Deshilando muros

Luis López López

 

La muralla china, cuya construcción obedeció a fines defensivos, se inició en el estado de Qi hacia el siglo V a.C. y continuó en el siglo IV en el estado de Wei. En 221 a.C. Qin Shi Hang ordenó su destrucción con propósitos unificadores; Liu Bang en 202 a.C., en lugar de mantener la muralla, trató de conseguir la paz mediante la unión en matrimonio de sus princesas con los jefes Xiongnu. El concepto de protección y defensa se reavivó entre 1449-1600, durante la dinastía Ming, frente a la invasión manchú.

Las carpas nómadas de los pueblos turcos no dejan huellas de su trashumancia conquistadora; sus frágiles estructuras recorren territorios en abierto contraste con la implantación monolítica de castillos que buscan marcar definitivamente territorios. La levedad de esas tiendas vencerá a la solidez de las defensas que les son arrebatadas. En tan frágiles y temporales construcciones, alfombras y tapices cubren sus habitáculos, y más tarde sus colores y composiciones expandirán sus fronteras al gusto de los mercados occidentales. La estética nómada se filtra más allá de los límites amurallados de tierras ocupadas.

El Santuario de Ise, con cerca de 1300 años de antigüedad, cada año congrega a millones de japoneses al ser el lugar sagrado más importante del Japón sintoísta. Pero ese complejo maravilloso de templos se reconstruye completamente cada 20 años; todas sus partes e incluso los objetos en ellos contenidos son rehechos, lo que llevó a que los técnicos de la UNESCO resolvieran eliminar el templo de Shinto de la lista del patrimonio cultural de la humanidad, considerando que este no tenía más de veinte años de existencia. Y es que para la cultura occidental el énfasis está en lo original, en lo irrepetible, intocable y excepcional, en el ser y la esencia. La materialidad de las obras para la cultura oriental se da en la imbricación de continuidad y cambio, en el devenir de transformaciones silenciosas. Byung-Chul-Han, en su libro Shanzhai, dirá al respecto que “La verdad es una técnica cultural, que atenta contra el cambio por medio de la exclusión y la trascendencia. Los chinos aplican otra técnica cultural, que opera con la inclusión y la inmanencia.” Para una cultura que se construye de verdades puede resultar extremo que la materialidad de las construcciones, al igual que en la naturaleza, se renueve constantemente, eliminando su singularidad originaria o definitiva.

Pero hay algo más en los recintos orientales, y es el modo en que se limitan sus espacios. El mismo Byung-Chul-Han, en Ausencia, afirma que “El templo budista no está ni totalmente cerrado ni totalmente abierto. Ni la interioridad ni la exposición caracterizan el efecto que el espacio tiene en él. Sus espacios, antes bien, están vacíos. El espacio del vacío conserva la in-diferenciación de lo abierto y lo cerrado, de interior y exterior. La nave del templo budista apenas tiene paredes. Por los costados la rodean muchas puertas de papel de arroz.” La luz llega difuminada, en su interior los espacios se conforman con un delicado juego de sombras en ambientes calmos para la introspección.

La desmaterialización de muros en filigranas de piedra o vitrales de colores característicos de la arquitectura gótica, en cambio, elevan el espíritu hacia la trascendencia y no solo manifiestan la exquisitez estructural y constructiva de los artesanos medievales, en el espacio que se eleva y difumina está paradigmáticamente expresada la llegada del pensamiento racional, es la metáfora de la lenta ruptura con los muros oscurantistas del dogma religioso.

Cuando León Battista Alberti decidió en el siglo XV dar un nuevo envolvente a la iglesia de San Francisco en Rimini Italia, vieja estructura lombarda de nave única con absidiolos centrales, lo hizo con la intención de incorporarla al naciente lenguaje renacentista que estructura la ciudad medieval con una clara conciencia de su rol histórico renovador. El muro-piel que cubre la antigua edificación expresa en esta singular intervención los nuevos códigos y significantes de la cultura que surge. El “nuevo” templo Malatestiano es casi una declaración de principios de ese proyecto que propone una lectura crítica de lo existente, un replanteamiento de valores para el mundo que se avecina.

Adolf Loos, arquitecto modernista, escribió en Ornamento y delito: “Como el ornamento ya no está unido orgánicamente a nuestra cultura, ya no es tampoco la expresión de nuestra cultura. El ornamento que se crea hoy no tiene ninguna conexión con nosotros, no tiene en absoluto conexiones humanas, ninguna conexión con el orden del mundo.” La función se erige en la purificadora de la forma, su esencia está en el uso, por tanto es el generador de la nueva estética moderna y su referente de belleza. Los códigos del diseño y la arquitectura historicista son repudiados, tanto que Loos vincula los instintos primarios al ornamento y su ausencia a la evolución. Los órdenes clásicos y neoclásicos, los tratados compositivos de muros y ornamento deben ser suprimidos. Se prefigura con él la caja funcional, conformada por planos simples como el ideal racionalista del hábitat moderno.

Para Shreve, socio de la empresa de arquitectura que diseñó el Empire State Building, la piel es todo o casi todo. Los nuevos códigos formales de ruptura del art nouveau europeo buscan carta de naturalización americana en programas arquitectónicos inéditos como son las edificaciones en altura, cuyo ejemplo es el Empire State resplandeciente, con revestimientos de cromo-níquel y unas ventanas enrasadas con el muro exterior para que las sombras no estropeen la línea ascendente de sencilla belleza. Los muros, como límites de territorios o ciudades, desde entonces emprenden su búsqueda de nuevas delimitaciones etéreas en las alturas del cielo de la gran metrópoli, “esa determinación de Manhattan de llevar su territorio tan lejos de lo natural como fuese humanamente posible”, según asevera R. Koolhas en Delirio de Nueva York.

Para Mies Van der Rohe los muros no son esa materialidad envolvente que separa el adentro del afuera, en el fluir de los espacios acristalados de sus casas-patio, las divisiones internas levitan, articulando el recorrido de seres mundanos y cosmopolitas que aman su privacidad e intimidad; pero hay un segundo cerco que delimita las parcelas con muros que se cierran al exterior, a las miradas inoportunas, que dejan entre ellos construcciones artificiales de una naturaleza contenida en patios tratados como sitios de contemplación. Iñaki Ávalos en La buena vida, dirá al respecto: “Los muros están ahí para otorgar privacidad, para ocultar a quien habita, para permitir desarrollar dentro de la casa una vida profundamente libre, al margen de toda moral o tradición, al margen de toda vigilancia social o policial ―al margen, en definitiva, de esa insoportable visibilidad que la moral calvinista imponía a sus compañeros modernos y su arquitectura positivista.” Es evidente que su pensamiento y realizaciones no encajan con el ideal moderno de un hábitat igualitario y normalizado y lo acercan más al ideal del hombre autosuficiente y sin ataduras, más próximo del superhombre nietzschiano.

La mundialización arrasó con la utopías de un hábitat ideal, profundizó las diferencias de sociedades y pueblos marcando inequidades, y en todas o casi todas las ciudades del planeta se dibuja la pobreza de grandes sectores de la población en mosaicos de latas, medios muros y colores.

Los muros han adquirido infinitas formas a través del tiempo: masas de tierra, de piedra, o simples entramados y telas en sus orígenes, o placas de hormigón y acero en la modernidad, dibujan límites de territorios-ciudades y habitáculos. En unos casos propician introspección, protección, amparo, aislamiento; en otros, demarcan las relaciones entre seres humanos: tú–yo–nosotros–ellos. Ya sea que permitan el paso de la luz, o provoquen la penumbra o la obscuridad, que busquen la inmanencia o la trascendencia en el habitáculo, el templo o el palacio, que alberguen el poder o la fragilidad, la protección o el desamparo.

 

Imágenes: naturalogy; 139904; Caleb Oquendo;  Eva Grey.

Espacio público

Luis López López

 

El espacio público es la ciudad y la ciudad es sus habitantes. “Atenas no era la polis, sino los atenienses”, decía Aristóteles.

A partir de esta afirmación surgen varias interrogantes: “¿Qué hace posible que personas que no se conocen, que no tienen intereses comunes inmediatos, pese a ello se toleren unas a otras y vivan juntas?”, se pregunta Jean-Luc Nancy. Y más aún: ¿Qué pasa con el ser juntos? Estas preguntas de origen, que nos interrogan desde la antigüedad hasta el presente, vienen acompañadas de otra: ¿Qué sucede con la dimensión espacial del compartir? la cual, aun siendo sustancial, no implica necesariamente la existencia de una comunidad. ¿Qué es la “Gran Ciudad como recinto exclusivo de lo humano”, como la definía B. Echeverría en su mirada a la ciudad contemporánea? Entramos en el campo de ese gran espacio que no es un vacío ni un conjunto jerárquicamente organizado como lo fue el territorio medieval, sino un contenedor de lugares y relaciones irreductibles e imposibles de superponer, y que forma parte de la red global que caracteriza el territorio tardocapitalista. Foucault fue uno de los primeros en evidenciar la obsesión que el siglo XIX y gran parte del XX demostró por la historia y por el tiempo, reivindicando para fines del XX e inicios del presente siglo la presencia significativa del espacio, “la época del cerca y el lejos, del lado a lado, de lo disperso”.

En los distintos niveles de la condición humana: la labor, el trabajo y la acción, Hannah Arendt analiza cómo los hombres y mujeres se relacionan entre sí y con la naturaleza en su devenir vital, y podría arriesgarse la afirmación de que la dimensión espacial de la condición humana actual es fundamentalmente la gran ciudad.

La labor, es el ámbito de la subsistencia y reproducción de los seres humanos, los complementa contradictoriamente o no con el mundo natural, más aún cuando éste se ve amenazado hoy en tanto entorno de la especie humana, constituyéndose en una importantísima esfera de relacionamiento entre lo que podríamos decir son los paisajes natural y humano del mundo global. El trabajo, que transforma el mundo objetual, producto de la creación humana y que se pretende dominante sobre la naturaleza, trasciende los ciclos de la sociedad en capas culturales que se superponen, se afirman, se niegan y hacen historia. Se constituye así un mundo multiescalar, que tanto se ubica en la extensión de las actividades y funciones del cuerpo con infinidad de objetos, que van desde la piedra afilada con que se despedazaba la presa primitivamente hasta los alcances de la nanotecnología o la indagación espacial contemporáneos, “un mundo obsesionado por los beneficios y el consumismo, que empaqueta las experiencias para venderlas en lugar de insistir en la responsabilidad individual y colectiva en favor de la sensación y del espacio compartido”, dirá Olafur Eliasson. Pero es en la acción, campo de la política, donde se expresa fundamentalmente la complejidad de de la existencia compartida, aunque sin ser ella misma la cosa común en general (que ubicaría a la política como fin último). Sin embargo, su dimensión espacial ha sido apenas explorada y poco interrogada, salvo en el leguaje de las infraestructuras con que los políticos “dialogan” con sus electores. En las ciudades se requiere pasar del lenguaje de las infraestructuras al de las significaciones en el relacionamiento político de sus habitantes.

Hay una reducción cuando se ubica al ser como condición de su libertad, desconociendo la conflictividad propia de la relación con el otro y reconociendo solo el modelo del individualismo, la desagregación, el número. El primer modelo de ser-juntos, dirá Nancy, es más el lado a lado (el tocar-se) ―nuevamente el ser humano en su espacialidad― que el cara a cara (la mirada), aun cuando se pueda reprochar que esto no sea suficientemente ético, que no haya responsabilidad en el solo hecho de estar; pero es allí donde está ante todo el sentido, en tanto sentir. Uno es con el otro, más aún, si consideramos ser también con los animales, con las plantas, con los objetos. El ser juntos ubica al ser político en su acción, en su complejidad, en la confrontación que lo hace deliberante, móvil, actuante, en la disposición de producir nuevas redes de solidaridades, sin que se diluya en los posicionamientos de clase, tradición, sexualidad o etnia. Es en esa condición que se requiere de la ciudad (parte del complejo sistema territorial del espacio contemporáneo) como espacio que propicie la libertad, aquella que no anticipa ni prevé, que permite la irrupción de nuevas formas de apertura, que demanda una ética de la conviavilidad, del encuentro (aun cuando este sea perecedero), del ser capaz de abandonarse al otro, de que cualquier recién llegado pueda ser bienvenido, en fin: la ciudad como espacio público.

Esto nos lleva a pensar en ciudades en que no haya una sola identidad, ni siquiera identidades dominantes, en que existan flujos de corporeidades, diversidad de encuentros y mestizajes. La ciudad producto del trabajo puede conseguir en su trashumancia muchas identidades, la ciudad-espacio de encuentro es tensión de equilibrios débiles, que en su realización desaparecen liberándolos. La ciudadanía dejaría de ser una condición, un resultado, un decreto, es una miríada de representaciones y voluntades que expresan los intereses individuales y los intereses compartidos, es una conflictividad que se entreteje de modo inédito en las prácticas diarias, “la vida de la ciudad depende de la dispar interacción entre desconocidos, que produce un cambio en la conducta individual” afirma Steven Johnson.

De allí que quizás deban reorientarse la reflexión y la práctica en la construcción de las ciudades, y debería hacérselo tanto en el campo de las representaciones como de las mediaciones; de representaciones que tengan presente la noción de lo efímero, de la negociación y del cambio, que mantengan abierto y flexible su sistema semántico; de mediaciones del hombre con el hombre en su múltiple diversidad, del hombre con la naturaleza sin dominios que impliquen destrucción, que propicien la vida y sean objeto de una evaluación y crítica permanentes. Mantener la idea de la multiplicidad espacial y la coproducción de la misma, unir desafíos estéticos con cuestiones éticas, consideraciones de tipo político, científico y tecnológico; motivarse en el deseo de estar activos, innovadores, creativos y responsables.

La ciudad como espacio público implica “negociación, fricción, temporalidad y compromiso”, dirá Eliasson.

 

 

Imágenes: Josiah Lewis (Pexels); jimmy teoh (Pexels); Fancycrave.com (Pexels)

Actos de fe

Emilio López y Aquiles Jarrín

 

La fe, en su definición más básica, se reduce a un conjunto de creencias, a la confianza y a la seguridad en algo. Sin embargo, cuando mencionamos o escuchamos la palabra fe, surge una fuerte vibración que nos lleva a sospechar que este elemento tan propio de lo humano no se reduce a tan simples definiciones.

La fe mueve montañas, es una metáfora muy valiosa para abordar un elemento que resulta imprescindible en toda situación en la que esta parece operar: el movimiento. Vincular la fe al movimiento nos posibilita despegarla de su relación a lo racional o religioso, para hacerle un lugar en el mismo cuerpo (máquina de movimiento).

La fe rescatada del territorio de las creencias, hace carne en la acción, en la potencia que tienen las ideas cuando hacen cuerpo; ya decía Spinoza, uno no sabe de lo que el cuerpo es capaz. Así la fe está bastante más alejada de grandes ideales y parece operar en una cotidianidad tan frecuente como dormir para querer despertar. La fe lejana a cualquier institución es potencia vital que se conforma por un conjunto ilimitado de actos de donde se destila lo humano. Impulso vital bergsoniano, donde el movimiento define nuestros devenires. Desde la infancia aprendemos a confiar en una serie de constructos que definen nuestra relación con el espacio, con el otro. Confianza que nace de la experiencia. Fronteras, límites, topografías que se van definiendo y redefiniendo en nuestro andar y desandar diario. En la experiencia del día a día creemos/creamos, nos movemos desde la intuición: “la intuición, adherida a una duración, que es desarrollo progresivo (crecimiento), percibe una continuidad ininterrumpida de imprevisible novedad; ella ve, sabe que el espíritu saca de sí mismo más de lo que tiene, que la espiritualidad consiste en esto mismo, y que la realidad, impregnada de espíritu, es creación” (Bergson).

 

Acto 1°

Lunes: El sol avanza lentamente por la alfombra en su cotidiano y repetido intento de tomarse cada mañana la habitación. Antes de que se bañen de ocre las pantuflas, siento una mano tibia en la espalda y esa voz todavía en proceso de recomposición que dice te amo. Respondo “Yo a ti”.

La declaración de un sentimiento profundo y su respuesta afirmativa produce varias operaciones. Por un lado, se manifiesta una convención social donde las palabras son portadoras de sentidos absolutos. Una arbitrariedad que parece haber posicionado el lenguaje desde el sentido común. Las palabras están tan valoradas en nuestro sistema de comunicación que nos permiten hacer articulaciones lingüísticas expresando la complejidad de nuestros sentimientos. En el te amo, se reduce a dos palabras un conjunto muy amplio de acontecimientos. Significantes que implican la existencia de un compromiso emocional altísimo, es el sonido que define que ese otro está en una alta disposición de nuestro deseo. Los actos y vivencias compartidas para la construcción de esa expresión amorosa ya no existen en el momento en que las palabras parecen ser garantía de que todo está presente.

Martes: El sol avanza lentamente por la alfombra en su cotidiano y repetido intento de tomarse cada mañana la habitación. Antes de que se bañen de ocre las pantuflas, siento una mano fría en la espalda y esa voz todavía en proceso de recomposición que grita te odio. No respondo nada.

 

Acto 2°

Jueves 7 PM. Me llama un amigo y surge un plan, que no había programado. Vamos a un concierto. No identifico el lugar. Se fija el encuentro en el restaurante X. Busco en mi celular qué sitio es. ¿Hay algún evento? ¿Voy en auto, Cabify? ¿Cuál es la ruta más eficiente? Obtengo respuestas: 15 minutos de llegada, 2 minutos menos de tráfico por la ruta B, $2,50 la carrera. Calculo mi hora de llegada. Vuelvo a chequear mi teléfono y la cita es las 9:30. Veo rápidamente la lista de invitados, casi no conozco a nadie. No quiero llegar y estar solo. Calculo llegar 9:45 para evitar la soledad antes de que llegue mi cita a las 10. Vuelvo a revisar la ruta de tráfico: 9:38. 10 minutos más de lo acordado. Respiro aliviado.

El universo de información en el ciberespacio es infinito; sin embargo, la tecnología asigna las posibilidades de una noche a algo reducido. Predicciones desde el celular a partir de información que no se puede entender y que está almacenada en alguna parte. Bits infinitos circulando a la velocidad de la luz por el aire, ondas imperceptibles captadas por dispositivos receptores que nos dirigen. Nos encontramos frente a un nuevo sistema de creencias que se articula desde la tecnología.

La tecnología como una nueva semántica del deseo, administra y codifica los flujos, reordenando cuerpos y sentidos. La tecnología –en su intento de territorializar– ofrece cierta esperanza y alivia la ansiedad de creer en lo inmediato, pero al mismo tiempo ofrece agujeros para otras vivencias posibles, se abren líneas de fuga para lo inédito, lo singular, lo propio y lo desconocido. Aparecen las fallas, las fracturas y los hackers, que nos recuerdan que en los accidentes se producen las ganas para accionar, creer y crear.

 

Acto 3°

Domingo 10:00 AM, 18 grados, parcialmente nublado. Un saco liviano, zapatos deportivos y el jean del día anterior.

Hace algún tiempo que la manera de estar en el mundo está anclada a un conjunto de dispositivos de los cuales dependen casi la totalidad de áreas de nuestra existencia, pitonisas que se esconden tras pantallas y sonidos. Incuestionables, hacen que el aspecto más duro de la ciencia, ese santo positivismo, regule las más nimias decisiones. Pronósticos del clima, latidos del corazón, temperatura corporal, likes y eventos programados, ordenan los sentidos y los deseos a partir de un sinnúmero de aplicaciones descargables y en constante desactualización y actualización.

En menos de un km de recorrido por el parque, he sido informado del estado amoroso de diez personas, de sus últimas cinco adquisiciones, los lugares que visitaron, el nuevo video de mi artista favorito, el restaurante que debería ir a probar, los anteojos de moda y la poca acogida que tuvo la foto que posteé.

Lo más complejo en estos escenarios no es el heterogéneo bombardeo de micro alienaciones por los que la subjetividad es atravesada y producida, sino, aquella hipnótica articulación de elementos que comprimen todo a una superficie por la que se deslizan los sentidos. Se produce una especie de aplastamiento de la realidad, donde todo acontecimiento que está fuera de ese algoritmo endogámico por el que circula la vida, parece no existir.

Domingo 3:00 pm, 13 grados, lluvioso. Saco liviano sobre la cabeza, zapatos empapados, piernas tiritando.

Identificamos dos tipos de flujos articulados a la fe: las acciones en la cotidianidad remitidas al cuerpo, y nuestra relación a la tecnología como la principal organizadora de sentidos en la actualidad. Esta última formando parte de un sistema de creencias con desplazamientos históricos. Cuerpo y coordenadas hacen nodo en el eje principal de este texto, el movimiento, que en términos deleuzianos podríamos también llamar devenir. Un conjunto de intensidades que ocupan el cuerpo y que se expresan en una pragmática.

La fe como devenir se aleja de una idea de un futuro y una recompensa, para reconectar con procesos de accionar en el presente. Si hay algo divino en la fe es su maquinaria de acción, ‘una metafísica de la vida, una filosofía más intuitiva nos demanda una participación en espíritu al acto que la hace, ahí va en dirección de lo divino’(Bergson).

 

Imágenes: Andrew Leu (Unsplash); Adrianna Calvo (Pexels); Donald Tong (Pexels)

Contemplación de fragmentos (2ª parte)

III

Percibimos el espacio como si fuese tiempo detenido, como si el tiempo hubiese «cristalizado» o «coagulado» en ciertas configuraciones que están ante nosotros. Y percibimos el tiempo, el devenir, como si se expandiese en volúmenes, como sucesión de cuerpos o volúmenes que se superponen o se despliegan. En la contemplación de un «lugar» podemos rastrear, más allá de las imágenes, la sucesión del tiempo, los diferentes ritmos y modificaciones que provienen de los cambios en las formas de la vida humana: largos períodos de cierta continuidad y crecimiento, repentinas crisis, catástrofes geológicas o sociales.

Ciudades, aldeas, caminos o campos son configuraciones espaciales donde se juntan los restos de la vida humana del pasado con las formas del presente. En cada «lugar» se superponen signos y símbolos de poderío o de miseria, de grandeza o desesperación; se juntan innumerables fragmentos que quedan de esfuerzos, alientos o renunciamientos; de saberes, conocimientos, creencias y equívocos; de ritos, esperanzas o catástrofes. En español, para el panorama «natural» que se contempla desde una determinada posición del observador tenemos la palabra «paisaje»; sin embargo, no existe una palabra que denote el espacio de la ciudad que contemplamos desde un determinado punto de vista, por ello haré aquí uso del término «paisaje» en un sentido amplio, no restringido a lo que se supone —a mi juicio, erróneamente— que es «naturaleza» exterior a la realidad artificial creada por el trabajo, la técnica y el lenguaje. El «paisaje», en este sentido amplio —un paisaje de la ciudad, del campo, o del bosque o incluso de la selva o del desierto que están más allá de la relación ciudad/campo— es historia, es transformación constante. Caminamos por una ciudad, o más precisamente por alguna parte de una ciudad, nos detenemos en algún punto, y bajo nuestros pies y arriba de nuestras cabezas, frente a nosotros, ante nuestras miradas, a nuestras espaldas, brotan incesantemente los signos de su(s) historia(s).

Cualquier construcción, no solamente aquellas que son consideradas «monumentos», posee esa densidad que invita al arqueólogo, al antropólogo o al historiador a examinar, discriminar y ordenar restos, a reconstituir imaginativamente las edificaciones a partir de sus ruinas, a establecer las modalidades de reutilización de fragmentos de lo antiguo que se insertaron en las nuevas construcciones, las cuales a su turno tal vez hayan sido arruinadas posteriormente. Densidad semejante tiene el habitante o el visitante cuyas memorias sedimentan la experiencia vivida en casas, patios, escaleras, calles, plazas, mercados, parques o estadios, estaciones de trenes o aeropuertos, iglesias o cementerios… De tal densidad que se brinda a la contemplación provienen las preguntas sobre las formas de vida cotidiana, los sistemas de creencias, de relaciones familiares, de prácticas sexuales, laborales, mercantiles o funerarias, sobre alimentos, hambrunas, enfermedades, fármacos y prácticas curativas, sobre instituciones y relaciones de poder que utilizaban los seres humanos que vivieron en esos parajes, lo que deriva en una necesaria, aunque no siempre obvia, comparación con las formas actuales de vida humana. El pasado se presenta como una sucesión de construcciones, destrucciones o reconstrucciones cuyos restos están ante nosotros, es decir, que son parte del presente. De esa combinación-contrastación entre pasado y presente, y como una proyección de las posibilidades recreativas de la vida humana que se abren a partir de ellas, surgirán las expectativas de lo que puede venir, de futuro. El espacio se revela entonces como una singular cristalización del tiempo, que recoge en el presente las huellas del pasado y las proyecta hacia adelante, hacia el porvenir. Pero tal vez esta sea solo una manera moderna de percibir esa cristalización del tiempo en el espacio que se recorre durante la contemplación de un «paisaje»…

Si consideramos con detenimiento las distintas «capas» que coexisten y se superponen en un determinado «paisaje» citadino, una basílica como la de San Clemente de Letrán o el Zócalo de la ciudad de México, podemos contrastar la articulación entre pasado, presente y futuro que se configura en el mundo moderno con las formas culturales del pasado. En efecto, los sacrificios en el Templo Mayor tienen que ver con una concepción cíclica del tiempo, aniquilada de hecho por la técnica moderna, industrial. ¿Qué «futuro» constituía el horizonte de expectativas de los artistas-artesanos del mural del ábside de San Clemente? No, por cierto, el horizonte del «progreso» sino la «eternidad», el cumplimiento de la promesa escatológica, la salvación. ¿Qué esperaba del futuro Diego Rivera? Seguramente algo había en él de las utopías revolucionarias del siglo XX, y tal vez de una esperanza de fama póstuma unida para siempre a la historia nacional mexicana. Mas, a pesar de la teleología implícita en la utopía política, esta es sustancialmente diferente de la escatología cristiana; aquella apuesta al futuro, esta, a la eternidad. ¿Qué esperan del futuro los turistas de nuestros días, a los que les llegan los restos del pasado más bien desde las pantallas de sus portátiles que de la conmoción que pueden provocar las piedras, las columnas o las pinturas murales? ¿Cómo perciben la articulación de pasado, presente y futuro los millennials, y en general, cómo percibimos esa articulación dentro de la aceleración que caracteriza a nuestra época?

IV

Quien contempla un paisaje, en el sentido que aquí he dado a esta palabra, lo hace desde un singular punto de vista que inserta el presente en la historia. También el mundo del observador devendrá con el tiempo espacio congelado, ruina, fragmentos dispersos. Quizás llegue a constituirse en una sucesión de legados trasmitidos como fragmentos que servirán para reconstrucciones, reutilizaciones, o que simplemente serán olvidados, esto es, que serán —literalmente— enterrados. La ciudad que habito o que visito, las formas de la vida humana en que existo, polvo serán, y no necesariamente «polvo enamorado». Quizás algún día otro visitante, otro viajero, tal vez arqueólogo, historiador o antropólogo, se volverá hacia lo que serán los restos, siempre fragmentarios, de nuestra peculiar historia. Hacia las huellas que dejamos: las ciudades o las partes de las ciudades en las que existimos.

De alguna manera, las ciudades, pero también las aldeas, los campos, es decir, cualquier paisaje, es museo, es monumento. Por ahí se encuentran callejuelas exuberantes en la exhibición de fachadas, balcones, puertas, rincones, acueductos, cloacas, plantas industriales, jardines; algún instrumento de labranza, un yunque, un martillo, un molino, o una cazuela, una cuchara, un cuchillo, una vasija, una máquina de coser, una rueda de carreta o un neumático, los restos de un puente de piedra o de una vía férrea abandonada, más allá unas tumbas o un campo que evidencia la conquista humana sobre la roca, sobre la pendiente de la montaña, las landas, la selva, el mar o la cuenca de un río. Conquista humana que es «civilización», construcción de mundos, sabiduría, y a la vez, «barbarie», destrucción, estulticia.

La ciudad no tiene fijeza, está en constante mutación, es infinita, no puede concluir. En sus inicios o en algunos momentos de su desarrollo podrá planificarse su disposición espacial, podrán establecerse determinados criterios para su evolución. Pero no hay posibilidad alguna de que el cálculo ordene la historia. La suposición de que es posible calcular las determinaciones del desarrollo social, y por tanto de que es posible la planificación hacia objetivos claramente delimitados, con exigencias de eficiencia, eficacia y con el ejercicio de controles del poder, deriva en la violencia autoritaria. La suposición contraria, de que no hacen falta regulaciones, deriva en anárquico desquiciamiento del espacio común de convivencia. Entre esos dos polos intentan moverse las sociedades contemporáneas. El devenir, sin embargo, es indeterminable. Podemos comprender ciertas tendencias, intuir posibilidades afirmativas de cierto desarrollo de las condiciones civilizatorias y a la vez de determinados riesgos de catástrofe, pero nos es imposible planificar y encuadrar el futuro de cualquier ciudad. Esto, no obstante, no implica que en cada momento, en cada ciudad y en sus distintos fragmentos, no se despliegue una incesante recreación, que puede implicar tanto la destrucción de su tejido social e histórico como su transformación afirmativa.

Múltiples factores que provienen del interior o del exterior de la ciudad, la irán transformando, a veces imperceptiblemente, a veces de modo violento. Hay ciudades hoy invisibles, que han sido borradas de la faz de la tierra, que yacen enterradas por las arenas del desierto, bajo la selva o la lava, en el fondo del mar. Hay ciudades que fueron amuralladas para salvarlas de la destrucción; hoy las murallas son restos arqueológicos. La historia reciente de Detroit es en este sentido ejemplar. La que un día fue capital de la industria automovilística y a la vez del jazz, llegó a ser declarada «en quiebra» en 2013. Que una ciudad sea declarada «en quiebra» solo podía acontecer en la época del dominio mundial del capitalismo financiero. En 2013, en su filme de vampiros Only Lovers Left Alive, Jim Jarmusch ubicó a Adam (Tom Hiddleston) en la ruinosa Detroit y a Eva (Tilda Swinton) en Tánger. Se pueden encontrar en internet algunos documentales sobre esta ciudad aniquilada. Pero asimismo podemos ver los crecimientos de las favelas, los hacinamientos en las megalópolis, el caos que crece en medio de la acumulación de basura, o los edificios tomados por los okupas, en pleno «centro histórico» de grandes ciudades.

Si la ciudad es configuración espacio-temporal y obra humana, en ella se entrecruzan diversas posibilidades de construcción (y destrucción) o de modificación del espacio, contenidas en los sistemas técnicos que disponen las sociedades concretas. En la ciudad se combinan entramados semióticos y, siendo historia, ritmos temporales diferentes. Hoy día los cambios de las ciudades son vertiginosos, con una aceleración que crece constantemente. En gran parte del planeta esa aceleración está ligada a los movimientos migratorios, a los movimientos de mercancías, entre ellos, de la masa de informaciones, movimientos relacionados con un consumismo obsesivo que aniquila las cosas en un breve tiempo. Sobre las ruinas de los templos de los dioses monoteístas del pasado se construyen los nuevos templos del consumo, que se desplazan desde los centros comerciales, semejantes todos a pesar de su ubicación en cualquier lugar del planeta, hasta las pantallas del teléfono o del ordenador portátiles, estos templos minimalistas a los que permanecemos atados buena parte de nuestro tiempo, en un ritual de obsesiva contemplación de imágenes, ya sea que vivamos en un chalet de una urbanización amurallada o en una casucha de favela. Al mismo tiempo, la automatización va ganando espacios en la vida cotidiana; en pocos años más no habrá ni chofer de taxi que nos cuente los chismes políticos ni cajero de supermercado que nos haga la cuenta.

Si una ciudad, cualquier ciudad, está en continua transformación, si en cada lugar el tiempo deja huellas del paso sucesivo de las generaciones en conglomerados de ruinas, de restos que se juntan en el espacio, que a veces se incorporan en nuevas construcciones o que quedan sumergidos en ellas, entonces la construcción-destrucción-transformación es obra de todos quienes las han habitado, incluso de aquellos que han estado solo de paso por ellas. Hay un poema de Brecht que reivindica esta creación multitudinaria y anónima. El poema inicia con una pregunta acerca de los constructores de las ciudades: «¿Quién construyó Tebas, la de las Siete Puertas? / En los libros aparecen los nombres de los reyes. / ¿Arrastraron los reyes los bloques de piedra?» ¿Dónde quedaron los anónimos albañiles, con qué se alimentaban?

«Tantas historias, / tantas preguntas», con estos dos versos termina el poema.

 

Para Eduardo Kingman Garcés,
poeta, pintor e historiador de Quito