Espacio público

Luis López López

 

El espacio público es la ciudad y la ciudad es sus habitantes. “Atenas no era la polis, sino los atenienses”, decía Aristóteles.

A partir de esta afirmación surgen varias interrogantes: “¿Qué hace posible que personas que no se conocen, que no tienen intereses comunes inmediatos, pese a ello se toleren unas a otras y vivan juntas?”, se pregunta Jean-Luc Nancy. Y más aún: ¿Qué pasa con el ser juntos? Estas preguntas de origen, que nos interrogan desde la antigüedad hasta el presente, vienen acompañadas de otra: ¿Qué sucede con la dimensión espacial del compartir? la cual, aun siendo sustancial, no implica necesariamente la existencia de una comunidad. ¿Qué es la “Gran Ciudad como recinto exclusivo de lo humano”, como la definía B. Echeverría en su mirada a la ciudad contemporánea? Entramos en el campo de ese gran espacio que no es un vacío ni un conjunto jerárquicamente organizado como lo fue el territorio medieval, sino un contenedor de lugares y relaciones irreductibles e imposibles de superponer, y que forma parte de la red global que caracteriza el territorio tardocapitalista. Foucault fue uno de los primeros en evidenciar la obsesión que el siglo XIX y gran parte del XX demostró por la historia y por el tiempo, reivindicando para fines del XX e inicios del presente siglo la presencia significativa del espacio, “la época del cerca y el lejos, del lado a lado, de lo disperso”.

En los distintos niveles de la condición humana: la labor, el trabajo y la acción, Hannah Arendt analiza cómo los hombres y mujeres se relacionan entre sí y con la naturaleza en su devenir vital, y podría arriesgarse la afirmación de que la dimensión espacial de la condición humana actual es fundamentalmente la gran ciudad.

La labor, es el ámbito de la subsistencia y reproducción de los seres humanos, los complementa contradictoriamente o no con el mundo natural, más aún cuando éste se ve amenazado hoy en tanto entorno de la especie humana, constituyéndose en una importantísima esfera de relacionamiento entre lo que podríamos decir son los paisajes natural y humano del mundo global. El trabajo, que transforma el mundo objetual, producto de la creación humana y que se pretende dominante sobre la naturaleza, trasciende los ciclos de la sociedad en capas culturales que se superponen, se afirman, se niegan y hacen historia. Se constituye así un mundo multiescalar, que tanto se ubica en la extensión de las actividades y funciones del cuerpo con infinidad de objetos, que van desde la piedra afilada con que se despedazaba la presa primitivamente hasta los alcances de la nanotecnología o la indagación espacial contemporáneos, “un mundo obsesionado por los beneficios y el consumismo, que empaqueta las experiencias para venderlas en lugar de insistir en la responsabilidad individual y colectiva en favor de la sensación y del espacio compartido”, dirá Olafur Eliasson. Pero es en la acción, campo de la política, donde se expresa fundamentalmente la complejidad de de la existencia compartida, aunque sin ser ella misma la cosa común en general (que ubicaría a la política como fin último). Sin embargo, su dimensión espacial ha sido apenas explorada y poco interrogada, salvo en el leguaje de las infraestructuras con que los políticos “dialogan” con sus electores. En las ciudades se requiere pasar del lenguaje de las infraestructuras al de las significaciones en el relacionamiento político de sus habitantes.

Hay una reducción cuando se ubica al ser como condición de su libertad, desconociendo la conflictividad propia de la relación con el otro y reconociendo solo el modelo del individualismo, la desagregación, el número. El primer modelo de ser-juntos, dirá Nancy, es más el lado a lado (el tocar-se) ―nuevamente el ser humano en su espacialidad― que el cara a cara (la mirada), aun cuando se pueda reprochar que esto no sea suficientemente ético, que no haya responsabilidad en el solo hecho de estar; pero es allí donde está ante todo el sentido, en tanto sentir. Uno es con el otro, más aún, si consideramos ser también con los animales, con las plantas, con los objetos. El ser juntos ubica al ser político en su acción, en su complejidad, en la confrontación que lo hace deliberante, móvil, actuante, en la disposición de producir nuevas redes de solidaridades, sin que se diluya en los posicionamientos de clase, tradición, sexualidad o etnia. Es en esa condición que se requiere de la ciudad (parte del complejo sistema territorial del espacio contemporáneo) como espacio que propicie la libertad, aquella que no anticipa ni prevé, que permite la irrupción de nuevas formas de apertura, que demanda una ética de la conviavilidad, del encuentro (aun cuando este sea perecedero), del ser capaz de abandonarse al otro, de que cualquier recién llegado pueda ser bienvenido, en fin: la ciudad como espacio público.

Esto nos lleva a pensar en ciudades en que no haya una sola identidad, ni siquiera identidades dominantes, en que existan flujos de corporeidades, diversidad de encuentros y mestizajes. La ciudad producto del trabajo puede conseguir en su trashumancia muchas identidades, la ciudad-espacio de encuentro es tensión de equilibrios débiles, que en su realización desaparecen liberándolos. La ciudadanía dejaría de ser una condición, un resultado, un decreto, es una miríada de representaciones y voluntades que expresan los intereses individuales y los intereses compartidos, es una conflictividad que se entreteje de modo inédito en las prácticas diarias, “la vida de la ciudad depende de la dispar interacción entre desconocidos, que produce un cambio en la conducta individual” afirma Steven Johnson.

De allí que quizás deban reorientarse la reflexión y la práctica en la construcción de las ciudades, y debería hacérselo tanto en el campo de las representaciones como de las mediaciones; de representaciones que tengan presente la noción de lo efímero, de la negociación y del cambio, que mantengan abierto y flexible su sistema semántico; de mediaciones del hombre con el hombre en su múltiple diversidad, del hombre con la naturaleza sin dominios que impliquen destrucción, que propicien la vida y sean objeto de una evaluación y crítica permanentes. Mantener la idea de la multiplicidad espacial y la coproducción de la misma, unir desafíos estéticos con cuestiones éticas, consideraciones de tipo político, científico y tecnológico; motivarse en el deseo de estar activos, innovadores, creativos y responsables.

La ciudad como espacio público implica “negociación, fricción, temporalidad y compromiso”, dirá Eliasson.

 

 

Imágenes: Josiah Lewis (Pexels); jimmy teoh (Pexels); Fancycrave.com (Pexels)

Perplejidad en las humanidades y el ocaso del «último hombre»

Iván Carvajal
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I

La institución moderna destinada a la reproducción del saber que llamamos universidad ha sido el escenario de un conflicto complejo y permanente entre los discursos de las humanidades ―discursos múltiples y contradictorios sobre la condición humana o sobre el sentido del mundo―, de las ciencias y de la técnica. Afanes destinados a alcanzar la totalización del sentido de lo humano frente a la naturaleza o del sentido de la historia y la existencia; esfuerzos orientados a comprender la realidad, recortada siempre en regiones delimitadas, desde las «leyes generales de la naturaleza» hasta los conocimientos especializados, y por último, impulso del dominio técnico del hombre sobre la Tierra. La crisis de la universidad le es inherente: inestabilidad de los saberes, imposible articulación de un sentido totalizante de la historia o de la vida ―dirección esta que suele concluir en el totalitarismo―, incertidumbre que se ha constituido en condición del conocimiento científico, evidencias de la devastación que ha producido la «voluntad de dominio» sobre la naturaleza.

Se podría decir que la situación contemporánea es la del ocaso del «último hombre», recurriendo a una conocida metáfora nietzscheana que vale traerla a colación a propósito de las consecuencias de la «voluntad de dominio». Este ocaso se percibe justamente cuando el poderío manifiesta su arrogancia con el extraordinario despliegue de la técnica contemporánea. Es entonces cuando las sombras caen con todo su peso trágico sobre la figura del Hombre constituido por la metafísica occidental, figura que se ha expandido hoy por todo el planeta.

La crisis de la institución universitaria es evidente tanto en la extrema especialización del trabajo científico a que se ha arribado, como en el declive de las humanidades. Los científicos trabajan en ínfimas parcelas de la realidad, y aunque están conectados a través de redes, en la mayoría de los casos, no logran alcanzar siquiera una visión panorámica de las cuestiones fundamentales de la ciencia, que no cabe confundir con el campo disciplinar en el que trabajan. El científico deviene así un técnico que debe producir innovaciones tecnológicas o algún saber que derive en estas.

La crisis de las humanidades tiene que ver con las mutaciones de la condición humana en esta época marcada por las revoluciones tecnológicas y por los nuevos conocimientos. Solo desplazándonos hacia las fronteras de lo que han sido las humanidades, prosiguiendo los esfuerzos por pensar acerca de los dispositivos técnicos que organizan, controlan y administran la vida y la muerte en las sociedades contemporáneas, sería posible abordar la actual condición de los seres humanos en la Tierra y enfrentar la evidencia del fin del Hombre del humanismo, esto es, confrontar las mutaciones que se han operado en lo humano no solo desde la transformación social o política, sino también «biotecnológica».

II

A las universidades de América Latina, durante el siglo pasado, se les asignó la «misión» de forjar la «cultura nacional» y por tanto una «comunidad imaginada», la nación, sustento (imaginado) del estado nacional, y más tarde, de generar las condiciones técnicas y los discursos legitimadores del «desarrollo». El programa de modernización capitalista no fue cuestionado esencialmente por la izquierda universitaria, la cual, siguiendo la dirección trazada por el propósito de formación de la cultura nacional, llegó incluso a proponer la creación de una ciencia «nacional» o tercermundista o del Sur ―propuestas que se asemejan a aquella estalinista de la «ciencia proletaria» o a la fascista de la «ciencia al servicio del pueblo o la nación». Más tarde se insistiría en una cultura descolonizada y descolonizadora, supuestamente a contracorriente de la mundialización. Sin embargo, en las universidades han prevalecido los discursos subordinados a la idea de progreso, orientados hacia la producción de un dispositivo tecno-burocrático que modernizara la economía nacional y regional dentro del sistema capitalista mundial, y consiguientemente, a la racionalización tecnocrática del estado. La idea de progreso, compartida por la derecha y por la izquierda, colocaba el dominio técnico del hombre sobre la naturaleza como fundamento del desarrollo o incluso de la emancipación humana.

Las condiciones actuales del sistema capitalista mundial, de la geopolítica, y la posición de los países latinoamericanos en ese escenario globalizado, y con mayor razón la posición de un pequeño país marginal, como es el Ecuador, tornan anacrónicas las «misiones» universitarias convencionales. Estas pueden derivar en utopías insulsas cimentadas en la nostalgia neorromántica de una vuelta a los orígenes o a lo ancestral, en sueños de repúblicas o comunidades autárquicas, o incluso en un delirio que propicia el fraude, como es el caso del experimento llamado Yachay.

III

Mientras se intentaba la crítica de la universidad con herramientas provenientes de la filosofía moderna, de la teoría social crítica o la teoría de la dependencia y sus respectivas reelaboraciones posteriores, se había perdido de vista la cuestión esencial: los efectos de la devastación que hoy día se colocan ante nosotros de manera brutal. La devastación tiene que ver, es cierto, con el capitalismo, con su «lógica», pero también y en un sentido profundo, con la técnica, con su historia y su articulación y despliegue en nuestra época; por consiguiente, también con los dispositivos de administración y control de la vida y de la muerte ―y de resistencia―, tanto de las sociedades humanas como de las restantes formas de vida. Tiene que ver, en consecuencia, con la biopolítica y con la tanatopolítica. La incidencia de la actividad humana, especialmente en la modernidad, y con una fuerza inusitada luego de la Segunda Guerra Mundial, ha provocado una transformación radical de la Tierra, a tal punto que hoy se considera que cabe hablar de una ruptura geológica, de una nueva era, el Antropoceno, posterior al Holoceno durante el cual surgió nuestra especie.

No solo ello, sino que hemos arribado a una circunstancia excepcional en cuanto a la «condición humana». La pregunta por qué sea el hombre pertenece a la tradición de Occidente; es una de las interrogantes fundamentales de lo que ha sido su historia, pero hoy adquiere una dimensión global. Tal pregunta se articulaba en una doble dirección: por una parte, en relación con lo animal, orientaba la respuesta hacia la diferencia y la superación de la condición animal asociada a la razón, el lenguaje, el trabajo, el conocimiento. Detrás del hombre quedaba el animal, la bestia. Por otra, en relación con lo sobrenatural, con lo divino: el hombre, criatura privilegiada, era sin embargo un mortal, pero a la vez era espíritu. La ciencia moderna ha terminado por dar un golpe de gracia a la arrogancia humana, al demostrar la proximidad de nuestra especie con los restantes seres vivos de la Tierra (que es donde, por ahora, conocemos que existe la vida), y al colocarnos ante la evidencia no solo de la condición mortal de cada individuo, sino de la posibilidad de extinción o trasmutación de la especie. Los dioses o el dios se han alejado del horizonte que dota de sentido a lo humano; el retorno de las religiones e incluso del fanatismo no implica en modo alguno que haya habido una modificación de las consecuencias de la «muerte de Dios» anunciada por el Zaratustra de Nietzsche: la ciencia no se fundamenta en la teología, y aunque aún funcione el dispositivo teológico-político, el poder político se sustenta en dispositivos tecnológicos de control, administración, vigilancia o persuasión. A la vez, las tecnologías operan ya una profunda mutación del ser humano, de su inserción creciente en ambientes artificiales, de conexión con artefactos o con otros seres humanos a través de artefactos. Para decirlo con una imagen: los seres humanos se desplazan hacia un mundo de ciborgs y robots, donde parece desvanecerse el espíritu.

¿Qué es ser humano en una situación en que está en riesgo la supervivencia de la especie a consecuencia de la catástrofe de gigantescas proporciones ocasionada por la actividad humana? ¿Qué es, cuando las tecnologías contemporáneas están transformando radicalmente las condiciones de lo humano? A tal pregunta se suceden otras: ¿Qué es ser inteligente? ¿Qué es ser trabajador o qué es ser intelectual? ¿Qué es conocer? ¿Qué es sabiduría?… Colocar estas preguntas en el horizonte de la actualidad implica el hacernos cargo de la perplejidad que deviene del ocaso del «último hombre» y del nihilismo radical de nuestra época.

Perplejidad que se junta al abandono de las pretensiones de los determinismos, de la supuesta capacidad para planificar y calcular los resultados de las acciones humanas ―desde los efectos de las tecnologías hasta los resultados de las revoluciones o de cualquier proyecto político. Perplejidad vinculada al tránsito desde el determinismo de la mecánica clásica a la prevalencia del principio de incertidumbre… Perplejidad ante la crisis de las formas políticas, especialmente la crisis de la democracia… ¿Cómo concebir el presente, la actualidad, en esa condición de perplejidad? ¿Qué ética cabría postular, qué se puede esperar para los seres humanos actuales y para los que están por venir?

IV

No creo que sea posible hablar de universidad allí donde se cierre la posibilidad de pensar y polemizar (debatir) sobre la «condición humana», o quizá habría que decir más bien «la condición poshumana», como de hecho ya se ha postulado. No cabe pensar una universidad sin humanidades, así como no cabe pensarla sin ciencias. Mas unas y otras deben afrontar el horizonte de perplejidad ante el que nos encontramos. ¿Es posible cambiar la dirección de unas y otras, es posible encontrar la singladura que abra una nueva historia del saber? La devastación del planeta no se corregirá, desde luego, con el retorno a lo ancestral o premoderno que se propone desde la nostalgia neorromántica. Implica avanzar más allá de las tecnologías actuales, de las formas de dominio vigentes hoy día, de las formas políticas existentes. No sabemos si esto es posible, ningún proyecto político puede afirmar la concreción de cualquier posibilidad. La universidad en ese horizonte de perplejidad no debería permanecer atada a la «misión» que el estado y el capital (las corporaciones) le imponen, pero ¿puede existir una universidad más allá de las imposiciones que provienen del estado o de las corporaciones? ¿Es posible una autonomía que la lleve a darse su propia norma para afrontar esta época de perplejidad? Tal vez la pregunta sea errónea; quizás habría que preguntarse más bien por la posibilidad de colocarse en la frontera de la universidad, en búsqueda de nuevas formas de asociación ―para debatir, para la confluencia y la disensión― entre filósofos, artistas, literatos y científicos, con el propósito de contribuir cotidianamente a derruir los muros del «claustro», los muros mentales del «alma mater», y de abrirse a las preguntas inquietantes que provienen del escenario del «último hombre».