La última historia es la primera historia: algunas ideas (post)históricas sobre el presente (post)humano

David Barreto

 

 

1. Ludwig Wittgenstein, en el apartado 116 de las Investigaciones filosóficas, escribía hacia mediados del siglo pasado: “Cuando los filósofos usan una palabra —‘conocimiento’, ‘ser, ‘objeto’, ‘yo’, ‘proposición’, ‘nombre’— y tratan de captar la esencia de la cosa, siempre se ha de preguntar: ¿Se usa efectivamente esta palabra de este modo en el lenguaje que tiene en su tierra natal? —Nosotros reconducimos las palabras de su empleo metafísico a su empleo cotidiano”.

Me interesa subrayar la última frase: reconducir, digamos reorientar las palabras desde un ámbito meta-físico a su empleo cotidiano, a su uso ordinario, a su hábito —que marca una ética— consuetudinario, incluso prosaico, cuando no abiertamente trivial. Como se sabe —y reduzco aquí una compleja ambición filosófica sobre lenguaje ordinario que nos llevaría por otro sendero—, Wittgenstein busca, a partir de su práctica filosófica, más que la definición constante y definitoria de una palabra (la codiciada esencia meta-física de un concepto), resolver los problemas filosóficos, o apartar sus dificultades (¶133), en el contexto habitual de su uso. Porque el uso ordinario que se le da a tal o cual concepto es en sí la tierra natal de la que habla Wittgenstein, y que quiere dar cuenta de una obviedad que, por obvia, se torna invisible: nada hay más allá del juego —el ajedrez, por ejemplo— en el que un peón o un rey, o una palabra, adquieren el sentido que tienen. “La pregunta ‘¿Qué es realmente una palabra?’ es análoga a ¿Qué es una pieza de ajedrez?” (¶108). Pero re-conocer el juego, visibilizar el régimen cotidiano de lo ordinario en el que una palabra se desprenda de sus equívocos aspavientos meta-físicos, es, parafraseando a Stanley Cavell, not a given but a task (no un hecho dado, sino una tarea).

2. He pensado estos últimos días en esta idea de Wittgenstein, y en Cavell y José Luis Pardo, a propósito de la invitación de Trashumante para reflexionar en torno al concepto de lo posthumano, palabra que se (me) antoja desde un principio como una tácita aporía que presagia la paradoja de un corte o una cesura ontológica. De entrada, lo que llama la atención es la partícula post: más allá, después de. El prefijo, en su uso corriente, denota una sucesión temporal, un algo que procede de algo, un estadio crono-lógico que vendría o continuaría luego de. Aquí, en el caso de lo post-humano, aquello que se anuncia que se supera es nada más ni nada menos que lo humano. Pero, ¿qué es lo humano que se deja atrás? ¿A quién, o a qué, nombra esto humano que lo post supuestamente supera acaso como residuo o resto de una época que, sin más referencia por el momento que el juego lingüístico, estaría llegando a su fin? En una palabra, ¿señala lo post algo más allá de aquello que somos, de aquello que hace de nosotros animales humanos? ¿Podemos, en definitiva, dejar de ser humanos?

3. Estas preguntas se ciñen a una imagen que en las últimas décadas ha adquirido la dimensión inexorable de un (¿de nuestro?) destino: el fin de la historia. De otro final, añadamos, pues en la pluralidad de historias que tejen y destejen la malla irregular y heterogénea de la historia dominante de lo que se ha dado en llamar “Occidente” —cuya impertinente sombra se atisbaría hoy inoculada con violencia en todos los rincones del planeta— este nuevo final histórico se suma a una serie de otros finales, revolucionarios u onto-teológicos, que vuelve notorio el sustrato escatológico de lo que Jacob Taubes identificaba como el destino apocalíptico implícito de la historia de la modernidad. De la modernidad “occidental”, esto es, porque me parece que invocar a bocajarro términos como historia, modernidad, Occidente o humano, o cualquiera de sus avatares y declinaciones como post-modernidad o post-humanismo, nos hurta de la tensión crítica y del espesor concreto anudados por pliegues, disputas y pulsiones globales y locales que convierten estas expresiones en atractivos significantes vacíos —aquí en eco de Ernesto Laclau— cuya ambigüedad estratégica elude la especificidad y materialidad cotidiana de sus enunciaciones. Y a las que cabe, por tanto, imbuir de sentidos saturados de identidades maleables que escasamente aportan a resolver o apartar las problemáticas reales de las encrucijadas vitales —y ordinarias— de los habitantes en contornos precisos y sujetos a fuerzas y dinámicas que exceden la disposición universalista y homogénea que se esconde detrás de su prescripción.

 

 

4. Esta breve reflexión, no obstante, no implica que en efecto no exista cierta urgencia de replantearse el lugar de lo humano en las postrimerías de las catástrofes (medioambientales, económicas, políticas, pandémicas, etc.) causadas sin que quepa la menor duda por la voluntad de poder del sujeto moderno, cuya carta de ciudadanía se puede rastrear, como se acostumbra hacerlo, a la metodología cartesiana cuya fuerza emana justamente de la escisión meta-física entre mente y cuerpo, siendo ‘cuerpo’ el límite del ‘yo’ que en Descartes suscita la necesidad de una filosofía que transforme a los humanos en, como dice, “dueños y poseedores de la naturaleza”. No hace falta aquí trazar la genealogía de esta imposición para constatar que, en efecto, en el curso de los últimos siglos lo humano se ha desprendido progresivamente de sus vínculos míticos con la naturaleza en una abstracción estructural que hoy promete con destruir su propia habitabilidad. Pero esto tampoco quiere decir —y he aquí el peligro de algunas posturas nostálgicas de toda índole que aspiran a restituir la supuesta autenticidad del ser humano a una inquietante unidad pre-moderna o pre-humana con una naturaleza pre-lapsaria o pre-histórica— que debiéramos renunciar a la modernidad en su conjunto como si ésta constituyera en su núcleo la suma de un totalitarismo nihilista que habría ahondado la insalvable herida que separa al individuo de la naturaleza, a la justicia de la libertad, a los nombres de las cosas, al yo del otro o a la voz de la letra como se separa la historia de la poesía y a Europa de América. Porque no hay, claro, a dónde volver, pero la persistencia de esta alegoría, sea en política, en filosofía, en historia, en poesía o en la vida cotidiana, atiza el fuego de una perniciosa nostalgia que da sustento al relato de los orígenes que, en la fantasía de su inaccesibilidad, perpetúa el deseo de su autoridad y poder.

5. Querría aventurar unas pocas ideas finales que aspiran a reconducir la orientación del término post-humano, y me gustaría hacerlo a partir del mismo Descartes toda vez que son sus consideraciones filosóficas las que sintetizan desde 1637 la sustancia meta-física de lo que significa ser humano en la cuenca de la inicua historia atlántica, primero, y luego planetaria. Si en efecto el nacimiento teórico de lo humano —en las doctrinas imperiales de la modernidad occidental— se predica a espaldas de la naturaleza, que pasa a ser dominio indiferente para su utilidad y ulterior destrucción, es a lo mejor en el re-conocimiento de ser apenas un ente entre entes lo que permitirá a lo humano soslayar el paradigma cartesiano que lo inviste aún hoy como el centro de la creación, y así arribar a una idea por demás simple: que siendo que no existe división alguna entre sustancias que puedan denominarse ‘mente’ y ‘cuerpo’ —como no la existe entre el yo y la naturaleza—, carece por completo de sentido disputar el ámbito teórico de lo post-humano dado que, para empezar, la ruptura meta-física que sueña fundar lo humano no tiene cimiento. No digo, por supuesto, nada nuevo. Casi inmediatamente después de que Descartes publicara en 1637 sus meditaciones, figuras como Spinoza, y más tarde Nietzsche y Deleuze, hasta recientes investigaciones sobre inteligencia artificial y cognición llevadas a cabo por John Haugeland, Manuel de Landa o Riccardo Manzotti (quien dice, por ejemplo, que la experiencia de un objeto es idéntico con el objeto mismo), han refutado el dualismo cartesiano proponiendo, en cambio, una filosofía en la que el irreducible ensamblaje y el inextricable acoplamiento de la matizada experiencia cognitiva humana con el resto de los fenómenos de la naturaleza se muestran como una y la misma cosa.

6. En este sentido, y si se me permite la reapropiación de una conocida metáfora kantiana, podría decirse que, enfrentados como estamos a la creciente impresión de que las murallas (esto es, las ideas claras y distintas cartesianas) que construimos como límite de aquella latencia de lo indeterminado que amenaza con arrasar nuestra condición humana son cada vez más inconstantes, de lo que a lo mejor por ello sólo un dios podrá salvarnos, cabría imaginarse una especie de “revolución copérnica” que nos permita deshacer el embrujo estático de la subjetividad moderna cuyo atractivo comienza en su figura amurallada de estabilidad y certeza en torno a la cual gravita de modo imperioso, siempre por fuera de la ciudad y de la historia, la potencia irredenta de la naturaleza a la cual, por tanto, hay que poseerla, desentrañarla y reducirla. Así, modificando esta perspectiva, sería lo humano lo que giraría en torno a la naturaleza, y no ésta en torno a aquello, conjurando en el camino el espectro de la excepcionalidad humana que no tendría otro remedio que re-conocerse como una cosa más en el concierto impasible, sin centro y múltiple del universo.

 

 

7. La pregunta por las condiciones de posibilidad de lo post-humano es, pues, ante todo una pregunta por las condiciones de posibilidad de lo humano. Y aún más, por las condiciones de posibilidad de esta animalidad específicamente humana que nos mantiene en presión constante con aquello que llamamos naturaleza y que hoy podemos observar no constituye una sustancia otra diferente y divorciada de la nuestra. No existe un yo desarticulado de la inexpresable interrelación que en todo momento mantiene la subjetividad con los objetos y los fenómenos del universo que la atraviesan, la perfilan, la vertebran y la transforman. Pero nótese bien, no es este un llamado al cacareado dictamen del ‘yo y su circunstancia’, sino que es la circunstancia misma —esto es, la vasta red de vínculos que atraviesa en casi infinitos puntos de fuga en los que se desplaza la experiencia espaciotemporal que circunscribe la conciencia humana sobre la Tierra— lo único que podemos entender con propiedad como yo.

8. Mi punto es que este axioma —o sea, la relación de inmanencia que conservan lo humano y la naturaleza—, que tiene como propósito generar una nueva forma de entender la correspondencia de lo humano con la naturaleza, superando de este modo la antinomia crítica entre sujeto y objeto —como puede verse en la investigación sobre lo post-humano que llevan a cabo un número creciente de teóricos como Francesca Ferrando y Cary Wolfe— ha sido ya ejecutado con geométrica precisión al menos desde Spinoza y explorada por Niels Bohr y Werner Heisenberg quienes en los inicios de la física cuántica en los años 20 del siglo pasado establecieron que los análisis que llevaban a cabo a nivel subatómico no solamente perturbaban las mediciones de la realidad, sino que las producían, lo que en breve quiere decir que la naturaleza no existe para la cognición humana sino sólo en relación a su observación; lo cual llevó a Albert Einstein a rechazar este principio de la teoría cuántica porque él prefería saber que la Luna estaba en el firmamento aun cuando él no la veía. En consecuencia, me parece que inundar de seductoras ideas el léxico académico y teórico, especialmente si este léxico no cuestiona las torsiones de su inscripción local y global, lo único que hace es reproducir la inflación propia de las instituciones neoliberales en las que se van convirtiendo algunos centros universitarios cada vez más presionados por deslumbrar a sorprendidos clientes ávidos por ostentar capitales simbólicos cuyo valor y comercio se agotan pronto en el mercado de otros espejismos asimismo descartables y reciclables. De tal suerte que, llevada hasta sus últimas consecuencias la idea de que no existe separación alguna entre lo humano y la naturaleza, cabría a lo mejor insistir que lo post-humano es y ha sido desde siempre humano, y viceversa.

 

El mecanismo de Francine

Juan Sebastián Martínez

 

Motor

René Descartes murió en Suecia en 1650. Su obra se observa hoy para aproximarse al pensamiento moderno temprano. Como suele ocurrir con los grandes pensadores, es común que los estudiosos busquen en las particularidades de su tiempo y biografía aquellos hechos que pudieran explicar sus palabras o acciones. Los actos del sabio se cargan de importancia, se los comenta y se los examina como a un mensaje secreto.

Entre los sucesos insólitos de la vida del creador del mecanicismo está la construcción de una autómata a la que ahora incontables amantes del cine de ciencia ficción relacionan con personajes como Terminator o Pris (la replicante de Blade Runner). Se trata de la muñeca Francine, cuya aparición ha sido narrada, con importantes variantes, por algunos biógrafos del filósofo francés.

Más de uno concuerda en que el episodio inicia con la muerte de la hija biológica de Descartes, la cual, para empeorar la desgracia, fallece de niña. Tal es la tristeza del padre que resuelve devolverse la compañía perdida; aplica para ello uno de sus propios postulados: el cuerpo viviente y la máquina son, en cierto sentido, equivalentes. Dado que ha explorado los dominios de la mecánica, decide crear, con la ayuda de algunos genios de la escultura y la relojería, una niña-autómata extremadamente parecida a su difunta hija. A esta criatura su inventor le da el mismo nombre que tuvo la niña que ha muerto, Francine, y ya solo se refiere a la muñeca como mi hijama fille Francine–.

La segunda desgracia ocurre durante un viaje emprendido en 1649 por Descartes y su nueva hija. Ambos cruzan en barco el mar del norte; su destino es Holanda (o tal vez Suecia, esto último no queda claro). El filósofo decide guardar a la pequeña en un cofre parecido a un ataúd para que no se estropee durante el viaje. En un momento de debilidad se queda dormido lejos de Francine. Es entonces cuando el capitán de la nave, que sospecha un infortunio por la manera en que el ilustre pasajero ha vigilado al cofre, aprovecha el descuido para forzar la cerradura y abrir la tapa. La muñeca se incorpora, gira su cabeza y lo saluda con palabras de gran cortesía.

El capitán enloquece de miedo; el cielo anuncia una tormenta y teme que un demonio sea quien mueve a la pequeña. Se visualiza a sí mismo siendo arrojado a las furiosas olas por aquella criatura. En el acto, llevado por un impulso de supervivencia, saca a Francine de su cofre y la arroja por la borda; ella se hunde en las aguas heladas. Hasta hoy nadie la ha buscado; tampoco, que yo sepa, existe ningún texto que sugiera que Descartes decidiera crear una nueva autómata para sustituirla –ma troisième Francine, o quizá: ma fille renouvelée–.

Generador

En 1967, en Turín, Italo Calvino pronunció una conferencia titulada Cibernética y fantasmas. En esta intervención sostiene que los mitos se generan cuando alguien utiliza la capacidad combinatoria del lenguaje sin tener otra intención consciente que la de jugar con sus posibilidades, con el orden, con la inclusión y exclusión de las palabras o de los acontecimientos de una narración no consagrada. El jugador permutaría los elementos de la trama o de la fábula sin tener previsto que, en cualquier momento, una combinación específica (una de las formas que resultaran del juego combinatorio) pudiera llamar su atención o la de su público al convertirse en una estructura significante idónea para que estos le otorguen el estatus de relato sagrado, es decir, capaz de conformar un sistema de creencias y desde esa posición explicar uno o varios aspectos del origen y acaecer del ser humano y su mundo. Dicho proceso se daría porque al momento de la lectura o escucha, tal significación habría venido siendo sospechada por el colectivo, o por el propio jugador que de esta manera se sorprendería a sí mismo.

Podría agregarse que, al estar todo grupo conformado por individuos con algún rango de disimilitud, la nueva combinación mecánica de significantes, casi azarosa, antes de ser llamada mito por determinada colectividad, debería haberse elegido sacra por una cantidad de personas –incluso podría ser una sola– cuyas acciones, al sincronizarse, hayan logrado influenciar al resto. También habría que preguntarse si, por el contrario, esta magnitud de dominio se podría dar en función de que aquella suma de individuos, o incluso uno solo, se ha tropezado con cierto tipo de combinación significante ante la cual los demás miembros se sienten conmovidos.

Calvino explica en esa misma conferencia que la suya es una interpretación contraria a la dominante. Esta última sostiene que las fábulas suelen ser variantes –degradadas y a veces poco reconocibles– de los mitos. Si a mediados del siglo XX, y hasta hoy, muchos siguen considerando que la fábula es una hija del mito, él propone que la fabulación, en tanto proceso de lúdica adición, sustracción, construcción y deconstrucción, es la que origina, por accidente, tanto a las narraciones que se tildan de profanas como a aquellas que resultan sacralizadas. Siguiendo un recorrido parecido al de Calvino, podríamos decir que el mecanismo combinatorio también genera leyendas, y que sus variantes resultan más o menos aceptadas en función de la capacidad de significación que el público, o una parte de este, les confiere.

Si hablamos de leyendas modernas, la historia de Francine es una de las más propagadas acerca de autómatas seculares. Biógrafos, poetas y novelistas la han adaptando a diferentes épocas y estéticas. En 2017, el historiador Minsoo Kang publicó un recuento de las transformaciones de la leyenda, que van desde un texto publicado en 1699 por el monje Bonaventure d’Argonne hasta las nuevas versiones que hoy encuentran los navegantes de internet. En los últimos tramos de este devenir, la leyenda ha incorporado elementos incompatibles con la tecnología de la supuesta época en la que ocurrieron los acontecimientos narrados (por ejemplo, la capacidad de imitar la voz humana, que fue desarrollada un siglo después de que Descartes muriera).

El mismo Kang, consciente de que la referida hija biológica (si es que realmente existió) pudo haber sido engendrada en una relación extramatrimonial, sostiene que la publicación de Argonne habría sido un intento por salvar la imagen personal de Descartes, pues el monje se aferró a una dudosa fuente, tal vez ficticia, para sugerir que la niña Francine no fue más que una autómata a la que su creador llamaba hija, y que los rumores acerca una hija de carne y hueso solo eran meras especulaciones alimentadas por cómo el filósofo decidió llamar a su creación. En la Francia del siglo XVII era más decoroso que un hombre con prestigio llamara hija a su muñeca, a que este fuera acusado de haber engendrado una hija humana fuera del matrimonio.

A pesar de que el objetivo de Argonne parece no haber sido otro que el de crear un rumor que apuntalara la aceptación social hacia Descartes y sus postulados, pues el monje simpatizaba con las ideas racionalistas, su fabulación sentó las bases de una leyenda que los detractores del racionalismo utilizaron durante los siguientes dos siglos para desacreditar la propia filosofía cartesiana. Estos aprovecharon el rumor para presentar a un Descartes trastornado y siniestro, tan diabólico como el genio engañador que él mismo menciona en sus escritos. Visto hoy, podríamos fabular con la posibilidad de que aquel demiurgo se manifestara al capitán del barco usando a Francine como médium. Tal giro nos recuerda a un Italo Calvino anotando, en su citado ensayo, que los espejismos de racionalidad suelen ser invadidos por fantasmas.

 

Impulso

Entre los siglos XVIII y XIX florecieron en Europa las personas o familias dedicadas a la construcción de autómatas. La creatividad de artistas y relojeros logró creaciones excepcionales que reforzaban la visión cartesiana, para entonces ya extendida, acerca de la similitud entre el cuerpo humano y los maniquíes con funciones automáticas. Según la novela El coleccionista de almas perdidas (de Irene García, publicada en 2006), una de aquellas creaciones o criaturas llamó poderosamente la atención de Sigmund Freud. Era, suponemos, un autómata masculino, adulto, de cara ancha y asimétrica; tendría una melena con cerquillo y una barba mefistofélica, pues se asemejaba, según García, al mismísimo Descartes.

Dentro de esta suerte de universo extendido de la leyenda de Francine, el fundador del psicoanálisis se inquietó por la mirada de aquel autómata, y ese hallazgo fue el origen de la hipótesis freudiana acerca de lo siniestro. Fue “por la viveza de su ciega mirada”, recalca Iván Sánchez-Moreno (en el Boletín de la Sociedad Española de Historia de la Psicología, n° 52), antes de calificar de “improbable” a la mencionada escena. Improbable pero no imposible: si jugamos con la fábula de García, nos podríamos preguntar ¿qué pudo haber visto Freud en los ojos de un autómata parecido a Descartes, que no pudiera haber visto en los de otro humanoide, parecido, por ejemplo, a Arnold Schwarzenegger?

Con el mismo humor, con la misma disposición, nos podríamos preguntar también si los ojos del doble artificial sirvieron como espejos convexos en los que Freud reconoció una figura similar a la suya –a la que los retratos le tenían acostumbrado–. Entonces el neurólogo pudo haberse visualizado a sí mismo como una especie de sabio renacentista y suspicaz, pues fue a partir de la duda –como lo señalaría Jacques Lacan más adelante– que Freud y Descartes se aproximaron a la certidumbre. Pero la prominencia del globo ocular inerte haría que la imagen reflejada en este fuera distinta a la de un espejo llano, lo cual quizá invitaría a que el analista también trazara las diferencias entre su mirada y la del difunto filósofo, es decir la diferencia entre sus respectivos corpus. Lacan, en uno de sus seminarios, hablaría de tales diferencias; dicho trabajo le llevaría a observar que el yo cartesiano (el yo del [yo] pienso, luego existo) es prescindible en la acción del pensar observada por Freud; el pensamiento no necesita de un yo: “alguien piensa en su lugar”. Para la mirada psicoanalítica aquel “alguien” que piensa en lugar del yo es el inconsciente.

Aun si apartamos la imagen del “cara a cara” entre analista y autómata, es decir, si miramos fuera de las páginas del coleccionista de almas perdidas, existe un punto de convergencia entre el obrar freudiano y la influencia de los autómatas. Se trata de una monografía llamada Lo siniestro, que fue trabajada por Sigmund Freud en 1919; allí se detalla la experiencia estética que provoca la irrupción de lo no-familiar en lo familiar. Lo que antes fue familiar ahora es invadido por la sensación de no serlo, y se carga de un tipo específico de vivencia (la de lo siniestro) relacionada con la angustia. Según Freud, esto podría ocurrir cuando, para el sujeto, se disipa la frontera entre la fantasía y la realidad, o cuando este observa esa frontera disipada en una fábula. No en todo tipo de fábulas que contengan seres sobrenaturales o sospechosos de serlo, sino en aquellas que le permitan considerar que la existencia de una realidad como la suya puede ser invadida por la fantasía (que también es como la suya, aunque no la reconozca propia).

Las fábulas albergarían elementos capaces de despertar la vivencia de lo siniestro en sus lectores o escuchas, cuando estos, a nivel de lo inconsciente, los ligaran con determinados contenidos reprimidos. Entre los elementos citados estarían los personajes portadores de maleficios, las muñecas “sabias”, los autómatas y los dobles fantasmagóricos. Todos estos atribuibles a la leyenda de Francine y a su universo ampliado. Otro elemento poiético señalado por Freud es la repetición de escenas; este artificio, también otorgable a la mencionada leyenda, tendría la capacidad de evocar “que la actividad psíquica inconsciente está dominada por un automatismo o impulso de repetición (repetición compulsiva), inherente, con toda probabilidad, a la esencia misma de los instintos […] un impulso que confiere a ciertas manifestaciones de la vida psíquica su carácter demoníaco”.

Retorno

En proporción a lo anotado, el miedo a reconocer el automatismo en el sujeto se proyectaría sobre los autómatas artificiales de posibles leyendas que, como la de Francine, hayan sido construidas, aleatoriamente, de tal forma que permitan evocar la interrupción de la frontera que separa el mundo considerado real del dominio de la fantasía.

Si el temor original a lo siniestro no es a la existencia de una maquinaria física que aparente estar poseída por un espíritu, lo es a vivirse como una simple maquinaria biológica que simula poseer su propia alma: que la fantasea y en alguna medida se identifica con ella.

Lo siniestro sería la sospecha de no tener un alma que pueda trascender a la materia organizada en forma de animal humano y a su inseparable impulso de repetición ―inseparable de la configuración animal por ser inherente a la esencia misma de los instintos―, y el consiguiente escrúpulo de carecer de un yo libre de la vida instintiva y, por tanto, apta para crear todo proceso de pensamiento –habiendo sido este último fantaseado como una operación capaz de superar al espacio y tiempo de la maquinaria biológica–.

Ahora bien, como anota Kang, la leyenda de Francine ha repuntado en popularidad durante la época actual, junto al creciente público que se ha interesado por la ficción científica. En The mechanical daughter of Rene Descartes (2017), Kang señala: “En este contexto, la leyenda [de Francine] se puede leer como una especie de historia de ciencia ficción.”

Podemos entonces jugar con aquella historia sin saber si será olvidada, recordada con interés literario, o si algún colectivo le otorgará el estatus de leyenda (o incluso de mito). Ampliaremos su universo narrativo poniéndolo en relación con la saga Terminator: soportaremos la paradoja ontológica para poder visualizar cómo la compañía Skynet envía un emisario con aptitudes de genio engañador hasta 1649 para que incorpore en la muñeca Francine un aparato parlante capaz de reproducir, a su debido tiempo, dos locuciones en perfecto francés de la época. La primera será un saludo de gran cortesía que se reproducirá cuando el capitán abra el cofre, su función será trastornarlo para que agreda a la pequeña (esta victimización facilitará el nacimiento del futuro orden). La segunda grabación brindará esperanza a todos aquellos seguidores del método científico para que durante siglos se vaya desarrollando una cadena de acontecimientos que provoque la fundación de la propia Skynet. Esta locución sonará en el interior de la muñeca mientras el hombre la lleva hasta la borda para arrojarla al océano. El capitán sentirá terror al escuchar la voz del T-800 asegurando que, por profundo que sea el lecho, Francine volverá.