La escritura: entre óbices y accesos

Lucía Mestanza

 

Hay una grieta en todo.
Así es cómo la luz logra entrar.

Leonard Cohen

 

Entre las secciones de un muro mental hay grietas a través de las cuales se filtra el sentido de algo, la idea que llega y la palabra que ha de configurarse en el desarrollo de un proceso trascendental. Pero esos halos de luz solo pueden ser gestionados por la existencia de esas causas y de su sinergia. Las grietas son el producto de un combate dual que sucede en la vida y en la escritura; son generadas por la interacción de esas causas: las limitaciones, el dolor, las obsesiones, el paradigma de la transgresión, los conceptos mentales, la propia imposibilidad de la escritura, la imposibilidad del amor o un largo lamento existencial crean la percepción de posibilidades como la de la reflexión metatextual, la del pensamiento lateral (De Bono) o la formulación de provocaciones, para evolucionar, en ese combate y a través de esas grietas, en un camino por donde se filtra el fluir de lo claro que se afianza y que adquiere forma de texto.

Entre esas causas que desde la vida devienen en escritura, es el lenguaje el que se ejercita en un territorio donde la dialéctica óbices-accesos se debate –a veces en forma de un ensayo, de un cuento, de un poema, de la entrada de un diario–, para comunicar tan solo el epílogo de esa batalla. ¿Pero cuál es la gracia? ¿Lo es esa lucha pre-textual que emana de lo vivencial, o lo es el epílogo, esa forma textual, última instancia de ese combate? La vida y la escritura se leen en ese rebate porque la experiencia vivencial lo concibe, pero es la escritura la que lo muestra. Así, la reflexión evocada en la palabra deviene de lo vital gracias a la luz que se filtra por los intersticios de las propias limitaciones. No se producen las ideas de genio sin óbices, sin imposibilidades, sin censura. En Extraterritorial, Steiner comenta que “Borges defendió la censura” puesto que esta lo obligaba “a pulir y usar con mayor precisión los instrumentos de su oficio”. Así mismo, Goethe sostuvo que “es postulando lo imposible que el artista se procura todo lo posible”. Los obstáculos en el camino de lo vivencial, transmutados en el de la escritura, son, en su imposibilidad, posibilidades concretas de la existencia de un texto valioso, giros que se aprovechan y se convierten, como en un proceso alquímico, en la gracia que comunica una idea esencial. Es un proceso que en Borges se entiende como la vuelta del calidoscopio, como la iluminación y el análisis de otro sector del muro (Steiner). Este proceso, que deviene artístico, es un proceso liberador que asume desde las incapacidades, una posibilidad veraz. “La función liberadora del arte reside en su capacidad de «soñar a pesar del mundo»” (Steiner).

Todo cuanto es metaliterario posee esta dialéctica; las grietas del muro por donde se filtran las ideas de genio son los quiebres en la reflexión consciente, nacen de la vida y se sustentan en la escritura. El ser no puede abrir un espacio significativo –artístico, literario–, desde fuera de sí, la escritura se genera entre los óbices y los accesos que han implicado su existencia. El ser es muro y es grieta, por lo tanto es luz dada a luz. Es tiempo y trabajo en sinergia, es búsqueda de perspectiva y de orientación entre pasado y futuro, es retrospectiva y visión donde lo incierto ayuda. El escritor sale de la certidumbre para propiciar una escritura divergente; esto es, una escritura que rete la lógica, que cuestione, cuyas respuestas no son ni únicas ni absolutas, que incluso no son respuestas, porque el cuestionamiento en la escritura no requiere de respuestas; su fin en sí es cuestionar, y solo hay cuestionamiento cuando hay divergencia. Ese proceder en la escritura, en el óbice de sus propias imposibilidades, en la incapacidad para decir, para nombrar, para aprehender con palabras lo sensorial, es lo que lleva a la búsqueda de la grieta. Todo se convulsiona para provocar una escritura que se acerque a aquello que no se deja poseer pero que es existencia de lo real, de lo vivido, en el anhelo de ser configurado.

Este proceso implica la propia identidad del ser. Escribir sobre las imposibilidades de la escritura es escribir sobre las imposibilidades de la vida, “Si no me escribo soy una ausencia” (Pizarnik). La identidad es cuestionada y más allá de ello, es vetada a condición de ese no poder escribir que es la causa, que es la sección, que es el muro. Sin embargo, es el deseo de persistir en la generación de esas rupturas lo que mantiene vivo al ser porque es eso lo que provoca el proceso poiético que se forja en la falta de certezas y que se construye, fragmentariamente, gracias a los óbices sin terminar de configurarse; es un proceso en constante desarrollo, –como el de la vida–, pero no carente de sentido, porque fragmentario no significa incompleto. Las limitaciones hacen posible la producción en la que la escritura se crea a sí misma en la idea de llegar a la perfección, sin alcanzarla jamás. El escritor experimenta la sensación de haber perdido algo inmaterial y la necesidad de recuperarlo, para lo cual hace uso de su vida y de su lenguaje. Lo inefable de la escritura se construye a partir de la existencia del muro que es la causa, que es un concepto mental de pensamientos diversos parcelados de acuerdo a cada estructura mental en cada ser, congruentes con el contexto y circunstancialidad específicos en cada escritor. Estas condiciones tienen el poder de evocar y de adquirir forma tangible, de narración, de palabras en la precisión de lo que el escritor percibe, su sensorialidad dada a luz desde la grieta. Steiner, interpretando a Coleridge, afirma que “el lenguaje es menos un espacio que un rayo de luz lleno de energía, que da forma, ubicación y organización a la experiencia humana”. Es decir, que en la batalla de la escritura, que es la de la vida, lo experimental define el lenguaje, que es luz y que es posibilidad sobre la imposibilidad.

Los bloques del muro, como metáforas de la imposibilidad o de la censura, son ámbitos que proponen cada uno el planteamiento de una problemática ontológica que deviene en la circunstancialidad del tiempo y el espacio del escritor en la expresión del lenguaje, donde la sensibilidad es la variante suprema para lograr ese espacio de diferenciación propio de cada escritor, que erige su estilo. Se llega en este camino, a un entramado de complejidad que combina todo ello, en el ambiente de la transtextualidad que generan esas causas y que son las mismas que contribuyen a estructurar el texto con verosimilitud, riqueza, cohesión y belleza. ¿De qué modo la cuestión ontológica y los juicios axiológicos condicionan o limitan el proceso de la comunicación en el escritor? ¿Y cómo influye esto en una redacción final? Steiner cuestiona: “¿De qué modo la escritura limita la libertad ontológica del lenguaje?” El proceso de la escritura es un surcar entre los intersticios de esas limitaciones. Lo trascendental es lo que está más allá de ese logro, que se alcanza con la imaginación y con la coherencia que da el sentido común. Ese hallazgo es lo que Foucault advierte como cosas “que están contenidas y envueltas en el lenguaje como un tesoro hundido y silencioso” que el escritor consciente, que ha atravesado el proceso descrito, logra dejar entrever –no ver–, en el texto.

Quiero, pues mi cerebro estéril no flamea
como candil de aceite dejado al pie de un muro,
y no sabe atraer la sollozante idea,
marchar lúgubremente, hacia un final oscuro.

Mallarmé

 

Por lo tanto, el espacio de la escritura será un espacio de búsqueda, un espacio que se abra y que se descubra sobre las limitaciones, porque para escribir es necesario desentrañar salvedades. Blanchot sostiene que “para escribir ya es necesario escribir” y que “En esta contradicción se sitúan la esencia de la escritura, la dificultad de la experiencia y el salto de la inspiración”. Lo que significa para este análisis el texto logrado, en lo vivencial y en lo original que supone vencer el muro. Al final, quedará la pregunta por el sentido del cuestionamiento al lector: ¿fue suficientemente fuerte ese texto para derribar el muro que separa al escritor del lector? ¿Y qué tanto puede contribuir un texto para derribar el muro que separa al lector de su propia fragilidad?

 

 

Imágenes: Steve Johnson, João Jesus; Dids (Pexels)

Entre el horror y la democracia, la comunidad

Ruth Gordillo R.
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“El infinito del abandono”, “la comunidad de los que no tienen comunidad”.

Blanchot. La comunidad inconfesable

 

A Georges Bataille se le atribuye un texto breve titulado La unidad en llamas. Lo copio aquí para traer a la comunidad y dejar que ella hable; lo hago porque creo que en estas palabras, se determina aquello que se ha olvidado cuando se dice “democracia”; pero, sobre todo, porque en este olvido se cierra la posibilidad de constituirla; digamos que la unidad, supuesto de la democracia, se enciende y consume en los arrebatos de la masa informe que se reúne ‒como dice P. Lacoue-Labarthe en la Conferencia El horror occidental en torno al mito fundador, el mito de la verdad, verdad anterior a “toda demostración y a todo protocolo lógico”.

El primero de los dos párrafos que componen el texto de Bataille dice:

…un sentimiento de la unidad en comunión. Es el sentimiento que experimenta un grupo humano cuando se representa a sí mismo como una fuerza intacta y completa; surge y se exalta en las fiestas y en las asambleas: un profundo deseo de cohesión la eleva entonces sobre las oposiciones, los aislamientos, las rivalidades de la vida diaria y profana.

¿Cuál es la fuerza que propicia la unidad y dirige a los grupos humanos a la comunión? Para Bataille es el principio de la insuficiencia que determina a cada uno; principio que, en La comunidad inconfesable, Blanchot, define en la “impugnación” del yo, resultado de la exposición al otro. El acto desesperado y casi suicida que destina a cada uno en dirección de los otros, lleva consigo el deseo de comunidad; pero, ¿es posible elevarse sobre las pulsiones narcisistas que constituyen nuestros parajes íntimos y secretos? Parece que no, o que, al menos, cuando se consuma la reunión, en la fiesta o en la asamblea, solo se logra una suerte de simulación que da lugar al aparecimiento del “nosotros”, portadores de la verdad que se manifiesta en la unidad. “Nosotros”, los que hablamos la misma lengua, pensamos igual, decidimos en un solo sentido, adoramos al único dios, sabemos hacer, en fin, “nosotros”, verdad hecha carne, erigidos sobre los hombros de una masa ahora uniforme. De esta manera queda dispuesta una escena donde la voluntad del grupo legitimará todo acto y, donde los personajes surgen de cuerpos fantasmagóricos fundidos en el miedo al otro, miedo que termina por destruir la posibilidad de la comunidad.

¿Por qué esto es una simulación? ¿Qué es lo que se decanta de la cohesión del grupo? Sade da cuenta de todo ello, muestra cómo los lazos ‒que son el subjectum del tejido de cuerpos que constituye la masa uniforme‒, se tensionan entre las pulsiones que desbordan el deseo de cohesión y los límites definidos por ese mismo deseo; entonces la violación, la transgresión, el goce en el dolor del otro, hacen posible que el narcisismo reclame su lugar y aproveche la cercanía del otro para asegurarse y persistir. Hemos quedado en medio de una paradoja; lo que nos une destruye nuestra corporeidad y espiritualidad; el resultado, dirá Pierre Klossowski, ‒en uno de sus textos de la revista Acéphale‒ es un monstruo que comete “asesinatos orgiásticos”,  paroxismo de la masa cuya felicidad no consiste en el disfrute sino en la destrucción de los objetos [los otros] “destruyendo su presencia real”. La incapacidad de producir una comunión que consolide la felicidad como goce, sin la destrucción del otro, es el horror.

En este punto una pregunta se impone: ¿es posible la comunidad? La respuesta es no si la condición de la comunidad es el obrar juntos ‒ “nosotros obramos” en este o en este otro ámbito; sin embargo, como hemos visto, lo que se construye desde el “nosotros”, lleva consigo la fuerza de la pulsión que se manifiesta en la violencia contra el otro. El asunto, por tanto, debe llevarse a otra escena, esta vez definida en la deconstrucción del “nosotros” y en lo que ella efectúa, es decir, en el des-obrar. Blanchot reconoce en Bataille una transmutación de los medios y de los fines que se juegan en el deseo de cohesión; la comunidad se consigna a la muerte del prójimo y, en ese gesto, des-obra, se constituye en comunidad de seres mortales en tanto “asume la imposibilidad de su propia inmanencia, la imposibilidad de un ser comunitario como sujeto”. La deconstrucción se cumple en la medida de la desustancialización de este sujeto y de la ley que se funda para sostener la cohesión del grupo.

El segundo párrafo de La unidad en llamas se escucha así:

En el momento en que la muchedumbre se dirige hacia el lugar en donde se la reúne con el ruido inmenso de la marea ‒ “con un ruido de reino” ‒, se oyen por encima de ella voces resquebrajadas; no son los discursos que escucha los que la convierten en un milagro y lo que la hacen llorar secretamente, sino su propia espera. Porque no exige solamente pan, porque su avidez humana es tan clara, tan ilimitada, tan terrible como la de las llamas ‒exigiendo antes que nada que ella SURJA, que ella sea.

La clave de este segundo párrafo está en “antes que nada”. Aun cuando Bataille escribe con mayúsculas SURJA, nade dice del deseo de la muchedumbre si no se entiende qué deber ser “antes que nada”. El tiempo del surgimiento, ¿no es acaso chronos? La escena que se distribuye en él ¿no es la de la mímesis, de la re-presentación, de la simulación? Si es así, la espera ‒solo en tanto des-obrar‒, escande el tiempo y provoca la abertura por la que las llamas se alzan para reducir a cenizas “el apogeo de la civilización en crisis”, civilización que poco a poco desplaza el deseo de cohesión por el desarrollo de dispositivos de coerción sostenidos en la estructura de la democracia; la escritura de Bataille asesta un golpe final [que hace rodar la cabeza]: “Al sentimiento fuerte y doloroso de la unidad comunitaria sucede la conciencia de ser engañados por la impudicia administrativa, por los agentes policiales y de los cuarteles; también por los despliegues de suficiencia y estupidez individuales que son aterradores”; este es el rostro y la figura del horror que procura la historia de los estados democráticos; figura de horror por su pobreza, por la banalización de la finitud, por la precarización de las condiciones materiales de la existencia de los seres humanos y por la destrucción de la naturaleza que ya no resiste otra conquista.

Finalmente, ¿qué dice la muchedumbre en la espera? Veamos. “Que ella sea”, como en el acto creador de la voluntad divina, voluntad que ahora reside en el deseo de la comunidad, deseo de fundar un reino arrebatado a los dioses por la escritura de Bataille cuando decreta el des-orden de La conjuración sagrada, origen del Acéphale: “SOMOS FEROZMENTE RELIGIOSOS”, dice, y llama a la guerra. ‒ ¿Contra quién? El eco de la pregunta se suma al ruido de reino; por un momento formo parte de los que esperan y, podría decirse, que el lugar en el que aguanta la pregunta es la democracia; ella ofrece la seguridad de una ley que iguala y hermana; en la simpleza de su ofrecimiento reside la condición de posibilidad de la comunidad, es decir, de su propia posibilidad porque, la voluntad de comunidad es la condición de la democracia. En la paz que promete, cada uno guarda silencio, se inmoviliza, sostiene la mano del otro sin mirarlo, sin saber quién es; y, en ese instante, justo cuando “nosotros” nos disponemos a dormir y a soñar felices, la muerte reclama el reino y se presenta como única condición: “trascendencia finita”, dice Lacoue-Labarthe. De esta manera una transcendencia otra irrumpe en la inmanencia y en la sustancialidad del mundo y de la comunidad, es kairós, el acontecimiento por excelencia que Blanchot restituye en la comunidad de los amantes. Esta comunidad se constituye en todas las formas de relación hasta ahora negadas en el reino de la democracia; lo hace en la literatura, en la declaración de impotencia del pueblo, en la utopía, en la soledad de los sin comunidad, en el vacío de las piernas abiertas de Madame Edwarda, en el amor compartido de Tristán e Isolda, en fin, en la des-obra.

 

Imágenes
Unsplash: Slava BowmanDavide RagusaPujohn Das