La forma de la ciudad

Julio Echeverría
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….io penso che questa stradina da niente,
così umile, sia da difendere con lo stesso accanimento,
con la stessa buona volontà,
con lo stesso rigore,
con cui si difende l’opera d’arte di un grande autore.

Pier Paolo Pasolini (1974).

 

I

Parece cada vez más difícil percibir ‘la forma’ de la ciudad en una realidad urbana que es la de la dispersión. Parecería que ya no es posible la perspectiva, la mirada desde fuera, el acercarse desde el campo y llegar a esa demora, a ese refugio que un día significó la ciudad. Esta pérdida de forma que se reconoce ahora bajo distintas categorías, una de ellas la del conurbamiento, nos transmite la idea de una forma que se difumina en el territorio circundante, donde la idea del punto de llegada se intercambia con otra idea que es la del punto de fuga.  La ciudad fuga de sí misma, invade el territorio del campo, aquel espacio que antes se presentaba como lugar del descanso o de la aventura, del encuentro con lo no rutinario. La ciudad se aleja así de su forma, se metamorfosea en el campo. ¿Qué consecuencias trae consigo esta pérdida de forma? ¿Estamos tal vez frente a la ciudad global que se pierde en la urbanización del campo, en la ruralidad, concepto en el cual el campo también pierde su forma?  ¿Qué acontece con el paisaje del campo? Allí aparecen construcciones reproducidas en serie, el hecho urbano aparece en su desfachatez, esto es, como pérdida de facia, de cara, de identidad; la arquitectura de la ciudad parecería repetirse en formas homogéneas, intercambiables y estas ocupan el espacio de lo que antes era el paisaje del campo; la salvaje pluralidad de percepciones propia de la naturaleza es sustituida por la abstracción de la casa funcional o de la fábrica que se repite ad infinitum en el territorio. En la vida de la ciudad preindustrial las construcciones fabriles estaban en la periferia; en la ciudad postindustrial esta característica se pierde; la casa se confunde en medio de las implantaciones fabriles. La idea del metamorfosearse de la ciudad convive más con la de la pérdida de forma, que con la de la adquisición de una forma nueva y esto parecería obedecer más a un desconocimiento de las diferencias que caracterizan al habitar, a un afán de anularlas, de homogenizarlas. La pérdida de forma se lleva consigo la posibilidad del observar las diferencias entre el paisaje natural y el paisaje urbano, se pierde la aventura del transitar entre ambas dimensiones, con el riesgo de que ambas se echen a perder.

II

¿Hasta dónde esta situación puede remitirse a una caída del sentido estético de la forma? ¿Hasta dónde puede aceptarse que la forma estética cede frente a la dinámica de la acumulación, frente a la lógica del mercado, a la necesidad funcional de satisfacer la demanda de espacio que procede de la aglomeración urbanística, de su desborde? ¿Cuándo la percepción del espacio se transforma en dimensión no acotable, en ocupación que no reconoce límites, fronteras ni bordes?  Hay un momento en el cual las soluciones del pasado ya no son suficientes para contener el rebasamiento, el desborde que proviene de la aglomeración urbana, hay un momento en el cual esas formas se presentan como obstáculos que pueden ser abatibles; es el momento de realización de ese espejismo inconsciente que miraba al futuro como promesa y al pasado como anquilosamiento, como rémora de la cual convenía desprenderse; es la lógica de la urbanización que se superpone sobre la de la ciudad, es su proyección nihilista que no reconoce otro sentido que el de la pérdida de sentido, como operación performativa que requiere el ingreso al futuro. Bajo esa lógica, permanecen los íconos monumentales que configuraban el paisaje urbano, como reminiscencias del pasado sin las conexiones de sentido que antes lo posibilitaban; la idea del conurbamiento como ocupación difusa del espacio circundante, convive con la del vaciamiento de sentido de aquello que antes fue el centro, o los distintos centros ceremoniales que contenían y posibilitaban relaciones cargadas de sentido. La forma era una construcción estética porque en su operación de transfiguración de lo natural, permitía la realización de lo humano; allí las diferencias convivían, la mismidad se ponía en juego soportada por creencias y rituales dispuestos más para la contención que para el desborde.

III

La forma estética de la ciudad apela a una visión simbiótica en la relación entre el campo y la ciudad; la adaptación al territorio supone sin embargo la ruptura con la naturalidad sobre la cual se soporta; la tendencia de la urbanización transita desde una visión simbiótica hacia una visión de ruptura o de desconocimiento de esa morfología; la presunción de que es posible una forma abstracta, que se despliega sobre la morfología natural sin reconocer sus quiebres, sus ‘fallas’. La estética que proyecta es la de la solución funcional, la de la abstracción respecto de aquella urdimbre de representaciones figurativas que se superponían sobre la conexión simbiótica; la estética del modernismo hallaba inspiración en la construcción de la forma como arte que representaba el desafío que esa simbiosis prometía y escamoteaba. Una operación, la del modernismo, que veía la amenaza al desafío simbiótico operada por la exacerbación de formas que se superponían como ornamentos prescindibles; la arquitectura del Bauhaus, la provocación loosiana, lo que querían abatir era el exceso de formas ya desconectadas de la función adaptativa, la orgía de representaciones que la ocultaban; en su búsqueda de la forma se encuentran con la demanda funcionalista que supone el ingreso incontrastable al futuro y prefieren la limpieza del trazado arquitectónico, como prefiguración de la racionalidad lingüística que requiere el acceso a la complejidad urbanística que se anuncia.

La visión contemporánea se superpone a estas dos aproximaciones; reconoce la pérdida de la forma como escisión de la monumentalidad icónica con las redes de sentido que estas construcciones monumentales proyectaban; la fuerza de la secularización es incontrastable porque estaba inscrita en la misma lógica de la construcción de sentido de la cual esta termina siendo su correlato. Sin embargo, rechaza el nihilismo como pulsión inconsciente que anula la posibilidad de la construcción estética, lo recupera bajo la forma del control; el paisaje será adaptación simbiótica a la complejidad de las estructuras geológicas que configuran el territorio, su solución será suficientemente atenta al nihilismo natural en el cual dicha morfología se configura y constituye; el paisaje del campo y el paisaje urbano no pueden pensarse por fuera de la sostenibilidad ambiental y esta no puede no reconocer mapas de mareas, de vientos, migraciones de aves, de personas, campos magnéticos, etc. Esta mirada al paisaje natural es la misma que se dirigirá al paisaje urbano de la ciudad; aquí la reducción de los efectos adversos derivados de la contaminación antrópica serán particularmente pertinentes para los nuevos procesos adaptativos de la urbanización compleja.

IV

La relación de la ciudad con el paisaje natural siempre ha sido cambiante y nos remite a la idea de la relación hombre-naturaleza; solo en la contemporaneidad la relación con la naturaleza es asumida como relación con el paisaje interior de las subjetividades. En la arquitectura moderna esta visión está presente en una variedad de arreglos y soluciones; desde el Renacimiento, la naturaleza aparece sometida a un diseño racional; los jardines palaciegos, pero en general la vida del campo, aparece armoniosamente diseñada; la naturaleza es escenario para el encuentro bucólico, es espacio de realización domesticada, como lo era el ejercicio de la caza con la naturaleza salvaje. La naturaleza, que en el mundo medieval era vista como amenaza, como fuerza no controlable, en la modernidad se convierte en objeto domeñable, en material dispuesto tanto para la realización espiritual, así como reservorio de recursos a ser utilizados en función de la reproducción material. La arquitectura moderna desde Olmsted y Le Corbusier hace de esta relación un verdadero paradigma para el diseño de la ciudad futura; la naturaleza está allí para contrastar, dialogar, completar el diseño de la ciudad como maquina productiva. Dos significaciones parecerían combinarse desde entonces, la idea de la naturaleza en la ciudad bajo la figura del parque y del espacio público, y la idea de la naturaleza en su estado “salvaje”. Para Le Corbusier, “No había parques ni jardines, sino naturaleza. La máxima expresión de la sociedad industrial integraba indisolublemente dos ideas hasta entonces incompatibles: naturaleza virginal y rascacielos, haciendo de ellas la misma cosa”[1] Una respuesta que la arquitectura moderna pretende dar a la radical escisión que la ciudad moderna contiene y reproduce implicada entre las pulsiones de la aglomeración y la dispersión, entre el encuentro y la fuga. Desde entonces, no se podrá concebir a la ciudad sino como un verdadero sistema entrópico. La arquitectura moderna llega de esta manera a ontologizar la condición de la ciudad como el más complejo sistema adaptativo creado por los humanos, un verdadero logro evolutivo de la especie humana, cuya condición está aún por descifrarse y configurarse. La ciudad contemporánea parecería moverse entre estas pulsiones y regresar desde la más sofisticada tecnología a sus orígenes más rudimentarios.

V

Es en ese contexto que emerge la ‘fuerza revolucionaria que proviene del pasado’[2]. La mirada al pasado recupera la tortuosidad de las formas adaptativas, la estética que las acompaña; esas formas emergen como patrimonios/artilugios adaptativos que hoy dan pistas al mundo de la complejidad urbanística. Restos, ruinas, señales del pasado en piedras y monumentos, en senderos interrumpidos que están por todas partes; es probable que se los deba defender con la misma fuerza que se defienden las grandes construcciones icónicas monumentales. Las soluciones más discretas, los usos y los materiales más rústicos que nos develan nuestras rudimentarias aproximaciones adaptativas con la naturaleza, situaciones en las cuales parece ser que la misma naturaleza se da sus formas y no que estas la niegan o no la reconocen. La artificialidad de la forma aquí presenta todas sus cartas; los materiales pueden incluso aparecer toscos, no suficientemente refinados; un viejo camino construido en piedra que recorre la sinuosidad del territorio y que permite o permitió por años sortear sus ‘fallas’ de hecho tiene más valor que aquel que las supera negando su presencia; una obtusa forma de proceder de la innovación tecnológica es probable que los haya sacrificado y que ahora la visión hermenéutica del observador contemporáneo nuevamente los dote de valor y sentido.

La defensa del pasado anónimo, de las formas adaptativas que cumplían una función sin pretender ser sofisticadas representaciones artísticas, simples ideaciones que sortean las rudezas de la naturalidad que a veces se vuelven o se presentan como limites insuperables. La belleza de la forma monumental parecería desprenderse de esta funcionalidad adaptativa; ello se lo puede apreciar justamente en el preciosismo de la forma, en la respuesta a la rudeza de la reproducción material con la idealización de aquello que solo es posible si se lo construye como arte, más que como artilugio, o como forma en la cual la dimensión artística se desprende de su función de artilugio, o que mira la representación artística como un artilugio de salvación.

Cuando hablamos del patrimonio histórico de la ciudad nos estamos refiriendo entonces al acumulado de sentido que recoge en si un monumento del pasado, a la anonimicidad que está en la configuración del trazado de una calle, en la superposición de estilos arquitectónicos que se han ido modificando en el tiempo, adaptándose a la morfología del territorio en secuencias de larga duración; adaptación hecha de actos no planificados, de arreglos en muchos casos dictados por las adversidades naturales o por el lento desgaste de los materiales.

VI

Muchos ángulos de la ciudad esconden – develan historias de personas anónimas que recorrieron las mismas calles y miraron los mismos paisajes. Así como el paisaje natural se modifica por el devenir del tiempo, así también el paisaje urbano va cambiando y modificando la forma de la ciudad. Si observamos fotografías del pasado o los planos con los cuales la urbanística intenta dar curso a la lógica de la aglomeración, nos damos cuenta que muchas veces es otra la dirección que la ciudad ha tomado, jalonada por sus contra-tendencias, por sus contra-lógicas; por la emergencia persistente de la dispersión que acompaña a la aglomeración y al encuentro identificatorio. Es por ello que cuando miramos a la ciudad contemporánea, en realidad estamos observando muchas ciudades, a momentos superpuestas, a momentos enfrentadas; muchas veces observamos ruinas de momentos del pasado; con dificultad reconocemos la intensidad de sentido que antes transmitía un recodo, una calle, una escalinata. Por ello la mirada contemporánea a la ciudad ya no es ingenua, está cargada de complejidad; incluso aquella forma abstracta, pura idealización que se proyectaba sobre el territorio sin reconocer sus ‘fallas’, sus ‘distorsiones’, ahora aparece como recuperable, como un lenguaje estético con el cual dialogar, con el cual confrontarse; artilugio, arte y arquitectura se funden en la operación abstracta artificial de crear la forma de la ciudad.

 

 


[1] Ábalos, I., Atlas pintoresco, vol. 1, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 2005, p. 13.

[2] P. P. Passolini, La forma della cittá, https://www.youtube.com/watch?v=btJ-EoJxwr4

 

Entre el horror y la democracia, la comunidad

Ruth Gordillo R.
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“El infinito del abandono”, “la comunidad de los que no tienen comunidad”.

Blanchot. La comunidad inconfesable

 

A Georges Bataille se le atribuye un texto breve titulado La unidad en llamas. Lo copio aquí para traer a la comunidad y dejar que ella hable; lo hago porque creo que en estas palabras, se determina aquello que se ha olvidado cuando se dice “democracia”; pero, sobre todo, porque en este olvido se cierra la posibilidad de constituirla; digamos que la unidad, supuesto de la democracia, se enciende y consume en los arrebatos de la masa informe que se reúne ‒como dice P. Lacoue-Labarthe en la Conferencia El horror occidental en torno al mito fundador, el mito de la verdad, verdad anterior a “toda demostración y a todo protocolo lógico”.

El primero de los dos párrafos que componen el texto de Bataille dice:

…un sentimiento de la unidad en comunión. Es el sentimiento que experimenta un grupo humano cuando se representa a sí mismo como una fuerza intacta y completa; surge y se exalta en las fiestas y en las asambleas: un profundo deseo de cohesión la eleva entonces sobre las oposiciones, los aislamientos, las rivalidades de la vida diaria y profana.

¿Cuál es la fuerza que propicia la unidad y dirige a los grupos humanos a la comunión? Para Bataille es el principio de la insuficiencia que determina a cada uno; principio que, en La comunidad inconfesable, Blanchot, define en la “impugnación” del yo, resultado de la exposición al otro. El acto desesperado y casi suicida que destina a cada uno en dirección de los otros, lleva consigo el deseo de comunidad; pero, ¿es posible elevarse sobre las pulsiones narcisistas que constituyen nuestros parajes íntimos y secretos? Parece que no, o que, al menos, cuando se consuma la reunión, en la fiesta o en la asamblea, solo se logra una suerte de simulación que da lugar al aparecimiento del “nosotros”, portadores de la verdad que se manifiesta en la unidad. “Nosotros”, los que hablamos la misma lengua, pensamos igual, decidimos en un solo sentido, adoramos al único dios, sabemos hacer, en fin, “nosotros”, verdad hecha carne, erigidos sobre los hombros de una masa ahora uniforme. De esta manera queda dispuesta una escena donde la voluntad del grupo legitimará todo acto y, donde los personajes surgen de cuerpos fantasmagóricos fundidos en el miedo al otro, miedo que termina por destruir la posibilidad de la comunidad.

¿Por qué esto es una simulación? ¿Qué es lo que se decanta de la cohesión del grupo? Sade da cuenta de todo ello, muestra cómo los lazos ‒que son el subjectum del tejido de cuerpos que constituye la masa uniforme‒, se tensionan entre las pulsiones que desbordan el deseo de cohesión y los límites definidos por ese mismo deseo; entonces la violación, la transgresión, el goce en el dolor del otro, hacen posible que el narcisismo reclame su lugar y aproveche la cercanía del otro para asegurarse y persistir. Hemos quedado en medio de una paradoja; lo que nos une destruye nuestra corporeidad y espiritualidad; el resultado, dirá Pierre Klossowski, ‒en uno de sus textos de la revista Acéphale‒ es un monstruo que comete “asesinatos orgiásticos”,  paroxismo de la masa cuya felicidad no consiste en el disfrute sino en la destrucción de los objetos [los otros] “destruyendo su presencia real”. La incapacidad de producir una comunión que consolide la felicidad como goce, sin la destrucción del otro, es el horror.

En este punto una pregunta se impone: ¿es posible la comunidad? La respuesta es no si la condición de la comunidad es el obrar juntos ‒ “nosotros obramos” en este o en este otro ámbito; sin embargo, como hemos visto, lo que se construye desde el “nosotros”, lleva consigo la fuerza de la pulsión que se manifiesta en la violencia contra el otro. El asunto, por tanto, debe llevarse a otra escena, esta vez definida en la deconstrucción del “nosotros” y en lo que ella efectúa, es decir, en el des-obrar. Blanchot reconoce en Bataille una transmutación de los medios y de los fines que se juegan en el deseo de cohesión; la comunidad se consigna a la muerte del prójimo y, en ese gesto, des-obra, se constituye en comunidad de seres mortales en tanto “asume la imposibilidad de su propia inmanencia, la imposibilidad de un ser comunitario como sujeto”. La deconstrucción se cumple en la medida de la desustancialización de este sujeto y de la ley que se funda para sostener la cohesión del grupo.

El segundo párrafo de La unidad en llamas se escucha así:

En el momento en que la muchedumbre se dirige hacia el lugar en donde se la reúne con el ruido inmenso de la marea ‒ “con un ruido de reino” ‒, se oyen por encima de ella voces resquebrajadas; no son los discursos que escucha los que la convierten en un milagro y lo que la hacen llorar secretamente, sino su propia espera. Porque no exige solamente pan, porque su avidez humana es tan clara, tan ilimitada, tan terrible como la de las llamas ‒exigiendo antes que nada que ella SURJA, que ella sea.

La clave de este segundo párrafo está en “antes que nada”. Aun cuando Bataille escribe con mayúsculas SURJA, nade dice del deseo de la muchedumbre si no se entiende qué deber ser “antes que nada”. El tiempo del surgimiento, ¿no es acaso chronos? La escena que se distribuye en él ¿no es la de la mímesis, de la re-presentación, de la simulación? Si es así, la espera ‒solo en tanto des-obrar‒, escande el tiempo y provoca la abertura por la que las llamas se alzan para reducir a cenizas “el apogeo de la civilización en crisis”, civilización que poco a poco desplaza el deseo de cohesión por el desarrollo de dispositivos de coerción sostenidos en la estructura de la democracia; la escritura de Bataille asesta un golpe final [que hace rodar la cabeza]: “Al sentimiento fuerte y doloroso de la unidad comunitaria sucede la conciencia de ser engañados por la impudicia administrativa, por los agentes policiales y de los cuarteles; también por los despliegues de suficiencia y estupidez individuales que son aterradores”; este es el rostro y la figura del horror que procura la historia de los estados democráticos; figura de horror por su pobreza, por la banalización de la finitud, por la precarización de las condiciones materiales de la existencia de los seres humanos y por la destrucción de la naturaleza que ya no resiste otra conquista.

Finalmente, ¿qué dice la muchedumbre en la espera? Veamos. “Que ella sea”, como en el acto creador de la voluntad divina, voluntad que ahora reside en el deseo de la comunidad, deseo de fundar un reino arrebatado a los dioses por la escritura de Bataille cuando decreta el des-orden de La conjuración sagrada, origen del Acéphale: “SOMOS FEROZMENTE RELIGIOSOS”, dice, y llama a la guerra. ‒ ¿Contra quién? El eco de la pregunta se suma al ruido de reino; por un momento formo parte de los que esperan y, podría decirse, que el lugar en el que aguanta la pregunta es la democracia; ella ofrece la seguridad de una ley que iguala y hermana; en la simpleza de su ofrecimiento reside la condición de posibilidad de la comunidad, es decir, de su propia posibilidad porque, la voluntad de comunidad es la condición de la democracia. En la paz que promete, cada uno guarda silencio, se inmoviliza, sostiene la mano del otro sin mirarlo, sin saber quién es; y, en ese instante, justo cuando “nosotros” nos disponemos a dormir y a soñar felices, la muerte reclama el reino y se presenta como única condición: “trascendencia finita”, dice Lacoue-Labarthe. De esta manera una transcendencia otra irrumpe en la inmanencia y en la sustancialidad del mundo y de la comunidad, es kairós, el acontecimiento por excelencia que Blanchot restituye en la comunidad de los amantes. Esta comunidad se constituye en todas las formas de relación hasta ahora negadas en el reino de la democracia; lo hace en la literatura, en la declaración de impotencia del pueblo, en la utopía, en la soledad de los sin comunidad, en el vacío de las piernas abiertas de Madame Edwarda, en el amor compartido de Tristán e Isolda, en fin, en la des-obra.

 

Imágenes
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Contingencia y comunidad

Alejandro Gordillo
@AlejoMilmachets

 

En una entrevista a Jacques Derrida de 1994, este define a la democracia como una promesa; es decir, se trata de una forma abierta, la imposibilidad de su definición absoluta radica en que el cumplimiento de dicha promesa implicaría su cancelación. La democracia, por tanto, no puede fijarse en el presente ni «ser sometida a cálculo, ni ser objeto de un juicio del saber que lo determine». Esta suerte de aplazamiento constante es una de sus características más esenciales y, a pesar de la dificultad de determinarla concretamente, cabe analizar cuál es la naturaleza de lo que se promete y de dónde proviene dicha promesa.

La democracia presupone una cierta idea de comunidad, del ser compartido de las personas que deviene en su conjunto y a quien va dirigida la promesa.

En el cristianismo, una de las condiciones fundamentales para la constitución de la iglesia (en el sentido de comunidad) es, en primer lugar, la caída: Dios se hace hombre; y, en segundo término ⎯como corolario de esta encarnación y su consecuente carácter de vulnerabilidad en tanto cuerpo⎯ su muerte y resurrección.

La herida de lanza en el costado de Cristo es la huella del mundo que permanece aún en su forma resurrecta (en el Evangelio de Juan se relata como Jesús le pide a Tomás que toque su costado para convencerlo de su resurrección). Esta herida se convierte en el lugar de tránsito entre lo divino y lo terrenal: apertura hacia el mundo y, al mismo tiempo, la posibilidad de que el mundo se comunique con Él. A partir de entonces, la vida después de la muerte es la promesa definitiva para el cristiano.

La exposición de nuestros propios cuerpos al interior de la comunidad, esta herida que Judith Butler menciona en Vida precaria, determina nuestra apertura radical hacia los otros en tanto seres vulnerables pero, también, como lugar de contacto: «La herida ayuda a entender que hay otros afuera de quienes depende mi vida, gente que no conozco y que tal vez nunca conozca».

La estructura del cuerpo como posibilidad de partida para la constitución de la comunidad se repite: «…cada uno de nosotros se construye políticamente en virtud de la vulnerabilidad social de nuestros cuerpos ⎯como lugar de deseo y de vulnerabilidad física, como lugar público de afirmación y de exposición⎯». De esta forma, lo precario se revela como elemento esencial de nuestro ser en comunidad; un ser lábil e inconstante que se halla cercado por lo que está detrás de sí y lo que vendrá; un ser para o hacia otros inmerso en la multiplicidad.

El fascismo, por su lado, funciona bajo la estructura de una sociedad monocéfala (en términos de Bataille) que propende a la organización cerrada, a la integración en sí de todos los elementos de dicha sociedad y de los individuos; busca neutralizar la naturaleza de desintegración y regeneración natural del ser.

En este sentido, Bataille ⎯siguiendo a Nietzsche⎯  sitúa a la democracia como un estado intermedio en el que, ya sea que provenga del fascismo o de la negación absoluta (la revolución), busca equilibrar ambas fuerzas: aquella que tiende a divinizar en tanto sitúa a la vida más allá de sí misma o aquella que busca su total desintegración. La comunidad surge, por tanto, en medio de ambos extremos como tensión más que conciliación; de ahí su carácter precario y siempre transitorio (policéfalo), el peligro permanente de caer hacia cualquiera de los dos polos. «La única sociedad repleta de vida y de fuerza, la única sociedad libre, es la sociedad bi o policéfala, que ofrece a los antagonismos fundamentales de la vida una salida explosiva constante, pero limitada a las formas más ricas».

Esta idea de precariedad se aplica a distintos niveles al interior de la democracia. No solo es condición previa de todos los sujetos, sino que es susceptible de ser agravada por el poder en tanto éste excluye a ciertos individuos (por varias razones) de este “paraguas” democrático. Esto nos recuerda a la idea de Benjamin de que el verdadero estado de excepción ocurre ya ahora y que nos hallamos inmersos en él.

Butler reafirma la idea de Bajtín para quien la vida solo puede ser entendida de forma dialógica: «En este diálogo, el hombre completo toma parte con toda su vida: con sus ojos, labios, manos, alma, espíritu, el cuerpo entero, los actos». Este carácter dinámico torna prácticamente imposible cualquier intento de definir no solo a la democracia sino también a quienes la conforman.  La literatura, entonces, revive la estructura acéfala de la existencia, pone en juego las distintas fuerzas que la gobiernan y les permite una salida en cualquier dirección hasta sus últimas consecuencias.

De vuelta del carácter dialógico de la literatura, cabe también resaltar la necesidad de leer el pasado, la historia, como un texto, como el diálogo de las tensiones del ser trasladadas a la dimensión política o el diálogo entre la promesa y los que la reciben.

¿Qué ocurre cuando las promesas han sido sucesivamente rotas, fallidas o directamente traicionadas? Quienes sufren tal realidad se hallan no solo en estado de precariedad, las sucesivas dinámicas de promesa y traición (con la estructura transaccional del voto de por medio) introducen al colectivo en un estado de indefensión aprendida como la definió el psicólogo estadounidense Martin Seligman. La conciencia de que mis actos no producen ningún resultado, de que mis decisiones no me otorgan ningún control sobre lo que ocurre y, es más, no ayudan a salir del trauma (el estado de excepción) nos sume en la pasividad.

Parecería ser que el estado natural de la comunidad que sobrevive en las condiciones antes mencionadas es el de la melancolía, entendida esta como el olvido de la imagen de lo perdido, la huella de la pérdida del otro que no comparece ante la conciencia. El individuo contemporáneo que es presa de la indefensión aprendida cae irremediablemente en la depresión; la ausencia de control de nuestras vidas a pesar de la facilidad de satisfacción de los distintos placeres subraya la falta de un horizonte ético hacia uno mismo y hacia los demás.

Si nos proponemos ir más lejos, cabe imaginar que ya ni siquiera elegimos. El marketing político se propone moldear de antemano nuestras expectativas, enseñarnos a desear, y calcula de esta manera aquello que se debe prometer para conseguir un resultado. Se trataría, entonces, de reemplazar a la promesa por algo similar al placebo, algo que deviene en cálculo o que responde a la hiperexigencia que nuestra época impone a todos del diseño de nuestro ser. La promesa también pasa a ser diseñada de acuerdo a lo que el marketing alcanza a vaticinar. No es extraño que en el mundo virtual sean los algoritmos los que leen nuestra actividad para ser capaces de predecir nuestro comportamiento.

La posibilidad de transformación, según Derrida en la entrevista arriba mencionada, sería “golpear” la realidad, el devenir de un acontecimiento que transforme las coordenadas del presente y, de acuerdo al modelo mesiánico de Benjamin, resignifique el pasado (los golpes y las promesas fallidos). La comunidad solo es viable en la medida en que se abandona a su desintegración transformadora.

 

 

Imagen: Arnaud Jaegers / Unsplash