¿Es Fausto el último Hombre?

¿Honrarte yo? ¿Por qué?
¿Aliviaste tú alguna vez
los dolores del afligido?
¿Enjugaste las lágrimas del angustiado?
¿No me han forjado a mí como hombre
el tiempo omnipotente
y la eterna fortuna,
que son mis dueños y también los tuyos?

J. W. Goethe, Prometeo

 

 

Siguiendo un sugerente artículo de José Luis Villacañas publicado en 2007, en el que se analiza la lectura del padre del psicoanálisis sobre el Fausto, podemos afirmar que una importante lección que el último Freud nos dejó ―aquel que en 1930 recibió el premio Goethe―, consiste en la certeza de que el ser humano sufre, que sufre de forma similar en todos lados y que también los motivos del padecimiento son compartidos por los miembros de nuestra especie. De tal manera que una mirada breve a las cúspides de la literatura pone de manifiesto la universalidad de lo humano expresada también en la universalidad de su pathos. Si no, ¿cómo podría existir empatía alguna entre, por ejemplo, un joven otavaleño y el rey Lear? La literatura es por tanto el campo artístico en el que en términos generales se retrata la integralidad de lo humano y particularmente la forma humana de padecer. De los múltiples rostros que puede asumir el padecimiento humano, el que más le interesa a Freud y también el que de mejor manera se muestra en la literatura, es el sufrimiento que provoca la propia condición humana, el advenimiento de lo humano, ese segundo nacimiento del ser humano hecho de control y sometimiento, de disciplina y gestión de las pulsiones, en fin, de renuncia a lo animal instintivo y de afirmación de lo social cultural. Es esta percepción de la condición humana como tránsito, como doloroso camino hacia sí misma, la deuda que Freud tiene con Goethe. Por esta razón el recorrido que nos muestra Fausto contiene los mimbres del sufrimiento universal humano, del padecimiento específicamente humano, es decir, de aquel que proviene del camino de la autocreación del hombre.

 

 

 

 

Fausto, la monumental obra de Goethe es, como afirma Lukács, una abreviatura de la evolución de la humanidad, o dicho en otros términos, una imagen de la tragedia humana. Goethe tiene el inmenso mérito de exponer los componentes que hacen de la humanidad, lo que fue y lo que es, haciendo posible asignar un sentido a la historia. Fausto muestra así el fundamento de toda filosofía de la historia: el periplo humano no es fruto del azar, ni de la voluntad divina, sino el resultado de la acción de la humanidad. Pero pese a la grandeza de estos hallazgos, quizá el logro mayor de Goethe en Fausto haya sido intuir el fundamento creador de los futuros posibles que aguardan a ser recorridos por el ser humano. Pues en la tensión dramática de Fausto se esconde una disputa de enorme calado: en el agonismo de lo humano que se enfrente a la divinidad está contenido el principio constitutivo de lo humano. Ese principio constitutivo, esa condición ontológica es su lucha irreductible por ejercer su libertad. Sea cual sea el camino que recorra la humanidad en el futuro, éste será el resultado de esta búsqueda fundante de libertad.

No cabe duda de que el personaje de Fausto bebe de las fuentes del antiguo mitologema de Prometeo; muestra de ello es que Goethe trabajó durante años en una versión de este mito. Fausto posee las características de los titanes: su irreverencia, su irreductible tesón, su natural irrespeto a la autoridad. Pero más allá de estos rasgos de carácter, la humanidad representada por Fausto se hermana con la estirpe de los titanes por su inconformidad frente al destino que le ha sido asignado. Las palabras de Fausto son a este respecto muy elocuentes: «He estudiado, ¡ay!, filosofía, jurisprudencia y medicina, y, por desgracia, también teología, hasta el fondo, con ardiente esfuerzo. Y aquí estoy, pobre tonto, y sé lo mismo que antes». Fausto lo tiene todo; es un sabio, un filósofo, un científico, ante él se abren múltiples caminos, infinitas posibilidades, pero se escabulle de todas ellas abrazando anhelante lo más etéreo, lo inalcanzable. Así lo expresa en una rara combinación de búsqueda y pesimismo: «¡Ni un perro aguantaría esta vida! Por eso me he entregado a la magia, a ver si por la boca y potencia del espíritu se me manifiesta algún misterio para que no tenga que decir más, con agrio sudor, lo que yo mismo no sé; para que conozca lo que contiene el mundo en lo más íntimo». Fausto, es decir la humanidad, no es otra cosa que ese ser desmesurado que todo lo hace desmesuradamente, cuyos emprendimientos son por naturaleza desproporcionados. Se trataría en el caso de nuestro héroe, y por supuesto en la humanidad toda, de una condición que los griegos definieron con el término hyper moiran o hyper moron,que no es otra cosa que el intento, titánico, de escapar al propio destino o a la propia muerte.

Desde el primer momento Fausto reta a la divinidad: «¿Qué podrás darme tú, pobre diablo? ¿Alguno de los tuyos ha llegado a comprender alguna vez las altas aspiraciones del espíritu humano?». El mortal que es Fausto, el ser humano expuesto a las apuestas de los dioses, se levanta orgulloso por sobre la figura de Mefistófeles, y por lo tanto, por sobre la divinidad misma, y agrandándose ante ella, ufano de su propia potencia, seguro de sus fuerzas le espeta al demonio en un pasaje decisivo: «Si alguna vez puedo tenderme tranquilo en un lecho de ocio, me da igual lo que ocurra conmigo. Si alguna vez me puedes engañar con lisonjas, de tal modo que me agrade a mí mismo; si me puedes cegar de placer, ¡sea ese mi último día! ¡Acepto la apuesta!».

 

 

 

 

Fausto es el personaje arquetípico del humanismo moderno, de ese cataclismo cósmico que ubica al ser humano en el centro del universo. Se trataría, en el caso de Fausto, de la personificación de un crimen mayor, del asesinato de dios o, como diría Bolívar Echeverría, de la muerte de la primera mitad de dios, es decir, de dios como fundamento del orden cósmico. Ciertamente el Fausto de Goethe retrata la forma moderna de la naturaleza humana o mejor dicho, el anuncio de esa forma moderna de lo humano. Pero late en esa percepción goetheana de lo humano un sustrato primordial, que radicaría en la lucha del hombre por desplegar su libertad en pos de construir un mundo a su medida. Deriva esta de la libertad humana que se expresa fundamentalmente en el exorcismo del caos y en la consecuente implantación del cosmos. Creemos que el Fausto de Goethe capta aquello que los griegos también captaron y consignaron en el mito de Prometeo. El ser humano, ese ser desproporcionado del que ya hemos hablado, en el ejercicio de su libertad ha tenido la osadía de reducir el mundo a su propia lógica, a su razón. De tal manera que la forma moderna de lo humano no sería, al menos a nuestros ojos, más que una radicalización de esa hybris en la que se funda todo lo humano. De ahí que el ser humano sea primero y principalmente un homo laboris empeñado en la concreción de su mundo, de su orden propio y específico.

Fausto ha urdido su trama, es él mismo quien ha consumado su trayecto vital, por eso al devenir fáustico y también al humano no se les puede aplicar la idea de destino. La condición fáustica tiene implícitas unas consecuencias con las cuales la humanidad deberá bregar. Igual que los titanes, el personaje de Goethe está sometido al imperio de su propia naturaleza. El materialismo histórico, la que posiblemente sea la única filosofía de la historia que quede aún en pie, no es una filosofía teleológica, sino ontológica; no puede por tanto abdicar del principio constitutivo de lo humano, a saber, del hecho de que el ser humano es un ser laborante comprometido inexorablemente con la realización de su libertad. Si es posible aún una fe en el futuro de la humanidad, esta no pude escapar a esta verdad fundadora: no puede en aras de la ilusión del paraíso, comunista o lo que sea, o del miedo que provoca la imagen que nos devuelve el espejo, extraviarse de esta gran verdad. Aunque Goethe llamó tragedia a su Fausto, bien podemos preguntarnos si esta obra encaja en ese género, y esto pese a la brutal experiencia histórica del siglo XX y a las ominosas amenazas que acechan a la humanidad en este inicio de siglo. El final de Fausto, con el héroe entregado a la idea del futuro, no puede ser menos que una refutación de la definición de tragedia. Al final, y pese a lo azaroso de su camino, Fausto es salvado y muere subyugado por la imagen del futuro, de un futuro que el mismo pretende realizar. Nos interpela, pues, desde el Fausto de Goethe una sabiduría antigua que hace que volvamos nuestros ojos a lo fundamental y nos preguntemos: ¿es Fausto el último hombre?, ¿es la humanidad moderna la última versión de lo humano? O ¿está lo humano imposibilitado para dejar de ser tal y por tanto solo le queda el horizonte inalcanzable y a la vez terrible?

La actualidad de una ilusión

Iván Sandoval Carrión

 

En 1927, cuando Sigmund Freud escribió y publicó “El Porvenir de una Ilusión”, el mundo occidental asistía a cuatro fenómenos importantes: la aurora de los dos totalitarismos logrados del siglo pasado, el nazismo y el estalinismo; el preludio de la gran depresión de la economía norteamericana; el desarrollo de la ciencia, la tecnología y la producción en cadena de montaje, y una incipiente pérdida de la fe de algunas personas en las doctrinas religiosas y en la Iglesia católica. Sin exponerlo claramente en su texto, Freud articula estos eventos entre sí para centrarse solamente en dos de ellos a través de una hipótesis: la declinación de la credulidad religiosa vinculada o causada por el desarrollo científico y la racionalidad del siglo XX. Ello le permite proponer a la religión y a la fe que la sostiene, como una “ilusión”.

Una ilusión no es un error o una falsedad causada por un vicio lógico de razonamiento. Una ilusión es una creencia, construida de la misma manera que una fantasía, que mantiene una expectativa y que está impulsada por un deseo y su realización que se vive como posible y anhelada. En la ilusión hay lugar para la esperanza y la incertidumbre a la vez, lo que la diferencia de una idea delirante, porque un delirio se proclama como la verdad absoluta con plena convicción. Una ilusión supone el sostenimiento de una fe, a falta de certeza delirante o de verificación científica que permite un pronóstico infalible. Del orden de lo intangible e irrefutable, una ilusión se sostiene en el deseo de los sujetos como en el caso de la ilusión amorosa, aunque también puede ser inducida o transmitida por enseñanza, como la ilusión religiosa.

¿Cuál es el deseo que anima la fe religiosa, en tanto una ilusión? Freud establece un paralelismo entre el desarrollo de los niños y el de la humanidad a través del sentimiento de indefensión y la búsqueda de protección. El niño se siente vulnerable frente a las amenazas del mundo, y demanda la asistencia del padre protector que le otorga un cuidado diferente al de la madre nutricia, pues el padre le enseña a valerse en ese mundo temido. El adulto se muestra inseguro y ansioso ante las catástrofes naturales, la incertidumbre de la economía, las enfermedades y la muerte, entonces ¿a qué padre podría dirigirse? Es en ese punto donde Freud propone que Dios es la entificación del Padre protector de la humanidad para todos y en todos los tiempos, la fe es la ilusión de su existencia, la religión es el conjunto organizado de doctrinas y preceptos, y la iglesia es la institución administradora.

Entonces, la religión es una construcción cultural animada por el deseo de la existencia de un Padre protector, benévolo y justo, del cual emanan las reglas y prohibiciones que regulan el orden social, antes que de un pacto simbólico o un acuerdo político entre los pueblos. La religión realiza ese deseo de protección, y al mismo tiempo implica la promesa de la vida eterna después de la muerte que nos compensará por los sufrimientos y privaciones que hemos padecido en la tierra. El desarrollo de su proposición acerca de Dios como el Padre, empieza tempranamente en el pensamiento de Freud, a partir su propia lectura del mito del padre primordial de la horda primitiva, su asesinato y el pacto social que establece la ley de prohibición del incesto, del canibalismo y del homicidio, y con ello funda todas las sociedades de seres hablantes y la cultura. El concepto del complejo de Edipo en la obra freudiana, dará cuenta de ese atravesamiento en cada niño, para inscribirse en el lenguaje y en las normas.

Aunque la religión es un sistema psicológico y una construcción cultural que funda una ética y un orden social, Freud pensaba que al estar sostenida en la fe y enunciada a través de dogmas incuestionables, la religión ponía un límite al desarrollo del pensamiento y a la posibilidad de interrogación por parte del sujeto. Por ello, la religión ha mantenido -al decir de este autor- en una condición de obediencia y desvalimiento infantil a la humanidad, que en ciertos momentos ha dificultado el desarrollo de la ciencia y de la investigación. Al mismo tiempo, ha propiciado la irresponsabilidad subjetiva acerca del propio deseo y -paradójicamente- la aceptación de la condición humana como esencialmente inmoral y pecadora. Allí es donde interviene la “ilusión de Freud”, como él mismo lo admite: la de que el desarrollo del pensamiento y de la investigación científica en el siglo XX, permitirá a la humanidad salir de la dependencia infantil en la que se halla sumida respecto a la religión.

Casi un siglo después, verificamos que la “ilusión de Freud” era solamente eso: otro tipo de expectativa crédula, de un orden distinto, pero igualmente animada por el deseo del padre del psicoanálisis que circulaba por las vías de sus pretensiones científicas y de que cada sujeto se haga responsable de lo que en cada uno anima y sostiene su deseo: su inconsciente y su condición de estar-en-falta por la imposibilidad de un verdadero “ser”. Esa falta-de-ser propia de los seres hablantes es lo que en cada sujeto sostiene el deseo, no como deseo de algo específico y particular, sino como una búsqueda que se reanima cada mañana al despertar y que lleva a cada uno por diferentes destinos y objetivos sin cesar jamás, hasta… la muerte. Diferentes metas y encuentro con diferentes objetos, pues no hay un objeto único, específico y ubicable en la realidad que satisfaga definitivamente el deseo. Todos los objetos con los que nos relacionamos son solamente semblantes del mítico objeto perdido desde el origen, el objeto a como lo llama Jacques Lacan.

En esa perspectiva, la ilusión religiosa aspira a ocupar un lugar distinguido frente a las demás ilusiones de la humanidad incluyendo la amorosa, porque Dios es un objeto, o semblante de objeto, de características singulares que lo aproximan al objeto a de la clínica psicoanalítica. Dios es eterno, atemporal, inmaterial, inmortal, omnisciente, omnipotente, ubicuo, abstracto y sobre todo, es una esencia. La fe en su existencia encarna una promesa, la del (re)encuentro con su Ser y con la condición del ser, perdida desde la expulsión del Edén, o desde que llegamos al mundo, o desde que advenimos al lenguaje y a la cultura, en ese recorrido y esa ruptura que va desde la creencia religiosa hasta los conceptos fundamentales del psicoanálisis. El desarrollo de la ciencia jamás ofrecerá una promesa semejante, pues las perspectivas de la ingeniería genética, la curación del cáncer y de las infecciones virales o las enfermedades degenerativas, el incremento de la longevidad, o la capacidad (aun imposible) de predecir los terremotos, nunca tendrá la consistencia de la promesa y la esperanza religiosa.

Entonces, ¿es el psicoanálisis otro tipo de ilusión? La pregunta supone una inferencia lógica de lo expuesto, a partir del lugar que el deseo y el inconsciente ocupan en la teoría y en la clínica de Freud y de Lacan. El psicoanálisis es -apenas- un método de investigación sobre la vida psíquica de los sujetos y sus producciones sintomáticas o aquellas de la vida cotidiana como los sueños, las fantasías, los actos fallidos, los chistes y el discurso en general. Ese método supone la verificación de ciertas hipótesis que son los conceptos fundamentales, a través de una práctica clínica que puede aportar cierto alivio a algunos padecimientos del sujeto. La creencia en el inconsciente del psicoanálisis no es un acto de fe, es solamente una hipótesis a confirmar en el proceso de la cura, para que el sujeto se haga responsable de su inconsciente y de todo lo que éste determina en su vida ordinaria.

El deseo es deseo de nada en particular, que en cada uno tomará diferentes caminos y lo vinculará a diferentes objetos a lo largo de su vida. Porque en tanto sujetos del inconsciente, carecemos de ser y solamente buscamos representación a través de los significantes que nos representan ante el otro semejante y ante el Otro de la sociedad y la cultura en esa carencia: profesión, trabajo, sexo, edad, relaciones… y sobre todo, el nombre propio. Asumir esa falta, asumir el deseo de cada uno, sin oferta ni promesa, implica una opción diferente a la de la religión y su fe, que no necesariamente la descalifica ni la desvaloriza, pero que marca una diferencia importante en cuanto a la responsabilidad subjetiva. En todo ello, la actualidad de la ilusión religiosa no es muy diferente de aquella que vivió Sigmund Freud hace noventa años. Con la diferencia de que los totalitarismos, fascismos y caudillismos del siglo pasado y del presente, que Freud apenas alcanzó a vislumbrar, obligan a repensar el asunto de la fe y de la ilusión religiosa en relación con un fenómeno emparentado: la ilusión política. La ilusión del Padre-Líder, una ilusión igualmente inagotable que interroga al psicoanálisis actual.

Dios mediante

Marlene Aguirre

 

Reflexionar sobre la fe lleva en primera instancia a preguntarse por su relación con el saber y, ¿por qué no?, con lo que propondré como la voluntad de no saber. Y si eso fuere admisible, ¿cuáles serían sus argumentos?

Por cualquier vía que investigamos los orígenes de la humanidad encontramos que la racionalidad y la creencia se inician juntas, y aunque se diversifiquen sus caminos, habrá de verificarse si realmente llegan a hacer una ruptura radical. Sea que analicemos los mitos o las creencias infantiles, como nos enseña Sigmund Freud, lo que constatamos es que las creencias que se afirman en las creaciones imaginarias, no son sino formas de respuesta a las preguntas más tempranas y básicas sobre la existencia humana. Es decir que oponer razón y creencia, no es el mejor punto de partida.

Las preguntas que se hizo y se hace el ser humano son efecto del descubrimiento de su no saber, con el que constata su desvalimiento, vinculado tanto a su ignorancia como a la inminencia de las fuerzas naturales que convierten su desamparo en sentimiento de terror. Su inteligencia pone a funcionar su imaginación, tiene que suponer el saber en alguien, en alguna parte fuera de él y ese ser supuesto, gracias al saber, tendrá poder. Se instala, como lo dice Mijolla-Mellor, “la necesidad de creer”, con manifestaciones tan variadas que pueden llegar a lo patológico como sucede con la convicción delirante.

La religiosidad encuentra allí sus raíces, en el momento en que el hombre fabrica sus dioses, así en plural, y con ellos representa sus deseos y sus miedos. De dioses innumerables a un dios único surge el monoteísmo, muy significativo en el desenvolvimiento de la condición humana, tanto en el campo de lo particular como de lo universal.

El psicoanálisis hace su teoría a partir del discurso de los pacientes y los pacientes hacen el suyo en el intercambio con los otros. Freud, cercano a concluir sus largos años de construcción teórica, dedicó sus textos a la religiosidad y el malestar en la cultura. Así como el niño en su desamparo se apoya en el padre, y lo ama a la vez que lo teme, el hombre primero y primario recurre a las representaciones religiosas y las inviste de características que les otorguen un orden sobre lo natural, es decir, las convierte en seres divinos y sagrados. Los sentimientos humanos hacia ellos serán de amor, miedo y obediencia. Totemismo y deísmo tendrán una vecindad muy próxima.

Una referencia temprana al monoteísmo la encontramos en la primera revolución religiosa egipcia de Akhenatón, el faraón que por decreto eliminó 2000 dioses existentes antes de su gobierno e instituyó al Sol como único dios. Así accedió al establecimiento de nuevas leyes. El psicoanálisis, de Freud a Lacan, en esta vía del monoteísmo, particularmente el judeocristiano, traza un eje decisivo que considera válidamente sublimatorio y simbólico. Se trata de un Dios único, con mayúscula, que conjuga la presencia invisible, la función del Nombre-del-Padre, de la fe y de la ley, estructurantes todas y cada una, de la dimensión subjetiva del ser hablante.

En el camino de estas reflexiones hay que distinguir el Dios de los filósofos ―el de las pruebas y demostraciones propias de su campo especulativo― y el Dios del afecto, el Dios de los diez mandamientos del que surge la religión y que es el que le interesa al psicoanálisis. El afecto en cuestión, el más verdadero, el que no miente, no es otro que la angustia, el mismo que el psicoanalista descubre en su práctica, lugar desde el que se autoriza a opinar.

Si bien Lacan se empeña en aclarar que no es filósofo, porque no lo es, es un lector profundo de los filósofos, de los que extrae todo aquello que le merece lectura detenida, a ser transformada para el psicoanálisis: su pregunta por la verdad, el saber y el sujeto. En estos entrecruzamientos se reconocerán los apuntes que Lacan toma de Descartes y Hegel para ubicar los antecedentes del inconsciente freudiano, y el cambio de lugar que sufre la verdad que no se manifiesta sino condenada al mediodecir.

El Cogito cartesiano resulta un giro histórico respecto de esta pregunta, dada la implicación del sujeto que la hace. Descartes dirige la pregunta hacia sí mismo y si bien mantiene a Dios como respaldo, rescata y resalta la dimensión humana del pienso. La clínica freudiana descubre que ese pienso está fracturado entre consciente e inconsciente, efecto de la disyunción radical entre verdad y saber.

Cuando Lacan aclara que el Otro que él introduce no es el Dios de los cristianos, se refiere a que no hay Otro del Otro, es decir que no hay lo absoluto y establece el anudamiento estructural de las tres dimensiones del psiquismo: lo Real, lo Simbólico y lo Imaginario. El Otro es el lenguaje con sus leyes, sus manifestaciones y derivaciones. Es el campo que está ya constituido cuando el animal hablante se inserta en él, en una relación de ignorancia, y con preguntas que tarde o temprano confirma que no tienen respuestas para todo y para todos, y que a cada uno le corresponde construir las suyas. Condición propia de la responsabilidad del sujeto respecto de su existencia.

Es decir, que el sujeto es llamado a pensar y en el ejercicio de su pensamiento se reconoce dividido. Su saber es más bien inconsciente, y los conocimientos conscientes que se atribuye, están inundados de representaciones y creencias que amortiguan el lado oscuro de su ser. Ese lado que gobierna desde la oscuridad está hecho del material que ha sido reprimido por diversas razones. Entre las primordiales está el conflicto entre las pulsiones vitales y las restricciones culturales: no puedes matar, no puedes abusar del otro porque se te antoja. En estas restricciones toma su lugar la educación, y con ella, históricamente engarzada como dominante, la enseñanza religiosa, tan arraigada, como se comprueba en la dificultad de su erradicación.

Sigmund Freud es contundente en esta afirmación: la religión prohíbe pensar. La religión exige creencia porque sabe de la fragilidad de sus argumentos. Los declara misterios y dogmas, establece un credo con el que subordina la razón a la fe. La representación humanizada de una Providencia divina, todopoderosa y bondadosa, está hecha en proporción a la angustia generada por el sentimiento de pérdida y desvalimiento, tanto como a la ingenuidad de pensamiento. Sirva de buena referencia la fábula del Paraíso perdido.

La religión es una ilusión fruto de los deseos humanos de salvación, tabla de rescate para la angustia. Freud ―hace cien años― hacía votos, poco convencidos, porque la cultura del futuro logre un triunfo del intelecto sobre la creencia. Ahora podemos decir que sus anhelos son otra ilusión. Lacan, más convencido, dirá que la religión triunfará. ¿Hay diferencia entre las dos expectativas?

La introducción del psicoanálisis en el campo de las ciencias del hombre, tanto como discurso y práctica clínica y por lo tanto como investigación constante, puso en evidencia verdades vinculadas con el sufrimiento humano, de las cuales se prefiere no saber, al menos en la gran mayoría de la humanidad. La existencia humana siempre será una lucha entre las exigencias pulsionales de cada sujeto y las normativas que la organización social exige para una convivencia posible. Lo que no es aceptado por ese orden social se reprime, se transgrede, o se transforma en otra realidad construida a base de delirios o alucinaciones. No hay otros caminos.

En los intentos de negociación el sujeto busca evitar la angustia, o trasladarla a los otros. ¿Quién soy? ¿Cuál es la razón de existir? ¿Qué quiere de mí el gran Otro? Angustia tanto frente a la vida como a la muerte. Lo más sencillo, aunque puede ser una dolorosa frustración, es admitir que ese Otro es nadie, que no es sino una estructura de lenguaje incompleta, a “él” también le faltan palabras y explicaciones. Esa aceptación, a través de la renuncia al sueño loco de ser semejantes a los dioses, lleva a considerar nuestra propia contingencia. No hay la vida eterna ni la otra vida. La que vivimos es esta de la Psicopatología de la vida cotidiana, en la que tenemos que vérnoslas con nuestros propios síntomas, es decir, ser parte del intercambio social entre neuróticos, psicóticos, perversos y cualquier otro matiz que cada nueva generación trae consigo. No hay pecado, sino estas expresiones más o menos variadas de enfermedad o locura, según se las quiera entender, unas más explícitas que otras, que arman sus propios cielos e infiernos.

Es con esto que la religiosidad juega sus cartas y podemos explicarnos por qué sus representaciones siempre constituyeron el patrimonio cultural más preciado. La religión está atenta a todos los sufrimientos y carencias para pacificarlos. Ofrece curación y consuelo. No hay imposible para la voluntad de Dios. Y hay toda una estructura discursiva que sostiene y se sostiene de la fe en Dios con sus mandamientos, sus prohibiciones, la culpa y los rituales que la acompañan. Por algo Freud la compara con la neurosis obsesiva. El ser humano, asustado, paga su tranquilidad con la creencia de que hay un Otro que lo puede todo y que se hace cargo de sus preguntas, investido como está del poder misterioso y enigmático de lo sagrado.

La ley puesta en manos de Dios ha sido un ordenador social incuestionable, pero su administración en manos de los hombres ha contribuido a su degradación. Las fuerzas pulsionales no son ajenas a los representantes de Dios o de los dioses en la tierra; y si entre los humanos hay los que no tienen elementos para pensar o prefieren no hacerlo, también hay los que están atentos a esas fallas para ofrecerse como salvadores. Los primeros son los que fácilmente adhieren y forman parte de las masas, y los segundos se constituyen en los poderosos. Los gobernantes, o los que aspiran a serlo gustan involucrar en sus arengas las creencias religiosas. Los líderes religiosos se asocian fácilmente a los gobiernos imperantes.

Es cierto que Dios, el del monoteísmo sobre todo occidental, ha sido sacudido de sus altares por los pensadores modernos y pareciera que la fe está en retirada como reclaman los padres de la iglesia. Pero pareciera más bien que se trata de una degradación: estaríamos de vuelta a la multiplicidad de religiones que surgen numerosas en torno a mentes delirantes que hacen ofertas infinitas de sanación, acordes al lamento y al dolor social del momento. Es lo que habrá tenido en mente Lacan cuando en los años 70 le preguntaron sobre la fe y respondió que la fe es una feria, que son tantas las fes, que se nos meten hasta en los rincones.

Degradación de las religiones en sectas o cultos cuyas dinámicas perversas de agrupamiento y adhesión, bien pueden considerarse como el síntoma actual de momentos culturales desestabilizados en la confusión de valores, de sexos, de géneros, de diferencias y todo referente lógico. Los dioses lejanos ahora son ofrecidos como encarnados en los líderes autócratas, en los “gurús” promotores de fanatismos, que saben aprovechar en beneficio propio la tan frágil necesidad de creer.

El psicoanálisis como práctica clínica, inscribe sus orígenes en la medicina y a partir de allí se involucra en el campo de la salud y enfermedad. Sin embargo, cuando su hallazgo del inconsciente le mostró que lo que el enfermo denuncia es su necesidad de hablar de la verdad de su síntoma, la dirección de la cura en sus manos, cambió de sentido. Si de algo busca curar es de la tontería, del encubrimiento, de la ingenuidad y la inocencia, conduciendo el discurso del sujeto hacia la verdad de su decir. Y, paradójicamente también hace uso de la fe ―como el médico o el cura― pero para desmontarla.

La fe como estrategia de curación en la religión tiene otras consecuencias.

En nuestros países cristianos, o más bien cristianizados por la gracia de la colonización, se ha descuidado analizar el destino cultural y político que tomó la religiosidad. Cobró privilegio la fe, en detrimento del valor de la palabra y de la ley. El efecto es vivo en el ejercicio de la ética y la moral que ceden su lugar a la repetición del patronazgo y la servidumbre.