Pandemia

Fernando Albán e Iván Carvajal

 

El hombre libre en nada piensa menos que en la muerte
Bento Spinoza

Cuando se sabe alguna cosa es siempre por gracia de la Naturaleza
Ludwig Wittgenstein

 

Biopoder

La pandemia ocasionada por el Covid-19 se ha extendido por vastas regiones del planeta; se puede decir que sus consecuencias adquieren una dimensión global. No sabemos cuántos seres humanos morirán a causa de la epidemia, ni cuánto tiempo tomará el controlarla, pero nos plantea cuestiones que deben ser abordadas críticamente. El confinamiento prolongado, el establecimiento de medidas de «estado de excepción» adoptadas prácticamente en todo el mundo, o, como prolongación de estas, aquellas que se proponen para el control de la movilidad de las personas ―prohibición de tránsito entre fronteras, seguimiento a través de sus teléfonos y otros aparatos personales, todo ello en nombre de la seguridad y de la salud―, deben ponernos en alerta frente a mecanismos que pueden derivar en la supresión de libertades básicas. Se condena a los seres humanos a vivir acuciados por el terror, en un mundo en que renuncian a la libertad en nombre de la seguridad.

En uno de los capítulos titulado «El panoptismo» de Vigilar y castigar, Foucault muestra la semejanza que existe entre un decreto promulgado en Francia a finales del siglo XVII, que establece las medidas que deben ser adoptadas en caso de que se declare la peste en una ciudad, y el dispositivo de vigilancia ideal que se erige bajo la forma del panóptico. En los dos casos se trata de la configuración de un espacio cerrado, vigilado hasta en el último de sus rincones, en el cual los individuos son controlados hasta en el más mínimo de sus desplazamientos. Este señalamiento sugiere que el «sueño político de la peste» consiste en la penetración del reglamento hasta en los estratos más íntimos de la existencia, configurando así el «funcionamiento capilar del poder». La peste, en tanto desorden potencial, apela a la disciplina como su correlato médico-político. Detrás del dispositivo disciplinario se encuentran el terror ante la posibilidad de contagio y la sed religiosa de salud.

En la novela La peste de Camus, el sacerdote y el médico mantienen roles protagónicos en medio de la epidemia, aun si sus funciones son antitéticas. El primero recomienda asumir una actitud resignada frente a los embates de la enfermedad, pues la suerte de los condenados corre a cuenta de la voluntad divina. El segundo, por el contrario, ha sido capaz de subrogar en sus funciones a la autoridad política, a fin de encaminar dispositivos de salud pública tendientes a detener la expansión del contagio. Ahora bien, en un escenario en el que el médico substituye al gobernante, lo político deviene en simple administración de la vida desnuda. La política se convierte así en administración de la vida humana, entendida como mero proceso biológico.

La cancelación de la actividad política despliega la omnipresencia de los dispositivos de control y la multiplicación de medidas tendientes a mantener el distanciamiento social y restringir las libertades; el estado no apela a la responsabilidad de los individuos, a su comprensión de lo que está en juego en una pandemia, sino que impone el terror; no apela al uso de la razón frente a la adversidad, sino que a través de la coerción se subsume al individuo, al ciudadano, en la “minoría de edad” de la que hablaba Kant.

El biopoder, el control ejercido sobre las comunidades en nombre de la defensa de la vida, se ejerce con el declarado propósito de enfrentar la guerra contra el «enemigo invisible». La metáfora de la «guerra» contra el virus pone en evidencia el desplazamiento de la política y su sustitución por la técnica médica. Clausewitz, uno de los generales prusianos derrotados por Napoleón en Jena, supo resumir el sentido de la guerra: la continuidad de la política con otros medios. Pero entre el hombre y el virus no hay política posible, por tanto, tampoco guerra ―la inmunidad de los organismos solo pedagógicamente puede explicarse como una guerra entre agentes patógenos y anticuerpos―, aunque el estado de excepción se imponga bajo el supuesto de la guerra. Sin embargo, lo que sí es posible advertir en medio de la pandemia es la guerra global que se libra entre potencias por el dominio y la reorganización del poder, del “nuevo orden mundial”, la guerra económica que se agudizará en todo el planeta como consecuencia de la crisis que ya estaba anunciada aun antes de que surgiera el Covid-19.

¿Acaso el mundo del futuro acabará por excluir la libertad de movimiento y de reunión en nombre de la seguridad? ¿Acabarán los muros o las medidas de distanciamiento por imponerse frente al encuentro, siempre incierto, nunca del todo seguro y siempre probablemente peligroso, entre individuos o comunidades o culturas diferentes? ¿Terminaremos por cerrar las puertas de «la casa» ya no solo al extranjero sino también al amigo, en nombre de que debemos protegernos de los contagios? ¿Acabará el miedo por imponerse frente a la hospitalidad? ¿No nos abrazaremos, no nos besaremos nunca más o durante prolongados períodos de tiempo?

 

Confinamiento e inmunidad

La metáfora «guerra contra el enemigo invisible» se vincula con otro desplazamiento de sentido que tiene que ver con el término «inmunidad», una transposición que, en este caso, va en sentido inverso a la anterior, desde el ámbito de la biología al de la biopolítica. La «inmunidad», en sentido biológico, es el proceso de respuesta de un organismo vivo ante la presencia de agentes externos patógeneos, por caso, los virus o las bacterias. Los organismos reaccionan a fin de eliminar a tales agentes, a fin de crear los anticuerpos, es decir, los compuestos bioquímicos que anulan a esos agentes externos o a sus efectos. Las vacunas son dispositivos de la técnica médica que realizan «artificialmente», bajo el modelo que existe en la «naturaleza», una contaminación controlada de los individuos ―hombres, animales― para provocar la inmunidad. Pero en el ámbito jurídico la inmunidad tiene un significado diferente: la excepcionalidad de quien no está sujeto a la norma, o que no puede ser juzgado por la ley, salvo que se modifique su estatus legal. Es la inmunidad de la que gozan gobernantes, parlamentarios, jueces. Es la inmunidad que se opone a la condición común (la comunidad). En extremo, es la inmunidad del monarca, del dictador, del soberano. El soberano es quien decide el estado de excepción, decía Schmitt.

Sin embargo, se ha tejido otro significado de inmunidad que traslada, como decíamos, el sentido que tiene en el ámbito biológico o bioquímico al de la política: la eliminación del extraño, del extranjero, del parásito social. Siguiendo la lógica de lo inmune, el individuo (yo, ego) es coaccionado para que cierre su originaria apertura y se retraiga al ámbito privado de la intimidad, de la familiaridad, que lo exonera de la obligación respecto del otro. Recluido en el caparazón de la subjetividad, cortado del ser en común, yace acosado por el temor al contagio, ya no solo del organismo (la enfermedad: la peste, la locura, la lepra, el sida), sino moral (el mal, la perversión, las drogas, el alcohol), religioso (el pecado), político (la traición, la incorrección, la rebeldía). Pero la aspiración a la inmunidad ha estado también en el origen del trazado de las fronteras, de la construcción de muros, de la erección de fortalezas; se prohíbe la inmigración, se expulsa a los migrantes a las desamparadas tierras de nadie, se los abandona para que se ahoguen en el mar o en algún contenedor. O, más cerca aún de nuestra experiencia, se edifican conjuntos residenciales cerrados y vigilados por policías privadas, mientras se tejen redes de enclaustramiento en torno a las poblaciones marginales con las policías públicas.

En la crispación del terror al contagio que provoca el Covid-19 se combinan peligrosamente el miedo irracional a una enfermedad de la que todavía conocemos muy poco, para la que aún se carece de fármacos, y el miedo al extraño, al que se rechaza en realidad porque es el diferente, y al que por el mero hecho de venir de otra parte, de ser diferente, se condena tan solo porque podría ser un portador del virus de la muerte. El extremo del uso cínico de estos diversos sentidos de «inmunidad» lo acaba de hacer Trump cuando soberanamente prohíbe la inmigración a los Estados Unidos como consecuencia de la pandemia.

Obviamente, la pandemia requiere de algunas medidas necesarias para reducir los contagios, la morbilidad y la mortalidad. Pero sin duda la consigna «¡Quédate en casa!» puede verse como un ocultamiento de la desigualdad, incluso ofensiva, entre quienes viven en la opulencia y la ostentan en las redes sociales aun en medio de la catástrofe, y quienes viven en hacinamientos de pobreza extrema o simplemente en las calles. ¿Qué grado de responsabilidad tienen los gobiernos al ordenar el encierro de cientos de miles de personas que viven de lo que producen y comercian diariamente? ¿Qué parte de la población tiene realmente capacidad de ahorro para auto recluirse en una situación de este tipo? ¿Qué «casa» poseen los pobres de solemnidad, los habitantes de barrios marginales, cuál tienen los migrantes abandonados en las fronteras, en tierras de nadie, los expulsados por la guerra o por el hambre? Hay razón para preocuparse por las consecuencias de un encierro prolongado «en casa»: crisis sicológicas, incremento de maltratos intrafamiliares. ¿Cuánto tiempo pueden soportar los niños encerrados, cuáles van a ser las consecuencias sicológicas y físicas de su encierro? La consigna «¡Lávate las manos!» puede resultar indignante para millones de seres humanos que viven sin acceso al agua potable, en medio de la insalubridad o de sequías permanentes. La pandemia ha desvelado la crisis de los sistemas sanitarios, sea por su precariedad o sea porque los estados han desmantelado o debilitado las condiciones de los servicios públicos. Ha mostrado también la crisis de los sistemas públicos de educación, la miseria cultural de los medios de comunicación de masas que usufructúan de la información precaria y amarillista sobre la pandemia.

Por otra parte, se incita a transformar «la casa» en una prolongación del lugar de trabajo. El lugar de descanso, de esparcimiento, de convivencia con la pareja, con los hijos, con los ancianos, se convierte en mera instancia del lugar del trabajo. ¿Qué está en juego en esta borradura de límites? Incluso se postula que ese será el futuro del trabajo, de la educación. ¿A distancia, sin cercanía física entre los individuos? ¿Sexualidad virtual?… ¿Qué está en juego cuando por las limitaciones de los sistemas de salud hay que decidir a quiénes se sacrifica?, ¿a qué personal, a qué enfermos? ¿Qué resurge detrás de los chivos emisarios a quienes se debe sacrificar o en quienes se descarga la culpabilidad por la pandemia?

Pero la pandemia del Covid-19 es solo una de las catástrofes que posiblemente deba enfrentar la humanidad en estos próximos decenios. ¿Sería deseable un sistema de gobierno mundial que sin apelar al estado de excepción pueda dirigir acciones necesarias, sustentadas en el conocimiento científico y en un manejo razonable de los dispositivos técnicos, para enfrentar probables catástrofes, la destrucción de ecosistemas, o nuevas pandemias? ¿Sería posible?… ¿O debemos prepararnos para enfrentar esas catástrofes casi desguarnecidos, en manos de precarias democracias liberales cada vez más débiles, o tendremos que someternos a sistemas autoritarios de gobierno, capaces de disponer el enclaustramiento total de poblaciones enteras y otras disposiciones semejantes de la biopolítica en curso?

Hoy, la pandemia y los esfuerzos por detenerla han convertido al mundo entero en un laboratorio, en el cual se han puesto en marcha nuevas configuraciones biopolíticas que apuntan hacia el futuro. Toda biopolítica, es decir, el usufructo de la vida de los seres humanos controlados desde el poder, tiene su correlato en una tanatopolítica: los desechables, los que deben ser excluidos, los condenados a morir. Biopolítica y tanatopolítica se juegan en una dimensión global, en todo el planeta. Ante el riesgo, hoy más presente que nunca, de que el biopoder haga del estado de excepción una condición permanente de la política, o más precisamente, de supresión de la política, cabe que se apele a la voluntad de hospitalidad, una apertura incondicional que me libre y arroje al encuentro del otro, y que debe preceder a cualquier «estar en casa». Aun en casa soy el rehén de aquel para el cual la puerta debe quedar siempre abierta.

 

El último hombre

 

Ahí está la barca, — quizá navegando hacia la otra orilla se vaya a la gran nada. — ¿Quién quiere embarcarse en ese “quizá”?

Nietzsche, Así habló Zaratustra

 

 

El superhombre

El hombre es algo que debe ser superado, sentencia Zaratustra. Pero, ¿cuál es el sentido de esa superación, hacia dónde conduce? El hombre es un umbral, un puente, un lugar de tránsito o de transición, mas no una meta. «El hombre es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre, — una cuerda sobre un abismo» (Nietzsche, Así habló Zaratustra). Hundirse en el propio ocaso es la sola manera de guardar en el vuelo de la flecha el anhelo hacia la otra orilla. Se precisa llevar el caos dentro de sí para mantener el anhelo de pasar al otro lado, para tener la fuerza y el coraje de seguir el camino que lleva al superhombre. Pero, ¿qué ocurre cuando la cuerda del arco ya no puede vibrar? Entonces, «el hombre dejará de lanzar la flecha de su anhelo más allá del hombre». Llega el día en que el hombre más ruin será incapaz de despreciarse a sí mismo. Quién si no: el último hombre.

Ir más allá de sí mismo, ese es el imperativo. Solo el niño sumido en su inocencia y en el olvido de sí es capaz de un nuevo comienzo, de crear valores nuevos. El juego libera la fuerza afirmativa de un primer movimiento, «de un santo decir sí», deja suelta la rueda para que se mueva por sí misma. Precisamente, el creador de mundos debió apartar la vista de sí mismo para crearlo, mientras que el creador de trasmundos no puede apartar la mirada de su figura fatigada, sufriente e impotente. Tortura su cuerpo con los dedos del espíritu; aquel se niega a esconder la cabeza en el cielo trascendente de las cosas celestes, precisa de una cabeza terrena para crear el sentido de la tierra.

El hombre es quien realiza valoraciones; pero, para crear nuevos valores se precisa de nuevos creadores. Así, por ejemplo, más elevado que el amor al prójimo es el amor al lejano, al venidero. Por el contrario, el excesivo apretujamiento alrededor del prójimo es lo que llevó a considerar la soledad como una prisión. Amor al lejano: presentimiento del superhombre, fiesta de la tierra. El solitario, afirma Zaratustra, recorre el camino del amante, pero solo sabe del amor quien desprecia aquello mismo que ama. Aquel que se separa, que toma distancia, que se aleja, es quien se desprecia a sí mismo, pues se ama como sólo los amantes suelen hacerlo. Es preciso ser consumido por su propio fuego, para renacer de la ceniza.

 

 

 

 

Hay que guardar fidelidad a la tierra, que sirva el amor para darle a ella su sentido. Se precisa atar la virtud a las cosas terrenas y no permitir que estas se pierdan en la vacua ensoñación de trasmundos. La virtud debe descender al mundo, para llevarla nuevamente al cuerpo y a la vida y escuchar al fin su necesario latir dentro del pecho, pero solo bajo la condición de que la policía se haya vuelto innecesaria. Se debe pensar con los símbolos del tiempo y del devenir y justificar con ello la pasión por todo lo perecedero. Es necesario ser el hijo que vuelve a nacer del dolor de la parturienta y transformar el pensamiento en algo visible, en algo sensible para el hombre. Todo esto entraña recorrer el camino que va desde el «gran mediodía» hacia el atardecer y llevar consigo la esperanza de nuevas auroras.

El último hombre se hunde en su ocaso a mitad del camino entre el animal y el superhombre.

Donde hay ocaso y las hojas caen, la vida se inmola a sí misma como prueba de su fecundidad. Pero los árboles reverdecen nuevamente de mil formas diferentes, como impronta de la pasión de lo viviente; entonces, «¡cómo iban a hacerlo tan sólo — una sola vez!» Se trata justamente, siguiendo la enseñanza del poeta, de trabajar creadoramente el porvenir y de redimir todo lo que fue de manera transformadora, hasta que la voluntad afirme: «¡Mas así lo quise yo!». Aquello que la vida promete debe ser objeto de aceptación de la voluntad; esta quiere pero no busca. Es decir, al goce y a la inocencia se los posee, mientras que al dolor y a la culpa se los busca.

El sol, cuando va camino de su ocaso, derrama oro sobre el mar, prodigándole con riquezas inagotables. Así también Zaratustra desciende hacia los hombres y entre ellos se hunde en su ocaso, y al morir ofrenda el más rico de sus dones. El último hombre, Zaratustra, siente todavía necesidad de predicar entre los hombres; yace sentado en medio de viejas tablas rotas mientras escribe las nuevas. Todo aquello que ha sido considerado como malvado debe ser reunido en aras de crear una nueva verdad. «¡Junto a la conciencia malvada ha crecido hasta ahora todo saber! ¡Romped, rompedme, hombres del conocimiento las viejas tablas!» El último hombre es una primicia y, en cuanto tal, debe ser sacrificado.

Las viejas tablas convierten en sólido todo aquello que su poder de veneración les permite: valores, preceptos, conceptos. Y es que sobre la corriente, maderos, puentecillos y pretiles llevan a considerar que todo es sólido. Pero, el sumergimiento en medio de la corriente lleva a la afirmación contraria: todo fluye. Rompe las viejas tablas, rompe los puentecillos con la fuerza del viento del deshielo o con la vehemencia de las astas del toro destructor cuando rompe el hielo. Para esto se requiere haber sido expulsado del país de los padres y hallarse al fin lo suficientemente ligero de carga para amar el país de los hijos, que no ha sido descubierto aún. ¡Izad las velas para ir a su encuentro! En los hijos, en lo venidero, el pasado será redimido.

Zaratustra es el abogado del círculo, pues «curvo es el sendero de la eternidad». Lo que muere, vuelve a florecer; lo que se despide, regresa; eternamente gira la rueda del ser. Cada instante es un comienzo en torno del cual gira la esfera toda. El abogado del eterno retorno enseña que la existencia, la vida, como un gran reloj de arena que gira y gira, tiene que vaciarse para colmarse de nuevo. Sin embargo, la pregunta hoy, mil veces enunciada es: ¿cómo se conserva el hombre?, cuando en realidad tendría que ser: ¿cómo se lo supera? Todo lo maduro que ha llegado a su perfección está listo para pasar y morir. Así como lo inmaduro quiere vivir hasta colmarse, el dolor quiere pasar, desiste de sí mismo para alcanzar la plenitud del placer. Por el contrario, el placer se quiere tal cual eternamente, su completitud lo lleva a querer retornar eternamente. El hombre es algo que debe ser superado. ¿Hacia dónde? ¿Hacia el superhombre?

 

La muerte de Dios

Hoy se torna cada vez más evidente que se ha alcanzado el fin del hombre. Ese es el umbral en el que nos colocan los últimos avatares de la ciencia moderna, y con la emergencia del último hombre se hace patente también la muerte de Dios. La biología molecular, en su efectividad técnica devenida en quirúrgica, sostiene Bernard Stiegler, ha hecho posible el rebasamiento de las leyes de la evolución. Pero se podría también afirmar que las leyes de la evolución fueron suspendidas desde el momento mismo de la invención del humano, es decir, de la técnica. Sin embargo, no se puede ignorar que en la actualidad esta suspensión ha adquirido una efectividad radicalmente nueva. «El medio no tiene influencia didáctica sobre el germen ―dice François Jacob―, parece que no hay ninguna comunicación directa entre germen y soma. ¿Esto sigue siendo verdadero cuando se trata de un medio técnico?» (Stiegler, Cuando hacer es decir). Es decir, «la biología molecular suspende su propio axioma mediante sus operaciones»; y el axioma, que fue formulado en 1970 y del cual depende la cientificidad de la ciencia, es: «El programa [genético] no recibe lecciones de la experiencia». Ahora bien, el rebasamiento de este axioma ha sido posible gracias al descubrimiento de «enzimas de restricción que permiten recortar el ADN con una precisión quirúrgica — la precisión de una mano instrumentada» (ibíd.). En adelante, la producción de un ser viviente se torna posible gracias a la cirugía genética, lo que pone en evidencia el carácter performativo de la biotecnología.

En este punto, la cuestión que inquiere por la técnica se traslada necesariamente al ámbito que concierne al lugar. El cuerpo, como el lugar de la virtualidad. ¿Es posible un hombre artificial? O también, ¿qué adviene en cuanto al lugar —en tanto cuerpo propio— cuando es posible hablar de tele-presencia? Aquí, una vez más, la pregunta por la técnica se desplaza al ámbito de la frontera o del límite. La técnica sería, entonces, la deconstrucción «objetiva» de todo límite, de toda frontera. Precisamente, la condición de un cuerpo propio radica en su inmovilidad, en su inmutabilidad, en su mismidad. Por el contrario, la posibilidad o la efectividad de la técnica consiste en la inscripción de lo viviente en lo no viviente, y del no viviente en lo viviente. Esta articulación implica el paso de las fronteras y, con él, la deconstrucción objetiva del sentido antropocéntrico. Aquí, la superación del sentido tradicional del hombre se torna factible y, con ella, quedan atrás todo tipo de valores substanciales que pretendían dotarlo de una estabilidad, de una fijeza, que lo privaban de la posibilidad de lo nuevo.

 

 

 

 

La muerte de Dios entraña la divinización del humano, pero el precio a pagar por ello es la pérdida de la identidad, que se da con la desaparición posible del cuerpo propio, como forma de la mismidad. Gracias a la técnica una nueva forma de memoria se pone en juego, esta excede los límites del neo-darwinismo. Es decir, la memoria genética o el programa de la especie, dejan de ser el elemento determinante para el mantenimiento del viviente humano, pues, en un medio controlado por la técnica, aquello que se hereda debe ser recapitulado con cada generación. «Sin esta recapitulación proteica, no habría ciencia, ni posibilidad de encadenamiento en el “gran ahora” de la ciencia que no es más que la muerte re-activable, re-sucitable por obra de un viviente que se encuentra siempre ya muriendo» (Stiegler). Gracias a la técnica el programa de la especie o la ley de la vida pueden ser suspendidas o alteradas por obra de la experiencia. Entonces, la experiencia individual puede ser transmitida sin que esta sea ahogada bajo el peso del programa o a cuenta de la estabilidad de la ley. Esta nueva configuración provocada por la ciencia recuerda, por un lado, el imperativo nietzscheano que lleva a «romper las viejas tablas», que han sido fundadas sobre el principio de la estabilidad substancial; y, por el otro, a asumir el eterno retorno, no como eternidad intemporal, sino como ciclo e instante a la vez.

La estructura del acontecimiento en la tecnociencia es la de la ficción, como es también la posibilidad misma de lo real. Es decir, la realidad deja de estar sustentada en un suelo ontológico estable para convertirse en «ciencia ficción». Agamben señala en ¿Qué es real? que el carácter exclusivamente probabilístico de los fenómenos en la física cuántica exige una intervención del investigador que permite conducirlos hacia un determinado fin. Entonces, no es tanto el conocimiento del sistema lo que interesa, sino la modificación provocada en él por los instrumentos de medición. Lo probable se superpone a lo real y el azar se constituye en principio de decisión acerca de la realidad. Surge así una ciencia de lo accidental, que renuncia a considerar como cognoscible el estado real de un sistema y se ve, con ello, forzada a recurrir a los modelos estadísticos. La naturaleza es azar, observaba ya Nietzsche con insistencia, entonces resulta imposible no asumir el riesgo que entraña toda decisión cuando esta nos coloca de cara a lo probable.

El lugar de partida de las ciencias experimentales es la constatación de una posibilidad. Entonces la experimentación ya no puede consistir en la reivindicación de una pura coherencia descriptiva, sino que deviene performativa. Constatar una posibilidad significa la apertura al ámbito de la pura ficción, pues lo posible yace en los dos extremos de la experimentación. Aquello que resulta evidente en el dispositivo propuesto por la tecnociencia es el de un cierto defecto del ser o de lo real que abre la posibilidad de lo nuevo. Esta constatación nos lleva, para terminar, a la inminencia misma del lenguaje, que es en sustancia la materia y el fin de toda ficción. «¿No se les han regalado acaso a las cosas nombres y sonidos para que el hombre se reconforte en las cosas? Una hermosa necedad es el hablar: al hablar, el hombre baila sobre todas las cosas. […] ¡Qué agradables son todo hablar y todas las mentiras de los sonidos! Con sonidos baila nuestro amor sobre multicolores arcoíris» (Nietzsche). Sí, la vida es ficción, pero esta constatación solo puede brotar del hecho de estar sumergidos en el río heracliteano del devenir. Todo fluye. Entonces, las viejas tablas deben ser rotas, para surjan otras nuevas, que en su momento se harán también viejas; además debe ser recusado aquel que consigna en las tablas su impronta. «Rompedme ―decía Zaratustra―, no creáis en mí». Zaratustra-Nietzsche es el profeta que anuncia la buena nueva: la única verdad es que no hay verdad absoluta. ¿Esta declaración implica el fin del profeta?, ¿el fin de la profecía?

Que la muerte de Dios implique la divinización del último hombre significa que la humanidad guarda en ella, como su posibilidad más alta, la promesa del superhombre. Este es el sentido de la duplicidad de Zaratustra, pues él es a la vez dios y hombre.

El Narciso satisfecho

De lo que sólo es movido
Pero no tiene fuente propia de movimiento
Sino que es impulsado
Por los poderes demoníacos del inframundo.
Y la acción justa es libertad
Respecto al pasado y al futuro.
Para la mayoría de nosotros este es el objetivo
Que aquí jamás alcanzaremos.
Sólo estamos invictos porque seguimos intentando;
Nosotros, los finalmente satisfechos
Si nuestra reversión temporal nutre
(A no mucha distancia del ciprés)
La existencia de un suelo en que hay sentido.

T. S. Eliot, Cuatro cuartetos.

 

I

La ontología del sujeto o de la subjetividad ha sido históricamente la tierra firme sobre la cual se han erigido estados y ciudades, centros carcelarios y escuelas, fábricas y hospicios. De igual forma, esta fue el marco en el cual se inventó la guillotina y, simultáneamente, se realizó la declaración universal de los derechos del hombre y del ciudadano, así como ha sido también el ámbito propicio para el despliegue de la libertad y del derecho. La tierra firme conquistada por el sujeto o por la subjetividad autónoma es el mundo concebido como cosa puesta, útil, lista para ser usada, para convertirse en la propiedad del Yo. Hoy el sujeto es el mundo y este es su perfecto reflejo.

El sujeto moderno, para ser sustrato o fundamento del mundo concebido como proyecto o proyección, debe pasar por la prueba o por la demostración de sí mismo, que es equivalente a su propia puesta entre paréntesis, a su repliegue especular o su retiro introspectivo. De ahí que la subjetividad logra la conquista de la autonomía al precio de desligarse de todo aquello que la hace dependiente del mundo y de romper las ataduras que la libran a la coexistencia con el otro. El retiro en sí mismo es decisivo para la determinación de la libertad y de las relaciones jurídico-morales como operantes, en primera instancia, en la basta e invisible interioridad constituida por la subjetividad del sujeto. En la conciencia o en el saber de sí, el sujeto encuentra la base unificada de su ser —su identidad— de la cual brota el conocimiento o la ciencia del mundo.

El sujeto posee un mundo en la misma medida en que se posee a sí mismo, pero esta autoposesión pasa por el error que consiste en creer que el Yo es voluntad, que es causa que actúa libremente a partir de sí misma. En el Crepúsculo de los ídolos, Nietzsche sostiene que el error que brota de la creencia en la voluntad libre está enraizado en la metafísica del lenguaje. Por su esencia misma el lenguaje incita a encontrar en los seres y en la naturaleza un por qué o una razón que anime su despliegue, su dilatación, su repliegue. Tomar conciencia de este hecho es renunciar al grosero fetichismo que lleva a ver en todas partes agentes o sujetos productores de efectos o desencadenantes de acciones. El Yo substancializado ha sido puesto como causa de sí mismo para, en un segundo momento, proyectarlo sobre la realidad toda bajo la forma de la fe en la voluntad libre concebida como facultad; es decir, asumida como un poder puesto al servicio del sujeto. «Me temo, afirma Nietzsche, que no podamos desembarazarnos de Dios, porque aún creemos en la gramática».

II

Para la filosofía cartesiana, el libre arbitrio o la voluntad libre es la facultad que fue entregada por Dios a los hombres y que en sí misma es perfecta, carente de falla. Sin embargo, para que la realización de esta facultad deje de lado cualquier posibilidad de caer en el error, en el pecado, es preciso que el entendimiento se convierta en la brida de la voluntad. Es decir, antes de que se ejerza el poder de negar o de afirmar, de seguir o de huir, el entendimiento debe previamente considerar las ideas de las cosas para que la libertad no sea el resultado de la indiferencia o de la ciega inclinación, sino del conocimiento claro de aquello que es verdadero y bueno. El entendimiento pone riendas a la voluntad, pues el camino a la interioridad exige que se separe a la voluntad de lo que ella puede, de su poder de realización.

«¿De dónde vienen mis errores?» Se pregunta Descartes e inmediatamente responde: «…solamente de aquello que, siendo la voluntad mucho más amplia y más extensa que el entendimiento, no consigo contenerla en los mismos límites, sino que la extiendo también a las cosas que no comprendo, y al serle estas cosas indiferentes, se pierde muy fácilmente y elige el mal en lugar del bien o lo falso en lugar de lo verdadero. Lo que lleva a que me equivoque y a que peque» (Meditaciones metafísicas). Pese a que la voluntad, dada su amplitud y extensión, es la imagen de la semejanza que el Yo guarda con Dios, aquella es también la vía siempre expuesta al error, al pecado. Es por esto que el entendimiento, que es también la instancia de la ley, debe procurar que la fuerza que entraña la voluntad no vaya hasta el final de su poder.

El sujeto cartesiano valora la voluntad desde la perspectiva de lo que está bien y de lo que está mal y, al hacerlo, renuncia a la acción, pues la sustituye por el deber ser. Además, cuando se juzga a la voluntad desde la consideración de valores o ideales establecidos se lo hace con el fin de vincularla a la esfera de la recompensa y del castigo. Debido a esto, toda una tradición proveniente del cartesianismo ha debido vincular el libre albedrío al dolor y al sacrificio. Se trata, diría Nietzsche, de una perspectiva que brota de la condición del esclavo, del impotente. Por el contrario, ¿qué ocurre cuando la voluntad no aspira, no desea, no busca, sino que crea, pues es pródiga de sentido? «…Nietzsche anuncia que la voluntad es alegre. Contra la imagen de una voluntad que sueña en hacerse atribuir valores establecidos, Nietzsche anuncia que querer es crear nuevos valores» (Deleuze, Nietzsche y la filosofía).

La teoría cartesiana del libre arbitrio supuso la negación de la voluntad en nombre de valores superiores puestos por el entendimiento. En adelante, el sujeto yace absorto en la contemplación de su propia completitud, encerrado en los límites que procura la delectación de los «estados de la vida cercanos a cero». Entonces, la consigna es: para no errar es mejor no hacer nada. Aquí, el estado de perfección consiste en adoptar una actitud escéptica ante el poder de la decisión. Precisamente, Nietzsche consideraba que el error del libre arbitrio radica en haber convertido a la humanidad en responsable y en haberla, con ello, puesto en manos de los teólogos. Aquello que está en juego cuando se busca establecer responsabilidades es la activación del instinto que conduce a juzgar y a castigar. Los actos de responsabilidad libremente deseados han sido fabulados para justificar la necesidad del verdugo. Entonces, la libertad entraña el castigo.

Estas consideraciones remiten en cierto modo a las grandísimas páginas de «El gran inquisidor», escritas por Dostoievski, en las cuales tiene lugar el inusual encuentro entre Cristo y el gran inquisidor. En esa insólita escena, el inquisidor responsabiliza a Cristo del hecho de haber rechazado la única bandera que se le ofreció para obligar a todo el mundo a que se inclinara ante él: la bandera del pan terrenal, del misterio, del milagro, de la autoridad. En lugar de aquello prefirió que el hombre fuera libre para que, sin necesidad de la antigua ley, lo siguiese y lo amase por sí mismo. Esta es la razón por la cual el crucificado rechazó bajarse de la cruz para dar muestras de su poder, pues de haberlo hecho habría esclavizado al hombre al espejismo del milagro. Sin embargo, la débil tribu rebelde lo rechazó, pues sintió que la libertad de elección se convertiría en una carga espantosa. Entonces, la misión del gran inquisidor fue la de rectificar la obra de Cristo y para ello ordenó atizar las llamas de la hoguera. «Pues si ha habido alguien que ha merecido nuestra hoguera más que nadie, eres tú. Mañana te quemaré. Dixi» (Los hermanos Karamazov).

Por el contrario, seguir la dirección inversa de la «política de la venganza» significa purificar los comportamientos, las instituciones y la historia de las nociones de culpa y de castigo. En suma, diría Nietzsche, se precisa restituir al devenir su inocencia.

III

El valor de una causa, sostiene Nietzsche en el Crepúsculo de los ídolos, no reside en lo que con ella se alcanza, sino en lo que cuesta. De ahí que las instituciones liberales valen lo que se tuvo que pagar por ellas: el embrutecimiento gregario; es decir, el triunfo del animal de rebaño. Tan pronto como han sido alcanzadas, ellas minan sistemáticamente la libertad que hubo que desplegar para su edificación. El límite de la libertad liberal se anuncia siempre en la consumación del fin perseguido. Por el contrario, solo se es libre cuando no se renuncia a que la voluntad se determine a sí misma y no en función del fin convenido, pues la libertad no se ejerce por procuración, por delegación o por representación. Así como una tirada de dados no agota las posibilidades inherentes al juego, la puesta en riesgo que es la libertad preserva la parte inanticipable, impredecible, la fuerza disruptiva del porvenir.

Cuando la autodeterminación tiene que ver con la certeza, la ley cumple un rol inhibidor y las ideas claras y distintas se presentan como el factor determinante frente a la facultad de afirmación. Esta es la razón por la cual Descartes considera a la voluntad de indiferencia como el grado más bajo de libertad. En un primer momento, el libre arbitrio cartesiano rechaza la posibilidad de afirmar la existencia de todo aquello que percibe sensorialmente y, al mismo tiempo, el Yo conquista la autonomía en el acto de repliegue sobre sí mismo. En un segundo momento, la voluntad se aliena en la claridad y distinción de las ideas innatas del entendimiento y se subordina al orden preestablecido de las verdades eternas que son la imagen especular de la subjetividad del sujeto; entonces, ya no hay opción. En realidad, la libertad cartesiana solo lo es respecto al mal, de ahí que el castigo le sea consustancial.

Extraña libertad pues, en el momento mismo en que alcanza la autonomía, se subordina al orden superior de los ideales eternos. Esto es así debido a que la autonomía se la consigue a expensas del cierre de la subjetividad con relación al mundo. Se trata, por tanto, de una libertad que subsiste separada de lo que puede y esto la lleva a convertirse en pura representación de sí misma. Sin embargo, la libertad es lo que se puede y, precisamente por ello, no es susceptible de ser valorada, medida o interpretada como si fuese objeto de representación. Por el contrario, es necesario reconocer que es la voluntad la que valora o interpreta. Solo entonces la autonomía de la voluntad deviene en el poder que esta ejerce sobre sí misma, como también lo ejerce sobre la ley y sobre el destino. En adelante, el sentido de responsabilidad da un giro que lo desarma en su estructura fundamental, pues el gesto soberano en el que fulgura la libertad ya no encuentra a nadie ante quien responder.

El hombre libre, decía Nietzsche, es un guerrero y su gesto se mide en función de la intensidad de la resistencia que tiene que sobrepasar o de la impracticabilidad del obstáculo que debe franquear. Es por esto por lo que la libertad dormita a pocos pasos de la tiranía, próxima al límite que entraña el riesgo de servilismo. Solo manteniéndose cerca del extremo peligro se está en condiciones de conocer los medios que nos hacen fuertes. Por el contrario, el instinto de conservación, de duración, de seguridad ordena la clausura del sujeto en el ámbito separado e interno de la certeza, lleva a la reclusión en el orbe íntimo y familiar de la subjetividad. Ahí dentro el sujeto se mira y se solaza de sí mismo, inmerso completamente en la seguridad especular de lo ya conocido. Entonces, el Narciso satisfecho se ahoga en las aguas del estanque, cuya superficie lisa y mansa le muestra tan solo lo que él quiere ver. Hoy se precisa rebajar al sujeto, llevarlo hasta la planta inferior, abrirlo al otro, exponerlo a la intemperie.

La libertad no radica en el deseo, sino en lo que se puede. Sin embargo, lo que se puede no es del orden de lo representado, es la ejecutoria que está siempre en camino, siempre nueva, siempre otra. ¿Se precisa conocerla? ¿Cabe conocerla? Precisamente, la libertad es la exposición al riesgo supremo, pues en ella se traza la inclinación hacia el imposible, lo no previsible.

 

La fe: el sentido del devenir

Fernando Albán
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Un golpe de dados nunca suprimirá el azar.

S. Mallarmé

 

La fe es un acto de absoluta libertad, afirma con insistencia Kierkegaard; pero ¿no ha sido también asumida como un acto de incondicional sumisión? Para sostener la apuesta por la libertad fue preciso que el punto de partida hacia la fe, hacia el absoluto, estuviese inscrito en el instante, de manera que este adquiera un sentido decisivo en el tiempo. Es así que la consideración del instante, como ámbito en el que tiene lugar la decisión, determinó en Kierkegaard que el punto de partida hacia la fe fuese eminentemente histórico. Esto subraya la pertinencia de las preguntas que abren el libro del filósofo danés titulado Migajas filosóficas: «¿Puede darse un punto de partida histórico para una conciencia eterna? ¿Cómo puede tener este punto de partida un interés superior al histórico?».

Las posibles respuestas a estas preguntas constituirán dos direcciones opuestas en la determinación de la fe. En la perspectiva socrática, la respuesta consistió en considerar el punto de partida histórico como una mera ocasión o como algo insignificante. De ahí que la dimensión temporal, que tiene como asidero el instante, haya sido negada en aras de la consagración de lo eterno. Justamente, Sócrates hacía de la eternidad el lugar mismo de la verdad que yacía olvidada en el interior del discípulo. En esta escena metafísica, el instante de la decisión se pierde diluido en lo eterno. «El punto de partida temporal es una nada, pues en el instante mismo de descubrir que desde la eternidad había conocido la verdad sin saberlo, en ese mismo ahora el instante se oculta en lo eterno, de tal modo oculto allí dentro que, por así decirlo, tampoco podría hallarlo yo aunque lo buscara, porque no existe ningún Aquí o Allí, sino solamente un en todas partes y en ninguna» (Migajas filosóficas).

El instante no puede tener un valor positivo si el discípulo, en el momento de tomar la decisión, lo hace en conformidad con su estado anterior que es el del ser, el de la verdad. En tales circunstancias, la decisión se torna en programación o condicionamiento y el instante se desvanece en el pathos de la reminiscencia. Es decir, si el discípulo tiene la condición en sí mismo, entonces la decisión es el resultado necesario de lo que estaba dado, con lo cual el ahora es devorado por el recuerdo. Además, si el discípulo socrático es la verdad (por el hecho de albergar en él a la eternidad), entonces el maestro carece de importancia, pues solo asiste al alumbramiento en calidad de partera. Con la desvalorización del instante, se banaliza también la función del maestro. Por el contrario, si el instante ha de tener un valor absoluto en el tiempo, entonces el discípulo —el hombre— no puede volver atrás, pues la decisión no puede referir a un estado anterior como su premisa o su condición. En el instante de la decisión el hombre nace nuevamente por primera vez; no se trata de un re-nacimiento, pues su estado anterior era el del no-ser, de la no verdad, del no saber. Solo entonces la decisión se torna en una «historia extraordinaria», en un milagro, y el maestro solo puede ser Dios, pues Él es quien da al discípulo la condición.

El discípulo es la no-verdad; pues es aquel que ha perdido la ocasión a causa de su propia culpa. A esta condición de no-verdad, Kierkegaard la llama pecado. Es entonces que el maestro —Dios— concede al hombre la ocasión de la decisión, para que, por obra del salto que en ella opera, acceda al ser, anulando así su condición precedente de no-ser o de no-verdad; nacido en el instante gracias a la decisión, que opera sin premisas ni pre-visión, el discípulo —el Individuo— se torna capaz de restituir a Dios la deuda que fue contraída en el momento del pecado. El pecado, afirma Jean-Luc Nancy, es un endeudamiento de la existencia como tal. De cara al absoluto, por obra de una decisión que opera en el instante, y que ha sabido acoger en él a toda la eternidad, el discípulo salva la distancia que lo separa insalvablemente del absoluto. Entonces, «el instante de la decisión es una locura, porque si ha de tomarse una decisión, entonces el discípulo se convierte en la no verdad, y eso es lo que hace necesario empezar por el instante» (Migajas filosóficas). Empezar por el instante significa asumir la expresión del escándalo que se deriva de afirmar que la eternidad solo ocurre en la absoluta transitoriedad del instante. Activa y pasiva al mismo tiempo, la decisión viene de sí misma como si proviniera del otro. Solo entonces «el instante es realmente ¡una decisión de eternidad!» (Migajas filosóficas). He aquí el milagro, la paradoja, el absurdo que anida en el secreto centro de la fe. La pasión del instante o de la fe es la locura de la razón.

De este orden de razones se desprende, según Kierkegaard, que la fe no puede ser conocimiento, puesto que al conocer lo eterno se excluye lo temporal e histórico, así como un conocimiento puramente histórico debe dejar fuera a su opuesto: lo eterno. La fe anuda o concilia términos contradictorios, eternización de lo histórico e historización de lo eterno, y se constituye en aquello que es absolutamente otro con respecto a la razón. Entonces, «si la paradoja y la razón se chocan en la común comprensión de su diferencia», es preciso asumir la fe —«el tormento de la pasión»— a partir de sí misma. Esto es, la fe, en tanto verdad paradójica, solo puede ser asumida desde la posición del no-saber, de la no-verdad, constitutiva del pecado. Esta posición no puede ser alcanzada por la religión socrática, pues esta se sustenta en el saber absoluto, que se consuma en el retorno memorioso hacia lo eterno. En la verdad socrática lo eterno mira en dirección de sí mismo.

En el texto La Desconstrucción del Cristianismo, J-L Nancy sostiene que el pecado no debe ser considerado en ningún caso como un acto determinado y añade que la exigencia de la confesión y la de la recitación de artículos ha deformado nuestra percepción del mismo. Entonces, el pecado cristiano no debe ser asumido como si fuese el resultado del cometimiento de una falta, pues esta es una transgresión que acarrea un castigo, mientras que «el pecado es pues, antes que nada, una condición original, y una condición original de historicidad, de desarrollo: porque el pecado es la condición generadora, condición de la historia de la salvación y de la salvación como historia, no es un acto determinado, y menos aún una falta» (La Desconstrucción del Cristianismo). En el contexto de la reflexión kierkegaardiana, la condición de la que parte el discípulo es, precisamente, la del pecado, la del no-ser o de la no-verdad.

Ahora bien, el devenir o lo histórico se despliegan a partir del cambio que se opera en el tránsito del no-ser al ser o del paso de la posibilidad a la realidad. Es por ello que todo devenir entraña un sufrimiento, pues lo posible es aniquilado en el preciso momento en que se hace real. Por el contrario, lo necesario no tolera el sufrimiento, en vista de que se mantiene inalterado, pues solo se relaciona consigo mismo. Precisamente, «la perfección de lo eterno es no tener historia: es lo único que existe y que no tiene historia en absoluto» (Migajas filosóficas). Pero si el sentido eminente de lo histórico apunta en dirección de lo que ha sucedido, entonces, se concluye de aquello que lo propiamente histórico es el pasado. Sin embargo, esto no significa, en ningún caso, que habría que retomar el pasado como la necesidad de lo ocurrido o comprenderlo en términos de necesidad, pues aquello equivaldría a aceptar el carácter irrevocable del pasado o su condición de intangibilidad. De ahí que quien asume que el pasado es necesario reconoce inmediatamente su inmutabilidad; es decir, acepta que «su “así” real no pueda hacerse distinto». O, también, que «ese “cómo” posible no podría haber sido diferente». Por el contrario, Kierkegaard señala que el pasado es revocable en dos  direcciones opuestas: por un lado, el cambio es inherente a todo lo ocurrido, por el hecho mismo de que ha devenido; por el otro, la metamorfosis puede también provenir, por ejemplo, del arrepentimiento, que tiende a abolir retroactivamente lo ocurrido. En definitiva, el pecado es condición de la historicidad en la medida en que la posibilidad del devenir histórico se anuda con la existencia de una causa libre. Solo entonces, lo histórico es aquello que ha devenido, no por necesidad, puesto que lo necesario no deviene, sino por libertad. Lo histórico es pasado, pero el discrimen de lo devenido es que no puede ser necesario.

«Quien concibe el pasado, el Historico-philosophus, es por ello un profeta hacia atrás. Ser profeta significa precisamente que en el fundamento de la certeza del pasado se halla la incertidumbre que para éste, en un sentido tan enteramente idéntico como para el futuro, es posibilidad (Leibniz, los mundos posibles), de donde es imposible que derive con necesidad…» (Migajas filosóficas). La referencia de Kierkegaard a Leibniz se justifica si se toma en consideración que el filósofo alemán trata de vincular en sus Ensayos de Teodicea… la cuestión de Dios y de la libertad con el tema de la posibilidad. Una infinitud de mundos concurrentes subsiste en el entendimiento divino, que son el resultado de un ensamblaje complejo de las cosas contingentes o de una infinidad de maneras de colmar todos los tiempos y lugares, entre los cuales Dios elige a uno, el mejor de los mundos; elección que  opera en base a su libre voluntad. Libre, pues se rige por una necesidad moral y no por una necesidad absoluta o metafísica. Dios obra en función del bien —el mejor de los mundos posibles—, pues no hay mayor libertad que la que inclina hacia el bien. Pero, luego de que la decisión ha sido tomada a favor del mejor de los mundos posibles, las cosas, relativas a este mundo, quedan tal cual estaban en su estado de pura posibilidad, estado en que los eventos son contingentes. Ahora bien, el hecho de que el entramado complejo de las cosas contingentes, que forman un mundo, quede tal cual, después de la decisión que lo hace existir, es prueba de que el «acontecimiento no posee nada en sí que lo haga necesario y que impida concebir que algo totalmente distinto podía suceder en su lugar» (Ensayos de Teodicea…).

La fe, señala Kierkegaard, es sentido del devenir, en el cual la certeza del pasado anida en la incertidumbre de la posibilidad. Esto quiere decir que el devenir histórico es ambivalente, pues en él coexisten «la nada del no-ser y la posibilidad anulada que es a un tiempo cada anulación de posibilidad». Es por ello que no puede haber una percepción inmediata ni un conocimiento inmediato del devenir histórico, pues la posibilidad anulada se vierte en lo invisible, mientras que lo real no es más que el efecto de cada anulación de posibilidad. Precisamente, es por esta ambivalencia inherente a la condición del devenir que la fe está abocada a creer en lo que no ve. Así, cuando la fe concluye: «esto existe, ergo ha devenido» trastoca la naturaleza del ordenamiento racional, pues lo real se torna en la sombra de lo devenido. Tiempo sincopado, disparate, por cuya fractura se vuelve inminente la irrupción de un instante grávido de eternidad. En conclusión, la fe no duda de lo real, aun si este es un simple efecto que proviene de la aniquilación de la posibilidad. Esto es así dado que la fe transforma el «así» real en el «cómo» posible del devenir. Esto es, transforma la necesidad en libertad, en vista de que lo posible entraña el inminente riesgo que anida en toda decisión. La fe no duda en el devenir, más bien, ella quiere creer que lo que existe ha devenido y, por lo tanto, no es el resultado de ninguna necesidad. Entonces, la pasión de la duda no es coincidente con la de la fe.

Kierkegaard recuerda que el escepticismo griego dudaba no como resultado de una necesidad del conocimiento, sino como una exigencia de la voluntad. La perseverancia en mantenerse en la duda lo llevó, a la postre, a abstenerse de emitir todo tipo de conclusión proveniente de la percepción o del conocimiento inmediato de los seres. «De ello se sigue que la duda sólo puede ser suprimida por la libertad, por un acto de voluntad, lo que todo escéptico griego comprendía, puesto que se comprendía a sí mismo, pero no suprimiría su escepticismo, justamente porque quería dudar» (Migajas filosóficas). Precisamente, el escéptico griego es, como efecto de su libre voluntad, un prisionero de la duda en la que quiere creer. La posición de la fe es radicalmente opuesta a la del escepticismo, pues ella quiere creer, sin que su voluntad se convierta en prisionera de la elección o de la apuesta a la cual precipita la decisión. Así, si el instante de la decisión es una locura, lo es, justamente, en razón de que la decisión no suprime la contingencia o el ciego azar. Es por ello que la fe no linda con el conocimiento, con la necesidad, sino que es un acto de libertad, por medio del cual se dice sí a lo real devenido, sin que con ello se niegue la posibilidad de otra realidad.

 

Imágenes: Annie Spratt (Unsplash), Pexels

El camino del paseante

Fernando Albán
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Totalidad dilatada, difusa, movediza, llena de intersticios y de dehiscencias. La ciudad no se teoriza, pues ella yace profundamente perdida en los vericuetos de sus entrañas; yace zozobrante en medio de su esparcida intimidad, en la que se sume siempre que olvida que existe. La imagen que la ciudad entretiene, para resistir al trabajo de asimilación de la teoría, emula aquella otra que fascinaba a Benjamin y que, en Una Infancia Berlinesa, encontraba cuando sumergía su mano hasta el rincón más retirado del fondo del armario. Ahí yacían las medias amontonadas o formando hileras a la manera tradicional. Qué intenso placer le provocaba el tener en la mano la media del interior envuelta y recogida en la pequeña bolsa constituida por la media del exterior. Lo que Benjamin experimentaba en ese momento era como un ligero vértigo, provocado por una atracción hacia las profundidades. Súbitamente una media aparecía desde el interior de la otra, y esta última dejaba de ser la envoltura que acogía e invisibilizaba a la primera: «la forma y el contenido, la envoltura y lo envuelto, la media del interior y el bolso son una única y misma cosa» (Una Infancia Berlinesa).

Todo ruge en el fondo enmarañado de la ciudad, en su fondo siempre puesto al desnudo. Esquinas abandonadas, barrios de mala muerte en los cuales vagabundos merodean sin seguir un sentido prefijado. En otro lugar un perro yace aplastado en la vereda, mientras a su alrededor el viento eleva hacia el cielo una funda de supermercado abandonada. Calles sin salida, que extraviaron el camino, emulan la mirada que percibe aquello que la enceguece. Cada pisada roza una calle innominada, mientras la palabra, que dormita entre los labios, lleva consigo la promesa de todo lo vivido. Un ángulo reúne, como en un puño, calles por las que circulan historias disímiles que están a un paso de encontrarse. La ciudad es todo rugido, murmullo inextinguible. Sin embargo, «en esos recodos abandonados, todos los sonidos y las cosas guardan aún su silencio propio» (Benjamin, Paisajes Urbanos).

La ciudad estrangula al alba, pero se mantiene abierta en dirección de sus laberintos insondables, en dirección de sus flujos y reflujos. Trayectorias lanzadas hacia encuentros sincopados. Arterias que acogen todo el drenaje que se reanuda sin fin en aras del trabajo. El centro nervioso de la ciudad no remite a sí mismo, como tampoco a la compacta unidad de su funcionamiento. Por el contrario, se precipita en todas las direcciones y sentidos al mismo tiempo. El cuerpo de la ciudad se disemina en millones de cuerpos singulares, que son tragados y eyectados simultáneamente. Cuerpo fragmentado, heterogéneo, que propicia la abdicación de todo límite y vierte a los seres en el seno de una confusión orgiástica. Babel, Babilonia, Istanbul, Beirut, Singapur, Río.

Ya sea por agua o por aire, por sobre o por debajo de la tierra, la ciudad es, antes que nada, vibración, oscilación, circulación. Cualquier lugar remite a cualquier otro. El tejido o la madeja se expande, propagando la urbanidad por doquier, deportando la ciudadanía cada vez más fuera de sí. Mundos suburbanos: márgenes, marginalidad, afueras, cercanías, siempre difuminando la frontera. «Los suburbios constituyen el estado de sitio de la ciudad, el campo de batalla donde asola sin interrupción el gran combate decisivo entre la ciudad y el campo» (Paisajes Urbanos). La ciudad no es pura civilidad, puesto que también es desbroce, invasión, fiebre, fatiga, insomnio, contagio, codicia, enfurecimiento: miles de cuerpos yacen acurrucados sobre el asfalto.

Trazar una línea sin que subsista perspectiva alguna de encontrar un final. Esta imposibilidad torna evidente el hecho de que la ciudad es su propio fin inmanente. De ahí que un pasaje desemboque siempre sobre otro pasaje, así como las palabras y los actos, las operaciones y los intercambios están consagrados a reanudarse indefinidamente. La ciudad engulle el horizonte y, con ello, nadifica todos los impases, los callejones sin salida, convirtiéndose así en el trazado de sus propios confines. Entonces, la relación de la ciudad consigo misma da paso a la infinitización de los pasajes. En la metrópoli se precisa derivar de un lugar a otro, convirtiéndose en víctima de las emboscadas que la ciudad tiende a sus paseantes. La ciudad se despliega travestida, intrigante, huidiza; seduce al transeúnte para llevarlo a recorrer sus círculos, hasta el agotamiento de sus fuerzas. Encontrar su camino en la ciudad, señalaba Benjamin en Una Infancia Berlinesa, no significa gran cosa. Por el contrario, perderse en una gran ciudad, como solemos perdernos en el bosque, exige que se disponga de una gran educación.

 Cada salida es, simultáneamente, una entrada; la ciudad está atestada de porosidades, que abren trayectos de ida y vuelta. Por esos umbrales todo discurre en un ir y venir incesante, similar a los medios que carecen de fines. La urbe es un sinfín de transformaciones que no avanzan hacia ninguna completitud. De ahí que la urbanidad no se ajuste al modelo acabado de la ciudadanía. Precisamente, el ciudadano sustenta su condición en la autonomía y en la independencia. «La urbanidad es más sutil y delicada, más difícil y más opaca. En ese sentido, el ethos de la ciudad no es un ethos político. Es más o menos que eso, es de una especie diferente, más refinada y menos policial, más despreocupada y menos policial» (Jean-Luc Nancy, La ciudad a lo lejos).

La ciudad es mucho más que una plaza pública; es opacidad, intersticios, recovecos, umbrales interminables, contigüidad de incompatibles. De ahí su susceptibilidad a mirarse en uno cualquiera de sus innumerables espectros, que han sido consignados en novelas o poemas:

Todos los días se matan en New York
cuatro millones de patos,
cinco millones de cerdos,
dos mil palomas para el gusto de los agonizantes,
un millón de vacas,
un millón de corderos
y dos millones de gallos,
que dejan los cielos hechos añicos.

Más vale sollozar afilando la navaja
o asesinar a los perros
en las alucinantes cacerías,
que resistir en la madrugada
los interminables trenes de leche,
los interminables trenes de sangre
y los trenes de rosas maniatadas
por los comerciantes de perfumes.

(García Lorca, Poeta en Nueva York).

 

 

El habitante de la ciudad es el transeúnte, que se desplaza con paso distraído, parsimonioso, despreocupado, errante. Mundo transeúnte abierto a la posibilidad del encuentro, expuesto a la vecindad con lo desconocido, con lo insólito: «Plaza de la Concordia: el Obelisco. Aquello que en él fue grabado hace cuatro mil años se erige el día de hoy en el centro de la más grande de las plazas. De haberlo predicho, ¡qué triunfo para el faraón! La primera civilización occidental llevará un día, en su centro, el monumento conmemorativo de su reino. ¿A qué se parece esta apoteosis? No hay un solo hombre, sobre diez mil, que pasan por aquí y que no se detenga; no hay uno sobre diez mil que al detenerse no lea la inscripción. Es así que toda gloria depende de lo que fue prometido y ningún oráculo no le iguala en astucia. Puesto que el hombre inmortal está ahí como este obelisco: él regula una circulación espiritual recubierta por el ruido, y la inscripción que lleva no es útil para nadie» (Benjamin, Calle en sentido único).

La ciudad no se teoriza, dado que ninguna vista de conjunto puede aprehenderla en su totalidad. Esta imposibilidad no corre a cuenta de una insuficiencia inherente a la mirada, procede, más bien, de la extralimitación propia de la ciudad, que la lleva a buscarse en su «extroversión interna» o en la «extimidad de su intimidad». Nunca dada, siempre en camino. Deconstruyéndose para construirse; siempre en obra, des-obrada; expuesta y oculta; aérea y subterránea. La ciudad se rehúsa a ser un objeto puesto, dispuesto para la captura óptico-teorética de un sujeto. Es así que múltiples ciudades cohabitan en la ciudad, unas dispuestas en un ordenamiento vertical, otras en uno horizontal. Las primeras han sido recubiertas por el olvido, las otras coexisten sin confundirse, siguiendo un trazado que las anuda y desanuda. La ciudad es el ensamble o la puesta en conjunto de una irreductible disparidad. De ahí que en su superficie misma confluyan, sin con-fundirse, edificaciones, ritmos, gestos provenientes de diferentes épocas; entrelazados y, sin embargo, en tensión permanente, tocándose al infinito.

La ciudad, afirma Nancy en La ciudad a lo lejos, es el artista del vivir-juntos, pero esta cualidad solo le es inherente en la medida en que, desde el comienzo, la urbe se asienta sobre el desarraigo. De ahí que la ciudad deba ser inventada a perpetuidad, pues el vivir-juntos no es una condición dada, es apertura a los posibles. Por esta razón, la invención urbana se halla en las antípodas del campo, de la tierra, de las raíces, de los rebaños; es «brote sin raíz», en el cual la frágil atadura al suelo deviene en deseo de elevación. Precisamente, el «rostro turbado» de la ciudad es el reflejo de una «identidad desconcertada» ante la evanescencia de las raíces o, lo que es lo mismo, ante la ausencia de finalidad. Entonces, el arte o la técnica urbanos provienen de la necesidad de acoger esta ausencia y la infinidad que de ella emana. En Calle en sentido único Benjamin destacaba que la dominación de la ruta determina el sentido fundamental de toda técnica. Justamente, en el marco de la ciudad la técnica encuentra el sentido que le es propio: la exposición a la naturaleza interminable de la ruta, de las vías, de los pasajes. Por consiguiente, al ser la ciudad un universo en dilatación, la técnica o el arte de la invención urbana devienen en la experiencia aporética de lo inacabado, de lo fragmentado. En suma, la ciudad no se teoriza, pues la extralimitación a la que está sujeta imposibilita que se ofrezca a la mirada bajo la forma del paisaje.

El transeúnte es aquel en quien se cristaliza de mejor manera el arte que es —o que pone en juego— la ciudad. Precisamente, en el callejeo se anudan las distancias, mientras que las proximidades sueltan el sutil aroma que las vuelve lejanas. A cada paso de la multitud transeúnte el acercamiento «transporta siempre más lejos el distanciamiento». De ahí que en el callejeo la libertad deambule a lo largo de vías que no han sido adscritas a un destino prefijado. Una intensa sed de infinito se apodera del paseante, que, mientras camina, percibe en el instante mismo todo lo que le sale al paso, sin dejar de ser presa de un vago presentimiento. Un murmullo arcaico sopla sus oídos, como signo de complicidad con aquellas calles en las cuales supo perder su camino.

Todo el arte urbano radica en «su infinito sentido de encuentro». Pero la puesta en juego del encuentro precisa que el paso del transeúnte no sea interrumpido; es decir, inmovilizado, condicionado, direccionado, teledirigido. ¿Queda aún lugar para que el transeúnte de veredas, de pasajes, de intersticios pueda extraviarse en el laberinto de las calles? ¿Queda aún lugar en la ciudad para el despliegue o la proliferación de un sentido errante, que ha sabido perder su camino o «perder el sentido de su errar»? La ciudad y, sobre todo, las viejas ciudades, afirma Agamben, son lugares cubiertos de signos, de firmas, de cifras, de monogramas que el tiempo ha depositado sobre las cosas. El paseante recoge distraídamente las innúmeras inscripciones en el transcurso de sus derivas. Pero operaciones de restauración que tienden a uniformizar las ciudades han borrado o han vuelto ilegibles los signos o los trazos que configuran «el espectro o la magia del lugar».

Para que el sentido errante tenga lugar no se requiere de la asignación o del acondicionamiento de un lugar; se precisa, por el contrario, que la deambulación deserte de los caminos insidiosamente construidos con el propósito de orientar el paso, de asignar un curso a la circulación del sentido. En cada callejeo, deambulación o paseo la ciudad se inventa una vez más, pues solo entonces concierta una cita con la libertad.

 

 

 

El error de Epimeteo

Fernando Albán
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El mito de la democracia

En el segundo tomo de la Historia de la filosofía, una vez que se ha expuesto el lugar que los sofistas ocupan en el ámbito del pensamiento griego, Hegel prosigue con la exhibición del método que empleaban, de su modo de proceder, y, para ello, se remite al Protágoras de Platón. La sofística no consiste, solamente, en el cultivo de la destreza expositiva, como tampoco cree que la multiplicación de los puntos de vista para enfocar en todos sus aspectos un determinado problema es suficiente. El arte de los sofistas exige, además, ser velado y disfrazado de diversos modos. Homero y Hesíodo practicaron la sofística bajo la forma de la poesía; Orfeo y Museo la envolvían bajo el ropaje de los misterios y los oráculos; otros recurrían a la gimnástica o a la música. Protágoras, sin embargo, prefería no esconderse. Para enseñar al hombre a regentar del modo más hábil los asuntos de Estado, Protágoras afirma que es preciso confesar abiertamente que se es un sofista. Sócrates, al escuchar que la virtud política puede ser enseñada, no oculta su descontento e inconformidad; arguyendo como un sofista, invoca, como apoyo para su tesis, a la experiencia: Pericles, que dominó el arte de la política, nunca intentó transmitir esta ciencia a sus hijos. El arte de la política carece de discípulos.

Protágoras responde que es posible enseñar la virtud política y, para explicar cuáles son las razones que empujan a creer lo contrario, recurre a la máscara del mito. En respuesta a un encargo de los dioses, Epimeteo repartió entre los seres el vigor, la velocidad, la fuerza, el pelaje, las cuevas, la capacidad de volar; concluyó su distribución con la mayor igualdad posible, de tal manera que ninguna de las especies pudiera ser destruida. Prometeo, al revisar la distribución que Epimeteo había hecho, se percató de que los hombres yacían desnudos, inermes e impotentes. La falta de previsión de Epimeteo había determinado que ya no quedara nada que entregarles a los humanos cuando llegó su turno. Prometeo, entonces, al acercarse el momento en que los humanos debían salir a la luz, robó a Hefaistos el fuego y a Atenea la sabiduría, y se los entregó para que pudieran hacer frente a sus necesidades. Pero, al carecer los mortales de sabiduría política, su vida quedó a merced de la discordia. Fue entonces que Zeus, movido por la compasión, ordenó a Hermes que les infundiese pudor y justicia con el propósito de que pudiesen construir ciudades y anudar lazos de amistad. Hermes preguntó si los dones debían ser repartidos entre algunos hombres solamente; Zeus respondió que debían ser entregados a todos por igual, pues ninguna comunidad social puede subsistir si solamente unos cuantos poseen dichos dones. De ahí que, en Atenas, cuando se trataba de tomar acuerdos sobre los asuntos del Estado, todos estaban en capacidad de intervenir.

Lo que resulta paradójico es que, una vez concluida la exposición del mito por parte del sofista, las mismas razones permiten sostener que la virtud política —es decir, el pudor y la justicia— puede y no puede ser enseñada. De ahí que Protágoras afirme, siguiendo el sentido fundamental del mito, que todos los seres humanos son igualmente susceptibles de adquirir, por medio de la enseñanza, el arte de la política. De cualquier manera, se enseñe o no, lo esencial del mito es que la virtud política es la cualidad general de todos los hombres. Esto se torna evidente cuando Protágoras señala que nadie se rehúsa a enseñar a los demás lo que es justo, como tampoco a mantener en secreto la ciencia de la política como si fuese un bien al que se posee de manera privada. La justicia es un bien que se posee en común, y, por lo tanto, en lo que atañe al arte de la política, «todos son enseñados por todos» (Hegel, Historia de la Filosofía II). Posiblemente, consideraciones similares son las que llevaron a Jacques Rancière a sostener con insistencia que la democracia, antes de ser un “régimen político”, es el régimen mismo de la política. Siguiendo esta premisa, la política no puede sustentarse en desigualdades naturales o sociales; de ahí que «la condición para que un gobierno sea político es que esté fundado en la ausencia de título para gobernar» (Rancière, El odio a la democracia). La democracia, como régimen de lo político, revela que la igualdad —el pudor y la justicia que se posee en igual medida— se convierte en el fundamento del poder común. Solo entonces la legitimidad de un gobierno depende del estricto hecho de ser político; es decir, de carecer, en el ejercicio de gobernar, de título o de fundamento legitimador. La democracia está regida, tal como lo entiende Rancière, por la «ley de la suerte». La institución democrática por excelencia, entonces, es el sorteo.

El mito del político

En el Político de Platón, se define a la «política» como «el arte de apacentar hombres». Y es indiferente si se califica a la política como arte o como ciencia, puesto que, en cualquier caso, es indispensable el conocimiento para conducir al rebaño. De ahí que el hombre político —el filósofo— haya sido también relacionado con el cochero, al cual, gracias al saber que posee, se le entregan las riendas de la ciudad. Pero, al ser el político un tipo determinado de pastor, es necesario diferenciarlo de todos aquellos que destinan su labor a la crianza del rebaño humano. Con este propósito, Platón se sirve de un extenso mito que trata sobre la reversión periódica del universo y sobre el impacto que este evento tiene en la configuración de la vida humana. Cuenta el mito que, en la época de Cronos, dios personalmente conduce el movimiento circular del universo, mientras que, en la época de Zeus, el universo está a su propia merced; es, en esa libertad, que el universo empieza a circular en sentido retrógrado. Al principio, cuando el dios regía el movimiento circular, todas las partes del mundo estaban distribuidas y apacientadas por diversos dioses. Es así que, en la época de Cronos, los humanos carecían de regímenes políticos y brotaban espontáneamente de la tierra de la que recibían una profusión de frutos. En la marcha retrógrada del universo, la raza nacida de la tierra desapareció por completo, pues ya no le era posible al ser vivo nacer y subsistir por acción de agentes exteriores. Al ser el mundo amo y señor de su nuevo curso, todos los seres recogidos en su seno debían enfrentarse a la misma suerte. De este modo, una vez que los hombres se quedaron privados del cuidado de los dioses, fue necesario que el político cuide de ellos.

En el período en que dios dirige la marcha del universo, este se comporta siempre de manera idéntica y se mantiene en conformidad consigo mismo, pues la inteligencia logra imponer un pleno dominio sobre el elemento corpóreo. Por el contrario, el universo de la época de Zeus está abandonado a su suerte y, por lo tanto, las cosas que anidan en él se encaminan a su corrupción; se trata de un mundo más heterogéneo y que participa cada vez menos del ser. Librado a sí mismo el universo degenera en una organización cada vez más confusa que lo arrastra hacia la región en la que prima la desemejanza. Hoy vivimos en el período cósmico que resulta del abandono del dios; época en la cual, por lo demás, son indispensables las ciudades en cuyo ámbito se suscita el problema de la política y del político. Precisamente, el político es el relevo del dios en la época retrógrada, puesto que posee «una ciencia relativa a las acciones» que lo vuelve apto para apacentar al rebaño humano. Gracias a la posesión de la ciencia, el político es capaz de mesurar el más y el menos, no solamente en su relación recíproca, sino «con la realización del justo medio». Es decir, el político mide teniendo en cuenta la relación que una acción guarda con la medida justa, absoluta. Además, la posesión del patrón absoluto —la justa medida— es lo que permite al político colocarse por sobre la ley y justificar, al mismo tiempo, el carácter absoluto del poder. De ahí que, el único límite del político sea el que brota de su propio saber. «Por necesidad, entonces, de entre los regímenes políticos, al parecer, es recto por excelencia y el único régimen político que puede serlo aquel en el cual sea posible descubrir que quienes gobiernan son en verdad dueños de una ciencia y no sólo pasan por serlo [como el sofista]; sea que gobiernen conforme a leyes o sin leyes, con el consentimiento de los gobernados o por imposición forzada, sean pobres o ricos, nada de esto ha de tenerse en cuenta para determinar ningún tipo de rectitud» (Platón, Político).

Solo el régimen político fundado en el saber de un único individuo es auténticamente político, pues «ninguna muchedumbre de ningún tipo sería jamás capaz de adquirir tal ciencia y de administrar una ciudad con inteligencia» (Político). Y, en cuanto a las otras formas de gobierno, no resultan ser más que imitaciones del régimen perfecto en el que gobierna un solo político dotado de ciencia. Esta forma perfecta de gobierno, la única legítima para Platón, funciona como patrón para juzgar a las otras, bajo el criterio de mayor o menor proximidad respecto de esta forma de gobierno ideal. En la estructura jerárquica que se despliega a partir del arquetipo ideal, los regímenes «que están regidos por buenas leyes» tienen la virtud de imitar de mejor manera al régimen absoluto, aun si no llegan a ser considerados como propiamente políticos. Esta exclusión, del ámbito de la política de los regímenes basados en la «función legislativa», se debe a que la ley, por su alcance universal abstracto, no puede dar cuenta de «las desemenjanzas que existen entre los hombres, así como de sus acciones», puesto que ningún asunto humano es estático. Es decir, la ley procede como si fuese un hombre fatuo que dice no a todas las iniciativas que sean ajenas a las disposiciones elaboradas por él. En consecuencia, el legislador no está en condiciones de «atribuir con exactitud a cada uno en particular lo que le conviene».

El político es el encargado de superar el límite inherente a la ley, reduciendo el movimiento retrógrado que separa la época de Cronos —lo universal abstracto— de la de Zeus —lo particular concreto—. El Político de Platón configura el escenario propicio para que el gobernante prescriba la justa medida para cada acción humana. Se trata de la configuración de una vida en la cual las reglas se encuentran tan ajustadas a las acciones de los individuos que terminan sumiéndolos en la esclavitud. De ahí que el efecto de la acción del Político consista en hacer que la regla se confunda con la realidad, solo entonces aquella resulta incuestionable. La regla, dice Castoriadis en Sobre el Político de Platón, no debe adherirse a nosotros como la túnica de Neso se adhiere al cuerpo de Heracles. Y este muere porque es una túnica envenenada. Solo podríamos apartarnos de las reglas arrancándonos la piel.

Dos mitos, dos sentidos antagónicos de la política. El Político real cuyo gesto consiste en hacer de «su arte ley» y Protágoras, el sofista, hombre democrático cuyo ser es la palabra: virtud poética que reposa en la confianza; confianza, por ejemplo, en la igualdad de las inteligencias. Al final del Protágoras, Sócrates reconoce que el engaño de Epimeteo hizo que reine la confusión. Así, una vez concluido el diálogo no es lícito afirmar si la virtud política puede ser enseñada o no, como tampoco se puede saber si el engaño de Epimeteo «en la distribución que hizo» fue el efecto de un descuido. Epimeteo, por descuido o por error, hace que la confusión reine por todos lados, su gesto recuerda oscuramente que la democracia, más que una forma de gobierno, es la irreductible ingobernabilidad sobre la que todo arte de gobernar se funda. La democracia es el régimen de la política sin el político.

 

Imagen: Carl Raw on Unsplash

Las humanidades: disciplinas de lo no disciplinable

Fernando Albán
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En el libro Cartas sobre la educación estética del hombre, escrito en el contexto de la revolución francesa, Schiller repudia que la «comunidad social» haga de la función el criterio de valoración supremo y el principio que debe regir la formación del hombre. El tipo de educación forjado sobre la base del sentido práctico de la función o sobre el principio de la profesionalización se sustenta en la adquisición de aptitudes mecánicas, negadoras de las singularidades, lo que lleva la inteligencia al oscurantismo. Esta educación, centrada en el mercado, está vinculada a la voluntad de sometimiento y sujeta a la observancia incuestionable de las leyes; así, este tipo de formación confina al hombre a subsistir inmerso en los límites de lo útil. De ahí que, el Estado, en su afán por dotarse de servidores, recurra a la formación de ciudadanos dóciles y funcionales; para ello, hará uso de la educación superior como su herramienta para conseguirlo: formará individuos capaces de ratificar el poder y el orden establecido. Bajo este Estado social de servidumbre, la «vida concreta» de los individuos queda abolida, dando paso a la producción de una «totalidad abstracta», carente de sentimientos.

Si volteamos la mirada, desde la perspectiva humanista de la educación estética, según Schiller, se afirma la necesidad de un régimen espiritual superior, que está en ruptura con el sentido práctico de la función. La educación estética, llamada a reemplazar a la revolución política, se cristaliza en el libre juego que una comunidad humana mantiene con una forma libre, es decir, con todo objeto artístico. La autonomía de la forma bella desliga al arte de toda función social. El estado estético, al ser una disposición libre de toda atadura de tipo moral o físico, es la facultad que conduce al umbral del infinito. Solo entonces la exigencia de lo superfluo encuentra un asidero propio en el sentimiento que resulta del contacto con la forma. Esta relación constante con la forma autónoma es el medio idóneo para «dar la libertad por intermedio de la libertad».

 

Erigir la educación superior desde la perspectiva de la función o la profesionalización equivale a experimentar lo real como un fardo que se lleva a cuestas. Dicho de otro modo: aceptar o asumir lo real tal como es, sin cuestionamientos, significa hacer del humano un funcionario de «l’État des choses», consagrándolo, así, a lo dado. Bajo ese estado, se configura lo que Nietzsche entiende como el sentido del rebuzno. La afirmación en el asno —el rebuzno— está marcada por la imposibilidad de decir «no» y representa la aceptación incondicional de la carga que se lleva en el lomo: el peso de lo real. El asno —el tecnócrata— sufre los dolores de la existencia como un fardo que no puede quitarse de encima; abrumado por el peso del presente no podrá cuestionarlo, pues ha tasado su valor demasiado alto.

El presente es impertinente, observa Nietzsche, pues actúa sobre la vista y la determina aun cuando esta quiere negarse a ver. El aplastamiento del presente (el día a día de los periódicos) y lo real vivido —como un fardo— se alían para configurar la escena donde el Estado se sirve de la Universidad para formar ciudadanos dóciles y útiles. El tipo de saber que se trama en este ámbito es designado por Nietzsche —en su texto: «Schopenhauer educador»— como «ciencia pura». En el mito construido sobre el anhelo universitario de esa «ciencia pura», la aceptación que nace del rebuzno se hace pasar por realidad, incluso más: como si fuese la única posibilidad de lo real. El saber, entonces, se reduce a ser, únicamente, la obligación que surge del «estado de las cosas» (l’État des choses).

Para hacer frente a l’État des choses, Nietzsche recurre al arte como asentimiento que aligera el peso de lo real. La afirmación que viene del arte libera, descarga a la vida del fardo que la sofoca. Así, en el arte, ya no se trata de la imagen del profesional condenado a la repetición incesante de la misma rutina a un ritmo cada vez más acelerado (lógica implacable del productivismo), sino que se apuesta a lo intempestivo, a desgarrar lo causal: supone invento y creación. La educación, sostiene Nietzsche, debe «adiestrar» al hombre para que sea capaz de liberar a la vida del peso que la retiene a los hechos consumados. Adiestrar es nutrir la facultad de prometer, pues en la promesa se anuncia al hombre que es «capaz del futuro». El sentido nietzscheano del adiestramiento no hace del hombre un perro de presa que persigue y venera el dato presente, sino que lo vuelve apto para la memoria como «función de futuro».

En una conferencia pronunciada en 1983 en la Universidad de Cornell, el filósofo francés Jacques Derrida previene sobre la amenaza que acecha a la Universidad cuando se la intenta encerrar en los límites establecidos por la programación tecno-económica del mercado y la producción o dentro del frenético día a día instaurado por la competencia. Pero, señala también que, al pretender sustraer a la Universidad de los programas enmarcados en lo útil y en el imperativo de la profesionalización, se corre el riesgo de reconstituir, desde las Humanidades, ciertos privilegios de casta de clase o de corporación. Se requiere entonces, para evitar las insuficiencias de aquello que se combate, dar un paso más. Ir más allá podría significar, en este contexto, asumir que, si bien la Universidad es reflejo de la sociedad, esa relación de reflexión es también de disociación. El reflejo, a la par que reproduce, desdibuja a la sociedad, abriendo así la posibilidad de que esta se mire en el otro; el otro no disciplinable. Pensar hoy la Universidad, insiste Derrida, es asumir la responsabilidad por aquello que no es o no está aún: «¿Pero de qué otro es posible sentirse responsable, sino de aquel que no nos pertenece? ¿De aquello que, como el porvenir, pertenece y remite al otro?»

Es necesario defender la autonomía del arte, la literatura y la filosofía e impedir que sean subordinadas a finalidades exteriores de utilidad, productividad o rentabilidad; se debe cuestionar, asimismo, su supeditación a imperativos éticos, cívico-patrióticos, culturales o asistenciales. Pero la defensa de esa autonomía de las Humanidades no puede desconocer su esencial heteronomía: condición de su irrenunciable misión y sentido crítico. Esto supone, sin embargo, que esa autonomía no se confunda con la asignación de límites que confinen a las Humanidades a un determinado tipo de contenido, de objeto o de lógica. De hecho, las Humanidades salen de las aulas y se dirigen hacia otras disciplinas para construir objetos insólitos, sin perder la integridad y unidad que le son inherentes.

Las Universidades deben tener a las artes, a la literatura y la filosofía como parte fundamental de sus ofertas académicas, pues es imperativo que estas sean enseñadas debido a su «utilidad». Sin embargo, es preciso observar que las Humanidades no se reducen a estructuras institucionales de enseñanza, dado que son susceptibles de ser desbordadas por aquello que no es enseñable, por aquello que no es institucionalizable. Las artes, la literatura y la filosofía están marcadas por un principio contradictorio que pone en juego su identidad: son localizables y desbordantes, superfluas y necesarias; son instituciones que se mantienen al límite de lo institucionalizable, enseñanzas que guardan en ellas el exceso por el que se insinúa lo no enseñable. Disciplinas de lo no disciplinable, las Humanidades guardan la memoria como función de futuro, son promesa de infinito.

 

 

Del principio de pertinencia

Art. 107.- Principio de pertinencia.- El principio de pertinencia consiste en que la educación superior responda a las expectativas y necesidades de la sociedad, a la planificación nacional, y al régimen de desarrollo, a la prospectiva de desarrollo científico, humanístico y tecnológico mundial, y a la diversidad cultural. Para ello, las instituciones de educación superior articularán su oferta docente, de investigación y actividades de vinculación con la sociedad, a la demanda académica, a las necesidades de desarrollo local, regional y nacional, a la innovación y diversificación de profesiones y grados académicos, a las tendencias del mercado ocupacional local, regional y nacional, a las tendencias demográficas locales, provinciales y regionales: a la vinculación con la estructura productiva actual y potencial de la provincia y la región, y a las políticas nacionales de ciencia y tecnología. [Ley Orgánica de Educación Superior (LOES), aprobada bajo el régimen de Rafael Correa Delgado.]