El último hombre

 

Ahí está la barca, — quizá navegando hacia la otra orilla se vaya a la gran nada. — ¿Quién quiere embarcarse en ese “quizá”?

Nietzsche, Así habló Zaratustra

 

 

El superhombre

El hombre es algo que debe ser superado, sentencia Zaratustra. Pero, ¿cuál es el sentido de esa superación, hacia dónde conduce? El hombre es un umbral, un puente, un lugar de tránsito o de transición, mas no una meta. «El hombre es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre, — una cuerda sobre un abismo» (Nietzsche, Así habló Zaratustra). Hundirse en el propio ocaso es la sola manera de guardar en el vuelo de la flecha el anhelo hacia la otra orilla. Se precisa llevar el caos dentro de sí para mantener el anhelo de pasar al otro lado, para tener la fuerza y el coraje de seguir el camino que lleva al superhombre. Pero, ¿qué ocurre cuando la cuerda del arco ya no puede vibrar? Entonces, «el hombre dejará de lanzar la flecha de su anhelo más allá del hombre». Llega el día en que el hombre más ruin será incapaz de despreciarse a sí mismo. Quién si no: el último hombre.

Ir más allá de sí mismo, ese es el imperativo. Solo el niño sumido en su inocencia y en el olvido de sí es capaz de un nuevo comienzo, de crear valores nuevos. El juego libera la fuerza afirmativa de un primer movimiento, «de un santo decir sí», deja suelta la rueda para que se mueva por sí misma. Precisamente, el creador de mundos debió apartar la vista de sí mismo para crearlo, mientras que el creador de trasmundos no puede apartar la mirada de su figura fatigada, sufriente e impotente. Tortura su cuerpo con los dedos del espíritu; aquel se niega a esconder la cabeza en el cielo trascendente de las cosas celestes, precisa de una cabeza terrena para crear el sentido de la tierra.

El hombre es quien realiza valoraciones; pero, para crear nuevos valores se precisa de nuevos creadores. Así, por ejemplo, más elevado que el amor al prójimo es el amor al lejano, al venidero. Por el contrario, el excesivo apretujamiento alrededor del prójimo es lo que llevó a considerar la soledad como una prisión. Amor al lejano: presentimiento del superhombre, fiesta de la tierra. El solitario, afirma Zaratustra, recorre el camino del amante, pero solo sabe del amor quien desprecia aquello mismo que ama. Aquel que se separa, que toma distancia, que se aleja, es quien se desprecia a sí mismo, pues se ama como sólo los amantes suelen hacerlo. Es preciso ser consumido por su propio fuego, para renacer de la ceniza.

 

 

 

 

Hay que guardar fidelidad a la tierra, que sirva el amor para darle a ella su sentido. Se precisa atar la virtud a las cosas terrenas y no permitir que estas se pierdan en la vacua ensoñación de trasmundos. La virtud debe descender al mundo, para llevarla nuevamente al cuerpo y a la vida y escuchar al fin su necesario latir dentro del pecho, pero solo bajo la condición de que la policía se haya vuelto innecesaria. Se debe pensar con los símbolos del tiempo y del devenir y justificar con ello la pasión por todo lo perecedero. Es necesario ser el hijo que vuelve a nacer del dolor de la parturienta y transformar el pensamiento en algo visible, en algo sensible para el hombre. Todo esto entraña recorrer el camino que va desde el «gran mediodía» hacia el atardecer y llevar consigo la esperanza de nuevas auroras.

El último hombre se hunde en su ocaso a mitad del camino entre el animal y el superhombre.

Donde hay ocaso y las hojas caen, la vida se inmola a sí misma como prueba de su fecundidad. Pero los árboles reverdecen nuevamente de mil formas diferentes, como impronta de la pasión de lo viviente; entonces, «¡cómo iban a hacerlo tan sólo — una sola vez!» Se trata justamente, siguiendo la enseñanza del poeta, de trabajar creadoramente el porvenir y de redimir todo lo que fue de manera transformadora, hasta que la voluntad afirme: «¡Mas así lo quise yo!». Aquello que la vida promete debe ser objeto de aceptación de la voluntad; esta quiere pero no busca. Es decir, al goce y a la inocencia se los posee, mientras que al dolor y a la culpa se los busca.

El sol, cuando va camino de su ocaso, derrama oro sobre el mar, prodigándole con riquezas inagotables. Así también Zaratustra desciende hacia los hombres y entre ellos se hunde en su ocaso, y al morir ofrenda el más rico de sus dones. El último hombre, Zaratustra, siente todavía necesidad de predicar entre los hombres; yace sentado en medio de viejas tablas rotas mientras escribe las nuevas. Todo aquello que ha sido considerado como malvado debe ser reunido en aras de crear una nueva verdad. «¡Junto a la conciencia malvada ha crecido hasta ahora todo saber! ¡Romped, rompedme, hombres del conocimiento las viejas tablas!» El último hombre es una primicia y, en cuanto tal, debe ser sacrificado.

Las viejas tablas convierten en sólido todo aquello que su poder de veneración les permite: valores, preceptos, conceptos. Y es que sobre la corriente, maderos, puentecillos y pretiles llevan a considerar que todo es sólido. Pero, el sumergimiento en medio de la corriente lleva a la afirmación contraria: todo fluye. Rompe las viejas tablas, rompe los puentecillos con la fuerza del viento del deshielo o con la vehemencia de las astas del toro destructor cuando rompe el hielo. Para esto se requiere haber sido expulsado del país de los padres y hallarse al fin lo suficientemente ligero de carga para amar el país de los hijos, que no ha sido descubierto aún. ¡Izad las velas para ir a su encuentro! En los hijos, en lo venidero, el pasado será redimido.

Zaratustra es el abogado del círculo, pues «curvo es el sendero de la eternidad». Lo que muere, vuelve a florecer; lo que se despide, regresa; eternamente gira la rueda del ser. Cada instante es un comienzo en torno del cual gira la esfera toda. El abogado del eterno retorno enseña que la existencia, la vida, como un gran reloj de arena que gira y gira, tiene que vaciarse para colmarse de nuevo. Sin embargo, la pregunta hoy, mil veces enunciada es: ¿cómo se conserva el hombre?, cuando en realidad tendría que ser: ¿cómo se lo supera? Todo lo maduro que ha llegado a su perfección está listo para pasar y morir. Así como lo inmaduro quiere vivir hasta colmarse, el dolor quiere pasar, desiste de sí mismo para alcanzar la plenitud del placer. Por el contrario, el placer se quiere tal cual eternamente, su completitud lo lleva a querer retornar eternamente. El hombre es algo que debe ser superado. ¿Hacia dónde? ¿Hacia el superhombre?

 

La muerte de Dios

Hoy se torna cada vez más evidente que se ha alcanzado el fin del hombre. Ese es el umbral en el que nos colocan los últimos avatares de la ciencia moderna, y con la emergencia del último hombre se hace patente también la muerte de Dios. La biología molecular, en su efectividad técnica devenida en quirúrgica, sostiene Bernard Stiegler, ha hecho posible el rebasamiento de las leyes de la evolución. Pero se podría también afirmar que las leyes de la evolución fueron suspendidas desde el momento mismo de la invención del humano, es decir, de la técnica. Sin embargo, no se puede ignorar que en la actualidad esta suspensión ha adquirido una efectividad radicalmente nueva. «El medio no tiene influencia didáctica sobre el germen ―dice François Jacob―, parece que no hay ninguna comunicación directa entre germen y soma. ¿Esto sigue siendo verdadero cuando se trata de un medio técnico?» (Stiegler, Cuando hacer es decir). Es decir, «la biología molecular suspende su propio axioma mediante sus operaciones»; y el axioma, que fue formulado en 1970 y del cual depende la cientificidad de la ciencia, es: «El programa [genético] no recibe lecciones de la experiencia». Ahora bien, el rebasamiento de este axioma ha sido posible gracias al descubrimiento de «enzimas de restricción que permiten recortar el ADN con una precisión quirúrgica — la precisión de una mano instrumentada» (ibíd.). En adelante, la producción de un ser viviente se torna posible gracias a la cirugía genética, lo que pone en evidencia el carácter performativo de la biotecnología.

En este punto, la cuestión que inquiere por la técnica se traslada necesariamente al ámbito que concierne al lugar. El cuerpo, como el lugar de la virtualidad. ¿Es posible un hombre artificial? O también, ¿qué adviene en cuanto al lugar —en tanto cuerpo propio— cuando es posible hablar de tele-presencia? Aquí, una vez más, la pregunta por la técnica se desplaza al ámbito de la frontera o del límite. La técnica sería, entonces, la deconstrucción «objetiva» de todo límite, de toda frontera. Precisamente, la condición de un cuerpo propio radica en su inmovilidad, en su inmutabilidad, en su mismidad. Por el contrario, la posibilidad o la efectividad de la técnica consiste en la inscripción de lo viviente en lo no viviente, y del no viviente en lo viviente. Esta articulación implica el paso de las fronteras y, con él, la deconstrucción objetiva del sentido antropocéntrico. Aquí, la superación del sentido tradicional del hombre se torna factible y, con ella, quedan atrás todo tipo de valores substanciales que pretendían dotarlo de una estabilidad, de una fijeza, que lo privaban de la posibilidad de lo nuevo.

 

 

 

 

La muerte de Dios entraña la divinización del humano, pero el precio a pagar por ello es la pérdida de la identidad, que se da con la desaparición posible del cuerpo propio, como forma de la mismidad. Gracias a la técnica una nueva forma de memoria se pone en juego, esta excede los límites del neo-darwinismo. Es decir, la memoria genética o el programa de la especie, dejan de ser el elemento determinante para el mantenimiento del viviente humano, pues, en un medio controlado por la técnica, aquello que se hereda debe ser recapitulado con cada generación. «Sin esta recapitulación proteica, no habría ciencia, ni posibilidad de encadenamiento en el “gran ahora” de la ciencia que no es más que la muerte re-activable, re-sucitable por obra de un viviente que se encuentra siempre ya muriendo» (Stiegler). Gracias a la técnica el programa de la especie o la ley de la vida pueden ser suspendidas o alteradas por obra de la experiencia. Entonces, la experiencia individual puede ser transmitida sin que esta sea ahogada bajo el peso del programa o a cuenta de la estabilidad de la ley. Esta nueva configuración provocada por la ciencia recuerda, por un lado, el imperativo nietzscheano que lleva a «romper las viejas tablas», que han sido fundadas sobre el principio de la estabilidad substancial; y, por el otro, a asumir el eterno retorno, no como eternidad intemporal, sino como ciclo e instante a la vez.

La estructura del acontecimiento en la tecnociencia es la de la ficción, como es también la posibilidad misma de lo real. Es decir, la realidad deja de estar sustentada en un suelo ontológico estable para convertirse en «ciencia ficción». Agamben señala en ¿Qué es real? que el carácter exclusivamente probabilístico de los fenómenos en la física cuántica exige una intervención del investigador que permite conducirlos hacia un determinado fin. Entonces, no es tanto el conocimiento del sistema lo que interesa, sino la modificación provocada en él por los instrumentos de medición. Lo probable se superpone a lo real y el azar se constituye en principio de decisión acerca de la realidad. Surge así una ciencia de lo accidental, que renuncia a considerar como cognoscible el estado real de un sistema y se ve, con ello, forzada a recurrir a los modelos estadísticos. La naturaleza es azar, observaba ya Nietzsche con insistencia, entonces resulta imposible no asumir el riesgo que entraña toda decisión cuando esta nos coloca de cara a lo probable.

El lugar de partida de las ciencias experimentales es la constatación de una posibilidad. Entonces la experimentación ya no puede consistir en la reivindicación de una pura coherencia descriptiva, sino que deviene performativa. Constatar una posibilidad significa la apertura al ámbito de la pura ficción, pues lo posible yace en los dos extremos de la experimentación. Aquello que resulta evidente en el dispositivo propuesto por la tecnociencia es el de un cierto defecto del ser o de lo real que abre la posibilidad de lo nuevo. Esta constatación nos lleva, para terminar, a la inminencia misma del lenguaje, que es en sustancia la materia y el fin de toda ficción. «¿No se les han regalado acaso a las cosas nombres y sonidos para que el hombre se reconforte en las cosas? Una hermosa necedad es el hablar: al hablar, el hombre baila sobre todas las cosas. […] ¡Qué agradables son todo hablar y todas las mentiras de los sonidos! Con sonidos baila nuestro amor sobre multicolores arcoíris» (Nietzsche). Sí, la vida es ficción, pero esta constatación solo puede brotar del hecho de estar sumergidos en el río heracliteano del devenir. Todo fluye. Entonces, las viejas tablas deben ser rotas, para surjan otras nuevas, que en su momento se harán también viejas; además debe ser recusado aquel que consigna en las tablas su impronta. «Rompedme ―decía Zaratustra―, no creáis en mí». Zaratustra-Nietzsche es el profeta que anuncia la buena nueva: la única verdad es que no hay verdad absoluta. ¿Esta declaración implica el fin del profeta?, ¿el fin de la profecía?

Que la muerte de Dios implique la divinización del último hombre significa que la humanidad guarda en ella, como su posibilidad más alta, la promesa del superhombre. Este es el sentido de la duplicidad de Zaratustra, pues él es a la vez dios y hombre.

El profeta en la muralla

Pedro Aulestia

 

Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca. Porque tú dices: Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad; y no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo.

Apocalipsis 3:15-19

 

Hay quien todavía cree que la profecía es una forma de arte superior, aunque olvidada, como esos templos megalíticos enterrados al norte de Turquía, erigidos por una civilización desconocida y más antiguos que la propia Historia. Pocos son los que con licencia se han abstenido de la copa de agua en el Leteo, para ver el tiempo volver con ojos mortales. Pocos son los profetas. Quizá leer en el espíritu de un hombre no es diverso a entrever la escritura secreta en la gran fábrica del tiempo, como si en ambos casos se tratase del mismo lenguaje olvidado que deja el paso de la espuma en la orilla del mar. El estudio de un personaje puede revelar las facciones ocultas de un gran cuadro, después de todo, cada hombre es un signo, una letra que compone el acabado final de una escena profética.

No hay un libro eclesiástico que canonice a Dostoievski como profeta o siquiera como exégeta, sin embargo, para algunos han de bastar las bondadosas opiniones que al respecto comparten Boris Pasternak, Igor Shafarévich y Aleksandr Solzhenitsyn, todos apóstoles y hasta evangelistas del reputado novelista ruso. Si alguien requiere juicios de autoridad más contemporáneos (y más inocuos) Kjertsaa afirma, por su parte, que Dostoievski no contemplaba el Apocalipsis como una mera epístola consoladora para los cristianos perseguidos del siglo primero, sino como una sentencia que se cumple a su debido tiempo.

No me resulta difícil imaginar a Dostoievski en el papel de uno de sus personajes, Lebédev, aquel santo y aquel canalla que aparece en El príncipe idiota y que es famoso por sus interpretaciones del Apocalipsis. Una noche, durante el cumpleaños del príncipe Mishkin, declara, por petición de la algazara un tanto embriagada de los invitados, que la estrella que cae del cielo al sonido de la tercera trompeta (Apocalipsis 8:10-12) es en realidad una representación del Ferrocarril Transiberiano. Todos se ríen por lo que bien se podría considerar una broma delirante, pero la explicación simple de la sentencia deja estáticos a los más cautos, pues a los ojos del funcionario Lebédev el tren representa el progreso industrial, y este simulacro de progreso tecnológico, al Anticristo. (El príncipe idiota).

No es fácil resistirse a la tentación de hacer conjeturas que hermanen las palabras de un personaje ficticio del siglo XIX con lo acontecido en Rusia (y por consiguiente en el mundo) durante el siglo XX; se podrían escribir páginas febriles y hasta fanáticas sobre la profecía de Lebédev y cómo en ella se prefigura la Revolución de Octubre y el advenimiento de la Unión Soviética. Pero antes de caer en tal tentación es preciso declarar cierta intencionalidad con respecto a estas palabras: si detrás de apreciaciones de carácter meramente narratológico se entreven aparentes juicios o intrigas de orden metafísico o político, es el resultado de una coincidencia, aunque exenta de gratuidad. Esto se debe en parte a que la manera con que se caracteriza la figura del autor desde la técnica literaria es de naturaleza semejante a como se ve a Dios desde la teología, es decir, como un actor indescifrable.

Hablar de Dostoievski desde la crítica es por lo tanto un ejercicio profano, pero similar al que realizan los intérpretes de textos sagrados. Este ejercicio narratológico no difiere de una invectiva hermenéutica, de una exégesis bíblica, y se centra en la relación de dos personajes de Crimen y castigo que son, como diría Isak Dinesen, un cofre cerrado de los cuales el uno contiene la llave del otro. Se trata del sensual y depravado Arkadi Ivánovich Svidrigáilov y de Raskólnikov, el personaje principal de la novela. El primero es un presunto asesino y el segundo un asesino doloso. La semejanza fatal de ambos personajes se sustenta en el último diálogo que comparten en un bar abarrotado de San Petersburgo, en donde Svidrigáilov manifiesta lo parecidos que son los dos a pesar de su enemistad, comentario que es recibido por Raskólnikov con poco menos que asco. Para colmo, el narrador hace aparecer poco después de este encuentro y ante la mirada febril de Raskólnikov a dos hombres gemelos, perfectamente similares el uno del otro, pero con la particularidad de que la nariz del uno está ligeramente torcida hacia la izquierda y la del otro hacia la derecha. Esta aparición es una alegoría de la relación de semejanza y ligera discordia que tienen los personajes en cuestión. En un sentido más sutil, se podría leer en la inclinación propia de las narices de los dos personajes una sutil tendencia hacia el mal o hacia el bien, pero es cuestión del lector conferir los significados de las palabras izquierda o derecha. El caso es que quizá sea solo una nariz lo que separe a la salvación de la perdición y al cielo del infierno, pero ¿qué tan vasto puede ser el límite de una nariz?

 

Svidrigáilov se pierde, como si ese fuese el precio que se tuviese que pagar por la redención del otro, Raskólnikov. Es claro que para el autor la salvación no existe sin el riesgo de la absoluta perdición, como si se tratase de una apuesta por todo o nada. En una de esas otras noches blancas de San Petersburgo, Svidrigáilov sueña que socorre a una pequeña niña y la rescata de la lluvia, la atiende con cariño y la arropa entre sábanas, pero justo antes de salir por la puerta de la habitación nota en la niña una sonrisa pérfida y lasciva que deja en pausa su corazón. Este momento es la antecámara de su muerte, intuye que hasta la parte más inocente de su ser está corrupta y perdida. A la mañana siguiente se pega un tiro en frente de un guardia, no sin antes decir: “si alguien te pregunta, diles que me fui a América”.

Se podría decir que Raskólnikov se salva por una nariz, ¿qué sutil designio lo hace distinto de Svidrigáilov? ¿Por qué no quitarse también la vida? Después de asesinar a la vieja usurera Aliona Ivanóvna y a la bondadosa Lizaveta Ivanóvna, después de la cascada de racionalizaciones y tratados nihilistas que le sirvieron para justificarse a sí mismo el horror del crimen, después de siete sagrados años de negación en Siberia, de no sentir remordimiento ni culpa… ni nada. Finalmente, una tarde crepuscular, en la sala de visitas de la prisión, al lado de Sonia, mira por la ventana una antigua escena de nómadas en el desierto y piensa que esa escena ha permanecido intacta durante miles de años, desde los antiguos tiempos de los patriarcas del Antiguo Testamento. El sutil momento de redención lo lleva a besar a Sonia por primera vez y a perdonarse, pues dentro de él también existe una escena invariada de nómadas en el desierto, algo que ha permanecido puro e inamovido a pesar de las degradaciones y movimientos del tiempo y de la entropía. Es este cuadro en el desierto el primer amor del que habla Dante, el primer impulso bondadoso que intuyen algunos hombres (incluso los más terribles) en su naturaleza y del que se desprenden las estrellas y los mundos. El infierno, por su parte, es tan solo una sombra de la sombra del primer amor. (Crimen y castigo).

Parece como si Dios estuviese aún más presente en los momentos oscuros y demoníacos de los personajes de Dostoievski, en los asesinatos y en los suicidios. ¿Y el diablo? Pues el diablo está ahí, en esa canasta de flores que lleva la monjita, como dice Papini. Es delicado el límite que separa a un hombre de otro, a un suicida de un artista. Un profeta debe estar siempre en la muralla, en la víspera de los dos mundos separados por la frontera, en la víspera del advenimiento y en el lugar sutil donde se mezclan los paisajes, donde el diablo comparte la naturaleza de Dios, en la muralla, en el litoral o en el leve contorno de la montaña en el cielo. Un profeta escribe desde la tibia y huidiza penumbra, desde aquello que no es luz ni sombra, sino solo límite y eternidad.

 

Imágenes: Daniel Eledut, Martin Dubreuil, JamesDeMers, A_Werdan

La fe y la pregunta por el sentido

C. Nectario

 

1

Hace cien años Max Weber, en su célebre conferencia “La ciencia como vocación”, caracterizó a “nuestra época” por la racionalización, por lo que llamó “desencantamiento del mundo”. Con ello pretendía poner fin a la dicotomía moderna entre fe y razón, al combate de la Ilustración contra las supersticiones y las fabulaciones sobre el más allá. Se dice que Laplace, ante la pregunta de Napoleón acerca de la ausencia de referencias al Creador en el Tratado de mecánica celeste, había respondido: “Señor, no he tenido necesidad de esa hipótesis”. En la misma dirección, Stephen Hawking afirmaba dos siglos más tarde que el comienzo del universo, el Big Bang, no requería de un dios creador.

En el ámbito de la vida, que no tiene que ver con el universo sino tan solo, al menos por ahora, con la Tierra, la ideología del “diseño inteligente”, que no niega la evolución, se aproxima más a un relato mitológico de un demiurgo torpe o un dios boicoteado por algún demonio, pues intenta introducir una teledirección en el curso de la evolución que la conduzca hacia nuestra especie. El “diseño inteligente” pasa por alto el azar en los procesos bioquímicos que propiciaron el surgimiento de la vida en nuestro planeta, así como el azar del que devienen las catástrofes de las formas de vida existentes o las variaciones y especiaciones que siguen en curso.

La ciencia es atea o materialista, independientemente de las creencias religiosas de los científicos, puesto que no necesita de la hipótesis de un creador ni del universo ni de la vida, o de plan divino que culmine en el homo sapiens. Menos aún cabe interpretar la historia humana, con sus progresos y catástrofes, como si estuviese regida por una providencia astuta.

No obstante, el extraordinario despliegue del conocimiento científico de este último siglo no ha acabado con la superstición, con la idolatría. Weber consideraba que “los valores esenciales y más sublimes se han retirado de la vida pública para refugiarse en el reino trascendente de la vida mística o en la fraternidad de relaciones humanas y personales”. Lo decía al término de la primera guerra mundial. En realidad, “los valores esenciales y más sublimes”, en lugar de retirarse de la vida pública, la tomaron por entero, ya no en nombre de Dios, sino de un ídolo al que se otorgó un inusitado poder: la nación, el Estado. O la raza. O, desde otra perspectiva, la utopía revolucionaria. Los románticos, contra la razón de los ilustrados, habían reivindicado el sentimiento y la imaginación. Esa dimensión irracional de la subjetividad es una fuerza capaz de aglutinar masas y encaminarlas hacia grandes empresas colectivas, hacia la guerra y la aniquilación del enemigo; y de volcar a los individuos hacia el sacrificio o el crimen.

En una época obsesionada por los datos se suceden las estadísticas sobre las creencias religiosas. Se sabe que prosperan sectas e iglesias, que a la vez crece el número de ateos o creyentes no practicantes. Cualquier día, algún grupo de fanáticos puede cometer un acto terrorista, iniciar una guerra, o algún Estado emprender el genocidio de comunidades a las que se elimina por razones religiosas o étnicas. Miramos hacia las sociedades donde el Estado laico implica no solo la tolerancia religiosa sino la convivencia entre comunidades con distintas culturas, y advertimos de inmediato el crecimiento de la intolerancia, el fanatismo, la violencia xenofóbica. Las creencias religiosas suelen surgir del miedo al amo supremo, la muerte, pero también las sostiene el terror.

Se recurre a las divinidades, los ídolos o sus sacerdotes en búsqueda de consuelo o de milagros. El idólatra agradece a su dios o diosa, a su santo o santa, o a su intermediario, por la curación de una enfermedad, la salvación de la vida en medio de la guerra o la catástrofe natural, incluso por supuestos favores harto triviales, unas monedas o una venganza personal. Lo cual escandaliza no solamente al racionalista sino al creyente que está convencido de que su fe es libertad absoluta, por tanto, nunca sujeta a intercambios de favores con el más allá. Dios, piensa, no puede escoger a quien premia rompiendo las leyes de la naturaleza, o a quien castiga u olvida a los suyos de manera tan arbitraria.

Impera en nuestros días un dios mundial, omnipresente y omnipotente, que pareciera imponerse a los demás ídolos, que tiene sus sacerdotes y sus doctrinas: el dinero, dios abstracto que adquiere figuras múltiples ―mercados financieros, del trabajo, de bienes y servicios, monedas, papeles, bitcoins― que circulan vertiginosamente por todas las redes de la sociedad digital. Un dios que se presenta como Cifra ante sus fanáticos, que le entregan su vida, su pasión hasta el delirio; que adopta múltiples formas para acrecentar su poderío, que rige la vida de las sociedades a través de crisis sucesivas, aunque también a través de un consumismo obsesivo. No es verdad que la economía se rija por “decisiones racionales”; descansa en la idolatría, en la reproducción automática del dios que existe para consumir vida y convertirla en una valorización del valor económico que tiende al infinito.

Y está también la idolatría del libro, desde los textos religiosos consagrados a los textos doctrinarios de la política. La Biblia es una colección de textos escritos a lo largo de varios siglos, que han sufrido modificaciones, inclusiones, extrapolaciones. Leer un texto sometiéndolo a una interpretación literal o a una interpretación que de antemano establezca su sentido, es convertirlo en ídolo.

 

2

Weber no dejó de advertir que había un ámbito de pensamiento situado más allá del conocimiento científico, que dejaba a cargo de filósofos y “sabios”: el sentido del mundo. Las ciencias tienen como propósito el conocimiento de regiones determinadas de la realidad. Nietzsche, al examinar la relación de la ciencia con el ideal ascético en la La genealogía de la moral, señala el “error” de la conciencia científica, que si bien se “ha arreglado bastante bien sin Dios, sin el más allá, sin virtudes negadoras (…) no tiene hoy sencillamente ninguna fe en sí misma, y mucho menos un ideal por encima de sí”. Y concluye: “el hecho de que ahora se trabaje con rigor en la ciencia y de que existan trabajadores satisfechos no demuestra en modo alguno que la ciencia en su conjunto posea hoy una meta, una voluntad, un ideal, una pasión propia de la gran fe.”

La conciencia científica tiene su anclaje en la convicción de que existe la realidad, que se presenta de modo objetivo ante ella. La ciencia moderna, desde Copérnico en adelante, ha venido reduciendo el orgullo humano, primero al acabar con el antropocentrismo en relación con el universo; luego en relación con la vida y la evolución, desde Darwin; más tarde, destruyendo el ideal de una conciencia transparente y una voluntad libre, a partir de las ciencias sociales, el psicoanálisis o la lingüística. Con ello, ha puesto en crisis el ideal de verdad. El conocimiento científico es una aproximación a la realidad a partir de la estructura cognoscitiva humana, de la sensibilidad, la imaginación, la racionalidad. La ciencia no trabaja bajo el criterio de que la verdad sea la plena correspondencia entre el concepto y la esencia de lo real; la validez del conocimiento se establece en relación con las específicas condiciones de su producción en cada momento de su historia, esto es, la delimitación de objetos, la vigencia de problemáticas, paradigmas o métodos, la organización de las comunidades científicas.

La ciencia puede explicarme que el universo es finito y, tal vez, ilimitado (si es que hay un solo universo, cuestión que no sabemos). Puede explicarme a grandes rasgos la “historia del tiempo”, de los 14 mil millones de años que habrían transcurrido desde el Big Bang hasta ahora. Puede explicarme cómo surgió la vida en este pequeño planeta de este sistema solar, que forma parte de una galaxia en la que existen millones de estrellas, apenas una galaxia entre millones. Puede explicarme el surgimiento de la vida a partir de unos procesos químicos que se dieron de modo contingente. Puede explicarme las claves de la evolución, hasta llegar a las especies “superiores” de mamíferos y el hombre. La paleontología puede explicarme la evolución de los homínidos, hasta el homo sapiens. Y así…

Pero hay preguntas antes las cuales no existe explicación alguna. Como la pregunta de Parménides: ¿por qué es el ser y no la nada? O: ¿por qué existo? Pregunta acuciante, pues me sé mortal… O: ¿qué es “real”?

Si se quiere colocar con alguna seriedad la cuestión de la religión, y por tanto de la fe, es a ese ámbito del sentido al que hay que dirigirse. ¿Cómo comprender la religión o la fe frente a la ciencia moderna? Después de Hegel, cuya Fenomenología del espíritu puede interpretarse como una teodicea o como la divinización de la totalidad de lo humano, suprimiendo con ello el más allá. Después de Feuerbach, quien pretendió devolver a la humanidad su esencia, enajenada por la religión que la había proyectado a lo divino. Después de Nietzsche, cuyo Zarathustra había declarado la muerte de Dios, asesinado por nosotros, los modernos. Después de Kierkegaard, el “caballero de la fe” que siente que la apelación de Dios se dirige siempre al individuo, suspendido en soledad sobre la angustia…

¿Qué puede ser la fe en medio de las catástrofes históricas? Paul Tillich es uno de los teólogos que han procurado responder a las circunstancias de “nuestra época”. Procuró colocar la pregunta por lo que sean la religión o la fe, situándola más allá de la filosofía, la historia, la sociología o la antropología de las religiones, aunque siempre en diálogo con ellas. Lo que coloca como problema es la cuestión de lo Incondicional, aquello que está en el fundamento de la realidad, de la conciencia y de la vida misma. La respuesta convencional es Dios, el Creador. Puede responderse de otra manera: la materia, la energía. O el espíritu humano. Para Tillich lo Incondicional es Absoluto, es decir, a la vez fundamento de lo que es y deviene, y al mismo tiempo, abismo. No hay manera de eludir la paradoja. La religión o la fe surgen de esa posición ante lo Incondicional, es decir, ante el sentido del ser y del devenir. Desde lo Incondicional emerge el ámbito de lo sagrado, de lo santo. Tillich sabe que tiene ante sí una cuestión de extrema gravedad, la cuestión del origen del bien y del mal. Su giro es sorprendente, pues pone en evidencia que en el ámbito de lo sagrado, de lo santo, es un ámbito compartido por lo divino y lo demoníaco. Desde lo Incondicional emergen tanto lo divino como lo demoníaco, como se puede aprehender en las distintas formas de religiosidad. Las creencias religiosas sacralizan lo divino y lo demoníaco… También las idolatrías modernas, los nacionalismos por caso.

Aunque el teólogo protestante tenga que proseguir su meditación hacia su encuentro personal con Dios, reconociendo que el núcleo de su fe de cristiano es reconocer que Jesús es el Cristo, la pregunta por qué sea la “esencia” de la religión y la fe queda como una cuestión decisiva incluso para el místico, el panteísta o el ateo.

Luego de la segunda guerra mundial, el incrédulo Max Horkheimer, quien fuera colega de Tillich en Fráncfort y sufriera infortunio semejante durante el nazismo, expuso su sentimiento religioso, y el de su amigo Adorno, como el anhelo de justicia: “La afirmación de la existencia de un Dios todopoderoso e infinitamente bueno debería transformarse en el anhelo de la existencia de un ser todopoderoso e infinitamente bueno que se cuidara de que la injusticia cometida en la historia no permanezca a la larga como tal”. Heidegger, aquel que no pudo pedir perdón por su adscripción al nacional socialismo, ante las amenazas de catástrofe que él advertía en el curso de la historia y especialmente de la técnica, diría al final de su vida que sólo un Dios podrá salvarnos.

El anhelo de justicia, en sentido radical, nos coloca nuevamente ante lo que dotaría de sentido a la ley, ante lo Incondicional que condiciona cualquier ley. No se trata ya de la espera de un nuevo Moisés que tuviese que recibir el dictado de una divinidad que hablaría desde el más allá (heteronomía). Lo que el teólogo-filósofo intenta es encontrar un fundamento que sustente a la comunidad a partir de una teonomía, que pueda aprehenderse como autonomía. Lo que está en juego es el fundamento de la convivencia social.

Si de lo que se trata es del sentido, lo que tenemos ante nosotros es la relación entre lo Incondicional y el lenguaje. No hay religiosidad posible sin comunidad, la religión es siempre comunitaria. La vida religiosa implica la interlocución. Los dioses o el Dios son creados o se manifiestan al creyente a través del lenguaje, del mito, los símbolos, la oración, los rituales, o la blasfemia.

En el encuentro decisivo del individuo con lo Incondicionado, cuando se coloca ante lo abismal, cuando afronta su finitud, su pequeñez o su precariedad, su condición de ser para la muerte, requiere de la palabra interiorizada o de una expresión simbólica, incluso estética, para alcanzar algún sentido para su existencia. La fe solo se da como acto de lenguaje. La fe y la duda que le es inherente. Sean la fe y la duda del politeísta, del idólatra, del deísta, del panteísta, del monoteísta o del ateo. Aun el místico que toma la vía negativa para llegar a su Dios no abandona jamás la meditación, y por tanto, la palabra.

“En el principio fue el Verbo (Logos)”, inicia el Evangelio según San Juan. La interpretación de la frase tiene un sentido específico dentro de la concepción trinitaria de la divinidad en el cristianismo. Pero, ¿podría decir algo más allá de esa concepción?… Si esto es plausible, podría ponerse como la cuestión decisiva en torno del sentido en el propio lenguaje. ¿No es en el lenguaje, acaso, donde reside lo Incondicional? Lo incondicional que hace posible que se abra para el hombre algún sentido sobre el ser y el devenir, sobre qué cosa sea real, sobre el mundo y la propia existencia.

La persistencia de lo sagrado

Rafael Romero

 

dios en todas las cosas
en la basura
en el placer de la puta
en el vuelo de gallinazo
en la descomposición de los cuerpos
dios en todas las cosas

 

La experiencia de lo sagrado

Producto de la evolución de la civilización, la cultura y el conocimiento, hemos dejado atrás una concepción ingenua de lo sagrado, propia del pensamiento arcaico y de la religión natural, que recurría a mixtificaciones religiosas y a prácticas rituales violentas para dar cuenta y forma a la experiencia de lo sagrado. Es difícil, en el nivel de conocimiento con que contamos hoy, creer que la erupción de un volcán es una lucha entre los dioses, que a las brujas se las destruye mediante un espejo, que las enfermedades son un castigo divino, que la ira de los dioses se calma con sacrificios de sangre. Pero esto no significa que la experiencia de lo sagrado se haya ausentado. Persiste porque es parte de la estructura de la experiencia humana. Lo sagrado es constitutivo del hecho de ser y hacerse humano. Ningún otro ser vivo, animal o vegetal, rinde culto a sus antepasados, entierra a sus muertos, adora a sus dioses.

El ser y hacerse humano tiene lugar como acto de reconocimiento de la incompletud de lo humano, de su limitación como criatura, de su profunda insatisfacción e inquietud, mientras no encuentre el descanso del sentido y del significado de la vida. San Agustín lo expresa como anhelo de retorno al origen, a su creador: “porque nos hiciste para ti, y nuestro corazón está inquieto mientras no descanse en ti” (Confesiones, Libro Primero, Capítulo I, Invocación). El círculo del sentido no se cierra sino cuando retornamos a los orígenes, al ser del cual salimos y al cual regresamos como a un lugar de descanso. Hacerse humano, evolucionar hacia nuestro ser cósmico, se presenta como disolución de la diferencia, como retorno a una condición originaria: salimos de lo indiferenciado para volver a él luego de la experiencia de la diferencia que es la vida. Somos parte de algo más grande que nosotros mismos, que la vida misma: el Universo, el Cosmos, Dios.

Contemplar nuestra incompletud es una revelación fundamental de la experiencia de lo sagrado; revelación que nos remite al hecho autoevidente de la muerte, de la disolución del yo, del retorno a los orígenes. Es en la experiencia del límite, del más allá (o tal vez más acá) de las fronteras de lo humano, de aquello a lo cual no podemos acceder sin dejar de ser lo que somos, donde lo sagrado emerge, aparece, se hace presente. Durkheim señala este aspecto de lo sagrado al decir que es aquello que si lo topas, te destruye. Por ello son necesarios los ritos, para entrar y salir sin destruirnos. Un dicho dice que cuando bailas con el diablo, el diablo no cambia, eres tú el que cambia. El encuentro con lo sagrado te transforma. Es la frontera, la crisis, la muerte, la guerra, la enfermedad, lo que nos acerca a Dios, a lo sagrado. Un caso significativo para la cultura moderna es la experiencia extrema de Teilhard de Chardin, sacerdote jesuita, paleontólogo y místico, quien reafirma su creencia en lo divino, en el Cristo-Cósmico, al enfrentarse diariamente a la muerte en el frente de batalla en la segunda guerra mundial.

 

Secularizaciones múltiples

La experiencia de lo sagrado es parte de nuestra dotación como personas, como seres vivos y cultos, simbólicos. Y como todo lo que sucede en el plano humano-finito, lo sagrado ha adquirido formas sujetas a la evolución y la historia. Experimentamos lo sagrado en un contexto social, a través de un conjunto de formas y en un momento determinado de la evolución socio-cultural. Entre esas formas están las religiones y las iglesias. Cada una es, digámoslo así, una emanación cada vez más débil, un plano decreciente de concreción empírica en donde tiene lugar la experiencia de lo sagrado. Las religiones son formas civilizatorias y las iglesias formas organizacionales. La religión organiza dicha experiencia por medio de sistemas de creencias, ritos y dogmas que son parte de nuestra constitución civilizatoria. Nuestras diferencias profundas con quien no es de Occidente tienen que ver mucho con esa matriz civilizatoria que nos otorga el cristianismo, al menos en mi experiencia personal: para un hindú la Biblia no entra en el catálogo de sus libros fundamentales, no existe un solo dios, ni una potencia única, un Uno inmutable. Y las iglesias, al final de cuentas, resultan meras formas organizacionales, la parte más externa, menos profunda, de la experiencia de lo sagrado.

Experimentamos lo sagrado como hierofanía (Eliade), como una relación que opera a través de cualquier objeto, material, conductual o simbólico, y que permite o gatilla una revelación sagrada en quien lo experimenta. De esta manera se marca el repertorio de objetos, creencias, ritos y prácticas que posibilitan la experiencia de lo sagrado y que se opone al conjunto de objetos profanos, de la vida cotidiana, del mundo del trabajo. La diferencia entre lo sagrado y lo profano es constitutiva al proceso de estructuración de cualquier orden social. Lo que caracteriza a Occidente es tratar esta relación en términos de secularización creciente, de transfiguración de los valores sagrados en valores humanos, racionales, inmanentes, lo que tuvo lugar junto al proceso de diferenciación funcional y que hizo que lo sagrado se experimentara en espacios parciales, en ámbitos de acción y de sentido cada vez más atomizados, específicos, funcionales. Sin grandes metarrelatos, la experiencia de la totalidad y lo trascendente queda condenada al espejo de lo parcial e inmanente. El Occidente racionalista vive en continua secularización y por más soluciones que elabore, como cabeza de medusa, resurge la inquietud fundamental, la insatisfacción total, el anhelo de eternidad. Todo punto de vista se iguala ante la verdad fundamental de la muerte; pasado y futuro desaparecen en el instante eterno. Pero el Occidente Racionalista pretende controlarlo todo con la fuerza de la razón y la técnica. Y no solo el mundo exterior, físico-natural, sino el interior, la mente y el espíritu.

El mundo moderno es resultado de la transfiguración y secularización de muchos ritos y prácticas religiosas elaboradas para transcender y experimentar lo sagrado, en mecanismos y formas de control social y personal, inmanentes, sin transcendencia, disciplinarias, tecnologías puras de la vida y el sentido.  Max Weber estableció una forma específica de esta relación en La ética protestante y el espíritu del capitalismo. La Reforma Protestante tiene una afinidad electiva, no causalidad lineal y unilateral, con los comportamientos económico-racionales del capitalismo moderno. La ética calvinista se transfiguró en comportamiento económico-racional. Pero no sólo la Reforma, sino también la Contrarreforma Católica. Tal vez sea mucho decir que los fundamentos epistemológicos de las ciencias sociales son la transfiguración de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, del siglo XVI. Pero si uno realiza una comparación conceptual, tal vez conductual-cognitiva, podrá advertir que el principio de neutralidad valorativa de la ciencia moderna, la diferencia entre “juicios de hechos” y “juicios de valor”, es similar o isomorfa, al principio de indiferencia ignaciano, estado en el cual tu alma es indiferente a todo, al bien y al mal, y está atenta y dispuesta a la voluntad de tu creador, y que de alguna manera es el estado al cual se espera acceder luego de pasar por los Ejercicios espirituales.

Otro de los mecanismos de discernimiento espiritual-racional es el de la autoobservación, también presente en los Ejercicios, y de manera explícita: para controlar un pensamiento, deseo, pecado, curiosidad que te agobia, marcas en una línea cada vez que sucede, por la mañana y por la tarde. En tu examen de conciencia nocturno comparas mañana y tarde, y luego día con día, luego semana con semana. Observas tus observaciones, te auto-observas para realizarte, depurarte, trascender. En términos conductuales-cognitivos es el fundamento de la reflexividad. Un ser reflexivo es aquel que reconoce su error y reajusta su camino: reconoce su pecado, se arrepiente y corrige el rumbo. La imagen de la ciencia es isomorfa a las imágenes y formas religiosas: el arrepentimiento es una forma de retroalimentación. Tal vez sea mejor decir que el mecanismo de la retroalimentación de la ciencia moderna es isomorfo a las ideas del arrepentimiento y el sacramento de la confesión.

En esta misma estela de reflexión, pienso que la dirección espiritual, el discernimiento de espíritus y las técnicas de contemplación constituyen los antecedentes de la psicología moderna, incluido el psicoanálisis, por supuesto. Entre los textos de referencia de esta tradición mística de occidente y del cristianismo podemos señalar la Subida al Monte Carmelo de San Juan de la Cruz, y Las moradas de Santa Teresa, La nube del no-saber, anónimo inglés, El peregrino ruso, anónimo de la tradición del cristianismo ortodoxo. La transfiguración-secularización hace que se pase de métodos para transcender hacia lo divino a técnicas para vivir la inmanencia de lo humano. Si antes te confesabas como un rito de purificación para el encuentro con lo sagrado, hoy vas al psicoanalista para sentirte bien contigo mismo. Lo ético que acompaña a las ciencias de la salud y de la mente nos advierte de la presencia de un hecho sagrado en el tratamiento con el cuerpo y el sufrimiento. Otra de las formas en las que lo sagrado se transfigura en formas sociales, en ámbitos de acción diferenciados, cada uno con su ética, su mística, sus propios principios, ritos y prácticas.

El modo/contexto social en el que hoy experimentamos lo sagrado está marcado por los efectos de la diferenciación funcional. Cada diferencia funcional instaura un ámbito de acción que se presenta como posibilidad de realización del ser y hacerse humano: no existe un hombre universal, sino cada uno realizando su propia vocación, su propio destino. Cada sujeto realiza su universal en su particular. Es como si cada ámbito de acción fuese resultado de una partición del poder original, como pasaría en el caso en el que un chamán reparte sus poderes entre sus diferentes hijos. La experiencia de lo sagrado se concretiza en un significado de lo particular/local, pero ya no salta hacia lo universal/global, hacia la recomposición de la unidad. Todo lo contrario: se instaura como diferenciación-sin-fin, producción que nunca termina, insatisfacción total.

La cultura de la experimentación, la experimentación-sin-fin, es otra de las formas en las que el Occidente Racionalista secularizó, esta vez no un texto, sino a objetos y substancias que eran vehículos para la experiencia de lo sagrado. Las plantas y pócimas sagradas se transfiguraron en fármacos y drogas. Las bebidas rituales que posibilitaban una experiencia de transición hacia un estado sagrado, distinto de lo profano, que transciende el plano inmanente y cotidiano, se convierten en sustancias alienantes, destructivas, que desorganizan a las personas, que afectan a su racionalidad, emocionalidad y socialidad. En este contexto, las drogas se constituyen en experiencia sagrada del mal, vehículos para la experiencia de la disolución del yo que demanda, no supone, sino que exige, el contacto con lo sagrado, pero deteriorado.

El mundo moderno, siempre de secularización hasta el extremo, transfiguró las substancias para quitarles su capacidad de darnos una experiencia sagrada, y las transubstanció en drogas, inmanentes, destructivas, que nos sacan del mundo profano del trabajo y la eficiencia, y nos arrojan a la condición de disolución, de ruptura de toda moral, de todo escrúpulo, de todo sentido, pero sin retorno hacia la reconstrucción, la recomposición del universo, de la vida. Pérdida de la experiencia de lo sagrado total en la experiencia particular de la diferenciación funcional y de la experimentación-sin-fin. Se trata de una experiencia sin sentido trascendente, sino atomizado, que se queda en el éxtasis, en el momento, que se agota en su placer, en la experiencia momentánea.

           

Recuperar al hombre interior

La experiencia de lo sagrado aparece como opuesta a la experiencia de la falta de sentido y transcendencia que la diferenciación-sin-fin y la experimentación-sin-fin imponen. En la tradición católico-cristiana se diferencia entre la vida activa y la vida contemplativa. Esta distinción se remite al episodio en el que Jesús se encontraba de visita en la casa de unas amigas, Marta y María. Mientras Marta preparaba la comida y arreglaba la casa, María permanecía a los pies de Jesús contemplándolo. La vida activa es afín a la eficiencia del mercado y la razón instrumental, mientras la vida contemplativa se transfigura/contiene en el arte, en lo simbólico, en lo imaginario. Pero restringir la experiencia de lo sagrado al ámbito del arte es una forma de la misma diferenciación funcional que como sistema global no posibilita la experiencia de la trascendencia. Es el dominio de lo social/funcional sobre lo individual/personal. No hay forma de transcender en una sociedad funcional, si no es volviendo al acto personal, íntimo, interno, de la contemplación de lo sagrado y en el que nos reconocemos, cada uno, no sólo como parte de una sociedad o de una especie, sino como seres del universo, cósmicos, universales; parte de la realidad, de algo que no sólo somos nosotros, que está más allá de la muerte, de la disolución de nuestro yo.

Los textos místicos describen los métodos y técnicas del acto de contemplación, distinto de la reflexión, la meditación y la oración discursiva. Son técnicas que buscan silenciar y contener los pensamientos y deseos, no importa que sean buenos o malos, para dar paso a una experiencia de percepción total del universo, del cosmos. Contemplar es lo opuesto a reflexionar. La técnica más conocida y divulgada es la repetición constante de una palabra sagrada. En el Peregrino ruso la frase sagrada que se repite una y otra vez es Señor Jesús, ten piedad de mí. Todo pensamiento afecta el estar en contemplación, en silencio, al permanecer en la Nube-del-no-saber. Esta técnica (que en las tradiciones de Oriente las llaman mantras) permite que se despierte lo que los místicos llaman el hombre interior. Pienso en esta figura, no como el sujeto de la lógica cartesiana, sino en el sujeto de la reducción fenomenológica. El hombre interior de los místicos es el sujeto de la intuición intelectual de la evidencia absoluta que ocurre en ese “dejar la palabra puramente al ojo que ve” que Husserl menciona en la cuarta lección de sus clases en Gotinga:

Nos viene, en efecto, a la memoria el lenguaje de los místicos cuando describen la intuición intelectual, que no es ningún saber de entendimiento. Y todo el arte consiste en dejar la palabra puramente al ojo que ve y desconectar el mentar que, entreverado al ver, trasciende (Idea de la Fenomenología, Cuarta Lección).

Pero la razón fenomenológica de la primera mitad del siglo XX está pre-dicha en la descripción de la experiencia mística en el siglo XIV:

Los que sin embargo, están continuamente ocupados en la contemplación, experimentan todo esto de modo diferente. Su meditación se parece más a una intuición repentina o a una oscura certeza. Intuitiva y repentinamente se darán cuenta de sus pecados o de la bondad de Dios, pero sin haber hecho ningún esfuerzo consciente para comprender esto por medio de la lectura u otros medios. Una intuición como esta es más divina que humana en su origen (La nube del no-saber)

Si la apuesta filosófica de la fenomenología husserliana era salvar lo que nos quedaba de razón frente a la barbarie de las dos guerras de la primera mitad del siglo XX, no se trataba de una razón reflexiva, analítica, instrumental, sino de una razón intuitiva, contemplativa, de percepción total, más divina que humana como advierte el místico anónimo inglés.

En la descripción que el médico y neurocientífico Eric Kandel hace sobre la manera en la que nuestro cerebro y sistema nervioso capturan el mundo exterior, señala la compleja interacción entre dos sistemas: el descendente y el ascendente, entre el conocimiento y la percepción. El Occidente Racional ha dado énfasis al sistema descendente, al conocimiento, a la vida activa, sobre el sistema ascendente, sobre la percepción y la vida contemplativa. El Occidente Místico, siempre presente en el fondo de la escena civilizatoria, da cuenta del hombre interior, de hombre que contempla, mudo y callado, su condición universal, cósmica y divina: su absoluta finitud e incompletud, su ser-para-la-muerte. Tal vez sea un buen momento para traer a primer plano a este hombre interior antes que el juego de los espejos informáticos termine por cubrirlo de meros simulacros.

La fe y otra realidad posible

Luis López López

 

«Mil veces has subido las gradas. Pero ¿has reparado en lo que ello te sugirió? Pues algo sucede en nosotros cuando ascendemos, aunque es muy fino y discreto y fácilmente pasa inadvertido. (…) Cuando subimos las gradas, no sólo sube nuestro pie sino todo nuestro ser. También subimos espiritualmente. Y, si lo hacemos reflexivamente, presentimos que ascendemos a esa altura donde todo es grande y perfecto: el Cielo, donde Dios tiene su morada».

Romano Guardini

 

Dirigir la mirada más allá de la materialidad de los objetos, pero desde esa materialidad que se extiende; dirigirla desde un instante efímero, pero inserto en el tiempo que le otorga historicidad; sin renunciar, no obstante, a la búsqueda de algo situado más allá de la realidad, algo que garantice lo eterno, es decir, el sentido de una verdad inmutable que permita a quien mira su tránsito por la complejidad de la vida… Una fe que se instala en la finitud de la existencia, aunque pretende escapar de ella al sentirla expuesta al devenir del tiempo, que la anula. El hombre, desde sus orígenes, ha pretendido trascender más allá de su condición mortal, creando entidades con formas superiores a las suyas, rodeándose de mitos y dioses, o simplemente de ideales inalcanzables. En su transitar, crea su entorno: su hábitat, objetual y simbólico, sacro y profano, que lo lleva más allá de su propia temporalidad.

¿Cochasquí fue un centro ritual-ceremonial, de observación astrológica, o una concentración poblacional? ¿Cochasquí es hoy un complejo arqueológico en el que se encuentren referencias a las fuentes de alguna identidad nacional? Las investigaciones del arqueólogo alemán Max Uhle (1933), de los científicos alemanes de la Universidad de Bonn (1964), o del astrónomo ruso Valentín Yurevitch (1986), no dan respuestas concluyentes a tales interrogantes y no se requiere de ellas para deducir a partir de esa materialidad concreta de bloques de cangahua, la búsqueda trascendente de quienes construyeron estos parajes. Una presencia potente en el paisaje andino que coincidencialmente se ubica cerca de la línea ecuatorial, de ahí su nombre: Cochasquí o  sitio de la mitad, que no solamente lleva a pensar en un sentido estratégico de control territorial -desde una mirada militar- o en el aprovechamiento de un lugar privilegiado de observación e indagación astronómica, sino en toda una aproximación hacia lo no conocido, aunque intuido, y que busca explicaciones más allá de los límites de la existencia humana.

Se habrán perdido o destruido otros tantos conjuntos de importancia semejante, mas esta potente intervención en el paisaje da cuenta de las ascensiones espirituales y referencias sagradas creadas por los habitantes de este territorio mucho antes de la conquista española.

La dominación colonial, paralelamente al control de hombres y territorios, impone la religión cristiana por sobre el imaginario nativo; reestructura el territorio de la mitad del mundo a partir de una red de ciudades con una nueva base simbólica extraída, para su nominación, del santoral religioso cristiano, y al interior de las villas distribuye los parajes, anteriormente ocupados por comunidades nativas, siguiendo el trazo de damero en que se ubican plazas, templos y conventos, y organiza la cotidianidad lúdica y sagrada de la nueva sociedad. Se funda un escenario que abarca todas las escalas, desde la territorial hasta la de los mínimos objetos. Este barroco andino organiza icónicamente los sistemas significantes de toda una época, portadores de valores sagrados y profanos de una modernidad que pudo ser diferente al contener componentes de ruptura que no se dieron en buena parte de los países de Europa por la Reforma, y por disponer del potencial que implicaba la unión de dos culturas.

En el 2013 visité la Capilla del Monasterio Benedictino ubicado en Las Condes, Santiago de Chile, construido entre 1962 y 1964; lo proyectaron Gabriel Guarda y Martín Correa. Este último participó del encargo siendo aún estudiante, pero luego dejó la arquitectura y consagró su vida a la contemplación monástica. Sin embargo aún conserva, cuando comparte sus experiencias, todo el entusiasmo del oficio al que quiso dedicar su vida inicialmente y que puso en los fundamentos de su única obra.  La capilla consta de dos volúmenes cúbicos blancos, de 14 por 14 metros en planta, con una altura que va entre los 10 y los 14 metros, que se intersectan en su eje diagonal permitiendo el paso de la luz, cuya presencia caracteriza el “discurso” místico de este espacio. Resulta paradigmático cómo el ideal racionalista y su abstracción minimalista, de fusión del espacio y la luz presente en esta edificación, se relacionan con la vida de su autor, acaso el “milagro” de la comunión de un ideal estético con la fe en que arquitectura y autor buscan la fusión entre presente y eternidad.

La palabra que nombra lo innombrable, la imagen que representa lo que no tiene imagen, el espacio que contiene lo que no tiene espacio, constituyen en la “creación” humana el tránsito de lo finito a lo infinito. La fe nace y perdura, en tanto estructura que le permite afrontar la complejidad de su existencia, generando los vínculos de comunidad necesarios para su transitar.

Más allá de la proclama nietzcheana de la muerte de Dios o del anuncio hegeliano de la muerte del arte, propios de la posmodernidad y tan influyentes en los comportamientos de las vanguardias culturales que la conforman, están latentes todo tipo de reflexiones y búsquedas sobre la significación trascendente de las palabras, los comportamientos y los objetos en la vida humana.  En un presente provisional, instantáneo, que no necesariamente ata pasado y futuro, la presencia de una temporalidad que dote de sentido a la morada individual o colectiva es buscada con afán, casi desesperación; la materialización de espacios cuyos contenedores se doten de significaciones en el afán de lo imposible deseado de atrapar en el tiempo y el espacio finitos, un absoluto inalcanzable. ¿Acaso no es esto poner fe en sus medios arquitecturales de búsqueda de sentido, de dar sentido a la existencia frente al desconcierto y su asombro permanente del mundo?

Robert Venturi, recientemente fallecido, trabajó durante casi toda su vida con su esposa Denise Scott Brown en una forma distinta de leer la arquitectura, destacando su capacidad expresiva y cómo el hombre común la percibe más allá de lo que ve, oye, palpa o huele, aceptando las complejidades de su historicidad, recorriendo desde el clasicismo hasta la misma modernidad e incluyendo también las culturas primitivas y sus saberes. Venturi y Brown comparten con Marshall McLuhan, Bob Dylan o Andy Warhol la experimentación de otra visión del arte, de los medios y la cultura popular en el siglo pasado: la del hombre en su relación fundamental con el otro, en el espacio entre dos, base de toda relación de comunidad. Esta visión no requiere únicamente del espacio sacro de elevación del hombre hacia la divinidad para superarlo en su condición de humanidad, sino de la multiplicidad paradojal del lenguaje objetual y simbólico con que se relacionan los seres humanos. Venturi lleva la interpretación de la arquitectura a indagar en las ambigüedades y contradicciones del mundo con humor, ambivalencia, suavidad, frivolidad; acerca la presencia de otras sintaxis poéticas, otros vocabularios propios de la condición humana, sin descartar incluso la ironía en su particular forma de pop(ulismo) arquitectural.

Ignasi de Solá-Morales, en diferencias – topografía de la arquitectura contemporánea, analiza la arquitectura como un “acontecimiento resultante del cruce de fuerzas capaces de dar lugar a un objeto, parcialmente significante, contingente”, y lo hace en una selección de edificios agrupados en dos momentos. En el primero, que va de 1945 a 1952, refiere a obras de Mies, Kahn, Aalto, Coderch, Gardella, en las que no se estaba inaugurando la funcionalidad, pero cuyo contenido funcional era explícito, fácilmente reconocible y comunicable, haciendo de ella su valor añadido. Y el segundo, de 1983 a 1992, con T. Ando, Herzog & Meuron, Ghery, Siza, cuyas edificaciones  pretenden superar el discurso lógico y narrativo a través de imágenes arquetípicas más profundas, relativas a lo natural en el hábitat, lo compartido y la permanencia en lo público, lo originario en la materialidad, la mediación de las imágenes de sentidos complejos. En el período analizado no trata de llegar a la codificación de signos pertenecientes a tales o cuales estilos o maneras de hacer, sino a la comprensión de sus manifestaciones singulares y a la búsqueda de valores superiores que no se dan únicamente en las edificaciones consideradas sagradas, de ahí que resulta curiosa su afirmación de que “con la desaparición de los dioses, de los mitos, de las ilusiones, también la arquitectura se ha vaciado de individualismo y subjetividad”. Mas el hombre encuentra sentido no solo en la fe, en dioses, mitos e ilusiones, sino que busca dar sentido a su existencia salvando su propia humanidad, en todas sus manifestaciones creativas, entre las que está la arquitectura, y en la simple temporalidad de sus actos, incluso en medio de la incertidumbre y la atracción de la nada.

Invirtiendo la afirmación del apóstol Pablo, “la fe es la sustancia de las cosas esperadas”, considero que aún se puede tener la sugerente pretensión de “hacer” mundo, rivalizando con el Arquitecto, y que otra realidad –inesperada- sería posible.

La fe: el sentido del devenir

Fernando Albán
[email protected]

 

Un golpe de dados nunca suprimirá el azar.

S. Mallarmé

 

La fe es un acto de absoluta libertad, afirma con insistencia Kierkegaard; pero ¿no ha sido también asumida como un acto de incondicional sumisión? Para sostener la apuesta por la libertad fue preciso que el punto de partida hacia la fe, hacia el absoluto, estuviese inscrito en el instante, de manera que este adquiera un sentido decisivo en el tiempo. Es así que la consideración del instante, como ámbito en el que tiene lugar la decisión, determinó en Kierkegaard que el punto de partida hacia la fe fuese eminentemente histórico. Esto subraya la pertinencia de las preguntas que abren el libro del filósofo danés titulado Migajas filosóficas: «¿Puede darse un punto de partida histórico para una conciencia eterna? ¿Cómo puede tener este punto de partida un interés superior al histórico?».

Las posibles respuestas a estas preguntas constituirán dos direcciones opuestas en la determinación de la fe. En la perspectiva socrática, la respuesta consistió en considerar el punto de partida histórico como una mera ocasión o como algo insignificante. De ahí que la dimensión temporal, que tiene como asidero el instante, haya sido negada en aras de la consagración de lo eterno. Justamente, Sócrates hacía de la eternidad el lugar mismo de la verdad que yacía olvidada en el interior del discípulo. En esta escena metafísica, el instante de la decisión se pierde diluido en lo eterno. «El punto de partida temporal es una nada, pues en el instante mismo de descubrir que desde la eternidad había conocido la verdad sin saberlo, en ese mismo ahora el instante se oculta en lo eterno, de tal modo oculto allí dentro que, por así decirlo, tampoco podría hallarlo yo aunque lo buscara, porque no existe ningún Aquí o Allí, sino solamente un en todas partes y en ninguna» (Migajas filosóficas).

El instante no puede tener un valor positivo si el discípulo, en el momento de tomar la decisión, lo hace en conformidad con su estado anterior que es el del ser, el de la verdad. En tales circunstancias, la decisión se torna en programación o condicionamiento y el instante se desvanece en el pathos de la reminiscencia. Es decir, si el discípulo tiene la condición en sí mismo, entonces la decisión es el resultado necesario de lo que estaba dado, con lo cual el ahora es devorado por el recuerdo. Además, si el discípulo socrático es la verdad (por el hecho de albergar en él a la eternidad), entonces el maestro carece de importancia, pues solo asiste al alumbramiento en calidad de partera. Con la desvalorización del instante, se banaliza también la función del maestro. Por el contrario, si el instante ha de tener un valor absoluto en el tiempo, entonces el discípulo —el hombre— no puede volver atrás, pues la decisión no puede referir a un estado anterior como su premisa o su condición. En el instante de la decisión el hombre nace nuevamente por primera vez; no se trata de un re-nacimiento, pues su estado anterior era el del no-ser, de la no verdad, del no saber. Solo entonces la decisión se torna en una «historia extraordinaria», en un milagro, y el maestro solo puede ser Dios, pues Él es quien da al discípulo la condición.

El discípulo es la no-verdad; pues es aquel que ha perdido la ocasión a causa de su propia culpa. A esta condición de no-verdad, Kierkegaard la llama pecado. Es entonces que el maestro —Dios— concede al hombre la ocasión de la decisión, para que, por obra del salto que en ella opera, acceda al ser, anulando así su condición precedente de no-ser o de no-verdad; nacido en el instante gracias a la decisión, que opera sin premisas ni pre-visión, el discípulo —el Individuo— se torna capaz de restituir a Dios la deuda que fue contraída en el momento del pecado. El pecado, afirma Jean-Luc Nancy, es un endeudamiento de la existencia como tal. De cara al absoluto, por obra de una decisión que opera en el instante, y que ha sabido acoger en él a toda la eternidad, el discípulo salva la distancia que lo separa insalvablemente del absoluto. Entonces, «el instante de la decisión es una locura, porque si ha de tomarse una decisión, entonces el discípulo se convierte en la no verdad, y eso es lo que hace necesario empezar por el instante» (Migajas filosóficas). Empezar por el instante significa asumir la expresión del escándalo que se deriva de afirmar que la eternidad solo ocurre en la absoluta transitoriedad del instante. Activa y pasiva al mismo tiempo, la decisión viene de sí misma como si proviniera del otro. Solo entonces «el instante es realmente ¡una decisión de eternidad!» (Migajas filosóficas). He aquí el milagro, la paradoja, el absurdo que anida en el secreto centro de la fe. La pasión del instante o de la fe es la locura de la razón.

De este orden de razones se desprende, según Kierkegaard, que la fe no puede ser conocimiento, puesto que al conocer lo eterno se excluye lo temporal e histórico, así como un conocimiento puramente histórico debe dejar fuera a su opuesto: lo eterno. La fe anuda o concilia términos contradictorios, eternización de lo histórico e historización de lo eterno, y se constituye en aquello que es absolutamente otro con respecto a la razón. Entonces, «si la paradoja y la razón se chocan en la común comprensión de su diferencia», es preciso asumir la fe —«el tormento de la pasión»— a partir de sí misma. Esto es, la fe, en tanto verdad paradójica, solo puede ser asumida desde la posición del no-saber, de la no-verdad, constitutiva del pecado. Esta posición no puede ser alcanzada por la religión socrática, pues esta se sustenta en el saber absoluto, que se consuma en el retorno memorioso hacia lo eterno. En la verdad socrática lo eterno mira en dirección de sí mismo.

En el texto La Desconstrucción del Cristianismo, J-L Nancy sostiene que el pecado no debe ser considerado en ningún caso como un acto determinado y añade que la exigencia de la confesión y la de la recitación de artículos ha deformado nuestra percepción del mismo. Entonces, el pecado cristiano no debe ser asumido como si fuese el resultado del cometimiento de una falta, pues esta es una transgresión que acarrea un castigo, mientras que «el pecado es pues, antes que nada, una condición original, y una condición original de historicidad, de desarrollo: porque el pecado es la condición generadora, condición de la historia de la salvación y de la salvación como historia, no es un acto determinado, y menos aún una falta» (La Desconstrucción del Cristianismo). En el contexto de la reflexión kierkegaardiana, la condición de la que parte el discípulo es, precisamente, la del pecado, la del no-ser o de la no-verdad.

Ahora bien, el devenir o lo histórico se despliegan a partir del cambio que se opera en el tránsito del no-ser al ser o del paso de la posibilidad a la realidad. Es por ello que todo devenir entraña un sufrimiento, pues lo posible es aniquilado en el preciso momento en que se hace real. Por el contrario, lo necesario no tolera el sufrimiento, en vista de que se mantiene inalterado, pues solo se relaciona consigo mismo. Precisamente, «la perfección de lo eterno es no tener historia: es lo único que existe y que no tiene historia en absoluto» (Migajas filosóficas). Pero si el sentido eminente de lo histórico apunta en dirección de lo que ha sucedido, entonces, se concluye de aquello que lo propiamente histórico es el pasado. Sin embargo, esto no significa, en ningún caso, que habría que retomar el pasado como la necesidad de lo ocurrido o comprenderlo en términos de necesidad, pues aquello equivaldría a aceptar el carácter irrevocable del pasado o su condición de intangibilidad. De ahí que quien asume que el pasado es necesario reconoce inmediatamente su inmutabilidad; es decir, acepta que «su “así” real no pueda hacerse distinto». O, también, que «ese “cómo” posible no podría haber sido diferente». Por el contrario, Kierkegaard señala que el pasado es revocable en dos  direcciones opuestas: por un lado, el cambio es inherente a todo lo ocurrido, por el hecho mismo de que ha devenido; por el otro, la metamorfosis puede también provenir, por ejemplo, del arrepentimiento, que tiende a abolir retroactivamente lo ocurrido. En definitiva, el pecado es condición de la historicidad en la medida en que la posibilidad del devenir histórico se anuda con la existencia de una causa libre. Solo entonces, lo histórico es aquello que ha devenido, no por necesidad, puesto que lo necesario no deviene, sino por libertad. Lo histórico es pasado, pero el discrimen de lo devenido es que no puede ser necesario.

«Quien concibe el pasado, el Historico-philosophus, es por ello un profeta hacia atrás. Ser profeta significa precisamente que en el fundamento de la certeza del pasado se halla la incertidumbre que para éste, en un sentido tan enteramente idéntico como para el futuro, es posibilidad (Leibniz, los mundos posibles), de donde es imposible que derive con necesidad…» (Migajas filosóficas). La referencia de Kierkegaard a Leibniz se justifica si se toma en consideración que el filósofo alemán trata de vincular en sus Ensayos de Teodicea… la cuestión de Dios y de la libertad con el tema de la posibilidad. Una infinitud de mundos concurrentes subsiste en el entendimiento divino, que son el resultado de un ensamblaje complejo de las cosas contingentes o de una infinidad de maneras de colmar todos los tiempos y lugares, entre los cuales Dios elige a uno, el mejor de los mundos; elección que  opera en base a su libre voluntad. Libre, pues se rige por una necesidad moral y no por una necesidad absoluta o metafísica. Dios obra en función del bien —el mejor de los mundos posibles—, pues no hay mayor libertad que la que inclina hacia el bien. Pero, luego de que la decisión ha sido tomada a favor del mejor de los mundos posibles, las cosas, relativas a este mundo, quedan tal cual estaban en su estado de pura posibilidad, estado en que los eventos son contingentes. Ahora bien, el hecho de que el entramado complejo de las cosas contingentes, que forman un mundo, quede tal cual, después de la decisión que lo hace existir, es prueba de que el «acontecimiento no posee nada en sí que lo haga necesario y que impida concebir que algo totalmente distinto podía suceder en su lugar» (Ensayos de Teodicea…).

La fe, señala Kierkegaard, es sentido del devenir, en el cual la certeza del pasado anida en la incertidumbre de la posibilidad. Esto quiere decir que el devenir histórico es ambivalente, pues en él coexisten «la nada del no-ser y la posibilidad anulada que es a un tiempo cada anulación de posibilidad». Es por ello que no puede haber una percepción inmediata ni un conocimiento inmediato del devenir histórico, pues la posibilidad anulada se vierte en lo invisible, mientras que lo real no es más que el efecto de cada anulación de posibilidad. Precisamente, es por esta ambivalencia inherente a la condición del devenir que la fe está abocada a creer en lo que no ve. Así, cuando la fe concluye: «esto existe, ergo ha devenido» trastoca la naturaleza del ordenamiento racional, pues lo real se torna en la sombra de lo devenido. Tiempo sincopado, disparate, por cuya fractura se vuelve inminente la irrupción de un instante grávido de eternidad. En conclusión, la fe no duda de lo real, aun si este es un simple efecto que proviene de la aniquilación de la posibilidad. Esto es así dado que la fe transforma el «así» real en el «cómo» posible del devenir. Esto es, transforma la necesidad en libertad, en vista de que lo posible entraña el inminente riesgo que anida en toda decisión. La fe no duda en el devenir, más bien, ella quiere creer que lo que existe ha devenido y, por lo tanto, no es el resultado de ninguna necesidad. Entonces, la pasión de la duda no es coincidente con la de la fe.

Kierkegaard recuerda que el escepticismo griego dudaba no como resultado de una necesidad del conocimiento, sino como una exigencia de la voluntad. La perseverancia en mantenerse en la duda lo llevó, a la postre, a abstenerse de emitir todo tipo de conclusión proveniente de la percepción o del conocimiento inmediato de los seres. «De ello se sigue que la duda sólo puede ser suprimida por la libertad, por un acto de voluntad, lo que todo escéptico griego comprendía, puesto que se comprendía a sí mismo, pero no suprimiría su escepticismo, justamente porque quería dudar» (Migajas filosóficas). Precisamente, el escéptico griego es, como efecto de su libre voluntad, un prisionero de la duda en la que quiere creer. La posición de la fe es radicalmente opuesta a la del escepticismo, pues ella quiere creer, sin que su voluntad se convierta en prisionera de la elección o de la apuesta a la cual precipita la decisión. Así, si el instante de la decisión es una locura, lo es, justamente, en razón de que la decisión no suprime la contingencia o el ciego azar. Es por ello que la fe no linda con el conocimiento, con la necesidad, sino que es un acto de libertad, por medio del cual se dice sí a lo real devenido, sin que con ello se niegue la posibilidad de otra realidad.

 

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El inevitable retorno del problema teológico-político

Juan Manuel Ledesma

“El gran secreto del régimen monárquico y su máximo interés consisten en mantener engañados a los hombres y en disfrazar, bajo el especioso nombre de religión, el miedo con el que se los quiere controlar, afin de que luchen por su esclavitud, como si se tratara de su salvación, y no consideren una ignominia, sino el máximo honor, dar su sangre y su alma para orgullo de un solo hombre. Por el contrario, en un Estado libre no cabríaimaginar ni emprender nada más desdichado, ya que es totalmente contrario a lalibertad de todos adueñarse del libre juicio de cada cual mediante prejuicios ocoaccionarlo de cualquier forma.”

Spinoza, Tratado Teológico-Político

Pocos libros en la historia intelectual y política de Europa han suscitado tanta polémica, odio y censura como el “infame” Tratado Teológico-Político (TTP) de Spinoza. Su publicación anónima, en el año 1670, no ayudó en nada a su autor ni al propósito doble del tratado: Spinoza intentó defender la idea simple, pero llena de explosivos, que la libertad de filosofar –y por ende la libertad de conciencia– no es en ningún modo un freno o un obstáculo a la paz y seguridad de la República. Por el contrario, sostiene Spinoza, toda supresión o restricción, toda censura del pensamiento conduce necesariamente a la perturbación de la paz y seguridad de la República, y por lo tanto inevitablemente a su ruina. ¿Quién tenía en mente Spinoza al postular su tesis? ¿A quién iba dirigida su crítica? A ninguna persona en particular, a ningún individuo como tal. A toda República ciertamente, a sus gobernantes – como medida de prevención, o incluso como advertencia. Pero su Tratado, en realidad, su crítica, estaban dirigidas hacia un grupo, un conjunto o una casta de individuos cuya acción a través de los siglos se volvió más y más presente, más y más decisiva –más y más catastrófica para Spinoza– no solo en Europa, sino en todo el mundo: el clero. El ascenso del clero al poder político (encarnado por el Vaticano), al mismo tiempo que la divinización o mistificación del poder siglo XVII (El Sacro Imperio Romano Germánico, o Luis XIV, el “Rey-Sol”), marcan el apogeo de un matrimonio singular que Spinoza, el primero, bautiza como “teológico-político”. No hay objeto dentro de la realidad humana que tenga tanto poder como la religión, como el culto organizado. Spinoza lo sabía como solo pocos lo saben, como solo lo saben aquellos que experimentan en carne y hueso la furia y el poder de la creencia, del dogmatismo, y por supuesto, del fanatismo: Giordano Bruno murió quemado por tan solo haber afirmado que el universo es infinito, sin centro ni circunferencia. Galileo fue censurado y reducido al silencio. Descartes escondió su tratado sobre El Mundo, por los principios galileanos que defendía.  
Spinoza, por su lado, fue violentamente excomunicado y expulsado de por vida de la comunidad judía de Ámsterdam cuando tenía apenas 23 años. Éstas fueron algunas de las palabras que el rabino pronunció en la sinagoga durante la ceremonia del cherem: “Maldito sea de día, maldito sea de noche; maldito sea durante el sueño y durante la vigilia. Maldito sea al entrar y al salir. Quiera el Eterno jamás perdonarle”. Tanto odio e ira, tanta intolerancia contra un solo hombre cuyo único “crimen” era haber osado pensar, y por lo tanto cuestionar los dogmas fundadores de la religión judía – y por ende de todo monoteísmo. La tesis de Spinoza es la siguiente: el poder del clero –de todo tipo de funcionario religioso, ya sea un rabino, un imam, un sacerdote o un pastor– constituye siempre una amenaza a la libertad de pensar y creer, y por lo tanto una amenaza a la estabilidad misma del Estado. El siglo XVII es el teatro sangriento de este constato. Desde la expulsión de los judíos en 1492 por los reyes católicos y el establecimiento de la Inquisición, Europa se encuentra hundida en una serie de conflictos y guerras religiosas: calvinistas, luteranos, católicos y anglicanos se masacran mutuamente, aunque crean en el mismo Dios. Cuando el poder político se disfraza de religión es tan peligroso, quizá aún más, que el poder que el clero pueda ejercer sobre los hombres. Ese es el doble misterio que Spinoza intenta disipar en su Tratado, el poder de la religión y la religión del poder. En otras palabras el misterio que determina primero a los hombres a odiarse, excluirse y matarse entre sí por una diferencia de opinión, de idea, de creencia: el misterio de la intolerancia; pero al mismo tiempo el misterio que los impulsa a morir por su esclavitud como si se tratase de su salvación: el misterio del fanatismo. Dos caras de una misma moneda, de un mismo problema: el dilema “teológico-político” de la existencia humana. Para entenderlo, es necesario comenzar por la existencia humana, por su vida. Vivir o existir, sostiene Spinoza, es fundamentalmente desear: “El deseo es la esencia misma del hombre”, escribe en la Ética. No se trata de desear esto o aquello, A, B, o C. Mas desear, ante todo, perseverar en el ser, continuar existiendo, perdurando, esfuerzo que Spinoza llama conatus. Ese deseo no es una voluntad, ni el fruto de una decisión racional, aún menos la atracción por un objeto: es un deseo mucho más profundo e impersonal, subyacente a todo deseo particular de un ser viviente. Hay que ir entonces más allá de la vida, o más bien digamos: hay que adentrar la vida misma, profundizarla para captarla en su pulsación primordial. Todo lo que es, sostiene Spinoza, se esfuerza de una cierta manera por perseverar en su ser: tanto la materia inerte (conservación de la energía o inercia del movimiento/reposo), como el mundo de lo orgánico (metabolismo) perseveran en su ser; el uno ciertamente gracias al otro, en conjunto. La perseverancia es propia a todo lo que es –no solo de lo que está vivo– y en un cierto sentido podríamos decir que “ser” quiere decir perseverar: ley absoluta del spinozismo, a tal punto que el universo mismo no es más que un conatus infinito que no cesa de afirmarse en su ser. El ser humano, dentro de ese universo, persevera deseando lo que para él es útil, aquello que es un bien, aquello que lo mantiene con vida, que lo conserva. Su vida, por lo tanto, no es más que la búsqueda de ese útil, de esa felicidad, en definitiva, de su conservación. Profundamente determinado por ese deseo de perseverar –y en ningún sentido libre de escogerlo–, el ser humano se confronta en su búsqueda de lo útil –de su bien– a un mundo, a una naturaleza que lo superan, que no entiende y que a pesar de todo intenta descifrar: tormentas, terremotos y sequías le aterran, fenómenos celestes y terrestres lo asombran. Algo tienen que significar, se dice a sí mismo el hombre. Algún mensaje tienen que transmitir, algún sentido tienen que vehicular: ¿de qué son los signos anunciadores, de un bien o de un mal futuro? Todo en ese mundo incierto y profundamente inestable se transforma así en signo, en presagio o profecía de un bien o de un mal futuro: el trueno es interpretado como el signo de un mal futuro posible, y el hombre sucumbe ante el miedo; el cometa es interpretado como el signo de un posible bien futuro, y así surge la esperanza; finalmente, el fenómeno incomprensible, el eclipse por ejemplo, se transforma en milagro por el asombro que suscita. Así aparece la superstición, natural y mecánicamente a partir de la incertidumbre inicial del deseo de perseverar. La superstición es la respuesta activa que el ser humano produce para explicar, como puede, lo que acontece a su alrededor. El deseo de perseverar es así, inevitablemente, al mismo tiempo deseo de saber, de entender la naturaleza. La superstición –que Spinoza no denigra ni desprecia– es el primer sistema inestable de interpretación de la naturaleza, inadecuado porque está fundado en los afectos de tristeza y esperanza que golpean al hombre, como el mar golpea a un navío en naufragio. Ahí, sin embargo, reside su positividad al mismo tiempo que su peligro. Con ella, en todo caso, surgen inevitable y simultáneamente ciertos individuos que llamamos “profetas”; es decir, aquellos que se destacan en la interpretación de signos y presagios, en la producción de profecías y en el anuncio de milagros. En cierto sentido, son los primeros poetas. La Biblia es un gran libro de poesía, escrito por seres humanos dotados de una fuerza imaginativa excepcional. Primera desestabilización del poder del clero: su fuente de poder, la “palabra de Dios”, es un libro puramente humano y natural.  
La superstición y la religión, sostiene Spinoza, no difieren en naturaleza sino en grado de complejidad e intensidad. La superstición es fundamentalmente inestable, fluctuante y variable. En el fondo, la superstición es simple porque es profundamente individual o subjetiva. Con ella, o en ella, la vida humana es demasiado frágil. Mientras que la superstición resulta simplemente de la colisión entre el hombre y una naturaleza que no entiende, la religión responde complejamente a la colisión, inventando un verdadero sistema de signos, símbolos e interpretaciones, cultos y ritos. Pero la religión, para Spinoza, no difiere de la superstición solo en intensidad o complejidad. Su función es distinta. Esencialmente política y social, la religión busca unificar el colectivo a través de sus afectos: los mismos mecanismos afectivos de la superstición – el miedo y la esperanza– son utilizados, en el mito y en el rito, para producir el elemento esencial a toda cohesión social, a todo grupo funcional, la obediencia a la ley y el amor del prójimo. El objetivo de la religión, por lo tanto, no consiste en expresar la verdad divina o natural, mas en producir la obediencia a la ley y el comportamiento moral. Segunda desestabilización del poder del clero: la verdad no le pertenece. Solo su eficacia permanece: la producción afectiva de la obediencia, únicamente el miedo y la esperanza que utilizan –pecado y salvación– para gobernar y moralizar nuestras vidas. Literalmente, la religio busca unir, ligar a los humanos entre ellos. He ahí la función del profeta. Moisés, para Spinoza, fue ciertamente un gran profeta, pero su grandeza y su visión son ante todo políticas: gran fundador de la república de los hebreos, Moisés es el gran diseñador de sus instituciones políticas. Si fue visionario, se debe a que logró unir a los judíos alrededor de un solo Dios y de un solo Estado; mejor, porque logró unir la providencia de Dios a la providencia de ese estado y producir así al mismo tiempo una obediencia total y radical a la ley, y un amor solidario entre todos los sujetos de ese estado. Dentro de las circunstancias en las que Moisés se encontraba –hostilidad, guerra, salida de la esclavitud–, lo mejor que pudo hacer fue encerrar a su pueblo en un Estado, protegerlo y ligar su destino a él. El estado que Moisés concibió pudo haber sido eterno, escribe Spinoza en su Tratado. No por decisión o intervención divina, sino por la fuerza y la perfección de sus instituciones, por la obediencia radical que lograron fomentar. El estado de los hebreos fue una decisión circunstancial de estrategia política, antes de ser religiosa o de providencia. No hay pueblo elegido, sostiene Spinoza, Dios no es una persona que escoge o condena a nadie, solo hay Estados a los cuales, a veces, la fortuna sonríe. Intentar imitar o repetir la teocracia mosaica, advierte Spinoza, solo puede llevar a la catástrofe y la guerra. Por esa misma razón el mensaje de Cristo, sostiene Spinoza, es más potente y sobre todo más eficaz: el amor y la obediencia a la ley tienen que ser universales, y no pueden ser solo locales o nacionales, a menos que se quiera vivir eternamente en guerra entre vecinos. El cristianismo, para Spinoza, universaliza el mensaje puramente nacional del judaísmo: el amor del prójimo deja de limitarse al vecino de la misma nación y se dirige a toda persona; y la obediencia a la ley se separa de la ley de un estado particular para ligarse a la ley “eterna” que lo gobierna todo-las leyes físicas del universo. Curioso análisis y curiosa conclusión de Spinoza: antes de luchar contra el exceso de la pareja religión-poder, y en lugar de atacarlo, es necesario comprender la causalidad que la determina, reconocer por lo tanto su necesidad, y su éxito. El primer triunfo de la política es el triunfo de la religión, no porque sea verdadera o divina sino porque es eficaz. Spinoza, en su Tratado Teológico-Político, naturaliza y desmitifica completamente la religión al desvelar sus mecanismos, para revelar que su poder no es más que el poder mismo del hombre, el poder de su deseo mistificado, y no el poder de Dios ejercido por sus ministros.  
¿Cómo salir entonces, cómo escapar al control del torbellino teológico-político, fenómeno originario de la vida humana? ¿Cómo luchar contra el poder de aquellos que se envuelven en el manto de lo sagrado? ¿Cómo impedir el retorno en vigor de la fuerza teológica-política? ¿Cómo luchar contra una realidad inevitable? Imposible erradicar totalmente la superstición. El ser humano, mientras sea humano, será siempre potencialmente supersticioso y religioso. Mientras el miedo y la esperanza nos dominen –mientras nos domine la incertidumbre–, mientras dominen nuestro deseo de vivir, seremos presas fáciles de los “profetas” y los “mesías” que intentan guiarnos hacia una cierta obediencia. Al contrario de lo que creían los ilustrados, un siglo más tarde, Spinoza sostiene que la religión no es un epifenómeno que acontece en la vida humana por accidente, susceptible de ser erradicado. La historia nos lo muestra: la historia de todos los fanatismos a los que hemos sucumbido, teológicos y políticos. Nuestro siglo, a pesar de toda la tecnología y de toda la ciencia en nuestro alrededor, no deja de sorprendernos. Por todos lados, en Europa, Medio-Oriente, África, Asia y en América, el nacionalismo teológico-político, el fanatismo religioso resurgen como efectos inevitables del miedo y de la incertidumbre en la que hemos sumergido nuestro mundo. Felizmente Spinoza no fue un fatalista. El realismo de la razón le conviene más aún. Y la razón no juzga ni calumnia, no ríe ni se burla: la razón comprende. Y Spinoza comprendió que, aunque no se pueda extirpar por la fuerza la religión de la vida del ser humano, aunque no se pueda destruir la superstición, se puede y se debe limitar la influencia de la religión en las decisiones de nuestra vida y nuestra libertad sometiéndola al Estado. No se puede forzar a una persona a dejar su religión–a pensar o creer de otra manera–de la misma manera que no se puede forzar a nadie a ser sabio; pero se puede forzar al Estado, es decir a la ley, a aceptar toda religión y toda opinión, a condición que el Estado, por su lado, fuerce a la religión y a sus practicantes a soportar la ciencia y el pensamiento libre. Si ninguna religión sube al poder, y si se aceptan todas las religiones, y todas las opiniones –incluso las que van en contra de la religión–, entonces poco a poco el Estado producirá las condiciones materiales para que las certezas de la ciencia y los conocimientos de la razón reduzcan la influencia del miedo y la esperanza en nuestras vidas. La religión continuará fomentando la obediencia y el amor del prójimo, pero el Estado y la ley la controlarán, puesto que su función polémica, la pretensión a la verdad divina, no tendrá ya ningún poder. La comprensión del destino de nuestro deseo abrirá sola la puerta de la certeza y la confianza en nuestra propia potencia.  De la misma manera que el terremoto dejó de ser el signo de la ira divina cuando se convirtió en un fenómeno natural determinado por la constitución geológica de nuestro planeta –pasaje del terror a la comprensión–, el poder de la ley podrá un día dejar de manifestarse como la herramienta de una voluntad sobrenatural para expresar al fin su única utilidad: permitirnos perseverar en la existencia al máximo de nuestra potencia.  

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