Entre el rastro del profeta y el rastro del poeta

Ruth Gordillo R.
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“Por lo demás, que cada cual camine conforme le ha asignado en suerte el Señor.”

San Pablo, 1 Corintios 7, 17

 

“Vamos ! El caminar, el fardo, el desierto, el aburrimiento y la cólera”

Arthur Rimbaud, Una estación en el infierno

 

Pablo

Pablo camina hacia Roma; en cada paso está la necesidad de dejar un rastro que surge del más profundo deseo de fundar una comunidad distinta a la de Pedro; casi podría decirse que es un acto creador, originario. Responde a un llamado que los otros no reconocen, “no ha sido ungido”; sin embargo, escucha, responde, se hace camino. Todavía no hay lugar de llegada; sus pisadas se dirigen a Jerusalén, Chipre, Filipos, Tesalónica, Atenas, Éfeso, Corinto, finalmente a Roma, la más deseada; ella recibirá el legado, la última epístola que señala la condición de la comunidad paulina.  Sin embargo, un obstáculo se eleva más alto que las murallas de piedra que cierran las ciudades; Hanna Arendt en La vida del espíritu, dice, la decisión de Pablo se tensa en una voluntad dividida entre espíritu y carne ‒pneuma/sacks‒, voluntad que no logra asumir la verdad del acontecimiento. En el fondo, sostiene, estamos frente a una voluntad que lucha contra sí misma, se cerca en la imposibilidad de convertirse en el camino, es decir, en el acontecimiento; entonces la cuestión es ¿cómo extender su dominio en el andar del profeta para consolidar la respuesta al llamado?

La pregunta se actualiza permanentemente en las experiencias interiores; estas experiencias, anota Arendt, son relevantes para la voluntad y, puedo añadir, es la voluntad la que nos acerca a la fe. En este sentido, la fe es cada vez distinta, la define su contenido, en él se distribuye el deseo en medio de la precariedad de la voluntad dividida entre lo ilimitado y la ley, entre el adentro y el afuera. Sin embargo el movimiento no cesa, quizás porque el deseo de actualiza, por eso Pablo se dirige incesante hacia las viejas comunidades y hacia donde no existe todavía ninguna, en ellas encuentra lo que reside en él mismo, el bien y el mal, por eso descansa un momento y dice, “en queriendo hacer el bien (to kalón) es el mal el que se me presenta”. ¿Dónde estaba agazapado el mal? ¿Dónde tendió su red y lo sedujo? Otra vez Arendt señala la trampa en la que la voluntad de Pablo se pierde, es la ley la que corta el paso y quiebra el deseo, al menos por un instante. Pero la fuerza del deseo consigue que el profeta siga, aun con la ley que le acecha, le atrapa y tortura, “yo hubiera ignorado la concupiscencia si la ley no dijera: “No te des a la concupiscencia”, pues sin ley el pecado estaba muerto”. Parecería hallarse ya en la ruta al cielo, ya en una estación en el infierno.

El acontecimiento irrumpe ya en el deseo ya en la ley, lo hace porque trae consigo la verdad; en este sentido Derrida hace un envío que conmueve las epístolas paulinas. En Apories, escribe sobre los límites de la verdad: “‘La verdad es finita’, se podría pensar, o peor aún, ‘la verdad llegó a su fin’. Pero, en sí misma, la expresión puede significar, y en este caso ya no sería una indicación sino la ley de una prescripción negativa, que los límites de la verdad son fronteras que no hay que pasar”. Pablo quiere la verdad, es decir, el acontecimiento por excelencia: Cristo; sin embargo debe salvar el abismo que abre su propia voluntad escindida, la ley que actualiza el pecado y la condición de la verdad ‒“La verdad es finita”‒, ‘prescripción negativa’, límite absoluto que no puede transgredir. Desde el inicio, su proyecto está condenado por la finitud expresada en su espíritu y en su carne ‒pneuma/sacks‒ y, en la verdad; ¿será por eso que solo en la comunidad reside la posibilidad de la verdad del acontecimiento? Si es así, ¿Qué es Pablo? ¿Qué es cada uno que camina? ¿Todos fundamos algo? ¿El poeta funda algo? Tal vez la pregunta correcta surge de la indicación de Derrida, ¿puede ser la verdad infinita? Sea que queramos responder el primer grupo de cuestiones o esta última, quedamos atrapados en el campo de la aporía.

 

 

Tr. «Cuchara con San Pablo como atleta, 350-400. Imperio romano tardío, quizás Siria, bizantino temprano, siglo IV.» Fuente: Archive.org

 

 

Antonio Negri parece hallar una salida. Dice en Job, la fuerza del esclavo: “La verdad solo podía consistir en una nueva visión colectiva en la cual el destino estaba sometido a la potencia.” Entonces, ¿puede ser la comunidad paulina el suelo fértil para sortear la derrota prescrita por las condiciones propias de quien atraviesa, una y otra vez, el desierto: el profeta para alabar a su Dios, el poeta para alejarse de Él? En el instante en que recobro el rastro que han dejado las páginas de sus escrituras, no puedo dejar de pensar,  mismo Dios, mismo desierto, mismo andar, misma tragedia, ninguno de los dos gestos es posible porque se pierden en la inconmensurabilidad del llamado divino, queda el dolor y el sacrificio, nada más.

 

Arthur

Arthur camina hacia África, en cada paso está el rastro del deseo más profundo por huir de la comunidad que lo constriñe. Reniega del llamado originario que le entrega la cultura, la familia, los otros. Por eso elige el continente inconmensurable que se abre, lejano, distinto, desierto que espera recibir la huella, es el topos en el que finalmente su pluma ejercerá la fuerza, “Mi suerte depende de este libro”, dice cuando escribe Una estación en el infierno.    “Jamás me veo en los consejos de Cristo; ni en los consejos de los Señores, representantes de Cristo”. Así empieza su estadía en el infierno.

El gesto inaugural de la travesía es, al mismo tiempo, la clausura,  “Heme aquí en la playa armoricana. Que las ciudades se alumbren en la noche. Mi jornada terminó; dejo Europa”. El camino se recorre como si no hubiera ni principio ni fin, solo camino. ¿Cuál es la forma que toma el deseo para adentrarse en las tinieblas? Henry Miller, en su ensayo Le temps des assassins dedicado precisamente a Rimbaud, dice que la existencia terrestre del poeta se “arriesga a no ser jamás otra cosa que un Purgatorio o un Infierno”, inevitable condición de posibilidad para que “el porvenir sea enteramente de él, aun si no hay porvenir”.

¿Qué tiempos? ¿Quiénes son los asesinos? ¿A quién o qué se asesina? “Es esto lo que siempre tuve: ninguna fe en la historia, olvido de todos los principios”. La respuesta yace en la historia de la Europa que el poeta abandona, la época que lo ve nacer: niño y hombre, ángel y demonio, reunidos en un solo individuo, en el poeta; sólo así deja correr suavemente las palabras:

Sensación

En las tardes azules de verano, iré por los senderos,
picoteado por el trigo, pisando la delicada hierba:
soñador sentiré su frescor entre mis pies,
dejaré al viento bañar mi cabeza desnuda.
No hablaré, nada pensaré:
mas, el amor infinito me subirá hasta el alma,
y me iré lejos, muy lejos, cual bohemio,
por la Naturaleza, -feliz como con una mujer.

Otras veces, el poema se desgarra:

En las rutas, durante las noches de invierno, sin techo, sin ropas, sin pan, una voz me estrujaba el corazón helado: “Flaqueza o fuerza: ya está, es la fuerza. Tú no sabes a dónde vas, ni por qué vas, entra en todas partes, responde a todo. No han de matarte más que si ya fueras un cadáver”. A la mañana, tenía la mirada tan perdida y tan muerto el semblante que los que se encontraban conmigo acaso no me vieron.

¿Por qué pierde el paso? ¿De dónde surge la escisión que le hace caminar en el verano ‘feliz como una mujer’ y arrastrarse en el invierno como ‘si ya fueras un cadáver’?  El poeta atraviesa estaciones diferentes, el verano, el invierno, todas le llevan a la estación en el infierno; allí se detendrán sus pasos, aquellos que transitaron en la Europa  que cobijó su nacimiento y sus años de juventud; la fe adquirida en ese tiempo terminará por perderse,

¡Si tuviese yo antecedentes en un punto cualquiera de la historia de Francia!
Pero no, nada.
Me es evidentísimo que siempre he sido de raza inferior.

De todos modos la fe como principio se mantiene. Sin hacer una teología, Arthur solo reconoce una experiencia de la libertad sostenida en el riesgo permanente, propio de la transgresión, en tanto, como dice H. Miller, “todo está creado, todo es previo”. Al igual que Pablo, el dolor se instala en la constatación de la finitud que empieza a mutilar el cuerpo y dejar correr un rastro de sangre. En este sentido, el infierno no es más que el lugar de efectuación de la finitud, distinto del espacio de la promesa; allí se consolida el desgarramiento, el asesinato, la pobreza, la necesidad de colectar dinero para la comunidad, para la vejez, qué más da, la urgencia por fundar, el deseo de escapar, de pertenecer, de ser otro: el no ungido, el paria, el asesino. Da igual.

 

El profeta y el poeta: la fe

La fe no es otra cosa que el caminar, sin importar hacia dónde el caminante se precipite; lo definitivo es el deseo imposible de ser cercado, pero es también lo que nos obliga al escape, a dirigir las fuerzas del cuerpo y del espíritu hacia el infinito. En la terquedad del gesto, la figura originaria del caminar puede ser cualquiera, como en el tiempo del profeta o en el del poeta. Sin embargo, el sufrimiento y el sacrificio tienden el puente que cuelga sobre lo inconmensurable y hace un lugar a la fe, ahí ella transita en las sandalias de Pablo, en el medio paso de Arthur. Por un instante se cruzan, alzan la mirada hacia el otro y siguen, no pueden mirar más alto, ¿es que acaso alguien lo puede?

Camino, me muevo, escribo, ahora, en este tiempo, siempre entre las dos huellas, justo allí, hago las mías.

La fe en el Leviatán

Fabio Vélez
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Los lectores de Hobbes tal vez recuerden que, al tratar de perfilar la figura del “contrato” por contraposición a la del “regalo, favor o gracia”, Hobbes se ayudara en el Leviatán de las distintas y variadas clases de merecimiento (Merits). Hobbes, en concreto, echaba mano de un símil escolástico –la disparidad entre meritum congrui y meritum condigni– con la intención expresa de resaltar los distintos derechos allí involucrados. Ni que decir tiene que el ejemplo traído no era casual: se hacía alusión, pues, a la incapacidad del hombre para alcanzar «por razón de su propia rectitud o de cualquier otro poder suyo» –es decir, sin la gracia divina– el tan prometido y cacareado Paraíso. Sin embargo, y para asombro de cualquiera, el argumento era interrumpido sin razón aparente. Hobbes escribía: «me abstendré de afirmar nada…». El corte, empero, era más que pertinente. No tocaba.

Es fácil suponer que al lector coetáneo de Hobbes aquella gracia no le pasara inadvertida; y es que, efectivamente, el cumplimiento de la ley no era suficiente porque pareciera que hubiera más, vida después de. Inquietante era también, a tenor de lo anterior, un pasaje concreto del capítulo 31 –bisagra clave del Leviathan– en el que, al hilo de la omnipotencia de Dios y su consiguiente discrecionalidad, es decir, a propósito del derecho a penalizar incluso sin comisión de pecado, Hobbes retomara una pregunta heredada de los antiguos: ¿Por qué es tan frecuente que los malos prosperen y los buenos sufran adversidades? O en su paráfrasis particular, con Job de referencia: «¿En virtud de qué derecho dispone Dios las prosperidades y las adversidades en esta vida?». Una vez más, aunque ahora desde más acá, la injusticia hacía traslucir las limitaciones resultantes del cumplimiento de la ley. En suma, tanto por una como por otra parte, y ante una divina providencia difícilmente escrutable, la confianza y la esperanza sufrían un duro traspiés.

Así la cosa, estos cabos serán abordados íntegramente en los Libros III y IV al son de la “palabra profética”. El punto de partida, si se mira atentamente, es ahora otro: el pecado original. Y la deducción que en consecuencia se sigue es la esperable, a saber, la obediencia a las leyes «si fuese perfecta podría bastarnos. Pero como todos somos culpables de desobediencia a la ley de Dios, no sólo originalmente por Adán, sino también de un modo actual por causa de nuestras transgresiones», no podemos prescindir de la gracia divina. En otras palabras, como el “pecado” no es un “delito” –para empezar uno ofende a Dios y el otro al hombre– tampoco la expiación puede y debiera ser la misma. De esta guisa, la absolución por mera indemnización o recompensa se conjetura a todas luces improcedente, «pues, de ser así, ello haría de la libertad de pecar una cosa vendible». Es precisamente en virtud de lo cual, nos viene a decir agudamente Hobbes, que el gesto redentor de Cristo debe siempre interpretarse como una oblación (Oblation) aunque se lo tenga, por lo común, como un precio (Price); es decir, no «algo que, por su valor, pudo hacer que Cristo reclamase de su Padre ofendido el derecho de obtener perdón para nosotros, sino el precio que a Dios Padre le plació exigir en su misericordia». Sólo cabe por ende, concluye Hobbes, resguardarse al amparo del perdón gratuito (gratis) fruto de la fe y el arrepentimiento. El corolario corre de consuno: «Todo lo que es necesario para la salvación está contenido en dos virtudes: la fe en Cristo y la obediencia a las leyes».

Ya estamos, ciertamente, en mejor disposición de entender y tipificar los tres reinos descritos por Hobbes y, en concreto, aquél que hace remisión a la gracia. Así pues: el reino de Dios, un reino civil en el que Dios mismo es el soberano en razón de un pacto y a través de un vicario, y que habría comenzado con la “antigua alianza” entre Abraham y Dios e interrumpido con la elección de Saúl, cuando los judíos habrían rehusado díscolamente ser gobernados jure divino, prefiriendo de esta guisa secundar el modo de las restantes naciones. Por cierto, no sin fatídicas consecuencias: «de ahí procedieron periódicamente los disturbios civiles, las divisiones y las calamidades de la nación». El reino de la gloria sería la manera de distinguir y denominar la restauración del reino de Dios tras la segunda venida de Cristo, cuando este vuelva en majestad a juzgar al mundo y a gobernarlo de hecho. Entre tanto –y en ese entretanto nos hallamos– sólo cabrían estados civiles compuestos de judíos, gentiles y, tras la llegada de Cristo, cristianos. Era la letra: Cristo no había venido a juzgar este mundo (Jn 12:47) y, por tanto, había que seguir dando al César lo que del César era (Lc 20:25). La promesa de una “nueva alianza” se quedaba simple y llanamente en eso, una promesa. Y, sin embargo, un distinto trato será dispensado.

Los seguidores del Evangelio, en este valle lacrimoso, serán además obsequiados gratuitamente (gratis) con una suerte de «anticipo de reino», el reino de la gracia. Hobbes hilaba fino en la soteriología: «el reino de Dios no ha llegado aún, y no estamos bajo más reyes, mediante pacto, que bajo nuestros soberanos civiles. La única salvedad es que los cristianos están ya en el reino de la gracia, en cuanto que disfrutan de la promesa de ser recibidos cuando Cristo venga una segunda vez».

Una pregunta aún es posible: ¿podemos confiar en esta promesa? La cuestión había quedado zanjada ya en su proemio. En efecto, según Hobbes, el honor que se le debía rendir a Dios procedía no sólo de su omnipotencia –ese «poder irresistible» al que tanta utilidad sacó– sino de su bondad. De tal modo que, apostillaba, «aunque la promesa de hacer un bien obliga al que promete, ocurre, sin embargo, que las amenazas, es decir, las promesas de hacer un mal, no lo obligan; y mucho menos obligarán a Dios, que es infinitamente más misericordioso» (infinitely more mercifull). Polémicas nominalistas aparte –aquello de si Dios quiere lo bueno o lo bueno es querido por Dios, etc.– el mensaje era sin duda confortador. Y, con todo, aún era posible suscitar algún tipo de réplica.

Llamaba la atención, en efecto, la manera con la que Hobbes había decidido abrir y cerrar el Libro III, a saber, presentando la salutífera diferenciación entre conocimiento y creencia. Este se interrogaba a la sazón: ¿en quién creemos cuando creemos? Porque si se partía de la premisa, como era el caso, de que «es necesario que la persona en quien creamos sea alguien a quien hemos oído hablar», entonces creer propiamente en Dios sólo pudieron hacerlo Abraham, Isaac, Jacob, Moisés y los profetas, primero; y los Apóstoles y discípulos de Cristo, después. Pero entonces, ¿qué hay del resto, de nosotros? Nada más que texto, es decir, «fe en la historia que se narra…». Tanto mejor. No repitamos la porfía de Tomás “el mellizo”. Bienaventurados los que no vieron y creyeron…

 *

Una última vuelta. A propósito de los convenios, Hobbes dejaba caer en el capítulo 14 una interesante observación, a saber, uno quedaba liberado de los mismos por su cumplimiento o por la exoneración de su obligación, esto es, el perdón. Poco después, en plena catalogación de las leyes naturales, volvía a cobrar protagonismo el perdón, aunque ya como deber, y con él su correlato inmediato: la renuncia a la venganza. El contexto presentaba alegato. Ambos demostraban ciertamente una eficacia profiláctica en la empresa común o, dicho de otro modo, el fin justificaba este tipo de medios. Y el entramado irenista no había sido desplegado del todo. Continuemos. Si a la “palabra natural” se unía la “profética” no podía soslayarse el hecho de que la capacidad de perdonar –aquella gracia divina– no sólo estaba en manos de Dios sino que, antes bien, pendía indefectiblemente del ejemplo incitador de los hombres. Era el manido Padrenuestro: «perdónanos nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores…». Pero… ¿y si no hay más allá, Juicio final, fin último? ¿Y si sólo hay más acá, historia, erigida (o no) en tribunal universal? ¿Es posible seguir perdonando a quien ha «pecado contra ti siete veces al día»?

Señor, «auméntanos la fe», porque de lo contrario…

 


Nota: Sobre estos asuntos hobbesianos me he demorado largo y tendido en La palabra y la espada. A vueltas con Hobbes, Maia, Madrid, 2014.

Un rock sin pasión para el fin de la historia

Carlos Reyes

I thought that I heard you laughing,
I thought that I heard you sing,
I think I thought I saw you try

 

Al hablar de la década del ochenta es posible caracterizar su música como un despunte de solistas, de estrellas saturadas y exhibicionistas. Dioses y diosas con máscaras de rímel y sombras; cabellos y peinados como coronas; ropa ajustada, espejos y brillantina. Las mejores agrupaciones de esa década, las bandas de tipos que van uniformados, llenando estadios y retumbando gritos de victoria, “¡Somos los campeones! ¡Dios salve a la reina!”, se apagarán. Sus hermanos menores los reemplazarán en los años por venir. Estos preferirán foros más pequeños, salas reducidas, templos intimistas en lugar de grandes catedrales. Los efectos escénicos, las luces y la ropa no les llamarán mucho la atención. En algún momento intentarán reponer la experiencia adolescente sesentera de sus padres, y organizarán sus propios encuentros musicales al aire libre, con masas de seguidores. Pero a diferencia de los sesenta, con sus panfletos, revueltas y trenzas, los festivales de los noventa se recordarán más por el fango, el pogo y las rastas. Y por su credo en un rock más indignado que apasionado.

A principios de los noventa surge un rock autodenominado “alternativo”, para el que los sintetizadores quedaron temporalmente relegados. Hubo entonces un abandono breve de la fantasía de los teclados y un resurgir de formas simples en la elaboración de canciones: tres acordes, algún riff sugestivo y, entre otros temas, letras sobre la  adolescencia y la ritualidad de asistir a la escuela, “You’re in high school again”, para luego encerrarse en casa con una guitarra, “Here we are now, entertain us”.

Son años rápidos y marcados por la angustia de nuevas bandas de garaje, más inspiradas por los mantras del punk: de tres integrantes, agresivas, efímeras y particularmente nihilistas. Si por un buen tiempo los cantos populares se dedicaban a celebrar la aventura sexual, el desparpajo y alguna esperanza, en los primeros años de los noventa aquello no fue a más: el erotismo empezó a ser mal visto y el estudiantado exigió la politización de las tocadas.

Ciertamente aquella década también estuvo marcada por una buena cantidad de productos bailables, disco, techno, house, rap, etc. Pero ni What is Love? fue una canción con la que se que buscó cuestionar el sentido del amor, de la vida y el dolor humano, ni con U Can’t Touch This se procuró especular sobre los límites de la experiencia, o la percepción de la realidad. Por contraste, el rock alternativo pretendió ser “otro rock”, crítico, introspectivo y moralista, esforzándose en esquivar el fin de la historia con el artilugio del desánimo. Con aquella jugada resurgió en la música pop una manía que siempre puede ser vista como ingenua, pero que repite unos impulsos políticos y estéticos recurrentes: discutir y pretender depurar el arte desde la autenticidad, y etiquetar a genuinos e impostores, a legítimos y a falsos. Nadie tan opuesto al trovador puro y comprometido con la protesta –a un verdadero hijo de la tierra– como un poser. Aquella forma de diferenciación radical nunca fue nueva y sobran ejemplos político-estéticos de purgas y limpiezas; si en los ochenta el culto musical popular masivo era abiertamente hedonista, los “alternativos” aparecieron como su reacción depresiva: la reserva moral de los chicos tras la caída del muro.

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En 1991 apareció en televisión el vídeo promocional de Losing My Religion, canción del grupo R.E.M. En los primeros segundos el audiovisual copia el momento apocalíptico del Sacrificio de Tarkovsky (1986). En la película del ruso, una sala de estar se estremece, la tempestad nuclear se aproxima, un frasco con leche cae de un aparador, se rompe violentamente y el líquido blanco se esparce en las duelas. Los ocupantes de la sala escuchan los primeros intercambios de misiles. La tensión de la guerra fría se deshace y los personajes corren hacia las ventanas, como quien se apresura a admirar fuegos artificiales en el cielo. En cuanto al vídeo musical, por su montaje se intuye que el director Tarsem Singh (Jalandhar, 1961) encontró en el texto de la canción la posibilidad de plasmar un diálogo de lo humano con lo divino. Aparecen imágenes religiosas, algunas compuestas e iluminadas a la manera de maestros renacentistas. Entre otros, exhibe un delicado San Sebastián, mártir esbelto y andrógino, abatido por flechas. La trama intercala varias deidades de la tradición hindú. En buena medida, la historia corresponde a la de un ángel entrado en años que, por causa de un destello de modernidad, cae del cielo y se estrella aparatosamente en la tierra.

El ángel –inspirado en “Un señor muy viejo con unas alas enormes” de García Márquez– emerge en escena como sujeto de admiración entre la gente. Un anciano lo exhibe a los curiosos; otro personaje, portando unas muletas, se acerca en ademán de quien busca en su misterio el milagro de la sanación. En breve se trastoca la magia de la visita. El mismo anfitrión, que en un principio se mostraba piadoso, ahora hurga una herida en sus costillas, evocando la punzada que recibe Jesús en la cruz –“pues del costado de Cristo dormido en la cruz nació el sacramento admirable de toda la Iglesia”– y desprende la peluca que cubre la cabeza del viejo alado. Una vez descubierta la naturaleza humana del ángel, las carcajadas degradan al impostor y es entonces cuando los hombres pretenden copiar el supuesto prodigio. A continuación, una cuadrilla de obreros –solemnes, proletarios, ciudadanos– sueldan, martillan y producen unas alas en metal. Hacia el final, queda flotando la posibilidad de que toda la pieza sea una alabanza a la artificialidad de la elaboración humana –por la exaltación del “diseño” en detrimento del designio–; o quizá intente ser un manifiesto sobre la irrupción de la modernidad en todo entendimiento tradicional de los misterios de la religión.

En torno al texto de Losing My Religion y su autor, Michael Stipe (Decatur, 1960), tiene lugar una extrañeza. Stipe frecuentemente ha refutado la presencia de una temática estrictamente religiosa en la canción, proponiéndola más como un “asunto de fe”. Sostiene que su escritura recrea un personaje que reprime cualquier acercamiento hacia el sujeto de su deseo, en un ir y venir de intentos por abordar el cuerpo de la persona que anhela. Es la vigila de una atracción que no se concreta, de una fijación no correspondida. En la letra se enfatiza el motivo de la vida como sueño y su despertar: “and that was just a dream.” En entrevistas, el cantante sugiere que la “pérdida” de religión alude a una frase habitual en el sur de Estados Unidos, donde por religión se refiere a “civilidad”. Perder la religión es, en esa perspectiva, perder el temperamento, o los estribos. En el sentido de la fe/religión en tanto tradición, y aprovechando una pregunta de Juan Pablo Serra, “¿será acaso la tradición un tipo especial de dispositivo cuyo propósito no es otro que ‘domesticar’ al ser humano?” Aun aceptando esa interpretación del sentido de  Losing My Religion como un simple acercamiento a la sicología humana, a la contención de los instintos en razón de una guía moral, la fe y la religión forman el ámbito inescapable donde se provoca su fuga, donde es posible su contradicción.

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Crear una obra interpretable desde lo religioso y luego negar o querer disolver su contenido como un “asunto de fe” no es una disonancia cognitiva o condición original en el arte. No son pocos los artistas que sitúan sus creaciones como una expresión o indagación personal en asuntos del “espíritu”, alejados de alguna religión estructurada. Quizá por un genuino interés en la introspección, el artista puede rehuir de cualquier indicio que lo acerque a alguna tradición o lo afilie a la institucionalidad de una iglesia. Particularmente, en Estados Unidos esta actitud cultural tendría que ver –entre otras– con su prerrogativa fundacional, que afirma la separación entre Estado e Iglesia. Dicha separación se remarca constantemente en debates públicos sobre una variedad de temas: economía, comunicación, salud, artes, convirtiendo tales discusiones en una tradición en sí misma. Así se entiende que el artista, al topar lo religioso en público, pretenda suavizarlo, proponerlo como algo espiritual, guardando una distancia de toda religión oficial.

La postura de aquel tipo de fe procura quizá que la obra artística circule, sorteando cualquier conexión con la institución que ha cultivado la religión y la tradición en Occidente: esto es, la Iglesia. El problema de esta estrategia es que, si toda fe también se entiende como una forma insalvable de conducción del ser humano en el mundo, como atajo para afrontar la complejidad de la vida, su conexión con una comunidad organizada en torno a ella surge de manera inevitable. La misma fe empleada en uno mismo confluye en el otro. Y el arte, aunque pretenda mostrarse como una expresión de fe secular, desemboca en el mismo marco cultural que pretende impugnar. Parece ser que cuando se busca criticar algo profundo sin acercarse a su entendimiento, lo más probable es que se le rinda tributo.

En un extenso artículo de Robert Wilkens sobre la forma que dispone la iglesia para dialogar con la humanidad, cabe detenerse en su mirada crítica a la institución y a su gestión de la fe contemporánea. Una de sus conclusiones es que “en lugar de inspirar la cultura, (la Iglesia) capitula al ethos (secular) del mundo”. Pero si la propia Iglesia ha renunciado ya a cualquier proyecto de inspiración cultural, la posta tomada por la posmodernidad ha transitado por caminos que regresan a la tradición, incluso sin pretenderlo. Incluso queriendo rechazarla.

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Pocos años antes de la circulación de Losing My Religion, otra obra irrumpió singularmente en los circuitos del arte contemporáneo, agregándose a la lista de interpretaciones de la figura de Cristo. Piss Christ (1987) es una fotografía de Andrés Serrano en la que se plasma un crucifijo inmerso en una sustancia con apariencia de ámbar que, según su descripción, es orina. Para su creador aquella sería una apreciación de la corporalidad de Cristo, su humanidad vertida en fluidos, y una (auto)crítica por parte de un católico al uso actual de aquel símbolo. No sobra decir que causó el rechazo de múltiples creyentes, pero en contraparte puso de nuevo en circulación el nombre de Jesús, entre la prensa, artistas, políticos, apóstatas y acólitos.

La crítica más habitual hacia la fotografía consiste en que aquello supone una blasfemia, y no parece difícil entender el porqué del disgusto que sigue causando. El Cristo configurado por Serrano, suspendido en una atmosfera de dos tonos, se muestra como un inusual homenaje vaporoso al hijo de Dios. Unas burbujas revelan cierta artificialidad en el montaje, pero al mismo tiempo disimulan los rudimentos en los materiales de su figura y de la cruz. Con atención, se aprecia que los clavos que lo sujetan son muy marcados. Queda patente la exposición de una imagen sagrada a un ambiente insólito para su culto. Sin embargo, como propone la medievalista R. F. Brown respecto del trabajo de Serrano, podría decirse que la crucifixión logra resistir tal agravio hacia su dignidad. Asumiendo el comentario que expone Brown, para quien el cristianismo es una tradición propicia para el arte, el espectador puede “encontrar belleza incluso en algo tan repugnante como la orina”. En esa lógica, si el hijo de Dios perdonó incluso a quienes lo crucificaron, ¿qué sentido tendría ofenderse por este tratamiento a su figura? ¿Hay humillación comparable al vía crucis? ¿Es posible violencia similar a la del calvario? Y si las hubo, ¿superan a la obra de Serrano?

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Con frecuencia se plantea que, si solo se tiene un martillo en la vida para interpretar el mundo, entonces todo parece un clavo. ¿Qué lleva a un autor a renegar de manera abierta una tradición que lo impregna, distanciándose de su propia obra? Si el creador solo dispone para sí del materialismo como idioma, toda aventura humana le resultará una abstracción limitada. Su fe será apenas instrumental para dar cuenta de represiones casuales, y una experiencia como la pérdida de la religión se presenta como una secularización del lenguaje. ¿Qué provoca a un artista a aproximarse a las tradiciones desde una aspiración que, aunque se promete desacralizarlas, en realidad logra reponerlas en la esfera pública? Si el artista entiende la sensibilidad solo desde lo execrable, todo se resuelve ante sus ojos con una capa de profanación y lo que exprese será la sospecha de algo más interesante.

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En abril de 1994 el cantante Kurt Cobain, al que aún se atribuye gran parte de la aceptación de ese aparente rock “crítico” entre la juventud y en el mercado cultural, se quitó la vida, y con ello empezó a decaer aquel “aroma del espíritu adolescente”. El vídeo de la canción Heart Shaped Box, una de las últimas creaciones de su banda Nirvana, logra combinar con potencia el tributo y la blasfemia, pero sin tratar de disimular la relación íntima que mantienen con el cristianismo. Así, agoniza cualquier elemento alternativo de ese rock de inicios de los noventa, con el paseo de un ángel y la crucifixión voluntaria de un Cristo envejecido y resignado. Tres cuervos mecánicos corean la canción y Nirvana toca a los pies de la cruz.

 

 


Imágenes: Max Langelott  Omar Alnahi  Marx Ilagan