Espacio público

Luis López López

 

El espacio público es la ciudad y la ciudad es sus habitantes. “Atenas no era la polis, sino los atenienses”, decía Aristóteles.

A partir de esta afirmación surgen varias interrogantes: “¿Qué hace posible que personas que no se conocen, que no tienen intereses comunes inmediatos, pese a ello se toleren unas a otras y vivan juntas?”, se pregunta Jean-Luc Nancy. Y más aún: ¿Qué pasa con el ser juntos? Estas preguntas de origen, que nos interrogan desde la antigüedad hasta el presente, vienen acompañadas de otra: ¿Qué sucede con la dimensión espacial del compartir? la cual, aun siendo sustancial, no implica necesariamente la existencia de una comunidad. ¿Qué es la “Gran Ciudad como recinto exclusivo de lo humano”, como la definía B. Echeverría en su mirada a la ciudad contemporánea? Entramos en el campo de ese gran espacio que no es un vacío ni un conjunto jerárquicamente organizado como lo fue el territorio medieval, sino un contenedor de lugares y relaciones irreductibles e imposibles de superponer, y que forma parte de la red global que caracteriza el territorio tardocapitalista. Foucault fue uno de los primeros en evidenciar la obsesión que el siglo XIX y gran parte del XX demostró por la historia y por el tiempo, reivindicando para fines del XX e inicios del presente siglo la presencia significativa del espacio, “la época del cerca y el lejos, del lado a lado, de lo disperso”.

En los distintos niveles de la condición humana: la labor, el trabajo y la acción, Hannah Arendt analiza cómo los hombres y mujeres se relacionan entre sí y con la naturaleza en su devenir vital, y podría arriesgarse la afirmación de que la dimensión espacial de la condición humana actual es fundamentalmente la gran ciudad.

La labor, es el ámbito de la subsistencia y reproducción de los seres humanos, los complementa contradictoriamente o no con el mundo natural, más aún cuando éste se ve amenazado hoy en tanto entorno de la especie humana, constituyéndose en una importantísima esfera de relacionamiento entre lo que podríamos decir son los paisajes natural y humano del mundo global. El trabajo, que transforma el mundo objetual, producto de la creación humana y que se pretende dominante sobre la naturaleza, trasciende los ciclos de la sociedad en capas culturales que se superponen, se afirman, se niegan y hacen historia. Se constituye así un mundo multiescalar, que tanto se ubica en la extensión de las actividades y funciones del cuerpo con infinidad de objetos, que van desde la piedra afilada con que se despedazaba la presa primitivamente hasta los alcances de la nanotecnología o la indagación espacial contemporáneos, “un mundo obsesionado por los beneficios y el consumismo, que empaqueta las experiencias para venderlas en lugar de insistir en la responsabilidad individual y colectiva en favor de la sensación y del espacio compartido”, dirá Olafur Eliasson. Pero es en la acción, campo de la política, donde se expresa fundamentalmente la complejidad de de la existencia compartida, aunque sin ser ella misma la cosa común en general (que ubicaría a la política como fin último). Sin embargo, su dimensión espacial ha sido apenas explorada y poco interrogada, salvo en el leguaje de las infraestructuras con que los políticos “dialogan” con sus electores. En las ciudades se requiere pasar del lenguaje de las infraestructuras al de las significaciones en el relacionamiento político de sus habitantes.

Hay una reducción cuando se ubica al ser como condición de su libertad, desconociendo la conflictividad propia de la relación con el otro y reconociendo solo el modelo del individualismo, la desagregación, el número. El primer modelo de ser-juntos, dirá Nancy, es más el lado a lado (el tocar-se) ―nuevamente el ser humano en su espacialidad― que el cara a cara (la mirada), aun cuando se pueda reprochar que esto no sea suficientemente ético, que no haya responsabilidad en el solo hecho de estar; pero es allí donde está ante todo el sentido, en tanto sentir. Uno es con el otro, más aún, si consideramos ser también con los animales, con las plantas, con los objetos. El ser juntos ubica al ser político en su acción, en su complejidad, en la confrontación que lo hace deliberante, móvil, actuante, en la disposición de producir nuevas redes de solidaridades, sin que se diluya en los posicionamientos de clase, tradición, sexualidad o etnia. Es en esa condición que se requiere de la ciudad (parte del complejo sistema territorial del espacio contemporáneo) como espacio que propicie la libertad, aquella que no anticipa ni prevé, que permite la irrupción de nuevas formas de apertura, que demanda una ética de la conviavilidad, del encuentro (aun cuando este sea perecedero), del ser capaz de abandonarse al otro, de que cualquier recién llegado pueda ser bienvenido, en fin: la ciudad como espacio público.

Esto nos lleva a pensar en ciudades en que no haya una sola identidad, ni siquiera identidades dominantes, en que existan flujos de corporeidades, diversidad de encuentros y mestizajes. La ciudad producto del trabajo puede conseguir en su trashumancia muchas identidades, la ciudad-espacio de encuentro es tensión de equilibrios débiles, que en su realización desaparecen liberándolos. La ciudadanía dejaría de ser una condición, un resultado, un decreto, es una miríada de representaciones y voluntades que expresan los intereses individuales y los intereses compartidos, es una conflictividad que se entreteje de modo inédito en las prácticas diarias, “la vida de la ciudad depende de la dispar interacción entre desconocidos, que produce un cambio en la conducta individual” afirma Steven Johnson.

De allí que quizás deban reorientarse la reflexión y la práctica en la construcción de las ciudades, y debería hacérselo tanto en el campo de las representaciones como de las mediaciones; de representaciones que tengan presente la noción de lo efímero, de la negociación y del cambio, que mantengan abierto y flexible su sistema semántico; de mediaciones del hombre con el hombre en su múltiple diversidad, del hombre con la naturaleza sin dominios que impliquen destrucción, que propicien la vida y sean objeto de una evaluación y crítica permanentes. Mantener la idea de la multiplicidad espacial y la coproducción de la misma, unir desafíos estéticos con cuestiones éticas, consideraciones de tipo político, científico y tecnológico; motivarse en el deseo de estar activos, innovadores, creativos y responsables.

La ciudad como espacio público implica “negociación, fricción, temporalidad y compromiso”, dirá Eliasson.

 

 

Imágenes: Josiah Lewis (Pexels); jimmy teoh (Pexels); Fancycrave.com (Pexels)

La ciudad muere… la ciudad se libera

Ruth Gordillo

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¡NUMANCIA! ¡LIBERTAD!

Lo grandioso en la tragedia de Numancia es que uno asiste no solamente a la muerte de cierto número de hombres sino a la entrada de la ciudad entera en la muerte: no son individuos, es un pueblo el que agoniza.

G. Bataille

La paradoja

¿A cuántas ciudades le cabe esta escena sobre la que habla Bataille? Tanto a esta ciudad que no cesa de entrar por mi ventana como a la Numancia sangrante del texto de Cervantes. ¿Qué tragedia comparte Numancia con otras ciudades? La tragedia, dice, el filósofo francés Lacoue-Labarthe, al menos en “cierta interpretación… que se explicita como filosófica y sobre todo que se pretende tal, es el origen o matriz de lo que con posterioridad a Kant se ha convenido en llamar pensamiento especulativo: el pensamiento dialéctico o el cumplimiento de lo onto-teo-lógico”; vale decir que es la fuente en la que se reflejan las ideas que sostienen la construcción de la historia de las ciudades.

En esta matriz donde se diseñan los espacios que han de habitar los sujetos, se elabora la forma y el contenido que dirige lo cotidiano. La antigüedad clásica pensó las ciudades desde el sentido político tanto de la hybris que remite a la transgresión, como de la catarsis y su efecto purificador, sostiene Lacoue-Labarthe. Hölderlin genera una diferencia fundamental con el mundo clásico, traduce la tragedia al lenguaje de la modernidad y lo hace desde la poesía; ella irrumpe y produce el relevo de la dialéctica que termina por aniquilarse y dejar abierto un resquicio por el que Heidegger se cuela trayendo la consigna de lo político.

No se equivoca Lacoue-Labarthe al elaborar la historia de la tragedia, historia extendida entre muros y linderos que cercan de igual manera las escenas amorosas como las más viles y violentas. Como en Numancia, “Ansi están encogidos y encerrados /  Los tristes Numantinos en sus muros; / Ni ellos pueden salir ni ser entrados”, los sujetos deambulan   y ponen en escena la representación de una paradoja que solo es posible en la doble faz de los muros: quienes están dentro, quieren salir; quienes están fuera, buscan entrar. Lo que allí se representa es ‒en términos de Diderot‒ “el intercambio infinito o la identidad hiperbólica de los contrarios”; es decir, la imposibilidad de resolución o de consolidar el deseo de estar en otro lugar, allende los muros, bien se miren desde fuera o desde dentro; en esta medida y en tanto suspende el proceso antagónico de los opuestos, la paradoja es “hiperbológica”, dice Lacoue-Labarthe.

La paradoja, así definida, condiciona toda existencia, también la de las ciudades;  igual que en el teatro, donde se efectúa una escena fundamentalmente enunciadora, las ciudades son el espacio propio de la enunciación. Al menos tres cuestiones se adelantan: ¿quién enuncia?, ¿qué se enuncia en el interior/exterior de las ciudades?, es más, ¿hay realmente diferencia entre el interior y el exterior? Como en el asedio de Numancia, Cipion [desde fuera] dice, “Desta ciudad los muros son testigos / Que aun hoy están qual bien fundada roca, / De vuestras perezosas fuerzas vanas, / Que solo el nombre tienen de Romanas”; el enunciado de Cipion, el extranjero, estalla los muros pues lo que ellos sostienen, se reduce a “perezosas fuerzas vanas”. El fin de la ciudad está ya dado, no hay quien se resista ante la mirada que perfora las defensas “qual bien fundada roca”. Al mismo tiempo, [desde dentro], el lamento de España, doncella a punto de ser mancillada, mira el Duero, aguas de historia y de promesa, y lamenta el “sitio”; la ciudad que guarda su historia, es la misma que la encierra, “Alto, sereno, y espacioso cielo, / Que con tus influencias enriqueces / La parte que es mayor desde mi suelo, / Y sobre muchos otros le engrandeces, / Muevate á compasión mi amargo duelo, / Y pues al afligido favoreces, / Favoréceme á mí en ansia tamaña, / Que soy la sola desdichada España.” No hay estrategia posible para evitar las más atroces escenas esculpidas en el horror de la arremetida romana y en la vulnerada voluntad de Numancia, “Muertes, incendios, iras, son sus paces, / En el morir han puesto su contento, / Y por quitar el triunfo á los Romanos, / Ellos mesmos se matan con sus manos.” Adelantarse al encuentro de la muerte, anticipar el desastre, al menos serán las propias manos amorosas las que arrullen el último sueño y cierren los ojos, de los hijos, las esposas, los amigos; este gesto da cuenta de la imposibilidad de enfrentar y vencer “la trascendencia in-finita, i-limitada, en la acepción activa de la palabra “trascendencia”, es decir de “la transgresión de lo acabado”, dice Lacoue-Labarthe.

A los dioses

En esta escena, la tragedia que purifica, se completa. Al igual que Numancia, las ciudades violentadas desde dentro y desde fuera, se pierden en la desmesura; con ellas caen los hombres y los dioses por el efecto de la hybris. Como hemos visto, los muros, sin importar el material de que estén hechos, son siempre permeables, es su condición; incluso las leyes que señalan los límites se tuercen y multiplican en angustioso gesto. Los dioses se ven igualmente pisoteados y ruedan con los muros. En su muerte, está la muerte de los hombres y la única posibilidad de la libertad. ¿No es eso lo que representa Numancia desterrada y sin líder? Solo habla la tierra, el cielo, el río; es más, para Bataille, es la “…región de la Noche y de la Tierra… región hechizada por los fantasmas de la Madre-Tragedia”.

La inquietud que se genera en esta escena requiere otra metafísica que permita recuperar, reparar, reelaborar las relaciones de los hombres con las ciudades en ruinas. El grito que abre este ensayo y que ponen a Numancia junto a la Libertad es, más que una catarsis, la ruptura con la re-presentación del último cuadro que lleva a la clausura de esa parte de su historia. Quizás por ello, las ciudades se levantan de prisa, sobre los restos de la anterior, recogen las cenizas y descubren un trazo originario, a manera de un destino. Lacoue-Labarthe encuentra en Hölderlin la clave para descifrar este destino; es, en realidad, “diferencia destinal”, que subyace a la Historia y circula por las calles de las ciudades, ¿dónde más se enclava el deseo humano de habitar y poblar el mundo?

La diferencia y el deseo provocan la ardiente Numancia; Guerra, Enfermedad y Hambre toman la palabra y enuncian “Su cierta muerte dilatando en vano…  / No hay plaza, no hay rincón, no hay calle ó casa / Que de sangre y de muertos no esté llena….  / Y las casas y templos mas crecidos / En polvo y en Ceniza convertidos”. Aquí lo hiperbológico se decanta en la forma de la divinidad que deviene representada como “un momento arrancado o sustraído al tiempo: una pura syncope –no sin relación con la cesura que estructura la tragedia”, es decir, se produce el olvido de Dios cuando el hombre se olvida de sí mismo y, finalmente, se reduce a la nada. Esta condición que Lacoue-Labarthe extrae del Edipo rey, traducido por Hölderlin, se traslada a cualquier ciudad en llamas, llamas visibles y de las otras, las que están encendidas en los callejones, las casas, las plazas, las esquinas, esperando el momento en que las atice una brisa o las arrebate el viento de las guerras.

La ciudad muere y se libera, pobre representación de la existencia colectiva, cuyo único horizonte es la muerte; la tragedia se traduce en la incapacidad de volver a construir una ciudad sin dioses, una ciudad que devele la cesura que la estructuró en la tragedia, en la matriz que gestó y gesta todavía las ciudades. Lo hace porque la metafísica construida a partir del esquema especulativo de la dialéctica, no deja lugar para otra cosa que para la infinitud de la divinidad, el verdadero muro que encierra y separa las ciudades. El giro necesario que Lacoue-Labarthe describe, deconstruye la relación del hombre con los dioses; ella reposa en  lo monstruoso, “…el Dios-y-el-hombre se empareja y, sin límites, devienen Uno en el furor el poder de la naturaleza y lo más íntimo del hombre, se concibe por el hecho de que el ilimitado devenir Uno se purifica mediante una ilimitada separación.”

De allí que los dioses abandonen Numancia, la dejan en medio del juego de la vida con la muerte, espectáculo que concierne a la “pasión política”; la representación que ocupa los escenarios teatrales, una y otra vez, insiste en “la humanidad perdida, el mundo de verdad y de pasión inmediata cuya nostalgia no cesa”, dice Bataille. Estamos frente a la muerte, a la verdadera muerte producto de la infidelidad de los dioses y de su necesaria retirada, procurada por la tragedia, “Madre Tragedia”, “Madre Patria”. El efecto trágico es la experiencia de la nada y el vaciamiento de la sustancialidad del hombre; sin embargo, en ese instante y solo en él, aparece la libertad: Numancia deja de arrastrar los fantasmas romanos y numantinos, se extiende a sus anchas, navega en el Duero, ya no hay dioses esperando al otro lado de la muerte, porque la muerte ha sido superada con el último golpe.

 

 

 

 

Recreación de la melancolía

Carlos Reyes

 

The very name of love is odious to chaster ears

 

En su disección de las circunstancias que provocan la melancolía, Robert Burton predica que aquella es una consecuencia del ocio, y una de sus curas posibles es la ocupación. El propio autor dedica su vida a escribir sobre la melancolía para no caer en ella (“I write of melancholy, by being busy to avoid melancholy”). El amor mantiene una relación particular con la melancolía. La escasez o el exceso de amor también pueden provocarla. Pero, además, el amor –quizá como una de sus variedades– es capaz de inspirar la construcción de mundos: Amor mundum fecit. De allí que la creación, y aún más la recreación de ciudades como escenario de la pasión amorosa, aspiren siempre al esplendor.

Reproducciones cinematográficas de plazas, calles, manzanas y ciudades históricas han buscado repetir la pasión que impulsó a sus creadores: “el rey y el emperador construyen ciudades en lugar de poemas” se anota en The Anatomy of Melancholy. Como en la carrera de cuadrigas de Ben-Hur, donde furiosos caballos galopan y baten la arena de un escenario asombroso que reinterpreta un circo romano. Un curioso contador de vueltas, tipo ábaco con figuras de delfines, indica el avance de la competición. A pocos metros de terminar la carrera, Messala (Stephen Boyd) pierde el control de su carro, cae a la pista y los cascos de los caballos lo destrozan fatalmente. El público ciudadano reunido en el grandioso anfiteatro vitorea a Judah Ben-Hur (Charlton Heston).

Atmósferas memorables también de recreación urbana fueron construidas para evocar a Egipto y Roma en la película Cleopatra (1963). Los sets se diseñaron y edificaron para revivir el deseo y el conflicto de sus personajes (la reina de Egipto y Marco Antonio, Taylor y Burton). El diseñador de aquella producción, John DeCuir, era conocido como el “constructor de ciudades” de aquel sistema de estudios. Algunas ciudades ficticias también han sido objeto de interpretaciones audiovisuales que aspiran al esplendor. Por mencionar una loable: la Ciudad Gótica de Batman (1989) se presenta como un ambiente propicio para explicar la obsesión de su protagonista. Dicha obsesión consiste en defenderla, sin descanso, como un lugar ético hostigado por villanos. La neblina nocturna persistente, la claustrofobia de sus callejones y la disposición arquitectónica de Ciudad Gótica inducen invariablemente al misterio y a la  melancolía. Por escasez de luz y apatía. En Ciudad Gótica los ciudadanos necesitan ser protegidos de un mal disparatado (el Guasón), que choca con sus naturalezas y rutinas. El coraje del hombre murciélago –en esa película y más aún en las siguientes entregas que exploran sus motivos– llega al sacrificio. Entre Batman y buena parte de los habitantes de la ciudad se intuye un pacto oscuro que, como el amor entre extraños, exige siempre renovarse, repetirse, confirmarse.

Lewis Mumford se refiere al sexo al aire libre en el mundo medieval cuestionando que “la pasión erótica era más atractiva en el jardín y en la madera –a pesar de rastrojos, tallos espinosos o insectos– que en la casa, en un colchón cuya paja vieja o caída nunca estaba completamente libre de humedad mohosa”. Si la apertura y soledad del espacio premoderno eran más confortables que la intimidad del hogar, y permitían el disfrute corporal gracias al divertido anonimato del campo abierto, la ciudad moderna aparecerá con sus propias soluciones al respecto de esa necesidad vital.

A la nueva ciudad, incluso antes de haber sido iluminada por las noches con lámparas de aceite y gas, “su propia grandeza la convierte en un admirable lugar de escondite (…) la relación que podría perturbar a una familia de provincia puede ser consumada con un mínimo de exposición. Un hombre y una mujer corren menos peligro por el cotilleo yendo a la cama de un hotel metropolitano que si simplemente cenasen juntos en el restaurante de un pueblo pequeño. De hecho, la ventaja de la metrópolis como lugar de escondite –una ventaja que los amantes ilícitos comparten con los transgresores más violentos de la ley y la convención– no es la menor de sus atracciones para los visitantes que pululan desde otras partes del país” (The Culture of Cities).

En la ciudad moderna los amantes curan su melancolía –según Burton “la mejor y última cura para la melancolía amorosa es dejarles cumplir su deseo”– recurriendo a varias formas citadinas de paraje. En lugar del anonimato campestre sus encuentros se satisfacen en el arquitectónico: dispersos entre la multitud coinciden en descansos, accesos, pasajes, recovecos, recodos, pasadizos, túneles, zaguanes, rellanos y pasos habilitados por el diseño. En los resquicios de la ciudad la mirada rehúye el descaro de quienes se tocan.

En la ciudad contemporánea la arquitectura aún pugna por superar lo netamente urbano, por sustraerse de aquello. El  extraño interés del urbanista posmoderno por vaciar de todo goce corporal auténtico a la ciudad actual –no se diga espiritual– se encuentra expresado de manera elocuente en la Carta de Atenas (1933-1942) de Le Corbusier y Sert. El manifiesto desborda urbanismo y desconoce a Eros. Lo urbano se conforma con solucionar los dilemas y tensiones del hábitat, del uso del espacio, entregando su decisión a la autoridad.

De manera quizá ingenua –o intencional– los autores de la carta sostienen que “en adelante la ciudad se construirá con toda la seguridad, dejándose, dentro de los límites de las reglas fijadas por ese estatuto (de uso de suelo), libertad completa a la iniciativa particular y a la imaginación del artista”.  El burócrata, luego de gobernar el suelo también ha sabido o intentado prescribir la arquitectura de la ciudad y encandilar al artista. ¿Fueron el horror e incertidumbre de las dos guerras mundiales las razones para reservar aún más el orden urbano al control absoluto del Estado?

En televisión dos programas recientes han recreado soberbiamente a la Nueva York de principios del siglo XX, no tanto por lo que la ciudad mostraba en esa época, sino por lo que prometía llegar a ser. Las producciones de The Knick y The Alienist reconstruyeron una ciudad propia para sus personajes y colocaron en ella sus historias, inseparables entre sí.

The Knick está inspirada en la vida de un médico residente en el Hospital Knickerbocker, en Harlem, y sus calles colmadas de inmigrantes irlandeses, italianos, rusos. El doctor Thackery (Clive Owen – Closer, Sin City) es un cirujano hábil con el bisturí, pero descontrolado en el consumo de drogas. Su rutina es estable hasta que conoce a Lucy Elkins (Eve Hewson – The 27 Club, Bridge of Spies). El antihéroe que juega químicamente consigo mismo, y no logra adivinar la psicología de una enfermera irlandesa, se extravía en una ciudad de carruajes, caballos, bicicletas, protestas y fumaderos de opio, detallada en sus calles, reimaginada en sus instituciones sanitarias. La ciudad de Thackery es el espacio donde se desmorona una frágil historia farmacológica de atracción y dependencia. Y quizá también de amor ya satisfecho.

The Alienist se sitúa en la misma ciudad y su juego se produce en el campo sicológico. El doctor Laszlo Kreizler (Daniel Brühl – Good Bye Lenin!, Inglourious Basterds) es un contemporáneo de Freud. A Kreizler le intrigan las conductas psicopáticas y se involucra en una investigación que pronto desemboca en un asunto policial. Lo que hace tambalear la habitual actitud indiferente del “alienista” Kreizler es la secretaria Sara Howard (Dakota Fanning – I am Sam, The Runaways). El analista se ve reconocido en la conducta distante de Sara y le halaga sobremanera que haya estudiado sus trabajos académicos. Nueva York resurge entera y viva en sus calles húmedas, con fango, fachadas de ladrillo visto, salones de baile, orfanatos y siquiátricos. El alienista y la secretaria no son cuerpos sino mentes que se buscan.

Que la melancolía se deba tanto a una falta o exceso de afecto, de amor, y que dicho sentimiento también modele ciudades, sugiere que hay urbes hechas con sus dos variaciones. Quizá incluso ambas en una sola ciudad. Berlin puede haber sido el caso más visible de esa situación. En la década del 90 todavía se apreciaba claramente el contraste entre una “ciudad” mal remendada por burócratas, lúgubre por privilegiar su amor al partido y a su ideología; y otra “ciudad” que tuvo la oportunidad de transformarse con alguna flexiblidad, cierto albedrío y más trazas de democracia liberal. En aquel momento una ciudad era todavía inequívocamente gris, y su vecina iluminada, reverdecida, visiblemente cuidada. A propósito de ese Berlin, vale la pena dedicarle tiempo a Counterpart, cuya premisa es que en 1989 el mundo y su historia se dividieron en dos, y en la ciudad se abrió un portal de acceso espacio temporal que los comunica de forma secreta.

Una vez construidas todas las ciudades (¿queda alguna por construir o incontables por recrear?) es el creativo el que cumple la tarea de rehacer otras en su interior. La ciudad es al mismo tiempo espacio y motivo para interpretar el mundo (en películas, tv) y proponer narrativas, cumplir deseos y concretar encuentros. La ciudad contemporánea, a pesar de que la política pretenda ajustarla hasta la melancolía del desafecto, es aún el lugar de imaginación y recreación de sitios extraordinarios y momentos históricos o ficticios.

Porque en contraposición el burócrata aspira a reglamentar completamente la ciudad bajo el esquema del urbanismo. El funcionario y el político ofrecen la invención, la renovación o la salvación de la ciudad. El sueño termina en el parque tecnológico y la ciudad del conocimiento que rápidamente caducan; el complejo habitacional y sus soluciones insuficientes; o la villa olímpica que en poco tiempo acaba desvencijada y arruinada. La ciudad enferma de melancolía en el delirio del funcionario.

Esos artificios, más característicos de regímenes dedicados a regularlo todo –entre el suelo y el cielo, de la cuna a la tumba– han hecho siempre visible su negligencia. Empezando por la organización arbitraria del territorio, que pronto pasa a ser ocupado por edificios públicos aparatosos, fachadas inexpresivas y monumentos exaltados. Así, fenómenos como, por ejemplo, el bloque habitacional con su limitación estética y psicológica, y su delirio funcionalista, acaban siendo solo una ligera variación del manifiesto ateniense de Le Corbusier. El urbanista suizo y su grupo pregonaron la democratización de la luz, de la vegetación, del espacio y la belleza. El bloque es su forma acabada.

Sin embargo, cabe también asumir que la melancolía urbana que logra el burócrata es diferente a la de otras ciudades, edificadas y repetidas lentamente, por siglos, sobre sí mismas. Otras ciudades, igualmente melancólicas, que conservan sitios de reflexión, meditación, coincidencias y goce. Parajes de ciudad. De aquellas hay muchas por explorar y evidentemente tiempo insuficiente para lograrlo. En cuanto a las otras, quizá solo sean el resultado de una forma temporal de melancolía incurable: la de quienes prometen lugares que jamás emergerán.

 

 

 

 

Contemplación de fragmentos (2ª parte)

III

Percibimos el espacio como si fuese tiempo detenido, como si el tiempo hubiese «cristalizado» o «coagulado» en ciertas configuraciones que están ante nosotros. Y percibimos el tiempo, el devenir, como si se expandiese en volúmenes, como sucesión de cuerpos o volúmenes que se superponen o se despliegan. En la contemplación de un «lugar» podemos rastrear, más allá de las imágenes, la sucesión del tiempo, los diferentes ritmos y modificaciones que provienen de los cambios en las formas de la vida humana: largos períodos de cierta continuidad y crecimiento, repentinas crisis, catástrofes geológicas o sociales.

Ciudades, aldeas, caminos o campos son configuraciones espaciales donde se juntan los restos de la vida humana del pasado con las formas del presente. En cada «lugar» se superponen signos y símbolos de poderío o de miseria, de grandeza o desesperación; se juntan innumerables fragmentos que quedan de esfuerzos, alientos o renunciamientos; de saberes, conocimientos, creencias y equívocos; de ritos, esperanzas o catástrofes. En español, para el panorama «natural» que se contempla desde una determinada posición del observador tenemos la palabra «paisaje»; sin embargo, no existe una palabra que denote el espacio de la ciudad que contemplamos desde un determinado punto de vista, por ello haré aquí uso del término «paisaje» en un sentido amplio, no restringido a lo que se supone —a mi juicio, erróneamente— que es «naturaleza» exterior a la realidad artificial creada por el trabajo, la técnica y el lenguaje. El «paisaje», en este sentido amplio —un paisaje de la ciudad, del campo, o del bosque o incluso de la selva o del desierto que están más allá de la relación ciudad/campo— es historia, es transformación constante. Caminamos por una ciudad, o más precisamente por alguna parte de una ciudad, nos detenemos en algún punto, y bajo nuestros pies y arriba de nuestras cabezas, frente a nosotros, ante nuestras miradas, a nuestras espaldas, brotan incesantemente los signos de su(s) historia(s).

Cualquier construcción, no solamente aquellas que son consideradas «monumentos», posee esa densidad que invita al arqueólogo, al antropólogo o al historiador a examinar, discriminar y ordenar restos, a reconstituir imaginativamente las edificaciones a partir de sus ruinas, a establecer las modalidades de reutilización de fragmentos de lo antiguo que se insertaron en las nuevas construcciones, las cuales a su turno tal vez hayan sido arruinadas posteriormente. Densidad semejante tiene el habitante o el visitante cuyas memorias sedimentan la experiencia vivida en casas, patios, escaleras, calles, plazas, mercados, parques o estadios, estaciones de trenes o aeropuertos, iglesias o cementerios… De tal densidad que se brinda a la contemplación provienen las preguntas sobre las formas de vida cotidiana, los sistemas de creencias, de relaciones familiares, de prácticas sexuales, laborales, mercantiles o funerarias, sobre alimentos, hambrunas, enfermedades, fármacos y prácticas curativas, sobre instituciones y relaciones de poder que utilizaban los seres humanos que vivieron en esos parajes, lo que deriva en una necesaria, aunque no siempre obvia, comparación con las formas actuales de vida humana. El pasado se presenta como una sucesión de construcciones, destrucciones o reconstrucciones cuyos restos están ante nosotros, es decir, que son parte del presente. De esa combinación-contrastación entre pasado y presente, y como una proyección de las posibilidades recreativas de la vida humana que se abren a partir de ellas, surgirán las expectativas de lo que puede venir, de futuro. El espacio se revela entonces como una singular cristalización del tiempo, que recoge en el presente las huellas del pasado y las proyecta hacia adelante, hacia el porvenir. Pero tal vez esta sea solo una manera moderna de percibir esa cristalización del tiempo en el espacio que se recorre durante la contemplación de un «paisaje»…

Si consideramos con detenimiento las distintas «capas» que coexisten y se superponen en un determinado «paisaje» citadino, una basílica como la de San Clemente de Letrán o el Zócalo de la ciudad de México, podemos contrastar la articulación entre pasado, presente y futuro que se configura en el mundo moderno con las formas culturales del pasado. En efecto, los sacrificios en el Templo Mayor tienen que ver con una concepción cíclica del tiempo, aniquilada de hecho por la técnica moderna, industrial. ¿Qué «futuro» constituía el horizonte de expectativas de los artistas-artesanos del mural del ábside de San Clemente? No, por cierto, el horizonte del «progreso» sino la «eternidad», el cumplimiento de la promesa escatológica, la salvación. ¿Qué esperaba del futuro Diego Rivera? Seguramente algo había en él de las utopías revolucionarias del siglo XX, y tal vez de una esperanza de fama póstuma unida para siempre a la historia nacional mexicana. Mas, a pesar de la teleología implícita en la utopía política, esta es sustancialmente diferente de la escatología cristiana; aquella apuesta al futuro, esta, a la eternidad. ¿Qué esperan del futuro los turistas de nuestros días, a los que les llegan los restos del pasado más bien desde las pantallas de sus portátiles que de la conmoción que pueden provocar las piedras, las columnas o las pinturas murales? ¿Cómo perciben la articulación de pasado, presente y futuro los millennials, y en general, cómo percibimos esa articulación dentro de la aceleración que caracteriza a nuestra época?

IV

Quien contempla un paisaje, en el sentido que aquí he dado a esta palabra, lo hace desde un singular punto de vista que inserta el presente en la historia. También el mundo del observador devendrá con el tiempo espacio congelado, ruina, fragmentos dispersos. Quizás llegue a constituirse en una sucesión de legados trasmitidos como fragmentos que servirán para reconstrucciones, reutilizaciones, o que simplemente serán olvidados, esto es, que serán —literalmente— enterrados. La ciudad que habito o que visito, las formas de la vida humana en que existo, polvo serán, y no necesariamente «polvo enamorado». Quizás algún día otro visitante, otro viajero, tal vez arqueólogo, historiador o antropólogo, se volverá hacia lo que serán los restos, siempre fragmentarios, de nuestra peculiar historia. Hacia las huellas que dejamos: las ciudades o las partes de las ciudades en las que existimos.

De alguna manera, las ciudades, pero también las aldeas, los campos, es decir, cualquier paisaje, es museo, es monumento. Por ahí se encuentran callejuelas exuberantes en la exhibición de fachadas, balcones, puertas, rincones, acueductos, cloacas, plantas industriales, jardines; algún instrumento de labranza, un yunque, un martillo, un molino, o una cazuela, una cuchara, un cuchillo, una vasija, una máquina de coser, una rueda de carreta o un neumático, los restos de un puente de piedra o de una vía férrea abandonada, más allá unas tumbas o un campo que evidencia la conquista humana sobre la roca, sobre la pendiente de la montaña, las landas, la selva, el mar o la cuenca de un río. Conquista humana que es «civilización», construcción de mundos, sabiduría, y a la vez, «barbarie», destrucción, estulticia.

La ciudad no tiene fijeza, está en constante mutación, es infinita, no puede concluir. En sus inicios o en algunos momentos de su desarrollo podrá planificarse su disposición espacial, podrán establecerse determinados criterios para su evolución. Pero no hay posibilidad alguna de que el cálculo ordene la historia. La suposición de que es posible calcular las determinaciones del desarrollo social, y por tanto de que es posible la planificación hacia objetivos claramente delimitados, con exigencias de eficiencia, eficacia y con el ejercicio de controles del poder, deriva en la violencia autoritaria. La suposición contraria, de que no hacen falta regulaciones, deriva en anárquico desquiciamiento del espacio común de convivencia. Entre esos dos polos intentan moverse las sociedades contemporáneas. El devenir, sin embargo, es indeterminable. Podemos comprender ciertas tendencias, intuir posibilidades afirmativas de cierto desarrollo de las condiciones civilizatorias y a la vez de determinados riesgos de catástrofe, pero nos es imposible planificar y encuadrar el futuro de cualquier ciudad. Esto, no obstante, no implica que en cada momento, en cada ciudad y en sus distintos fragmentos, no se despliegue una incesante recreación, que puede implicar tanto la destrucción de su tejido social e histórico como su transformación afirmativa.

Múltiples factores que provienen del interior o del exterior de la ciudad, la irán transformando, a veces imperceptiblemente, a veces de modo violento. Hay ciudades hoy invisibles, que han sido borradas de la faz de la tierra, que yacen enterradas por las arenas del desierto, bajo la selva o la lava, en el fondo del mar. Hay ciudades que fueron amuralladas para salvarlas de la destrucción; hoy las murallas son restos arqueológicos. La historia reciente de Detroit es en este sentido ejemplar. La que un día fue capital de la industria automovilística y a la vez del jazz, llegó a ser declarada «en quiebra» en 2013. Que una ciudad sea declarada «en quiebra» solo podía acontecer en la época del dominio mundial del capitalismo financiero. En 2013, en su filme de vampiros Only Lovers Left Alive, Jim Jarmusch ubicó a Adam (Tom Hiddleston) en la ruinosa Detroit y a Eva (Tilda Swinton) en Tánger. Se pueden encontrar en internet algunos documentales sobre esta ciudad aniquilada. Pero asimismo podemos ver los crecimientos de las favelas, los hacinamientos en las megalópolis, el caos que crece en medio de la acumulación de basura, o los edificios tomados por los okupas, en pleno «centro histórico» de grandes ciudades.

Si la ciudad es configuración espacio-temporal y obra humana, en ella se entrecruzan diversas posibilidades de construcción (y destrucción) o de modificación del espacio, contenidas en los sistemas técnicos que disponen las sociedades concretas. En la ciudad se combinan entramados semióticos y, siendo historia, ritmos temporales diferentes. Hoy día los cambios de las ciudades son vertiginosos, con una aceleración que crece constantemente. En gran parte del planeta esa aceleración está ligada a los movimientos migratorios, a los movimientos de mercancías, entre ellos, de la masa de informaciones, movimientos relacionados con un consumismo obsesivo que aniquila las cosas en un breve tiempo. Sobre las ruinas de los templos de los dioses monoteístas del pasado se construyen los nuevos templos del consumo, que se desplazan desde los centros comerciales, semejantes todos a pesar de su ubicación en cualquier lugar del planeta, hasta las pantallas del teléfono o del ordenador portátiles, estos templos minimalistas a los que permanecemos atados buena parte de nuestro tiempo, en un ritual de obsesiva contemplación de imágenes, ya sea que vivamos en un chalet de una urbanización amurallada o en una casucha de favela. Al mismo tiempo, la automatización va ganando espacios en la vida cotidiana; en pocos años más no habrá ni chofer de taxi que nos cuente los chismes políticos ni cajero de supermercado que nos haga la cuenta.

Si una ciudad, cualquier ciudad, está en continua transformación, si en cada lugar el tiempo deja huellas del paso sucesivo de las generaciones en conglomerados de ruinas, de restos que se juntan en el espacio, que a veces se incorporan en nuevas construcciones o que quedan sumergidos en ellas, entonces la construcción-destrucción-transformación es obra de todos quienes las han habitado, incluso de aquellos que han estado solo de paso por ellas. Hay un poema de Brecht que reivindica esta creación multitudinaria y anónima. El poema inicia con una pregunta acerca de los constructores de las ciudades: «¿Quién construyó Tebas, la de las Siete Puertas? / En los libros aparecen los nombres de los reyes. / ¿Arrastraron los reyes los bloques de piedra?» ¿Dónde quedaron los anónimos albañiles, con qué se alimentaban?

«Tantas historias, / tantas preguntas», con estos dos versos termina el poema.

 

Para Eduardo Kingman Garcés,
poeta, pintor e historiador de Quito

 

 

 

 

 

La ciudad, la igualdad y el desorden de la democracia

Juan Manuel Ledesma
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Sócrates: Ciertos sabios, Calicles, dicen que el cielo, la tierra, los dioses y los hombres forman, juntos, una comunidad por medio de la amistad, el amor del orden, de la templanza y el sentido de la justicia. Por esta razón, querido mío, a este todo lo llaman Kosmos u orden del mundo y no desorden y desenfreno. Me parece que tú no fijas la atención en estas cosas, aunque eres sabio. No adviertes que la igualdad geométrica es todopoderosa entre los dioses y entre los hombres; piensas, por el contrario, que es preciso aspirar a tener más que los demás, porque descuidas la geometría.

Platón, Gorgias

 

Para Occidente, Grecia es y siempre ha sido el punto de partida, el comienzo y el origen, la fundación misma de lo que, a pesar de todo cambio o mutación histórica, permanece idéntico a sí: su difícil y problemática “identidad”. A pesar de las discrepancias que se puedan invocar al respecto, de todas las perspectivas o fuentes que efectivamente alimentaron la historia de Occidente, es difícil negar que uno de los confluentes más importante, significativo y primordial en la constitución histórica de su “identidad”–en todo caso determinante en su búsqueda sin fin–, proviene de su devoción, por no decir obsesión, por la Antigua Grecia (ya sea como resultado del reconocimiento de su realidad histórica o como efecto de su fantasía, o idealización). Incluso si invocamos el cristianismo, cuyo origen es el Antiguo Testamento y no el Partenón o la Academia, no podemos olvidar que el pasaje del Antiguo al Nuevo Testamento coincide, precisamente, con el paso, la travesía y la traducción de la cultura y religión judías al mundo griego: Dios es llamado Logos. Grecia es fundamental, fundacional. Pero, ¿por qué razón?, cabe preguntarse. O más bien: ¿qué sucedió en Grecia –o de qué suceso Grecia es el nombre– para que, de manera obsesiva, nuestra cultura vuelva incesantemente a ella como uno vuelve a la tierra natal, imposible de olvidar?

Lo que sucedió en Grecia, el acontecimiento fundamental y fundacional que lleva su nombre se desplegó en la ciudad-estado llamada Atenas. Atenas condensa la esencialidad que Occidente atribuye al nombre propio “Grecia”, porque en ella nació y murió un experimento singular y transformador; experiencia revolucionaria llamada democracia. Todo otro acontecimiento que el nombre de Atenas encierra –la arquitectura, la escultura, la tragedia, la filosofía, la sofística, la ciencia, etc.–; todo lo que, justamente, Occidente reclama como su bagaje fundacional, fue posible únicamente dentro de la democracia y gracias a ella; es decir, gracias a lo que en ella se liberó: la libertad política o, como Platón lo dirá, la libertad del deseo. La democracia ateniense es, en todo caso, el modelo a imitar, el ejemplo a seguir –como lo enuncia Pericles en la historia de Tucídides– no sólo por parte de las otras polis de la Antigüedad, sino por las que vendrán a alimentar su mito, al ser el modelo intemporal y arquetípico de toda la construcción histórica y política –mimética podríamos decir– de Occidente. No es un azar si, aún hoy en día, nuestro dilema fundamental sigue siendo la (im)posibilidad de la democracia, la posible-imposible reconstrucción, repetición o imitación (mimesis) del modelo originario.

Atenas es democracia y la democracia es ateniense. Por lo tanto, si queremos interrogar la deuda inmemorial que Atenas y su democracia suscitan, es necesario interrogar la identidad de su legado. Dicho de otra manera, si el arquetipo-modelo de Occidente es una ciudad, y esa ciudad-modelo es esencialmente democrática, es necesario interrogarse no solamente sobre la singularidad del sistema político como tal, sino también sobre la singularidad de la ciudad que volvió posible tal sistema, en cuanto espacio y lugar de vida. ¿Qué singulariza, define y circunscribe la unicidad de Atenas, en cuanto espacio fundador de la democracia? Si es necesario hablar de espacio, cuando se habla de Atenas, es porque la invención de la polis democrática no fue solamente una revolución operada en el plano de la filosofía y de la política; la invención de la polis democrática es sobre todo la expresión fundamental de una revolución espacial. Una revolución que sería inapropiado llamar científica, porque la idea misma de ciencia dependerá de ella; se trata de una revolución que es justo llamar, simplemente, geométrica. Atenas es democrática, o más bien se vuelve democrática, a partir del momento en que la geometría invade el espacio social.

La geometría llega a Grecia en manos de los siete legendarios Sophoi, los siete Sabios de la Grecia arcaica, quienes la aprenden, según la leyenda, de los sacerdotes egipcios. Tales de Mileto, ejemplo supremo de los siete Sophoi, primer pensador de la naturaleza y ancestro de todo filósofo, es sobre todo un geómetra ejemplar. Pero es Solón de Atenas, poeta, legislador, y geómetra, quién opera el giro fundamental en nuestra historia. Solón es el primero en traducir los fundamentos de la geometría en ley o, más bien, el primero en aplicar las leyes de la geometría a las leyes injustas de los humanos. Es decir, él fue el primero en reformar el espacio injusto de la ciudad introduciéndolo en la espacialidad imparcial de la geometría. Solón es el padre de la democracia ateniense, responsable de la introducción de una de las ideas más radicales de la geometría: la isonomía, es decir, la igualdad (isoi) de todo ciudadano ante la ley (nomos). “Lo igual no puede engendrar guerra”, según Solón. Bajo esa idea, y principio, reformó la ley de Atenas en dos aspectos fundamentales. En primer lugar, creó lo que hoy llamaríamos una “asamblea popular” al abrir la asamblea a la voz de todo ciudadano. En segundo lugar, creó un verdadero tribunal del pueblo –la Heliea–, cuyas funciones fueron abiertas, de manera equitativa, a todo ciudadano. La justicia, y la acción politica, comenzaron a medirse con la medida de la igualdad geométrica.

Solón dio el primer paso, introduciendo la igualdad neutra de la ley geométrica en la ley humana, pero es el ancestro de Pericles, Clístenes de Atenas, quién la aplicó literalmente al espacio social, y topográfico, de la ciudad. Clístenes entendió que la injusticia y la asimetría del poder –la dominación– se expresan ante todo en el espacio social, en la manera en la que los diferentes grupos y facciones sociales se apropian el espacio para vivir. Los pobres siempre son expulsados a la periferia, o encerrados en un centro desolado. En todo caso, pobres y ricos viven siempre separados, como si su futuro y su bienestar no fuesen, en el fondo, comunes. Clístenes decide, por lo tanto, expandir la neutralidad del espacio geométrico más allá de la esfera jurídica y aplicar la simetría, la proporcionalidad y la igualdad al espacio social.

Primero, reforma del cuerpo social: Clístenes redistribuyó la demografía de Atenas, creando más de cien grupos sociales llamados demos o municipalidades. Luego, las reagrupó en diez nuevas tribus proporcionalmente justas, es decir, compuestas cada una por todas las clases sociales, asegurándose así que el lazo social y el interés común prevalezcan sobre el interés privado y de sangre. La pertenencia o la proveniencia de un ciudadano es, a partir de ese momento, su demos, no su apellido o su familia. En segundo lugar, reforma del espacio social: Atenas –la región del Ática– fue literalmente dividida y reorganizada en tres nuevas regiones geográficas (costa, rural, urbana), y cada una de ellas fue dividida en diez distritos en donde las nuevas tribus fueron instaladas. Compartir el espacio, de manera homogénea, para compartir de manera más justa el poder. Al distribuir de otra manera el espacio topográfico, distribuyendo a los individuos no en conformidad con las divisiones sociales, Clístenes redistribuyó, de manera más justa y proporcional la participación misma al poder. La preeminencia arcaica de los lazos de sangre, que solo tienen por lazo el interés privado, fue así cortada. En su lugar, se erigió una nueva figura de la ley, en donde la justicia se mide con la ley de lo igual. A partir de ese momento, los ciudadanos de Atenas comienzan a llamarse semejantes (homoios), porque son iguales (isoi) ante la ley. He ahí el germen de la democracia profundamente anclado en la idealidad geométrica.

A través de Clístenes, la igualdad se vuelve una fuerza positiva y dinámica, una fuerza de neutralización de toda jerarquía o asimetría sin fundamento, que introduce una nueva idea y manera de vivir el espacio: la ciudad es como una figura geométrica, como un círculo que tiene un centro –el Ágora–; un centro que no confisca el poder de manera injusta, sino que lo distribuye equitativamente a todo ciudadano. En un círculo, el centro nos permite pensar la igualdad entre todas las líneas que lo atraviesan. La misma función tiene el Ágora; es el punto central en el espacio de la ciudad que dictamina la igualdad, ante la ley, de todo ciudadano respecto de cualquier otro. La polis democrática, la ciudad transformada en cuerpo y espíritu por la idealidad geométrica –por la ley de la isonomía– expresa y simboliza la creación de un verdadero espacio común. La isonomía abre la posibilidad de una comunidad en el espacio y del espacio, es decir la posibilidad del espacio público.

Pocos entendieron la fuerza y la novedad de esta revolución con la misma acuidad que Platón. Presentado eternamente como el primer adversario, por no decir enemigo de la democracia, Platón es en realidad el primero de los más profundos pensadores de la democracia. La obra entera de Platón es, en realidad, una larga meditación sobre el fracaso de la democracia ateniense. Lo que Platón entiende es que el régimen isonómico de Pericles, Clístenes y Solón, no logra solamente introducir una igualdad radical entre todos los ciudadanos. Platón concibe que la igualdad ante la ley, en democracia, se traduce necesariamente en la igualdad radical de la palabra, del discurso, del logos. ¿Cómo se manifiesta la isonomía, cómo se expresa concreta y políticamente si no es a través del acto de tomar la palabra, de manipular el discurso para defender su punto de vista, su opinión? En democracia, todo discurso, toda opinión es legítima –poco importa quién la pronuncie– porque todas son iguales. El discurso, en democracia, se vuelve el rey, o será rey quién lo domine.

La isonomía libera la potencialidad del discurso y de la opinión, es decir la potencialidad del individuo y, como lo teme Platón, la potencialidad infinita del deseo. Platón constata que la democracia, régimen geométrico de la medida y de la simetría, del orden y de la ley, libera súbitamente el deseo desordenado e indeterminado de todo individuo. Su gran temor es que la democracia no sea en el fondo más que el reino, o más bien la tiranía camuflada del deseo –de unos cuantos– y, por lo tanto, el reino brutal del interés privado. Liberado de la opresión de la tiranía y de la oligarquía, el individuo democrático puede dar rienda suelta a su deseo, es decir vivir como le plazca, vivir en fin para sí, por su interés. Es de esta libertad democrática, y topográfica, que emergen la sofística, la tragedia, la explosión de las artes y, por supuesto, la filosofía como tal, en cuanto ciencia del discurso. Es decir, toda la gloria del modelo que produce aún sus efectos. Pero es a causa de la libertad democrática también que se instala, políticamente, el desorden estructural del Ágora, es decir la confrontación inevitable de opiniones radicalmente distintas –y sin embargo estructuralmente iguales–, el conflicto de intereses personales que no logra adicionarse en interés colectivo. Confrontación y conflicto que no pueden ser resueltos sino por el asentimiento de la mayoría, del demos, sea cual sea su veredicto: es así que, irónicamente, la democracia produjo –y continúa produciendo– su propia ruina, rindiéndose una y otra vez a la tiranía. Tal como Platón lo predijo.

Este desorden, que Platón teme, y que a toda costa desea contener, resulta sin embargo del conflicto inevitable que atraviesa la vida de toda ciudad, como la de todo individuo: es libre quién se busca, es decir quién no sabe a dónde va y, por lo tanto, está expuesto al error y al cambio. Como Protágoras lo dice a través de la pluma de Platón, la democracia y el individuo democrático son el resultado inevitable del error –y del olvido– de Epimeteo. Éste es tal vez el legado ambiguo de Atenas y de su democracia, que continúa acechándonos, el legado inimitable de una libertad en busca de normas y conocimiento, de leyes e instituciones capaces de contener el desorden inevitable de su deseo.

 

 

 

 

Contemplación de fragmentos (1ª parte)

Iván Carvajal
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I

Plaza de la Constitución de la ciudad de México, o Zócalo, como diría cualquier habitante de la ciudad: quien ha sido arrojado desde la boca del subterráneo, expulsado por la masa de aire enrarecido que respiran miríadas de seres humanos que se desplazan por el vientre de la ciudad, se sobrecoge ante esa superficie imponente de la plaza a la que arriba. En su entorno, el Palacio Nacional, que fue sede de gobierno del Virreinato de la Nueva España y luego del gobierno mexicano, y que aún hoy —aunque desplazado como residencia presidencial por Los Pinos, situado en el bosque de Chapultepec— conserva su función administrativa y ceremonial; la Catedral Metropolitana, símbolo del poder de la iglesia católica; en los otros costados, edificios que provienen del esplendor del Virreinato, de la magnificencia barroca y de los cambios estilísticos o funcionales, como los grandes hoteles y las vitrinas de las joyerías. En ellos, pueden verse los conceptos arquitectónicos y los efectos de las técnicas constructivas que se han sucedido durante siglos. Abajo, en el subsuelo, la estación Zócalo del metro, que exhibe en un hall subterráneo información sobre la historia de la Plaza de la Constitución y su entorno. Hacia una esquina, el Museo del Templo Mayor, la memoria de la grandeza de Tenochtitlán, la capital de los mexicas, donde se exhiben in situ algunos magníficos restos arqueológicos del esplendor del imperio de Moctezuma, y con ellos, restos de los rituales del poder, incluidos los sacrificios de las víctimas humanas arrebatadas a los pueblos vencidos. Huellas son de una estética al servicio del dominio.

Los conquistadores españoles tenían que asentar su poder sobre la destrucción de los símbolos del poder antecedente de los aztecas. Como en otras partes, la catedral católica tenía que levantarse sobre las ruinas del templo mayor de los derrotados —solo en Córdoba tuvieron que construir la catedral en el interior de ese bosque de columnas que parece extenderse al infinito, que es la grandiosa mezquita— y sobre la laguna que se iría secando en los siglos sucesivos. Por allí hay quienes dicen que la Catedral se hunde milímetro a milímetro, dada la inconsistencia del suelo… Aún hoy podemos advertir en las piedras que quedan en el museo del Templo Mayor los rastros de la sangre vertida por las víctimas de los sacrificios rituales de los mexicas. La catedral, a su turno, se erigió sobre la sangre de hombres y mujeres del pueblo de Moctezuma y Cuauhtémoc asesinados por Pedro de Alvarado y sus soldados. Alvarado, aquel que en su desbocada ambición treparía más tarde el Chimborazo con un puñado de aventureros para arribar con retardo a las orillas de la laguna de Colta, donde su competidor Diego de Almagro se había inventado unas horas antes la villa de Santiago de Quito. Fueron los descendientes de los mexicas y otros pueblos indígenas quienes durante el dominio colonial levantaron el esplendor barroco de la capital de la Nueva España. Sobre las ruinas del palacio de Moctezuma habría construido Cortés su casa; luego, sobre esta, se edificaría el palacio de los virreyes que posteriormente devendría vivienda u oficina de los presidentes republicanos, es decir, lugar de decisiones, de intrigas, de conciliábulos, de conspiraciones y traiciones… Sobre la casa de la Malinche se construiría luego el edificio del gobierno de la ciudad. Y por último, se invitaría ya en el siglo pasado a uno de los grandes pintores mexicanos, cuyo nombre se asocia con las vanguardias no solo artísticas sino también políticas, Diego Rivera, a que despliegue en los murales del Palacio Nacional su interpretación de la historia mexicana, desde la reivindicación del pasado indígena hasta la revolución de inicios del siglo XX. De alguna manera, los murales de Rivera sintetizan la apropiación del pasado por parte del Estado surgido de la revolución. Sin embargo, la riqueza simbólica de los restos, la significación de cada fragmento, de cada piedra, desbordan cualquier intento de totalización de la memoria. Esta es compleja, contradictoria, plural. Llena de ruidos, de vacíos, de interrogaciones.

Los ruidos y la interrogación llegan desde los restos o desde la vida cotidiana actual, desde la actividad en la plaza y las calles circundantes, desde el bullicio de los comediantes que provienen de algunas comunidades indígenas actuales y simulan con sus danzas ser aztecas de la época de los sacrificios en el templo de Tenochtitlán, para asombrar a los turistas crédulos. Ruidos y voces que llegan desde el trajinar de los comerciantes de baratijas o de aquellos que un par de cuadras más allá levantan el griterío desde cada puerta anunciando lentes, teléfonos, zapatos, trajes de novia o de primera comunión, tacos o tortas o frutas, en medio de un entramado multicolor y un aire viciado. Esa agitación continuamente modifica lo monumental y se guarda en la memoria, más allá de los grandes episodios que son los que suelen registrar la historia política o las llamadas historias nacionales, en el devenir de esa modalidad espacio-temporal que es el hábitat de la vida humana, la ciudad.

 

II

Todos los caminos conducen a Roma. A los restos del antiguo imperio, a la capital del poderío papal, a la ciudad de Rossellini, de Passolini, de Fellini o de la Romana de Moravia. La industria turística moverá a través de sus redes los circuitos de los visitantes: el Coliseo, el Foro, la Fontana di Trevi, el Vaticano, con suerte, la capilla Sixtina… Muchedumbres de hombres y mujeres provenientes del mundo entero se abren espacio a codazos para sus selfies. El ojo no se detiene en las formas creadas por Miguel Ángel o Bernini, lo importante es el registro del instante del paso por la Sixtina o por delante de la Fontana. Roma concentra como ninguna otra ciudad esa exhibición monumental, museológica, en la cual el visitante se siente próximo a más de dos milenios de historia. Pareciera que cada piedra, cada ladrillo, cada rincón, estuviesen gritando o murmurando su lugar en esa historia multifacética, irreductible a ningún sentido unívoco. Sin embargo, hay lugares en Roma donde el flujo de los turistas desciende notablemente, como la iglesia de Santa María de la Victoria que guarda la obra excelsa del Bernini, El éxtasis de Santa Teresa, o como la basílica de San Clemente de Letrán.

Se ha dicho que la basílica de San Clemente debiera ser visitada al revés de su obligado recorrido, y es verdad: habría que ascender desde el subsuelo, desde su planta inferior, desde los restos de una edificación civil, una casa romana del siglo I d.C. que habría pertenecido al cónsul y mártir cristiano Tito Flavio Clemente, contemporáneo del otro Clemente, el papa al que está dedicada la basílica. Habría sido, por consiguiente, lugar de encuentros clandestinos de los primeros cristianos, romanos y otros que habrían llegado a la ciudad. Pero a un costado de la casa hay otros restos, que dan testimonio de otros rituales clandestinos, los de la religión mitraica, que hasta el siglo III d.C. ganó adeptos, especialmente entre los soldados que habían llegado desde el Asia Menor y las riberas del Mar Negro. Ahí se exhibe, en la penumbra del subsuelo, una estatuilla del dios iranio del gorro frigio, que sacrifica al toro por pedido del Sol. La religión mitraica rivalizaba entonces no tanto con el paganismo oficial del imperio, sino con el cristianismo y otros cultos que provenían de Oriente, especialmente el de Isis, originario de Egipto, y que según el historiador Robert Turcan ponían en evidencia el debilitamiento del paganismo y el ímpetu del monoteísmo que habría de imponerse luego. Monoteísmo, habría que señalar, más próximo a la monarquía imperial que el politeísmo pagano, como pondría en evidencia Constantino al consagrar al cristianismo como religión oficial del imperio. «Esta religión pura y vigorizante —escribe Turcan a propósito de la mitraica— rivalizó durante cierto tiempo con la fe cristiana (…) la iconografía autorizaba algunas comparaciones: se representaba a Mithra naciendo entre los pastores o haciendo brotar el agua milagrosa. Tertuliano dice que se ofrecía a los mistos “una imagen de la resurrección”. Sobre todo, los mithraístas sacralizaban el domingo y la oblación del pan. Mas al rechazar a las mujeres excluían a la mitad del género humano.» El historiador concluye que por esta razón no había realmente «peligro» de que el mundo se volviese mithraísta, y que habría sido más probable que el imperio se hubiese convertido a la religión de Isis antes que a la del dios iranio. Lo que aquí interesa destacar es que este espacio subterráneo, rescatado por el trabajo de arqueólogos y arquitectos, trae al presente la memoria de las prácticas religiosas de la época imperial, desde los tiempos de Augusto en adelante, prácticas y creencias vinculadas con las conquistas y los consiguientes flujos migratorios. Si Roma conquistó el Egipto ptolomeico, al retorno de las tropas hacia Roma para los grandes desfiles imperiales, Isis viajó con ellos. La religión de los vencidos se convertía de esta manera en la religión que practicarían centenares de legionarios. Algo semejante sucede con la religión de Mitra, que proviene de Irán y llega a Roma a través de las orillas del Mar Negro, desde aquellos lejanos confines del imperio donde estuvo deportado el poeta Publio Ovidio Nazón.

La planta intermedia corresponde a la basílica levantada sobre las ruinas de las construcciones del siglo I d.C., seguramente desde los siglos IV y V, y guarda fragmentos de unos cuantos frescos medievales que han podido ser recuperados en el último siglo y medio. Por ahí se encuentran sarcófagos y otros monumentos funerarios. Los restos de la basílica medieval dan testimonio del dominio espiritual alcanzado durante la Alta Edad Media por la Roma de Oriente, Constantinopla, ciudad levantada por Constantino sobre la antigua Bizancio de los griegos, y cuyos restos cobija hoy día Estambul. Esa basílica medieval habría sido lugar de coronación del papa Pascual II, luego de haber sido arrasada por los normandos de Roberto Guiscardo en el siglo XI. Y sobre sus ruinas iría levantándose la nueva basílica románica, la que hoy está a la altura de la plaza, en la cual también la sucesión temporal ha ido «cristalizándose». El mosaico del ábside de San Clemente seguramente se elaboró entre los siglos XII y XIII por todo un grupo de artistas-artesanos que trabajaron en él durante decenios, preparando los fragmentos del mural, juntándolos hasta alcanzar la perfección. Ante su magnificencia es imposible no sentir que se está en presencia de lo sublime. La impronta del arte medieval bizantino es evidente en esta magnífica interpretación de la historia de la Salvación, de la encarnación del Hijo de Dios y su sacrificio en la cruz, sacrificio que redimiría a la entera humanidad. El mural es la expresión de un complejo contenido teológico. Chesterton, en The Resurrection of Rome, dedica unas líneas al mosaico. En ese par de párrafos, Chesterton resume el contenido teológico del mosaico a la vez que apunta una aguda observación en la que contrasta la concreción artística alcanzada por los anónimos artesanos medievales con los anhelos vanguardistas de sus contemporáneos: «El ábside es una media cúpula dorada al modo usual, pero en lo alto desde una nube surge la mano de Dios sobre el crucifijo, no para meramente bendecirlo o fijarse en él, sino que pareciera empuñarlo como una espada para fijarlo en la tierra. En realidad, sin embargo, no se trata de una espada, porque su contacto no trae la muerte sino la vida; una vida que brota, que salta e irrumpe en el aire, de suerte que haya vida, y vida en abundancia. Es imposible decir mucho más sobre la fructífera violencia de tal efecto. (…) Esta antigua obra artística ha alcanzado realmente aquello que muchos experimentos futuristas o locas y atrabiliarias decoraciones han intentado: hacer un diagrama dinámico y expresar lo súbito en un diseño». En la cruz, en efecto, se apoya el árbol de la vida. Los símbolos religiosos se expresan en una exuberancia de formas vegetales y animales.

La capilla de Santa Catalina, o de Castiglione, por el cardenal que la encomendó, es obra de uno de los grandes artistas del gótico internacional de fines del siglo XIV e inicios del XV, Masolino, quien pudo haber contado con la colaboración de su discípulo Masaccio. En los frescos de la capilla se pueden advertir los inicios del uso de la perspectiva en la composición, que pronto pasaría a constituirse en cuestión central de la pintura renacentista. Y con ello, de una manera de ver el mundo. En otra capilla reposan los restos de Cirilo y Metodio que en el siglo IX crearon el alfabeto glagolítico para traducir la Biblia a fin de convertir a los pueblos eslavos.

En el lado opuesto al ábside una puerta de una de las fachadas conduce a una plaza, a cuyo costado está el monasterio, que fuera refugio de los dominicos expulsados de Irlanda en el siglo XVI. Los dominicos más tarde se encargarían de las investigaciones arqueológicas y de las sucesivas restauraciones de los siglos XIX y XX.

Es probable que en el convento todavía trabaje algún erudito de la orden de los predicadores, dedicado a la recuperación de algún texto medieval, o alguno que medite sobre el misterio de la Santísima Trinidad. Afuera, frente a la placa conmemorativa de Cirilio y la invitación a sus hermanos para que prosigan en su obra de estudio y evangelización, no falta la/el turista que luego de recorrer en un par de minutos la basílica superior sale a la luz del día para tomarse la consabida selfie, que le ha sido negada en el interior. Más allá desfilan decenas de turistas hacia el Coliseo y el Foro o hacia algún restaurante en búsqueda de una porción de pizza…

 

 

 

Ciudades que viajan: turismo total y la ciudadanía contemporánea

Alejandro Gordillo
@AlejoMilmachets

 

La historia de las ciudades podría leerse como el corolario de la historia de la manera en que el ser humano empezó a habitar el mundo: desde los asentamientos provisionales que los nómadas abandonaban constantemente hasta los primeros poblados fruto del sedentarismo y de una organización social, económica y política más complejas que buscaban marcar un límite claro con el orden natural. En los mitos, las ciudades se fundan gracias a mandatos divinos o a la destrucción de bestias primordiales. En cualquier caso, la ciudad responde siempre a una idea que se proyecta en el futuro, a la utopía. En ella, el ser humano deposita el deber ser de lo que cree acerca de su identidad colectiva. Hay una tensión permanente entre lo que se sueña como ciudad y la realidad lograda, entre la ficción proyectada y lo material. Muchas veces, lo real deviene en distopía haciendo que sobre la ciudad se alternen ambas visiones, que coexistan y la constituyan.

En el comienzo de la filosofía, el “Libro X” de la República de Platón proscribe a los poetas por considerarlos una amenaza: su oficio -de carácter esencialmente imitativo- contravenía el interés platónico de fundar una ciudad con base en la división del trabajo y la uniformidad de sus habitantes. Existe una larga tradición de respuestas e interpretaciones a este gesto, la mayoría de las cuales lo rechazan porque ven en él al nacimiento del conflicto entre arte y poder. Podemos intuir que dicho conflicto no ocurría en las sociedades primitivas en las que el shamán y líder de la tribu debió de inventar la metáfora y el lenguaje poético para explicar a su gente el contenido de sus experiencias fruto de sus incursiones en el mundo espiritual.

Eugenio Trías, en su libro El artista y la ciudad, propone una lectura similar de este gesto desde el análisis de los conceptos de deseo y producción, es decir, desde “(…) el mundo anímico y subjetivo del erotismo y el mundo cívico y objetivo del trabajo”. Esta escisión entre alma y ciudad, eros y poiesis, en la que el artista (sujeto erótico y productivo a la vez) pierde su derecho de ciudadanía, provoca también que la ciudad se someta a la “nuda productividad”.

La política, entonces, falla en el ideal platónico de síntesis entre eros y poiesis; la ficción platónica excluye al espíritu creativo del cual ella misma proviene y proyecta un orden regido por la especialización y la división del trabajo. Habría que esperar al Renacimiento para que se diera una ciudad como Florencia que abrace la idea del artista como individuo en el que se sintetizan los mundos productivo y creador.

La sociedad actual impone, a través del espacio virtual, una suerte de anti-polis en la que se da igual espacio a la opinión de todos, pero sin que ésta (la opinión) se halle mediada por la razón sino por lo emotivo. De igual forma, rigen distintos principios de “ciudadanía”, pues la identificación de las personas se encuentra descentrada y está determinada por factores extremadamente particulares que atomizan a los colectivos según sus peculiares afinidades.

Otro factor importante a considerar es que en el espacio de estos nuevos sujetos virtuales (redes sociales), todos nos hallamos bajo la obligación del autodiseño, parafraseando a Boris Groys. Todos somos artistas en el universo digital, hemos devenido en sujetos eróticos y productores. Se ha operado, por tanto, una síntesis artificial entre arte y sociedad. Es como si en el espacio virtual, el alma hubiera encontrado al fin un lugar donde plasmarse, pero respondiendo esta vez a un ideal de belleza individual, atomizado a la vez que compartido: no ya ideal sino estereotípico.

En este contexto, poco importa el espacio físico, la ciudad en sí. Habitamos cada vez más tiempo lo virtual; nuestra alma, como hemos dicho antes, se proyecta sin cesar en esta dimensión. No hay ya principio de ciudadanía que rija de antemano; cada uno se autodefine y se rediseña constantemente. Esta obligación de diseño parece también haberse trasladado a las ciudades que, en esta lógica de tensión entre el proyecto utópico y la realidad, se encuentran en constante construcción y destrucción. La esencia del mundo moderno del capital destruye sucesivamente lo viejo, hace de la obsolescencia la dinámica de producción y consumo perpetuo que le permite sobrevivir y reproducirse.

Groys comenta en su texto La ciudad en la era de su reproductibilidad turística que si bien antes era el turista, en su versión moderna, quien viajaba para encontrar aquello que su lugar de origen no le podía ofrecer (dando lugar a toda una literatura de viajes que va desde Goethe, Stendhal, Flaubert, entre otros), hoy en día son las ciudades las que viajan para adaptarse a la mirada de quien las contempla, descartando “(…) la conclusión errónea de que las peculiaridades, identidades y diferencias culturales locales desaparecieron en el proceso de globalización. En realidad no desaparecieron, sino que salieron de viaje -ellas mismas-, y comenzaron a reproducir y expandirse a escala mundial”.

Las formas estéticas se desplazan de una ciudad a otra hasta lograr imponerse a escala global. La vanguardia ya no aspira a ser comprendida en la posteridad sino que viaja para ser entendida en otro espacio que le ofrezca una mejor recepción. “Hoy, los estilos arquitectónicos y artísticos consagrados, los prejuicios políticos, mitos religiosos y costumbres tradicionales ya no están para ser superados en nombre de lo universal, sino para ser reproducidos turísticamente y difundidos a escala mundial”.

El turismo total, como lo define Groys, funda una homogeneidad global sin universalidad. Del otro lado, sin embargo, lo distópico también se ha mostrado capaz de reproducirse en casi todos los lugares con acontecimientos como el terrorismo, devolviéndonos la idea de la fragilidad tanto del espacio de la ciudad como de sus habitantes. El icono de esta noción quizá sea la imagen de las Torres Gemelas colapsando al impacto de los aviones en Nueva York, la metrópolis global.

En la Antigüedad clásica, Troya había sido fundada gracias a la aparición del Paladio, una estatua de madera que representaba a Atenea y que se guardaba en su interior garantizando así su inexpugnabilidad. El momento decisivo de la caída de Troya corresponde a la misión encomendada a Diomedes y Odiseo de robar dicho Paladio para asegurar la victoria. Todo el destino de una ciudad se hallaba cifrado en este único objeto. Cabe preguntarse si en las ciudades actuales se da aún la presencia de un símbolo particular en el cual se aúne no sólo la identidad sino la existencia misma de todo este espacio; cuáles son los elementos que en este empuje de todo hacia el olvido -que no responde a la lógica natural del tiempo y nuestra forma de relacionarnos con él- sino que está determinado desde afuera por el vertiginoso juego de destrucción y regeneración del capitalismo, sobrevivirán a la utopía.

 

 

 

“Aire para sentir y sol para beber…”

Luis López López

 

No encuentro algo que sea más sencillo y a la vez más importante para la existencia humana, e incluso para la vida en el momento actual, que lo solicitado por Proust en un pasaje de En busca del tiempo perdido: “aire para sentir y sol para beber durante el breve tiempo de cada uno”.

La naturaleza y la cultura, lo humano y lo no humano, tienen en vilo su existencia en una era marcada por la asombrosa huella destructora del hombre en la época del capitalismo tardío. La confluencia de tiempos -procedentes de eras geológicas y de la humana- en un ahora signado por una vertiginosa sucesión de acontecimientos, en los cuales el hombre compite en productividad con los procesos de la naturaleza, lleva la reflexión sobre la ocupación del territorio a un particular entrecruzamiento de tiempo y espacio que va más allá de la cultura clásica, medieval o moderna. Esta configuración histórica excede los límites de una localización jerarquizada de lugares: religiosos-profanos, rurales-urbanos, resguardados-abiertos, remitiendo así al descubierto por Galileo: el espacio infinito e infinitamente abierto. Desde entonces la extensión sustituye a la localización; extensión que contiene una complejidad de realidades y situaciones que hoy se nos presentan como relaciones de ubicación.

 

 

 

 

 

 

 

Se afirma que el hábitat de la globalización actual son las ciudades y los sistemas de ciudades (en el 2030 el 60% de la población, o sea 5.058 millones de personas vivirá en ellas). No obstante, tanto la población concentrada en las urbes –“ciudad”-, como aquella que se encuentra dispersa fuera de ellas –“campo”-, se enfrentan a una misma problemática en lo que concierne a la ocupación del espacio, aunque sus infraestructuras y sistemas de significación sean distintos. La razón es que difícilmente se pueden separar los paisajes naturales y urbanos con sus condiciones específicas de existencia, aun cuando sus densidades sean diferentes. Esto es así puesto que los procesos de ocupación-destrucción no afectan solamente a espacios parciales o parcelarios, sino mundiales. Política, economía, conocimiento, tecnología son interdependientes, en el marco de los tejidos urbanos, como también se hallan sujetos a las “lógicas” de poder que apenas dejan pequeños intersticios por los que los hombres y sus micro entornos pueden optar de manera autónoma.

Al continuo del espacio geográfico y de las fronteras naturales se han superpuesto, a través de la historia, las fijadas por el hombre en su afán de control y dominio, cuando no de autoafirmación y exclusión. La gran muralla china, levantada entre el siglo V a. c. y el siglo XVI d. c., que ocupa una extensión de 2.700 km, separaba el mundo organizado y agrícola de China del mundo de los nómadas esteparios y franquearla venía a ser sinónimo de pasar de la caótica barbarie al mundo civilizado. El muro de Berlín (1949-1961) con apenas 43 km, constituyó un signo emblemático de la división política y económica del mundo impuesta por la guerra fría. En los dos casos, más que obstáculos físicos que impidiesen el paso de las personas, se trataba de barreras culturales de profundo significado étnico, religioso o político.

Esta segmentación del espacio real, natural o cultural se encuentra relacionada, por analogía directa o inversa, con el despliegue de lugares sin espacio real. Precisamente, se trata de lugares que sueñan con el territorio continuo, el espacio global integrado, con la humanidad; configuraciones que nacen de la utopía. Ebenezer Howard planteaba, hacia finales del siglo XIX, cubrir el territorio con unidades autosuficientes de hábitat integral, en las que se viva y se trabaje, en las que se den una relaciones armónicas entre campo y ciudad; la Ciudad jardín es su sueño utópico que apunta hacia el día de mañana. El urbanismo moderno, a inicios del siglo XX, formula su propia analogía de ciudad en la que el cuerpo y el espíritu habiten, se recreen, circulen y cultiven, una suerte de centro del pensamiento racional funcionalista. Avanzado el siglo, Buckminster Fuller ideó el Dimaxion, que es una forma de representar la esfera 3D de nuestro planeta en 2D, mediante un icosaedro desplegado. La importancia de esta utopía radica en que nos obliga a concebir el mundo de una manera diferente, más unido, no delimitado en este y oeste. “Los mapas tradicionales del mundo refuerzan los elementos que separan a la humanidad y fallan en revelar los patrones y relaciones que surgen del proceso de constante evolución y la aceleración de la globalización”, señala el Instituto Buckminster Fuller.

En la actualidad, los enormes problemas que resultan de la distribución de la población en el mundo requieren que nos interroguemos, no tanto sobre sí cabemos en el planeta o en qué lugar podemos aún ubicamos, sino en qué medida podemos convivir, relacionarnos, movernos, sobrevivir en él, sin que ello implique la exclusión del infinito número de singularidades que constituyen todas y cada una de las vidas y la heterogeneidad de espacios reales que las contienen, ya sea que se trate de espacios físicos o culturales. Hoy, al decir de Foucault: “Vivimos en el tiempo de la simultaneidad, de la yuxtaposición, de la proximidad y la distancia, de la contigüidad, de la dispersión. Vivimos en un tiempo en que el mundo se experimenta menos como vida que se desarrolla a través del tiempo que como una red que comunica puntos y enreda su malla”. Sin embargo, Foucault va más allá, cuando afirma que “todos los demás espacios reales que pueden hallarse en el seno de una cultura están a un tiempo representados, impugnados o invertidos, una suerte de espacios que están fuera de todos los espacios, aunque no obstante sea posible su localización”. El filósofo francés abre así un fascinante campo de reflexión sobre el espacio, les autres espaces, el de las heterotopías: “una suerte de contestación a un tiempo mítica y real del espacio en que vivimos”.Heterotopías que tienen una u otra existencia y/o significación, en concordancia con el medio natural y/o cultural en el que surgen, que pueden permanecer en el tiempo, representar cierre o apertura, ilusión o realidad.

En nuestro país, en el año 2017 acción Ecológica Ecuador lanzó la Ruta por la Verdad y Justicia para la Naturaleza y los Pueblos. En este recorrido, el petróleo en el Yasuní, las operaciones de Chevron-Texaco, la mano sucia de Petroamazonas, o las refinerías, contrastan con la significación de los valores ambientales de la llamada ruta de la Anaconda. Algo similar se evidencia en las operaciones mineras en la cordillera de El Cóndor, en Intag, o en diferentes páramos, en contraste con la ruta del Jaguar. La situación de los pueblos fumigados, los cultivos del banano, la producción industrial de la carne, la afectaciones de la palma aceitera, el secuestro de los ríos, muestran sus contrastes brutales con el ambiente dentro de la ruta del Ceibo. Y los desplazamientos, la urbanización salvaje, los basurales, contrastan con la ruta del Colibrí.

El espacio del sistema mundo capitalista, atravesado por una intención ético política que se expresa en los problemas del racismo, del falocentrismo, de una polarización y marginación heredados del urbanismo moderno, de una creación artística condicionada por el mercado, de una educación mediatizada por los centros de poder, requiere de una reflexión crítica multidimensional y diversa, que permita descubrir esos “otros espacios” en los cuales deberá transitar la existencia humana en los nuevos contextos históricos. Es preciso entonces descubrir formas distintas de ser con y en el mundo, de ser con y en el otro.

 

 

 

 

Ciudades infinitas

Camila Herrera Gómez
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Imagino dos hombres que caminan en direcciones distintas. Podría tratarse de un hombre silvestre y un comerciante cualquiera, de un tipo anticuado y un hombre moderno, podrían ser incluso Caín y Abel. Quizá uno de ellos es un hombre occidental que camina con rumbo oriente (hacia el pasado) mientras el otro avanza confiado hacia el poniente. Tal vez, estén destinados a encontrarse y fundar una ciudad. Puedo visualizar a nómadas y sedentarios, la distinción entre el mundo rural y el urbano, enfocarme por las diferencias entre quien recorre el paisaje que no ha sido marcado por la escuadra y la vía, y quienes transitan caminos que han sido tan recorridos que han perdido toda suavidad; toda organicidad. La naturaleza y sus ciclos siguen legislando, la forma del campo. La gente se mueve como se mueve el agua. Los caminos los traza el terreno. El territorio se construye a través de la mirada y el andar, a través de recorrer-lo.

Ilustración sobre Cardo y Decumano (Camila Herrera Gómez).

 

Tradicionalmente, confiamos en que la ciudad se forma a partir de un cruce de caminos, creciendo de manera más o menos radial en torno al encuentro entre estos ejes viales que los romanos llamaban cardus y decumanus, especialmente cuando el proceso fundacional para un asentamiento urbano era formal y planeado. La evidencia de este método es clara en todas las ciudades fundadas por el imperio e incluso su influencia puede reconocerse en América pues estos mismos ejes se reconocen fácilmente en la mayoría de pueblos y ciudades latinoamericanas de fundación española, habitualmente, en torno a su plaza principal. Entiéndase, sin embargo, que así como el rostro de Simón Bolívar en cualquier monumento no le da sentido al espacio, la morfología urbana por sí misma no colma a la ciudad de significado. El origen es algo sobre lo que hablamos constantemente e intuimos todos quienes habitamos la ciudad. Sin embargo, ocurre (al igual que en arquitectura) que de tanto nombrarlo, hemos dejado de preguntarnos sobre su pertinencia y su vigencia como punto de partida para comprender y pensar la ciudad y sus confines histórico-temporales. Parafraseando a Fabio Restrepo (profesor de arquitectura en la Universidad de Los Andes, Bogotá-Colombia), al remover la idea que tenemos interiorizada del origen podemos acceder al pensamiento libre sobre lo fundamental. En su “Diccionario de las Artes”, Félix de Azúa habla de la ciudad como una obra de arte suprema, puesto que incluye en sí misma gran cantidad de obras artísticas que deben juzgarse como elementos articulados constituyentes del significado de la ciudad. Dicho de otro modo, la población y el acto de habitar la ciudad es lo que le da significado. Podemos entender este acto como todo aquello que ocurre sobre el suelo y bajo el cielo y sucede gracias al intelecto y el espíritu de los hombres. Así, las dinámicas de la ciudad pueden trasladarse a espacios no construidos (como en tiempos de menhires), nómadas (como la ciudad caminante de Ron Herron) y fraccionarios sin perder su función humanística. Ya lo habían imaginado los utopistas durante las vanguardias artísticas, y de hecho lo estamos realizando en la estación espacial internacional, por ejemplo.

 

Ilustración de Ciudad Nómada de Ron Herron, 1964.

La idea de que la ciudad es una sumatoria de casas o edificios es, francamente, desacertada. Ciertamente, no se trata únicamente de una aglomeración de arquitecturas y habitantes, sino una red de alta complejidad donde interactúan infinidad de variables que van desde lo físico y medioambiental hasta lo cultural y espiritual. Cada parte incide sobre el todo, impidiendo que la urbe termine de construirse jamás. Al igual que la arquitectura, la ciudad existe en cuatro dimensiones, y permanece siempre ligada fuertemente al tiempo y su marcha. Podemos pensar en la ciudad como un escenario sobre el cual interactúan personajes, objetos y escenografías contemporáneos entre sí, a la luz de su propio pasado, mientras son juzgados por el público de tiempos venideros. Puede que esa sea la verdadera naturaleza de la ciudad, interpretarse a sí misma en tres tiempos diferentes de forma simultánea, permaneciendo siempre incompleta o “en construcción”. Ahora bien, cuando el propósito es pensar, es preciso darle vueltas al atajo, de modo que no estrechemos la mirada de “la arquitectura y la ciudad” como la de “la parte por el todo”. Las ciudades y la arquitectura comparten un arquetipo esencial que las ubica en igualdad de términos: el laberinto. Sobre esto han hablado arquitectos modernos como Le Corbusier, haciendo laberintos de sus proyectos, tanto como artistas maravillosos como Arthur Rimbaud, quien nos recuerda que el desierto es el más cruel laberinto, pues ni siquiera tiene caminos. El gran moderno, Walter Benjamin dijo, en sus recuerdos sobre su infancia en Berlín que “la ciudad reposa sobre un laberinto en el que es imprescindible saber danzar”.

 

Ilustración sobre los arquetipos (Camila Herrera Gómez).

Los arquetipos en arquitectura son múltiples y diversos. La mayoría parten de mitos acerca el origen de la arquitectura a partir de una necesidad, enunciando un afán de encontrar refugio ante las inclemencias de la vida a la intemperie. De aquí surgen los más comunes, la cabaña y la cueva. Sin embargo, las reflexiones más interesantes surgen a partir de aquellos arquetipos que plantea la arquitectura como un rasgo más de la humanidad, tan fundamental como la conciencia y el auto reconocimiento, identificando su origen como común al hombre en sí. Víctor Hugo resumiría este sentimiento diciendo que “la arquitectura ha sido la gran escritura de la humanidad”. Destaco aquí al laberinto por su naturaleza global, ritual y atemporal, características que comparte con la tumba. El templo y la tumba suelen tratarse como uno solo porque tienden a fusionarse y convertirse en uno solo y el mismo. El espíritu de lo sagrado queda impreso en ambos desde su concepción y al tiempo que nos comunican con el inframundo y lo subterráneo, dirigen nuestra mirada hacia los cielos. Aparece entonces el menhir (Stonehenge), la columna (Acrópolis de Atenas), la torre (Babel), el elemento vertical que alza sobre el paisaje de manera deliberada para marcar un sitio y convertirlo en lugar. La demarcación de un punto que puede divisarse desde grandes distancias, un punto de encuentro, un puerto en tierra firme: Manhattan. Un humano pétreo que anuncia a los vivos que han llegado a su destino.

En la Tierra andamos en sentido horizontal, principalmente por motivos gravitacionales. Sin embargo, la ciudad moderna parece haber trascendido esas barreras. Ya no está confinada por murallas, ríos, montañas o asuntos poblacionales y es claro que el límite es otro. Se alza casi infinitamente en sentido vertical con la misma ambición como lo hizo alguna vez sobre la llanura. La Urbe crece y con ella la brecha entre el cielo u la tierra, la luz y la oscuridad, los de arriba y los de abajo. Me pregunto si se crearán submundos como los que imagina la ciencia ficción, donde el sol no llega a los primeros pisos (¿o a acaso existen ya?); intuyo las nuevas distancias entre clases sociales, grupos armados, partidos políticos; sueño los paisajes arrolladores desde las alturas y recuerdo un pasaje del mismo Azúa que dice:

[…] cuando dos potencias opuestas y de una magnitud descomunal, como Satanás y Jesucristo, llegaron al contacto físico (un contacto que debió de dar lugar a una deflagración espiritual tan colosal que aún sufrimos las consecuencias) lo hicieron en la ciudad.

Se erigen hoy, como siempre, ciudades, trazando nuevos laberintos en los que perdernos o danzar.

 

 

 

El camino del paseante

Fernando Albán
[email protected]

 

Totalidad dilatada, difusa, movediza, llena de intersticios y de dehiscencias. La ciudad no se teoriza, pues ella yace profundamente perdida en los vericuetos de sus entrañas; yace zozobrante en medio de su esparcida intimidad, en la que se sume siempre que olvida que existe. La imagen que la ciudad entretiene, para resistir al trabajo de asimilación de la teoría, emula aquella otra que fascinaba a Benjamin y que, en Una Infancia Berlinesa, encontraba cuando sumergía su mano hasta el rincón más retirado del fondo del armario. Ahí yacían las medias amontonadas o formando hileras a la manera tradicional. Qué intenso placer le provocaba el tener en la mano la media del interior envuelta y recogida en la pequeña bolsa constituida por la media del exterior. Lo que Benjamin experimentaba en ese momento era como un ligero vértigo, provocado por una atracción hacia las profundidades. Súbitamente una media aparecía desde el interior de la otra, y esta última dejaba de ser la envoltura que acogía e invisibilizaba a la primera: «la forma y el contenido, la envoltura y lo envuelto, la media del interior y el bolso son una única y misma cosa» (Una Infancia Berlinesa).

Todo ruge en el fondo enmarañado de la ciudad, en su fondo siempre puesto al desnudo. Esquinas abandonadas, barrios de mala muerte en los cuales vagabundos merodean sin seguir un sentido prefijado. En otro lugar un perro yace aplastado en la vereda, mientras a su alrededor el viento eleva hacia el cielo una funda de supermercado abandonada. Calles sin salida, que extraviaron el camino, emulan la mirada que percibe aquello que la enceguece. Cada pisada roza una calle innominada, mientras la palabra, que dormita entre los labios, lleva consigo la promesa de todo lo vivido. Un ángulo reúne, como en un puño, calles por las que circulan historias disímiles que están a un paso de encontrarse. La ciudad es todo rugido, murmullo inextinguible. Sin embargo, «en esos recodos abandonados, todos los sonidos y las cosas guardan aún su silencio propio» (Benjamin, Paisajes Urbanos).

La ciudad estrangula al alba, pero se mantiene abierta en dirección de sus laberintos insondables, en dirección de sus flujos y reflujos. Trayectorias lanzadas hacia encuentros sincopados. Arterias que acogen todo el drenaje que se reanuda sin fin en aras del trabajo. El centro nervioso de la ciudad no remite a sí mismo, como tampoco a la compacta unidad de su funcionamiento. Por el contrario, se precipita en todas las direcciones y sentidos al mismo tiempo. El cuerpo de la ciudad se disemina en millones de cuerpos singulares, que son tragados y eyectados simultáneamente. Cuerpo fragmentado, heterogéneo, que propicia la abdicación de todo límite y vierte a los seres en el seno de una confusión orgiástica. Babel, Babilonia, Istanbul, Beirut, Singapur, Río.

Ya sea por agua o por aire, por sobre o por debajo de la tierra, la ciudad es, antes que nada, vibración, oscilación, circulación. Cualquier lugar remite a cualquier otro. El tejido o la madeja se expande, propagando la urbanidad por doquier, deportando la ciudadanía cada vez más fuera de sí. Mundos suburbanos: márgenes, marginalidad, afueras, cercanías, siempre difuminando la frontera. «Los suburbios constituyen el estado de sitio de la ciudad, el campo de batalla donde asola sin interrupción el gran combate decisivo entre la ciudad y el campo» (Paisajes Urbanos). La ciudad no es pura civilidad, puesto que también es desbroce, invasión, fiebre, fatiga, insomnio, contagio, codicia, enfurecimiento: miles de cuerpos yacen acurrucados sobre el asfalto.

Trazar una línea sin que subsista perspectiva alguna de encontrar un final. Esta imposibilidad torna evidente el hecho de que la ciudad es su propio fin inmanente. De ahí que un pasaje desemboque siempre sobre otro pasaje, así como las palabras y los actos, las operaciones y los intercambios están consagrados a reanudarse indefinidamente. La ciudad engulle el horizonte y, con ello, nadifica todos los impases, los callejones sin salida, convirtiéndose así en el trazado de sus propios confines. Entonces, la relación de la ciudad consigo misma da paso a la infinitización de los pasajes. En la metrópoli se precisa derivar de un lugar a otro, convirtiéndose en víctima de las emboscadas que la ciudad tiende a sus paseantes. La ciudad se despliega travestida, intrigante, huidiza; seduce al transeúnte para llevarlo a recorrer sus círculos, hasta el agotamiento de sus fuerzas. Encontrar su camino en la ciudad, señalaba Benjamin en Una Infancia Berlinesa, no significa gran cosa. Por el contrario, perderse en una gran ciudad, como solemos perdernos en el bosque, exige que se disponga de una gran educación.

 Cada salida es, simultáneamente, una entrada; la ciudad está atestada de porosidades, que abren trayectos de ida y vuelta. Por esos umbrales todo discurre en un ir y venir incesante, similar a los medios que carecen de fines. La urbe es un sinfín de transformaciones que no avanzan hacia ninguna completitud. De ahí que la urbanidad no se ajuste al modelo acabado de la ciudadanía. Precisamente, el ciudadano sustenta su condición en la autonomía y en la independencia. «La urbanidad es más sutil y delicada, más difícil y más opaca. En ese sentido, el ethos de la ciudad no es un ethos político. Es más o menos que eso, es de una especie diferente, más refinada y menos policial, más despreocupada y menos policial» (Jean-Luc Nancy, La ciudad a lo lejos).

La ciudad es mucho más que una plaza pública; es opacidad, intersticios, recovecos, umbrales interminables, contigüidad de incompatibles. De ahí su susceptibilidad a mirarse en uno cualquiera de sus innumerables espectros, que han sido consignados en novelas o poemas:

Todos los días se matan en New York
cuatro millones de patos,
cinco millones de cerdos,
dos mil palomas para el gusto de los agonizantes,
un millón de vacas,
un millón de corderos
y dos millones de gallos,
que dejan los cielos hechos añicos.

Más vale sollozar afilando la navaja
o asesinar a los perros
en las alucinantes cacerías,
que resistir en la madrugada
los interminables trenes de leche,
los interminables trenes de sangre
y los trenes de rosas maniatadas
por los comerciantes de perfumes.

(García Lorca, Poeta en Nueva York).

 

 

El habitante de la ciudad es el transeúnte, que se desplaza con paso distraído, parsimonioso, despreocupado, errante. Mundo transeúnte abierto a la posibilidad del encuentro, expuesto a la vecindad con lo desconocido, con lo insólito: «Plaza de la Concordia: el Obelisco. Aquello que en él fue grabado hace cuatro mil años se erige el día de hoy en el centro de la más grande de las plazas. De haberlo predicho, ¡qué triunfo para el faraón! La primera civilización occidental llevará un día, en su centro, el monumento conmemorativo de su reino. ¿A qué se parece esta apoteosis? No hay un solo hombre, sobre diez mil, que pasan por aquí y que no se detenga; no hay uno sobre diez mil que al detenerse no lea la inscripción. Es así que toda gloria depende de lo que fue prometido y ningún oráculo no le iguala en astucia. Puesto que el hombre inmortal está ahí como este obelisco: él regula una circulación espiritual recubierta por el ruido, y la inscripción que lleva no es útil para nadie» (Benjamin, Calle en sentido único).

La ciudad no se teoriza, dado que ninguna vista de conjunto puede aprehenderla en su totalidad. Esta imposibilidad no corre a cuenta de una insuficiencia inherente a la mirada, procede, más bien, de la extralimitación propia de la ciudad, que la lleva a buscarse en su «extroversión interna» o en la «extimidad de su intimidad». Nunca dada, siempre en camino. Deconstruyéndose para construirse; siempre en obra, des-obrada; expuesta y oculta; aérea y subterránea. La ciudad se rehúsa a ser un objeto puesto, dispuesto para la captura óptico-teorética de un sujeto. Es así que múltiples ciudades cohabitan en la ciudad, unas dispuestas en un ordenamiento vertical, otras en uno horizontal. Las primeras han sido recubiertas por el olvido, las otras coexisten sin confundirse, siguiendo un trazado que las anuda y desanuda. La ciudad es el ensamble o la puesta en conjunto de una irreductible disparidad. De ahí que en su superficie misma confluyan, sin con-fundirse, edificaciones, ritmos, gestos provenientes de diferentes épocas; entrelazados y, sin embargo, en tensión permanente, tocándose al infinito.

La ciudad, afirma Nancy en La ciudad a lo lejos, es el artista del vivir-juntos, pero esta cualidad solo le es inherente en la medida en que, desde el comienzo, la urbe se asienta sobre el desarraigo. De ahí que la ciudad deba ser inventada a perpetuidad, pues el vivir-juntos no es una condición dada, es apertura a los posibles. Por esta razón, la invención urbana se halla en las antípodas del campo, de la tierra, de las raíces, de los rebaños; es «brote sin raíz», en el cual la frágil atadura al suelo deviene en deseo de elevación. Precisamente, el «rostro turbado» de la ciudad es el reflejo de una «identidad desconcertada» ante la evanescencia de las raíces o, lo que es lo mismo, ante la ausencia de finalidad. Entonces, el arte o la técnica urbanos provienen de la necesidad de acoger esta ausencia y la infinidad que de ella emana. En Calle en sentido único Benjamin destacaba que la dominación de la ruta determina el sentido fundamental de toda técnica. Justamente, en el marco de la ciudad la técnica encuentra el sentido que le es propio: la exposición a la naturaleza interminable de la ruta, de las vías, de los pasajes. Por consiguiente, al ser la ciudad un universo en dilatación, la técnica o el arte de la invención urbana devienen en la experiencia aporética de lo inacabado, de lo fragmentado. En suma, la ciudad no se teoriza, pues la extralimitación a la que está sujeta imposibilita que se ofrezca a la mirada bajo la forma del paisaje.

El transeúnte es aquel en quien se cristaliza de mejor manera el arte que es —o que pone en juego— la ciudad. Precisamente, en el callejeo se anudan las distancias, mientras que las proximidades sueltan el sutil aroma que las vuelve lejanas. A cada paso de la multitud transeúnte el acercamiento «transporta siempre más lejos el distanciamiento». De ahí que en el callejeo la libertad deambule a lo largo de vías que no han sido adscritas a un destino prefijado. Una intensa sed de infinito se apodera del paseante, que, mientras camina, percibe en el instante mismo todo lo que le sale al paso, sin dejar de ser presa de un vago presentimiento. Un murmullo arcaico sopla sus oídos, como signo de complicidad con aquellas calles en las cuales supo perder su camino.

Todo el arte urbano radica en «su infinito sentido de encuentro». Pero la puesta en juego del encuentro precisa que el paso del transeúnte no sea interrumpido; es decir, inmovilizado, condicionado, direccionado, teledirigido. ¿Queda aún lugar para que el transeúnte de veredas, de pasajes, de intersticios pueda extraviarse en el laberinto de las calles? ¿Queda aún lugar en la ciudad para el despliegue o la proliferación de un sentido errante, que ha sabido perder su camino o «perder el sentido de su errar»? La ciudad y, sobre todo, las viejas ciudades, afirma Agamben, son lugares cubiertos de signos, de firmas, de cifras, de monogramas que el tiempo ha depositado sobre las cosas. El paseante recoge distraídamente las innúmeras inscripciones en el transcurso de sus derivas. Pero operaciones de restauración que tienden a uniformizar las ciudades han borrado o han vuelto ilegibles los signos o los trazos que configuran «el espectro o la magia del lugar».

Para que el sentido errante tenga lugar no se requiere de la asignación o del acondicionamiento de un lugar; se precisa, por el contrario, que la deambulación deserte de los caminos insidiosamente construidos con el propósito de orientar el paso, de asignar un curso a la circulación del sentido. En cada callejeo, deambulación o paseo la ciudad se inventa una vez más, pues solo entonces concierta una cita con la libertad.

 

 

 

Relato desde la metonimia

Andrés Cadena

 

Entiendo que hablar actualmente de la ciudad es igual a percibirla desde una ventana: partir de un vislumbre, de algo que se entrevé, e imaginar el resto. La ciudad completa o total es algo ilusorio, porque la idea de totalidad o unidad (aplicada a una urbe, en este caso) es una imposición de la Modernidad, que emplazó al individuo en el centro de todo, y lo hizo unidad de medida, fundamento de la ley y la ciencia, cedazo del mundo. Las ciudades, así, arrojan al individuo moderno frente al mito, lo abocan al relato de un pasado (o explicación de un mundo) que no alcanza a dominar, y que por eso debe conformar mediante la invención. Las ciudades preexistían a la era moderna y han sobrevivido siglos y cosmovisiones. Son un ente que pone de manifiesto la incompatibilidad de encerrar un concepto en una palabra. Así, el adjudicar el nombre de «ciudad» a aquel encuadre que veo desde mi ventana es tan inexacto como pretender que desde algún punto de vista —conceptual incluso— se alcance alguna vez a hablar de todo lo que es una ciudad.

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Esa ficción, el afirmar que la ciudad se encuentra del otro lado de la ventana, es posible gracias a tres indicios: aquello que puedo efectivamente percibir a través del vidrio; la sugerencia de que más allá del borde de la ventana la ciudad continúa (en aquello que no veo); y el hecho de que más allá del marco de la ventana, es decir la pared de bloque y cemento, comparte mi habitación la materia con que está hecha la piel del animal urbano. Los tres indicios operan bajo la lógica de la continuidad y de la contigüidad. La vida urbana —la idea o el relato que de nuestra vida nos hacemos— está también signada por tales dinámicas. En términos retóricos, la metáfora en nuestro medio ha sido reemplazada por la metonimia o la sinécdoque: ver por la ventana y decir que se observa la ciudad es adjudicar a la parte el nombre del todo. La figura retórica de la metonimia se basa en una cierta vecindad de los elementos puestos en relación, que no había en la metáfora, reino de la creatividad, la reinvención, el traslape de una imagen distante —mientras más distante, mejor— sobre otra. La continuidad de sucesos, a veces amontonados, es clave en la lógica de la geografía urbana, que roza el hacinamiento —uno a continuación de otro— de dramas personales, el apelotonamiento de voces y vidas en compartimentos de un gigantesco espacio, que resulta im-personal en (por causa de) su acumulación de personas. Veo por la ventana y no es infrecuente dar con alguien que, en alguno de los edificios circundantes, esté haciendo lo mismo. A eso que ellos observen, de seguro, le darán el nombre de ciudad, aunque difiera claramente de aquello que yo miro. La ciudad tiene de tropo que invita a la polisemia.

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En otro giro retórico, me atrae la idea de decir que si la ciudad es lo de más allá o lo otro con respecto al encuadre de mi ventana, puedo decir que la idea de ciudad que me hago desde aquí es todo menos la ciudad. Mi ciudad nace de la imposibilidad de definir el vocablo y, en consecuencia, nace de negarla. Y pienso que quizás no haya nada más burgués que el negar la ciudad. Tampoco hay nada más burgués que la novela, el género urbano por excelencia; y hay pocas cosas tan burguesas como hablar sobre la ciudad viéndola desde una ventana, o desde una torre de marfil; y no hay nada más burgués que el arribismo —patrimonio de la acumulación y la urbanidad— y que anhelar adquirir una torre de marfil. En tal sentido, no hay nada más burgués que preferir la metonimia (el tropo) por sobre la ciudad.

Desconocido
Fragmento de un fresco: mujer en un balcón, 10 AC.
The J. Paul Getty Museum

 

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Si a lo que miro por la ventana le doy el nombre de una determinada ciudad, y lo mismo ocurre con mi vecino, coincidiendo ambos en dicho nombre, estamos abocados no a la mentira ni a la inexactitud, sino a la experiencia de lo fragmentario. Esa ciudad que anida bajo un nombre dado está hecha de los fragmentos a los que cada citadino contribuye desde su particular ventana. Lo fragmentario no desdice de lo metonímico sino lo refuerza: solo puede haber continuidad entre lo discernible, solo puede darse contigüidad entre dos entes que no son lo mismo pero cohabitan. Si quiero escribir desde la ciudad —poco importa que sea o no sobre ella—, el resultado será fragmentario. Si escribo mirando por la ventana de mi habitación, no puedo obviar que soy un fragmento. La idea de que soy un fragmento parte de algo más, se asemeja (como este símil) a la idea de que la ciudad existe. O, más precisamente, se basa en dicho símil, se desprende de aquel tropo.

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La contigüidad necesita de la idea de límite, de un marco que divida un ente de otro. Encuentro difícil pensar en marcos y no regresar a la obra de René Magritte. Quizás no he hecho más que parafrasearlo al decir que aquello que miro por mi ventana, la ciudad, no es la ciudad. Pero también señalé la importancia del marco, de que el marco de mi ventana comparte materialidad con el (aspecto) concreto de la urbe; y que ello daba cuerpo a la continuidad del lugar-en-donde-estoy con la ciudad. Me parece importante que se remarque la materialidad del marco, que se remarque su existencia, que el marco pase al centro cuando siempre ha sido frontera, lo que delimita el adentro del afuera. Y esta última idea es la que, creo, nos conduce hasta Magritte.

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Sobre todo en dos de sus cuadros, La llamada de las cimas y La condición humana, se establece dicho juego. En ambas hay una pintura en primer plano, y atrás, a través de una ventana, se observa paisajes que no se diferencian de la obra, como elidiendo la existencia del borde de la pintura (que aquí carece de marco). Podría decirse que ambos cuadros hablan sobre —o ponen en cuestión— el estatuto ficcional de la obra de arte. En La llave de los campos, en cambio, se observa una ventana rota que deja ver, más allá, un paisaje natural (una apacible pradera); los pedazos caídos de la ventana, en el suelo y apoyados a la oscura pared, muestran haber contenido la misma imagen que se divisa a través del vidrio, sugiriendo que en el cristal ya estaba plasmada la naturaleza exterior. Ahora de esa obra solo quedan fragmentos de aquello que conformaba, justamente, el mismo paisaje que se puede apreciar por la ventana rota. ¿Dónde estaba el paisaje que mirábamos (cuando la ventana no estaba rota)?, parece preguntarnos Magritte, ¿dónde se ubicaba o posaba nuestra mirada? El vidrio de la ventana es metáfora de la mirada, porque sin él solo habría unos ojos y una pradera lejana; la ventana es aquello que nos recuerda que la necesitamos para, por intermedio de ella, poder mirar el paisaje; y la composición de determinada pradera —un par de árboles disímiles en la cima de una tenue loma— existe solamente en (tanto existe) el marco de la ventana. Así, la idea del paisaje que nos formamos en la mente al observar por la ventana, aunque nos muestre la pradera, no deja nunca de hacernos referencia a la ventana, aunque la obviemos: nunca la perdemos de vista; es más, pone de manifiesto nuestra vista, y en tal sentido es nuestra vista. Como para llegar a una idea recurrimos al lenguaje. O como para llegar a la ciudad nos asomamos a la ventana. Magritte, en estas pinturas, aborda como nadie el tema de la contigüidad.

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La articulación (que exige la contigüidad) de los distintos fragmentos es algo imaginario, no se da, no existe; es el esfuerzo que se hace —una fuerza creativa— por juntar algo que no se ha originado junto. Que simplemente se avecina. Así como el término avecinar funde una relación espacial con una connotación temporal —la relatividad física resuena mucho en el medio urbano—, la ciudad es una dimensión en sí misma y es, así, esencialmente imaginable; o, con más precisión, posiblemente imaginada; y en tanto posibilidad, se encuentra en el futuro. La ciudad siempre se avecina; es decir que la ciudad (que no existe en sí) podría ser ese algo (si existiese), solamente en un futuro. Así, la ciudad es porvenir y es por-ir. Está ahí afuera, del otro lado de la ventana, (casi) llamándonos.

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No hay nada mejor que pueda hacer por acercarme a la ciudad que dejar de verla por la ventana, y salir a caminar por ella. Valéry decía que el lenguaje poético se asemeja a los movimientos o pasos que se dan en la danza: cada uno vale en sí mismo, no importa hacia dónde nos dirija (luego, por eso el danzante da vueltas, hace piruetas que no le conducen a destino alguno, regresa sobre el mismo lugar ejecutando belleza). El lenguaje ordinario, prosaico, en cambio, semeja a los pasos que se dan en un paseo, para trasladarse de un lugar a otro: cada uno vale en la medida en que permite dar otro más, con sentido determinado, con dirección fija y un destino que, una vez alcanzado, valida todos los pasos dados para llegar allí. El paseo por la ciudad es la única forma concreta de articular los fragmentos de que está hecha la urbe; el caminar por la calle es un asunto prosaico; el género de la ciudad es la prosa, la narrativa —y no la poesía, ni la mitología ni la epopeya ni la dramaturgia—. Pienso en la importancia del Lazarillo como fundamento de la novela moderna: más allá de la picaresca, lo que le dota de actualidad es que hace un retrato de la vida urbana. Lázaro es quien guía en un camino; camino como el que describe Valéry. Tan prosaico como caminar en la ciudad que veo por la ventana.

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Nunca salí de paseo. Toda vuelta aquí ha sido meramente discursiva, un tropo en su acepción etimológica primigenia. Nunca tampoco he dejado de mirar por la ventana, lamentable y burguésmente. La ciudad (o eso) que veo me seduce, únicamente en tanto no llegue nunca a conocerla a cabalidad, no pretende abarcarla por completo; es una promesa que vale en tanto se mantenga así, en tanto no se cumpla.

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La primera vez que vi —¿que participé, viendo?— una escena sexual fue a través de una ventana. Eran las fiestas de la ciudad y era mi adolescencia. Solía deambular con mis amigos entre las pocas botellas que nos alcanzaban con las mesadas juntas, y los deseos por ir hacia algún lugar y encontrarnos con alguien más; era como ser habitantes de las ganas. Derivábamos así de una casa a otra, de un conocido a una amiga, del vecino de alguien a visitar a alguna muchacha pretendida por uno del grupo. Fumábamos, pueriles, sin parar, y pensábamos que lo teníamos todo bajo control; que todo era posible y que solo nos restaba concretarlo. Una tarde, nos encontramos en el departamento de alguna amiga de algún amigo de alguien, retomando energías o mendigando provisiones para continuar la jarana. La luz violeta del crepúsculo se diseminaba entre las calles como advirtiendo que poco luego se vendría la noche. Una especie de melancolía adolescente, vacía, me empujó al borde del ventanal que arrojaba la vista sobre un parque aledaño, con nombre de país europeo. Las ramas de los árboles reconcentraban la oscuridad creciente, como si fueran lóbregos cardúmenes mecidos cada tanto por el viento. Las luces de los postes poco hacían en medio de la ciudad decolorada, acaso pedacear más, para la vista, los diferentes cuerpos que la componían. En eso, fijé mis ojos en una escena que empezaba a desarrollarse casi a mis pies, unos diez pisos abajo, sobre la calzada, en un auto parqueado frente al edificio. Desde la altura en que me encontraba, tenía una perspectiva casi cenital del auto, de modo que observaba, a través de su ventana delantera, que en el asiento del copiloto, reclinado hasta la horizontalidad, una pareja estaba teniendo sexo. En realidad no alcanzaba a distinguir ambos cuerpos, apenas percibía el del hombre, su pantalón bajado hasta las rodillas, las nalgas —blancas en medio de la oscuridad de la noche naciente— vibrando (desde tan arriba eran eso, vibraciones más que embates) con ritmo constante, la espalda (vestida) inexpresiva y la nuca anónima. El hombre yacía ocultando la totalidad de la mujer, de quien apenas veíamos hebras del pelo largo regadas hacia los costados, y el perfil de unos muslos, algo abiertos para posibilitar el acto. Llamé a mis amigos, y pronto todos nos contagiamos de una excitación que manaba del encuentro carnal que atestiguábamos, de la atmósfera festiva de la ciudad que convocaba al exceso, de la emoción que sin palabras nos dominaba frente a algo que no habíamos vivido pero que moríamos por experimentar, de la complicidad que nos hermanaba —a esa edad, todo nos hermanaba— frente a tanto que veíamos y nos era desconocido. Quizá fuera porque nos sentimos más que nunca un solo cuerpo con la ciudad del otro lado del vidrio: la misma oscuridad que la inundaba nos llenaba por dentro, tan poco podíamos discernir entre nuestras propias pasiones, como si entrañáramos mundos en permanente penumbra. Nos desbordó la emoción, que dio paso a la risa y, obviamente, a los gritos y silbidos que emitimos a la pareja, abriendo la ventana. Nos desbordamos también nosotros, queríamos salir de donde estábamos, no solo del departamento, sino de nuestros cuerpos, de nuestra edad, de nuestra condición de niños de familia que miran, virginales, cómo unos fornican con otros. Queríamos salir a la ciudad, bajar los diez pisos y alcanzar la calle; pero no podíamos despegarnos de junto al vidrio, y sabíamos que si llegábamos a la vereda no seríamos más que un corro de impúberes solos frente a un parque, afuera de un auto en donde una pareja copulaba. No obstante, no hicimos nada. Los comentarios y las bromas se fueron acallando mientras más palpable se hacía nuestro lugar, nuestro confinamiento, la limitada condición con la que éramos parte de la escena. Creo que al final nos desentendimos de la imagen con un desencanto parecido al que debe sentir alguien que ha sido burlado, con el resentimiento frente a nadie preciso que todos guardamos contra todos, y que se expresa en nuestras propias, íntimas miserias a que echamos mano para relacionarnos en nuestra burguesa cotidianidad. Dimos finalmente la espalda a la ventana, y continuamos con nuestros asuntos, que parecían de pronto menos interesantes, menos prometedores, más cercanos a la opaca realidad a la que nos tendríamos que acostumbrar poco a poco, con el tiempo.

No recuerdo mucho más de esas fiestas, pero creo que nunca fue más claro para mí que la ciudad se percibe solamente a través de una ventana.

 

 

 

 

 

La forma de la ciudad

Julio Echeverría
[email protected]

 

….io penso che questa stradina da niente,
così umile, sia da difendere con lo stesso accanimento,
con la stessa buona volontà,
con lo stesso rigore,
con cui si difende l’opera d’arte di un grande autore.

Pier Paolo Pasolini (1974).

 

I

Parece cada vez más difícil percibir ‘la forma’ de la ciudad en una realidad urbana que es la de la dispersión. Parecería que ya no es posible la perspectiva, la mirada desde fuera, el acercarse desde el campo y llegar a esa demora, a ese refugio que un día significó la ciudad. Esta pérdida de forma que se reconoce ahora bajo distintas categorías, una de ellas la del conurbamiento, nos transmite la idea de una forma que se difumina en el territorio circundante, donde la idea del punto de llegada se intercambia con otra idea que es la del punto de fuga.  La ciudad fuga de sí misma, invade el territorio del campo, aquel espacio que antes se presentaba como lugar del descanso o de la aventura, del encuentro con lo no rutinario. La ciudad se aleja así de su forma, se metamorfosea en el campo. ¿Qué consecuencias trae consigo esta pérdida de forma? ¿Estamos tal vez frente a la ciudad global que se pierde en la urbanización del campo, en la ruralidad, concepto en el cual el campo también pierde su forma?  ¿Qué acontece con el paisaje del campo? Allí aparecen construcciones reproducidas en serie, el hecho urbano aparece en su desfachatez, esto es, como pérdida de facia, de cara, de identidad; la arquitectura de la ciudad parecería repetirse en formas homogéneas, intercambiables y estas ocupan el espacio de lo que antes era el paisaje del campo; la salvaje pluralidad de percepciones propia de la naturaleza es sustituida por la abstracción de la casa funcional o de la fábrica que se repite ad infinitum en el territorio. En la vida de la ciudad preindustrial las construcciones fabriles estaban en la periferia; en la ciudad postindustrial esta característica se pierde; la casa se confunde en medio de las implantaciones fabriles. La idea del metamorfosearse de la ciudad convive más con la de la pérdida de forma, que con la de la adquisición de una forma nueva y esto parecería obedecer más a un desconocimiento de las diferencias que caracterizan al habitar, a un afán de anularlas, de homogenizarlas. La pérdida de forma se lleva consigo la posibilidad del observar las diferencias entre el paisaje natural y el paisaje urbano, se pierde la aventura del transitar entre ambas dimensiones, con el riesgo de que ambas se echen a perder.

II

¿Hasta dónde esta situación puede remitirse a una caída del sentido estético de la forma? ¿Hasta dónde puede aceptarse que la forma estética cede frente a la dinámica de la acumulación, frente a la lógica del mercado, a la necesidad funcional de satisfacer la demanda de espacio que procede de la aglomeración urbanística, de su desborde? ¿Cuándo la percepción del espacio se transforma en dimensión no acotable, en ocupación que no reconoce límites, fronteras ni bordes?  Hay un momento en el cual las soluciones del pasado ya no son suficientes para contener el rebasamiento, el desborde que proviene de la aglomeración urbana, hay un momento en el cual esas formas se presentan como obstáculos que pueden ser abatibles; es el momento de realización de ese espejismo inconsciente que miraba al futuro como promesa y al pasado como anquilosamiento, como rémora de la cual convenía desprenderse; es la lógica de la urbanización que se superpone sobre la de la ciudad, es su proyección nihilista que no reconoce otro sentido que el de la pérdida de sentido, como operación performativa que requiere el ingreso al futuro. Bajo esa lógica, permanecen los íconos monumentales que configuraban el paisaje urbano, como reminiscencias del pasado sin las conexiones de sentido que antes lo posibilitaban; la idea del conurbamiento como ocupación difusa del espacio circundante, convive con la del vaciamiento de sentido de aquello que antes fue el centro, o los distintos centros ceremoniales que contenían y posibilitaban relaciones cargadas de sentido. La forma era una construcción estética porque en su operación de transfiguración de lo natural, permitía la realización de lo humano; allí las diferencias convivían, la mismidad se ponía en juego soportada por creencias y rituales dispuestos más para la contención que para el desborde.

III

La forma estética de la ciudad apela a una visión simbiótica en la relación entre el campo y la ciudad; la adaptación al territorio supone sin embargo la ruptura con la naturalidad sobre la cual se soporta; la tendencia de la urbanización transita desde una visión simbiótica hacia una visión de ruptura o de desconocimiento de esa morfología; la presunción de que es posible una forma abstracta, que se despliega sobre la morfología natural sin reconocer sus quiebres, sus ‘fallas’. La estética que proyecta es la de la solución funcional, la de la abstracción respecto de aquella urdimbre de representaciones figurativas que se superponían sobre la conexión simbiótica; la estética del modernismo hallaba inspiración en la construcción de la forma como arte que representaba el desafío que esa simbiosis prometía y escamoteaba. Una operación, la del modernismo, que veía la amenaza al desafío simbiótico operada por la exacerbación de formas que se superponían como ornamentos prescindibles; la arquitectura del Bauhaus, la provocación loosiana, lo que querían abatir era el exceso de formas ya desconectadas de la función adaptativa, la orgía de representaciones que la ocultaban; en su búsqueda de la forma se encuentran con la demanda funcionalista que supone el ingreso incontrastable al futuro y prefieren la limpieza del trazado arquitectónico, como prefiguración de la racionalidad lingüística que requiere el acceso a la complejidad urbanística que se anuncia.

La visión contemporánea se superpone a estas dos aproximaciones; reconoce la pérdida de la forma como escisión de la monumentalidad icónica con las redes de sentido que estas construcciones monumentales proyectaban; la fuerza de la secularización es incontrastable porque estaba inscrita en la misma lógica de la construcción de sentido de la cual esta termina siendo su correlato. Sin embargo, rechaza el nihilismo como pulsión inconsciente que anula la posibilidad de la construcción estética, lo recupera bajo la forma del control; el paisaje será adaptación simbiótica a la complejidad de las estructuras geológicas que configuran el territorio, su solución será suficientemente atenta al nihilismo natural en el cual dicha morfología se configura y constituye; el paisaje del campo y el paisaje urbano no pueden pensarse por fuera de la sostenibilidad ambiental y esta no puede no reconocer mapas de mareas, de vientos, migraciones de aves, de personas, campos magnéticos, etc. Esta mirada al paisaje natural es la misma que se dirigirá al paisaje urbano de la ciudad; aquí la reducción de los efectos adversos derivados de la contaminación antrópica serán particularmente pertinentes para los nuevos procesos adaptativos de la urbanización compleja.

IV

La relación de la ciudad con el paisaje natural siempre ha sido cambiante y nos remite a la idea de la relación hombre-naturaleza; solo en la contemporaneidad la relación con la naturaleza es asumida como relación con el paisaje interior de las subjetividades. En la arquitectura moderna esta visión está presente en una variedad de arreglos y soluciones; desde el Renacimiento, la naturaleza aparece sometida a un diseño racional; los jardines palaciegos, pero en general la vida del campo, aparece armoniosamente diseñada; la naturaleza es escenario para el encuentro bucólico, es espacio de realización domesticada, como lo era el ejercicio de la caza con la naturaleza salvaje. La naturaleza, que en el mundo medieval era vista como amenaza, como fuerza no controlable, en la modernidad se convierte en objeto domeñable, en material dispuesto tanto para la realización espiritual, así como reservorio de recursos a ser utilizados en función de la reproducción material. La arquitectura moderna desde Olmsted y Le Corbusier hace de esta relación un verdadero paradigma para el diseño de la ciudad futura; la naturaleza está allí para contrastar, dialogar, completar el diseño de la ciudad como maquina productiva. Dos significaciones parecerían combinarse desde entonces, la idea de la naturaleza en la ciudad bajo la figura del parque y del espacio público, y la idea de la naturaleza en su estado “salvaje”. Para Le Corbusier, “No había parques ni jardines, sino naturaleza. La máxima expresión de la sociedad industrial integraba indisolublemente dos ideas hasta entonces incompatibles: naturaleza virginal y rascacielos, haciendo de ellas la misma cosa”[1] Una respuesta que la arquitectura moderna pretende dar a la radical escisión que la ciudad moderna contiene y reproduce implicada entre las pulsiones de la aglomeración y la dispersión, entre el encuentro y la fuga. Desde entonces, no se podrá concebir a la ciudad sino como un verdadero sistema entrópico. La arquitectura moderna llega de esta manera a ontologizar la condición de la ciudad como el más complejo sistema adaptativo creado por los humanos, un verdadero logro evolutivo de la especie humana, cuya condición está aún por descifrarse y configurarse. La ciudad contemporánea parecería moverse entre estas pulsiones y regresar desde la más sofisticada tecnología a sus orígenes más rudimentarios.

V

Es en ese contexto que emerge la ‘fuerza revolucionaria que proviene del pasado’[2]. La mirada al pasado recupera la tortuosidad de las formas adaptativas, la estética que las acompaña; esas formas emergen como patrimonios/artilugios adaptativos que hoy dan pistas al mundo de la complejidad urbanística. Restos, ruinas, señales del pasado en piedras y monumentos, en senderos interrumpidos que están por todas partes; es probable que se los deba defender con la misma fuerza que se defienden las grandes construcciones icónicas monumentales. Las soluciones más discretas, los usos y los materiales más rústicos que nos develan nuestras rudimentarias aproximaciones adaptativas con la naturaleza, situaciones en las cuales parece ser que la misma naturaleza se da sus formas y no que estas la niegan o no la reconocen. La artificialidad de la forma aquí presenta todas sus cartas; los materiales pueden incluso aparecer toscos, no suficientemente refinados; un viejo camino construido en piedra que recorre la sinuosidad del territorio y que permite o permitió por años sortear sus ‘fallas’ de hecho tiene más valor que aquel que las supera negando su presencia; una obtusa forma de proceder de la innovación tecnológica es probable que los haya sacrificado y que ahora la visión hermenéutica del observador contemporáneo nuevamente los dote de valor y sentido.

La defensa del pasado anónimo, de las formas adaptativas que cumplían una función sin pretender ser sofisticadas representaciones artísticas, simples ideaciones que sortean las rudezas de la naturalidad que a veces se vuelven o se presentan como limites insuperables. La belleza de la forma monumental parecería desprenderse de esta funcionalidad adaptativa; ello se lo puede apreciar justamente en el preciosismo de la forma, en la respuesta a la rudeza de la reproducción material con la idealización de aquello que solo es posible si se lo construye como arte, más que como artilugio, o como forma en la cual la dimensión artística se desprende de su función de artilugio, o que mira la representación artística como un artilugio de salvación.

Cuando hablamos del patrimonio histórico de la ciudad nos estamos refiriendo entonces al acumulado de sentido que recoge en si un monumento del pasado, a la anonimicidad que está en la configuración del trazado de una calle, en la superposición de estilos arquitectónicos que se han ido modificando en el tiempo, adaptándose a la morfología del territorio en secuencias de larga duración; adaptación hecha de actos no planificados, de arreglos en muchos casos dictados por las adversidades naturales o por el lento desgaste de los materiales.

VI

Muchos ángulos de la ciudad esconden – develan historias de personas anónimas que recorrieron las mismas calles y miraron los mismos paisajes. Así como el paisaje natural se modifica por el devenir del tiempo, así también el paisaje urbano va cambiando y modificando la forma de la ciudad. Si observamos fotografías del pasado o los planos con los cuales la urbanística intenta dar curso a la lógica de la aglomeración, nos damos cuenta que muchas veces es otra la dirección que la ciudad ha tomado, jalonada por sus contra-tendencias, por sus contra-lógicas; por la emergencia persistente de la dispersión que acompaña a la aglomeración y al encuentro identificatorio. Es por ello que cuando miramos a la ciudad contemporánea, en realidad estamos observando muchas ciudades, a momentos superpuestas, a momentos enfrentadas; muchas veces observamos ruinas de momentos del pasado; con dificultad reconocemos la intensidad de sentido que antes transmitía un recodo, una calle, una escalinata. Por ello la mirada contemporánea a la ciudad ya no es ingenua, está cargada de complejidad; incluso aquella forma abstracta, pura idealización que se proyectaba sobre el territorio sin reconocer sus ‘fallas’, sus ‘distorsiones’, ahora aparece como recuperable, como un lenguaje estético con el cual dialogar, con el cual confrontarse; artilugio, arte y arquitectura se funden en la operación abstracta artificial de crear la forma de la ciudad.

 

 


[1] Ábalos, I., Atlas pintoresco, vol. 1, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 2005, p. 13.

[2] P. P. Passolini, La forma della cittá, https://www.youtube.com/watch?v=btJ-EoJxwr4

 

La ciudad polifónica

Emilio López y Aquiles Jarrín

 

Ciudad sentida

Caminar-sentir la ciudad implica hacerse el tiempo para generar consciencia de nuestro hábitat desde la experiencia. La famosa jungla de cemento, requiere también de una profunda observación y disposición para afectarse desde un lugar distinto, adentrarse en las calles, en sus ritmos, en sus habitantes, es permitirse otro devenir emocional y reflexivo de algo que parece ser negado desde la cotidianidad actual. Lo urbano debe ser entendido como un organismo vital y dinámico desde el cual se produce gran parte de nuestra subjetividad. Un entendimiento en términos de flujos, ritmos, percepciones desde lo emocional puede ser una forma de acercarnos y desterritorializarnos sobre la marcha. Ciudad diversa, de las micro heterotopías, paisajes de contradicción, donde las condiciones de igualdad y diferencia colindan y se traslapan. Un territorio en constante proceso de transformación. Guattari y Rolnik en su libro Micropolítica sostienen que “El territorio se puede desterritorializar, esto es, abrirse, en líneas de fuga y así salir de su curso y destruirse. La especie humana está sumergida en un inmenso movimiento de desterritorialización, en el sentido de que sus territorios ‘originales’ se rompen ininterrumpidamente con la división social del trabajo, con la acción de los dioses universales que ultrapasan las tablas de la tribu y la etnia, con los sistemas maquínicos que llevan a atravesar, cada vez más rápidamente, las estratificaciones materiales y mentales”.

 Una ciudad fuera de radares es una ciudad que escapa a los modos oficiales de representación propios de la planificación urbana que no son capaces de observar críticamente sus modos operandi. Los documentos oficiales de uso de suelo de cualquier producción urbana han ignorado las dinámicas auto organizadoras de estos ambientes, al establecer por ejemplo una visión parcial desde la compresión bidimensional del uso del suelo (los planos), siendo esta la herramienta más frecuente en las mesas de trabajo de los planificadores.

Ciudad normada

Este escenario urbano sumamente normado adquiere formas de significación esencialistas y estáticas que limitan la comprensión de la ciudad, que muchas veces se articula desde la comunicación. En su libro Mitologías, Barthes refiriéndose a la Guía Azul, una herramienta frecuente para los viajeros en Francia, “Así como se adula a la montuosidad hasta el extremo de aniquilar los otros tipos de horizontes, la humanidad del país desaparece en provecho exclusivo de sus monumentos. Para la Guía Azul los hombres sólo existen como ‘tipos’. (…) Volvemos a encontrar aquí el virus de la esencia que está en el fondo de toda mitología burguesa del hombre (motivo por el cual tropezamos con ella tan a menudo).” Se tratan de definiciones parciales dentro de una multiplicidad de historias, volviendo a Barthes: ‘La selección de los monumentos suprime la realidad de la tierra y la de los hombres, no testimonia nada del presente, es decir histórico; por eso, el monumento se vuelve indescifrable, por lo tanto, estúpido.’

A lo largo de la historia el ser humano ha buscado soportes espaciales para mantener viva la memoria a través del simbolismo, modelos de orden estático, sin posibilidades aparentes de modificación o cambio. Son signos en los que significado-significante están siempre próximos de alguna u otra manera, la casa o el edificio representada según una forma común: bajo el `Régimen Significante del Signo’ establecido por Deleuze y Guattari, donde todo intento de fuga hacia territorios significantes desconocidos es calificado de negativo. Aquí todas las posibilidades de ruptura con los códigos impuestos se niegan, limitando así nuevos territorios de exploración.

Fugar la ciudad monumento requiere de una disposición a encontrarse con lo diferente. Mirar, sentir, oler, escuchar y ser la ciudad, es una invitación hacia lo tanático y lo erótico. El ser múltiple, contradictorio, lúdico, amoroso, cruel y ambicioso. Voraz, recipiente y productor de acontecimientos dentro de un complejo conjunto de redes y relaciones que determinan fuertemente la realidad y la existencia de todos los que compartimos y frecuentamos el territorio.

Percibir a la ciudad desde esta múltiple complejidad, es una primera condición para que la polifonía devenga en encuentro. Disposición a ser afectado.

Ciudad racional

La ciudad como idea de una totalidad, obtura los campos de agencia, individual y colectiva, reduciendo el aparecimiento de la diferencia a una idea de falla. Nuevamente Barthes en Mitologías: ‘(…) se trata de una racionalidad lineal, estrecha, fundada en una correspondencia que podríamos llamar numérica entre las causas y los efectos. Esta racionalidad carece de la idea de funciones complejas, no imagina la posibilidad de un escalonamiento lejano de los determinismos, de una solidaridad de los acontecimientos.’ Aquí lo distinto, es asociado al desorden y al caos. Sus estrategias se concentran en prácticas que sobrevaloran la idea de orden como necesario para la convivencia y el bienestar, desconociendo así que la ciudad se produce de manera constante. A esta realidad, la racionalidad estrecha se torna obtusa, desarrollando mecanismos cada vez más arbitrarios de imposición, disminuyendo los espacios de intercambio en alianza con el mercado, que se ha convertido en uno de los principales reguladores del uso del suelo.

En este contexto resulta indispensable preguntarnos como abordar estas tensiones y en qué medida nuestras acciones cotidianas, individuales y colectivas aportan a la construcción de una ciudad polifónica donde podemos entender la ciudad como un ente en constante re-significación. Donde la vivencia propia nos devuelve la sorpresa frente a las calles y edificios y demás habitantes.

Ciudad ocupa

¿Dónde nos situamos para entender la ciudad como el lugar de las resistencias y los acontecimientos? Ignasi de Solà-Morales postula en su texto Terrain Vague que `La intervención en la ciudad existente, en los espacios residuales, en sus intersticios plegados, ya no puede ser confortable ni eficaz, tal como postula el modelo eficiente de la tradición iluminista del Movimiento Moderno`. El cine ha abordado estas posibilidades frente a urbano con total libertad, llegando en algunos casos a trastornar la comprensión psicológica del espacio. En Themrock, película satírica francesa de 1973 del director Claude Faraldo, es difícil definir los limites dentro de lo urbano, de lo íntimo y lo tipológico. A continuación, una breve descripción: Un hombre irrumpe en una demolición y una carretilla y restos de concreto. Los lleva a su departamento y empieza a cerrar o cubrir la puerta de lo que parece ser el interior de su habitación disponiendo uno sobre otro los pedazos en una mampostería improvisada que aparentemente va a incomunicar la habitación con el exterior. Todo esto ante la mirada atónita y los lamentos de una señora ya mayor que vive ahí, y de los lloros de una chica que resulta ser la otra habitante de la casa y su amante. Ambas quedan excluidas en el exterior. Luego, el mismo hombre con un gran combo o martillo despedaza el marco de su ventana y todo el borde de la mampostería de la misma, los pedazos caen hacia un patio interior comunal sorprendiendo a los vecinos y gente del lugar. El hombre grita y gesticula en un lenguaje incomprehensible desde esta nueva gruta que ha aparecido quedando la habitación al descubierto, abierta hace el exterior. Es como si un misil hubiera impactado contra la superficie del edificio. Es la gruta dentro de un medio urbano, el espacio interior queda expuesto al exterior y viceversa.

Expresiones artísticas/cotidianas marginales, que se toman lugares resignificándolos desde una lógica más nómada de vincularse con el territorio. Esta imagen nos invita a seguir concibiendo a la ciudad como ese lugar para los actos creativos y desterritorializantes que permiten la creación plural de los mundos. Solà-Morales dice `Acción; producción de un acontecimiento en un territorio extraño; casual despliegue de una propuesta particular que se superpone a lo ya existente; repetido vacío sobre el vacío de la ciudad; silencioso paisaje artificial tocando el tiempo histórico de la ciudad, pero sin cancelarlo ni imitarlo`.