El testigo de la humanidad

Santiago Zúñiga

 

El hombre idéntico y fiel a sí mismo, acendrado en la modernidad, fija una correspondencia entre la conciencia y la existencia, como si aquel Yo, principio incontestable de unidad (Descartes), no tuviese resquicio ante la diferencia proveniente del Otro. El mismo gesto reflexivo, enunciado esta vez a modo de imperativo categórico, y en clara continuidad con este primer momento, se extiende hasta Kant, quien define la unidad de la apercepción originaria en la Crítica de la Razón Pura: “La representación del Yo pienso debe poder acompañar cualquier otra representación”. Así, a partir aquella instancia, la conciencia clara de sí, única y permanente, queda advertida frente al designio de una grieta. Sin embargo, el relato del peregrinaje humano en torno al fundamento último de su identidad, no termina ahí, porque lejos de indicar la imagen única y definitiva que habrá de aceptarse sin falta, como el reflejo conciliatorio del espejo, Kant reintroduce la duda en la juntura más íntima del sujeto, éste debe poder… ¿Qué ocurre si no puede? ¿Por qué no se trata de un hecho? ¿Qué se desprende de esta exigencia entre el deber y el poder?

Al contrario, el postulado de la plena identidad, llevada al paroxismo del legado moderno, en tanto imagen que no difiere de quien la piensa, recae en la ilusión de saciedad. Jean-Christophe Goddard en Violencia y Subjetividad identifica al ser puramente subjetivo, producto del “cogito sin intervalo ni desecho, con la locura misma. La diferencia inequívoca entre la mera pulsión y el deseo del mundo, marca la distinción entre la repetición, y la demanda de reconocimiento que expone la diferencia del sujeto; aunque, desde la metapsicología freudiana (Pulsión y Destinos de Pulsión), no es posible sostener al deseo sin una pulsión, a saber, sin un impulso de origen interno que traduzca su expresión a través de un objeto de la cultura. En otras palabras, el sujeto deseante crea un lazo e inquiere acerca de un devenir incesante, de ningún modo suscrito a una forma estática, sino a una figura extática, en permanente negación de la homeostasis descrita por Freud en “Más allá del principio del placer”. En ese sentido, quien pretende la fatal comunión con el todo (Nijinsky escribe en su diario: “Yo soy Dios. Dios está dentro de mí”, el Presidente Schreber, cuyo caso fue analizado por Freud, asegura en su relato que fue sodomizado por Dios), obtiene cierta salvedad solo a través de la obra que comunica el conjunto de fuerzas y mociones pulsionales. Aquel sujeto testimonial, abocado a la concreción del deseo más allá de sus goznes, configura la condición humana en relación a un otro inabarcable e irreductible al presupuesto ontológico que pretende fijarlo de una vez por todas (él o ella son…)

 

Así, Gilles Deleuze (El Anti-Edipo, La Lógica de la sensación), persigue la senda de la máquina deseante y describe al sujeto errante, cuya condición inorgánica (es decir, “no funcional”) está regida por la intensidad iniciática de toda vida; el cuerpo sin órganos presenta la fragilidad de la carne expuesta al mundo abrumador. Según Deleuze, la carne es la zona intersticial del hombre y la bestia, depósito de toda tensión vivida, objeto privilegiado de conmiseración y a la vez, motivo indisociable de la pintura de Francis Bacon. El asombro frente a Bacon proviene de la sensación, del límite que reúne al sujeto y al objeto, tanto al cúmulo de nervios, como al acontecimiento imprevisible. En tal caso, asegura Deleuze, quien atestigua el advenimiento de algo a través de la sensación, no lo hace sin sentir su propio devenir en la sensación, allí donde se difumina el linde entre lo percibido y el cuerpo percipiente. La obra de arte acoge las variaciones intensivas de una sola figura, testimonio de una sensación que de estar presente, capta las fuerzas que la conducen.

Las figuras de Bacon absorben el movimiento, a la manera de cuadros superpuestos de un mismo sujeto fotográfico en distintas posturas (el estudio del pintor guardaba fotos incontables de cadáveres y cuerpos en movimiento). No es un hombre, sino un animal, Cristo (Nijinsky se identifica con el sentir de Cristo), la mujer de Dios (Schreber), variados son los modos del devenir que convocan la intensidad del cuerpo histérico, excesivamente presente para sí mismo y para el otro. De ahí que la extrema dispersión del sujeto sacrificial, se conjuga con su extrema contracción. El análisis de las pulsiones, sobre el cual Deleuze discurre por momentos en el sexto capítulo de Lógica de la sensación, se desprende en parte de las reflexiones hechas por Henri Maldiney en Pensar el Hombre y la locura ; en aquel conjunto de ensayos, en el cruce de la psiquiatría y la estética, Maldiney advierte una dirección centrípeta y otra centrífuga de la dinámica pulsional, asimilable a la contracción absoluta del mundo para un sujeto pasible, y de manera simultánea, a su total dispersión en la representación de sí como multiplicidad.

 

 

Desde esa perspectiva, la libertad como devenir no puede ser colmada ni tampoco sustraerse al designio de una forma previa; para Levinas en Trascendencia y Altura, por ejemplo, el deseo de lo absolutamente Otro corresponde a un sujeto hecho a medida de su propia falta, sin pretensión alguna de apropiación sobre la identidad del mismo. La mirada omnisciente, capaz de obtener una perspectiva absoluta sobre el ser, no es sino una ilusión que parte del sujeto y se proyecta sobre el mundo como espectáculo inasible; esa mirada ávida (Lacan, seminario XIX), enredada en el fantasma de la plena potencia, define a la pulsión escópica. La pulsión de la mirada, sin embargo, puede sublimarse a través de la contemplación de la obra pictórica, a modo de imagen o “ejemplo” que muestra cómo alguien (el artista) es capaz de vivir gracias a la explotación de su deseo. Lacan le atribuye a este desplazamiento de la pulsión, la función de “dompte-regard” (domadora de la mirada). En consecuencia, cierta conciliación con el origen de la falta, es posible a través de la obra como tentativa inacabada que crea un nexo, en tanto demanda de reconocimiento significante. De ahí que la palabra por ejemplo, adquiera cierta primacía para Levinas, no como “Sinngebung” o donación de sentido, sino como significación o principio de trascendencia. La figura de la alteridad presente como rostro, más allá del Yo que se proyecta incesantemente en la ilusión de la plena identidad, desborda infinitamente la medida de todo conocimiento, sostiene Levinas en Totalidad e infinito.

Esta vez, el Yo incompleto, nómada, rehúsa cualquier subsunción o reducción al principio de una representación única, no se deja ver por completo ni recae en el dominio de una mirada única. La epifanía del otro adquiere así un carácter distinto a la pretensión del significado, porque el otro Yo no es, sino que está (aquí, el castellano presenta una ventaja única, intraducible al francés), transita, deambula y deviene, intenta salvar la diferencia que indefectiblemente le concierne, sin saturarse en la ilusión del hombre aislado en su satisfacción.

 

 

 

El último ambiente

Luis López López

 

Lo humano y lo natural en la actual vuelta de tuerca de la historia de la humanidad nos presentan un paisaje que ya fue desbordado por el mundo moderno del frágil equilibrio propio de épocas pasadas. El artificio o la construcción artificial llevada al límite, no en tanto saturación física del espacio natural cuanto en la aceleración exponencial de su clímax destructivo, se expresa trágicamente, entre otras cosas, en los efectos del cambio climático o en la amenaza latente de una destrucción nuclear.

En el ciclo precedente de la “eterna alternación”, la aspiración moderna cree asistir a la vigencia plena de la sociedad democrática y a la fusión de lo humano y lo natural como resultado y conquista a la vez de un mundo ideal, el mundo positivo. La formulación nietzscheana de un individuo superior que sea el conductor de una humanidad camino a una definitiva superación da cuenta de que ese último hombre deberá desaparecer, y acaso con él su medio, su ambiente, su mundo, para volver a aparecer “bendiciéndose como aquello que ha de retornar eternamente, como una transformación que no conoce la saciedad, la indignación ni el hastío” (Nietzsche, Ecce homo). Mas lo que se formula para lo humano sería distinto para lo natural, cuya temporal destrucción se llevaría por delante la vida como la conocemos hoy, y fundamentalmente la vida humana.

 

 

Ahora bien: ¿que podemos pensar respecto a la red global que caracteriza el territorio tardocapitalista, del cual forma parte la ciudad contemporánea, en lo que llevamos del siglo XXI, cuando se cuentan los segundos de un agonizante tiempo marcado por el “reloj del apocalipsis” del que nos hablan los expertos del boletín de los científicos atómicos, para una (aparentemente) inevitable destrucción de la relación entre naturaleza y cultura como la conocemos actualmente? Todos confluimos en esta época del espacio “la época del cerca y el lejos, del lado a lado, de lo disperso”, del espacio heterogéneo, tanto de lugares como de relaciones, “no vivimos en una especie de vacío, dentro del cual localizamos individuos y cosas. (…) vivimos dentro de una red de relaciones que delinean lugares que son irreducibles unos a otros y absolutamente imposibles de superponer” (Foucault, Los espacios otros). Pero esta confluencia que nos diferencia, a la vez nos conduce hacia un único y apocalíptico final, pues el reloj marca para todos. El tiempo y la historia que particularizaron el territorio y las ciudades medieval, industrial o moderna se disuelven en el mundo contemporáneo; lo que hacemos todos nos favorece o afecta a todos, independientemente de que quienes toman las decisiones o se benefician de ellas sean una absoluta minoría. Las 23.55 en 2014, las 23.57 en 2015, las 23.57 y 30 segundos en 2017…, tan cerca del final, y pensar que hasta 1947, cuando se creó este organismo, la humanidad no tenía forma de autodestruirse por completo y hoy es casi una realidad, a la que nos acercan factores como la inteligencia artificial, la biotecnología o las nuevas pandemias, sumándose al peligro atómico original y la emergencia climática.

¿Acaso asistimos, a diferencia del último hombre pensado en el siglo XIX, al último ambiente habitable del siglo XXI? El hombre actual, realizador de la democracia plena en la cual surge una nueva humanidad, está obligado a recuperar el equilibrio con la naturaleza en un ambiente diferente.

La esperanza de que lo mirado modifique las miradas, en sus especificidades y temporalidades por venir, dan tarea a lo humano y sentido a su transitar presente. La cultura del ahora sería, más que de supervivencia, la cultura de repensar lo humano y su hábitat: la tecnología de avanzada, las ciencias y las artes van a recorrer algoritmos y letras por un camino no transitado e imposible aún de imaginar de una humanidad por venir. El golem del siglo XXI ciertamente no será ya hecho de barro, sino pensado (por ahora) de sistemas biocompatibles y biodegradables con capacidad regenerativa, adaptativa, inteligente y biointegrable, resultado de complejas interacciones entre biología y cibernética, palabra esta que curiosamente evoluciona del griego kybernets, que describe al hombre manejando el timón que le permite acercarse a la luz del lejano faro.

Nuevos espacios proyectuales, que superen los campos disciplinares de las profesiones existentes, que atrevan a fundirse en una búsqueda conjunta de nuevas epistemes, que atrevan a mestizar sus conocimientos y prácticas, que renueven la ética y estética del tratamiento de la arquitectura y el paisaje futuros, utilizando recursos del conocimiento y la técnica más apropiados, lo más avanzado con lo ancestral, combina una acción que no se conformará con esperar contando los 100 segundos que le restarían de vida a la humanidad. La creación de nuevos significados requerirá de nuevos sistemas de representación acordes con esta insospechada búsqueda, alejada definitivamente de la persecución del ideal positivo del ser del mundo moderno.

 

 

Ciertamente que los sistemas de construcción natural y artificial de hoy no son lo mismo para todos; la globalización es diferenciadora, en sus demandas y en sus respuestas. Hay un mundo global, pero en él hay varios mundos estratificados por su grado de desarrollo, por tanto, del bienestar de sus habitantes. Los daños son planetarios y afectan a todos, los beneficios estratificados y privilegian a muy pocos. Los criterios medioambientales con que se procede en la configuración del paisaje contemporáneo han constituido estéticas diferenciadas con distancias inalcanzables: Zeekracht de OMA en el Mar del Norte prefigura una combinación de política e ingeniería singular de producción de energía eólica, mareomotriz y solar, superando la producción energética de Oriente Medio, con metas tan ambiciosas sobre el uso de energía limpia, la organización del océano y el territorio, estructuras de producción y comercio transnacionales; propuesta que se ubica en el terreno de la ciencia ficción para los países del Sur. Es de igual manera incomparable la diferencia entre el paisaje que surge de la producción alimenticia de Holanda, por ejemplo, con miles de kilómetros de invernaderos, con los desérticos territorios del África subsahariana o al retaceo de los terrenos de producción para la auto subsistencia de los países andinos. Los recursos de conocimiento y técnica guardan también enormes distancias; los sentidos que se crean en unos y otros casos tienen dinámicas definitivamente diferentes y sus resultados estéticos también. Mientras en el Sur aún queda espacio para lo idílico y natural, en el Norte predomina, y cada vez más, lo artificial, industrial y controlado.

Para el 2050 el mundo albergará a 10 mil millones de personas, en comparación con los 7,8 mil millones de hoy. No hay sin embargo un solo faro que guíe destinos tan diferenciados. Si la sociedad global se produce y reproduce en la interconexión de los intereses antagónicos de territorios y culturas diversas, cuando no confrontadas, no sería dable pensar que los países del Sur (subdesarrollados o en vías de desarrollo) se orientan en los faros del mundo desarrollado; lo más probable es que naufraguen en mares demasiado tormentosos para sus posibilidades. El capitalismo mundial integrado (Guattari, Las tres ecologías) vive la paradoja de poseer un potencial técnico y científico suficiente para superar las necesidades de la vida en el planeta, y sin embargo no puede encarar las inequidades, polarización, racismo, destrucción ambiental. Es que no somos un solo mundo, tenemos formas singulares de existencia en que el disenso debe ser entendido como el productor de nuevas formas de subjetividad. Los avances técnico-científicos son universales, mas su apropiación y uso son diferenciados y diferenciadores; lo natural tradicional y la alta tecnología tendrían combinaciones distintas en relación al entorno cultural y geográfico en que se den. Me queda la duda de si corresponde hablar de una ecosofía o de varias ecosofías y variadas estructuras ético estéticas en el mundo actual.