamente complejos –sexo, raza, etnia, identidad, género, edad, pobreza, migración, salud, discapacidad, estética, nutrición, deporte, ciencia, clima, derecho…– por lo que con frecuencia termina siendo evaluado moralmente y no en razón de sus argumentos. A partir de entonces se es perseguible por un “delito” de odio, exigiendo poco más y una captura de pantalla como evidencia.

El ánimo de denuncia del activista libra a las redes sociales, al menos en parte, de su responsabilidad en la congregación de gente y en el hospedaje de su radicalización, dado que, sin dicho ánimo, y sin suspicacias –como las de trocar las palabras en actos de odio– la informática resulta superflua. Ciertamente entre las conductas de una tragedia como la del Gulag y la actitud censora del ciberactivista hay un abismo, pero también hay un hilo, el de las historias de aislamientos y encierros –perfeccionados en la era análoga y más anónimos en la digital. Y sin ánimo de forzar una comparación, podría decirse que en las redes sociales parecen replicarse las radicalizaciones propias de las ideologías más resistentes desde el siglo pasado, cuando algunos comportamientos nos muestran lo que sobreviene donde el debate pierde toda metodología, pero también toda razón.

¿Qué harán los ciberactivistas cuando todo esto termine, cuando sean ellos mismos los denunciados por infringir sus propias ideologías? ¿Qué puede suceder si se normaliza –aún más– el silenciamiento subjetivo de toda palabra considerada detestable? ¿Cómo debatir con nuestros antagonistas si todos guardan silencio y acaban expresando su opinión solo en votaciones? ¿Qué hacer ante aquellas personas que conocemos en la vida real, pero están atrapadas en la virtual?

Hace poco más de diez años las redes sociales apenas tenían incidencia en nuestras discusiones políticas, y ahora, cuando un cruce de ideas no puede sostenerse sin riesgo de añadir guerras donde solo había choques, parece oportuno pensar cómo volver a conversar. Con suerte aquello puede empezar, primero abandonándolas, y luego procurando volver a algo diferente a ellas. Llegará el momento de resetearlas. Esto funciona así.

 

Imágenes: Sasha Freemind (Unsplash);  Mariann Szőke (Pixabay); pixel2013 (Pixabay); Nathan Wright (Pixabay); Prateek Katyal (Unsplash)

Un rock sin pasión para el fin de la historia

Carlos Reyes

I thought that I heard you laughing,
I thought that I heard you sing,
I think I thought I saw you try

 

Al hablar de la década del ochenta es posible caracterizar su música como un despunte de solistas, de estrellas saturadas y exhibicionistas. Dioses y diosas con máscaras de rímel y sombras; cabellos y peinados como coronas; ropa ajustada, espejos y brillantina. Las mejores agrupaciones de esa década, las bandas de tipos que van uniformados, llenando estadios y retumbando gritos de victoria, “¡Somos los campeones! ¡Dios salve a la reina!”, se apagarán. Sus hermanos menores los reemplazarán en los años por venir. Estos preferirán foros más pequeños, salas reducidas, templos intimistas en lugar de grandes catedrales. Los efectos escénicos, las luces y la ropa no les llamarán mucho la atención. En algún momento intentarán reponer la experiencia adolescente sesentera de sus padres, y organizarán sus propios encuentros musicales al aire libre, con masas de seguidores. Pero a diferencia de los sesenta, con sus panfletos, revueltas y trenzas, los festivales de los noventa se recordarán más por el fango, el pogo y las rastas. Y por su credo en un rock más indignado que apasionado.

A principios de los noventa surge un rock autodenominado “alternativo”, para el que los sintetizadores quedaron temporalmente relegados. Hubo entonces un abandono breve de la fantasía de los teclados y un resurgir de formas simples en la elaboración de canciones: tres acordes, algún riff sugestivo y, entre otros temas, letras sobre la  adolescencia y la ritualidad de asistir a la escuela, “You’re in high school again”, para luego encerrarse en casa con una guitarra, “Here we are now, entertain us”.

Son años rápidos y marcados por la angustia de nuevas bandas de garaje, más inspiradas por los mantras del punk: de tres integrantes, agresivas, efímeras y particularmente nihilistas. Si por un buen tiempo los cantos populares se dedicaban a celebrar la aventura sexual, el desparpajo y alguna esperanza, en los primeros años de los noventa aquello no fue a más: el erotismo empezó a ser mal visto y el estudiantado exigió la politización de las tocadas.

Ciertamente aquella década también estuvo marcada por una buena cantidad de productos bailables, disco, techno, house, rap, etc. Pero ni What is Love? fue una canción con la que se que buscó cuestionar el sentido del amor, de la vida y el dolor humano, ni con U Can’t Touch This se procuró especular sobre los límites de la experiencia, o la percepción de la realidad. Por contraste, el rock alternativo pretendió ser “otro rock”, crítico, introspectivo y moralista, esforzándose en esquivar el fin de la historia con el artilugio del desánimo. Con aquella jugada resurgió en la música pop una manía que siempre puede ser vista como ingenua, pero que repite unos impulsos políticos y estéticos recurrentes: discutir y pretender depurar el arte desde la autenticidad, y etiquetar a genuinos e impostores, a legítimos y a falsos. Nadie tan opuesto al trovador puro y comprometido con la protesta –a un verdadero hijo de la tierra– como un poser. Aquella forma de diferenciación radical nunca fue nueva y sobran ejemplos político-estéticos de purgas y limpiezas; si en los ochenta el culto musical popular masivo era abiertamente hedonista, los “alternativos” aparecieron como su reacción depresiva: la reserva moral de los chicos tras la caída del muro.

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En 1991 apareció en televisión el vídeo promocional de Losing My Religion, canción del grupo R.E.M. En los primeros segundos el audiovisual copia el momento apocalíptico del Sacrificio de Tarkovsky (1986). En la película del ruso, una sala de estar se estremece, la tempestad nuclear se aproxima, un frasco con leche cae de un aparador, se rompe violentamente y el líquido blanco se esparce en las duelas. Los ocupantes de la sala escuchan los primeros intercambios de misiles. La tensión de la guerra fría se deshace y los personajes corren hacia las ventanas, como quien se apresura a admirar fuegos artificiales en el cielo. En cuanto al vídeo musical, por su montaje se intuye que el director Tarsem Singh (Jalandhar, 1961) encontró en el texto de la canción la posibilidad de plasmar un diálogo de lo humano con lo divino. Aparecen imágenes religiosas, algunas compuestas e iluminadas a la manera de maestros renacentistas. Entre otros, exhibe un delicado San Sebastián, mártir esbelto y andrógino, abatido por flechas. La trama intercala varias deidades de la tradición hindú. En buena medida, la historia corresponde a la de un ángel entrado en años que, por causa de un destello de modernidad, cae del cielo y se estrella aparatosamente en la tierra.

El ángel –inspirado en “Un señor muy viejo con unas alas enormes” de García Márquez– emerge en escena como sujeto de admiración entre la gente. Un anciano lo exhibe a los curiosos; otro personaje, portando unas muletas, se acerca en ademán de quien busca en su misterio el milagro de la sanación. En breve se trastoca la magia de la visita. El mismo anfitrión, que en un principio se mostraba piadoso, ahora hurga una herida en sus costillas, evocando la punzada que recibe Jesús en la cruz –“pues del costado de Cristo dormido en la cruz nació el sacramento admirable de toda la Iglesia”– y desprende la peluca que cubre la cabeza del viejo alado. Una vez descubierta la naturaleza humana del ángel, las carcajadas degradan al impostor y es entonces cuando los hombres pretenden copiar el supuesto prodigio. A continuación, una cuadrilla de obreros –solemnes, proletarios, ciudadanos– sueldan, martillan y producen unas alas en metal. Hacia el final, queda flotando la posibilidad de que toda la pieza sea una alabanza a la artificialidad de la elaboración humana –por la exaltación del “diseño” en detrimento del designio–; o quizá intente ser un manifiesto sobre la irrupción de la modernidad en todo entendimiento tradicional de los misterios de la religión.

En torno al texto de Losing My Religion y su autor, Michael Stipe (Decatur, 1960), tiene lugar una extrañeza. Stipe frecuentemente ha refutado la presencia de una temática estrictamente religiosa en la canción, proponiéndola más como un “asunto de fe”. Sostiene que su escritura recrea un personaje que reprime cualquier acercamiento hacia el sujeto de su deseo, en un ir y venir de intentos por abordar el cuerpo de la persona que anhela. Es la vigila de una atracción que no se concreta, de una fijación no correspondida. En la letra se enfatiza el motivo de la vida como sueño y su despertar: “and that was just a dream.” En entrevistas, el cantante sugiere que la “pérdida” de religión alude a una frase habitual en el sur de Estados Unidos, donde por religión se refiere a “civilidad”. Perder la religión es, en esa perspectiva, perder el temperamento, o los estribos. En el sentido de la fe/religión en tanto tradición, y aprovechando una pregunta de Juan Pablo Serra, “¿será acaso la tradición un tipo especial de dispositivo cuyo propósito no es otro que ‘domesticar’ al ser humano?” Aun aceptando esa interpretación del sentido de  Losing My Religion como un simple acercamiento a la sicología humana, a la contención de los instintos en razón de una guía moral, la fe y la religión forman el ámbito inescapable donde se provoca su fuga, donde es posible su contradicción.

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Crear una obra interpretable desde lo religioso y luego negar o querer disolver su contenido como un “asunto de fe” no es una disonancia cognitiva o condición original en el arte. No son pocos los artistas que sitúan sus creaciones como una expresión o indagación personal en asuntos del “espíritu”, alejados de alguna religión estructurada. Quizá por un genuino interés en la introspección, el artista puede rehuir de cualquier indicio que lo acerque a alguna tradición o lo afilie a la institucionalidad de una iglesia. Particularmente, en Estados Unidos esta actitud cultural tendría que ver –entre otras– con su prerrogativa fundacional, que afirma la separación entre Estado e Iglesia. Dicha separación se remarca constantemente en debates públicos sobre una variedad de temas: economía, comunicación, salud, artes, convirtiendo tales discusiones en una tradición en sí misma. Así se entiende que el artista, al topar lo religioso en público, pretenda suavizarlo, proponerlo como algo espiritual, guardando una distancia de toda religión oficial.

La postura de aquel tipo de fe procura quizá que la obra artística circule, sorteando cualquier conexión con la institución que ha cultivado la religión y la tradición en Occidente: esto es, la Iglesia. El problema de esta estrategia es que, si toda fe también se entiende como una forma insalvable de conducción del ser humano en el mundo, como atajo para afrontar la complejidad de la vida, su conexión con una comunidad organizada en torno a ella surge de manera inevitable. La misma fe empleada en uno mismo confluye en el otro. Y el arte, aunque pretenda mostrarse como una expresión de fe secular, desemboca en el mismo marco cultural que pretende impugnar. Parece ser que cuando se busca criticar algo profundo sin acercarse a su entendimiento, lo más probable es que se le rinda tributo.

En un extenso artículo de Robert Wilkens sobre la forma que dispone la iglesia para dialogar con la humanidad, cabe detenerse en su mirada crítica a la institución y a su gestión de la fe contemporánea. Una de sus conclusiones es que “en lugar de inspirar la cultura, (la Iglesia) capitula al ethos (secular) del mundo”. Pero si la propia Iglesia ha renunciado ya a cualquier proyecto de inspiración cultural, la posta tomada por la posmodernidad ha transitado por caminos que regresan a la tradición, incluso sin pretenderlo. Incluso queriendo rechazarla.

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Pocos años antes de la circulación de Losing My Religion, otra obra irrumpió singularmente en los circuitos del arte contemporáneo, agregándose a la lista de interpretaciones de la figura de Cristo. Piss Christ (1987) es una fotografía de Andrés Serrano en la que se plasma un crucifijo inmerso en una sustancia con apariencia de ámbar que, según su descripción, es orina. Para su creador aquella sería una apreciación de la corporalidad de Cristo, su humanidad vertida en fluidos, y una (auto)crítica por parte de un católico al uso actual de aquel símbolo. No sobra decir que causó el rechazo de múltiples creyentes, pero en contraparte puso de nuevo en circulación el nombre de Jesús, entre la prensa, artistas, políticos, apóstatas y acólitos.

La crítica más habitual hacia la fotografía consiste en que aquello supone una blasfemia, y no parece difícil entender el porqué del disgusto que sigue causando. El Cristo configurado por Serrano, suspendido en una atmosfera de dos tonos, se muestra como un inusual homenaje vaporoso al hijo de Dios. Unas burbujas revelan cierta artificialidad en el montaje, pero al mismo tiempo disimulan los rudimentos en los materiales de su figura y de la cruz. Con atención, se aprecia que los clavos que lo sujetan son muy marcados. Queda patente la exposición de una imagen sagrada a un ambiente insólito para su culto. Sin embargo, como propone la medievalista R. F. Brown respecto del trabajo de Serrano, podría decirse que la crucifixión logra resistir tal agravio hacia su dignidad. Asumiendo el comentario que expone Brown, para quien el cristianismo es una tradición propicia para el arte, el espectador puede “encontrar belleza incluso en algo tan repugnante como la orina”. En esa lógica, si el hijo de Dios perdonó incluso a quienes lo crucificaron, ¿qué sentido tendría ofenderse por este tratamiento a su figura? ¿Hay humillación comparable al vía crucis? ¿Es posible violencia similar a la del calvario? Y si las hubo, ¿superan a la obra de Serrano?

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Con frecuencia se plantea que, si solo se tiene un martillo en la vida para interpretar el mundo, entonces todo parece un clavo. ¿Qué lleva a un autor a renegar de manera abierta una tradición que lo impregna, distanciándose de su propia obra? Si el creador solo dispone para sí del materialismo como idioma, toda aventura humana le resultará una abstracción limitada. Su fe será apenas instrumental para dar cuenta de represiones casuales, y una experiencia como la pérdida de la religión se presenta como una secularización del lenguaje. ¿Qué provoca a un artista a aproximarse a las tradiciones desde una aspiración que, aunque se promete desacralizarlas, en realidad logra reponerlas en la esfera pública? Si el artista entiende la sensibilidad solo desde lo execrable, todo se resuelve ante sus ojos con una capa de profanación y lo que exprese será la sospecha de algo más interesante.

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En abril de 1994 el cantante Kurt Cobain, al que aún se atribuye gran parte de la aceptación de ese aparente rock “crítico” entre la juventud y en el mercado cultural, se quitó la vida, y con ello empezó a decaer aquel “aroma del espíritu adolescente”. El vídeo de la canción Heart Shaped Box, una de las últimas creaciones de su banda Nirvana, logra combinar con potencia el tributo y la blasfemia, pero sin tratar de disimular la relación íntima que mantienen con el cristianismo. Así, agoniza cualquier elemento alternativo de ese rock de inicios de los noventa, con el paseo de un ángel y la crucifixión voluntaria de un Cristo envejecido y resignado. Tres cuervos mecánicos corean la canción y Nirvana toca a los pies de la cruz.

 

 


Imágenes: Max Langelott  Omar Alnahi  Marx Ilagan

Recreación de la melancolía

Carlos Reyes

 

The very name of love is odious to chaster ears

 

En su disección de las circunstancias que provocan la melancolía, Robert Burton predica que aquella es una consecuencia del ocio, y una de sus curas posibles es la ocupación. El propio autor dedica su vida a escribir sobre la melancolía para no caer en ella (“I write of melancholy, by being busy to avoid melancholy”). El amor mantiene una relación particular con la melancolía. La escasez o el exceso de amor también pueden provocarla. Pero, además, el amor –quizá como una de sus variedades– es capaz de inspirar la construcción de mundos: Amor mundum fecit. De allí que la creación, y aún más la recreación de ciudades como escenario de la pasión amorosa, aspiren siempre al esplendor.

Reproducciones cinematográficas de plazas, calles, manzanas y ciudades históricas han buscado repetir la pasión que impulsó a sus creadores: “el rey y el emperador construyen ciudades en lugar de poemas” se anota en The Anatomy of Melancholy. Como en la carrera de cuadrigas de Ben-Hur, donde furiosos caballos galopan y baten la arena de un escenario asombroso que reinterpreta un circo romano. Un curioso contador de vueltas, tipo ábaco con figuras de delfines, indica el avance de la competición. A pocos metros de terminar la carrera, Messala (Stephen Boyd) pierde el control de su carro, cae a la pista y los cascos de los caballos lo destrozan fatalmente. El público ciudadano reunido en el grandioso anfiteatro vitorea a Judah Ben-Hur (Charlton Heston).

Atmósferas memorables también de recreación urbana fueron construidas para evocar a Egipto y Roma en la película Cleopatra (1963). Los sets se diseñaron y edificaron para revivir el deseo y el conflicto de sus personajes (la reina de Egipto y Marco Antonio, Taylor y Burton). El diseñador de aquella producción, John DeCuir, era conocido como el “constructor de ciudades” de aquel sistema de estudios. Algunas ciudades ficticias también han sido objeto de interpretaciones audiovisuales que aspiran al esplendor. Por mencionar una loable: la Ciudad Gótica de Batman (1989) se presenta como un ambiente propicio para explicar la obsesión de su protagonista. Dicha obsesión consiste en defenderla, sin descanso, como un lugar ético hostigado por villanos. La neblina nocturna persistente, la claustrofobia de sus callejones y la disposición arquitectónica de Ciudad Gótica inducen invariablemente al misterio y a la  melancolía. Por escasez de luz y apatía. En Ciudad Gótica los ciudadanos necesitan ser protegidos de un mal disparatado (el Guasón), que choca con sus naturalezas y rutinas. El coraje del hombre murciélago –en esa película y más aún en las siguientes entregas que exploran sus motivos– llega al sacrificio. Entre Batman y buena parte de los habitantes de la ciudad se intuye un pacto oscuro que, como el amor entre extraños, exige siempre renovarse, repetirse, confirmarse.

Lewis Mumford se refiere al sexo al aire libre en el mundo medieval cuestionando que “la pasión erótica era más atractiva en el jardín y en la madera –a pesar de rastrojos, tallos espinosos o insectos– que en la casa, en un colchón cuya paja vieja o caída nunca estaba completamente libre de humedad mohosa”. Si la apertura y soledad del espacio premoderno eran más confortables que la intimidad del hogar, y permitían el disfrute corporal gracias al divertido anonimato del campo abierto, la ciudad moderna aparecerá con sus propias soluciones al respecto de esa necesidad vital.

A la nueva ciudad, incluso antes de haber sido iluminada por las noches con lámparas de aceite y gas, “su propia grandeza la convierte en un admirable lugar de escondite (…) la relación que podría perturbar a una familia de provincia puede ser consumada con un mínimo de exposición. Un hombre y una mujer corren menos peligro por el cotilleo yendo a la cama de un hotel metropolitano que si simplemente cenasen juntos en el restaurante de un pueblo pequeño. De hecho, la ventaja de la metrópolis como lugar de escondite –una ventaja que los amantes ilícitos comparten con los transgresores más violentos de la ley y la convención– no es la menor de sus atracciones para los visitantes que pululan desde otras partes del país” (The Culture of Cities).

En la ciudad moderna los amantes curan su melancolía –según Burton “la mejor y última cura para la melancolía amorosa es dejarles cumplir su deseo”– recurriendo a varias formas citadinas de paraje. En lugar del anonimato campestre sus encuentros se satisfacen en el arquitectónico: dispersos entre la multitud coinciden en descansos, accesos, pasajes, recovecos, recodos, pasadizos, túneles, zaguanes, rellanos y pasos habilitados por el diseño. En los resquicios de la ciudad la mirada rehúye el descaro de quienes se tocan.

En la ciudad contemporánea la arquitectura aún pugna por superar lo netamente urbano, por sustraerse de aquello. El  extraño interés del urbanista posmoderno por vaciar de todo goce corporal auténtico a la ciudad actual –no se diga espiritual– se encuentra expresado de manera elocuente en la Carta de Atenas (1933-1942) de Le Corbusier y Sert. El manifiesto desborda urbanismo y desconoce a Eros. Lo urbano se conforma con solucionar los dilemas y tensiones del hábitat, del uso del espacio, entregando su decisión a la autoridad.

De manera quizá ingenua –o intencional– los autores de la carta sostienen que “en adelante la ciudad se construirá con toda la seguridad, dejándose, dentro de los límites de las reglas fijadas por ese estatuto (de uso de suelo), libertad completa a la iniciativa particular y a la imaginación del artista”.  El burócrata, luego de gobernar el suelo también ha sabido o intentado prescribir la arquitectura de la ciudad y encandilar al artista. ¿Fueron el horror e incertidumbre de las dos guerras mundiales las razones para reservar aún más el orden urbano al control absoluto del Estado?

En televisión dos programas recientes han recreado soberbiamente a la Nueva York de principios del siglo XX, no tanto por lo que la ciudad mostraba en esa época, sino por lo que prometía llegar a ser. Las producciones de The Knick y The Alienist reconstruyeron una ciudad propia para sus personajes y colocaron en ella sus historias, inseparables entre sí.

The Knick está inspirada en la vida de un médico residente en el Hospital Knickerbocker, en Harlem, y sus calles colmadas de inmigrantes irlandeses, italianos, rusos. El doctor Thackery (Clive Owen – Closer, Sin City) es un cirujano hábil con el bisturí, pero descontrolado en el consumo de drogas. Su rutina es estable hasta que conoce a Lucy Elkins (Eve Hewson – The 27 Club, Bridge of Spies). El antihéroe que juega químicamente consigo mismo, y no logra adivinar la psicología de una enfermera irlandesa, se extravía en una ciudad de carruajes, caballos, bicicletas, protestas y fumaderos de opio, detallada en sus calles, reimaginada en sus instituciones sanitarias. La ciudad de Thackery es el espacio donde se desmorona una frágil historia farmacológica de atracción y dependencia. Y quizá también de amor ya satisfecho.

The Alienist se sitúa en la misma ciudad y su juego se produce en el campo sicológico. El doctor Laszlo Kreizler (Daniel Brühl – Good Bye Lenin!, Inglourious Basterds) es un contemporáneo de Freud. A Kreizler le intrigan las conductas psicopáticas y se involucra en una investigación que pronto desemboca en un asunto policial. Lo que hace tambalear la habitual actitud indiferente del “alienista” Kreizler es la secretaria Sara Howard (Dakota Fanning – I am Sam, The Runaways). El analista se ve reconocido en la conducta distante de Sara y le halaga sobremanera que haya estudiado sus trabajos académicos. Nueva York resurge entera y viva en sus calles húmedas, con fango, fachadas de ladrillo visto, salones de baile, orfanatos y siquiátricos. El alienista y la secretaria no son cuerpos sino mentes que se buscan.

Que la melancolía se deba tanto a una falta o exceso de afecto, de amor, y que dicho sentimiento también modele ciudades, sugiere que hay urbes hechas con sus dos variaciones. Quizá incluso ambas en una sola ciudad. Berlin puede haber sido el caso más visible de esa situación. En la década del 90 todavía se apreciaba claramente el contraste entre una “ciudad” mal remendada por burócratas, lúgubre por privilegiar su amor al partido y a su ideología; y otra “ciudad” que tuvo la oportunidad de transformarse con alguna flexiblidad, cierto albedrío y más trazas de democracia liberal. En aquel momento una ciudad era todavía inequívocamente gris, y su vecina iluminada, reverdecida, visiblemente cuidada. A propósito de ese Berlin, vale la pena dedicarle tiempo a Counterpart, cuya premisa es que en 1989 el mundo y su historia se dividieron en dos, y en la ciudad se abrió un portal de acceso espacio temporal que los comunica de forma secreta.

Una vez construidas todas las ciudades (¿queda alguna por construir o incontables por recrear?) es el creativo el que cumple la tarea de rehacer otras en su interior. La ciudad es al mismo tiempo espacio y motivo para interpretar el mundo (en películas, tv) y proponer narrativas, cumplir deseos y concretar encuentros. La ciudad contemporánea, a pesar de que la política pretenda ajustarla hasta la melancolía del desafecto, es aún el lugar de imaginación y recreación de sitios extraordinarios y momentos históricos o ficticios.

Porque en contraposición el burócrata aspira a reglamentar completamente la ciudad bajo el esquema del urbanismo. El funcionario y el político ofrecen la invención, la renovación o la salvación de la ciudad. El sueño termina en el parque tecnológico y la ciudad del conocimiento que rápidamente caducan; el complejo habitacional y sus soluciones insuficientes; o la villa olímpica que en poco tiempo acaba desvencijada y arruinada. La ciudad enferma de melancolía en el delirio del funcionario.

Esos artificios, más característicos de regímenes dedicados a regularlo todo –entre el suelo y el cielo, de la cuna a la tumba– han hecho siempre visible su negligencia. Empezando por la organización arbitraria del territorio, que pronto pasa a ser ocupado por edificios públicos aparatosos, fachadas inexpresivas y monumentos exaltados. Así, fenómenos como, por ejemplo, el bloque habitacional con su limitación estética y psicológica, y su delirio funcionalista, acaban siendo solo una ligera variación del manifiesto ateniense de Le Corbusier. El urbanista suizo y su grupo pregonaron la democratización de la luz, de la vegetación, del espacio y la belleza. El bloque es su forma acabada.

Sin embargo, cabe también asumir que la melancolía urbana que logra el burócrata es diferente a la de otras ciudades, edificadas y repetidas lentamente, por siglos, sobre sí mismas. Otras ciudades, igualmente melancólicas, que conservan sitios de reflexión, meditación, coincidencias y goce. Parajes de ciudad. De aquellas hay muchas por explorar y evidentemente tiempo insuficiente para lograrlo. En cuanto a las otras, quizá solo sean el resultado de una forma temporal de melancolía incurable: la de quienes prometen lugares que jamás emergerán.

 

 

 

 

Democracia, el juego epicúreo

Carlos Reyes

 

El siglo que acaba de empezar exhibe una confusión con marca propia, fuertemente identitaria y victimista, resistida con algo de éxito quizá solo hasta finales del XX, y que afecta de manera particular lo que se discute como democracia. Si la posmodernidad se obsesionó por apabullar a la Ilustración –la instancia que da forma a la democracia moderna– por el atrevimiento de postular que la humanidad logre su adultez, y así valerse por sí misma, lo que sucede en estas décadas aparece como una abdicación de aquella ambición.

Pocas invenciones estrictamente humanas (ilustradas) como la democracia gozan aún la consideración de ser asumidas como virtuosas. Asimilada en el concepto de justicia –y con más fuerza aún en la llamada justicia social– la democracia es elevada, por sobre la mayoría de sistemas, como aquel que ayuda a satisfacer las necesidades humanas de manera excepcional. Las virtudes de la democracia le permiten, por decirlo de alguna manera, lograr consenso sin deliberación sobre su utilidad como sistema. Sin embargo, el descontento ciudadano contemporáneo con la democracia –a pesar de su contribución en múltiples logros globales– se muestra progresivo, y esto quizá se deba a la confusión que impregna estas décadas tempranas. Esta confusión tiene que ver con su posibilidad y sus límites.

Poco antes de su expansión –por el colapso urgente del socialismo soviético y el martilleo que picó la cortina de hierro– la democracia se daba como posibilidad en dos vertientes, una “liberal” y otra “popular”. La posibilidad democrática era entonces mayormente aquella de la competencia entre dos sistemas, contrapuestos en términos de logros económicos y de bienestar relativo. Una vez que el mundo pudo apreciar la magnitud del experimento igualitarista en manos del partido único, se pudo ver cómo operaba la imposibilidad democrática y la muerte de toda política. Hasta entonces todo quedaba más o menos claro. A partir de la década del 90 la deriva –más socialdemócrata que liberal– de la propia democracia se planteó como la superviviente de las revueltas y los paseos de tanques por las calles de Europa del este. Al finalizar las protestas la democracia no solo era posibilidad, sino que fue imperativa.

Tras el remezón la demanda “popular” exigió al sistema triunfador que arroje prontamente los beneficios socioeconómicos cuya conformación había tomado largo tiempo y sacrificios. El repliegue de la democracia “popular” fue solo una etapa de recomposición que prontamente impugnaría toda democracia y se atrincheraría en las concepciones más utilitaristas de la justicia. Los huérfanos del desmantelamiento del gran aparataje antipolítico del socialismo en poco tiempo resurgieron y se propusieron hacer algo con la democracia.

Con la aparición en 1971 de A Theory of Justice se puede apreciar la corriente de pensamiento que buscaría arbitrar los resultados de la disputa antes descrita, y que orientaría lo que sucedido con la posibilidad democrática décadas después. En su Teoría John Rawls se propone, entre otras metas, refrescar el debate sobre la justicia, y lo hace a vísperas del surgimiento de lo que algunos llaman sociedad post industrial. El momento en el que emerge A Theory no podría acaso ser más oportuno, en tanto la mecanización y la computación inicial de toda industria avisaba con buena anticipación que lo laborista tendría los días contados, y que en poco tiempo el obrero no requeriría trabajar, sino programar el trabajo.

El doble carácter kantiano y contractualista de A Theory regresa al tema clásico de los principios universales (Kant) asentados en la breve tradición democrática ilustrada, y habla de varios compromisos que, según su autor, son imprescindibles para enlazar la autonomía individual con lo social. La teoría/propuesta de Rawls –puede decirse a día de hoy– ha sido la elegida mayormente por las actuales democracias; los regímenes políticos contemporáneos plasman, con sus diferencias, los principios de redistribución y equidad (fairness) que plantea A Theory. Sin embargo, aparte de los problemas que se ha señalado sobre la propuesta de Rawls (algunos ejemplos en las críticas de Sullivan y Pecorino, McCabe o Dasgupta) surge el de la democracia como reflejo de la justicia social. La justicia es el marco común de entendimiento social y la democracia sería su apéndice, su efecto. Por esta vía de razonamiento, ¿habría acaso algo imposible para la democracia cuando lo que está en juego es la satisfacción de la justicia? Y por el mismo camino, cuando entre otros requisitos la democracia requiere adquirir un carácter de tradición para mantenerse vigente, ¿qué clase de tradición democrática se encargaría de administrar justicia en un contexto de recelo (si no cólera) ante cualquier tradición?

En la justicia de A Theory la responsabilidad moral formula varias reglas de convivencia pensadas para atender al otro-como-si-fuera-yo-mismo. Rawls alienta a considerarnos unos a otros e invoca contratar una justicia que se encargue especialmente de unos otros vulnerables a la mala suerte. La justicia social debe procurar “ser justa” con los menos favorecidos, ante unos potenciales “podría-tocarme-una-situación-injusta”. A la manera de Epicuro, la justicia social de Rawls apela a la evasión del sufrimiento como lo primordial, pero en el caso del profesor de Harvard se agrega un tono ciertamente piadoso. Con este insumo la democracia resultante tendrá que elaborar normas y facultar al Estado para regular las relaciones sociales. Así, el tipo de justicia que inspire la democracia se enfocará en vigilar la satisfacción de la víctima. Según A Theory of Justice, «Hay, entonces, otro sentido de nobleza obliga: a saber, que aquellos más privilegiados probablemente adquieran obligaciones que los vinculen aún más fuertemente a un esquema justo» (p. 100). El sentido que propone Rawls para hablar de privilegios sugiere que los ciudadanos son diferentes por sus responsabilidades. Los ciudadanos-víctimas están menos sujetos al esquema de justicia que el resto. Posteriormente, cuando esta forma de justicia inspira la práctica democrática la victimización es un insumo importante de credibilidad electoral. Para hacer justicia es requisito entonces elegir a perseguidos, olvidados y oprimidos, mostrarse como uno de ellos para concursar; o anunciarse como su representante. Con el afán de minimizar la penuria, el juego epicúreo de la democracia obtiene del resarcimiento una de sus materias principales de acción política.

En torno a la democracia se pone en marcha el juego de todas las reivindicaciones imaginables como artilugio electoral, y he allí la primera parte de la confusión contemporánea: ¿cómo la supuesta virtud democrática provoca malestar? ¿Cómo lo que está pensado para sosegar es –o parece– injusto? La victoria electoral, resultante de este tipo de justicia, faculta al ganador a proponerse reingenierías institucionales en nombre de lo social. Pero además aquello descubre que la victimización no es patrimonio de ningún partido: todos pueden ser víctimas y competir en campaña con esa consigna. El candidato-víctima recurrirá a tópicos sobre su supuesto victimario refiriéndose a este como opresor, poderoso, indolente, capaz de afectar a los más vulnerables, dispuesto a afectar la grandeza del país, presto a ofender a la patria.

Si en un tiempo hubo unas cuantas variaciones políticas en la discusión sobre cómo utilizar el sistema democrático de la mejor manera, tras el desplome de finales de los noventa, la oferta se multiplicó de manera impresionante. Desde los partidos (populares, radicales, nacionales, plurinacionales, patrióticos, humanistas, constitucionalistas, reformistas, revolucionarios, locales, regionales, liberales, demócratas), desde cada color político y agrupación de la sociedad civil (verdes, naranjas, morados, aliados, concertados, unidos, coaligados, libres, unionistas, frentistas) y también desde la academia, la democracia se ofrece en versiones ilimitadas.

Con la gran disponibilidad de variantes democráticas los límites del sistema ya solo se dan en torno a lo que se dice de ella, con lo que se promete en su nombre. Dice Tocqueville en La democracia en América que “en los pueblos democráticos el público goza de un poder singular que en las naciones aristocráticas es inimaginable. No persuade, sino que impone sus creencias y las sugiere en las almas por la presión inmensa del espíritu de todos sobre la inteligencia de cada uno” (T. II, p. 23). El poder de un “público” habilitado por lo democrático es inimaginable, advierte Tocqueville, y por ello también escapa a lo decible, a cualquier límite que pueda buscarse en la propia democracia. En torno a lo que se puede decir, Wittgenstein nota que aquello indecible, para lo que las palabras no ofrecen sentido (senseless) es mejor callar, e incluye en esto a la política. Porque todo lo que se diga sin aportar a la comprensión del mundo acaba creando confusión. En política lo que se dice actualmente que hace la democracia, en lugar de aclarar sus servicios logra disolver su sentido más general: convierte toda política en insignificante (meaningless).

La democracia, ya sea participativa, social, directa, representativa, liberal, delegativa, autoritaria, parlamentaria, etc., depende invariablemente de la forma de justicia (social) que impere. ¿Y entonces qué aporta significativamente toda esta adjetivación al concepto y a su práctica? El juego epicúreo de la democracia, luego de seleccionar a las víctimas más apropiadas, se dedica a impartir justicia social sin importar la organización política en el cargo. Y lo hace sin límites. Un reflejo de ello es el engorde normativo de las democracias más entusiastas con la justicia social; en ellas se dictan con facilidad nuevas y gruesas leyes redistributivas y códigos equitativos, prestos a asistir al ciudadano-vulnerable, convirtiéndolo en “dependiente”. El doble problema de la democracia (su posibilidad y límites) radica en su desbordamiento victimista y luego en la supuesta pluralidad de sus significados. Esto no quiere decir que la democracia debería imposibilitarse o limitarse, sino que los oportuno sería exponer el juego asistencialista de intereses que se pasea actualmente como si fuera lo justo.

Si las posibilidades de la democracia no se piensan desde lo justo, sino con motivos justicieros, y si no hay una discusión ciudadana que pueda racionalizar la multiplicidad de ofertas democráticas (más allá de dejar que “hablen las urnas”), el sistema ilustrado de representación y elección no hará mucho más que lo que circule como socialmente justo. Es hacia la justicia y una crítica sobre cuán pertinente es su carácter social-victimista-asistencial que tendría que dirigirse el debate sobre la  posibilidad y límites de la democracia. La abdicación de la ambición ilustrada de adultez es probablemente el reto más interesante que se de en las democracias contemporáneas. Por lo pronto, dichas democracias no hacen sino expresar lo que las confusas ansiedades mileniales consideran “justo”, en el juego del descontento ciudadano.

 

Imagen: Dariusz Sankowsk / Pixabay

Misiones y desconciertos sobre el humanismo universitario

Carlos Reyes

For me, the big French D is not Derrida but Deneuve.

Camille Paglia

 

En años recientes ha suscitado mucha atención el estado de las universidades, y en consecuencia de las humanidades. Hay un profundo interés por la manera en la que se relacionan las disciplinas humanísticas y científicas con la gran cantidad de información disponible en Internet, y sus efectos en la enseñanza y la investigación. Las universidades disponen de un volumen de datos inéditos y hoy cuentan con complejas herramientas de producción y difusión global de conocimientos. Aparte de este suceso que ha reconfigurado el ámbito del pensamiento y su práctica, ha surgido una preocupación por la situación de las humanidades siendo estas una instancia de “explicación del mundo”, lo que se ha considerado como un atributo vital de la universidad. Un texto de referencia de dicha preocupación pertenece a Martha Nussbaum, en el que denuncia una contracción de las humanidades en las universidades de Estados Unidos (entre otros lugares), mediante recortes en su financiamiento. Las implicaciones que expone Nussbaum tienen que ver con el rol que se asigna a las humanidades en relación con la democracia. En su lógica, aquellas son el dispositivo más apropiado para informar éticamente al ciudadano de su lugar en lo político y en la política.

En Not for profit: why democracy needs the humanities (2010) Nussbaum discute la situación política de las humanidades. Según la filósofa, la presión por el desarrollo económico global habría debilitado su importancia en la formación de profesionales. A su juicio, la urgencia por mejorar las condiciones económicas de países como la India habría servido como justificación para dedicar mayores esfuerzos a la formación técnica, desplazando la humanística. Pero el elemento de su propuesta que cabe revisar, habla de atribuir a las humanidades el deber de producir ciudadanos. Se las propone como herramienta de pensamiento crítico y analítico, con la misión de conformar ciudadanía. Es esta “misión” de la universidad y por ende de las humanidades –finalismo discreto y obstinado– aquello sobre lo que habría que meditar.

Un aspecto que se observa en buena parte de los ensayos que tratan la situación de las humanidades y la educación superior, publicados en décadas recientes, consiste en dar por sentada una “misión” necesaria para la universidad. Se entiende que la misión original de la universidad moderna puede estar inspirada por su reinvención napoleónica, para cumplir un fin igualitarista; o también una vocación de tipo humboldtiano, con la que se replanteó la universidad para lograr la autorrealización personal (Fichte y The vocation of man). En ese sentido, la misión que adopte la universidad obligará a que todos sus esfuerzos y recursos, incluidas las humanidades, se dirijan a cumplirla.

Lucas Pacheco, en La universidad ecuatoriana: crisis académica y conflicto político (1992), defiende que “[e]l desarrollo político, social y cultural de las naciones tiene lugar a través de la formación de los hombres. Esta misión formadora de la humanidad, es el principal cometido de la Universidad”. En su perspectiva, “la universidad ha logrado afianzar su papel de conciencia crítica de la sociedad”. Ello contribuiría a explicar el tipo de conflictividad sociopolítica que puede suscitar la asignación de alguna misión a la universidad. Si esta es la “conciencia crítica” de la sociedad, si es su conciencia en-sí-misma, entonces en su ausencia, tanto el mundo como sus habitantes no logran acceder a la razón. ¿Hay universidad, luego tengo conciencia, y por lo tanto existo?

Por su parte, Carlos Tünnermann, en Universidad y sociedad. Balance histórico y perspectivas desde América Latina (2001) aunque revisa el factor “misional” universitario, acaba adscribiéndose al mismo. La misión de la universidad parecería ser insustituible. Una propuesta reciente sobre la preocupación intelectual por la deriva de la universidad humanística es Universidad. Sentido y crítica (2016) de Iván Carvajal, quien propone un acercamiento a la universidad ecuatoriana desde dos figuras: la de los rectores Manuel Agustín Aguirre, de la Universidad Central del Ecuador (universidad pública), y Hernán Malo González, de la PUCE (universidad privada). La contraposición de aquellas figuras explica los lugares que adoptaron sus instituciones, pero también sus significados políticos y epistemológicos. Específicamente, en Aguirre se encuentra una fuerte coyuntura que busca aclimatar la universidad para participar en la consecución del desarrollo nacional. Esta sería una de sus “misiones”. Por parte de Malo González, se detalla una preocupación por  el lugar del pensamiento dentro de la universidad.

En esa línea, uno de los momentos críticos que examina Carvajal es la idea de “desarrollo” que se habría imputado como imperativo –su misión– a las universidades, tanto por parte de la relación Estado-gobierno como por suscripción propia de las autoridades universitarias. En consecuencia, el autor también impugna la política pública de la denominada “revolución ciudadana” ecuatoriana en la educación superior, así como su tendencia desarrollista. El “desarrollismo” en Ecuador y América Latina tendría para las humanidades repercusiones similares a las que postula Nussbaum: un énfasis en lo técnico-ocupacional que acaba recortando el ámbito humanístico, puesto que la consigna sería superar-la-pobreza, para lo cual se necesita graduar más profesionales asalariados que pensadores.

En cuanto a la universidad como institución que acoge las humanidades, Carvajal critica su tecnocratización por compulsión del Estado. Viaje de ida y vuelta: la universidad alimenta de tecnócratas al Estado y el Estado le devuelve la tecnocratización (plebiscitaria) como régimen para el funcionamiento de la educación superior. Pero, si bien es crítico con las misiones que se han asignado a la universidad (misión de desarrollo nacional, de consolidación identitaria de la nación), hubiera sido interesante obtener de Carvajal, por ejemplo, un juicio de la desconcertante idea de la “misión social” universitaria.

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Un desconcierto y una crítica a la situación de las humanidades ya se encuentra en Nietzsche y sus conferencias de 1872, cuando el filósofo se dirige a sus colegas universitarios, advirtiéndoles sobre dos problemas de las instituciones alemanas de educación. Estas se resumen en el problema de la ampliación de la educación y, simultáneamente, el de su sumisión al servicio del Estado. Este tratamiento de la ampliación educativa ha sido visto, no por pocos, como un áspero alegato nietzscheano contra la democratización de la educación. Herejía derecho-humanista. Sin embargo, en las conferencias mencionadas, uno de los ejes que sostiene la desazón del profesor universitario en Basilea es, en realidad, la degradación de la cultura, de la educación (de las humanidades para el caso) a consecuencia de una masificación que no contempla un hecho elemental: solo unas pocas personas sobresalen en cada campo específico del saber. Y dentro de ese mismo campo, se destacan unas pocas. Y así con toda institucionalidad humana. Resignación paretiana.

Entonces, la mayoría de la población obtendría a través de la educación una habilitación para ser “alguien” en la división del trabajo. Nietzsche proyecta también una restauración de la calidad de la educación impartida en la escuela pública. En cuanto a la sumisión de la educación ante el Estado moderno, el filósofo prefigura la actitud del poder político como su “supervisor, regulador y vigilante”. Pero también advierte la creciente especialización organizativa de las universidades, algo que cien años más tarde la académica Camille Paglia enérgicamente criticaría como la “departamentalización” –en su caso– de las humanidades. La desconexión entre los departamentos de humanidades, en un afán por especializarse, habría fragmentado de manera autodestructiva a la propia disciplina.

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Camille Paglia (Endicott, 1947) quizá sea una de las intelectuales más desconcertantes de los últimos años. Feminista severamente incisiva con su propio movimiento, crítica literaria y de arte formada en la tradición de Bloom, Hauser y admiradora de Norman O. Brown, Paglia es una objetora de los excesos del constructivismo social, de lo que considera un marxismo académico ocioso y del fraccionamiento institucional que han reconfigurado la universidad norteamericana. En una reseña extensa para la revista Arion (“Junk Bonds and Corporate Raiders: Academe in the Hour of the Wolf”, 1991), la autora se dedicó a refutar en detalle las falacias argumentativas, inconsistencias y deformaciones que encontró en dos libros publicados en esos años, cuyo tema era la sexualidad. El mayor defecto que encuentra en aquellas dos publicaciones consiste en presentarse como vanguardistas, desconociendo la riqueza de los estudios clásicos existentes sobre el tema, y además de apoyarse en lo que Paglia agrupa bajo la categoría de “escuela de Francia”. Es decir, la reseña de los libros le sirve para elaborar una crítica rotunda a la manera en la que se pretende defender cualquier trabajo académico serio recurriendo a autores como Foucault, Derrida o Lacan (vale la pena leer sobre la “brillante pirotecnia filosófica” expuesta en el Foucault [1985] de Jose Guilherme Merquior). Para Paglia, el posestructuralismo aniquila a Eros, y según ella la “D” francesa más apropiada para estimular todos los sentidos corresponde a Deneuve (Belle du jour) y no al responsable de De la Gramatología. Además, elabora un examen de la problemática “especialización” que denuncia dentro de las humanidades.

Según Paglia, en las ciencias físicas/naturales el académico puede conducir su carrera enfocado en objetos específicos, estrictamente dedicado a estudiar “polillas, helechos o rocas ígneas (…) [p]ero no hay una verdadera pericia en las humanidades sin conocer todas las humanidades” sostiene. Su reputación como académica se ha mantenido por décadas defendiendo la tradición clásica para entender a las humanidades en Occidente, lo cual implica un manejo de la complejidad grecorromana y judeocristiana. Aparte de desconcertar, Paglia no desplaza su responsabilidad académica, y propone una reforma educativa profunda, casi autoinculpándose por no haber reprochado con firmeza la “invasión francesa” en la academia estadounidense desde la década del 60. En su opinión, aquellos pensadores franceses que desde hace décadas copan las bibliografías de la academia norteamericana (y latinoamericana), poco, o nada original, han aportado a las humanidades.

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Ante las perplejidades que provoca la idea de una misión para la universidad y la noción de que las humanidades deben producir ciudadanía política (Nussbaum), y su empobrecimiento en razón de una instrumentalización estatal-partidista para algún tipo de desarrollo, los intelectuales humanistas no podrían sino estar desconcertados.

Porque, ¿cuál es el resultado de asignar misiones a la universidad con respecto a las humanidades? Uno de ellos es su bifurcación. Por un lado, la mayor parte de las humanidades, al funcionar al interior de la universidad, se adapta al cumplimiento de sus respectivas “misiones”. Con esto, si la misión es desarrollista, se practica una versión pauperizada de ellas. Por ejemplo, se las orienta a justificar la necesidad de políticas públicas que acaban siendo fugaces, efectistas, clientelistas y autoritarias, en temas sensibles como educación, salud, cultura, etc. Para este fin, se proclaman interpretaciones que, audazmente, combinan la radicalidad y el idealismo platónico con retazos aristotélicos instrumentales, y así se imponen políticamente, por ejemplo, razonamientos para un “buen vivir”. Además, si la misión asumida por la universidad es identitaria, el resultado parece conducir a aquello que denuncia New Real Peer Review.

El otro rumbo que podrían tomar las humanidades sería el de la fuga y la reclusión.

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New Real Peer Review es el nombre de una cuenta en Twitter a cargo de –se infiere– un grupo de académicos, que se ha dado la tarea de examinar artículos académicos, revisados por pares, publicados y disponibles, en el campo de las humanidades y las ciencias sociales. La cuenta tiene más de cuatro mil mensajes, citando audaces artículos indexados, con más de mil seiscientas muestras de abstracts, solo desde junio de 2016. Los hallazgos teóricos y metodológicos que exhiben no son la regla, pero tampoco son excepcionales, y dan cuenta de un problema evidente que hay que señalar: la política identitaria se ha tomado, en las últimas décadas, buena parte de la academia humanística y científico social, política legitimada por las misiones que ha naturalizado cada departamento universitario. Ejemplos:

Análisis desde un punto de vista ‘metatécnico’ que indaga la intersección entre una forma de danza contemporánea bautizada con el nombre de “Gaga” y sus implicaciones neoliberales.

Artículo que presenta siete poemas inspirados en las experiencias higiénicas de mujeres adultas que relatan sus visitas al baño.

Capítulo de investigación: se propone imaginar al personaje Diana, de la tira cómica “La mujer maravilla”, en su paso a convertirse en guerrera amazona, para de esta forma inspirar su sororidad (de las autoras) y luchar contra las estructuras heteronormativas y opresivas que (las) afectan”.

Propuesta metodológica: “Juntando una red de conceptos tales como el afuera, el encuentro y la fuerza, la autora inventa pensar sin método, una estrategia emergente y fragmentada que forma el afuera de los métodos de investigación cualitativos estratificados”.

Etnografía de un profesor universitario que especula sobre el tipo de compromiso personal que asume ante el reto de completar su próximo trabajo de campo.

Artículo indexado compuesto por un párrafo que indaga la rutina diaria de un académico mediante una auto etnografía, revisando “cuan estructurados se han vuelto sus días, gobernados por el calendario escolar”.

Pregunta de investigación en un abstract: “La sonrisa: ¿cómo migra la sonrisa?”.

Abstract de tesis doctoral: “La autora explora las formas en las que ella, como mujer soltera y por lo tanto “sola” (single), ha sido posicionada como personalmente deficiente en tanto la solter-idad (single-ness) es producida como una posición ilegítima e indeseable a ocupar por parte de sujetos hembra/femeninos. Esta investigación utiliza un marco metodológico autoetnográfico aumentado por epistemología posestructural feminista para abrir, complicar, irrumpir e interrumpir la resolución de la novia con esperanzas de (re)significación y nuevas prácticas del yo hembra y femenino de la escritora […] La historia se cuenta desde diversas posiciones temporales, incluyendo el pasado, el presente y el futuro, desdibujando la idea de edad cronológica.”

“Marco glaciológico feminista para la investigación del cambio ambiental global. Abstract: marco de trabajo de glaciología feminista con cuatro componentes clave: (1) productores de conocimiento; (2) ciencia y conocimiento de género; (3) sistemas de dominación científica; y (4) representaciones alternativas de glaciares”.

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Una razón para comprender la deriva actual de las humanidades quizá se encuentre en la naturalización de la intrusión del Estado (moderno) en la universidad, puesto que con este no solo ha ingresado lo político, sino también la política: identitaria y fragmentada según corresponda el departamento. Por esto, una crítica a la condición actual de las humanidades no puede quedarse en la asunción de que son subordinadas o desdeñadas por poderes políticos en favor de intereses financieros, “económicos”, como reclama Nussbaum. Es necesario mirar hacia adentro. Para esto un primer paso podría ser incluir un cuestionamiento sobre los sujetos que acuden a las humanidades.

Habría que preguntarse, ¿qué tipo de persona tiene la voluntad de dedicar su vida académica al cumplimiento de cualquier misión que se arrogue la universidad? Y para esto, ¿quién está presto a nutrirse de unas humanidades cuyo retrato del mundo se configura con políticas identitarias, con sus intersecciones, opresiones y hegemonías? ¿Aquel cuadro que presentan importantes sectores de la academia es realmente el mundo? Si es así, entonces las humanidades de poco habrían servido en los últimos tiempos para informar y producir ciudadanos capaces de cambiar, no al mundo que es una distopía contrastada, sino al menos a sí mismos.

Un segundo paso podría consistir en revisar las críticas a la situación de las humanidades, puesto que en su mayoría se da por sentado un imperativo ético de corte hegeliano para la universidad; esto es, se impone que aquella forme una ciudadanía cuyo interés supremo se plasme y enlace al Estado, en torno a una virtud democrática compartida, universal. ¿Es esto deseable y posible? Si es así, quizá entonces la idea de la misión para la universidad se encuentre en proceso de realización plena y estemos atendiendo a sus efectos indeseados.

Porque la educación impartida en el ámbito universitario, a día de hoy, se halla profundamente enlazada al Estado, ya sea por cualquiera de las herramientas de las que este dispone. Por mencionar dos, la ley (no en razón si no a fuerza) y el financiamiento público. Por ley, el Estado puede pretender democratizar la educación superior; y con dinero procurará seguir asegurándose su aprobación social. Lo entendió Nietzsche advirtiendo la inminente burocratización y trivialización de la educación. El aparato universitario integra al Estado en sus campus, en virtud de su financiamiento y su propia misión democratizadora. Así, el poder político se asegura la cooperación de esa “conciencia crítica” que –en palabras de Pacheco– se supone es la universidad.

Desconcertante y compleja misión universitaria, que recurre a unas humanidades fragmentadas e identitarias para cumplirla, y con esa carga informarnos sobre el mundo y la manera “más ciudadana” de participar en democracia. Si la universidad algún momento decide adquirir un sentido nuevo y recibir una crítica original, quizá haya que ir pensando en otro nombre para ella. Ya se ha hecho antes.