El profeta en la muralla

Pedro Aulestia

 

Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca. Porque tú dices: Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad; y no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo.

Apocalipsis 3:15-19

 

Hay quien todavía cree que la profecía es una forma de arte superior, aunque olvidada, como esos templos megalíticos enterrados al norte de Turquía, erigidos por una civilización desconocida y más antiguos que la propia Historia. Pocos son los que con licencia se han abstenido de la copa de agua en el Leteo, para ver el tiempo volver con ojos mortales. Pocos son los profetas. Quizá leer en el espíritu de un hombre no es diverso a entrever la escritura secreta en la gran fábrica del tiempo, como si en ambos casos se tratase del mismo lenguaje olvidado que deja el paso de la espuma en la orilla del mar. El estudio de un personaje puede revelar las facciones ocultas de un gran cuadro, después de todo, cada hombre es un signo, una letra que compone el acabado final de una escena profética.

No hay un libro eclesiástico que canonice a Dostoievski como profeta o siquiera como exégeta, sin embargo, para algunos han de bastar las bondadosas opiniones que al respecto comparten Boris Pasternak, Igor Shafarévich y Aleksandr Solzhenitsyn, todos apóstoles y hasta evangelistas del reputado novelista ruso. Si alguien requiere juicios de autoridad más contemporáneos (y más inocuos) Kjertsaa afirma, por su parte, que Dostoievski no contemplaba el Apocalipsis como una mera epístola consoladora para los cristianos perseguidos del siglo primero, sino como una sentencia que se cumple a su debido tiempo.

No me resulta difícil imaginar a Dostoievski en el papel de uno de sus personajes, Lebédev, aquel santo y aquel canalla que aparece en El príncipe idiota y que es famoso por sus interpretaciones del Apocalipsis. Una noche, durante el cumpleaños del príncipe Mishkin, declara, por petición de la algazara un tanto embriagada de los invitados, que la estrella que cae del cielo al sonido de la tercera trompeta (Apocalipsis 8:10-12) es en realidad una representación del Ferrocarril Transiberiano. Todos se ríen por lo que bien se podría considerar una broma delirante, pero la explicación simple de la sentencia deja estáticos a los más cautos, pues a los ojos del funcionario Lebédev el tren representa el progreso industrial, y este simulacro de progreso tecnológico, al Anticristo. (El príncipe idiota).

No es fácil resistirse a la tentación de hacer conjeturas que hermanen las palabras de un personaje ficticio del siglo XIX con lo acontecido en Rusia (y por consiguiente en el mundo) durante el siglo XX; se podrían escribir páginas febriles y hasta fanáticas sobre la profecía de Lebédev y cómo en ella se prefigura la Revolución de Octubre y el advenimiento de la Unión Soviética. Pero antes de caer en tal tentación es preciso declarar cierta intencionalidad con respecto a estas palabras: si detrás de apreciaciones de carácter meramente narratológico se entreven aparentes juicios o intrigas de orden metafísico o político, es el resultado de una coincidencia, aunque exenta de gratuidad. Esto se debe en parte a que la manera con que se caracteriza la figura del autor desde la técnica literaria es de naturaleza semejante a como se ve a Dios desde la teología, es decir, como un actor indescifrable.

Hablar de Dostoievski desde la crítica es por lo tanto un ejercicio profano, pero similar al que realizan los intérpretes de textos sagrados. Este ejercicio narratológico no difiere de una invectiva hermenéutica, de una exégesis bíblica, y se centra en la relación de dos personajes de Crimen y castigo que son, como diría Isak Dinesen, un cofre cerrado de los cuales el uno contiene la llave del otro. Se trata del sensual y depravado Arkadi Ivánovich Svidrigáilov y de Raskólnikov, el personaje principal de la novela. El primero es un presunto asesino y el segundo un asesino doloso. La semejanza fatal de ambos personajes se sustenta en el último diálogo que comparten en un bar abarrotado de San Petersburgo, en donde Svidrigáilov manifiesta lo parecidos que son los dos a pesar de su enemistad, comentario que es recibido por Raskólnikov con poco menos que asco. Para colmo, el narrador hace aparecer poco después de este encuentro y ante la mirada febril de Raskólnikov a dos hombres gemelos, perfectamente similares el uno del otro, pero con la particularidad de que la nariz del uno está ligeramente torcida hacia la izquierda y la del otro hacia la derecha. Esta aparición es una alegoría de la relación de semejanza y ligera discordia que tienen los personajes en cuestión. En un sentido más sutil, se podría leer en la inclinación propia de las narices de los dos personajes una sutil tendencia hacia el mal o hacia el bien, pero es cuestión del lector conferir los significados de las palabras izquierda o derecha. El caso es que quizá sea solo una nariz lo que separe a la salvación de la perdición y al cielo del infierno, pero ¿qué tan vasto puede ser el límite de una nariz?

 

Svidrigáilov se pierde, como si ese fuese el precio que se tuviese que pagar por la redención del otro, Raskólnikov. Es claro que para el autor la salvación no existe sin el riesgo de la absoluta perdición, como si se tratase de una apuesta por todo o nada. En una de esas otras noches blancas de San Petersburgo, Svidrigáilov sueña que socorre a una pequeña niña y la rescata de la lluvia, la atiende con cariño y la arropa entre sábanas, pero justo antes de salir por la puerta de la habitación nota en la niña una sonrisa pérfida y lasciva que deja en pausa su corazón. Este momento es la antecámara de su muerte, intuye que hasta la parte más inocente de su ser está corrupta y perdida. A la mañana siguiente se pega un tiro en frente de un guardia, no sin antes decir: “si alguien te pregunta, diles que me fui a América”.

Se podría decir que Raskólnikov se salva por una nariz, ¿qué sutil designio lo hace distinto de Svidrigáilov? ¿Por qué no quitarse también la vida? Después de asesinar a la vieja usurera Aliona Ivanóvna y a la bondadosa Lizaveta Ivanóvna, después de la cascada de racionalizaciones y tratados nihilistas que le sirvieron para justificarse a sí mismo el horror del crimen, después de siete sagrados años de negación en Siberia, de no sentir remordimiento ni culpa… ni nada. Finalmente, una tarde crepuscular, en la sala de visitas de la prisión, al lado de Sonia, mira por la ventana una antigua escena de nómadas en el desierto y piensa que esa escena ha permanecido intacta durante miles de años, desde los antiguos tiempos de los patriarcas del Antiguo Testamento. El sutil momento de redención lo lleva a besar a Sonia por primera vez y a perdonarse, pues dentro de él también existe una escena invariada de nómadas en el desierto, algo que ha permanecido puro e inamovido a pesar de las degradaciones y movimientos del tiempo y de la entropía. Es este cuadro en el desierto el primer amor del que habla Dante, el primer impulso bondadoso que intuyen algunos hombres (incluso los más terribles) en su naturaleza y del que se desprenden las estrellas y los mundos. El infierno, por su parte, es tan solo una sombra de la sombra del primer amor. (Crimen y castigo).

Parece como si Dios estuviese aún más presente en los momentos oscuros y demoníacos de los personajes de Dostoievski, en los asesinatos y en los suicidios. ¿Y el diablo? Pues el diablo está ahí, en esa canasta de flores que lleva la monjita, como dice Papini. Es delicado el límite que separa a un hombre de otro, a un suicida de un artista. Un profeta debe estar siempre en la muralla, en la víspera de los dos mundos separados por la frontera, en la víspera del advenimiento y en el lugar sutil donde se mezclan los paisajes, donde el diablo comparte la naturaleza de Dios, en la muralla, en el litoral o en el leve contorno de la montaña en el cielo. Un profeta escribe desde la tibia y huidiza penumbra, desde aquello que no es luz ni sombra, sino solo límite y eternidad.

 

Imágenes: Daniel Eledut, Martin Dubreuil, JamesDeMers, A_Werdan

El Narciso satisfecho

De lo que sólo es movido
Pero no tiene fuente propia de movimiento
Sino que es impulsado
Por los poderes demoníacos del inframundo.
Y la acción justa es libertad
Respecto al pasado y al futuro.
Para la mayoría de nosotros este es el objetivo
Que aquí jamás alcanzaremos.
Sólo estamos invictos porque seguimos intentando;
Nosotros, los finalmente satisfechos
Si nuestra reversión temporal nutre
(A no mucha distancia del ciprés)
La existencia de un suelo en que hay sentido.

T. S. Eliot, Cuatro cuartetos.

 

I

La ontología del sujeto o de la subjetividad ha sido históricamente la tierra firme sobre la cual se han erigido estados y ciudades, centros carcelarios y escuelas, fábricas y hospicios. De igual forma, esta fue el marco en el cual se inventó la guillotina y, simultáneamente, se realizó la declaración universal de los derechos del hombre y del ciudadano, así como ha sido también el ámbito propicio para el despliegue de la libertad y del derecho. La tierra firme conquistada por el sujeto o por la subjetividad autónoma es el mundo concebido como cosa puesta, útil, lista para ser usada, para convertirse en la propiedad del Yo. Hoy el sujeto es el mundo y este es su perfecto reflejo.

El sujeto moderno, para ser sustrato o fundamento del mundo concebido como proyecto o proyección, debe pasar por la prueba o por la demostración de sí mismo, que es equivalente a su propia puesta entre paréntesis, a su repliegue especular o su retiro introspectivo. De ahí que la subjetividad logra la conquista de la autonomía al precio de desligarse de todo aquello que la hace dependiente del mundo y de romper las ataduras que la libran a la coexistencia con el otro. El retiro en sí mismo es decisivo para la determinación de la libertad y de las relaciones jurídico-morales como operantes, en primera instancia, en la basta e invisible interioridad constituida por la subjetividad del sujeto. En la conciencia o en el saber de sí, el sujeto encuentra la base unificada de su ser —su identidad— de la cual brota el conocimiento o la ciencia del mundo.

El sujeto posee un mundo en la misma medida en que se posee a sí mismo, pero esta autoposesión pasa por el error que consiste en creer que el Yo es voluntad, que es causa que actúa libremente a partir de sí misma. En el Crepúsculo de los ídolos, Nietzsche sostiene que el error que brota de la creencia en la voluntad libre está enraizado en la metafísica del lenguaje. Por su esencia misma el lenguaje incita a encontrar en los seres y en la naturaleza un por qué o una razón que anime su despliegue, su dilatación, su repliegue. Tomar conciencia de este hecho es renunciar al grosero fetichismo que lleva a ver en todas partes agentes o sujetos productores de efectos o desencadenantes de acciones. El Yo substancializado ha sido puesto como causa de sí mismo para, en un segundo momento, proyectarlo sobre la realidad toda bajo la forma de la fe en la voluntad libre concebida como facultad; es decir, asumida como un poder puesto al servicio del sujeto. «Me temo, afirma Nietzsche, que no podamos desembarazarnos de Dios, porque aún creemos en la gramática».

II

Para la filosofía cartesiana, el libre arbitrio o la voluntad libre es la facultad que fue entregada por Dios a los hombres y que en sí misma es perfecta, carente de falla. Sin embargo, para que la realización de esta facultad deje de lado cualquier posibilidad de caer en el error, en el pecado, es preciso que el entendimiento se convierta en la brida de la voluntad. Es decir, antes de que se ejerza el poder de negar o de afirmar, de seguir o de huir, el entendimiento debe previamente considerar las ideas de las cosas para que la libertad no sea el resultado de la indiferencia o de la ciega inclinación, sino del conocimiento claro de aquello que es verdadero y bueno. El entendimiento pone riendas a la voluntad, pues el camino a la interioridad exige que se separe a la voluntad de lo que ella puede, de su poder de realización.

«¿De dónde vienen mis errores?» Se pregunta Descartes e inmediatamente responde: «…solamente de aquello que, siendo la voluntad mucho más amplia y más extensa que el entendimiento, no consigo contenerla en los mismos límites, sino que la extiendo también a las cosas que no comprendo, y al serle estas cosas indiferentes, se pierde muy fácilmente y elige el mal en lugar del bien o lo falso en lugar de lo verdadero. Lo que lleva a que me equivoque y a que peque» (Meditaciones metafísicas). Pese a que la voluntad, dada su amplitud y extensión, es la imagen de la semejanza que el Yo guarda con Dios, aquella es también la vía siempre expuesta al error, al pecado. Es por esto que el entendimiento, que es también la instancia de la ley, debe procurar que la fuerza que entraña la voluntad no vaya hasta el final de su poder.

El sujeto cartesiano valora la voluntad desde la perspectiva de lo que está bien y de lo que está mal y, al hacerlo, renuncia a la acción, pues la sustituye por el deber ser. Además, cuando se juzga a la voluntad desde la consideración de valores o ideales establecidos se lo hace con el fin de vincularla a la esfera de la recompensa y del castigo. Debido a esto, toda una tradición proveniente del cartesianismo ha debido vincular el libre albedrío al dolor y al sacrificio. Se trata, diría Nietzsche, de una perspectiva que brota de la condición del esclavo, del impotente. Por el contrario, ¿qué ocurre cuando la voluntad no aspira, no desea, no busca, sino que crea, pues es pródiga de sentido? «…Nietzsche anuncia que la voluntad es alegre. Contra la imagen de una voluntad que sueña en hacerse atribuir valores establecidos, Nietzsche anuncia que querer es crear nuevos valores» (Deleuze, Nietzsche y la filosofía).

La teoría cartesiana del libre arbitrio supuso la negación de la voluntad en nombre de valores superiores puestos por el entendimiento. En adelante, el sujeto yace absorto en la contemplación de su propia completitud, encerrado en los límites que procura la delectación de los «estados de la vida cercanos a cero». Entonces, la consigna es: para no errar es mejor no hacer nada. Aquí, el estado de perfección consiste en adoptar una actitud escéptica ante el poder de la decisión. Precisamente, Nietzsche consideraba que el error del libre arbitrio radica en haber convertido a la humanidad en responsable y en haberla, con ello, puesto en manos de los teólogos. Aquello que está en juego cuando se busca establecer responsabilidades es la activación del instinto que conduce a juzgar y a castigar. Los actos de responsabilidad libremente deseados han sido fabulados para justificar la necesidad del verdugo. Entonces, la libertad entraña el castigo.

Estas consideraciones remiten en cierto modo a las grandísimas páginas de «El gran inquisidor», escritas por Dostoievski, en las cuales tiene lugar el inusual encuentro entre Cristo y el gran inquisidor. En esa insólita escena, el inquisidor responsabiliza a Cristo del hecho de haber rechazado la única bandera que se le ofreció para obligar a todo el mundo a que se inclinara ante él: la bandera del pan terrenal, del misterio, del milagro, de la autoridad. En lugar de aquello prefirió que el hombre fuera libre para que, sin necesidad de la antigua ley, lo siguiese y lo amase por sí mismo. Esta es la razón por la cual el crucificado rechazó bajarse de la cruz para dar muestras de su poder, pues de haberlo hecho habría esclavizado al hombre al espejismo del milagro. Sin embargo, la débil tribu rebelde lo rechazó, pues sintió que la libertad de elección se convertiría en una carga espantosa. Entonces, la misión del gran inquisidor fue la de rectificar la obra de Cristo y para ello ordenó atizar las llamas de la hoguera. «Pues si ha habido alguien que ha merecido nuestra hoguera más que nadie, eres tú. Mañana te quemaré. Dixi» (Los hermanos Karamazov).

Por el contrario, seguir la dirección inversa de la «política de la venganza» significa purificar los comportamientos, las instituciones y la historia de las nociones de culpa y de castigo. En suma, diría Nietzsche, se precisa restituir al devenir su inocencia.

III

El valor de una causa, sostiene Nietzsche en el Crepúsculo de los ídolos, no reside en lo que con ella se alcanza, sino en lo que cuesta. De ahí que las instituciones liberales valen lo que se tuvo que pagar por ellas: el embrutecimiento gregario; es decir, el triunfo del animal de rebaño. Tan pronto como han sido alcanzadas, ellas minan sistemáticamente la libertad que hubo que desplegar para su edificación. El límite de la libertad liberal se anuncia siempre en la consumación del fin perseguido. Por el contrario, solo se es libre cuando no se renuncia a que la voluntad se determine a sí misma y no en función del fin convenido, pues la libertad no se ejerce por procuración, por delegación o por representación. Así como una tirada de dados no agota las posibilidades inherentes al juego, la puesta en riesgo que es la libertad preserva la parte inanticipable, impredecible, la fuerza disruptiva del porvenir.

Cuando la autodeterminación tiene que ver con la certeza, la ley cumple un rol inhibidor y las ideas claras y distintas se presentan como el factor determinante frente a la facultad de afirmación. Esta es la razón por la cual Descartes considera a la voluntad de indiferencia como el grado más bajo de libertad. En un primer momento, el libre arbitrio cartesiano rechaza la posibilidad de afirmar la existencia de todo aquello que percibe sensorialmente y, al mismo tiempo, el Yo conquista la autonomía en el acto de repliegue sobre sí mismo. En un segundo momento, la voluntad se aliena en la claridad y distinción de las ideas innatas del entendimiento y se subordina al orden preestablecido de las verdades eternas que son la imagen especular de la subjetividad del sujeto; entonces, ya no hay opción. En realidad, la libertad cartesiana solo lo es respecto al mal, de ahí que el castigo le sea consustancial.

Extraña libertad pues, en el momento mismo en que alcanza la autonomía, se subordina al orden superior de los ideales eternos. Esto es así debido a que la autonomía se la consigue a expensas del cierre de la subjetividad con relación al mundo. Se trata, por tanto, de una libertad que subsiste separada de lo que puede y esto la lleva a convertirse en pura representación de sí misma. Sin embargo, la libertad es lo que se puede y, precisamente por ello, no es susceptible de ser valorada, medida o interpretada como si fuese objeto de representación. Por el contrario, es necesario reconocer que es la voluntad la que valora o interpreta. Solo entonces la autonomía de la voluntad deviene en el poder que esta ejerce sobre sí misma, como también lo ejerce sobre la ley y sobre el destino. En adelante, el sentido de responsabilidad da un giro que lo desarma en su estructura fundamental, pues el gesto soberano en el que fulgura la libertad ya no encuentra a nadie ante quien responder.

El hombre libre, decía Nietzsche, es un guerrero y su gesto se mide en función de la intensidad de la resistencia que tiene que sobrepasar o de la impracticabilidad del obstáculo que debe franquear. Es por esto por lo que la libertad dormita a pocos pasos de la tiranía, próxima al límite que entraña el riesgo de servilismo. Solo manteniéndose cerca del extremo peligro se está en condiciones de conocer los medios que nos hacen fuertes. Por el contrario, el instinto de conservación, de duración, de seguridad ordena la clausura del sujeto en el ámbito separado e interno de la certeza, lleva a la reclusión en el orbe íntimo y familiar de la subjetividad. Ahí dentro el sujeto se mira y se solaza de sí mismo, inmerso completamente en la seguridad especular de lo ya conocido. Entonces, el Narciso satisfecho se ahoga en las aguas del estanque, cuya superficie lisa y mansa le muestra tan solo lo que él quiere ver. Hoy se precisa rebajar al sujeto, llevarlo hasta la planta inferior, abrirlo al otro, exponerlo a la intemperie.

La libertad no radica en el deseo, sino en lo que se puede. Sin embargo, lo que se puede no es del orden de lo representado, es la ejecutoria que está siempre en camino, siempre nueva, siempre otra. ¿Se precisa conocerla? ¿Cabe conocerla? Precisamente, la libertad es la exposición al riesgo supremo, pues en ella se traza la inclinación hacia el imposible, lo no previsible.