Pablo Albán Rodas
«los negros, los cuales y las negras se habían metido el monte adentro, sin propósito ninguno de volver a servidumbre.» Cabello de Balboa
En su crónica De la entrada que hicieron los negros en la Provincia de las Esmeraldas, Miguel Cabello de Balboa (1530-1608) contabiliza diecisiete esclavos y seis esclavas que entraron a Esmeraldas. Huían de la sumisión a un rey ajeno; un peso ilusorio que avergüenza y hiere más que cualquier grillete o cadena. Aprisiona hasta desalojar la ilusión que anima la aldea y el hogar, plantadas allá en su lugar de pertenencia: el que guarda la memoria. Los sentidos añoran esa libertad subsumida en el clan, la tribu o el grupo.
Para vigilar un extravío están el sol y las estrellas: los que flotan en este cielo son los mismos que se estampan en la noche del propio reino. Los cuerpos celestiales vigilan y miden la calidad de súbdito; artes, talentos, defectos, ademanes, rezos, silencios, paciencia, solicitud, sagacidad, miedo… son por y para la gracia de lo que está en lo alto, que compensa otorgando frutos a la labor de uno y de todos. El terror al castigo tensa los músculos de fugitivos. Los llevan al límite.
Al mismo que llegaron las cuerdas del barco, cuando las velas se hinchaban a reventar, al batirse con el mar durante más de treinta días. Navegar contra viento y marea agotó fuerzas y provisiones. Había que poner pie en tierra en busca de agua y alimento. Pero, la saña del clima encalló el barco hasta el naufragio.
La claudicación de los blancos, la conciencia de la merced del océano Pacífico que aprisionó y sentenció a muerte al navío, principal herramienta de expansión del orden colonial en el mundo, desencadenó la fuga de los negros hacia la libertad.
Los guardias blancos los miraron alejarse impotentes, por el cansancio y la agreste montaña. Cargando todo lo que tenía valor y pudieran rescatar del barco, se dirigieron hacia el sur. Cabello dice que algunos se perdieron y otros murieron de hambre.
Si para los negros Las Esmeraldas era promesa de libertad, para los blancos fue perdición y agonía. Era 1553 y la provincia seguía siendo indómita.
Todos dirían que fue la Providencia: solo ella junta los elementos que germinaron la presencia afro descendiente en Esmeraldas. La Colonia y la autoridad absoluta del rey se implantaban en Nueva Granada y Lima. En 1526 ocurrió la primera acción colonial por la “pacificación y conquista” de la provincia. Militares y curas comandaron las expediciones. “Indios bravos y de guerra” defendieron sus dominios y contuvieron el motor expansionista de España. Con la presencia afro descendiente, Esmeraldas se convertiría en fortín inexpugnable. De ahí que las misiones españolas adoptaron un carácter misionero a partir de 1577.
Pero los lazos con la Tierra Caliente eran escasos. Apenas florecían las expediciones civilizadoras de cruzados estandartes, empresas mineras fervientes de oro, plata y piedras preciosas o aquellas que, con visión occidental ―estratégica―, figuraron puertos en bahías propicias para retomar el aliento al navegar entre Panamá y Lima, y prometían senderos y caminos que aproximen el mar a Quito.
Las lenguas se riegan por los recovecos de la selva, fundidas en el sonar imponente de grillos, monos, pájaros, viento, agua. Para los europeos son indescifrables. Un terreno difícil de caminar, complicado de entender. Doblemente inhóspito: el calor inclemente, la humedad a todo vapor, el monte enredado, impenetrable, guarida de serpientes, alacranes y ponzoñas.
Pero para las poblaciones caribes y kichwas que lo poblaban era su espacio de reproducción natural. La libertad con la que andaban en la selva se basaba en el dominio técnico y social del entorno. Cabello cuenta: “Son tan expertos en el monte los indios de estas Provincias y tan diestros en el huir y seguir por rastro, que por él oserban sacando a su contrario; y huyen por la montaña sin hacer ni dejar rastro, aunque vayan muchos; miran mucho en las ojas de los árboles y por ellas conocen si han pasado sus enemigos por allí; otros hay, que mirando en el agua conocen si hay rastro. Es tan viciosa en comer y beber la gente desta tierra, que en ésto y guerrear a sus vecinos ocupa el tiempo, y esto viene de la increíble fertilidad de la tierra, porque no hacen más que arrojar el maíz en la montaña y cortar el monte encima y acude la cosecha; ciento por uno. Hay mucha caza, ansí venados, como puercos monteses, dantas”.
Los grandes ríos anegan la tierra. Bajan impávidos las cordilleras en raudales de libertad que se amansan al adentrarse en el mar o se sosiegan en la procesión que acompaña al cuerpo pestilente del manglar. Las aguas van por el lecho. Erosión de dominio antediluviano. Huella del encause imposible, del fluir eterno, incontenible. A veces, en despiste amenazante, el torrente anega los asentamientos yumbos que, versátiles, se disponen a liberarse de la sujeción terrenal: se hacen nómadas: carácter esculpido por el ancestro que no gusta plantarse en una porción de tierra.
El espacio en la selva es vasto, pero donde fecunda y prolifera el alimento, frutos, caza y pesca, “campasés” y “niguas” convierten el lindero de vecindad en franjas de discordia. Los cimarrones, sin dar señales de marcharse, entraron en la disputa. “Los negros, juntos y armados lo mejor que pudieren, con las armas que del barco sacaron, se entraron a la tierra adentro, olvidando el peligro con la mucha hambre, y fueron a dar en una población, en aquella parte que llaman Pidi… Los bárbaros della espantados de ver una escuadra de tan nueva gente, huyeron con la más nueva priesa que les fue posible y desampararon sus ranchos y aun sus hijos y mujeres, y los negros se apoderaron de todo”.
A favor de los cimarrones estaba la otredad que encarnaban, tanto por su carácter afro cuanto por el manejo de la técnica bélica occidental, ajena a un territorio donde las diferencias y los equilibrios se resolvían a punta de dardos y lanzas de chonta. El uso de los elementos de la naturaleza, la transformación que detona con potencia controlada, calculada, dosificada, medida. El poder del fuego, de la combustión primera. La industria les abre más espacios de libertad en el entorno natural y social. Una ventaja para dominar el espacio físico. La finura metalúrgica de los “tolitas” era favorable para el arte de la guerra.
El otro ingrediente fundamental es la determinación política de los negros que se traducía en fiereza y terror contra el enemigo. Los negros, a sangre y fuego se abrieron paso en los que, hasta ese día, se considerarían territorios exclusivos del pueblo yumbo. Corpulencia, fiereza y crueldad hicieron famoso a Antón, el primer líder de los negros:
Visto por los indios que se detenían en sus casas, mas de lo que ellos pensaban, ni quisieron apellidar en sus convecinos, y juntos los más que pudieron acaudillar dieron de improviso sobre los negros y ellos, peleando por la comida y la vida, hiciéronlo tan bien, que se defendieron y ofendieron a los indios, y viendo estos, que con los negros no podían ganar nada, que les tenía allá sus mujeres e hijos, y que estaban muy de asiento, trataron pases con ellos.
Una paz tan frágil y fugaz, como la prontitud con la que se presente la mínima oportunidad para acabar con los nuevos huéspedes, conformando un ir y venir de lealtades y traiciones mutuas: “los negros, once que quedaron, por industria de su caudillo hiciesen tal castigo y con tanta crueldad, que sembraron terror en toda aquella comarca, y dende entonces procuraron no enojarlos, ni los negros se hosaron fiar más dellos.” La relación de desconfianza quedó sellada con la muerte de aquel primer líder:
Al cabo de algunos años, por muerte de el caudillo, nació entre ellos discordia, pretendiendo cada uno el mando, asi para finalmente venir el negocio a las armas y en tal demanda murieron tres, de suerte que solos siete y tres negras que había y hay.
La sangre no se derramó en vano. El equilibrio fue restablecido y, con este, el alineamiento de voluntades. Condición básica para sobrevivir y ganar un país. La libertad.
Alonso de Illescas tomó la posta a Antón, luego de saldar las diferencias con varias muertes en propias filas. “Tenidos a quedar en tan pequeño número, acordaron un decreto que solo ellos y el demonio lo pudiera imaginar y fue dar fin y remate de aquellos sus pocas amigos, que siempre fueron pocas naturales. de aquella parte de tierra y no dejar vivos a más de aquella cantidad que ellos pudiesen subjetar buenamente; el cual decreto se puso en ejecución, con tanta crueldad, como se puede creer de gente desalmada y bárbara. En la duración de estas temporadas, a la fama de sus hechos, no por amor sino por temor, los atrajeron a su devoción los indios Niguas,”
Bajo el liderazgo de Illescas tomó forma la que se dio en llamar “República de Zambos”. El palenque de Esmeraldas cobró fama en tierras vecinas. El caudillo negro nació alrededor de 1528, en África en la región de Cabo Verde, actual Senegal. Cuentan que como a los 10 años de edad cayó en manos de los negreros. En Sevilla, España, lo bautizaron como Enrique. El Esclavo. El Domesticado. Más tarde, ya liberado, tomó el nombre de su amo, el mercader propietario del barco que naufragó frente a Esmeraldas.
Alonso era ladino: sabía hablar español y había crecido bajo el influjo de las élites europeas. En ese tiempo se familiarizó con el manejo de armas de fuego y aprendió las artes para su fabricación. Más allá del amparo a su poder, esto permitía al grupo reproducir el arsenal para guardar el territorio de Esmeraldas. En el Viejo Continente, el caudillo negro palpó la eficacia del linaje en el apuntalamiento del poder. Con ese método, el cordón umbilical de las cortes echa raíces en la miseria humana y se pierde en las alturas celestiales.
Illescas estableció señoríos étnicos que reconocían la autoridad de los caciques indígenas, imponiendo alianzas de sangre, a través de matrimonios. Se produjo un mestizaje. Cabello de Balboa nos cuenta que Alonso reunió a los indios, los emborrachó y, a traición, los exterminó junto con su cacique Chilianduli para posesionar de sus bienes, de sus mujeres y del territorio. Alonso casa posteriormente a un hijo suyo con la hija del cacique muerto, afirmando así su autoridad sobre ambas razas y “por parecerle que bastaba por satisfacción”.
El guerrero, fundamental para mantener viva la comunidad esmeraldeña, convivía con la sensibilidad artística que se expresaba en el manejo y fabricación de instrumentos musicales, propios de la corte europea de entonces. La música va con la negritud. Canto de solistas y coros, ululares humanos que atan a las gentes en las caminatas largas, desafía y vence al viento que silva, recorre, abruma. Reta la sincronía, el avance al mismo son; abre paso, anuncia y proclama la liberación del camino que ocupa y abandona en un solo tiempo. El viaje de los acordes terminaba al salir del palenque y mezclarse con la espesura.
Palenque, un nombre que adquieren los palos que se juntan como estacada rústica; así también los llamaban en Cuba, México, Colombia, Perú y Bolivia. En Venezuela los recordarán como cumbes, mientras que en el gigante Brasil, entonces parte del Reino de Portugal, quilombos, mocambos, ladeiras y mambises. Poblados remontados en la hostilidad extrema. Sin poner coto a todo lo que mande la cautela, el carácter clandestino. Linda la intimidad, el reducto último de negros fugitivos. Libertad acorralada. Libertad custodiada.
Los habitantes, a más de negros libres y fugitivos, eran indígenas, mestizos, blancos, náufragos y todos aquellos que no se sujetaran a la ley colonial. Era la naturaleza de los palenques: estar fuera del alcance de los amos y la autoridad real española.
Y Esmeraldas fue un imán para esclavos fugitivos o aquellos liberados por la manumisión de mediados del siglo XIX. Otros llegaban de placeres mineros fracasados en la zona norte de Esmeraldas o Tumaco. Deseaban constituir unidad, junto a los que estuvieron desde antes y los que se iban sumando, anhelando entenderse, hablar la misma lengua. Los códigos se renuevan en el armisticio. La tregua para acarrear agua y muertos antecede al arreglo, al encuentro de la satisfacción mutua. La extensión del espacio vital, en tanto dominio, sacia solo brevemente el hambre de libertad. La Paz (despliegue de El Orden) da pie a su aprovechamiento y cuidado.
Al final, las autoridades coloniales buscaron un acuerdo con Illescas. Concedían perdón y estatus de libres a fugitivos, al tiempo que Illescas ostentaría el rango de gobernador, el que duró, según algunos historiadores, entre 1560 y 1583. A cambio, los rebeldes reconocerían la autoridad del rey y aportarían a la fundación de pueblos y puertos. Sin embargo, activistas afro descendientes afirman que el líder negro no aceptó. De cualquier modo, episodios de resistencia y de colaboración se dieron hasta fines del siglo.
Para 1600 se registra la existencia del pueblo San Mateo de la Bahía, a orillas del río Esmeraldas y San Martín de Campaces, este último se trasladaría a Bahía de Caráquez. El Gobierno autónomo de los Zambos persistiría hasta fines del siglo XVII. “Subcedieron, andando el tiempo, otras guerras y jornadas que no hay para que escrebirlas, al cabo se vinieron a contentar con solo poder allí guardar sus vidas y libertad. (…) y no es poco de maravillar haberse aumentado en aquella tierra esta generación, siendo tan semejante en toda Guinea y andando como ellos andaban solos subjetos a su voluntad”.
Imágenes: Lucas Pezeta; samer daboul; Oliver Sjöström (Pexels)