El inevitable retorno del problema teológico-político

Juan Manuel Ledesma

“El gran secreto del régimen monárquico y su máximo interés consisten en mantener engañados a los hombres y en disfrazar, bajo el especioso nombre de religión, el miedo con el que se los quiere controlar, afin de que luchen por su esclavitud, como si se tratara de su salvación, y no consideren una ignominia, sino el máximo honor, dar su sangre y su alma para orgullo de un solo hombre. Por el contrario, en un Estado libre no cabríaimaginar ni emprender nada más desdichado, ya que es totalmente contrario a lalibertad de todos adueñarse del libre juicio de cada cual mediante prejuicios ocoaccionarlo de cualquier forma.”

Spinoza, Tratado Teológico-Político

Pocos libros en la historia intelectual y política de Europa han suscitado tanta polémica, odio y censura como el “infame” Tratado Teológico-Político (TTP) de Spinoza. Su publicación anónima, en el año 1670, no ayudó en nada a su autor ni al propósito doble del tratado: Spinoza intentó defender la idea simple, pero llena de explosivos, que la libertad de filosofar –y por ende la libertad de conciencia– no es en ningún modo un freno o un obstáculo a la paz y seguridad de la República. Por el contrario, sostiene Spinoza, toda supresión o restricción, toda censura del pensamiento conduce necesariamente a la perturbación de la paz y seguridad de la República, y por lo tanto inevitablemente a su ruina. ¿Quién tenía en mente Spinoza al postular su tesis? ¿A quién iba dirigida su crítica? A ninguna persona en particular, a ningún individuo como tal. A toda República ciertamente, a sus gobernantes – como medida de prevención, o incluso como advertencia. Pero su Tratado, en realidad, su crítica, estaban dirigidas hacia un grupo, un conjunto o una casta de individuos cuya acción a través de los siglos se volvió más y más presente, más y más decisiva –más y más catastrófica para Spinoza– no solo en Europa, sino en todo el mundo: el clero. El ascenso del clero al poder político (encarnado por el Vaticano), al mismo tiempo que la divinización o mistificación del poder siglo XVII (El Sacro Imperio Romano Germánico, o Luis XIV, el “Rey-Sol”), marcan el apogeo de un matrimonio singular que Spinoza, el primero, bautiza como “teológico-político”. No hay objeto dentro de la realidad humana que tenga tanto poder como la religión, como el culto organizado. Spinoza lo sabía como solo pocos lo saben, como solo lo saben aquellos que experimentan en carne y hueso la furia y el poder de la creencia, del dogmatismo, y por supuesto, del fanatismo: Giordano Bruno murió quemado por tan solo haber afirmado que el universo es infinito, sin centro ni circunferencia. Galileo fue censurado y reducido al silencio. Descartes escondió su tratado sobre El Mundo, por los principios galileanos que defendía.  
Spinoza, por su lado, fue violentamente excomunicado y expulsado de por vida de la comunidad judía de Ámsterdam cuando tenía apenas 23 años. Éstas fueron algunas de las palabras que el rabino pronunció en la sinagoga durante la ceremonia del cherem: “Maldito sea de día, maldito sea de noche; maldito sea durante el sueño y durante la vigilia. Maldito sea al entrar y al salir. Quiera el Eterno jamás perdonarle”. Tanto odio e ira, tanta intolerancia contra un solo hombre cuyo único “crimen” era haber osado pensar, y por lo tanto cuestionar los dogmas fundadores de la religión judía – y por ende de todo monoteísmo. La tesis de Spinoza es la siguiente: el poder del clero –de todo tipo de funcionario religioso, ya sea un rabino, un imam, un sacerdote o un pastor– constituye siempre una amenaza a la libertad de pensar y creer, y por lo tanto una amenaza a la estabilidad misma del Estado. El siglo XVII es el teatro sangriento de este constato. Desde la expulsión de los judíos en 1492 por los reyes católicos y el establecimiento de la Inquisición, Europa se encuentra hundida en una serie de conflictos y guerras religiosas: calvinistas, luteranos, católicos y anglicanos se masacran mutuamente, aunque crean en el mismo Dios. Cuando el poder político se disfraza de religión es tan peligroso, quizá aún más, que el poder que el clero pueda ejercer sobre los hombres. Ese es el doble misterio que Spinoza intenta disipar en su Tratado, el poder de la religión y la religión del poder. En otras palabras el misterio que determina primero a los hombres a odiarse, excluirse y matarse entre sí por una diferencia de opinión, de idea, de creencia: el misterio de la intolerancia; pero al mismo tiempo el misterio que los impulsa a morir por su esclavitud como si se tratase de su salvación: el misterio del fanatismo. Dos caras de una misma moneda, de un mismo problema: el dilema “teológico-político” de la existencia humana. Para entenderlo, es necesario comenzar por la existencia humana, por su vida. Vivir o existir, sostiene Spinoza, es fundamentalmente desear: “El deseo es la esencia misma del hombre”, escribe en la Ética. No se trata de desear esto o aquello, A, B, o C. Mas desear, ante todo, perseverar en el ser, continuar existiendo, perdurando, esfuerzo que Spinoza llama conatus. Ese deseo no es una voluntad, ni el fruto de una decisión racional, aún menos la atracción por un objeto: es un deseo mucho más profundo e impersonal, subyacente a todo deseo particular de un ser viviente. Hay que ir entonces más allá de la vida, o más bien digamos: hay que adentrar la vida misma, profundizarla para captarla en su pulsación primordial. Todo lo que es, sostiene Spinoza, se esfuerza de una cierta manera por perseverar en su ser: tanto la materia inerte (conservación de la energía o inercia del movimiento/reposo), como el mundo de lo orgánico (metabolismo) perseveran en su ser; el uno ciertamente gracias al otro, en conjunto. La perseverancia es propia a todo lo que es –no solo de lo que está vivo– y en un cierto sentido podríamos decir que “ser” quiere decir perseverar: ley absoluta del spinozismo, a tal punto que el universo mismo no es más que un conatus infinito que no cesa de afirmarse en su ser. El ser humano, dentro de ese universo, persevera deseando lo que para él es útil, aquello que es un bien, aquello que lo mantiene con vida, que lo conserva. Su vida, por lo tanto, no es más que la búsqueda de ese útil, de esa felicidad, en definitiva, de su conservación. Profundamente determinado por ese deseo de perseverar –y en ningún sentido libre de escogerlo–, el ser humano se confronta en su búsqueda de lo útil –de su bien– a un mundo, a una naturaleza que lo superan, que no entiende y que a pesar de todo intenta descifrar: tormentas, terremotos y sequías le aterran, fenómenos celestes y terrestres lo asombran. Algo tienen que significar, se dice a sí mismo el hombre. Algún mensaje tienen que transmitir, algún sentido tienen que vehicular: ¿de qué son los signos anunciadores, de un bien o de un mal futuro? Todo en ese mundo incierto y profundamente inestable se transforma así en signo, en presagio o profecía de un bien o de un mal futuro: el trueno es interpretado como el signo de un mal futuro posible, y el hombre sucumbe ante el miedo; el cometa es interpretado como el signo de un posible bien futuro, y así surge la esperanza; finalmente, el fenómeno incomprensible, el eclipse por ejemplo, se transforma en milagro por el asombro que suscita. Así aparece la superstición, natural y mecánicamente a partir de la incertidumbre inicial del deseo de perseverar. La superstición es la respuesta activa que el ser humano produce para explicar, como puede, lo que acontece a su alrededor. El deseo de perseverar es así, inevitablemente, al mismo tiempo deseo de saber, de entender la naturaleza. La superstición –que Spinoza no denigra ni desprecia– es el primer sistema inestable de interpretación de la naturaleza, inadecuado porque está fundado en los afectos de tristeza y esperanza que golpean al hombre, como el mar golpea a un navío en naufragio. Ahí, sin embargo, reside su positividad al mismo tiempo que su peligro. Con ella, en todo caso, surgen inevitable y simultáneamente ciertos individuos que llamamos “profetas”; es decir, aquellos que se destacan en la interpretación de signos y presagios, en la producción de profecías y en el anuncio de milagros. En cierto sentido, son los primeros poetas. La Biblia es un gran libro de poesía, escrito por seres humanos dotados de una fuerza imaginativa excepcional. Primera desestabilización del poder del clero: su fuente de poder, la “palabra de Dios”, es un libro puramente humano y natural.  
La superstición y la religión, sostiene Spinoza, no difieren en naturaleza sino en grado de complejidad e intensidad. La superstición es fundamentalmente inestable, fluctuante y variable. En el fondo, la superstición es simple porque es profundamente individual o subjetiva. Con ella, o en ella, la vida humana es demasiado frágil. Mientras que la superstición resulta simplemente de la colisión entre el hombre y una naturaleza que no entiende, la religión responde complejamente a la colisión, inventando un verdadero sistema de signos, símbolos e interpretaciones, cultos y ritos. Pero la religión, para Spinoza, no difiere de la superstición solo en intensidad o complejidad. Su función es distinta. Esencialmente política y social, la religión busca unificar el colectivo a través de sus afectos: los mismos mecanismos afectivos de la superstición – el miedo y la esperanza– son utilizados, en el mito y en el rito, para producir el elemento esencial a toda cohesión social, a todo grupo funcional, la obediencia a la ley y el amor del prójimo. El objetivo de la religión, por lo tanto, no consiste en expresar la verdad divina o natural, mas en producir la obediencia a la ley y el comportamiento moral. Segunda desestabilización del poder del clero: la verdad no le pertenece. Solo su eficacia permanece: la producción afectiva de la obediencia, únicamente el miedo y la esperanza que utilizan –pecado y salvación– para gobernar y moralizar nuestras vidas. Literalmente, la religio busca unir, ligar a los humanos entre ellos. He ahí la función del profeta. Moisés, para Spinoza, fue ciertamente un gran profeta, pero su grandeza y su visión son ante todo políticas: gran fundador de la república de los hebreos, Moisés es el gran diseñador de sus instituciones políticas. Si fue visionario, se debe a que logró unir a los judíos alrededor de un solo Dios y de un solo Estado; mejor, porque logró unir la providencia de Dios a la providencia de ese estado y producir así al mismo tiempo una obediencia total y radical a la ley, y un amor solidario entre todos los sujetos de ese estado. Dentro de las circunstancias en las que Moisés se encontraba –hostilidad, guerra, salida de la esclavitud–, lo mejor que pudo hacer fue encerrar a su pueblo en un Estado, protegerlo y ligar su destino a él. El estado que Moisés concibió pudo haber sido eterno, escribe Spinoza en su Tratado. No por decisión o intervención divina, sino por la fuerza y la perfección de sus instituciones, por la obediencia radical que lograron fomentar. El estado de los hebreos fue una decisión circunstancial de estrategia política, antes de ser religiosa o de providencia. No hay pueblo elegido, sostiene Spinoza, Dios no es una persona que escoge o condena a nadie, solo hay Estados a los cuales, a veces, la fortuna sonríe. Intentar imitar o repetir la teocracia mosaica, advierte Spinoza, solo puede llevar a la catástrofe y la guerra. Por esa misma razón el mensaje de Cristo, sostiene Spinoza, es más potente y sobre todo más eficaz: el amor y la obediencia a la ley tienen que ser universales, y no pueden ser solo locales o nacionales, a menos que se quiera vivir eternamente en guerra entre vecinos. El cristianismo, para Spinoza, universaliza el mensaje puramente nacional del judaísmo: el amor del prójimo deja de limitarse al vecino de la misma nación y se dirige a toda persona; y la obediencia a la ley se separa de la ley de un estado particular para ligarse a la ley “eterna” que lo gobierna todo-las leyes físicas del universo. Curioso análisis y curiosa conclusión de Spinoza: antes de luchar contra el exceso de la pareja religión-poder, y en lugar de atacarlo, es necesario comprender la causalidad que la determina, reconocer por lo tanto su necesidad, y su éxito. El primer triunfo de la política es el triunfo de la religión, no porque sea verdadera o divina sino porque es eficaz. Spinoza, en su Tratado Teológico-Político, naturaliza y desmitifica completamente la religión al desvelar sus mecanismos, para revelar que su poder no es más que el poder mismo del hombre, el poder de su deseo mistificado, y no el poder de Dios ejercido por sus ministros.  
¿Cómo salir entonces, cómo escapar al control del torbellino teológico-político, fenómeno originario de la vida humana? ¿Cómo luchar contra el poder de aquellos que se envuelven en el manto de lo sagrado? ¿Cómo impedir el retorno en vigor de la fuerza teológica-política? ¿Cómo luchar contra una realidad inevitable? Imposible erradicar totalmente la superstición. El ser humano, mientras sea humano, será siempre potencialmente supersticioso y religioso. Mientras el miedo y la esperanza nos dominen –mientras nos domine la incertidumbre–, mientras dominen nuestro deseo de vivir, seremos presas fáciles de los “profetas” y los “mesías” que intentan guiarnos hacia una cierta obediencia. Al contrario de lo que creían los ilustrados, un siglo más tarde, Spinoza sostiene que la religión no es un epifenómeno que acontece en la vida humana por accidente, susceptible de ser erradicado. La historia nos lo muestra: la historia de todos los fanatismos a los que hemos sucumbido, teológicos y políticos. Nuestro siglo, a pesar de toda la tecnología y de toda la ciencia en nuestro alrededor, no deja de sorprendernos. Por todos lados, en Europa, Medio-Oriente, África, Asia y en América, el nacionalismo teológico-político, el fanatismo religioso resurgen como efectos inevitables del miedo y de la incertidumbre en la que hemos sumergido nuestro mundo. Felizmente Spinoza no fue un fatalista. El realismo de la razón le conviene más aún. Y la razón no juzga ni calumnia, no ríe ni se burla: la razón comprende. Y Spinoza comprendió que, aunque no se pueda extirpar por la fuerza la religión de la vida del ser humano, aunque no se pueda destruir la superstición, se puede y se debe limitar la influencia de la religión en las decisiones de nuestra vida y nuestra libertad sometiéndola al Estado. No se puede forzar a una persona a dejar su religión–a pensar o creer de otra manera–de la misma manera que no se puede forzar a nadie a ser sabio; pero se puede forzar al Estado, es decir a la ley, a aceptar toda religión y toda opinión, a condición que el Estado, por su lado, fuerce a la religión y a sus practicantes a soportar la ciencia y el pensamiento libre. Si ninguna religión sube al poder, y si se aceptan todas las religiones, y todas las opiniones –incluso las que van en contra de la religión–, entonces poco a poco el Estado producirá las condiciones materiales para que las certezas de la ciencia y los conocimientos de la razón reduzcan la influencia del miedo y la esperanza en nuestras vidas. La religión continuará fomentando la obediencia y el amor del prójimo, pero el Estado y la ley la controlarán, puesto que su función polémica, la pretensión a la verdad divina, no tendrá ya ningún poder. La comprensión del destino de nuestro deseo abrirá sola la puerta de la certeza y la confianza en nuestra propia potencia.  De la misma manera que el terremoto dejó de ser el signo de la ira divina cuando se convirtió en un fenómeno natural determinado por la constitución geológica de nuestro planeta –pasaje del terror a la comprensión–, el poder de la ley podrá un día dejar de manifestarse como la herramienta de una voluntad sobrenatural para expresar al fin su única utilidad: permitirnos perseverar en la existencia al máximo de nuestra potencia.  

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Las humanidades: disciplinas de lo no disciplinable

Fernando Albán
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En el libro Cartas sobre la educación estética del hombre, escrito en el contexto de la revolución francesa, Schiller repudia que la «comunidad social» haga de la función el criterio de valoración supremo y el principio que debe regir la formación del hombre. El tipo de educación forjado sobre la base del sentido práctico de la función o sobre el principio de la profesionalización se sustenta en la adquisición de aptitudes mecánicas, negadoras de las singularidades, lo que lleva la inteligencia al oscurantismo. Esta educación, centrada en el mercado, está vinculada a la voluntad de sometimiento y sujeta a la observancia incuestionable de las leyes; así, este tipo de formación confina al hombre a subsistir inmerso en los límites de lo útil. De ahí que, el Estado, en su afán por dotarse de servidores, recurra a la formación de ciudadanos dóciles y funcionales; para ello, hará uso de la educación superior como su herramienta para conseguirlo: formará individuos capaces de ratificar el poder y el orden establecido. Bajo este Estado social de servidumbre, la «vida concreta» de los individuos queda abolida, dando paso a la producción de una «totalidad abstracta», carente de sentimientos.

Si volteamos la mirada, desde la perspectiva humanista de la educación estética, según Schiller, se afirma la necesidad de un régimen espiritual superior, que está en ruptura con el sentido práctico de la función. La educación estética, llamada a reemplazar a la revolución política, se cristaliza en el libre juego que una comunidad humana mantiene con una forma libre, es decir, con todo objeto artístico. La autonomía de la forma bella desliga al arte de toda función social. El estado estético, al ser una disposición libre de toda atadura de tipo moral o físico, es la facultad que conduce al umbral del infinito. Solo entonces la exigencia de lo superfluo encuentra un asidero propio en el sentimiento que resulta del contacto con la forma. Esta relación constante con la forma autónoma es el medio idóneo para «dar la libertad por intermedio de la libertad».

 

Erigir la educación superior desde la perspectiva de la función o la profesionalización equivale a experimentar lo real como un fardo que se lleva a cuestas. Dicho de otro modo: aceptar o asumir lo real tal como es, sin cuestionamientos, significa hacer del humano un funcionario de «l’État des choses», consagrándolo, así, a lo dado. Bajo ese estado, se configura lo que Nietzsche entiende como el sentido del rebuzno. La afirmación en el asno —el rebuzno— está marcada por la imposibilidad de decir «no» y representa la aceptación incondicional de la carga que se lleva en el lomo: el peso de lo real. El asno —el tecnócrata— sufre los dolores de la existencia como un fardo que no puede quitarse de encima; abrumado por el peso del presente no podrá cuestionarlo, pues ha tasado su valor demasiado alto.

El presente es impertinente, observa Nietzsche, pues actúa sobre la vista y la determina aun cuando esta quiere negarse a ver. El aplastamiento del presente (el día a día de los periódicos) y lo real vivido —como un fardo— se alían para configurar la escena donde el Estado se sirve de la Universidad para formar ciudadanos dóciles y útiles. El tipo de saber que se trama en este ámbito es designado por Nietzsche —en su texto: «Schopenhauer educador»— como «ciencia pura». En el mito construido sobre el anhelo universitario de esa «ciencia pura», la aceptación que nace del rebuzno se hace pasar por realidad, incluso más: como si fuese la única posibilidad de lo real. El saber, entonces, se reduce a ser, únicamente, la obligación que surge del «estado de las cosas» (l’État des choses).

Para hacer frente a l’État des choses, Nietzsche recurre al arte como asentimiento que aligera el peso de lo real. La afirmación que viene del arte libera, descarga a la vida del fardo que la sofoca. Así, en el arte, ya no se trata de la imagen del profesional condenado a la repetición incesante de la misma rutina a un ritmo cada vez más acelerado (lógica implacable del productivismo), sino que se apuesta a lo intempestivo, a desgarrar lo causal: supone invento y creación. La educación, sostiene Nietzsche, debe «adiestrar» al hombre para que sea capaz de liberar a la vida del peso que la retiene a los hechos consumados. Adiestrar es nutrir la facultad de prometer, pues en la promesa se anuncia al hombre que es «capaz del futuro». El sentido nietzscheano del adiestramiento no hace del hombre un perro de presa que persigue y venera el dato presente, sino que lo vuelve apto para la memoria como «función de futuro».

En una conferencia pronunciada en 1983 en la Universidad de Cornell, el filósofo francés Jacques Derrida previene sobre la amenaza que acecha a la Universidad cuando se la intenta encerrar en los límites establecidos por la programación tecno-económica del mercado y la producción o dentro del frenético día a día instaurado por la competencia. Pero, señala también que, al pretender sustraer a la Universidad de los programas enmarcados en lo útil y en el imperativo de la profesionalización, se corre el riesgo de reconstituir, desde las Humanidades, ciertos privilegios de casta de clase o de corporación. Se requiere entonces, para evitar las insuficiencias de aquello que se combate, dar un paso más. Ir más allá podría significar, en este contexto, asumir que, si bien la Universidad es reflejo de la sociedad, esa relación de reflexión es también de disociación. El reflejo, a la par que reproduce, desdibuja a la sociedad, abriendo así la posibilidad de que esta se mire en el otro; el otro no disciplinable. Pensar hoy la Universidad, insiste Derrida, es asumir la responsabilidad por aquello que no es o no está aún: «¿Pero de qué otro es posible sentirse responsable, sino de aquel que no nos pertenece? ¿De aquello que, como el porvenir, pertenece y remite al otro?»

Es necesario defender la autonomía del arte, la literatura y la filosofía e impedir que sean subordinadas a finalidades exteriores de utilidad, productividad o rentabilidad; se debe cuestionar, asimismo, su supeditación a imperativos éticos, cívico-patrióticos, culturales o asistenciales. Pero la defensa de esa autonomía de las Humanidades no puede desconocer su esencial heteronomía: condición de su irrenunciable misión y sentido crítico. Esto supone, sin embargo, que esa autonomía no se confunda con la asignación de límites que confinen a las Humanidades a un determinado tipo de contenido, de objeto o de lógica. De hecho, las Humanidades salen de las aulas y se dirigen hacia otras disciplinas para construir objetos insólitos, sin perder la integridad y unidad que le son inherentes.

Las Universidades deben tener a las artes, a la literatura y la filosofía como parte fundamental de sus ofertas académicas, pues es imperativo que estas sean enseñadas debido a su «utilidad». Sin embargo, es preciso observar que las Humanidades no se reducen a estructuras institucionales de enseñanza, dado que son susceptibles de ser desbordadas por aquello que no es enseñable, por aquello que no es institucionalizable. Las artes, la literatura y la filosofía están marcadas por un principio contradictorio que pone en juego su identidad: son localizables y desbordantes, superfluas y necesarias; son instituciones que se mantienen al límite de lo institucionalizable, enseñanzas que guardan en ellas el exceso por el que se insinúa lo no enseñable. Disciplinas de lo no disciplinable, las Humanidades guardan la memoria como función de futuro, son promesa de infinito.

 

 

Del principio de pertinencia

Art. 107.- Principio de pertinencia.- El principio de pertinencia consiste en que la educación superior responda a las expectativas y necesidades de la sociedad, a la planificación nacional, y al régimen de desarrollo, a la prospectiva de desarrollo científico, humanístico y tecnológico mundial, y a la diversidad cultural. Para ello, las instituciones de educación superior articularán su oferta docente, de investigación y actividades de vinculación con la sociedad, a la demanda académica, a las necesidades de desarrollo local, regional y nacional, a la innovación y diversificación de profesiones y grados académicos, a las tendencias del mercado ocupacional local, regional y nacional, a las tendencias demográficas locales, provinciales y regionales: a la vinculación con la estructura productiva actual y potencial de la provincia y la región, y a las políticas nacionales de ciencia y tecnología. [Ley Orgánica de Educación Superior (LOES), aprobada bajo el régimen de Rafael Correa Delgado.]

 

Misiones y desconciertos sobre el humanismo universitario

Carlos Reyes

For me, the big French D is not Derrida but Deneuve.

Camille Paglia

 

En años recientes ha suscitado mucha atención el estado de las universidades, y en consecuencia de las humanidades. Hay un profundo interés por la manera en la que se relacionan las disciplinas humanísticas y científicas con la gran cantidad de información disponible en Internet, y sus efectos en la enseñanza y la investigación. Las universidades disponen de un volumen de datos inéditos y hoy cuentan con complejas herramientas de producción y difusión global de conocimientos. Aparte de este suceso que ha reconfigurado el ámbito del pensamiento y su práctica, ha surgido una preocupación por la situación de las humanidades siendo estas una instancia de “explicación del mundo”, lo que se ha considerado como un atributo vital de la universidad. Un texto de referencia de dicha preocupación pertenece a Martha Nussbaum, en el que denuncia una contracción de las humanidades en las universidades de Estados Unidos (entre otros lugares), mediante recortes en su financiamiento. Las implicaciones que expone Nussbaum tienen que ver con el rol que se asigna a las humanidades en relación con la democracia. En su lógica, aquellas son el dispositivo más apropiado para informar éticamente al ciudadano de su lugar en lo político y en la política.

En Not for profit: why democracy needs the humanities (2010) Nussbaum discute la situación política de las humanidades. Según la filósofa, la presión por el desarrollo económico global habría debilitado su importancia en la formación de profesionales. A su juicio, la urgencia por mejorar las condiciones económicas de países como la India habría servido como justificación para dedicar mayores esfuerzos a la formación técnica, desplazando la humanística. Pero el elemento de su propuesta que cabe revisar, habla de atribuir a las humanidades el deber de producir ciudadanos. Se las propone como herramienta de pensamiento crítico y analítico, con la misión de conformar ciudadanía. Es esta “misión” de la universidad y por ende de las humanidades –finalismo discreto y obstinado– aquello sobre lo que habría que meditar.

Un aspecto que se observa en buena parte de los ensayos que tratan la situación de las humanidades y la educación superior, publicados en décadas recientes, consiste en dar por sentada una “misión” necesaria para la universidad. Se entiende que la misión original de la universidad moderna puede estar inspirada por su reinvención napoleónica, para cumplir un fin igualitarista; o también una vocación de tipo humboldtiano, con la que se replanteó la universidad para lograr la autorrealización personal (Fichte y The vocation of man). En ese sentido, la misión que adopte la universidad obligará a que todos sus esfuerzos y recursos, incluidas las humanidades, se dirijan a cumplirla.

Lucas Pacheco, en La universidad ecuatoriana: crisis académica y conflicto político (1992), defiende que “[e]l desarrollo político, social y cultural de las naciones tiene lugar a través de la formación de los hombres. Esta misión formadora de la humanidad, es el principal cometido de la Universidad”. En su perspectiva, “la universidad ha logrado afianzar su papel de conciencia crítica de la sociedad”. Ello contribuiría a explicar el tipo de conflictividad sociopolítica que puede suscitar la asignación de alguna misión a la universidad. Si esta es la “conciencia crítica” de la sociedad, si es su conciencia en-sí-misma, entonces en su ausencia, tanto el mundo como sus habitantes no logran acceder a la razón. ¿Hay universidad, luego tengo conciencia, y por lo tanto existo?

Por su parte, Carlos Tünnermann, en Universidad y sociedad. Balance histórico y perspectivas desde América Latina (2001) aunque revisa el factor “misional” universitario, acaba adscribiéndose al mismo. La misión de la universidad parecería ser insustituible. Una propuesta reciente sobre la preocupación intelectual por la deriva de la universidad humanística es Universidad. Sentido y crítica (2016) de Iván Carvajal, quien propone un acercamiento a la universidad ecuatoriana desde dos figuras: la de los rectores Manuel Agustín Aguirre, de la Universidad Central del Ecuador (universidad pública), y Hernán Malo González, de la PUCE (universidad privada). La contraposición de aquellas figuras explica los lugares que adoptaron sus instituciones, pero también sus significados políticos y epistemológicos. Específicamente, en Aguirre se encuentra una fuerte coyuntura que busca aclimatar la universidad para participar en la consecución del desarrollo nacional. Esta sería una de sus “misiones”. Por parte de Malo González, se detalla una preocupación por  el lugar del pensamiento dentro de la universidad.

En esa línea, uno de los momentos críticos que examina Carvajal es la idea de “desarrollo” que se habría imputado como imperativo –su misión– a las universidades, tanto por parte de la relación Estado-gobierno como por suscripción propia de las autoridades universitarias. En consecuencia, el autor también impugna la política pública de la denominada “revolución ciudadana” ecuatoriana en la educación superior, así como su tendencia desarrollista. El “desarrollismo” en Ecuador y América Latina tendría para las humanidades repercusiones similares a las que postula Nussbaum: un énfasis en lo técnico-ocupacional que acaba recortando el ámbito humanístico, puesto que la consigna sería superar-la-pobreza, para lo cual se necesita graduar más profesionales asalariados que pensadores.

En cuanto a la universidad como institución que acoge las humanidades, Carvajal critica su tecnocratización por compulsión del Estado. Viaje de ida y vuelta: la universidad alimenta de tecnócratas al Estado y el Estado le devuelve la tecnocratización (plebiscitaria) como régimen para el funcionamiento de la educación superior. Pero, si bien es crítico con las misiones que se han asignado a la universidad (misión de desarrollo nacional, de consolidación identitaria de la nación), hubiera sido interesante obtener de Carvajal, por ejemplo, un juicio de la desconcertante idea de la “misión social” universitaria.

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Un desconcierto y una crítica a la situación de las humanidades ya se encuentra en Nietzsche y sus conferencias de 1872, cuando el filósofo se dirige a sus colegas universitarios, advirtiéndoles sobre dos problemas de las instituciones alemanas de educación. Estas se resumen en el problema de la ampliación de la educación y, simultáneamente, el de su sumisión al servicio del Estado. Este tratamiento de la ampliación educativa ha sido visto, no por pocos, como un áspero alegato nietzscheano contra la democratización de la educación. Herejía derecho-humanista. Sin embargo, en las conferencias mencionadas, uno de los ejes que sostiene la desazón del profesor universitario en Basilea es, en realidad, la degradación de la cultura, de la educación (de las humanidades para el caso) a consecuencia de una masificación que no contempla un hecho elemental: solo unas pocas personas sobresalen en cada campo específico del saber. Y dentro de ese mismo campo, se destacan unas pocas. Y así con toda institucionalidad humana. Resignación paretiana.

Entonces, la mayoría de la población obtendría a través de la educación una habilitación para ser “alguien” en la división del trabajo. Nietzsche proyecta también una restauración de la calidad de la educación impartida en la escuela pública. En cuanto a la sumisión de la educación ante el Estado moderno, el filósofo prefigura la actitud del poder político como su “supervisor, regulador y vigilante”. Pero también advierte la creciente especialización organizativa de las universidades, algo que cien años más tarde la académica Camille Paglia enérgicamente criticaría como la “departamentalización” –en su caso– de las humanidades. La desconexión entre los departamentos de humanidades, en un afán por especializarse, habría fragmentado de manera autodestructiva a la propia disciplina.

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Camille Paglia (Endicott, 1947) quizá sea una de las intelectuales más desconcertantes de los últimos años. Feminista severamente incisiva con su propio movimiento, crítica literaria y de arte formada en la tradición de Bloom, Hauser y admiradora de Norman O. Brown, Paglia es una objetora de los excesos del constructivismo social, de lo que considera un marxismo académico ocioso y del fraccionamiento institucional que han reconfigurado la universidad norteamericana. En una reseña extensa para la revista Arion (“Junk Bonds and Corporate Raiders: Academe in the Hour of the Wolf”, 1991), la autora se dedicó a refutar en detalle las falacias argumentativas, inconsistencias y deformaciones que encontró en dos libros publicados en esos años, cuyo tema era la sexualidad. El mayor defecto que encuentra en aquellas dos publicaciones consiste en presentarse como vanguardistas, desconociendo la riqueza de los estudios clásicos existentes sobre el tema, y además de apoyarse en lo que Paglia agrupa bajo la categoría de “escuela de Francia”. Es decir, la reseña de los libros le sirve para elaborar una crítica rotunda a la manera en la que se pretende defender cualquier trabajo académico serio recurriendo a autores como Foucault, Derrida o Lacan (vale la pena leer sobre la “brillante pirotecnia filosófica” expuesta en el Foucault [1985] de Jose Guilherme Merquior). Para Paglia, el posestructuralismo aniquila a Eros, y según ella la “D” francesa más apropiada para estimular todos los sentidos corresponde a Deneuve (Belle du jour) y no al responsable de De la Gramatología. Además, elabora un examen de la problemática “especialización” que denuncia dentro de las humanidades.

Según Paglia, en las ciencias físicas/naturales el académico puede conducir su carrera enfocado en objetos específicos, estrictamente dedicado a estudiar “polillas, helechos o rocas ígneas (…) [p]ero no hay una verdadera pericia en las humanidades sin conocer todas las humanidades” sostiene. Su reputación como académica se ha mantenido por décadas defendiendo la tradición clásica para entender a las humanidades en Occidente, lo cual implica un manejo de la complejidad grecorromana y judeocristiana. Aparte de desconcertar, Paglia no desplaza su responsabilidad académica, y propone una reforma educativa profunda, casi autoinculpándose por no haber reprochado con firmeza la “invasión francesa” en la academia estadounidense desde la década del 60. En su opinión, aquellos pensadores franceses que desde hace décadas copan las bibliografías de la academia norteamericana (y latinoamericana), poco, o nada original, han aportado a las humanidades.

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Ante las perplejidades que provoca la idea de una misión para la universidad y la noción de que las humanidades deben producir ciudadanía política (Nussbaum), y su empobrecimiento en razón de una instrumentalización estatal-partidista para algún tipo de desarrollo, los intelectuales humanistas no podrían sino estar desconcertados.

Porque, ¿cuál es el resultado de asignar misiones a la universidad con respecto a las humanidades? Uno de ellos es su bifurcación. Por un lado, la mayor parte de las humanidades, al funcionar al interior de la universidad, se adapta al cumplimiento de sus respectivas “misiones”. Con esto, si la misión es desarrollista, se practica una versión pauperizada de ellas. Por ejemplo, se las orienta a justificar la necesidad de políticas públicas que acaban siendo fugaces, efectistas, clientelistas y autoritarias, en temas sensibles como educación, salud, cultura, etc. Para este fin, se proclaman interpretaciones que, audazmente, combinan la radicalidad y el idealismo platónico con retazos aristotélicos instrumentales, y así se imponen políticamente, por ejemplo, razonamientos para un “buen vivir”. Además, si la misión asumida por la universidad es identitaria, el resultado parece conducir a aquello que denuncia New Real Peer Review.

El otro rumbo que podrían tomar las humanidades sería el de la fuga y la reclusión.

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New Real Peer Review es el nombre de una cuenta en Twitter a cargo de –se infiere– un grupo de académicos, que se ha dado la tarea de examinar artículos académicos, revisados por pares, publicados y disponibles, en el campo de las humanidades y las ciencias sociales. La cuenta tiene más de cuatro mil mensajes, citando audaces artículos indexados, con más de mil seiscientas muestras de abstracts, solo desde junio de 2016. Los hallazgos teóricos y metodológicos que exhiben no son la regla, pero tampoco son excepcionales, y dan cuenta de un problema evidente que hay que señalar: la política identitaria se ha tomado, en las últimas décadas, buena parte de la academia humanística y científico social, política legitimada por las misiones que ha naturalizado cada departamento universitario. Ejemplos:

Análisis desde un punto de vista ‘metatécnico’ que indaga la intersección entre una forma de danza contemporánea bautizada con el nombre de “Gaga” y sus implicaciones neoliberales.

Artículo que presenta siete poemas inspirados en las experiencias higiénicas de mujeres adultas que relatan sus visitas al baño.

Capítulo de investigación: se propone imaginar al personaje Diana, de la tira cómica “La mujer maravilla”, en su paso a convertirse en guerrera amazona, para de esta forma inspirar su sororidad (de las autoras) y luchar contra las estructuras heteronormativas y opresivas que (las) afectan”.

Propuesta metodológica: “Juntando una red de conceptos tales como el afuera, el encuentro y la fuerza, la autora inventa pensar sin método, una estrategia emergente y fragmentada que forma el afuera de los métodos de investigación cualitativos estratificados”.

Etnografía de un profesor universitario que especula sobre el tipo de compromiso personal que asume ante el reto de completar su próximo trabajo de campo.

Artículo indexado compuesto por un párrafo que indaga la rutina diaria de un académico mediante una auto etnografía, revisando “cuan estructurados se han vuelto sus días, gobernados por el calendario escolar”.

Pregunta de investigación en un abstract: “La sonrisa: ¿cómo migra la sonrisa?”.

Abstract de tesis doctoral: “La autora explora las formas en las que ella, como mujer soltera y por lo tanto “sola” (single), ha sido posicionada como personalmente deficiente en tanto la solter-idad (single-ness) es producida como una posición ilegítima e indeseable a ocupar por parte de sujetos hembra/femeninos. Esta investigación utiliza un marco metodológico autoetnográfico aumentado por epistemología posestructural feminista para abrir, complicar, irrumpir e interrumpir la resolución de la novia con esperanzas de (re)significación y nuevas prácticas del yo hembra y femenino de la escritora […] La historia se cuenta desde diversas posiciones temporales, incluyendo el pasado, el presente y el futuro, desdibujando la idea de edad cronológica.”

“Marco glaciológico feminista para la investigación del cambio ambiental global. Abstract: marco de trabajo de glaciología feminista con cuatro componentes clave: (1) productores de conocimiento; (2) ciencia y conocimiento de género; (3) sistemas de dominación científica; y (4) representaciones alternativas de glaciares”.

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Una razón para comprender la deriva actual de las humanidades quizá se encuentre en la naturalización de la intrusión del Estado (moderno) en la universidad, puesto que con este no solo ha ingresado lo político, sino también la política: identitaria y fragmentada según corresponda el departamento. Por esto, una crítica a la condición actual de las humanidades no puede quedarse en la asunción de que son subordinadas o desdeñadas por poderes políticos en favor de intereses financieros, “económicos”, como reclama Nussbaum. Es necesario mirar hacia adentro. Para esto un primer paso podría ser incluir un cuestionamiento sobre los sujetos que acuden a las humanidades.

Habría que preguntarse, ¿qué tipo de persona tiene la voluntad de dedicar su vida académica al cumplimiento de cualquier misión que se arrogue la universidad? Y para esto, ¿quién está presto a nutrirse de unas humanidades cuyo retrato del mundo se configura con políticas identitarias, con sus intersecciones, opresiones y hegemonías? ¿Aquel cuadro que presentan importantes sectores de la academia es realmente el mundo? Si es así, entonces las humanidades de poco habrían servido en los últimos tiempos para informar y producir ciudadanos capaces de cambiar, no al mundo que es una distopía contrastada, sino al menos a sí mismos.

Un segundo paso podría consistir en revisar las críticas a la situación de las humanidades, puesto que en su mayoría se da por sentado un imperativo ético de corte hegeliano para la universidad; esto es, se impone que aquella forme una ciudadanía cuyo interés supremo se plasme y enlace al Estado, en torno a una virtud democrática compartida, universal. ¿Es esto deseable y posible? Si es así, quizá entonces la idea de la misión para la universidad se encuentre en proceso de realización plena y estemos atendiendo a sus efectos indeseados.

Porque la educación impartida en el ámbito universitario, a día de hoy, se halla profundamente enlazada al Estado, ya sea por cualquiera de las herramientas de las que este dispone. Por mencionar dos, la ley (no en razón si no a fuerza) y el financiamiento público. Por ley, el Estado puede pretender democratizar la educación superior; y con dinero procurará seguir asegurándose su aprobación social. Lo entendió Nietzsche advirtiendo la inminente burocratización y trivialización de la educación. El aparato universitario integra al Estado en sus campus, en virtud de su financiamiento y su propia misión democratizadora. Así, el poder político se asegura la cooperación de esa “conciencia crítica” que –en palabras de Pacheco– se supone es la universidad.

Desconcertante y compleja misión universitaria, que recurre a unas humanidades fragmentadas e identitarias para cumplirla, y con esa carga informarnos sobre el mundo y la manera “más ciudadana” de participar en democracia. Si la universidad algún momento decide adquirir un sentido nuevo y recibir una crítica original, quizá haya que ir pensando en otro nombre para ella. Ya se ha hecho antes.