Actos de fe

Emilio López y Aquiles Jarrín

 

La fe, en su definición más básica, se reduce a un conjunto de creencias, a la confianza y a la seguridad en algo. Sin embargo, cuando mencionamos o escuchamos la palabra fe, surge una fuerte vibración que nos lleva a sospechar que este elemento tan propio de lo humano no se reduce a tan simples definiciones.

La fe mueve montañas, es una metáfora muy valiosa para abordar un elemento que resulta imprescindible en toda situación en la que esta parece operar: el movimiento. Vincular la fe al movimiento nos posibilita despegarla de su relación a lo racional o religioso, para hacerle un lugar en el mismo cuerpo (máquina de movimiento).

La fe rescatada del territorio de las creencias, hace carne en la acción, en la potencia que tienen las ideas cuando hacen cuerpo; ya decía Spinoza, uno no sabe de lo que el cuerpo es capaz. Así la fe está bastante más alejada de grandes ideales y parece operar en una cotidianidad tan frecuente como dormir para querer despertar. La fe lejana a cualquier institución es potencia vital que se conforma por un conjunto ilimitado de actos de donde se destila lo humano. Impulso vital bergsoniano, donde el movimiento define nuestros devenires. Desde la infancia aprendemos a confiar en una serie de constructos que definen nuestra relación con el espacio, con el otro. Confianza que nace de la experiencia. Fronteras, límites, topografías que se van definiendo y redefiniendo en nuestro andar y desandar diario. En la experiencia del día a día creemos/creamos, nos movemos desde la intuición: “la intuición, adherida a una duración, que es desarrollo progresivo (crecimiento), percibe una continuidad ininterrumpida de imprevisible novedad; ella ve, sabe que el espíritu saca de sí mismo más de lo que tiene, que la espiritualidad consiste en esto mismo, y que la realidad, impregnada de espíritu, es creación” (Bergson).

 

Acto 1°

Lunes: El sol avanza lentamente por la alfombra en su cotidiano y repetido intento de tomarse cada mañana la habitación. Antes de que se bañen de ocre las pantuflas, siento una mano tibia en la espalda y esa voz todavía en proceso de recomposición que dice te amo. Respondo “Yo a ti”.

La declaración de un sentimiento profundo y su respuesta afirmativa produce varias operaciones. Por un lado, se manifiesta una convención social donde las palabras son portadoras de sentidos absolutos. Una arbitrariedad que parece haber posicionado el lenguaje desde el sentido común. Las palabras están tan valoradas en nuestro sistema de comunicación que nos permiten hacer articulaciones lingüísticas expresando la complejidad de nuestros sentimientos. En el te amo, se reduce a dos palabras un conjunto muy amplio de acontecimientos. Significantes que implican la existencia de un compromiso emocional altísimo, es el sonido que define que ese otro está en una alta disposición de nuestro deseo. Los actos y vivencias compartidas para la construcción de esa expresión amorosa ya no existen en el momento en que las palabras parecen ser garantía de que todo está presente.

Martes: El sol avanza lentamente por la alfombra en su cotidiano y repetido intento de tomarse cada mañana la habitación. Antes de que se bañen de ocre las pantuflas, siento una mano fría en la espalda y esa voz todavía en proceso de recomposición que grita te odio. No respondo nada.

 

Acto 2°

Jueves 7 PM. Me llama un amigo y surge un plan, que no había programado. Vamos a un concierto. No identifico el lugar. Se fija el encuentro en el restaurante X. Busco en mi celular qué sitio es. ¿Hay algún evento? ¿Voy en auto, Cabify? ¿Cuál es la ruta más eficiente? Obtengo respuestas: 15 minutos de llegada, 2 minutos menos de tráfico por la ruta B, $2,50 la carrera. Calculo mi hora de llegada. Vuelvo a chequear mi teléfono y la cita es las 9:30. Veo rápidamente la lista de invitados, casi no conozco a nadie. No quiero llegar y estar solo. Calculo llegar 9:45 para evitar la soledad antes de que llegue mi cita a las 10. Vuelvo a revisar la ruta de tráfico: 9:38. 10 minutos más de lo acordado. Respiro aliviado.

El universo de información en el ciberespacio es infinito; sin embargo, la tecnología asigna las posibilidades de una noche a algo reducido. Predicciones desde el celular a partir de información que no se puede entender y que está almacenada en alguna parte. Bits infinitos circulando a la velocidad de la luz por el aire, ondas imperceptibles captadas por dispositivos receptores que nos dirigen. Nos encontramos frente a un nuevo sistema de creencias que se articula desde la tecnología.

La tecnología como una nueva semántica del deseo, administra y codifica los flujos, reordenando cuerpos y sentidos. La tecnología –en su intento de territorializar– ofrece cierta esperanza y alivia la ansiedad de creer en lo inmediato, pero al mismo tiempo ofrece agujeros para otras vivencias posibles, se abren líneas de fuga para lo inédito, lo singular, lo propio y lo desconocido. Aparecen las fallas, las fracturas y los hackers, que nos recuerdan que en los accidentes se producen las ganas para accionar, creer y crear.

 

Acto 3°

Domingo 10:00 AM, 18 grados, parcialmente nublado. Un saco liviano, zapatos deportivos y el jean del día anterior.

Hace algún tiempo que la manera de estar en el mundo está anclada a un conjunto de dispositivos de los cuales dependen casi la totalidad de áreas de nuestra existencia, pitonisas que se esconden tras pantallas y sonidos. Incuestionables, hacen que el aspecto más duro de la ciencia, ese santo positivismo, regule las más nimias decisiones. Pronósticos del clima, latidos del corazón, temperatura corporal, likes y eventos programados, ordenan los sentidos y los deseos a partir de un sinnúmero de aplicaciones descargables y en constante desactualización y actualización.

En menos de un km de recorrido por el parque, he sido informado del estado amoroso de diez personas, de sus últimas cinco adquisiciones, los lugares que visitaron, el nuevo video de mi artista favorito, el restaurante que debería ir a probar, los anteojos de moda y la poca acogida que tuvo la foto que posteé.

Lo más complejo en estos escenarios no es el heterogéneo bombardeo de micro alienaciones por los que la subjetividad es atravesada y producida, sino, aquella hipnótica articulación de elementos que comprimen todo a una superficie por la que se deslizan los sentidos. Se produce una especie de aplastamiento de la realidad, donde todo acontecimiento que está fuera de ese algoritmo endogámico por el que circula la vida, parece no existir.

Domingo 3:00 pm, 13 grados, lluvioso. Saco liviano sobre la cabeza, zapatos empapados, piernas tiritando.

Identificamos dos tipos de flujos articulados a la fe: las acciones en la cotidianidad remitidas al cuerpo, y nuestra relación a la tecnología como la principal organizadora de sentidos en la actualidad. Esta última formando parte de un sistema de creencias con desplazamientos históricos. Cuerpo y coordenadas hacen nodo en el eje principal de este texto, el movimiento, que en términos deleuzianos podríamos también llamar devenir. Un conjunto de intensidades que ocupan el cuerpo y que se expresan en una pragmática.

La fe como devenir se aleja de una idea de un futuro y una recompensa, para reconectar con procesos de accionar en el presente. Si hay algo divino en la fe es su maquinaria de acción, ‘una metafísica de la vida, una filosofía más intuitiva nos demanda una participación en espíritu al acto que la hace, ahí va en dirección de lo divino’(Bergson).

 

Imágenes: Andrew Leu (Unsplash); Adrianna Calvo (Pexels); Donald Tong (Pexels)

El poema: religión, fe, perplejidad

Iván Carvajal

 

“Es probable que todo gran poeta tenga algo de religioso”, escribe Ramón Xirau. Esta afirmación aparece en su ensayo destinado a Carlos Pellicer, quien a su juicio sería “el único poeta de nuestra lengua que llega a unir poesía moderna, vanguardismo y catolicismo”. Esta declaración de Xirau ― filósofo preocupado por lo sagrado y poeta religioso ― se destaca en el contexto de una obra crítica que examina la poesía de Juan Ramón Jiménez, Huidobro, Vallejo, Gorostiza, Cernuda o Lezama Lima, entre otros poetas de lengua española del siglo pasado. Xirau es consciente, desde luego, de las “influencias” de la religión católica en la poesía española e hispanoamericana. Símbolos, narraciones bíblicas o referencias a aspectos cultuales aparecen a menudo en poetas cuya religiosidad sin embargo es indecidible, si es que nos atenemos a los textos. El nombre de Cristo puede insertarse en el poema, y con ello se establece una obvia referencia al Hijo del Hombre o a la figura del Hijo de la Trinidad en la doctrina cristiana, mas no por ello el poema expresaría a un hablante católico, o aun cristiano, sino que del texto aflora un proceso metafórico que liga lo dicho en él con la figura religiosa. El crítico hispano-mexicano percibe en los poemas de Vallejo una continua referencia al cristianismo, a Cristo, a la religiosidad popular. Siguiendo esta línea de análisis, diríamos que en Boletín y elegía de las mitas el poeta se remite a la Pasión de Cristo para exponer, mediante la analogía, la pasión del pueblo indígena, víctima de la opresión y la violencia del colonizador español y de su aliado, el mestizo, así como la expectativa de redención. No por ello se puede afirmar que Dávila Andrade sea un poeta cristiano, aunque sí se puede concluir que el poema tiene un indudable contenido religioso y, como en el caso de múltiples poemas de Vallejo, como bien ha advertido Xirau, un tejido de referencias a la Biblia y a la religiosidad popular. Más aún, en el caso del Boletín se invoca a una divinidad indígena, Pachacámac, en versos que crean una imagen que trastoca la figura del Dios cristiano, pese a que esos versos posean una similitud estructural con los salmos o las plegarias bíblicas: “¡Oh, Pachacámac, Señor del Universo! / Tú que no eres hembra ni varón. / Tú que eres Todo y eres Nada, / Óyeme, escúchame. / Como el venado herido por la sed / te busco y sólo a Ti te adoro.” ¿Se podría considerar que el dios nombrado “Pachacámac” es la misma persona divina llamada Yahvé, o una de las tres personas de la Trinidad del cristianismo? “Tú que eres Todo y eres Nada”: no, no solo es un nombre distinto, es una divinidad diferente.

“Es probable que todo gran poeta tenga algo de religioso”… La frase es equívoca; no dice que todo gran poema, sino que todo gran poeta es religioso. La equivocidad puede surgir de considerar los poemas como expresión de la subjetividad del poeta, una subjetividad finalmente unitaria y autoconsciente. Ello nos arroja a uno de los grandes temas del pensamiento contemporáneo que, traído a colación en lo que aquí interesa, pondría en cuestión al Yo que habla en el poema. Es obvio que los poemas son “obras” de poetas llamados Vallejo, o Gorostiza, o Paz, o Dávila Andrade, quien sea, con su genialidad o sus talentos. Pero, ¿qué es la “obra”? ¿Cómo vienen las palabras al poema? Este no es algo que esté en la mente del poeta y luego se plasme sobre el papel. Lo que tiene el lector ―o el oyente, el “público”― ante sí es el poema, que ha adquirido autonomía de su autor. En el poema “habla” un Yo ya emancipado del autor, cuya supervivencia fantasmal proviene del texto. ¿Cuál era la religión de Vallejo? Es indecidible, y además, no importa para nada… Pero los poemas de Vallejo tienen un indudable sentido religioso.

 

 

Que haya “pocos poetas católicos en lengua castellana” es una constatación en la que vale la pena detenerse. ¿Cómo es posible que en un contexto cultural impregnado de catolicismo haya tan pocos poetas católicos? A más de Pellicer, Xirau apenas puede nombrar a López Velarde, Valle-Inclán y Bernárdez. Más allá del castellano, a Péguy, Claudel y Eliot, este último propiamente anglicano… ¿Por qué hay tan pocos poetas católicos? Es evidente que la pregunta tiene que colocarse en el contexto histórico-cultural de la época moderna. Ningún poeta hispanoamericano, desde Martí o Darío en adelante, puede ignorar las consecuencias del romanticismo y de su crítica, la cual provocó la revolución poética que tuvo lugar a partir de Baudelaire, Rimbaud, Lautréamont o Mallarmé. Esta revolución, que modificó radicalmente la posición de la poesía en el mundo, estuvo en consonancia con las profundas transformaciones culturales, en los dominios de las ciencias, las filosofías, los sistemas de creencias, la revolución industrial y el crecimiento urbano. Después de Nietzsche, Marx, Darwin, o Freud, después de Einstein, en las grandes ciudades, tenían que suceder significativas conmociones religiosas, cambios en el ámbito de lo simbólico, trasmutación de los valores, de las formas de la vida cotidiana. Por consiguiente, en el lenguaje poético, no solo los motivos de los poemas adquirían nuevas fisonomías, sino que surgían formas expresivas ― renovación formal de las estrofas, de los versos, variaciones lexicales, incorporación de vocablos que habían sido excluidos del lenguaje poético, neologismos, innovaciones tipográficas, inclusión de ideogramas… En el plano del contenido, igualmente tenían que modificarse sustancialmente las metáforas, los símbolos, las imágenes, lo que podríamos llamar “ideas poéticas”, a fin de que correspondiesen a las nuevas concepciones del mundo, incluidas las religiosas.

¿En qué sentido, en este horizonte, podían los poemas tener “algo de religioso”? Para comenzar, ¿qué significado adquiere el vocablo “religioso” que pueda articularse con lo poético? En el término están contenidos varios planos de significación: las creencias en lo divino, en los dioses o Dios; los mitos en torno a lo divino y lo demoníaco, los dogmas que se establecen en torno a la divinidad; los rituales, sacrificios, plegarias que forman parte del culto; las normas morales que se aceptan como provenientes de la divinidad; sentimientos, símbolos, imágenes. El bien y el mal… La religión implica además la existencia de grupos humanos, de comunidades que comparten esas creencias y rituales; más aún, son estos los que fundamentan los vínculos colectivos. El término “religión” implica por una parte la afirmación del vínculo de los creyentes con la divinidad, y por otra, el vínculo comunitario. Esta doble re-atadura, de los creyentes con lo divino o lo sagrado, y de la comunidad, es en efecto componente de buena parte de los “grandes poemas” que nos llegan del pasado, del Gilgamesh en adelante, los poemas bíblicos, los de Homero o Hesíodo, las grandes tragedias griegas… La Comedia de Dante es, en cierta medida, un poema teológico. Podemos decir que los dioses ―incluido Yahveh, incluida la Trinidad que es un solo Dios― son figuras o imágenes poéticas creadas en los poemas. Las mitologías son narraciones poéticas. Los dioses y demonios de comunidades más antiguas, divinidades de las que no nos quedan huellas, seguramente habrán surgido de poemas semejantes.

A más de este primer sentido de lo religioso que caracteriza a buena parte del inmenso acervo de poemas que se conservan en la gigantesca biblioteca contemporánea, es decir, de poemas que crean divinidades ―y los demonios consiguientes― está un segundo sentido del vocablo, que remite al vínculo entre los poemas y otras formas culturales. Nos hemos referido a ello a propósito de Vallejo y Dávila Andrade. Hay aún un tercer significado de lo religioso, especialmente importante para la poesía moderna de Occidente, que arranca del Renacimiento y sobre todo de la Reforma protestante: hay poemas que expresan la búsqueda de Dios por el poeta. El poema describe los caminos que recorre el alma del místico ―santa Teresa o san Juan de la Cruz― o entraña una meditación sobre el vínculo entre el hombre o el alma con Dios o Cristo ―”El Cristo de Velásquez” de Unamuno o Dador de Lezama.

 

A primera vista, se podrían establecer varias vertientes de esta faceta religiosa en los poemas de la época moderna, siguiendo el haz de significados asociados al término “religión”. Quisiera destacar dos de ellas, que forman parte  de la poesía hispanoamericana del siglo pasado. Una proviene de un poderoso poeta del siglo XIX, Walt Whitman.Es la vertiente panteísta de la religiosidad poética. Canto a mí mismo, por no decir la totalidad de Hojas de hierba, es un canto que reúne en el Yo la totalidad del cosmos, lo sagrado y lo profano, Dios y los trabajadores de los puertos o los campos, lo divino y lo diabólico, los santos y los pecadores, las mujeres y los hombres, los amantes ―heterosexuales y homosexuales; blancos, negros, pieles rojas; el sol, los astros, las praderas, los lagos, los animales, los insectos… Un canto que recobra el pasado, el ahora y sus infinitas posibilidades que se abren al progreso incesante. “Walt Whitman, un cosmos, el hijo de Manhattan, / Turbulento, carnal, sensual, comedor, bebedor y procreador, / Ni sentimental, ni erguido por encima de los hombres y mujeres, ni alejado de ellos, / Ni modesto ni inmodesto.” Canto de Walt y de la Masa: “¡Desenvolvimiento inacabable de las palabras de todas las épocas, / Y mi palabra, una palabra moderna, la palabra En Masa! // Palabra de la fe que nunca engaña, / Hoy o después es para mí lo mismo, acepto el Tiempo de una manera absoluta. / (…) / Acepto la Realidad y no oso ponerla en duda, / Lo material la penetra de principio a fin.” Whitman proviene de una tradición protestante, es cierto, y gracias a ello el lenguaje de los grandes poemas bíblicos resuena en los suyos. Tiene como antecesores a Shakespeare, a Milton, a los románticos ingleses, a Jefferson, y como contemporáneos a Lincoln y Emerson. Estados Unidos es entonces una nación joven, poderosa, en expansión. Una nación que pasa por una guerra civil en la que el poeta toma partido ―como ciudadano y como poeta― por la causa democrática. En lo que aquí interesa, su canto se refiere en efecto a la totalidad de la Realidad: el poema es testimonio de la fe en ella, y de la fe en las palabras que nombran las cosas, que las colocan en su evidencia, fe en el lenguaje que proviene de la Masa, de la comunidad de hablantes. La palabra poética consagra la Realidad, el cosmos, la humanidad, la democracia. Sin duda hay un aliento panteísta en Whitman. Lo divino emana de cada ser, es decir, de lo finito, de la vida y la muerte; se trasluce en las metamorfosis de los seres y del canto, tiende constantemente a la totalidad, y a la vez es movimiento, devenir infinito. Considero que pueden inscribirse en esta vertiente de religiosidad panteísta Alturas de Machu Picchu de Neruda, el conjunto de la obra poética de Vallejo, seguramente Altazor de Huidobro, o, a pesar de las diferencias formales ―pues el poeta ecuatoriano no adoptó ni el verso libre ni el versículo―, Las armas de la luz de Carrera Andrade.

La otra vertiente es más bien introspectiva. El poema es una flecha en búsqueda de blanco, de sentido. También en este caso está en juego la fe en la palabra, en su posibilidad de alcanzar el absoluto. Mas el absoluto es inalcanzable. Si el panteísmo anhela sacralizar todo lo existente ―lo cual puede interpretarse también como profanación, pues si todo es santo,nada lo es― la religiosidad del poema en que el Yo se dirige en soledad al absoluto se emparienta más bien con la teología negativa, con la mística: el poema tiende a despojarse de la referencia al devenir del mundo para concentrarse en el salto hacia lo divino…

“Luego ― como habrá hablado según lo absoluto ― que niega la inmortalidad, lo absoluto existirá fuera ― luna, encima del tiempo: y el levantará las cortinas frente a él.” Mallarmé advierte que el absoluto es la Nada, lo que obliga a Igitur a volverse hacia la luna, hacia el devenir ―el tiempo―. Como Igitur, el poeta tiene que descorrer las cortinas para abrirse al ser. Heidegger, por su parte, en uno de sus ensayos sobre Hölderlin, anota: “Poesía es auténtica fundación del ser. (…) La medida no reside en lo desmesurado. Nunca hallamos el fundamento en el abismo. Pero puesto que el ser y la esencia de las cosas nunca se pueden alcanzar y derivar a partir de lo existente, deben ser creados, establecidos y otorgados libremente. Tal libre donación es fundación.”

Los poemas de nuestra época vibran, entonces, entre el panteísmo ―portador de cierto optimismo o también de una afirmación de la vida sin más―, y el nihilismo ―en el que resuenan tanto el anhelo de Dios, quizás de un nuevo dios que salve lo que pueda salvarse del hombre, a veces cierto pesimismo, a veces un anarquismo ontológico…

El poeta de nuestro tiempo, en “libertad bajo palabra”, se debate entre la fe que deposita en el lenguaje para fundar mundo ―para dotarlo de sentido y para dar sentido a la existencia―, y la incertidumbre, el desconcierto, la perplejidad, el silencio.

 

 

 

La fe, o cómo atrapar las señales de lo efímero

Julio Echeverría [email protected]

 

I

La fe pertenece a la dimensión de los actos y de las creencias y está relacionada con el comportamiento religioso.

  En Las formas elementales de la vida religiosa, Durkheim define el carácter del comportamiento religioso como un acto gracias al cual se produce la humanidad del humano, un mundo que está atravesado por una diferenciación radical entre lo sagrado y lo profano. Se trata de una diferenciación que aparece en el momento mismo en el cual se constituye esa substancia particular que diferencia al humano del animal: su capacidad de representar el mundo. Lo sagrado y profano emergen como una diferenciación que coexiste y se retroalimenta, una oposición que no pretende ser superada dialécticamente; la vida del humano consistirá en el tránsito permanente desde el mundo profano al sagrado y viceversa; una dimensión estructural que podría ser caracterizada como una permanente tensión entre las dimensiones de la finitud y de la infinitud del mundo. Aquí se aloja la idea del bien y del mal, de la salvación y del pecado. La fe se asocia a la posibilidad de acceder a lo sagrado, y a la idea de la depuración que abandona el mal que acompaña al mundo y que pertenece al campo de lo finito, de la concreción, de la materialidad expuesta al devenir. La fe está inscrita en esa posibilidad; confía en que aquello es posible, pero fracasa en su intento, o a lo mucho prueba por instantes la posibilidad de encontrarlo; su fracaso indica el regreso a lo profano donde se regodea en la satisfacción de la diferencia, donde prueba también la desazón de la existencia; en la forma elemental de la vida religiosa, este estado es el de la individualidad, que al afirmarse niega la posibilidad del otro; el otro solo aparece en la más intensa comunión, en el más intenso contacto, en la efervescencia de la fiesta. Pero la fiesta es simple posibilidad de acceso a lo sagrado, la fiesta es el ritual, el camino de acceso al cual se acude con la fe de alcanzar lo sagrado.  

II

La fe contra la nada que resulta de la innovación nihilista que descompone toda espera.

  La fe ‘nadifica la nada’ en cuanto accede a la destrucción de lo finito, que es aquello de lo que está compuesto el mundo, mediante la negación que acontece en el ritual. Ese infinito es la nada que ha sido ‘nadificada’; es el lugar de la “plenitud de la infinitud”, que asume la característica de la indiferenciación. Esta característica es anulada cuando aparece el pensamiento intelectualista que es aquel que vive de la diferenciación, es también el mundo de la personificación; allí se pierde la plenitud de la infinitud que es lo divino, y se genera el mundo finito de lo humano; la dimensión de lo divino como plenitud de lo infinito es, según la formulación de Scholem el gran teólogo judío, el de la no personificación o de la impersonificación. Es extraña y paradójica esta derivación: lo finito deriva de la infinitud que es asociable a lo divino, a aquello que no tiene explicación racional, sino que simplemente esta allí dispuesto a ser contemplado, aquello a lo que se debe ‘acceder’. Sin embargo, su disposición es refractaria, “nunca está allí, donde uno estaría inclinado a buscarla”. Es el lugar del cual procede lo finito como personificación, es el mundo de la creación, que deriva de la voluntad divina. Desde entonces el humano esta condenado a la fe, a creer que es posible detener la disolución en la nada que es finitud, y que obedece al devenir del mundo, para acceder a esa nada que es plenitud de la infinitud. Fe que solamente puede per-durar, tener una duración en la dimensión de lo efímero; es el momento de lo efímero, de la re-velación, de aquello que aparece y se esconde, aquello que no es aferrable, que emerge en el momento que pasa, aquello que es anulado, que no dura; es allí donde se juega la fe, es ese momento el objeto que la hace vivir, es el hálito que mantiene vivo al creyente, perdido en la estructura del tiempo que anula toda espera. La fe exige retroalimentación, para lo cual acude al ritual y a su rígida convencionalidad; el ritual está para renovar ese estado de espera, de contención en la posibilidad de acceso, que conjuga inmanencia y trascendencia en un solo acto. El ritual asume entonces una potencia generadora que interpela a la creencia al punto de prescindir de ella, se convierte en una gimnasia autorreferencial de salvación, en la cual es posible detener la fuerza de impacto de la lógica nihilista. Debe repetirse para impedir su anulamiento que está acompasado por la finitud del acaecer; la fe se realiza en la espera de acceder a ese estado de plenitud, el cual no resiste la estructura de la temporalidad que la anula. Pero su exposición a la estructura del tiempo, su permanente exasperación por realizarse, hace que se sobre-expongan sus significaciones con la finalidad de per-durar. La fe como posibilidad de acceso a lo sagrado-infinito cristaliza en el ritual, se transforma en creencia y esta en narración histórica. Se abre de esta manera, esa segunda dicotomía de la que nos habla Durkheim, una nueva escisión, la creencia como narración histórica como imaginación, como idealización; y el ritual, como gimnasia de actos que se repiten, como ritornelo, como responso que re-confirma la adhesión fideísta a la narración o creencia. La fe tiende a afirmarse en la creencia, justamente para detener su caída en el vértigo de la nada, al cual está expuesta por el implacable curso del devenir propio de la temporalidad que la comprende. La fe es como la episteme en la ciencia, esta allí para enfrentar el devenir, su pluralidad de posibilidades, su multiplicidad, su dispersión, la nada como ausencia de forma, como pura evanescencia de posibilidades que el carácter implacable de la temporalidad pone en evidencia (E. Severino). En la formulación durkheimiana sobre lo sagrado, siempre queda la duda sobre el carácter derivado o auxiliar del ritual con respecto a la creencia: ¿los ritos están allí para re-avivar la creencia? Al ser las creencias figuraciones o representaciones de lo sacro, ¿no son tan o menos artificios que los rituales, a los cuales acude para reproducirse? El carácter práctico del ritual parecería ser un mejor camino para acceder a la comprensión de lo sacro. El ritual está para acceder al momentum de la re-velación; accede a lo divino-infinito no mediante la operación del convencimiento, que es una operación intelectualista, sino mediante el despertar de la percepción, el rescate de la intuición perdida en el mundo de la magia, en el mundo de los trucos que revelan y esconden. Se trata de pulsiones/percepciones; la fe se alimenta del ritual, de su reiteración, como gimnasia de la contención; como rezo recurrente, disciplina el enfrentamiento a la anulación nihilista que produce la estructura temporal; paradójicamente, la fuga en el silencio al cual conduce la contemplación, el rezo, la meditación, emerge como escape de la dinámica implacable del tiempo;  es fuga de la fuga que permite el recurso al místico, el acceso a lo indecible, que solo el silencio procura. Un efecto de redundancia, fuga del fluir que no da tregua. Sin embargo, no toda ritualidad es así: el problemático encuentro con la sacralidad parecería regodearse en el ritual al punto de arrastrar consigo la estructura de la creencia sobre la cual éste se soporta. Entre creencia y ritual se instaura un efecto de retroalimentación que configura o estructura el sentido, como si la afirmación de la creencia requiriera de una musicalidad que afecte directamente a los sentidos; pensemos en el origen sacral de la música, que en mucho es representación de la musicalidad natural que está en el fruir del viento y de las ramas, en la repetición infinita del rumor de las olas del mar; esa musicalidad rítmica acompasa la mente como un orden que se reafirma; la percepción, que es función de la animalidad de lo humano, gracias al ritual, se anuda con la construcción intelectual propia de la narración religiosa. A un cierto punto la fuerza de la narración desaparece y el acompasamiento del ritual conducirá al creyente hacia la realización mística; el efecto de retroalimentación ha producido el sentido como momentum, como afirmación de lo efímero, que nuevamente se expone a la caída, a la desfundamentación que acontece en la creencia como historización, como alojamiento de lo sagrado-infinito en la finitud del mundo. Las creencias son narraciones que anuncian la existencia de lo divino, representaciones que explican la derivación del mundo finito del infinito, para así pre-figurarlo, narraciones muchas veces mistéricas o milagrosas que quisieran descubrir el camino de acceso a lo divino, que solamente acontece cuando la creencia se vuelve indescifrable. Las técnicas de la meditación apuntan justamente en esta dirección, ocupar el silencio como efectiva realización del momento de lo efímero, en el cual se expresa la infinitud; escapar de la presión de la finitud, que se expresa en la desconfiguración mistérica encerrada en toda creencia; la meditación pretende eternizar el momento que huye.  

III

 “(N)unca está allí donde uno estaría inclinado a buscarlo, siempre está más allá del puro ser, incluso, contra Platón y Aristóteles, más allá del pensamiento… (N)o es que por naturaleza sea oculto, sino porque hemos tendido a su alrededor un velo fabricado por nosotros mismos.” (G. Sholem)

La aproximación de la fe no puede ser intelectualista, porque la aproximación del intelecto es dialéctica, opone contrarios, y el bien –el cual es referente de la fe– no puede permitir que estos existan porque allí se anidaría el mal. La aproximación al bien, a lo sagrado, supone un estado de suspensión de la operación intelectualista, que se alcanza por los dos caminos a los cuales invita toda aproximación religiosa, el camino del ascetismo o el del misticismo. El primero supone un efecto de depuración de lo sensible, caracterizado como potencial inspirador del mal, en cuanto allí se anida el deseo que conduce a la concupiscencia; el otro camino, el del misticismo, en cambio, invita a la comunión con lo sagrado, allí la sensibilidad no es eliminada sino potenciada hacia un grado más alto de realización. También aquí actúa el principio de retroalimentación: el ascetismo prepara la realización mística, el misticismo exige la postura ascética; también aquí el efecto a alcanzar es la depuración del mal, como preparación para el encuentro cósmico. En ambas vías, la posibilidad del encuentro con lo sagrado es problemática y el intento puede quedar entrampado en las modalidades de su representación, que serán siempre operaciones intelectualistas de figuración de lo divino, o de adscripción –emulación de– a las fuerzas naturales, en particular cuando estas son imprevisibles o incontrolables. La impresión que tales acontecimientos provoca en la sensibilidad del humano, hace que el camino hacia lo sagrado se pierda en la representación o figuración, se positivice, se vuelva narración histórica. La operación intelectiva aquí demuestra su capacidad constituyente o demiúrgica, pero el precio es la sospecha de su falta de fundamento; lo único que puede percibir la aproximación intelectualista es la pluralidad y el cambio, pero no su conjunción en el uno de la indistinción, en el cual aún no aparece el bien y el mal como categorías o representaciones de la contradictoriedad constitutiva del mundo.  

IV

La metamorfosis de la fe en la contemporaneidad: el enfrentamiento y la constitución de la nada como característica propia de la contemporaneidad; cómo convivir con ella.

Lo moderno es lo contemporáneo si aceptamos que la modernidad está caracterizada por el elogio de lo nuevo, por el reclamo permanente a la innovación, por la búsqueda constante de perfectibilidad. El moderno es aquel que está a la altura de los cambios del mundo, aquel que se adapta a los mismos y los promueve. El mundo de la modernidad es el de la facticidad de los momentos que se suceden, que se anulan, es el mundo de lo finito, por ello también de la desazón, de la incertidumbre; en respuesta a ello está la monumentalidad icónica como estética que apunta a la contención de la dinámica nihilista inscrita en la innovación permanente. En ese mundo se anida la fe como contrapartida; el moderno no la anula bajo su proyección racionalista, la mantiene en estado de latencia, oculta y dispuesta a emerger frente a cualquier fallo de la afirmación racional. La modernidad conjuga la secularización de manera insuficiente, cree posible anular la fe porque asume que su proyección de realización es absoluta y total. Con la modernidad emergen las ideologías como pálida repetición de la estructura teológica fundamental que configura al mundo escindido entre sagrado y profano, entre finitud e infinitud; sus salidas son siempre dialécticas, están pensadas como soluciones, el mal se transforma en bien, la finitud en infinitud, la alienación en desalienación. Las ideologías son nostálgicas de la ‘plenitud de la infinitud’, para lo cual se proyectan a ordenar los dados de la finitud. Volcadas al fracaso y despojadas de la fuerza que podría otorgarles legitimidad, su resultado será el totalitarismo, que no reconoce la implacable lógica selectiva a la que conduce la afirmación del tiempo, su lógica nihilista, aquella que configura la ‘semántica de la anulación y de la fuga’, que caracteriza a la contemporaneidad. En la estética y en la filosofía contemporánea sólo algunos autores percibieron con claridad esta condición, Wittgenstein, Loos, Kraus, Schonberg; solo el relámpago del aforismo que atrapa el momento que huye, o la adustez de las líneas que configuran la forma de la estructura en la arquitectura, podrían contener y permitir que lo indecible de la experiencia sacral tenga cabida. Las estructuras lineales en la arquitectura de Loos rechazan cualquier encantamiento como realización de la promesa que esta inscripta en la fe. La ritualidad plasmada en la forma estética aparece como belleza que oculta, pero también permite representar la estructura del tiempo que es la de la duración de lo efímero; por ello las líneas de la arquitectura serán abstractas, y por tanto inmunes a la estabilización que reclama la creencia como cristalización histórica de la forma; la estructura loosiana está para evidenciar lo efímero. Es en esta ‘semántica de la nada’ donde se juega la vida, en su multivocidad, que es potencia, al cual acude consciente de la anulación que todo acto selectivo comporta; en la ciencia esto aparece con claridad en la vida de los conceptos, en el permanente ‘lidiar con la operación selectiva’, con esa operación que excluye posibilidades, que las anula, que las suspende. La fe en la contemporaneidad es aquello que está escondido en el acto reflexivo propio de la selectividad, en esa posibilidad que se anula, pero que se sabe esta allí en espera de su actualización. En la conceptualización, la nada aparece como posibilidad, como apertura, al punto de ser requerida por el pensamiento que se autoconstituye; la afirmación intelectualista de lo finito es deudora de lo infinito como apertura de posibilidades; es la fuerza del negativo (Hegel), es su nihilismo el que desata la apertura de lo posible, de la alteridad como posibilidad. La fe está siempre referida a aquello que, no existiendo, es posible; la fe se instala en la finitud y huye de ella al saber que está expuesta al devenir del tiempo que la anula; pero es justamente esa anulación la que establece la posibilidad de la fe. La nada está allí, advirtiendo que la posibilidad es otra, no aquello que se afirma positivamente. Se constituye así una ‘semántica de la nada’, única posibilidad de afirmación del pensamiento en la contemporaneidad. La semántica de lo no decible, de “aquello de lo cual es mejor callar”, la estética de lo mínimo, la del lenguaje del material, la de la fuga en el silencio que rechaza cualquier nostalgia de la plenitud de lo indistinto, que aparece solamente como posibilidad en el encuentro místico. La contemporaneidad expresada por el posmoderno es justamente el reconocimiento de la alteridad como posibilidad no actualizada (Luhmann). Un desconocido cruce de caminos filosóficos en el cual se encuentra Hegel con Wittgenstein, al menos con el primero en el cual aún no se perfila la asociación de lo no decible con el místico. Una condición que está inscripta en el mismo lenguaje, cuyo límite es el límite del mundo, frente al cual no hay pensamiento posible. Es esta la materia de la reflexividad; gracias a la fe, la nada es posibilidad, es apertura, que está dirigida al pensar, a su positivización, ahora consciente de su exposición al anulamiento que provoca el devenir implacable. Es a la nada en la cual se cree, en la cual se confía, es a ella a la cual se reconoce como potencia que abre y libera el horizonte del conocimiento.     Imágenes: Ryoji Iwata (Unsplash) | Pixabay