Hegel y el fin de lo humano

Julio Echeverría
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“En el instrumento el sujeto produce una mediación entre sí y el objeto y esta mediación es la real racionalidad”.

G.W.F. Hegel, System der Sittlichkeit, (1803).

 

I

Cuando hablamos de fin de lo humano, estamos haciendo referencia a la progresiva extinción de la capacidad de abstracción racional o a su metamorfosis, a cambios en la función de significación del lenguaje por los cuales este reduce su capacidad de autorreferencia, lo que para la tradición filosófica occidental significa pérdida de su autoconciencia, de la capacidad del sujeto de dar cuenta de sí mismo. Para Hegel, la humanidad se realiza, se constituye, el momento en el cual toma conciencia de sí. Antes permanecía perdida en una fase anterior o inicial de su proceso de formación (Bildungsprozess), en la pura intelección del mundo. Sin embargo, para Hegel este es un paso colosal que tiene que ver con la construcción del objeto de la reflexión que es propia del humano. Este se refleja mediante la operación intelectiva y, al hacerlo, se auto produce como conciencia; el objeto adquiere forma, se representa lingüísticamente, reconoce la significación intelectiva/nominativa operada por el intelecto sobre el objeto de la reflexión (Hobbes).

Para Hegel la distinción entre intelegir y razonar (Vernunft/Verstand) caracteriza la madurez del Prozess constitutivo de lo humano. La razón se constituye inicialmente como intelecto, se sirve de la fuerza activa de este, de su poder de significación, para regresar sobre él con una función crítica de negación y superación. El intelecto se realiza como razón: éste desborda sus mismas posibilidades y descubre la razón. El intelecto se reconoce; el proceso de reconocimiento (annerkenen) es fundamental en esta operación constitutiva. Está aquí la clave más importante de dilucidación de la filosofía hegeliana sobre la constitución subjetiva. Descubrir/producir la razón, ambas fórmulas parecerían abordar, desde distinto ángulo la complejidad del proceso constitutivo de lo humano. La razón aparece, es descubierta, porque antes no existía, no tanto porque estaba allí y de repente se revela; seguramente la versión más aceptable de la filosofía hegeliana después de la Fenomenología del espíritu, es la de un descubrimiento que resulta luego de que se ‘produce’ o mientras acontece el proceso de su producción; más que afirmar que la razón interviene desde fuera del proceso constitutivo de lo humano, esta ‘es’, ‘aparece’, como ‘producida’ por el mismo intelecto que se auto observa , que se ‘niega’.

No se trata de la idea de un descubrimiento, porque esta no preexiste al intelecto. Tampoco puede ser pensada como una entidad metafísica de orden divino que aparece para iluminar y constituir el mundo de lo humano. Es descubrimiento, porque es producción que antes no existe; es el intelecto, y su capacidad de operación, de la puesta en acto de una extraña capacidad de este de reflejarse a sí mismo, una operación de autorreflexión que es propia de lo humano, la que lo constituye como tal. La razón es el resultado de los avatares del intelecto, de su aventurar por el mundo.

II

La perspectiva aristotélica que está presente en la operación hegeliana permite esta construcción de mediaciones entre el sujeto y el objeto. La misma construcción del objeto como referente para la significación del mundo es una acción intelectiva comandada por la operación racional auto reflexiva. Constituyendo el objeto, éste se constituye como sujeto. Desde esta perspectiva, no habría intelección que no esté condicionada-direccionada hacia su configuración racional; una tensión teleológica de la razón como constitutiva del bien, de lo bello, de la realización como des-alienación, como negación de la tensión a perderse en la indeterminación de la forma que es propia de la operación intelectiva. El negativo como indeterminación de la forma es necesario, la alienación propia de la operación intelectiva es necesaria, es productora de racionalidad, es desafiante, compulsiva, aniquilante. Es aquí donde triunfa la fórmula hegeliana de la negación de la negación como dinamia propia de la razón. Es esta conexión entre intelecto y razón la que parecería ‘ponerse en duda’ cuando se postula la idea del último hombre; este es aquel que mantiene esta tensión como constitutiva, después de la cual solo existiría la nada o la aniquilación de lo humano.

La complejidad del mundo contemporáneo parecería sugerir que esta tensión se debilita, que la operación intelectiva, que podría asociarse a la técnica, se desprende de la capacidad autorreflexiva racional; que esta (la técnica), autonomizada, controla a la razón y la domina. Al autonomizarse la técnica, dos posibilidades interpretativas emergen: que la razón desaparezca, o que la razón se disuelva o se integre a la máquina, que es la que opera-constituye a la técnica. En el un caso, al perfeccionar las prestancias intelectivas de la técnica, esta se desprende de su sujetamiento a la razón; en el otro, la progresiva automación de la técnica, realiza la tensión teleológica que está presente en la operación del intelecto. ¿Las prestancias intelectivas de la técnica operan en función de una razón que la comanda? ¿O este comando está en la misma capacidad autorreflexiva que es ínsita a la operación intelectiva? Hegel responde afirmativamente: la razón es producida por el avatar del intelecto. Lo otro significaría aceptar una derivación ontoteológica en la deducción del comportamiento y de la acción racional que para Hegel es ya insoportable; para él, la escisión intelecto-razón no supone una contradicción insalvable, sino que aparece como una doble escala de una misma función reflexiva de constitución del mundo. En la técnica está la razón ya plenamente interiorizada.

III

La abstracción asume dos formas en el proceso de intelectualización del mundo en el cual se construye lo humano; la primera supone operaciones selectivas delimitantes que fijan el objeto de significación; la segunda establece las formas de la comunicación como transmisión intersubjetiva de significaciones. La primera fue definida por Hobbes bajo la fórmula del lenguaje nominalista: el sujeto extrae del mundo de la experiencia aquellos elementos que más impactan su capacidad perceptiva, su emocionalidad y a ellos les otorga un nombre, una denominación. Así construye objetos de referencia; esta forma de la abstracción es casi una prolongación del mundo de la experiencia, de la carga de posibilidades que esta encierra y que procesa el aparato selectivo significador del sujeto, el cual se forma en esta interacción con el ‘objeto’. Aquí la selectividad está asociada a la abstracción y esta a la distancia del sujeto respecto del mundo de la empírea o de la experiencia, en el cual este se forma. La abstracción es parte sustantiva del proceso de formación del espíritu, del sujeto; sin esta operación, este se vería arrastrado por el flujo indetenible de la experiencia, por la interminable sucesión de excitaciones sensuales a las que está sometido y que lo compelen al aturdimiento, derivado justamente de esa ‘inmensa’ riqueza de posibilidades que ofrece el ‘mundo de la vida’.

La abstracción selectiva anuncia la posibilidad de detener el aturdimiento; el lenguaje es esa posibilidad, en él está inscripta esa posibilidad; pero la abstracción nominalista no es suficiente, requiere de un ulterior esfuerzo de abstracción, de una ‘abstracción de la abstracción’, que se presenta bajo la forma de la significación, esta se produce en el lenguaje y trabaja con la abstracción nominalista, la pone en el juego de la interacción subjetiva; la abstracción nominalista tiene sentido para el otro, está proyectada intencionalmente hacia el reconocimiento del otro; esta se instala en el lenguaje y se proyecta como construcción estratégica de respuestas; el lenguaje se inserta en una estructura de expectativas que está socialmente condicionada y que se compone de una diversidad de proyecciones lingüísticas. Es el otro el que otorga sentido a mi abstracción, el otro que está ‘fuera y dentro de mí’.

IV

Si bien la abstracción selectiva inicial anuncia la posibilidad de salida del aturdimiento, este reaparece ahora compuesto por operaciones significadoras que estructuran el lenguaje y la comunicación. El lenguaje ahora estructura la realidad del mundo perceptivo, lo que Hobbes caracterizaba como operación de nominación del mundo, gracias a la cual las sensaciones son traducidas en lenguaje, que ahora pasa a ser per-formado por la significación. Pero la abstracción nominativa es fundamental: no habría Hegel sin Hobbes. En la estipulación de nombres, se expresan las connotaciones cualitativas: El lenguaje podría ser visto como una extensión interminable de operaciones de nominación o de cualificación de la experiencia sensible del mundo. Sin esta operación abstracta, no habría posibilidad de comunicación, no habría posibilidad de lenguaje como productor de sentido. La intelectualización del mundo existe; el humano se ve compelido a esta operación de significación, lo hace de manera cuasi automática, compulsiva, como diría Nietzsche, lo hace obedeciendo a una voluntad de poder o de significación que es su afirmación en el mundo: Esta función asume en él la cualidad de un instinto en el que se vuelve a presentar la dimensión del aturdimiento, pero ahora bajo la forma de una compulsión significadora. El humano no puede sustraerse a esta presión. Es difícil establecer cuál de estas formas de relacionamiento del humano con el mundo en el cual se forma, provoca más su aturdimiento: su balbuceo inicial con la lengua, o su elaboración nominadora y significadora que somete el mundo a operaciones comunicativas entre sujetos. Ambas formas emergen como contenedoras de la contingencia del mundo, como operaciones salvíficas.

V

¿Qué acontece con esta historia hegeliana cuando nos ubicamos en el mundo de la contemporaneidad?, ¿Qué acontece con el tiempo de la negación que transforma la Verstand en Vernunft? ¿El intelecto en razón? Seguramente las tecnologías de la información que se reproducen mediante la digitalización aceleran el proceso de intelectualización del mundo, lo vuelven masivo e ilusorio, lo vuelven más imaginario y proyectivo. A su vez, toda esta materia de la ilusoriedad es trabajada permanentemente por el sistema, que se sirve de ella. Las tecnologías de la comunicación instalan un nuevo campo de relacionamientos, mucho más volcado a la fruición de la sensación momentánea, a la aceleración de las experiencias vividas en el campo virtual de la imaginación. Las tecnologías de la comunicación, las redes, aceleran esa premisa que ya circulaba, “satisfacción de necesidades que genera nuevas necesidades”, solo que ahora la compulsión por satisfacer nuevas necesidades se adelanta a la satisfacción de las anteriores, la fruición acelerada del tiempo que inducen las tecnologías de la comunicación genera un estado de latente insatisfacción.

Contrastan con las formas de la comunicación analógica del pasado, en las cuales se interponía el tiempo de la respuesta. Lo era desde el ‘escribir cartas’ que podían esperar en la mesa la respuesta meditada. Ahora, la comunicación es circulación de mensajes, apretados, apurados, que exigen respuesta, que constriñen a permanecer en la red, a alimentarla. La red es desiderativa, está permanentemente exigiendo atención. La exacerbación de mensajes y señales impide la contención del tiempo de respuesta y con ello la reflexión, meditada, elaborada. Las redes nos exigen responder transmitiendo ‘estados de ánimo’, más que reflexiones o conceptos; nos ahorran la operación selectiva que caracteriza a la reflexión. La capacidad de elegir está condicionada y restringida; no existe posibilidad del ‘dislike’, porque ello podría aturdir la linearidad de la comunicación en red. El disenso se reduce al ‘emoticón’, este es ahorrador de respuestas, de sensaciones, de sentimientos. La cara de asombro, de tristeza, la lágrima, la risa, es suficiente en el mundo de la imagen digital. La red tiende a ser canalizadora de sensaciones, homogeneizadora, generadora de ‘tendencias’; estas aparecen como contenedores de expectativas ‘realizables’; para ello están los ‘influencers’, para colocar canales donde las tendencias se estabilizan o tienden a la estabilización de morales aceptables. Justamente el estar en la red las vuelve digeribles, pero también perentorias, provisorias, descartables.

VI

La comunicación en redes es más ‘democrática’, exige la participación del interlocutor, al menos con un like o con un emoticón; permite optar por una tendencia, alimentarla, reconocerse en ella. La participación en la red exime de otras participaciones más tediosas y exigentes, está a la portada de la mano, del dígito, satisface esa sensación de compromiso con el otro. Al digitar, se participa, se alinea con una tendencia, se asume una posición; la red ofrece una posibilidad de politización descomprometida, pero eficaz para satisfacer esa pulsión de estar con el otro, por ello, la red es ‘social’. Se trata de una politicidad cuyas consecuencias no se conocen, por lo que termina por no interesar realmente. La intensidad de la adhesión al tema convocante contrasta con el desinterés por las consecuencias efectivas que esa adhesión podría provocar; en la intensidad de la adhesión se juega toda la politicidad: Los temas convocantes pueden ir desde la alimentación ligera a la protesta por el maltrato animal, o contra la exclusión de los migrantes. Lo importante es adherir a la causa, aunque luego nos despreocupemos del resultado efectivo. A todo esto, se añade la proliferación de imágenes, incluso su alteración, que aparece como un juego de posibilidades, de identidades múltiples. Todo esto nos transmite la sospecha de que la experimentación del mundo se fragmenta. Ya no es la operación nominadora del lenguaje la que fragmenta la experiencia de acuerdo a las connotaciones sensuales que afectan al aparato perceptivo del sujeto; esa fragmentación ahora viene preparada y exige respuestas; las redes potencian la intelectualización del mundo. Una efectiva fragmentación de las experiencias, tanto aquellas que se proyectan para pensarlas- nominarlas, como las experiencias vividas en el campo virtual de la imaginación; el tiempo contemporáneo es el de la realización de esa forma de construir el mundo que Hegel caracterizaba bajo la figura de la alienación. Lo hacía porque estaba pensando-observando el mundo desde la solidez de la racionalidad omnicomprensiva de la totalidad del mundo, de la totalidad de lo humano. Ahora está claro que esa totalidad no es aprehensible por el sujeto; que no le pertenece, que esa totalidad es la red y que esta no necesariamente tiene consciencia de sí.

Es el sistema la totalidad que se funda y alimenta sobre la voluntad del sujeto, que se expresa desiderativamente. La red lo permite, la red sustituye a los instrumentos que antes re-presentaban esa voluntad del sujeto; los partidos ya no canalizan, en todo caso son diques que contienen y a los que se percibe como prescindibles; la red es ultrademocrática, es el sujeto mismo el que se expresa con su dígito, con su ejercicio de digitalización.

VII

La democracia de la red es perfectamente impersonal, si bien está cargada de las emociones de los internautas; cada señal emitida desde el dígito es acumulada como dato, se vuelve una señal que indica una preferencia y que se almacena perfectamente ordenada bajo la forma de la tendencia. La tendencia es ya un cuerpo de significaciones dotado de sentido porque articula elementos de significación reconocibles y en los cuales es posible reconocerse; están allí para reforzar sentimientos de identidad entre sus adherentes y refuerza el sentido que allí se consolida: En muchos casos deliberadamente, la tendencia busca adherentes, los recluta, los conduce a emitir señales de aceptación o de rechazo frente a actos o conductas que están en el espacio público de la red. La red es un ‘espacio público’ sui generis, puede también llamar a la acción y sus proclamas o consignas pueden movilizar masas de adherentes. La red es soberana en cuanto comanda la acción de aquellos que adhieren a la tendencia, pero la acción por lo general es débil, porque responde a la fruición del momento. La soberanía se fragmenta en la acción-señal de la digitalización: todos somos soberanos al momento de digitalizar o al no hacerlo frente a la tendencia que se nos presenta circulando en la red. Una soberanía fragmentada que se reúne gracias a la ‘tendencia’; que se afirma en la medida que se reúne bajo su emblema y que regresa para generar nuevos adherentes. La fragmentación de la soberanía es lo que caracteriza a la red.

VIII

La concentración de poder propia de lo que antes se reconocía como la ‘soberanía moderna’ del Estado, ahora está fragmentada en distintas tendencias y ninguna de ellas es suficientemente ‘soberana’ como para dominar o hegemonizar sobre las otras. La soberanía es de la red, la red es la soberana, porque permite y posibilita el juego de las soberanías menores, que se construyen sobre la ilusión de la participación efectiva. La red es soberana en su ceguera, o mejor, hace del enceguecimiento su condición de poder, trabaja sobre el narcisismo de quien se reconoce en la tendencia, de quien la hace suya. El espacio público o la esfera pública –como la llamaba Habermas– se construye sobre la posibilidad del diálogo y de la deliberación y este supone la libre elección discursiva del interlocutor. Pues bien, la red transparenta esta fenomenología, la ubica en su real dimensión de ser procesadora de la ilusoriedad de la vida social. Es, como diría Schopenhauer, voluntad y representación pura, que solo puede acontecer en el espacio de la ilusoriedad. La soberanía de la red vuelve patente lo que antes ocupaba a los críticos de la ilusoriedad de la democracia. Ahora la red se encarga de demostrarnos que esa ilusoriedad es efectiva y que se construye sobre la libre expresión de la voluntad digitalizada. Como antes, la sospecha de que esa voluntad era instrumentalizada por poderes ocultos o evidentes, por clases, burocracias y oligarquías, ahora es manifiesta. La situación ahora es más clara: también esos poderes y esas oligarquías están sometidos a la soberanía de la red. Si observamos con más detenimiento, descubrimos que es el mismo concepto de soberanía el que se extingue en la red, al menos aquel que completaba el itinerario formativo del sujeto, la idea de que el sujeto finalmente decide. La idea schmittiana de que soberano es aquel que decide sobre el estado de excepción, se ha extinguido porque ya no existe el estado de excepción; ahora la excepción es la regla, o si hay excepción, esta solamente podría estar por fuera de la red. ¿Es posible estar por fuera de la red?

IX

En Hegel, la razón no se reduce a la constitución del sujeto visto como individuo, si bien este nivel o registro está presente en su visión filosófica de la modernidad. Para Hegel el sujeto es el sistema, es la totalidad del mundo de lo humano. Es la misma experiencia del mundo la que se transforma con su filosofía y gracias a ella. La eticidad del sujeto que accede a la razón de lo público es la eticidad del sistema, así lo plantea en su System der Sittlichkeit ¿Es la red, el sistema del cual nos habla Hegel, en sus Lecciones de filosofía del espíritu? ¿Podríamos asociar el ‘espíritu’ de la red con el espíritu hegeliano? Lo es en cuanto la red está compuesta de significaciones que parten de la capacidad lingüística de percibir el mundo, de percibir la experiencia, es nominadora. La red es el culmen del intelectualismo y la soberanía del sujeto solamente existe si este se asume dentro de la red. El estar fuera de la red aparece como una ilusoria negación de la ilusoriedad de las significaciones que circulan por la red, de su efectiva eficacia. La red procesa las significaciones que se ‘componen’ como tendencias, y estas existen y cobran legitimidad en cuanto se produce el reconocimiento de hacer parte de ellas.

Las tendencias, a su vez, son performativas, indican lo que es aceptable, completan la proyección significadora del actor en cuanto gracias a ellas se produce el reconocimiento intersubjetivo. Las redes sociales funcionan mediante protocolos digitalmente codificados; las tendencias resultan del funcionamiento algorítmico computacional de estos protocolos, los cuales están configurados por percepciones canalizadas bajo la forma de tendencias.  Trabajan sobre la compulsión significadora que promueven. En esa dirección, están permanentemente ofreciendo información que exige la atención del internauta, socializan y amplifican la intelectualización del mundo: todos opinan y se exige que lo hagan. La red se vuelve compulsiva porque requiere del actor, de su pronunciamiento, con él construye las tendencias que hacen que el sistema se reproduzca y es en la configuración de estas donde se juega su eticidad. En Hegel, como en la red, la eticidad nunca se realiza ni se completa, se construye; está abierta a la posibilidad de su permanente negación y rescate. Es más, de su negación depende el rescate. Es justamente esta operación, que aparece como ilusoria, la que hace que el actor esté conectado permanentemente: la ilusoriedad de ‘estar’, de ‘ser’, de ‘incidir’. La red no anuncia el dominio del sistema sobre el humano, lo que indicaría su definitiva desaparición; el último humano está en la red, tal vez como siempre estuvo. Es allí donde reside su especificidad, es allí donde enfrenta el desafío de su negación. Es en la afectación del código, del algoritmo, en la dilucidación del sentido de la tendencia, donde se juega su condición, donde define su idoneidad constitutiva.

Aporías de la libertad

C. Nectario

 

¡Oh, Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!

Marie-Jeanne Roland de la Platière

 

El hombre es la única criatura que se niega a ser lo que es.

Albert Camus

 

La libertad es una cuestión occidental, ante todo de la filosofía moderna. La pregunta acerca de su esencia se articula en torno a la moral y la política; indaga por el sujeto en su relación con sus semejantes, con sus entornos sociales, culturales y naturales. Se inquiere acerca del sujeto o del individuo o de la persona, conceptos estos que se refieren a entidades que no son equivalentes entre sí. Se interroga sobre las posibilidades de realización vital de los individuos y por su responsabilidad, de cara a su comunidad, a lo otro y los otros. Que el escenario de la cuestión se sitúe entre ética y política implica que deba considerarse la dimensión religiosa o teológica de la libertad, así como su historicidad.

Si la libertad es ante todo un problema de la filosofía moderna, sus antecedentes se encuentren en el pensamiento griego clásico, tanto en Platón o Aristóteles como en Esquilo o Sófocles. En la tragedia se inquiere por la responsabilidad del individuo sobre sus actos, sobre su desmesura (hybris), sobre la violación de la ley que organiza la comunidad, aun si se ignora que se la está violando (Edipo rey), o sobre la contradicción entre la ley que instaura la polis y la ley de la tradición y la piedad familiar (Antígona). Sócrates acepta cumplir la sentencia injusta que lo condena a muerte y bebe la cicuta, a pesar de que sus amigos lo incitan a huir de la prisión, porque la obediencia de la ley preserva la ciudad; condenado por impiedad y acusado de negar a los dioses, cumple ―no sabemos si irónica o piadosamente― con el deber religioso cuando pide a Critón que no olvide pagar el gallo que deben a Esculapio. El precepto inscrito en el templo de Apolo en Delfos, “Conócete a ti mismo”, da cuenta de la ignorancia del hombre acerca de sí mismo, por tanto, sitúa el inicio de la autoconciencia como núcleo del pensamiento y como condición de la polis.

A diferencia de lo que acontece en la Grecia clásica, las historias de las sociedades que los europeos denominaron Oriente ―China, India, Persia, Mesopotamia, Egipto, y también África y América―, como lo veían Montesquieu, Hegel o Marx, estuvieron marcadas por el despotismo o la esclavitud generalizada. La libertad no es una cuestión que se aborde en el confucianismo o el taoísmo en China, o en las religiones hindúes o persas. La responsabilidad del individuo, que tiene que ver con las normas comunitarias que delimitan el bien y el mal, que establecen la obligatoriedad o permisibilidad de determinados actos y la prohibición de otros, se inscribe dentro de lo religioso, a partir de la representación mítica y la demarcación entre lo sagrado y lo profano. Pero no hay ninguna problematización de la organización política, de las formas de relación entre individuos y sociedad o estado. Sin lo cual tampoco puede aparecer como un problema que acucie al pensamiento la diferencia entre lo público y lo privado, o entre la ciudad y lo doméstico.

La cuestión de la libertad, de Platón o Aristóteles hasta Hegel, Nietzsche o Marx, e incluso más acá de estos, tenía que articularse en relación con el dominio de unos hombres sobre otros, con base en la polaridad entre amo y esclavo, paradigma de la “unidad” y “lucha” de los contrarios. La figura del amo no se restringe a la representación de un hombre que domina a otro, incluso hasta el punto de convertirlo en cosa de su propiedad sobre la que puede ejercer cualquier disposición arbitraria, o de un grupo ―clase, estado, nación― sobre otro, sino que trasciende el campo de las relaciones humanas para representar la relación del dios o los dioses con el creyente. El cristianismo primitivo comparte con el estoicismo ciertos rasgos que caracterizan al liberto y al esclavo que espera de su amo la manumisión, sea de la carga de trabajo cotidiano o del pecado; mas, ni el estoicismo ni el cristianismo creen verdaderamente en la libertad, pues no hay emancipación posible ni del cuerpo ni de la culpa. El Señor que promete la salvación, en el caso del cristianismo, ya ha advertido que su reino no es de este mundo. El estoico se encerrará en sí mismo para encontrar la libertad que no halla en el mundo; una libertad de pensamiento que discurre en soliloquio.

La modernidad occidental trajo consigo el impulso hacia lo mundano. La Reforma, el nacimiento de las ciencias naturales, la emergencia de una economía que tiende a la mundialización, la industria luego, inciden en un radical cambio de la idea del hombre, y por consiguiente de la representación de su lugar en el cosmos, ante la naturaleza. De Descartes en adelante, el sujeto será conciencia y, más aún, autoconciencia; es ante tal sujeto que emerge de modo acuciante su problemática libertad. Sin embargo, esa idea del hombre de la filosofía moderna heredó del cristianismo y de la filosofía griega una imagen que solo con el avance científico ha venido desvaneciéndose: la distinción entre cuerpo, perteneciente a la “extensión”, la naturaleza material y la condición animal, por tanto, mortal, y alma-espíritu, perteneciente al “pensamiento”, a la razón que vinculaba al hombre con lo divino, por tanto, inmortal. La libertad, por consiguiente, tenía que concebirse como atributo de la (auto)conciencia, de la voluntad del sujeto que lograba dominar a través del conocimiento las pasiones e impulsos del cuerpo, la sumisión a la materialidad, al deseo, para ascender al bienestar espiritual, para proyectarse a lo divino. El mal quedaba localizado en el cuerpo, en lo instintivo; el bien comenzaba por el dominio de las pasiones. Pero, ¿qué implicaciones traía este movimiento moderno en relación con la ley de la convivencia social? Es sintomática la semejanza entre la recurrencia de Descartes a Dios, quien crea al sujeto, y la idea del derecho divino de los monarcas. El Dios cartesiano garantiza la existencia de la realidad ―su propio cuerpo, los otros seres humanos, las cosas― al yo enclaustrado en la conclusión “pienso, luego existo”, así como Dios garantiza el orden social a partir del derecho divino del soberano. No obstante, el propósito cartesiano es fundamentar metafísicamente la libertad de pensamiento que requiere la ciencia moderna; frente al juicio a Galileo o a los asesinatos de Bruno o Servet, se requiere la reforma del entendimiento. Frente al dogmatismo de las iglesias, católicas o protestantes, o de la sinagoga, como bien lo entendió Spinoza, había que defender la libertad de pensamiento, de expresión y la tolerancia. A la sombra del sujeto cartesiano se protegía el surgimiento de las ciencias naturales, y a menudo incluso a la sombra de algún déspota ilustrado.

Aunque es una figura heredada del cristianismo y del judaísmo, el Dios de la metafísica moderna es una entidad abstracta, que nada tiene que ver con ese viejo personaje del mito religioso. El Dios cartesiano que ordena la naturaleza matemáticamente, el Deus sive natura espinociano, la mónada de mónadas que decide el mejor de los mundos posibles de Leibniz, el Dios comprendido en los límites de la mera razón kantiano, o el Dios de los ilustrados y los libertinos ―es decir, los librepensadores―, que culminan en la figura de la Diosa Razón de la Revolución Francesa, exponen el paulatino ocultamiento de lo divino en el mundo moderno. Se exige pensar el ámbito moral y político de modo diferente, desde la idea del hombre, a partir de su autonomía, su racionalidad, su facultad para el examen crítico y no solamente a partir de una voluntad ciega surgida del instinto. Con la razón práctica se afirmarán las teleologías, los fines que se proponen para alcanzar la paz perpetua, los imperativos categóricos que establecen la moralidad. Más tarde, surgirán los ideales de mundos perfectos en que se realice la esencia humana: sociedades regidas por la razón, la ciencia, la armonía, los reinos de la libertad, la igualdad o la fraternidad universal.

El mal en ese horizonte puede ejemplificarse con el asesinato brutal que comete el delincuente, o con los crímenes imaginados por Sade, o por la guillotina. El crimen puede evaluarse estéticamente, como lo hacen los libertinos de Thomas de Quincey. Ante ese Dios abstracto, de todas maneras heredado del cristianismo, había que colocar la pregunta por el origen del mal. ¿Cómo es posible que Dios, omnipotente, omnisapiente, crease un mundo donde existe el mal? ¿Qué sentido contiene el mito del fruto prohibido del Árbol del Conocimiento que incita a Adán y Eva a cometer el primer pecado, heredado luego por toda la humanidad? ¿Acaso en el mito no está contenida la idea del impulso humano a la libertad? Para Schelling, la libertad es la facultad del bien y del mal; influenciado por el “panteísmo” de Spinoza y recurriendo a los gnósticos, recurre a la argucia de postular un in-fundamento o abismo (Ungrund) que subyace en Dios. Ese in-fundamento de Dios, ligado a la materialidad y al mal, es el opuesto dialéctico, complementario de la luz, del espíritu divino y del bien. El mal, y ya no solamente el bien, adquieren una dimensión metafísica esencial, están en el fundamento del ser y en su oscuro abismo. El devenir, o más bien la historia, es una lucha incesante entre el bien y el mal.

De alguna manera, esta aventura del pensamiento occidental culmina en el espíritu absoluto hegeliano. ¿Acaso lo divino es la totalidad de lo humano, el despliegue de lo humano en la historia, hasta alcanzar las formas de organización de la moralidad y del Estado modernos? La historia es el despliegue del espíritu absoluto, que incluye la totalidad de lo humano, hasta alcanzar el reino de la libertad, claro que también gracias a las astucias de la razón: el mal, como la guerra, impulsa el progreso histórico. Pero en Hegel, a partir del célebre capítulo de la Fenomenología sobre la dialéctica del amo y del esclavo, la libertad adquiere una connotación de enorme importancia para la historia posterior, al menos en Occidente: tiene por fundamento el reconocimiento del otro. Es conocida la trama de ese pasaje: hay dos conciencias que se encuentran y confrontan; una de ellas no se rinde ni siquiera ante el amo absoluto, la muerte: es la conciencia del amo. La conciencia del esclavo prefiere, ante la muerte, el sometimiento al amo. Reconoce al amo como tal, y en consecuencia satisface su deseo a través del producto de su trabajo. El amo, al depender del trabajo del esclavo, se supedita a este. El esclavo, adiestrado en el conocimiento gracias al trabajo, reconoce al amo, y luego, por ese reconocimiento, toma conciencia de su propia situación. Desea el reconocimiento del amo, la superación de la confrontación y de la condición misma de la esclavitud. El fin de esta, el ámbito de la libertad, emerge del mutuo reconocimiento de la libertad del otro, de que el otro es también autoconciencia, y que solo puede serlo a través del muto reconocimiento. En otro pasaje, al inicio de sus Lecciones sobre la historia de la filosofía, Hegel postula que la filosofía, es decir, la Ciencia ―el concepto, pensamiento puro, y no ya la representación contaminada por la imaginación, por las ilusiones de lo que luego se llamará ideología― surge en Grecia porque en la polis se encuentran hombres libres que se reconocen como tales, los ciudadanos, y porque el pensamiento adquiere libertad. Esta tesis trae consigo implicaciones que aún permanecen ante nosotros: el conocimiento necesita una organización social donde exista la libertad de pensamiento, esto es, de palabra, de interlocución y debate. Por otra parte, la exclusión de los no-ciudadanos del orden de la libertad conlleva la separación entre el ámbito público, la ciudad, y el mundo doméstico donde el ciudadano ejerce despóticamente su condición de amo sobre las mujeres, los menores de edad, los esclavos, los extranjeros. A los excluidos se les coarta la libertad de pensamiento, se los silencia o se encierra su conversación entre los muros de la casa, su palabra se reduce a murmullo.

La historia del progresivo ocaso del Dios de la metafísica moderna culmina, como sabemos, en la constatación de su muerte por parte de Zaratustra; consiguientemente, en el nihilismo, es decir, en la carencia de fundamento para los valores. Ante la ausencia de Dios, ¿qué es la libertad? ¿Cuál es el fundamento de la decisión entre el bien y el mal? ¿La voluntad de poder, el impulso por perseverar en el ser, la utilidad, el placer? ¿Qué puede impedir el crimen? ¿Acaso el reconocimiento del otro es suficiente para evitar su asesinato o su esclavitud? La rebeldía adolescente en la época del nihilismo se extiende de los terroristas rusos del siglo XIX hasta los artistas de las vanguardias de hace un siglo, en actos que implican la afirmación de la voluntad individual que se rebela contra la ley. En el caso de los primeros, poniendo en juego su propia muerte; en el de los segundos, como un puro gasto de energía creativa que se dirige a corroer la propia obra. El rebelde impugna todo orden, el revolucionario impugna el orden existente para instaurar uno distinto. El intelectual de Occidente se refugia en algún espacio institucional que no tiene problema en acoger su disenso.

Sin embargo, los dioses no acaban de morir. Renacen a partir de los supuestos orígenes o los grandes fines: Nación, Pueblo, Proletariado, Dinero, Raza, Libertad, Igualdad, Fraternidad, Comunidad… Incluso otros dioses más difusos aparecen en escena, por caso, Seguridad, esa obsesión de nuestro tiempo. En nombre de la nación o la raza, se crean campos de exterminio donde se industrializa el asesinato o se emprenden campañas de limpieza étnica. En nombre de la libertad se levantan patíbulos, y en el de la igualdad, se crean gulags. En nombre de la justicia y la reparación, se cultiva el resentimiento, fuente de los fascismos. En nombre de la seguridad, se instalan ciudadelas amuralladas, cámaras de reconocimiento facial en calles y plazas, regímenes policiacos.

No obstante, herederos de Occidente como somos, ya sin dios que garantice cualquier más allá, ni en el cielo ni en la tierra, sabiéndonos finitos, es decir, mortales, como individuos y como especie, alejándonos día a día de las nociones modernas sobre lo humano, no nos resignamos a seguir indagando por lo que somos, por las posibilidades de vida que se abren en los límites de nuestras existencias. Por lo que cabe proseguir en el esfuerzo de mantener espacios públicos y domésticos de mutuo reconocimiento y de interlocución, de una siempre precaria y problemática libertad de pensamiento.

 

 

Imágenes: Rostyslav Savchyn (Unsplash); Andrés Canchón (Unsplash); Cabecera: El jardín del Edén (detalle). Panel de terciopelo trabajado con hilo de seda y metal. Último cuarto del siglo 16. The Met Museum

La libertas ilusoria

Julio Echeverría
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I

La libertad es ilusión necesaria, es su única ‘forma’ y como tal difícilmente la podemos encontrar en la realidad, o en aquello que solemos llamar ‘realidad’: aquel, espacio o lugar comandado por la consecuencialidad de los hechos observables. La libertad pertenece a esa materia propia de la inmaterialidad, que solo es aferrable como concepto o como idea, pero que como tal no puede renunciar a su pulsión utópica, que es la de realizarse en el mundo de las causas y de las consecuencias. Es solo allí cuando descubre su carácter ilusorio, su inconmensurabilidad radical. Es esta su característica ontológica; está donde tiene que estar, animando el mundo como representación y como voluntad, pero negándose cuando esa voluntad quiere afirmarse en la aritmética de la consecuencialidad. Es en este campo de reflexión que cobra sentido la dialéctica de la libertad positiva y negativa a la cual se tiende recurrentemente a acudir para definirla. Libertad negativa: el desear y querer que no acepta límites, que rechaza toda imposición a su plena expansión; y libertad positiva, afirmar y realizar el deseo, superando los impedimentos, definir un curso de realización; aquí la libertas aparece como emancipación.

II

El sujeto moderno vive su libertad como una paradoja: solo puede aceptarse como liberto cuando se ha emancipado de toda tiranía externa e interna: puede escapar, afirmarse, realizarse frente a la tiranía externa, pero con dificultad lo hace frente a la interna; siempre está sometido a sus pasiones e instintos. Es aquí donde la ilusión se manifiesta en la forma de la paradoja, su forma par excellence: probar la libertad aquí es no reconocer a nadie sino sólo a sí mismo, es a-socialidad, es conflicto, es aniquilación; mi libertad es anulación del otro, es dominio sobre el ambiente que es limite y fuerza que se me enfrenta; pero el otro es reacio y el ambiente es solo procesable; ambos se revuelven contra mi libertad, me anulan; mi libertad requiere de una tabla de salvación, de una auctoritas que pacifique el conflicto, que permita la supervivencia. La auctoritas está allí para salvar a la libertas, para permitirle que regrese a su estado natural, el de la ilusoriedad; la libertas requiere para su realización, de la auctoritas y de su pulsión tiránica. La tiranía es aquella que acaba con esa deriva de la libertas que al afirmarse la niega, lo saca de esa indeterminación que al someterse al dominio de su pasionalidad lo arroja en la anulación del otro al cual sin embargo lo necesita; esa libertas que produce su negación, es ella la que clama por una ancla de salvación, la que requiere de una potestas, de una auctoritas que lo salve. La libertad es a-social porque lo social es compromiso y acuerdo, la socialidad afecta esta estructura básica; exige dejar algo, renunciar a algo, la libertas es anti-auctoritas; por tanto, es antisocial, regresa al estado de inmediatez en el que se esta libre, pero en absoluta soledad, en su inmensa libertas. Es entonces cuando la paradoja se realiza: la libertad interior emerge para realizarse, pero se encuentra con el poder tiránico que lo devuelve a su status naturae.

 

III

Desde Platón a Hegel la modernidad construye este paradigma; la libertad como voluntad y representación, como ilusoriedad necesaria. Es la libertad la que produce la auctoritas, como razón y/o como Estado, como eticidad, como legitimidad; lo hace para salvar-se del dominio de la pasión; pero al producir aquello que debería salvarlo lo que produce es su anulación. La libertad positiva, que busca realizarse en el mundo de la consecuencialidad, se revuelve sobre sí misma; se opone a la potestas, a la auctoritas, que trata de ubicarla en medio de la aritmética de las causas y de las consecuencias. Pero, al intervenir ésta, para salvarlo, para ‘socializarlo’ lo pone de vuelta en el avatar de su pasionalidad que lo anula, de aquella tiranía que lo mantiene sometido. La auctoritas solo puede afirmarse negando la libertad del sujeto y lo hace a favor de su propia libertas, así lo protege de sí mismo. Con Hegel da inicio la crisis de lo moderno; a partir de sus formulaciones es posible advertir el impasse al cual conduce el desarrollo de la dialéctica de la libertad positiva y negativa; la crisis de lo moderno apunta en dirección a reconocer la radical alteridad en la que estas se encuentran; en su ilusoriedad está su posibilidad de existir y de mantenerse, pero devela al mismo tiempo su obsolescencia. Es seguramente Hegel quien deja abierta la tensión al mantener la vigencia de la ilusoriedad y trabajar al mismo tiempo en su disolución/realización. La libertad negativa, aquella que no acepta someterse, penetra en la auctoritas y lo impregna de su poder corrosivo, lo divide, lo controla, construye los dispositivos que detienen el camino a su autonomización, apunta en dirección a impedir que ésta se vuelva poder absoluto que no reconoce a la libertas de la cual emerge. La ilusoriedad de la libertas se encuentra así expuesta, al desnudo. Es la ilusoriedad de la dialéctica la que es necesaria, y es esta la que deberá negarse, realizarse, suprimirse.

IV

Es en el espacio abierto por la post e hiper-modernidad donde la ilusión se deconstruye y con ella la dialéctica de la libertad positiva y negativa. La auctoritas fracasa al no poder realizar la libertad que el sujeto reclama; al intentar resolver la paradoja el sujeto se anula y regresa a su soledad, en la cual es soberano. En la modernidad la libertad no puede no ser sino una ilusión; la auctoritas, se presenta ineficaz para superar su carácter ilusorio. Lo que se anuncia con la crisis de la modernidad es la imposibilidad de realización de la libertad atrapada en la dialéctica de la superación de una forma en la otra; la superación del limite que cada una expresa y de su necesaria conexión. La post y la hiper-modernidad proclaman su ilusoriedad como falacia. Su operación es incisiva al desconectar la libertas de la emancipación, al acabar con su proyección positiva. Al eliminar la dialéctica se anula la tensión sobre la cual se soporta. El desenlace del postmodernismo y del ultramodernismo re-ubica a la libertad en su dimensión básica, como una pulsión que es constitutiva del ser en cuanto proyección del deseo, en cuanto anarquía de percepciones, movimiento de fuerzas, pasionalidad incontenible. Es esta acumulación desordenada de percepciones, esta sensibilidad acelerada e intermitente que no encuentra límite, la que produce el conflicto, una conflagración de fuerzas que esta inscripta en la misma configuración de la mónada que constituye a todo ser vivo (Leibniz). Lo que se anuncia es el regreso a la potestad de los poderes discretos y fragmentados, a la disolución de la auctoritas en una infinidad de arreglos del poder, a la reinstauración de las múltiples soberanías, de sus potestades indirectas (G. Marramao).

 

V

En su tratado sobre la Monadología, Leibniz se adentra en la comprensión de las sustancias elementales que mueven al mundo y que parecerían condicionar en profundidad la posibilidad de la libertas. Su aproximación es metafísica, el accionar de las monadas, aquello que las mueve, no pertenece al mundo físico sino a la pura inmaterialidad, a aquello que esta ‘por detrás’ del mundo de la consecuencialidad que ordena de manera aleatoria la conjunción de causas y efectos; llamaríamos, al mundo de la contingencia. ¿Pero que es la monada? es una entelequia; es el principio vital que lo mueve todo; es movimiento en cuanto solo en el movimiento puede entenderse el deseo y el apetito; la necesidad de atrapar el mundo; la monada juega su reproducción al enfrentar la compulsión del deseo y del apetito que la comanda. Entre sus características está la de ser autosuficiente o autorreferente; no depende del mundo exterior para reproducirse, sino de una dinamia interna que podría caracterizarse como el de su propia idoneidad constitutiva; en su operar esta presente este referirse a si misma, para lo cual instaura una dinamia de reflexividad que la obliga a salir de sí para luego retornar en un movimiento incesante de reproducción; una perfecta estructura ontológica compuesta de una infinidad de variaciones dentro de un marco cerrado de posibilidades; lo que la mueve es el apetito y el deseo de ser si misma. Se trata de una metafísica intemporal e inconmensurable como solo la metafísica puede serlo. Es éste seguramente el terreno de la libertas o el espacio inmaterial en el que ésta se juega; un espacio anterior a su afirmación en el mundo de los fenómenos, en aquel mundo en el cual el espacio de posibilidades se cierra necesariamente al afirmarse. En Leibniz lo que mueve a la monada es el deseo, este la conduce al conatus, al conflicto en su afán de afirmación; el deseo coincide con el mundo de las percepciones que en principio es caótico, porque es un mundo necesitado de selecciones y como tal caracterizado por excluir mundos posibles.

La formulación de Leibniz podría interpretarse como una operación que trabaja sobre la metáfora platónica de la caverna; en la caverna reinan las percepciones necesitadas de la luz que solo proviene de la razón, la razón es lo que para Leibniz es la apercepción del mundo, algo así como una percepción que se reconoce como tal, la producción de un efecto especular que permite poner en orden el caos de partida propio del mundo perceptivo. Lo que se vuelve posible a partir de Leibniz es complejizar la perspectiva platónica; la luz del conocimiento, de la razón, es apenas una imagen que obscurece la existencia de otras posibilidades; el mundo del conocer es el de las monadas necesitadas de identidad, la conciencia mundana, es aquella que esta en la caverna, es la de la vivencia de la individualidad que se da en el deseo; es esta condición sensual y pasional de la mónada la que la empuja a salir de si misma; su propia condición, ahogada en la finitud le empuja al conatus, a acudir al encuentro que podría salvarla de su ahogamiento en la finitud, a colisionar con su propia necesidad de salir de si misma; a fugar; su conatus es total: “por ello las acciones y pasiones son mutuas entre las criaturas (…) en cada cuerpo orgánico de un viviente hay una suerte de maquina divina o un autómata natural que sobrepuja a todos los autómatas artificiales” (P.L. 64). Aquí Leibniz introduce la distinción entre alma y máquina para diferenciar la heterogeneidad de causas que ordenan el movimiento de las mónadas, “las almas obran según las leyes de las causas finales, por apeticiones, fines y medios. Los cuerpos obran según las leyes de las causas eficientes, o movimientos” ( P.L. 79) ; las causas finales son las que conducen al conatus, las causas eficientes las que explican el movimiento; las causas finales (el bien, la belleza) son materia de disidio y confrontación, todas buscan asociarse con la divinidad que es donde reina la belleza, el bien, el orden armonioso, pero para conseguirlo activan al autómata artificial; en realidad el automatismo termina por ser el producto de esta búsqueda de si misma que caracteriza a la mónada. El autómata es la conjunción de causa final y causa eficiente; es en este terreno donde se juega la libertad, en una época en la cual la dialéctica ha colapsado y la libertad ha abandonado su carácter ilusorio.

VI

Las cartas estan sobre la mesa; es la misma pulsión del deseo la que se proyecta sobre el mundo y se reconoce como poder que desata el conflicto; ahora este es asumido como condición y posibilidad de la libertas; es el conflicto el que está inserto en la misma configuración del ser vivo, la ilusión de su exclusión o anulación ya no es necesaria; el otro que se opone, el ambiente que se resiste y ataca está en la misma configuración monádica; no hay ilusión posible de que esta antinomia se resuelva. La producción de auctoritas es sistemática e inestable, es poder generativo que oscila entre tensiones y pulsiones de clausura en la absoluta soledad, en la dis-identidad, en el no reconocimiento, en la afasía, a dinamicas de apertura y de búsqueda por la realización simbólica. La ilusoriedad es simbólica. Lo vuelve patente la crisis de los Estados nacionales sobre la cual se constituyó la potestas moderna; el Estado al realizar y garantizar los derechos, debía permitir que la libertad negativa se positivizara mediante su aparato institucional, su sistema de legalidades; una deriva que al operacionalizarse develó cada vez más sus limites: mantener a la libertas como expectativa no resuelta, utilizar su demanda como demagogía seductora, o en su defecto, trastocar su ‘política’ en la entronización de poderes tiránicos dirigidos a anularla, incluso su ilusoriedad.

Las auctoritas soberanas, aquellas que movian a los estados hoy se presentan ineficaces al aplicar su potestas; cada vez más la potestad soberana se fragmenta en potestades indirectas, en círculos restringidos de acumulación de poder, en lógicas de incidencia relativas. La revolución que estaba para constituirla, ha devenido en poder tiránico. Pero la pulsión del deseo es indetenible, emerge sistemáticamente y se expresa como derecho a existir, a realizarse; el deseo es productor de eticidad como lo plantea Hegel, pero requiere, exige de una alta dosis de abstracción institucional, una operación de artificialidad tal que pueda comprender la alteridad entre libertad positiva y negativa como condiciones no superables ‘dialecticamente’, como contradicciones que estan para retroalimentarse, para reconocerse en su estructural diferenciación y determinación. La modernidad hegeliana parecería ceder el paso y permiir el regreso de las potestades indirectas; o dejar el espacio para su transfiguración post e hipermoderna. No es que estemos frente a menos Estado, sino que estamos cada vez frente a más Estado, lo expresa la variable crisis fiscal, como dimensión crónica de la inmensa penetración del Estado en toda esfera de la reproducción social. Como lo resalta Marramao, “En el multiverso global, el Estado declina mientras crece, y crece mientras declina”. No es que el Estado se repliega para dejar que emerjan estas ‘formas de poder’ sino que las genera mientras más interviene; es el Estado de los derechos el que produce una amalgama particular por la cual las diferenciaciones y segmentaciones sociales se profundizan y expanden al tiempo de reclamar legitimamente sus ‘derechos’ (libertad positiva); al hacerlo, se acoplan a la estructura de los ‘viejos’ derechos fundamentales, que estaban justamente alli para resguardarlos ( libertad negativa), se superponen a ellos, los condicionan. Es este el desarreglo contemporáneo; la escasa abstracción institucional cede ante la amenaza de la libertas que no encuentra cauce institucional; de allí la dominancia de la juridicidad y de su estrategia niveladora y homogenizadora; el sistema judicial quisiera convertirse en cinturón de castidad que impida las multiples colisiones/soluciones que emergen en el enfrentamiento entre las formas y los arreglos que asume la ecuación libertas/auctoritas. Al intervenir con esta función, las reproduce ad infinitum; el poder generativo de la complejidad social, tiene aquí su punto de apoyo. La política ahora se lleva consigo al Estado y con este el control del poder se diluye. “En el intento de hacer frente a la masa crítica de contingencia que lo invade, el Estado se “autodeconstruye”, se desarticula, descentra sus funciones volviéndolas, al mismo tiempo, mas penetrantes y menos jerárquicas” (G. Marramao).

Es esta condición confusa de crisis e innovación, la que nos devela la situación actual de la libertas; es en este declinar/creciendo en el cual se debate la politica contemporanea, que reaparece la fundamental caracterización leibniziana de la estructuración monádica; no es posible pensar la condición contemporánea por fuera de esa artificialidad generativa; la actual revolución informática, computacional, comunicacional, mediática, parecería acercarnos a esa primigenia caracterización de la política moderna. Ésta acelera el desarreglo en el cual se encuentra la libertas/potestas; sin embargo, y al mismo tiempo, cada vez más su impulso conduce a perfeccionar la conexión entre biología y tecnología; la amalgama de los derechos es despolitizante y neutralizadora, su homologación es necesaria, para acoplarse a la convencionalidad abstracta de la inteligencia artificial; de allí el descubrimiento del cálculo infinitesimal con el cual Leibniz acomete su desentrañamiento de las ‘particulas elementales’; estas se reproducen sobre la homologación, sobre la serialización. Este parecería ser el lugar en el cual se define la libertas contemporánea. Las potestas tiránicas desconectadas del control político vs el amalgamiento de derechos y sus demandas comandadas por la innovación tecnológica, mediática, comunicacional.

La fe y la pregunta por el sentido

C. Nectario

 

1

Hace cien años Max Weber, en su célebre conferencia “La ciencia como vocación”, caracterizó a “nuestra época” por la racionalización, por lo que llamó “desencantamiento del mundo”. Con ello pretendía poner fin a la dicotomía moderna entre fe y razón, al combate de la Ilustración contra las supersticiones y las fabulaciones sobre el más allá. Se dice que Laplace, ante la pregunta de Napoleón acerca de la ausencia de referencias al Creador en el Tratado de mecánica celeste, había respondido: “Señor, no he tenido necesidad de esa hipótesis”. En la misma dirección, Stephen Hawking afirmaba dos siglos más tarde que el comienzo del universo, el Big Bang, no requería de un dios creador.

En el ámbito de la vida, que no tiene que ver con el universo sino tan solo, al menos por ahora, con la Tierra, la ideología del “diseño inteligente”, que no niega la evolución, se aproxima más a un relato mitológico de un demiurgo torpe o un dios boicoteado por algún demonio, pues intenta introducir una teledirección en el curso de la evolución que la conduzca hacia nuestra especie. El “diseño inteligente” pasa por alto el azar en los procesos bioquímicos que propiciaron el surgimiento de la vida en nuestro planeta, así como el azar del que devienen las catástrofes de las formas de vida existentes o las variaciones y especiaciones que siguen en curso.

La ciencia es atea o materialista, independientemente de las creencias religiosas de los científicos, puesto que no necesita de la hipótesis de un creador ni del universo ni de la vida, o de plan divino que culmine en el homo sapiens. Menos aún cabe interpretar la historia humana, con sus progresos y catástrofes, como si estuviese regida por una providencia astuta.

No obstante, el extraordinario despliegue del conocimiento científico de este último siglo no ha acabado con la superstición, con la idolatría. Weber consideraba que “los valores esenciales y más sublimes se han retirado de la vida pública para refugiarse en el reino trascendente de la vida mística o en la fraternidad de relaciones humanas y personales”. Lo decía al término de la primera guerra mundial. En realidad, “los valores esenciales y más sublimes”, en lugar de retirarse de la vida pública, la tomaron por entero, ya no en nombre de Dios, sino de un ídolo al que se otorgó un inusitado poder: la nación, el Estado. O la raza. O, desde otra perspectiva, la utopía revolucionaria. Los románticos, contra la razón de los ilustrados, habían reivindicado el sentimiento y la imaginación. Esa dimensión irracional de la subjetividad es una fuerza capaz de aglutinar masas y encaminarlas hacia grandes empresas colectivas, hacia la guerra y la aniquilación del enemigo; y de volcar a los individuos hacia el sacrificio o el crimen.

En una época obsesionada por los datos se suceden las estadísticas sobre las creencias religiosas. Se sabe que prosperan sectas e iglesias, que a la vez crece el número de ateos o creyentes no practicantes. Cualquier día, algún grupo de fanáticos puede cometer un acto terrorista, iniciar una guerra, o algún Estado emprender el genocidio de comunidades a las que se elimina por razones religiosas o étnicas. Miramos hacia las sociedades donde el Estado laico implica no solo la tolerancia religiosa sino la convivencia entre comunidades con distintas culturas, y advertimos de inmediato el crecimiento de la intolerancia, el fanatismo, la violencia xenofóbica. Las creencias religiosas suelen surgir del miedo al amo supremo, la muerte, pero también las sostiene el terror.

Se recurre a las divinidades, los ídolos o sus sacerdotes en búsqueda de consuelo o de milagros. El idólatra agradece a su dios o diosa, a su santo o santa, o a su intermediario, por la curación de una enfermedad, la salvación de la vida en medio de la guerra o la catástrofe natural, incluso por supuestos favores harto triviales, unas monedas o una venganza personal. Lo cual escandaliza no solamente al racionalista sino al creyente que está convencido de que su fe es libertad absoluta, por tanto, nunca sujeta a intercambios de favores con el más allá. Dios, piensa, no puede escoger a quien premia rompiendo las leyes de la naturaleza, o a quien castiga u olvida a los suyos de manera tan arbitraria.

Impera en nuestros días un dios mundial, omnipresente y omnipotente, que pareciera imponerse a los demás ídolos, que tiene sus sacerdotes y sus doctrinas: el dinero, dios abstracto que adquiere figuras múltiples ―mercados financieros, del trabajo, de bienes y servicios, monedas, papeles, bitcoins― que circulan vertiginosamente por todas las redes de la sociedad digital. Un dios que se presenta como Cifra ante sus fanáticos, que le entregan su vida, su pasión hasta el delirio; que adopta múltiples formas para acrecentar su poderío, que rige la vida de las sociedades a través de crisis sucesivas, aunque también a través de un consumismo obsesivo. No es verdad que la economía se rija por “decisiones racionales”; descansa en la idolatría, en la reproducción automática del dios que existe para consumir vida y convertirla en una valorización del valor económico que tiende al infinito.

Y está también la idolatría del libro, desde los textos religiosos consagrados a los textos doctrinarios de la política. La Biblia es una colección de textos escritos a lo largo de varios siglos, que han sufrido modificaciones, inclusiones, extrapolaciones. Leer un texto sometiéndolo a una interpretación literal o a una interpretación que de antemano establezca su sentido, es convertirlo en ídolo.

 

2

Weber no dejó de advertir que había un ámbito de pensamiento situado más allá del conocimiento científico, que dejaba a cargo de filósofos y “sabios”: el sentido del mundo. Las ciencias tienen como propósito el conocimiento de regiones determinadas de la realidad. Nietzsche, al examinar la relación de la ciencia con el ideal ascético en la La genealogía de la moral, señala el “error” de la conciencia científica, que si bien se “ha arreglado bastante bien sin Dios, sin el más allá, sin virtudes negadoras (…) no tiene hoy sencillamente ninguna fe en sí misma, y mucho menos un ideal por encima de sí”. Y concluye: “el hecho de que ahora se trabaje con rigor en la ciencia y de que existan trabajadores satisfechos no demuestra en modo alguno que la ciencia en su conjunto posea hoy una meta, una voluntad, un ideal, una pasión propia de la gran fe.”

La conciencia científica tiene su anclaje en la convicción de que existe la realidad, que se presenta de modo objetivo ante ella. La ciencia moderna, desde Copérnico en adelante, ha venido reduciendo el orgullo humano, primero al acabar con el antropocentrismo en relación con el universo; luego en relación con la vida y la evolución, desde Darwin; más tarde, destruyendo el ideal de una conciencia transparente y una voluntad libre, a partir de las ciencias sociales, el psicoanálisis o la lingüística. Con ello, ha puesto en crisis el ideal de verdad. El conocimiento científico es una aproximación a la realidad a partir de la estructura cognoscitiva humana, de la sensibilidad, la imaginación, la racionalidad. La ciencia no trabaja bajo el criterio de que la verdad sea la plena correspondencia entre el concepto y la esencia de lo real; la validez del conocimiento se establece en relación con las específicas condiciones de su producción en cada momento de su historia, esto es, la delimitación de objetos, la vigencia de problemáticas, paradigmas o métodos, la organización de las comunidades científicas.

La ciencia puede explicarme que el universo es finito y, tal vez, ilimitado (si es que hay un solo universo, cuestión que no sabemos). Puede explicarme a grandes rasgos la “historia del tiempo”, de los 14 mil millones de años que habrían transcurrido desde el Big Bang hasta ahora. Puede explicarme cómo surgió la vida en este pequeño planeta de este sistema solar, que forma parte de una galaxia en la que existen millones de estrellas, apenas una galaxia entre millones. Puede explicarme el surgimiento de la vida a partir de unos procesos químicos que se dieron de modo contingente. Puede explicarme las claves de la evolución, hasta llegar a las especies “superiores” de mamíferos y el hombre. La paleontología puede explicarme la evolución de los homínidos, hasta el homo sapiens. Y así…

Pero hay preguntas antes las cuales no existe explicación alguna. Como la pregunta de Parménides: ¿por qué es el ser y no la nada? O: ¿por qué existo? Pregunta acuciante, pues me sé mortal… O: ¿qué es “real”?

Si se quiere colocar con alguna seriedad la cuestión de la religión, y por tanto de la fe, es a ese ámbito del sentido al que hay que dirigirse. ¿Cómo comprender la religión o la fe frente a la ciencia moderna? Después de Hegel, cuya Fenomenología del espíritu puede interpretarse como una teodicea o como la divinización de la totalidad de lo humano, suprimiendo con ello el más allá. Después de Feuerbach, quien pretendió devolver a la humanidad su esencia, enajenada por la religión que la había proyectado a lo divino. Después de Nietzsche, cuyo Zarathustra había declarado la muerte de Dios, asesinado por nosotros, los modernos. Después de Kierkegaard, el “caballero de la fe” que siente que la apelación de Dios se dirige siempre al individuo, suspendido en soledad sobre la angustia…

¿Qué puede ser la fe en medio de las catástrofes históricas? Paul Tillich es uno de los teólogos que han procurado responder a las circunstancias de “nuestra época”. Procuró colocar la pregunta por lo que sean la religión o la fe, situándola más allá de la filosofía, la historia, la sociología o la antropología de las religiones, aunque siempre en diálogo con ellas. Lo que coloca como problema es la cuestión de lo Incondicional, aquello que está en el fundamento de la realidad, de la conciencia y de la vida misma. La respuesta convencional es Dios, el Creador. Puede responderse de otra manera: la materia, la energía. O el espíritu humano. Para Tillich lo Incondicional es Absoluto, es decir, a la vez fundamento de lo que es y deviene, y al mismo tiempo, abismo. No hay manera de eludir la paradoja. La religión o la fe surgen de esa posición ante lo Incondicional, es decir, ante el sentido del ser y del devenir. Desde lo Incondicional emerge el ámbito de lo sagrado, de lo santo. Tillich sabe que tiene ante sí una cuestión de extrema gravedad, la cuestión del origen del bien y del mal. Su giro es sorprendente, pues pone en evidencia que en el ámbito de lo sagrado, de lo santo, es un ámbito compartido por lo divino y lo demoníaco. Desde lo Incondicional emergen tanto lo divino como lo demoníaco, como se puede aprehender en las distintas formas de religiosidad. Las creencias religiosas sacralizan lo divino y lo demoníaco… También las idolatrías modernas, los nacionalismos por caso.

Aunque el teólogo protestante tenga que proseguir su meditación hacia su encuentro personal con Dios, reconociendo que el núcleo de su fe de cristiano es reconocer que Jesús es el Cristo, la pregunta por qué sea la “esencia” de la religión y la fe queda como una cuestión decisiva incluso para el místico, el panteísta o el ateo.

Luego de la segunda guerra mundial, el incrédulo Max Horkheimer, quien fuera colega de Tillich en Fráncfort y sufriera infortunio semejante durante el nazismo, expuso su sentimiento religioso, y el de su amigo Adorno, como el anhelo de justicia: “La afirmación de la existencia de un Dios todopoderoso e infinitamente bueno debería transformarse en el anhelo de la existencia de un ser todopoderoso e infinitamente bueno que se cuidara de que la injusticia cometida en la historia no permanezca a la larga como tal”. Heidegger, aquel que no pudo pedir perdón por su adscripción al nacional socialismo, ante las amenazas de catástrofe que él advertía en el curso de la historia y especialmente de la técnica, diría al final de su vida que sólo un Dios podrá salvarnos.

El anhelo de justicia, en sentido radical, nos coloca nuevamente ante lo que dotaría de sentido a la ley, ante lo Incondicional que condiciona cualquier ley. No se trata ya de la espera de un nuevo Moisés que tuviese que recibir el dictado de una divinidad que hablaría desde el más allá (heteronomía). Lo que el teólogo-filósofo intenta es encontrar un fundamento que sustente a la comunidad a partir de una teonomía, que pueda aprehenderse como autonomía. Lo que está en juego es el fundamento de la convivencia social.

Si de lo que se trata es del sentido, lo que tenemos ante nosotros es la relación entre lo Incondicional y el lenguaje. No hay religiosidad posible sin comunidad, la religión es siempre comunitaria. La vida religiosa implica la interlocución. Los dioses o el Dios son creados o se manifiestan al creyente a través del lenguaje, del mito, los símbolos, la oración, los rituales, o la blasfemia.

En el encuentro decisivo del individuo con lo Incondicionado, cuando se coloca ante lo abismal, cuando afronta su finitud, su pequeñez o su precariedad, su condición de ser para la muerte, requiere de la palabra interiorizada o de una expresión simbólica, incluso estética, para alcanzar algún sentido para su existencia. La fe solo se da como acto de lenguaje. La fe y la duda que le es inherente. Sean la fe y la duda del politeísta, del idólatra, del deísta, del panteísta, del monoteísta o del ateo. Aun el místico que toma la vía negativa para llegar a su Dios no abandona jamás la meditación, y por tanto, la palabra.

“En el principio fue el Verbo (Logos)”, inicia el Evangelio según San Juan. La interpretación de la frase tiene un sentido específico dentro de la concepción trinitaria de la divinidad en el cristianismo. Pero, ¿podría decir algo más allá de esa concepción?… Si esto es plausible, podría ponerse como la cuestión decisiva en torno del sentido en el propio lenguaje. ¿No es en el lenguaje, acaso, donde reside lo Incondicional? Lo incondicional que hace posible que se abra para el hombre algún sentido sobre el ser y el devenir, sobre qué cosa sea real, sobre el mundo y la propia existencia.