La ciudad, la igualdad y el desorden de la democracia

Juan Manuel Ledesma
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Sócrates: Ciertos sabios, Calicles, dicen que el cielo, la tierra, los dioses y los hombres forman, juntos, una comunidad por medio de la amistad, el amor del orden, de la templanza y el sentido de la justicia. Por esta razón, querido mío, a este todo lo llaman Kosmos u orden del mundo y no desorden y desenfreno. Me parece que tú no fijas la atención en estas cosas, aunque eres sabio. No adviertes que la igualdad geométrica es todopoderosa entre los dioses y entre los hombres; piensas, por el contrario, que es preciso aspirar a tener más que los demás, porque descuidas la geometría.

Platón, Gorgias

 

Para Occidente, Grecia es y siempre ha sido el punto de partida, el comienzo y el origen, la fundación misma de lo que, a pesar de todo cambio o mutación histórica, permanece idéntico a sí: su difícil y problemática “identidad”. A pesar de las discrepancias que se puedan invocar al respecto, de todas las perspectivas o fuentes que efectivamente alimentaron la historia de Occidente, es difícil negar que uno de los confluentes más importante, significativo y primordial en la constitución histórica de su “identidad”–en todo caso determinante en su búsqueda sin fin–, proviene de su devoción, por no decir obsesión, por la Antigua Grecia (ya sea como resultado del reconocimiento de su realidad histórica o como efecto de su fantasía, o idealización). Incluso si invocamos el cristianismo, cuyo origen es el Antiguo Testamento y no el Partenón o la Academia, no podemos olvidar que el pasaje del Antiguo al Nuevo Testamento coincide, precisamente, con el paso, la travesía y la traducción de la cultura y religión judías al mundo griego: Dios es llamado Logos. Grecia es fundamental, fundacional. Pero, ¿por qué razón?, cabe preguntarse. O más bien: ¿qué sucedió en Grecia –o de qué suceso Grecia es el nombre– para que, de manera obsesiva, nuestra cultura vuelva incesantemente a ella como uno vuelve a la tierra natal, imposible de olvidar?

Lo que sucedió en Grecia, el acontecimiento fundamental y fundacional que lleva su nombre se desplegó en la ciudad-estado llamada Atenas. Atenas condensa la esencialidad que Occidente atribuye al nombre propio “Grecia”, porque en ella nació y murió un experimento singular y transformador; experiencia revolucionaria llamada democracia. Todo otro acontecimiento que el nombre de Atenas encierra –la arquitectura, la escultura, la tragedia, la filosofía, la sofística, la ciencia, etc.–; todo lo que, justamente, Occidente reclama como su bagaje fundacional, fue posible únicamente dentro de la democracia y gracias a ella; es decir, gracias a lo que en ella se liberó: la libertad política o, como Platón lo dirá, la libertad del deseo. La democracia ateniense es, en todo caso, el modelo a imitar, el ejemplo a seguir –como lo enuncia Pericles en la historia de Tucídides– no sólo por parte de las otras polis de la Antigüedad, sino por las que vendrán a alimentar su mito, al ser el modelo intemporal y arquetípico de toda la construcción histórica y política –mimética podríamos decir– de Occidente. No es un azar si, aún hoy en día, nuestro dilema fundamental sigue siendo la (im)posibilidad de la democracia, la posible-imposible reconstrucción, repetición o imitación (mimesis) del modelo originario.

Atenas es democracia y la democracia es ateniense. Por lo tanto, si queremos interrogar la deuda inmemorial que Atenas y su democracia suscitan, es necesario interrogar la identidad de su legado. Dicho de otra manera, si el arquetipo-modelo de Occidente es una ciudad, y esa ciudad-modelo es esencialmente democrática, es necesario interrogarse no solamente sobre la singularidad del sistema político como tal, sino también sobre la singularidad de la ciudad que volvió posible tal sistema, en cuanto espacio y lugar de vida. ¿Qué singulariza, define y circunscribe la unicidad de Atenas, en cuanto espacio fundador de la democracia? Si es necesario hablar de espacio, cuando se habla de Atenas, es porque la invención de la polis democrática no fue solamente una revolución operada en el plano de la filosofía y de la política; la invención de la polis democrática es sobre todo la expresión fundamental de una revolución espacial. Una revolución que sería inapropiado llamar científica, porque la idea misma de ciencia dependerá de ella; se trata de una revolución que es justo llamar, simplemente, geométrica. Atenas es democrática, o más bien se vuelve democrática, a partir del momento en que la geometría invade el espacio social.

La geometría llega a Grecia en manos de los siete legendarios Sophoi, los siete Sabios de la Grecia arcaica, quienes la aprenden, según la leyenda, de los sacerdotes egipcios. Tales de Mileto, ejemplo supremo de los siete Sophoi, primer pensador de la naturaleza y ancestro de todo filósofo, es sobre todo un geómetra ejemplar. Pero es Solón de Atenas, poeta, legislador, y geómetra, quién opera el giro fundamental en nuestra historia. Solón es el primero en traducir los fundamentos de la geometría en ley o, más bien, el primero en aplicar las leyes de la geometría a las leyes injustas de los humanos. Es decir, él fue el primero en reformar el espacio injusto de la ciudad introduciéndolo en la espacialidad imparcial de la geometría. Solón es el padre de la democracia ateniense, responsable de la introducción de una de las ideas más radicales de la geometría: la isonomía, es decir, la igualdad (isoi) de todo ciudadano ante la ley (nomos). “Lo igual no puede engendrar guerra”, según Solón. Bajo esa idea, y principio, reformó la ley de Atenas en dos aspectos fundamentales. En primer lugar, creó lo que hoy llamaríamos una “asamblea popular” al abrir la asamblea a la voz de todo ciudadano. En segundo lugar, creó un verdadero tribunal del pueblo –la Heliea–, cuyas funciones fueron abiertas, de manera equitativa, a todo ciudadano. La justicia, y la acción politica, comenzaron a medirse con la medida de la igualdad geométrica.

Solón dio el primer paso, introduciendo la igualdad neutra de la ley geométrica en la ley humana, pero es el ancestro de Pericles, Clístenes de Atenas, quién la aplicó literalmente al espacio social, y topográfico, de la ciudad. Clístenes entendió que la injusticia y la asimetría del poder –la dominación– se expresan ante todo en el espacio social, en la manera en la que los diferentes grupos y facciones sociales se apropian el espacio para vivir. Los pobres siempre son expulsados a la periferia, o encerrados en un centro desolado. En todo caso, pobres y ricos viven siempre separados, como si su futuro y su bienestar no fuesen, en el fondo, comunes. Clístenes decide, por lo tanto, expandir la neutralidad del espacio geométrico más allá de la esfera jurídica y aplicar la simetría, la proporcionalidad y la igualdad al espacio social.

Primero, reforma del cuerpo social: Clístenes redistribuyó la demografía de Atenas, creando más de cien grupos sociales llamados demos o municipalidades. Luego, las reagrupó en diez nuevas tribus proporcionalmente justas, es decir, compuestas cada una por todas las clases sociales, asegurándose así que el lazo social y el interés común prevalezcan sobre el interés privado y de sangre. La pertenencia o la proveniencia de un ciudadano es, a partir de ese momento, su demos, no su apellido o su familia. En segundo lugar, reforma del espacio social: Atenas –la región del Ática– fue literalmente dividida y reorganizada en tres nuevas regiones geográficas (costa, rural, urbana), y cada una de ellas fue dividida en diez distritos en donde las nuevas tribus fueron instaladas. Compartir el espacio, de manera homogénea, para compartir de manera más justa el poder. Al distribuir de otra manera el espacio topográfico, distribuyendo a los individuos no en conformidad con las divisiones sociales, Clístenes redistribuyó, de manera más justa y proporcional la participación misma al poder. La preeminencia arcaica de los lazos de sangre, que solo tienen por lazo el interés privado, fue así cortada. En su lugar, se erigió una nueva figura de la ley, en donde la justicia se mide con la ley de lo igual. A partir de ese momento, los ciudadanos de Atenas comienzan a llamarse semejantes (homoios), porque son iguales (isoi) ante la ley. He ahí el germen de la democracia profundamente anclado en la idealidad geométrica.

A través de Clístenes, la igualdad se vuelve una fuerza positiva y dinámica, una fuerza de neutralización de toda jerarquía o asimetría sin fundamento, que introduce una nueva idea y manera de vivir el espacio: la ciudad es como una figura geométrica, como un círculo que tiene un centro –el Ágora–; un centro que no confisca el poder de manera injusta, sino que lo distribuye equitativamente a todo ciudadano. En un círculo, el centro nos permite pensar la igualdad entre todas las líneas que lo atraviesan. La misma función tiene el Ágora; es el punto central en el espacio de la ciudad que dictamina la igualdad, ante la ley, de todo ciudadano respecto de cualquier otro. La polis democrática, la ciudad transformada en cuerpo y espíritu por la idealidad geométrica –por la ley de la isonomía– expresa y simboliza la creación de un verdadero espacio común. La isonomía abre la posibilidad de una comunidad en el espacio y del espacio, es decir la posibilidad del espacio público.

Pocos entendieron la fuerza y la novedad de esta revolución con la misma acuidad que Platón. Presentado eternamente como el primer adversario, por no decir enemigo de la democracia, Platón es en realidad el primero de los más profundos pensadores de la democracia. La obra entera de Platón es, en realidad, una larga meditación sobre el fracaso de la democracia ateniense. Lo que Platón entiende es que el régimen isonómico de Pericles, Clístenes y Solón, no logra solamente introducir una igualdad radical entre todos los ciudadanos. Platón concibe que la igualdad ante la ley, en democracia, se traduce necesariamente en la igualdad radical de la palabra, del discurso, del logos. ¿Cómo se manifiesta la isonomía, cómo se expresa concreta y políticamente si no es a través del acto de tomar la palabra, de manipular el discurso para defender su punto de vista, su opinión? En democracia, todo discurso, toda opinión es legítima –poco importa quién la pronuncie– porque todas son iguales. El discurso, en democracia, se vuelve el rey, o será rey quién lo domine.

La isonomía libera la potencialidad del discurso y de la opinión, es decir la potencialidad del individuo y, como lo teme Platón, la potencialidad infinita del deseo. Platón constata que la democracia, régimen geométrico de la medida y de la simetría, del orden y de la ley, libera súbitamente el deseo desordenado e indeterminado de todo individuo. Su gran temor es que la democracia no sea en el fondo más que el reino, o más bien la tiranía camuflada del deseo –de unos cuantos– y, por lo tanto, el reino brutal del interés privado. Liberado de la opresión de la tiranía y de la oligarquía, el individuo democrático puede dar rienda suelta a su deseo, es decir vivir como le plazca, vivir en fin para sí, por su interés. Es de esta libertad democrática, y topográfica, que emergen la sofística, la tragedia, la explosión de las artes y, por supuesto, la filosofía como tal, en cuanto ciencia del discurso. Es decir, toda la gloria del modelo que produce aún sus efectos. Pero es a causa de la libertad democrática también que se instala, políticamente, el desorden estructural del Ágora, es decir la confrontación inevitable de opiniones radicalmente distintas –y sin embargo estructuralmente iguales–, el conflicto de intereses personales que no logra adicionarse en interés colectivo. Confrontación y conflicto que no pueden ser resueltos sino por el asentimiento de la mayoría, del demos, sea cual sea su veredicto: es así que, irónicamente, la democracia produjo –y continúa produciendo– su propia ruina, rindiéndose una y otra vez a la tiranía. Tal como Platón lo predijo.

Este desorden, que Platón teme, y que a toda costa desea contener, resulta sin embargo del conflicto inevitable que atraviesa la vida de toda ciudad, como la de todo individuo: es libre quién se busca, es decir quién no sabe a dónde va y, por lo tanto, está expuesto al error y al cambio. Como Protágoras lo dice a través de la pluma de Platón, la democracia y el individuo democrático son el resultado inevitable del error –y del olvido– de Epimeteo. Éste es tal vez el legado ambiguo de Atenas y de su democracia, que continúa acechándonos, el legado inimitable de una libertad en busca de normas y conocimiento, de leyes e instituciones capaces de contener el desorden inevitable de su deseo.

 

 

 

 

Realidad y utopía: poder y pueblo

Lilia Lemos Játiva
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No hay democracia. Lo que llaman opinión pública es una opinión mediática, una opinión creada por la educación y por los medios. Ambas cosas interesadas en lo que interesa al poder, porque el poder controla los medios y la educación.

José Luís Sampedro

Seamos realistas pidamos lo imposible.

Herbert Marcuse

 

La democracia es más utopía que realidad y la utopía es más ficción que realidad pero como toda ficción, parte de (al menos) una realidad. Una dura realidad es la del poder: al poder no le interesa la democracia. La democracia es más bien un asunto de la ciudadanía. Y dado que consiste en la participación real y efectiva, no en la manipulación ni el efectismo del poder, podemos decir que parte de la confianza en el ser humano, en sus capacidades para pensar, comunicarse y tomar decisiones.

El asunto de la credibilidad en las personas, que tiene que ver con las posturas sobre la condición (de la especie) humana, puede remontarse a la China de hace 20 siglos. Mengzi decía que había en la condición humana una tendencia congénita hacia la benevolencia, la compasión, la corrección y la justicia; tendencia que si no se cultiva se termina perdiendo. Para Xunzi los humanos seríamos congénitamente agresivos, egoístas y pendencieros; solo la educación y la cultura lograrían superar esas tendencias naturales y llevarnos a la benevolencia. Los dos llegaban, por la vía genética o por la de la cultura y la educación, a la necesaria benevolencia entre los seres humanos para la supervivencia y la convivencia social. Más adelante en la historia, Aristóteles, Sócrates, Platón,  Maquiavelo, Rousseau –entre otros– siguieron pensando en las posibilidades e imposibilidades de la democracia (“el poder del pueblo”), cada vez más relacionada con los derechos humanos, incluido el de la participación.

En Norteamérica, hace dos siglos, en el Estado de Nueva York, hubo una “Gran Ley de la Paz” que establecía límites al poder de quienes gobernaban: los hombres dirigían los ejércitos y las mujeres dirigían los clanes. En el siglo XX desaparecen la mayor parte de las monarquías y las dictaduras, se afianza la autodeterminación de los pueblos y los derechos humanos, en gran medida gracias precisamente a la participación del pueblo en luchas sociales históricas por la libertad, la igualdad y la dignidad. Pero la democracia fue y sigue siendo usada para el simulacro de la libertad que hemos vivido gracias al poder del mercado y/o del Estado, con mayores o menores niveles de represión. Puesto que si no somos libres, no somos. Ser libres es condición para ser. Si no somos libres no hay democracia real posible. Hay simulacro de democracia que es peor que un absolutismo frontal.

Mientras no lleguemos a la anarquía o libertarismo, a la ausencia de poderes –utopía más lejana aún que la democracia–, se requiere que acordemos reglas de convivencia que limiten los poderes y sus abusos, que protejan las libertades. Y para ser libres, debemos poder pensar y sentir libremente. Y luego expresarnos responsablemente. Y convivir armónicamente. Por eso se requiere cultivar la necesidad y la posibilidad de la convivencia libre y pacífica, que nos permita ser plenos, libres, solidarios, creativos, casi felices. Porque el ser humano puede “ser” únicamente en la medida de sus relaciones con los otros individuos, pues los necesita para el amor. Y para asumir en esos marcos las diferencias y enfrentar las divergencias y dialogar y acordar.

Pero de hecho la historia de la humanidad está llena de guerras y muertes, y resulta grato pensar que la evolución del ser humano debería permitir el desarrollo de relaciones de conocimiento y reconocimiento, que generen vínculos de afecto, que posibiliten ese anhelado bien estar propio de toda persona. Y esto en gran medida dependerá del desarrollo de relaciones basadas en el respeto al otro, al diferente, que nos abren a otras posibilidades, que nos permiten crecer como seres humanos. Para lo cual sin duda habrá que tomar algún camino, sendero o trocha que no es este que nos ha llevado donde la democracia sirve para convertirnos en una sucesión de seres poco humanos, poco sensibles, poco inteligentes, poco pensantes, poco solidarios, poco arriesgados, poco amorosos y bastante infelices.

Para Rosana Reguillo, la encarnación de alguna bruja medieval que fue a parar a México, la precarización estructural a la que se ha llegado –con todo y democracia–, y que genera pobreza, exclusión, discriminación, violencia, genera además una precarización en las subjetividades lo cual dificulta –si no impide– la construcción de personas, de libertades, de vidas, de sentidos, de relaciones, de afectos. Quizás por la globalización del poder mundial, la teoría de la democracia en zonas pequeñas donde la gente pueda entablar contacto, conocerse y tomar decisiones libremente por el bien común, siga siendo una utopía. Quizás la pequeña aldea ha devenido en una gran nebulosa. Quizás por esto, a fines del 2017, hayan quemado simbólicamente en Brasil a una reencarnación más de otra bruja medieval, de familia materna húngaro-ruso-judía cuya mayor parte murió en el Holocausto, que fue a nacer en 1956 en los Estados Unidos.

En Brasil, en noviembre de 2017, quemaron una imagen de la feminista Judith Butler. La conferencia que tenía prevista en Sao Paulo era sobre Los fines de la democracia pero parece que el ambiente social se dirigía a que el imaginario imperante leyera La finalización de la democracia más que Los objetivos de la democracia. Más de 360.000 personas firmaron una petición para decir que Butler no era bienvenida en ese encuentro que buscaba las razones del aumento de los movimientos populistas y los desafíos que enfrenta la soberanía nacional en los sistemas democráticos. Judith Butler, a propósito de su quema simbólica, dice:

Estaba invitada a un evento internacional sobre populismo, autoritarismo y la actual preocupación de que la democracia esté bajo ataque… Y la apertura ética es importante para una democracia que incluya la libertad de expresión de género como una de las libertades democráticas fundamentales, que visualice la igualdad de las mujeres como pieza esencial de un compromiso democrático con la igualdad y que considere la discriminación, el acoso y el asesinato como factores que debilitan cualquier política que tenga aspiraciones democráticas. Cuando violencia y odio se tornan instrumentos de la política y de la moral religiosa, entonces la democracia es amenazada por aquellos que pretenden rasgar el tejido social, punir las diferencias y sabotear los vínculos sociales necesarios para sustentar nuestra convivencia aquí en la Tierra.

Imagen: Agencia EFE

Hay entonces casos en los que las expresiones y opiniones del pueblo son inducidas por el poder que manipula el pensamiento y las acciones lo cual dista diametralmente de la participación en la que las individualidades que conforman ese pueblo acceden a espacios de conocimiento, reflexión y manifestación libre y voluntaria que es la única manera en la que la democracia puede crecer y fortalecerse como “el poder del pueblo” para el pueblo, para su libertad y su bien estar.

En Ecuador también la democracia se tambalea. A finales del año pasado, el periodista Roberto Aguilar fue agredido en una de las llamadas fiestas de la democracia, que concentró unas 600 personas:

A inicios de este año, un importante porcentaje de personas que no acudieron al llamado democrático, que contó con poca participación real, partiendo de la confusión que generaron las preguntas en quienes acudieron y en quienes no lo hicieron; hubo cierto tufo a manipulación cubierto con caramelo democrático. No nombrar a Dios en vano, dicen; no nombrar la democracia en vano, digo. Para el poder que vive de mentiras, impunidad y miedo, la otra o a el otro no valen. Y esto no es lo peor. Lo “peor de lo peor” es “la cantidad de cómplices que necesita y que efectivamente tiene un abusador para conseguir su impunidad”, como dice, en Página 12, otra bruja: Malena Pichot. Así, la democracia resulta una gran mentira, lo cual es una gran verdad. Y no dejará de ser una utopía si no logramos asumir la democracia como el sistema que puede permitir el desarrollo del ser humano a partir del goce de oportunidades de crecimiento para la actuación libre y criteriosa.

Si pensamos, entendemos y asumimos a la democracia como la posibilidad de “mantener encendida la esperanza por una vida común no violenta y el compromiso con la igualdad y la libertad, un sistema en el cual la intolerancia no se transforma en simple tolerancia, pero es superada por la afirmación corajosa de nuestras diferencias” como propone Judith Butler, la utopía de la democracia podría ser cada día más una realidad. Y la paz podría llegar a ser más que una noche al año.

 

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Unsplash: Sacha Styles; Jeremy Cai

Democracia, el juego epicúreo

Carlos Reyes

 

El siglo que acaba de empezar exhibe una confusión con marca propia, fuertemente identitaria y victimista, resistida con algo de éxito quizá solo hasta finales del XX, y que afecta de manera particular lo que se discute como democracia. Si la posmodernidad se obsesionó por apabullar a la Ilustración –la instancia que da forma a la democracia moderna– por el atrevimiento de postular que la humanidad logre su adultez, y así valerse por sí misma, lo que sucede en estas décadas aparece como una abdicación de aquella ambición.

Pocas invenciones estrictamente humanas (ilustradas) como la democracia gozan aún la consideración de ser asumidas como virtuosas. Asimilada en el concepto de justicia –y con más fuerza aún en la llamada justicia social– la democracia es elevada, por sobre la mayoría de sistemas, como aquel que ayuda a satisfacer las necesidades humanas de manera excepcional. Las virtudes de la democracia le permiten, por decirlo de alguna manera, lograr consenso sin deliberación sobre su utilidad como sistema. Sin embargo, el descontento ciudadano contemporáneo con la democracia –a pesar de su contribución en múltiples logros globales– se muestra progresivo, y esto quizá se deba a la confusión que impregna estas décadas tempranas. Esta confusión tiene que ver con su posibilidad y sus límites.

Poco antes de su expansión –por el colapso urgente del socialismo soviético y el martilleo que picó la cortina de hierro– la democracia se daba como posibilidad en dos vertientes, una “liberal” y otra “popular”. La posibilidad democrática era entonces mayormente aquella de la competencia entre dos sistemas, contrapuestos en términos de logros económicos y de bienestar relativo. Una vez que el mundo pudo apreciar la magnitud del experimento igualitarista en manos del partido único, se pudo ver cómo operaba la imposibilidad democrática y la muerte de toda política. Hasta entonces todo quedaba más o menos claro. A partir de la década del 90 la deriva –más socialdemócrata que liberal– de la propia democracia se planteó como la superviviente de las revueltas y los paseos de tanques por las calles de Europa del este. Al finalizar las protestas la democracia no solo era posibilidad, sino que fue imperativa.

Tras el remezón la demanda “popular” exigió al sistema triunfador que arroje prontamente los beneficios socioeconómicos cuya conformación había tomado largo tiempo y sacrificios. El repliegue de la democracia “popular” fue solo una etapa de recomposición que prontamente impugnaría toda democracia y se atrincheraría en las concepciones más utilitaristas de la justicia. Los huérfanos del desmantelamiento del gran aparataje antipolítico del socialismo en poco tiempo resurgieron y se propusieron hacer algo con la democracia.

Con la aparición en 1971 de A Theory of Justice se puede apreciar la corriente de pensamiento que buscaría arbitrar los resultados de la disputa antes descrita, y que orientaría lo que sucedido con la posibilidad democrática décadas después. En su Teoría John Rawls se propone, entre otras metas, refrescar el debate sobre la justicia, y lo hace a vísperas del surgimiento de lo que algunos llaman sociedad post industrial. El momento en el que emerge A Theory no podría acaso ser más oportuno, en tanto la mecanización y la computación inicial de toda industria avisaba con buena anticipación que lo laborista tendría los días contados, y que en poco tiempo el obrero no requeriría trabajar, sino programar el trabajo.

El doble carácter kantiano y contractualista de A Theory regresa al tema clásico de los principios universales (Kant) asentados en la breve tradición democrática ilustrada, y habla de varios compromisos que, según su autor, son imprescindibles para enlazar la autonomía individual con lo social. La teoría/propuesta de Rawls –puede decirse a día de hoy– ha sido la elegida mayormente por las actuales democracias; los regímenes políticos contemporáneos plasman, con sus diferencias, los principios de redistribución y equidad (fairness) que plantea A Theory. Sin embargo, aparte de los problemas que se ha señalado sobre la propuesta de Rawls (algunos ejemplos en las críticas de Sullivan y Pecorino, McCabe o Dasgupta) surge el de la democracia como reflejo de la justicia social. La justicia es el marco común de entendimiento social y la democracia sería su apéndice, su efecto. Por esta vía de razonamiento, ¿habría acaso algo imposible para la democracia cuando lo que está en juego es la satisfacción de la justicia? Y por el mismo camino, cuando entre otros requisitos la democracia requiere adquirir un carácter de tradición para mantenerse vigente, ¿qué clase de tradición democrática se encargaría de administrar justicia en un contexto de recelo (si no cólera) ante cualquier tradición?

En la justicia de A Theory la responsabilidad moral formula varias reglas de convivencia pensadas para atender al otro-como-si-fuera-yo-mismo. Rawls alienta a considerarnos unos a otros e invoca contratar una justicia que se encargue especialmente de unos otros vulnerables a la mala suerte. La justicia social debe procurar “ser justa” con los menos favorecidos, ante unos potenciales “podría-tocarme-una-situación-injusta”. A la manera de Epicuro, la justicia social de Rawls apela a la evasión del sufrimiento como lo primordial, pero en el caso del profesor de Harvard se agrega un tono ciertamente piadoso. Con este insumo la democracia resultante tendrá que elaborar normas y facultar al Estado para regular las relaciones sociales. Así, el tipo de justicia que inspire la democracia se enfocará en vigilar la satisfacción de la víctima. Según A Theory of Justice, «Hay, entonces, otro sentido de nobleza obliga: a saber, que aquellos más privilegiados probablemente adquieran obligaciones que los vinculen aún más fuertemente a un esquema justo» (p. 100). El sentido que propone Rawls para hablar de privilegios sugiere que los ciudadanos son diferentes por sus responsabilidades. Los ciudadanos-víctimas están menos sujetos al esquema de justicia que el resto. Posteriormente, cuando esta forma de justicia inspira la práctica democrática la victimización es un insumo importante de credibilidad electoral. Para hacer justicia es requisito entonces elegir a perseguidos, olvidados y oprimidos, mostrarse como uno de ellos para concursar; o anunciarse como su representante. Con el afán de minimizar la penuria, el juego epicúreo de la democracia obtiene del resarcimiento una de sus materias principales de acción política.

En torno a la democracia se pone en marcha el juego de todas las reivindicaciones imaginables como artilugio electoral, y he allí la primera parte de la confusión contemporánea: ¿cómo la supuesta virtud democrática provoca malestar? ¿Cómo lo que está pensado para sosegar es –o parece– injusto? La victoria electoral, resultante de este tipo de justicia, faculta al ganador a proponerse reingenierías institucionales en nombre de lo social. Pero además aquello descubre que la victimización no es patrimonio de ningún partido: todos pueden ser víctimas y competir en campaña con esa consigna. El candidato-víctima recurrirá a tópicos sobre su supuesto victimario refiriéndose a este como opresor, poderoso, indolente, capaz de afectar a los más vulnerables, dispuesto a afectar la grandeza del país, presto a ofender a la patria.

Si en un tiempo hubo unas cuantas variaciones políticas en la discusión sobre cómo utilizar el sistema democrático de la mejor manera, tras el desplome de finales de los noventa, la oferta se multiplicó de manera impresionante. Desde los partidos (populares, radicales, nacionales, plurinacionales, patrióticos, humanistas, constitucionalistas, reformistas, revolucionarios, locales, regionales, liberales, demócratas), desde cada color político y agrupación de la sociedad civil (verdes, naranjas, morados, aliados, concertados, unidos, coaligados, libres, unionistas, frentistas) y también desde la academia, la democracia se ofrece en versiones ilimitadas.

Con la gran disponibilidad de variantes democráticas los límites del sistema ya solo se dan en torno a lo que se dice de ella, con lo que se promete en su nombre. Dice Tocqueville en La democracia en América que “en los pueblos democráticos el público goza de un poder singular que en las naciones aristocráticas es inimaginable. No persuade, sino que impone sus creencias y las sugiere en las almas por la presión inmensa del espíritu de todos sobre la inteligencia de cada uno” (T. II, p. 23). El poder de un “público” habilitado por lo democrático es inimaginable, advierte Tocqueville, y por ello también escapa a lo decible, a cualquier límite que pueda buscarse en la propia democracia. En torno a lo que se puede decir, Wittgenstein nota que aquello indecible, para lo que las palabras no ofrecen sentido (senseless) es mejor callar, e incluye en esto a la política. Porque todo lo que se diga sin aportar a la comprensión del mundo acaba creando confusión. En política lo que se dice actualmente que hace la democracia, en lugar de aclarar sus servicios logra disolver su sentido más general: convierte toda política en insignificante (meaningless).

La democracia, ya sea participativa, social, directa, representativa, liberal, delegativa, autoritaria, parlamentaria, etc., depende invariablemente de la forma de justicia (social) que impere. ¿Y entonces qué aporta significativamente toda esta adjetivación al concepto y a su práctica? El juego epicúreo de la democracia, luego de seleccionar a las víctimas más apropiadas, se dedica a impartir justicia social sin importar la organización política en el cargo. Y lo hace sin límites. Un reflejo de ello es el engorde normativo de las democracias más entusiastas con la justicia social; en ellas se dictan con facilidad nuevas y gruesas leyes redistributivas y códigos equitativos, prestos a asistir al ciudadano-vulnerable, convirtiéndolo en “dependiente”. El doble problema de la democracia (su posibilidad y límites) radica en su desbordamiento victimista y luego en la supuesta pluralidad de sus significados. Esto no quiere decir que la democracia debería imposibilitarse o limitarse, sino que los oportuno sería exponer el juego asistencialista de intereses que se pasea actualmente como si fuera lo justo.

Si las posibilidades de la democracia no se piensan desde lo justo, sino con motivos justicieros, y si no hay una discusión ciudadana que pueda racionalizar la multiplicidad de ofertas democráticas (más allá de dejar que “hablen las urnas”), el sistema ilustrado de representación y elección no hará mucho más que lo que circule como socialmente justo. Es hacia la justicia y una crítica sobre cuán pertinente es su carácter social-victimista-asistencial que tendría que dirigirse el debate sobre la  posibilidad y límites de la democracia. La abdicación de la ambición ilustrada de adultez es probablemente el reto más interesante que se de en las democracias contemporáneas. Por lo pronto, dichas democracias no hacen sino expresar lo que las confusas ansiedades mileniales consideran “justo”, en el juego del descontento ciudadano.

 

Imagen: Dariusz Sankowsk / Pixabay

El error de Epimeteo

Fernando Albán
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El mito de la democracia

En el segundo tomo de la Historia de la filosofía, una vez que se ha expuesto el lugar que los sofistas ocupan en el ámbito del pensamiento griego, Hegel prosigue con la exhibición del método que empleaban, de su modo de proceder, y, para ello, se remite al Protágoras de Platón. La sofística no consiste, solamente, en el cultivo de la destreza expositiva, como tampoco cree que la multiplicación de los puntos de vista para enfocar en todos sus aspectos un determinado problema es suficiente. El arte de los sofistas exige, además, ser velado y disfrazado de diversos modos. Homero y Hesíodo practicaron la sofística bajo la forma de la poesía; Orfeo y Museo la envolvían bajo el ropaje de los misterios y los oráculos; otros recurrían a la gimnástica o a la música. Protágoras, sin embargo, prefería no esconderse. Para enseñar al hombre a regentar del modo más hábil los asuntos de Estado, Protágoras afirma que es preciso confesar abiertamente que se es un sofista. Sócrates, al escuchar que la virtud política puede ser enseñada, no oculta su descontento e inconformidad; arguyendo como un sofista, invoca, como apoyo para su tesis, a la experiencia: Pericles, que dominó el arte de la política, nunca intentó transmitir esta ciencia a sus hijos. El arte de la política carece de discípulos.

Protágoras responde que es posible enseñar la virtud política y, para explicar cuáles son las razones que empujan a creer lo contrario, recurre a la máscara del mito. En respuesta a un encargo de los dioses, Epimeteo repartió entre los seres el vigor, la velocidad, la fuerza, el pelaje, las cuevas, la capacidad de volar; concluyó su distribución con la mayor igualdad posible, de tal manera que ninguna de las especies pudiera ser destruida. Prometeo, al revisar la distribución que Epimeteo había hecho, se percató de que los hombres yacían desnudos, inermes e impotentes. La falta de previsión de Epimeteo había determinado que ya no quedara nada que entregarles a los humanos cuando llegó su turno. Prometeo, entonces, al acercarse el momento en que los humanos debían salir a la luz, robó a Hefaistos el fuego y a Atenea la sabiduría, y se los entregó para que pudieran hacer frente a sus necesidades. Pero, al carecer los mortales de sabiduría política, su vida quedó a merced de la discordia. Fue entonces que Zeus, movido por la compasión, ordenó a Hermes que les infundiese pudor y justicia con el propósito de que pudiesen construir ciudades y anudar lazos de amistad. Hermes preguntó si los dones debían ser repartidos entre algunos hombres solamente; Zeus respondió que debían ser entregados a todos por igual, pues ninguna comunidad social puede subsistir si solamente unos cuantos poseen dichos dones. De ahí que, en Atenas, cuando se trataba de tomar acuerdos sobre los asuntos del Estado, todos estaban en capacidad de intervenir.

Lo que resulta paradójico es que, una vez concluida la exposición del mito por parte del sofista, las mismas razones permiten sostener que la virtud política —es decir, el pudor y la justicia— puede y no puede ser enseñada. De ahí que Protágoras afirme, siguiendo el sentido fundamental del mito, que todos los seres humanos son igualmente susceptibles de adquirir, por medio de la enseñanza, el arte de la política. De cualquier manera, se enseñe o no, lo esencial del mito es que la virtud política es la cualidad general de todos los hombres. Esto se torna evidente cuando Protágoras señala que nadie se rehúsa a enseñar a los demás lo que es justo, como tampoco a mantener en secreto la ciencia de la política como si fuese un bien al que se posee de manera privada. La justicia es un bien que se posee en común, y, por lo tanto, en lo que atañe al arte de la política, «todos son enseñados por todos» (Hegel, Historia de la Filosofía II). Posiblemente, consideraciones similares son las que llevaron a Jacques Rancière a sostener con insistencia que la democracia, antes de ser un “régimen político”, es el régimen mismo de la política. Siguiendo esta premisa, la política no puede sustentarse en desigualdades naturales o sociales; de ahí que «la condición para que un gobierno sea político es que esté fundado en la ausencia de título para gobernar» (Rancière, El odio a la democracia). La democracia, como régimen de lo político, revela que la igualdad —el pudor y la justicia que se posee en igual medida— se convierte en el fundamento del poder común. Solo entonces la legitimidad de un gobierno depende del estricto hecho de ser político; es decir, de carecer, en el ejercicio de gobernar, de título o de fundamento legitimador. La democracia está regida, tal como lo entiende Rancière, por la «ley de la suerte». La institución democrática por excelencia, entonces, es el sorteo.

El mito del político

En el Político de Platón, se define a la «política» como «el arte de apacentar hombres». Y es indiferente si se califica a la política como arte o como ciencia, puesto que, en cualquier caso, es indispensable el conocimiento para conducir al rebaño. De ahí que el hombre político —el filósofo— haya sido también relacionado con el cochero, al cual, gracias al saber que posee, se le entregan las riendas de la ciudad. Pero, al ser el político un tipo determinado de pastor, es necesario diferenciarlo de todos aquellos que destinan su labor a la crianza del rebaño humano. Con este propósito, Platón se sirve de un extenso mito que trata sobre la reversión periódica del universo y sobre el impacto que este evento tiene en la configuración de la vida humana. Cuenta el mito que, en la época de Cronos, dios personalmente conduce el movimiento circular del universo, mientras que, en la época de Zeus, el universo está a su propia merced; es, en esa libertad, que el universo empieza a circular en sentido retrógrado. Al principio, cuando el dios regía el movimiento circular, todas las partes del mundo estaban distribuidas y apacientadas por diversos dioses. Es así que, en la época de Cronos, los humanos carecían de regímenes políticos y brotaban espontáneamente de la tierra de la que recibían una profusión de frutos. En la marcha retrógrada del universo, la raza nacida de la tierra desapareció por completo, pues ya no le era posible al ser vivo nacer y subsistir por acción de agentes exteriores. Al ser el mundo amo y señor de su nuevo curso, todos los seres recogidos en su seno debían enfrentarse a la misma suerte. De este modo, una vez que los hombres se quedaron privados del cuidado de los dioses, fue necesario que el político cuide de ellos.

En el período en que dios dirige la marcha del universo, este se comporta siempre de manera idéntica y se mantiene en conformidad consigo mismo, pues la inteligencia logra imponer un pleno dominio sobre el elemento corpóreo. Por el contrario, el universo de la época de Zeus está abandonado a su suerte y, por lo tanto, las cosas que anidan en él se encaminan a su corrupción; se trata de un mundo más heterogéneo y que participa cada vez menos del ser. Librado a sí mismo el universo degenera en una organización cada vez más confusa que lo arrastra hacia la región en la que prima la desemejanza. Hoy vivimos en el período cósmico que resulta del abandono del dios; época en la cual, por lo demás, son indispensables las ciudades en cuyo ámbito se suscita el problema de la política y del político. Precisamente, el político es el relevo del dios en la época retrógrada, puesto que posee «una ciencia relativa a las acciones» que lo vuelve apto para apacentar al rebaño humano. Gracias a la posesión de la ciencia, el político es capaz de mesurar el más y el menos, no solamente en su relación recíproca, sino «con la realización del justo medio». Es decir, el político mide teniendo en cuenta la relación que una acción guarda con la medida justa, absoluta. Además, la posesión del patrón absoluto —la justa medida— es lo que permite al político colocarse por sobre la ley y justificar, al mismo tiempo, el carácter absoluto del poder. De ahí que, el único límite del político sea el que brota de su propio saber. «Por necesidad, entonces, de entre los regímenes políticos, al parecer, es recto por excelencia y el único régimen político que puede serlo aquel en el cual sea posible descubrir que quienes gobiernan son en verdad dueños de una ciencia y no sólo pasan por serlo [como el sofista]; sea que gobiernen conforme a leyes o sin leyes, con el consentimiento de los gobernados o por imposición forzada, sean pobres o ricos, nada de esto ha de tenerse en cuenta para determinar ningún tipo de rectitud» (Platón, Político).

Solo el régimen político fundado en el saber de un único individuo es auténticamente político, pues «ninguna muchedumbre de ningún tipo sería jamás capaz de adquirir tal ciencia y de administrar una ciudad con inteligencia» (Político). Y, en cuanto a las otras formas de gobierno, no resultan ser más que imitaciones del régimen perfecto en el que gobierna un solo político dotado de ciencia. Esta forma perfecta de gobierno, la única legítima para Platón, funciona como patrón para juzgar a las otras, bajo el criterio de mayor o menor proximidad respecto de esta forma de gobierno ideal. En la estructura jerárquica que se despliega a partir del arquetipo ideal, los regímenes «que están regidos por buenas leyes» tienen la virtud de imitar de mejor manera al régimen absoluto, aun si no llegan a ser considerados como propiamente políticos. Esta exclusión, del ámbito de la política de los regímenes basados en la «función legislativa», se debe a que la ley, por su alcance universal abstracto, no puede dar cuenta de «las desemenjanzas que existen entre los hombres, así como de sus acciones», puesto que ningún asunto humano es estático. Es decir, la ley procede como si fuese un hombre fatuo que dice no a todas las iniciativas que sean ajenas a las disposiciones elaboradas por él. En consecuencia, el legislador no está en condiciones de «atribuir con exactitud a cada uno en particular lo que le conviene».

El político es el encargado de superar el límite inherente a la ley, reduciendo el movimiento retrógrado que separa la época de Cronos —lo universal abstracto— de la de Zeus —lo particular concreto—. El Político de Platón configura el escenario propicio para que el gobernante prescriba la justa medida para cada acción humana. Se trata de la configuración de una vida en la cual las reglas se encuentran tan ajustadas a las acciones de los individuos que terminan sumiéndolos en la esclavitud. De ahí que el efecto de la acción del Político consista en hacer que la regla se confunda con la realidad, solo entonces aquella resulta incuestionable. La regla, dice Castoriadis en Sobre el Político de Platón, no debe adherirse a nosotros como la túnica de Neso se adhiere al cuerpo de Heracles. Y este muere porque es una túnica envenenada. Solo podríamos apartarnos de las reglas arrancándonos la piel.

Dos mitos, dos sentidos antagónicos de la política. El Político real cuyo gesto consiste en hacer de «su arte ley» y Protágoras, el sofista, hombre democrático cuyo ser es la palabra: virtud poética que reposa en la confianza; confianza, por ejemplo, en la igualdad de las inteligencias. Al final del Protágoras, Sócrates reconoce que el engaño de Epimeteo hizo que reine la confusión. Así, una vez concluido el diálogo no es lícito afirmar si la virtud política puede ser enseñada o no, como tampoco se puede saber si el engaño de Epimeteo «en la distribución que hizo» fue el efecto de un descuido. Epimeteo, por descuido o por error, hace que la confusión reine por todos lados, su gesto recuerda oscuramente que la democracia, más que una forma de gobierno, es la irreductible ingobernabilidad sobre la que todo arte de gobernar se funda. La democracia es el régimen de la política sin el político.

 

Imagen: Carl Raw on Unsplash

Entre el horror y la democracia, la comunidad

Ruth Gordillo R.
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“El infinito del abandono”, “la comunidad de los que no tienen comunidad”.

Blanchot. La comunidad inconfesable

 

A Georges Bataille se le atribuye un texto breve titulado La unidad en llamas. Lo copio aquí para traer a la comunidad y dejar que ella hable; lo hago porque creo que en estas palabras, se determina aquello que se ha olvidado cuando se dice “democracia”; pero, sobre todo, porque en este olvido se cierra la posibilidad de constituirla; digamos que la unidad, supuesto de la democracia, se enciende y consume en los arrebatos de la masa informe que se reúne ‒como dice P. Lacoue-Labarthe en la Conferencia El horror occidental en torno al mito fundador, el mito de la verdad, verdad anterior a “toda demostración y a todo protocolo lógico”.

El primero de los dos párrafos que componen el texto de Bataille dice:

…un sentimiento de la unidad en comunión. Es el sentimiento que experimenta un grupo humano cuando se representa a sí mismo como una fuerza intacta y completa; surge y se exalta en las fiestas y en las asambleas: un profundo deseo de cohesión la eleva entonces sobre las oposiciones, los aislamientos, las rivalidades de la vida diaria y profana.

¿Cuál es la fuerza que propicia la unidad y dirige a los grupos humanos a la comunión? Para Bataille es el principio de la insuficiencia que determina a cada uno; principio que, en La comunidad inconfesable, Blanchot, define en la “impugnación” del yo, resultado de la exposición al otro. El acto desesperado y casi suicida que destina a cada uno en dirección de los otros, lleva consigo el deseo de comunidad; pero, ¿es posible elevarse sobre las pulsiones narcisistas que constituyen nuestros parajes íntimos y secretos? Parece que no, o que, al menos, cuando se consuma la reunión, en la fiesta o en la asamblea, solo se logra una suerte de simulación que da lugar al aparecimiento del “nosotros”, portadores de la verdad que se manifiesta en la unidad. “Nosotros”, los que hablamos la misma lengua, pensamos igual, decidimos en un solo sentido, adoramos al único dios, sabemos hacer, en fin, “nosotros”, verdad hecha carne, erigidos sobre los hombros de una masa ahora uniforme. De esta manera queda dispuesta una escena donde la voluntad del grupo legitimará todo acto y, donde los personajes surgen de cuerpos fantasmagóricos fundidos en el miedo al otro, miedo que termina por destruir la posibilidad de la comunidad.

¿Por qué esto es una simulación? ¿Qué es lo que se decanta de la cohesión del grupo? Sade da cuenta de todo ello, muestra cómo los lazos ‒que son el subjectum del tejido de cuerpos que constituye la masa uniforme‒, se tensionan entre las pulsiones que desbordan el deseo de cohesión y los límites definidos por ese mismo deseo; entonces la violación, la transgresión, el goce en el dolor del otro, hacen posible que el narcisismo reclame su lugar y aproveche la cercanía del otro para asegurarse y persistir. Hemos quedado en medio de una paradoja; lo que nos une destruye nuestra corporeidad y espiritualidad; el resultado, dirá Pierre Klossowski, ‒en uno de sus textos de la revista Acéphale‒ es un monstruo que comete “asesinatos orgiásticos”,  paroxismo de la masa cuya felicidad no consiste en el disfrute sino en la destrucción de los objetos [los otros] “destruyendo su presencia real”. La incapacidad de producir una comunión que consolide la felicidad como goce, sin la destrucción del otro, es el horror.

En este punto una pregunta se impone: ¿es posible la comunidad? La respuesta es no si la condición de la comunidad es el obrar juntos ‒ “nosotros obramos” en este o en este otro ámbito; sin embargo, como hemos visto, lo que se construye desde el “nosotros”, lleva consigo la fuerza de la pulsión que se manifiesta en la violencia contra el otro. El asunto, por tanto, debe llevarse a otra escena, esta vez definida en la deconstrucción del “nosotros” y en lo que ella efectúa, es decir, en el des-obrar. Blanchot reconoce en Bataille una transmutación de los medios y de los fines que se juegan en el deseo de cohesión; la comunidad se consigna a la muerte del prójimo y, en ese gesto, des-obra, se constituye en comunidad de seres mortales en tanto “asume la imposibilidad de su propia inmanencia, la imposibilidad de un ser comunitario como sujeto”. La deconstrucción se cumple en la medida de la desustancialización de este sujeto y de la ley que se funda para sostener la cohesión del grupo.

El segundo párrafo de La unidad en llamas se escucha así:

En el momento en que la muchedumbre se dirige hacia el lugar en donde se la reúne con el ruido inmenso de la marea ‒ “con un ruido de reino” ‒, se oyen por encima de ella voces resquebrajadas; no son los discursos que escucha los que la convierten en un milagro y lo que la hacen llorar secretamente, sino su propia espera. Porque no exige solamente pan, porque su avidez humana es tan clara, tan ilimitada, tan terrible como la de las llamas ‒exigiendo antes que nada que ella SURJA, que ella sea.

La clave de este segundo párrafo está en “antes que nada”. Aun cuando Bataille escribe con mayúsculas SURJA, nade dice del deseo de la muchedumbre si no se entiende qué deber ser “antes que nada”. El tiempo del surgimiento, ¿no es acaso chronos? La escena que se distribuye en él ¿no es la de la mímesis, de la re-presentación, de la simulación? Si es así, la espera ‒solo en tanto des-obrar‒, escande el tiempo y provoca la abertura por la que las llamas se alzan para reducir a cenizas “el apogeo de la civilización en crisis”, civilización que poco a poco desplaza el deseo de cohesión por el desarrollo de dispositivos de coerción sostenidos en la estructura de la democracia; la escritura de Bataille asesta un golpe final [que hace rodar la cabeza]: “Al sentimiento fuerte y doloroso de la unidad comunitaria sucede la conciencia de ser engañados por la impudicia administrativa, por los agentes policiales y de los cuarteles; también por los despliegues de suficiencia y estupidez individuales que son aterradores”; este es el rostro y la figura del horror que procura la historia de los estados democráticos; figura de horror por su pobreza, por la banalización de la finitud, por la precarización de las condiciones materiales de la existencia de los seres humanos y por la destrucción de la naturaleza que ya no resiste otra conquista.

Finalmente, ¿qué dice la muchedumbre en la espera? Veamos. “Que ella sea”, como en el acto creador de la voluntad divina, voluntad que ahora reside en el deseo de la comunidad, deseo de fundar un reino arrebatado a los dioses por la escritura de Bataille cuando decreta el des-orden de La conjuración sagrada, origen del Acéphale: “SOMOS FEROZMENTE RELIGIOSOS”, dice, y llama a la guerra. ‒ ¿Contra quién? El eco de la pregunta se suma al ruido de reino; por un momento formo parte de los que esperan y, podría decirse, que el lugar en el que aguanta la pregunta es la democracia; ella ofrece la seguridad de una ley que iguala y hermana; en la simpleza de su ofrecimiento reside la condición de posibilidad de la comunidad, es decir, de su propia posibilidad porque, la voluntad de comunidad es la condición de la democracia. En la paz que promete, cada uno guarda silencio, se inmoviliza, sostiene la mano del otro sin mirarlo, sin saber quién es; y, en ese instante, justo cuando “nosotros” nos disponemos a dormir y a soñar felices, la muerte reclama el reino y se presenta como única condición: “trascendencia finita”, dice Lacoue-Labarthe. De esta manera una transcendencia otra irrumpe en la inmanencia y en la sustancialidad del mundo y de la comunidad, es kairós, el acontecimiento por excelencia que Blanchot restituye en la comunidad de los amantes. Esta comunidad se constituye en todas las formas de relación hasta ahora negadas en el reino de la democracia; lo hace en la literatura, en la declaración de impotencia del pueblo, en la utopía, en la soledad de los sin comunidad, en el vacío de las piernas abiertas de Madame Edwarda, en el amor compartido de Tristán e Isolda, en fin, en la des-obra.

 

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¿Democracia a secas o postdemocracias?

Julio Echeverría
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La democracia de hoy se nos presenta afectada por una patología crónica que impide canalizar institucionalmente la emergencia de demandas y sentidos que irrumpen en un contexto de acelerada innovación tecnológica y de cada vez más intensa integración global. El aparecimiento de nuevas significaciones, la biopolítica, la ecología, el género, la espiritualización y resacralización del mundo, convive con la restauración de inercias propias del convencionalismo, en el cual florecen los racismos, las xenofobias y los puritanismos. La democracia como estructura de derechos que se expresan en la construcción del poder, las constituciones como filtros normativos que procesan las lógicas discrecionales y personalistas en la administración de lo público, parecerían ceder el puesto al reclamo populista y a la concentración autoritaria del poder.

Entre política y democracia existen nexos funcionales de retroalimentación que apuntan al ‘incremento de la idoneidad constitutiva’ de las sociedades. En la dimensión contemporánea, estos vínculos no producen la retroalimentación que dicho incremento de idoneidad requiere. La crisis de la política funciona como combustible que alimenta esta des-equivalencia funcional. La democracia no decide, se ve rebasada por la emergencia de tensiones soberanistas que se eluden y no comunican; la democracia no produce legitimidad, se la consume de antemano como acontece con el endeudamiento de las economías nacionales. Su crisis no se evidencia solamente en la incapacidad de decidir, se expresa en la imposibilidad de la representación, en una generalizada caída de confianza hacia aquellos que se ocupan de la administración de lo público; la crisis de la política radica en la afectación de su núcleo semántico fundamental que es el de la representación sobre el cual se construyó en la modernidad su utopía positiva.

 

En los acápites que siguen se indaga sobre la ‘forma’ de la representación en cuanto núcleo semántico central de la política moderna; cuáles son los elementos de significación que la caracterizan y cómo esta configuración define y delimita el sentido de la democracia, su complejidad; de su revisión podremos concluir que esta no puede sino ser un conjunto de estructuras que procesan decisiones, que contienen y canalizan lógicas de poder que están en la configuración misma de la sociedad y de sus actores. ¿Cuáles son las estructuras de sentido que caracterizan a la política y a la democracia moderna y que actualmente se ven seriamente presionadas por la afectación de su núcleo semántico fundamental? ¿Existen atajos o nuevas fórmulas para la construcción de legitimidad democrática? ¿El reclamo al discrecionalismo decisional propio de las llamadas postdemocracias, esta a la altura de las exigencias selectivas que requieren las actuales democracias complejas?

I

En el origen de la política está la representación, y en el origen de ésta, la teología. La legitimidad derivada de la gracia divina es el punto de partida; desde el Tótem, el mundo de la diferenciación es reducido a unidad, la representación permite esta operación; gracias a ella, se puede integrar el cuerpo social; sin las formas de la representación, no podría acontecer el acto comunicativo que está en la base de la configuración del cuerpo social; sin esta ‘forma’, los individuos se verían arrastrados hacia la indeterminación. En la antropología naciente, el tótem, el ícono monumental, sirve para representar a la comunidad, allí se define su origen y destino. En la antropología filosófica de A. Ghelen, esta operación permite compensar la debilidad instintiva que caracteriza a la configuración de lo humano. Esta ‘forma’, presente en el lenguaje, aparece como experiencia de extrañamiento y reconocimiento en el encuentro con el otro ‘diferente’; la diferenciación respecto del otro, que emerge del contacto entre los individuos, la comunicación que se establece entre ellos, es la que permite el reconocimiento. Vinculada al tótem, como su derivación, está una narración en la cual se re-presenta la indeterminación de sentido bajo una forma reconocible, comunicable: esa es la política.

Es K.O. Apel quien asocia y deriva la comunicación como función propia de lo humano y que produce comunitas; la comunicación es extrañamiento y rescate, activa una operación recursiva y autoreferencial. Esta matriz originaria evoluciona después bajo dos figuras: la de la representación del orden cósmico como modelo para la realidad fáctica -una clara operación metafísica de orden descendente-; y la del acceso a esa forma, como promesa de redención, de emancipación y liberación de las ataduras de lo real. Ambas solo pueden entenderse y realizarse como reductio ad unum, como compactación de fuerzas que lo vuelvan posible.

II

En el acto mismo de constitución del tótem se configura el actor social, y este es un hecho político paradigmático. La política es consubstancial a la representación; es la forma en la cual los individuos, como mónadas aisladas pueden confluir, encontrarse y reconocerse, esto es, comunicarse, producir comunidad, abstraerse de su condición de partida. Una operación compleja que emerge de la misma animalidad sobre la cual se soporta lo humano. La pregunta fundamental entonces es: ¿Qué es lo que se representa? ¿Qué es lo que permite esta conjunción de animalidad y socialidad que está en el acto mismo de constitución de lo humano? Algo que proviene de la misma configuración del individuo, de su intimidad y privacidad; una pulsión de significación que aparece bajo la forma de la representación. El concepto de representación, su fuerza de convicción está justamente en la negación del supuesto de que el acto que lo permite sea algo externo, algo que provenga de afuera para imponerse; al contrario, se trata de una pulsión que emerge del mismo pliegue de la intimidad, de la naturalidad constitutiva propia del actor; una pulsión de fuga, de salida de sí mismo, de auto observación que requiere del ‘otro’ y que por esta vía produce lo público. ¿Qué sería entonces lo público, si no esta negación que contrasta con la individualidad del actor, con su mismidad, esta artificialidad necesaria para su misma reproducción? ¿Cuán necesaria es la dimensión de lo público para la configuración misma de la individualidad del actor?

La política existe y es necesaria, nos diría Hegel (y a través de él también Hobbes, Maquiavelo, Locke, Rousseau), porque de ella depende la misma constitución subjetiva. La oposición público-privado existe y es necesaria pero se trata de una oposición no superable dialécticamente, permanece como una diferencia interna a cada polo de la oposición (en lo privado está lo público, en lo público está lo privado).

No es posible construir lo público sin este efecto de fuga o de salida de sí mismo que caracteriza al actor moderno; aparece en la fiesta, en la anonimidad que produce el encuentro masivo; la fiesta misma es el sumum de la representación, es la estratagema que adopta el actor para evitar el contacto nudo y directo que lo puede conducir al aniquilamiento, al hundimiento en el vacío de la nada. Hegel lo expresa en la frialdad y adustez de sus formulaciones con el concepto del Anerkenen, el reconocimiento expresa esta salida de la mismidad; esta negación de si como condición del reencuentro consigo mismo, del re-presentarse, de la autobservación como estrategia constitutiva. Una operación radical de extrañamiento (o de alienación), que en Hegel es fundamental para el reconocimiento; no puedo reconocerme si no logro diferenciarme de mí mismo; enfrentarme a la alteridad que me constituye. La alienación es necesaria para el reconocimiento; la percepción de la existencia de la muerte es el mejor acicate para el reconocimiento.

III

La política clásica define el sentido de esta conexión que está en la génesis de la política y la democracia; en los conceptos de polis y civitas ambas dimensiones se funden en una sola constelación de sentido. El concepto de polis da cuerpo a la operación de extrañamiento como fuga y salida de sí mismo del actor, operación que permite el encuentro con el otro; se trata de la construcción de la forma abstracta, que es la que ocupa la dimensión de lo público. Vivir en la Polis significa anteponer el interés de lo público, ‘del otro’, sobre el interés propio. ¡Qué extraño y complejo desafío! El concepto de Civitas podría ser visto como continuidad o desarrollo del concepto de Polis, el ‘otro’ que habita la civitas, es radicalmente diferente, no pertenece a ‘mi comunidad’, la Civitas representa el encuentro de aquellos que confluyen a un centro escapando de sus comunidades de origen, ‘todos los caminos conducen a Roma’.

Estos dos conceptos se disponen como estructuras que configuran la idea de la política; ambos otorgan ‘forma’ a la política y a la democracia; la polis es al ámbito de la universalidad, de lo colectivo, de la abstracción como extrañamiento respecto de la percepción sensible; la razón emerge cuando logra someter-realizar el mundo de las percepciones, de las pulsiones de la pasionalidad, el mundo donde se expresa el poder brutal. No podría existir otra dimensión más radical de extrañamiento que el reconocer la alteridad en su total negatividad; sin embargo es ese el espacio de la realización subjetiva. La potencia de la lectura hegeliana sobre el mundo clásico está en el descubrimiento de que esta capacidad de construir la forma abstracta ya no es expresión de ninguna voluntad divina, sino que está inscripta en el individuo, en su propia estructura, en su pulsión de fuga, en su propia negación ‘constitutiva’; la dimensión de lo público está en la individualidad, en la intimidad; allí aparece como potencia en espera de activarse; una necesidad de escapar de la presión del encuentro con sí mismo obliga al actor a buscar el encuentro con el otro, con la alteridad absoluta, que está en el sí mismo; Hegel lo plantea como lucha por el reconocimiento. Política y democracia solamente pueden existir bajo estas figuras, así, a secas; no hay posibilidad de sortear la radicalidad de sus condiciones; no hay post democracia; no es posible recorrer caminos más transitables que eviten la radicalidad de este cara a cara, que nos exige la política democrática.

IV

Como todo concepto, los de polis y civitas desatan campos de significación sobre los cuales trabajan; se cumple aquí el axioma sistémico de la reducción de complejidad con más complejidad; posibilitan la substanciación del actor al definir su línea de constitución bajo principios que luego se convertirán en generadores de complejidad política; polis y civitas ponen en juego tres componentes que están implícitos en estos conceptos: la extraneidad (el encuentro o desencuentro con el otro, que está en el sí mismo, en el sujeto); el de la diferencia o diferenciación, la acción reflexiva con la alteridad genera nuevas figuras o significaciones, el actor que emerge del proceso de reconocimiento no es el mismo que aquel que inició el proceso; la abstracción como construcción racional, que es colectiva, en cuanto se aleja del apetito sensual que es particularista e individual. Extraneidad, diferenciación, abstracción emergen como significaciones o filtros selectivos que afectan-permiten la constitución del actor como sujeto político. Se trata de dimensiones que permanecen abiertas generando politicidad, funcionan como estructuras de sentido dispuestas para enfrentar las condiciones de complejidad que ellas mismas desatan; instauran lógicas recursivas en cuanto están dispuestas para la autoobservación; la política y la democracia pueden observarse a si mismas a través de la operación de estas estructuras conceptuales, y dotarse de sentido gracias a ellas; mediante estas estructuras en perfecto funcionamiento, en su contradictoriedad, el actor podrá reconocerse como sujeto; es a partir del pleno despliegue de estas significaciones que Hegel configura su sistema de eticidad. La eticidad moderna es el resultado del pleno funcionamiento de esta máquina conceptual. La eticidad ya no será el resultado de su acoplamiento a la dimensión cósmica que es de orden divino; tampoco será la expresión de la naturalidad de lo humano y de su potenciación; será el resultado de la negación de esa naturalidad y de la configuración de un sistema artificial de normas y regulaciones. Podríamos decir que la política moderna define así su proyección de sentido; pero se trata de un sentido que instaura la contingencia y la incertidumbre; una construcción semántica que requiere de estructuras institucionales con alta capacidad de procesamiento de las lógicas nihilistas, que ella misma desata.

V

La traducción de estas construcciones teóricas y conceptuales en la pragmática de la política y en la efectiva construcción de historia encontrará serias limitaciones. Ambos conceptos permanecen en espera de una activación mas potente y precisa. La diferenciación que es propia de la deriva moderna requiere de mecanismos de compactación y de univocidad, para no sucumbir en la indeterminación de las diferencias; porque ello sería igualmente neutralizante y despolitizante; el concepto de Estado permanece como exigencia de compactación de las diferencias, a condición de que estas puedan existir y replantearse en intensos procesos deliberativos esto es, a constituirse luego de haber pasado por mecanismos de selección y deliberación, que acontecen en el campo de la representación. Frente a la crisis que se veía venir, a la amenazante presencia del nazismo en la Alemania de Weimar, Max Weber aboga por la parlamentarieserung como único freno, y lo hace con el realismo pesimista que caracteriza a toda su intervención teórica. La aridez de la democracia a secas puede ser insoportable,  puede convertirse en el mejor acicate para escapar de la rigurosidad que implica la constitución de la politicidad moderna; el mundo de las percepciones, de la sensualidad constitutiva del actor contemporáneo, requiere de instituciones de alta complejidad; la configuración del actor moderno, su escisión constitutiva puede conducirlo a escuchar los cantos de sirena que anuncian la posibilidad de saltar por sobre las complejidades que comportan las democracias contemporáneas.

Las democracias modernas conjugan a tropiezos con estas dimensiones y estos desafíos; las constituciones como estructuras normativas; los sistemas electorales y de partidos políticos, no logran generar los resultados que de ellos se espera, esto es, producir legitimidad y eticidad y retroalimentar permanentemente sus estructuras sistémicas. La revuelta del discrecionalismo propio de las ‘postdemocracias’ que derivan hacia concentraciones de poder que evitan la deliberación, no logra resolver esta problemática y permanece atrapada en la misma lógica que quisiera desmontar; produce antipolítica al denunciar la exclusión y la reductio ad unum propias de la modernidad política; genera desarreglo institucional; la complejidad que produce no permite potenciar la capacidad reflexiva de las sociedades y de sus dispositivos institucionales. Su deriva será el neopopulismo, el autoritarismo excluyente, el nacionalismo a ultranza. Es justamente por esta conformación del actor moderno que la democracia no puede sino ser una compleja construcción de frenos y cortapisas a las tentaciones demasiado mundanas que la acompañan. La democracia es, desde esta perspectiva, un desierto donde no hay que buscar oasis de salvación; la democracia, como ya lo advirtió Max Weber, solo puede existir sobre burocracias que se sometan al rigor de sistemas normativos que estén en capacidad de controlar al monstruo, al Behemot de Hobbes. La discusión normativa, el diseño constitucional cobra importancia en este contexto. En todo caso, la democracia podría ser asociada a un conjunto de estructuras que permiten atravesar desiertos, no sucumbir en los océanos arremolinados de la complejidad política, y esto ya es bastante.

 

Imágenes: Anastasia Zhenina / Pexels; Jacek Dylag / Unsplash

Contingencia y comunidad

Alejandro Gordillo
@AlejoMilmachets

 

En una entrevista a Jacques Derrida de 1994, este define a la democracia como una promesa; es decir, se trata de una forma abierta, la imposibilidad de su definición absoluta radica en que el cumplimiento de dicha promesa implicaría su cancelación. La democracia, por tanto, no puede fijarse en el presente ni «ser sometida a cálculo, ni ser objeto de un juicio del saber que lo determine». Esta suerte de aplazamiento constante es una de sus características más esenciales y, a pesar de la dificultad de determinarla concretamente, cabe analizar cuál es la naturaleza de lo que se promete y de dónde proviene dicha promesa.

La democracia presupone una cierta idea de comunidad, del ser compartido de las personas que deviene en su conjunto y a quien va dirigida la promesa.

En el cristianismo, una de las condiciones fundamentales para la constitución de la iglesia (en el sentido de comunidad) es, en primer lugar, la caída: Dios se hace hombre; y, en segundo término ⎯como corolario de esta encarnación y su consecuente carácter de vulnerabilidad en tanto cuerpo⎯ su muerte y resurrección.

La herida de lanza en el costado de Cristo es la huella del mundo que permanece aún en su forma resurrecta (en el Evangelio de Juan se relata como Jesús le pide a Tomás que toque su costado para convencerlo de su resurrección). Esta herida se convierte en el lugar de tránsito entre lo divino y lo terrenal: apertura hacia el mundo y, al mismo tiempo, la posibilidad de que el mundo se comunique con Él. A partir de entonces, la vida después de la muerte es la promesa definitiva para el cristiano.

La exposición de nuestros propios cuerpos al interior de la comunidad, esta herida que Judith Butler menciona en Vida precaria, determina nuestra apertura radical hacia los otros en tanto seres vulnerables pero, también, como lugar de contacto: «La herida ayuda a entender que hay otros afuera de quienes depende mi vida, gente que no conozco y que tal vez nunca conozca».

La estructura del cuerpo como posibilidad de partida para la constitución de la comunidad se repite: «…cada uno de nosotros se construye políticamente en virtud de la vulnerabilidad social de nuestros cuerpos ⎯como lugar de deseo y de vulnerabilidad física, como lugar público de afirmación y de exposición⎯». De esta forma, lo precario se revela como elemento esencial de nuestro ser en comunidad; un ser lábil e inconstante que se halla cercado por lo que está detrás de sí y lo que vendrá; un ser para o hacia otros inmerso en la multiplicidad.

El fascismo, por su lado, funciona bajo la estructura de una sociedad monocéfala (en términos de Bataille) que propende a la organización cerrada, a la integración en sí de todos los elementos de dicha sociedad y de los individuos; busca neutralizar la naturaleza de desintegración y regeneración natural del ser.

En este sentido, Bataille ⎯siguiendo a Nietzsche⎯  sitúa a la democracia como un estado intermedio en el que, ya sea que provenga del fascismo o de la negación absoluta (la revolución), busca equilibrar ambas fuerzas: aquella que tiende a divinizar en tanto sitúa a la vida más allá de sí misma o aquella que busca su total desintegración. La comunidad surge, por tanto, en medio de ambos extremos como tensión más que conciliación; de ahí su carácter precario y siempre transitorio (policéfalo), el peligro permanente de caer hacia cualquiera de los dos polos. «La única sociedad repleta de vida y de fuerza, la única sociedad libre, es la sociedad bi o policéfala, que ofrece a los antagonismos fundamentales de la vida una salida explosiva constante, pero limitada a las formas más ricas».

Esta idea de precariedad se aplica a distintos niveles al interior de la democracia. No solo es condición previa de todos los sujetos, sino que es susceptible de ser agravada por el poder en tanto éste excluye a ciertos individuos (por varias razones) de este “paraguas” democrático. Esto nos recuerda a la idea de Benjamin de que el verdadero estado de excepción ocurre ya ahora y que nos hallamos inmersos en él.

Butler reafirma la idea de Bajtín para quien la vida solo puede ser entendida de forma dialógica: «En este diálogo, el hombre completo toma parte con toda su vida: con sus ojos, labios, manos, alma, espíritu, el cuerpo entero, los actos». Este carácter dinámico torna prácticamente imposible cualquier intento de definir no solo a la democracia sino también a quienes la conforman.  La literatura, entonces, revive la estructura acéfala de la existencia, pone en juego las distintas fuerzas que la gobiernan y les permite una salida en cualquier dirección hasta sus últimas consecuencias.

De vuelta del carácter dialógico de la literatura, cabe también resaltar la necesidad de leer el pasado, la historia, como un texto, como el diálogo de las tensiones del ser trasladadas a la dimensión política o el diálogo entre la promesa y los que la reciben.

¿Qué ocurre cuando las promesas han sido sucesivamente rotas, fallidas o directamente traicionadas? Quienes sufren tal realidad se hallan no solo en estado de precariedad, las sucesivas dinámicas de promesa y traición (con la estructura transaccional del voto de por medio) introducen al colectivo en un estado de indefensión aprendida como la definió el psicólogo estadounidense Martin Seligman. La conciencia de que mis actos no producen ningún resultado, de que mis decisiones no me otorgan ningún control sobre lo que ocurre y, es más, no ayudan a salir del trauma (el estado de excepción) nos sume en la pasividad.

Parecería ser que el estado natural de la comunidad que sobrevive en las condiciones antes mencionadas es el de la melancolía, entendida esta como el olvido de la imagen de lo perdido, la huella de la pérdida del otro que no comparece ante la conciencia. El individuo contemporáneo que es presa de la indefensión aprendida cae irremediablemente en la depresión; la ausencia de control de nuestras vidas a pesar de la facilidad de satisfacción de los distintos placeres subraya la falta de un horizonte ético hacia uno mismo y hacia los demás.

Si nos proponemos ir más lejos, cabe imaginar que ya ni siquiera elegimos. El marketing político se propone moldear de antemano nuestras expectativas, enseñarnos a desear, y calcula de esta manera aquello que se debe prometer para conseguir un resultado. Se trataría, entonces, de reemplazar a la promesa por algo similar al placebo, algo que deviene en cálculo o que responde a la hiperexigencia que nuestra época impone a todos del diseño de nuestro ser. La promesa también pasa a ser diseñada de acuerdo a lo que el marketing alcanza a vaticinar. No es extraño que en el mundo virtual sean los algoritmos los que leen nuestra actividad para ser capaces de predecir nuestro comportamiento.

La posibilidad de transformación, según Derrida en la entrevista arriba mencionada, sería “golpear” la realidad, el devenir de un acontecimiento que transforme las coordenadas del presente y, de acuerdo al modelo mesiánico de Benjamin, resignifique el pasado (los golpes y las promesas fallidos). La comunidad solo es viable en la medida en que se abandona a su desintegración transformadora.

 

 

Imagen: Arnaud Jaegers / Unsplash

Deliberación, consenso y disensión

Iván Carvajal
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Se sostiene que en democracia las decisiones que atañen a la polis —la ciudad, el estado― o a la sociedad, se basan en la libre deliberación de los ciudadanos, en la libertad para exponer de modo público los asuntos de la comunidad o para examinar sus conflictos internos o externos, las amenazas que se ciernen sobre su seguridad, o sus oportunidades de afianzamiento o expansión, o para analizar distintas alternativas y sus posibles efectos. Tal libertad de exposición, análisis y proposición de alternativas descansaría en la racionalidad inherente a la deliberación. Sin embargo, no todos poseen razón suficiente para adquirir el derecho de ciudadanía. No hay, no ha habido democracia «realmente existente» que carezca de leyes de inclusión, y por tanto de exclusión de la ciudadanía, se trate de las mujeres, los menores de edad, los extranjeros, los indígenas, los analfabetos, los presos o los que carecen de rentas… Igualmente, se estipulan las condiciones para elegir o participar en convocatorias plebiscitarias, y para ser elegidos. Hay de hecho criterios que regulan la posibilidad de ser elegidos como mandatarios o representantes que son altamente excluyentes: apariencia física, color de la piel, vestimenta… la apariencia de los candidatos o los elegidos es motivo de minuciosos trabajos de maquillaje e incluso de disfraz.

La ley que determina la inclusión en la ciudadanía y la exclusión es apenas un componente, decisivo pero no el único, del régimen de libertad que tienen los sujetos. En las democracias liberales modernas se declara que todos los ciudadanos son iguales ante la ley, que todos gozan de los mismos derechos y tienen semejantes obligaciones políticas, que todos pueden ejercer su derecho a la libertad de pensamiento, de palabra, y por tanto su derecho a exponer sus posiciones respecto de los asuntos colectivos. Tal declaración entraña el supuesto de la igualdad de los ciudadanos en tanto sujetos que harían uso de la razón en las deliberaciones y en la toma de decisiones.

Ese supuesto de igualdad, que está en la base de las constituciones de las democracias liberales, oculta no obstante la esencial desigualdad de los sujetos en las sociedades ―en las occidentales desde luego, y no se diga en las que no lo son o pretenden no serlo: desigualdades de clases, de castas, de sexos, de géneros, étnicas; desigualdades económicas, de ubicación de los sujetos en las estructuras de poder de las instituciones. La supuesta igualdad de base, que proclama que todos los seres humanos están en capacidad de hacer uso de la razón y del lenguaje para analizar los problemas colectivos y de proponer y tomar decisiones, queda subsumido en primera instancia bajo las efectivas relaciones de poder económico, social, político, jurídico o cultural.

La libre deliberación, como sabían bien los atenienses —los sofistas, Sócrates, Platón o Aristóteles—, tiene que ver con usos del lenguaje que no solamente apelan a la intelección y análisis racional de una situación dada, sino que se dirigen también o sobre todo a los afectos o las pasiones, a los prejuicios y las emociones de los sujetos. Las posiciones que asumen estos en los debates no tienen que ver tanto con la razón como con los sentimientos, los prejuicios o las emociones. No es la lógica de los argumentos sino la retórica la que rige el debate. Retórica que apela a los deseos, a los anhelos de mayor seguridad, de prosperidad material, o de superación de formas despóticas, de opresión o explotación. En estos componentes emocionales enraízan las ilusiones colectivas, los mesianismos y las utopías.

¿Cuál discurso alcanza mayor adhesión entre la multitud, aquel del analista racional o aquel del demagogo? ¿Quién tiene mayor poder de persuasión, el que tiene consigo las armas o el inerme que en medio del conflicto apela a la paz y la concordia? ¿El que promete el paraíso o el que intenta desplegar ante la multitud el haz de luces y sombras de la realidad?

Se ha puesto de moda en nuestros días hablar de una situación supuestamente nueva que afectaría a la deliberación y la libre decisión: la «posverdad», esto es, la reiteración de mentiras evidentes que circulan vertiginosamente por las redes sociales. El rumor, la mentira, la desinformación han sido siempre instrumentos de la política: promueven acciones, permiten conducir pueblos o masas hacia objetivos que persiguen los caudillos, los poderosos, los jefes rebeldes, los revolucionarios. No es precisamente con la verdad que los demagogos suman voluntades o consiguen aliados. Cambian a lo largo de la historia los medios a través de los que circulan rumores, mentiras, falacias, o medias verdades. En varios países hispanoamericanos se llamaba «radio bemba» al rumor que corría a viva voz por las plazas, las calles, los mercados, y que podía motivar o rebeliones o violentas represiones. En Rumania se levantó la multitud para acabar con el oprobioso régimen de Ceaucescu a partir de una noticia evidentemente falsa: que se había descubierto una fosa común con más de 4.000 cadáveres de víctimas de la dictadura. La prueba que se exhibió, como se demostró más tarde, era una fotografía de unos cuantos esqueletos de unas tumbas de un cementerio aldeano. Un simulacro puede servir para mover sociedades enteras hacia la revuelta, hacia la guerra, hacia el exterminio, o para provocar oleadas de pavor en las poblaciones. Un prejuicio que cale hondo hasta convertirse en dogma puede despertar pasiones criminales, incluso suicidas, como acontece con los fanáticos de sectas o religiones fundamentalistas o agrupaciones políticas xenófobas o nacionalistas.

¿Tiene sentido condenar a los medios o canales con los que se cuenta para la interacción comunicativa, a la palabra que circula en plazas o mercados o tabernas, al periódico, la radio, la televisión o el cine, o a las redes sociales? La cuestión en verdad compleja de nuestro tiempo tiene que ver más bien con la masa de información y de propaganda que afecta a los sujetos, a la capacidad de estos para ponderar la veracidad o falsedad de los mensajes, es decir, nuevamente, a la racionalidad con la que los sujetos confrontan las informaciones. No obstante, es evidente que cuando existe mayor posibilidad de ampliar la deliberación, de exponer argumentos, de analizar públicamente las informaciones, es mayor la posibilidad de una interacción democrática. Los regímenes autoritarios, al censurar los flujos de información, al controlar los canales de interlocución, ciertamente coartan el uso de la razón en las deliberaciones.

 

Cuando se postula que puede haber deliberaciones racionales en las que pongan entre paréntesis los prejuicios y las pasiones de los sujetos, o que pueden equilibrarse entre sí los poderes disímiles que estos disponen cuando se confrontan a fin de tomar decisiones que no se sustenten en estrategias de dominio o de fuerza, se sueña con sociedades de ángeles. Por el contrario, la pesadilla de que las opciones que toman las colectividades terminen en decisiones catastróficas, tiene fundamento en el predominio de los aspectos irracionales, los cuales a partir de supersticiones y prejuicios compartidos configuran lo que suele entenderse por «sentido común». De ahí que la crítica o, si se prefiere, la deconstrucción de sistemas de creencias, de convicciones colectivas ―tales como los patriotismos, los nacionalismos, las morales laicas o religiosas― sean una necesidad de la acción política que se dirige hacia la apertura democrática. Sin embargo, habría que exigir o procurar que toda perspectiva crítica ponga sus propios presupuestos en debate, que coloque bajo examen sus componentes afectivos, pasionales y argumentales, y por tanto retóricos, es decir, los recursos semióticos orientados a persuadir y convencer, en el flujo abierto de la deliberación.

A partir de lo expuesto se pueden comprender los límites tanto de las democracias liberales como de las democracias plebiscitarias, cuyas crisis corren parejas desde ya muchos decenios. Si la elección de representantes ―mandatarios o diputados― depende de simulaciones, de ofertas publicitarias que replican los juegos de mercado, de mecanismos que combinan consultas sobre los estados anímicos de las poblaciones con el marketing, la democracia liberal impide su supuesto fundamento, la deliberación razonante. De otra parte, la invocación de la democracia plebiscitaria a la «voluntad popular» parte de otro presupuesto falaz: la existencia de un «pueblo» cuyo destino político, y por consiguiente histórico, depende de su unidad e identidad, y por tanto de la supresión de las distinciones y diferencias que existen en el conjunto social. Más aún, la voluntad y la voz del caudillo o de un grupo oligárquico ―en sentido estricto del término: gobierno de pocos, un grupo económico privilegiado, una camarilla, el buró de un partido político― se presentan como la «voluntad popular» y suplantan al «pueblo». Las motivaciones de la masa que vota en los plebiscitos o en referendos o consultas poco tienen que ver con las decisiones que están en juego. La decisión se delega finalmente en el caudillo o en el grupo oligárquico, con base en la confianza, en la fe que en ellos deposita la masa.

Tampoco contribuyen a elevar la racionalidad dentro de la política las recomendaciones de los expertos. Es una superstición moderna creer que los expertos ―tecnoburocracia, think tanks― proponen opciones con base en el mero cálculo racional. Se prejuzga que los expertos pueden adquirir una sólida masa de informaciones y calcular las probabilidades de éxito o fracaso entre distintas opciones que estarían en juego. La democracia se suspende de hecho para dar lugar a la intervención de los expertos sobre quienes tienen en sus manos las decisiones. Pero los expertos, al igual que la masa, sustentan sus propuestas en prejuicios, intereses, posiciones en las estructuras del poder político o económico (por caso, su vínculo con corporaciones), incluidas las instituciones del saber. El cálculo de probabilidades se combina ciertamente con prejuicios e interés.

La política surge de la desigualdad existente en el interior de las sociedades, de los conflictos internos y externos de la polis, y de la necesidad de instituir, mantener, reformar o transformar las estructuras del poder. No hay polis ni política sin conflicto, sin lucha de intereses, sin confrontación de fines. Es necio suponer que existiría acuerdo entre los grupos o sujetos de una sociedad sobre el sentido que tiene la buena vida o cualquier tipo de utopía o «proyecto». No hay política sin lucha por controlar los poderes sociales, por la seguridad o la sobrevivencia del orden social, por la expansión, por el dominio, y sin lucha también por corroer esos poderes, modificarlos, liquidarlos. Las estrategias y tácticas exponen los juegos de las fuerzas que se enfrentan, sus objetivos, sus intereses. Fuerzas que se acumulan en alianzas, que se dividen en el enfrentamiento, que cambian de posición: relaciones de amistad y enemistad. La democracia no puede ser ajena a esa condición de la política.

Los consensos, bajo estas consideraciones, son acuerdos que provienen de negociaciones entre adversarios o aliados, y que se toman con base en las fuerzas acumuladas en un momento dado. Se exige o se cede en relación con la fuerza. A partir de estas composiciones de fuerzas se organizan los vínculos sociales, se constituyen los conglomerados políticos, los estados, los pueblos. Los consensos son necesariamente circunstanciales. Con el paso del tiempo, al cambiar las composiciones de fuerzas también se modifican los conflictos, y se ponen en cuestión los acuerdos, incluidas la constitución de regímenes políticos, de leyes, de estados. Ese es el materialismo que subyace en la política, más allá de las «declaraciones de principios», los «programas», las supuestas definiciones ideológicas o las promesas de paraísos.

Cabe, no obstante, reivindicar el derecho a la disensión desde otra posición. La democracia puede ser asumida no como una forma de organización política ―o, lo que es lo mismo, de organización del poder político― sino como permanente posibilidad de transformación del orden social, que tiene su sustento material en la inherente incompletitud del animal humano, en la posibilidad de metamorfosis, de alterar las formas dadas de sociabilidad, de cambiar el mundo. Desde esta capacidad para poner en cuestión lo dado, la intervención crítica dentro de la polis se dirige a la deconstrucción de los presupuestos en que sustentan los acuerdos y las diferencias existentes, y para ello tiene que impugnar las regulaciones que rigen el orden de la deliberación y del consenso. Podría entenderse, por tanto, que la apertura democrática, desde esta perspectiva, es una disensión que pretende un nuevo orden deliberativo, en que se fijen nuevas condiciones de participación, de interlocución y decisión, e incluso de definición de la ciudadanía. Tal disensión tiene que apelar necesariamente al uso de la razón, no solo al análisis y al cálculo de probabilidades, sino a la comprensión de la actualidad, de la circunstancia histórica y de sus posibilidades de modificación, incluida la modificación de los afectos y las emociones prevalecientes en la multitud. La disensión implica un combate en torno al sentido, por la modificación de expectativas y valores, una lucha por la verdad, por la apropiación colectiva del conocimiento, de los saberes.

Tal vez por ello no cabría postular ni un pesimismo de la inteligencia ni un optimismo de la voluntad: no hay manera de que la racionalidad supere a las pasiones, pero al mismo tiempo no hay manera de abandonar el uso de la razón. De las mismas entrañas de las multitudes que son arrastradas por los afectos a guerras sanguinarias, a etnocidios o absurdos sacrificios, surgen a la vez las demandas de igualdad o de libertad, los impulsos de lucha contra los despotismos y las tiranías. Y es a partir de estos impulsos afectivos o pasionales que se torna siempre urgente el uso de la razón, esto es, la libertad del pensamiento.

Breve reflexión sobre la democracia a partir de Bento Spinoza

Juan Manuel Ledesma
[email protected]

De los fundamentos del Estado, anteriormente explicados, se sigue, con toda evidencia, que su fin último no es dominar a los hombres ni sujetarlos por el miedo y someterlos a otro, sino, por el contrario, librarlos a todos del miedo para que vivan, en cuanto sea posible, con seguridad; esto es, para que conserven al máximo este derecho suyo natural de existir y de operar sin daño suyo ni ajeno. El fin del Estado, repito, no es convertir a los hombres de seres racionales en bestias o autómatas sino lograr más bien que su mente y su cuerpo desempeñen sus funciones con seguridad, y que se sirvan de su razón libre y que no se combatan con odio, ira o engaños, ni se ataquen con malicia. El verdadero fin del Estado es, pues, la libertad.

(Spinoza, Tratado Teológico-Político, XX, 6)

 

La obra de Spinoza, en comparación con la obra de cualquier otro “gran” filósofo, deja mucho por desear. En vida, Spinoza publicó un solo libro bajo su nombre: un resumen escolar de los Principios de la filosofía de Descartes. El segundo libro que decidió publicar, el famoso (o infame) Tratado Teológico-Político, el único donde se atrevió a revelar al mundo su propia concepción de la Naturaleza, de la sociabilidad, del estado y, sobre todo, de la religión, fue publicado anónimamente por precaución –  la persecución política y la censura religiosa eran todavía muy comunes, incluso en el territorio más tolerante de Europa, la República Holandesa. La sospecha o más bien la cautela de Spinoza – su divisa personal fue siempre caute, probablemente a partir del herem pronunciado por la comunidad judía de Ámsterdam –, su recelo frente a la idea de exponer su concepción tan singular del mundo estaba perfectamente justificado. Pocos libros en la historia intelectual europea han causado tal estruendo: el Tratado Teológico-Político fue rápidamente censurado por prácticamente todo estado, indexado por el Vaticano, y atacado por una ola de clérigos, intelectuales y filósofos por su contenido peligrosamente sedicioso, es decir – según todos – ateo e inmoral. Un gran ministro de la iglesia calvinista de los Países-Bajos – la patria de Spinoza – fue tan lejos en su crítica del Tratado que llegó incluso a describirlo como un libro forjado en el Infierno, por las manos del mismo Diablo. El nombre de Spinoza no tardó en ser asociado al texto anónimo tan polémico, y su obra y legado fueron inmediatamente y oficialmente proscritos de todo el pensamiento europeo. A partir de ese momento, en pleno siglo XVII, y hasta mediados del siglo XIX, el solo nombre de Spinoza se convirtió en el sinónimo universal de toda herejía, de todo ateísmo e inmoralismo. De todo lo que, en Occidente, no podía ser dicho ni pensado.

Spinoza aprendió su lección después del episodio desastroso ligado a la publicación de su Tratado: nunca más publicó un libro. Continuó sin descanso su trabajo intelectual, laborando minuciosamente su visión bajo la sombra (pero pocas sombras han sido tan luminosas), subterráneamente, al margen de una sociedad y de un continente incapaces de escuchar, y de entender, su llamado simple – pero sin concesión – a la libertad incondicional del pensamiento, su visión cristalina de un Estado al fin liberado de la lucha incesante entre iglesias y sectas, oligarcas y tiranos : es decir de un Estado, o más bien de una República democrática. Su obra maestra, la Ética, fruto de más de quince años de arduas reelaboraciones, solo fue leída durante su fase preparatoria por un puñado de elegidos – los amigos cercanos de Spinoza –, los únicos en quienes Spinoza podía confiar el contenido tan “peligroso” y, sin embargo, tan racional de su visión pulida de un mundo sin transcendencia, liberado del mal y de la culpa, un mundo plenamente expresivo porque integralmente inteligible y por ende desprovisto de todo resto supersticioso de misterio teológico o metafísico (aparte, por supuesto, del misterio mismo de la inteligibilidad). Lastimosamente, solo su muerte nos reveló la eternidad de la potencia de su pensar. Gracias al trabajo incansable de sus cercanos, menos de un año después de su desaparición, su Opera Posthuma fue publicada y su pensamiento a la posteridad, en fin, revelado. Todo lo que, por falta de democracia, casi condenamos al olvido, todo lo que Spinoza tuvo que esconder al mundo, por cautela y precaución, por razón incluso, fue así salvado del olvido y del silencio.

Imagen: Nicolas Dings

 

 

Los últimos años de Bento fueron puntuados por el ritmo inestable del caos político que reinaba no solo en Europa, sino que especialmente en la República Holandesa. La República – la única en Europa –, guiada por el matemático Johann de Witt, vivió sus últimos días de prosperidad, los últimos de su “siglo de oro”, en el año 1672. La invasión de Louis XIV terminó brutalmente con el sueño republicano y democrático que guiaba las Provincias-Unidas: Johann de Witt, gran pensionario de la República, junto con su hermano Cornelius, fueron asesinados y desmembrados públicamente en las calles de la Haya por una banda de partisanos de Guillermo III de Orange – futuro Stadhouder de la monarquía holandesa restaurada y rey de Inglaterra. Según la leyenda, al conocer que la cabeza de la República Holandesa acababa de ser brutalmente asesinada, conducido por una profunda indignación, Spinoza se precipitó a las calles para vestirlas de una pancarta improvisada por el afecto: Ultimi barbarorumúltima barbarie. De no haber sido por un amigo que lo retuvo – según la leyenda aún – el destino de Bento hubiera sido seguramente otro. Leyenda o hecho, indignación o razón, la situación política urgente, la regresión de la república libre a cuasi tiranía, y el ascenso de la monarquía absoluta por todas partes, lo motivaron indudablemente a dedicar los últimos años de su vida a la escritura del tesoro incompleto intitulado Tractatus Politicus.

Curiosa ironía de la historia, Spinoza muere antes de terminar – o más bien al haber apenas empezado – la tercera y última parte del Tratado: la descripción del régimen político “más natural” y “más absoluto” de todos, la democracia. Una razón de más por la que sus amigos, y discípulos, añadieron al final de su Tratado inconcluso, y al fin de la Opera Postuma, la frase latina reliqua desiderantur – lamentamos el resto. Lamentamos la democracia – podrían haber dicho -, lamentamos la libertad de pensar y el silencio de los que deberían haber podido hablar, lamentamos en el fondo un resto que nunca llegó a darse, a presentarse, a concretizarse: no el resto que sobra, mas el resto excedente y siempre por venir de la democracia anunciada.

Paradójicamente, que Spinoza no haya logrado terminar el resto del Tratado – el resto democrático tan necesario en tiempos donde la tiranía acechaba Europa por todas partes – no quiere decir que no tenga nada que decirnos sobre la democracia o que un concepto spinoziano de la democracia sea imposible. Al contrario: el Tratado Político demuestra, a quién lo lee, neta y sólidamente, que la democracia no se define por un simple sistema de voto, aún menos por una analogía metafísica dudosa – la famosa representación del pueblo. La democracia, nos enseña Spinoza, es sobre todo un proceso dinámico que orienta el flujo y la distribución del poder. Poco importa cómo se llame el “sistema” o la forma de gobierno de la que se hable. Poco importa que hablemos de aristocracia, de monarquía o incluso de “democracia”: toda organización política puede ser o volverse tiránica, solo es necesario concentrar el flujo del poder en un individuo o en un grupo reducido para que suceda. El sistema o la forma democrática, en sí, no es sinónimo de perfección, ni de libertad. La forma o el nombre no garantizan nada. Lo que sí cuenta, lo que determina realmente cómo se vive dentro de un estado, es la organización de las instituciones políticas o, más bien, la dinámica que las hace funcionar conjuntamente al distribuir el poder. El “cuerpo político” es, para Spinoza – como el cuerpo humano – un conjunto complejo constituido por una multiplicidad de cuerpos u órganos (sus instituciones) que, bien o mal, trabajan en conjunto. Lo que importa, para determinar la salud del cuerpo en cuestión, no es tanto su forma como la dinámica que lo trabaja, que lo hace actuar, es decir las cantidades discretas de movimiento que se comunican los cuerpos mutualmente para perseverar mejor – o peor – como conjunto. Un cuerpo tiránico es un cuerpo enfermo en la medida en qué funciona mal, es decir un cuerpo que no es viable dinámicamente puesto que obstruye la fluidez del deseo de vivir y perseverar en el ser. La tiranía congestiona la distribución del movimiento vital de un cuerpo – del poder o del deseo – y por ende reduce la capacidad del cuerpo de perseverar en el ser: la dinámica tiránica es inevitablemente destructiva porque no puede funcionar sino bajo la confiscación opresiva del poder – institucional u orgánica – y, por ende, bajo la tristeza general causada por el miedo necesario del cual el tirano se alimenta para mantener su poder. Quién vive en la tristeza y bajo el miedo vive constantemente la disminución de su capacidad, como conjunto, de perseverar en el ser: el miedo nos impide actuar y desarrollarnos, pensar y expresarnos, vivir en resumen. La tiranía, por ende, solo puede terminar catastróficamente, porque el miedo del que se alimenta nunca tarda en transformarse en indignación, y la tristeza general en ira – resurrección o revolución, en todo caso en la destrucción del conjunto incapaz de perseverar en su estado actual.

Al contrario, un cuerpo que funciona democráticamente – Spinoza nos enseña – es un cuerpo sano porque su dinámica se funda en la búsqueda de comunicación óptima entre sus partes o cuerpos constituyentes (sus instituciones) y, por lo tanto, en la fluidez independiente de cada una de sus partes en beneficio del conjunto, de su libertad y potencia de actuar: el deseo de vivir, de perseverar, de pensar y actuar es impulsado, motivado y aumentado por la esperanza y la alegría, por la liberación de la potencia de ser o del ser. Mientras que la tiranía no busca sino a evitar (mal) la muerte del cuerpo político – grado minino de sobrevivencia –, la democracia, al contrario, cultiva la vida del cuerpo, la afirma. Spinoza nos enseña (o nos recuerda) que la política, en el fondo, no tiene otro fin sino el de producir maneras de vivir, modos de vida: la política es, ante todo, cuestión de supervivencia. Entre la tiranía y la democracia, como dinámicas vitales, tenemos dos polos opuestos, entre los cuales el hombre ha oscilado siempre: o vivir tiránicamente, es decir sometidos por el miedo o el terror y por ende en la tristeza (estado que Spinoza llama soledad, donde el individuo apenas sobrevive), o vivir democráticamente, es decir empujados por la esperanza de una vida colectiva mejor y, por lo tanto, vivir en la alegría (es decir como una multitud libre, donde el individuo y la comunidad pueden, literalmente, super-vivir). En ese espacio se sitúa la batalla política. La batalla que Spinoza, en su tiempo y contra su tiempo, asumió en sus escritos: contra el absolutismo encarnado por Luis XIV y, sobre todo, contra el absolutismo de quién se volvió, gracias a su triunfo sobre la República Holandesa, el nuevo rey de Inglaterra, Guillermo III de Orange. Pero Spinoza no luchó contra los hombres, los tiranos. Spinoza luchó, positivamente, por la fundación de una verdadera teoría dinámica de las instituciones políticas, capaces de impedir la reproducción fatídica y cíclica de la tiranía. Última lección del spinozismo: la causa de la tiranía no reside en los hombres o mujeres que gobiernan – marionetas de la necesidad y victimas de su deseo desmedido de poder – sino en las instituciones mal construidas y organizadas que permiten la formación de tiranos, que permiten la concentración y monopolización, la saturación del deseo y, por ende, del poder. Simétricamente, la causa o la razón de una democracia eficaz no puede ser nunca un individuo, por más virtuoso que sea pretenda ser. La política no es asunto de individuos, de mesías o salvadores, ni en última instancia de virtud. La política, al contrario, es asunto de instituciones y de razón. En ellas Spinoza puso su fe, o más bien su razón, porque ellas son las obras mismas de la razón o la razón misma puesta en obra.

Misiones y desconciertos sobre el humanismo universitario

Carlos Reyes

For me, the big French D is not Derrida but Deneuve.

Camille Paglia

 

En años recientes ha suscitado mucha atención el estado de las universidades, y en consecuencia de las humanidades. Hay un profundo interés por la manera en la que se relacionan las disciplinas humanísticas y científicas con la gran cantidad de información disponible en Internet, y sus efectos en la enseñanza y la investigación. Las universidades disponen de un volumen de datos inéditos y hoy cuentan con complejas herramientas de producción y difusión global de conocimientos. Aparte de este suceso que ha reconfigurado el ámbito del pensamiento y su práctica, ha surgido una preocupación por la situación de las humanidades siendo estas una instancia de “explicación del mundo”, lo que se ha considerado como un atributo vital de la universidad. Un texto de referencia de dicha preocupación pertenece a Martha Nussbaum, en el que denuncia una contracción de las humanidades en las universidades de Estados Unidos (entre otros lugares), mediante recortes en su financiamiento. Las implicaciones que expone Nussbaum tienen que ver con el rol que se asigna a las humanidades en relación con la democracia. En su lógica, aquellas son el dispositivo más apropiado para informar éticamente al ciudadano de su lugar en lo político y en la política.

En Not for profit: why democracy needs the humanities (2010) Nussbaum discute la situación política de las humanidades. Según la filósofa, la presión por el desarrollo económico global habría debilitado su importancia en la formación de profesionales. A su juicio, la urgencia por mejorar las condiciones económicas de países como la India habría servido como justificación para dedicar mayores esfuerzos a la formación técnica, desplazando la humanística. Pero el elemento de su propuesta que cabe revisar, habla de atribuir a las humanidades el deber de producir ciudadanos. Se las propone como herramienta de pensamiento crítico y analítico, con la misión de conformar ciudadanía. Es esta “misión” de la universidad y por ende de las humanidades –finalismo discreto y obstinado– aquello sobre lo que habría que meditar.

Un aspecto que se observa en buena parte de los ensayos que tratan la situación de las humanidades y la educación superior, publicados en décadas recientes, consiste en dar por sentada una “misión” necesaria para la universidad. Se entiende que la misión original de la universidad moderna puede estar inspirada por su reinvención napoleónica, para cumplir un fin igualitarista; o también una vocación de tipo humboldtiano, con la que se replanteó la universidad para lograr la autorrealización personal (Fichte y The vocation of man). En ese sentido, la misión que adopte la universidad obligará a que todos sus esfuerzos y recursos, incluidas las humanidades, se dirijan a cumplirla.

Lucas Pacheco, en La universidad ecuatoriana: crisis académica y conflicto político (1992), defiende que “[e]l desarrollo político, social y cultural de las naciones tiene lugar a través de la formación de los hombres. Esta misión formadora de la humanidad, es el principal cometido de la Universidad”. En su perspectiva, “la universidad ha logrado afianzar su papel de conciencia crítica de la sociedad”. Ello contribuiría a explicar el tipo de conflictividad sociopolítica que puede suscitar la asignación de alguna misión a la universidad. Si esta es la “conciencia crítica” de la sociedad, si es su conciencia en-sí-misma, entonces en su ausencia, tanto el mundo como sus habitantes no logran acceder a la razón. ¿Hay universidad, luego tengo conciencia, y por lo tanto existo?

Por su parte, Carlos Tünnermann, en Universidad y sociedad. Balance histórico y perspectivas desde América Latina (2001) aunque revisa el factor “misional” universitario, acaba adscribiéndose al mismo. La misión de la universidad parecería ser insustituible. Una propuesta reciente sobre la preocupación intelectual por la deriva de la universidad humanística es Universidad. Sentido y crítica (2016) de Iván Carvajal, quien propone un acercamiento a la universidad ecuatoriana desde dos figuras: la de los rectores Manuel Agustín Aguirre, de la Universidad Central del Ecuador (universidad pública), y Hernán Malo González, de la PUCE (universidad privada). La contraposición de aquellas figuras explica los lugares que adoptaron sus instituciones, pero también sus significados políticos y epistemológicos. Específicamente, en Aguirre se encuentra una fuerte coyuntura que busca aclimatar la universidad para participar en la consecución del desarrollo nacional. Esta sería una de sus “misiones”. Por parte de Malo González, se detalla una preocupación por  el lugar del pensamiento dentro de la universidad.

En esa línea, uno de los momentos críticos que examina Carvajal es la idea de “desarrollo” que se habría imputado como imperativo –su misión– a las universidades, tanto por parte de la relación Estado-gobierno como por suscripción propia de las autoridades universitarias. En consecuencia, el autor también impugna la política pública de la denominada “revolución ciudadana” ecuatoriana en la educación superior, así como su tendencia desarrollista. El “desarrollismo” en Ecuador y América Latina tendría para las humanidades repercusiones similares a las que postula Nussbaum: un énfasis en lo técnico-ocupacional que acaba recortando el ámbito humanístico, puesto que la consigna sería superar-la-pobreza, para lo cual se necesita graduar más profesionales asalariados que pensadores.

En cuanto a la universidad como institución que acoge las humanidades, Carvajal critica su tecnocratización por compulsión del Estado. Viaje de ida y vuelta: la universidad alimenta de tecnócratas al Estado y el Estado le devuelve la tecnocratización (plebiscitaria) como régimen para el funcionamiento de la educación superior. Pero, si bien es crítico con las misiones que se han asignado a la universidad (misión de desarrollo nacional, de consolidación identitaria de la nación), hubiera sido interesante obtener de Carvajal, por ejemplo, un juicio de la desconcertante idea de la “misión social” universitaria.

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Un desconcierto y una crítica a la situación de las humanidades ya se encuentra en Nietzsche y sus conferencias de 1872, cuando el filósofo se dirige a sus colegas universitarios, advirtiéndoles sobre dos problemas de las instituciones alemanas de educación. Estas se resumen en el problema de la ampliación de la educación y, simultáneamente, el de su sumisión al servicio del Estado. Este tratamiento de la ampliación educativa ha sido visto, no por pocos, como un áspero alegato nietzscheano contra la democratización de la educación. Herejía derecho-humanista. Sin embargo, en las conferencias mencionadas, uno de los ejes que sostiene la desazón del profesor universitario en Basilea es, en realidad, la degradación de la cultura, de la educación (de las humanidades para el caso) a consecuencia de una masificación que no contempla un hecho elemental: solo unas pocas personas sobresalen en cada campo específico del saber. Y dentro de ese mismo campo, se destacan unas pocas. Y así con toda institucionalidad humana. Resignación paretiana.

Entonces, la mayoría de la población obtendría a través de la educación una habilitación para ser “alguien” en la división del trabajo. Nietzsche proyecta también una restauración de la calidad de la educación impartida en la escuela pública. En cuanto a la sumisión de la educación ante el Estado moderno, el filósofo prefigura la actitud del poder político como su “supervisor, regulador y vigilante”. Pero también advierte la creciente especialización organizativa de las universidades, algo que cien años más tarde la académica Camille Paglia enérgicamente criticaría como la “departamentalización” –en su caso– de las humanidades. La desconexión entre los departamentos de humanidades, en un afán por especializarse, habría fragmentado de manera autodestructiva a la propia disciplina.

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Camille Paglia (Endicott, 1947) quizá sea una de las intelectuales más desconcertantes de los últimos años. Feminista severamente incisiva con su propio movimiento, crítica literaria y de arte formada en la tradición de Bloom, Hauser y admiradora de Norman O. Brown, Paglia es una objetora de los excesos del constructivismo social, de lo que considera un marxismo académico ocioso y del fraccionamiento institucional que han reconfigurado la universidad norteamericana. En una reseña extensa para la revista Arion (“Junk Bonds and Corporate Raiders: Academe in the Hour of the Wolf”, 1991), la autora se dedicó a refutar en detalle las falacias argumentativas, inconsistencias y deformaciones que encontró en dos libros publicados en esos años, cuyo tema era la sexualidad. El mayor defecto que encuentra en aquellas dos publicaciones consiste en presentarse como vanguardistas, desconociendo la riqueza de los estudios clásicos existentes sobre el tema, y además de apoyarse en lo que Paglia agrupa bajo la categoría de “escuela de Francia”. Es decir, la reseña de los libros le sirve para elaborar una crítica rotunda a la manera en la que se pretende defender cualquier trabajo académico serio recurriendo a autores como Foucault, Derrida o Lacan (vale la pena leer sobre la “brillante pirotecnia filosófica” expuesta en el Foucault [1985] de Jose Guilherme Merquior). Para Paglia, el posestructuralismo aniquila a Eros, y según ella la “D” francesa más apropiada para estimular todos los sentidos corresponde a Deneuve (Belle du jour) y no al responsable de De la Gramatología. Además, elabora un examen de la problemática “especialización” que denuncia dentro de las humanidades.

Según Paglia, en las ciencias físicas/naturales el académico puede conducir su carrera enfocado en objetos específicos, estrictamente dedicado a estudiar “polillas, helechos o rocas ígneas (…) [p]ero no hay una verdadera pericia en las humanidades sin conocer todas las humanidades” sostiene. Su reputación como académica se ha mantenido por décadas defendiendo la tradición clásica para entender a las humanidades en Occidente, lo cual implica un manejo de la complejidad grecorromana y judeocristiana. Aparte de desconcertar, Paglia no desplaza su responsabilidad académica, y propone una reforma educativa profunda, casi autoinculpándose por no haber reprochado con firmeza la “invasión francesa” en la academia estadounidense desde la década del 60. En su opinión, aquellos pensadores franceses que desde hace décadas copan las bibliografías de la academia norteamericana (y latinoamericana), poco, o nada original, han aportado a las humanidades.

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Ante las perplejidades que provoca la idea de una misión para la universidad y la noción de que las humanidades deben producir ciudadanía política (Nussbaum), y su empobrecimiento en razón de una instrumentalización estatal-partidista para algún tipo de desarrollo, los intelectuales humanistas no podrían sino estar desconcertados.

Porque, ¿cuál es el resultado de asignar misiones a la universidad con respecto a las humanidades? Uno de ellos es su bifurcación. Por un lado, la mayor parte de las humanidades, al funcionar al interior de la universidad, se adapta al cumplimiento de sus respectivas “misiones”. Con esto, si la misión es desarrollista, se practica una versión pauperizada de ellas. Por ejemplo, se las orienta a justificar la necesidad de políticas públicas que acaban siendo fugaces, efectistas, clientelistas y autoritarias, en temas sensibles como educación, salud, cultura, etc. Para este fin, se proclaman interpretaciones que, audazmente, combinan la radicalidad y el idealismo platónico con retazos aristotélicos instrumentales, y así se imponen políticamente, por ejemplo, razonamientos para un “buen vivir”. Además, si la misión asumida por la universidad es identitaria, el resultado parece conducir a aquello que denuncia New Real Peer Review.

El otro rumbo que podrían tomar las humanidades sería el de la fuga y la reclusión.

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New Real Peer Review es el nombre de una cuenta en Twitter a cargo de –se infiere– un grupo de académicos, que se ha dado la tarea de examinar artículos académicos, revisados por pares, publicados y disponibles, en el campo de las humanidades y las ciencias sociales. La cuenta tiene más de cuatro mil mensajes, citando audaces artículos indexados, con más de mil seiscientas muestras de abstracts, solo desde junio de 2016. Los hallazgos teóricos y metodológicos que exhiben no son la regla, pero tampoco son excepcionales, y dan cuenta de un problema evidente que hay que señalar: la política identitaria se ha tomado, en las últimas décadas, buena parte de la academia humanística y científico social, política legitimada por las misiones que ha naturalizado cada departamento universitario. Ejemplos:

Análisis desde un punto de vista ‘metatécnico’ que indaga la intersección entre una forma de danza contemporánea bautizada con el nombre de “Gaga” y sus implicaciones neoliberales.

Artículo que presenta siete poemas inspirados en las experiencias higiénicas de mujeres adultas que relatan sus visitas al baño.

Capítulo de investigación: se propone imaginar al personaje Diana, de la tira cómica “La mujer maravilla”, en su paso a convertirse en guerrera amazona, para de esta forma inspirar su sororidad (de las autoras) y luchar contra las estructuras heteronormativas y opresivas que (las) afectan”.

Propuesta metodológica: “Juntando una red de conceptos tales como el afuera, el encuentro y la fuerza, la autora inventa pensar sin método, una estrategia emergente y fragmentada que forma el afuera de los métodos de investigación cualitativos estratificados”.

Etnografía de un profesor universitario que especula sobre el tipo de compromiso personal que asume ante el reto de completar su próximo trabajo de campo.

Artículo indexado compuesto por un párrafo que indaga la rutina diaria de un académico mediante una auto etnografía, revisando “cuan estructurados se han vuelto sus días, gobernados por el calendario escolar”.

Pregunta de investigación en un abstract: “La sonrisa: ¿cómo migra la sonrisa?”.

Abstract de tesis doctoral: “La autora explora las formas en las que ella, como mujer soltera y por lo tanto “sola” (single), ha sido posicionada como personalmente deficiente en tanto la solter-idad (single-ness) es producida como una posición ilegítima e indeseable a ocupar por parte de sujetos hembra/femeninos. Esta investigación utiliza un marco metodológico autoetnográfico aumentado por epistemología posestructural feminista para abrir, complicar, irrumpir e interrumpir la resolución de la novia con esperanzas de (re)significación y nuevas prácticas del yo hembra y femenino de la escritora […] La historia se cuenta desde diversas posiciones temporales, incluyendo el pasado, el presente y el futuro, desdibujando la idea de edad cronológica.”

“Marco glaciológico feminista para la investigación del cambio ambiental global. Abstract: marco de trabajo de glaciología feminista con cuatro componentes clave: (1) productores de conocimiento; (2) ciencia y conocimiento de género; (3) sistemas de dominación científica; y (4) representaciones alternativas de glaciares”.

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Una razón para comprender la deriva actual de las humanidades quizá se encuentre en la naturalización de la intrusión del Estado (moderno) en la universidad, puesto que con este no solo ha ingresado lo político, sino también la política: identitaria y fragmentada según corresponda el departamento. Por esto, una crítica a la condición actual de las humanidades no puede quedarse en la asunción de que son subordinadas o desdeñadas por poderes políticos en favor de intereses financieros, “económicos”, como reclama Nussbaum. Es necesario mirar hacia adentro. Para esto un primer paso podría ser incluir un cuestionamiento sobre los sujetos que acuden a las humanidades.

Habría que preguntarse, ¿qué tipo de persona tiene la voluntad de dedicar su vida académica al cumplimiento de cualquier misión que se arrogue la universidad? Y para esto, ¿quién está presto a nutrirse de unas humanidades cuyo retrato del mundo se configura con políticas identitarias, con sus intersecciones, opresiones y hegemonías? ¿Aquel cuadro que presentan importantes sectores de la academia es realmente el mundo? Si es así, entonces las humanidades de poco habrían servido en los últimos tiempos para informar y producir ciudadanos capaces de cambiar, no al mundo que es una distopía contrastada, sino al menos a sí mismos.

Un segundo paso podría consistir en revisar las críticas a la situación de las humanidades, puesto que en su mayoría se da por sentado un imperativo ético de corte hegeliano para la universidad; esto es, se impone que aquella forme una ciudadanía cuyo interés supremo se plasme y enlace al Estado, en torno a una virtud democrática compartida, universal. ¿Es esto deseable y posible? Si es así, quizá entonces la idea de la misión para la universidad se encuentre en proceso de realización plena y estemos atendiendo a sus efectos indeseados.

Porque la educación impartida en el ámbito universitario, a día de hoy, se halla profundamente enlazada al Estado, ya sea por cualquiera de las herramientas de las que este dispone. Por mencionar dos, la ley (no en razón si no a fuerza) y el financiamiento público. Por ley, el Estado puede pretender democratizar la educación superior; y con dinero procurará seguir asegurándose su aprobación social. Lo entendió Nietzsche advirtiendo la inminente burocratización y trivialización de la educación. El aparato universitario integra al Estado en sus campus, en virtud de su financiamiento y su propia misión democratizadora. Así, el poder político se asegura la cooperación de esa “conciencia crítica” que –en palabras de Pacheco– se supone es la universidad.

Desconcertante y compleja misión universitaria, que recurre a unas humanidades fragmentadas e identitarias para cumplirla, y con esa carga informarnos sobre el mundo y la manera “más ciudadana” de participar en democracia. Si la universidad algún momento decide adquirir un sentido nuevo y recibir una crítica original, quizá haya que ir pensando en otro nombre para ella. Ya se ha hecho antes.