El encuentro: actor y espectador en el acontecimiento teatral

Israel Muñoz

 

 

PADRE. – Solo nos queda que sobre este escenario en el que
vivimos alguna mano compasiva deje correr el telón.

José Martínez Queirolo, La casa del qué dirán.

 

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Los actores respiran. Hace varias horas que han iniciado su caldeamiento y hace pocos minutos que sus oídos escuchan el murmullo de la sala. Sus corazones sin dejarse engañar empiezan a palpitar con violencia. El espacio detrás del telón se ha empezado a llenar con los Otros, con aquellos que como dice Alain Badiou en “Rapsodia para el teatro”, han sido invitados a la tortura del pensamiento.

La multitud de espectadores, que bien podría ser una sola persona, pero la etiqueta aún le calzaría, toma asiento y espera el levantamiento del telón. La mirada fija hacia delante. Como sea, para él o para ellos, los Otros están detrás de esa gran cortina.

El telón, más allá de lo que evoca su nombre, es una presencia, una línea demarcatoria. A veces imaginaria, cuando es una simple frontera la que divide; otras veces concreta y material, cuando es un apagón o un pedazo de tela la que no deja mirar lo que se esconde en el escenario. De cualquier modo, su función es muy clara: separa y oculta. La distancia impuesta, como diría Jacques Rancière, sitúa y reparte lo sensible, sitúa de un lado a los que serán reconocidos como espectadores y al otro a los actores. El telón, como un dique, mantiene la tensión, dilata un encuentro, demora una batalla. Por lo tanto, mientras permanece no hay posibilidad de superarlo, es la ocultación del ser.

2

El tiempo transcurre y llega el inicio de la función. El telón se corre. El suceso dura escasos segundos o el instante en que se enciende una luz o ingresa el primer actor. Pasarlo desapercibido sería un grave error, sería obviar el acontecer de un milagro. Detenerse a contemplar el momento en que el telón se desvanece equivale a presenciar lo que Heidegger llamaba, remitiéndose al vocablo griego: aletheia. Y no es para menos, una vez corrido el telón empieza el desocultamiento del ser del teatro.

El fenómeno escénico se materializa cuando el mundo se expande por la imaginación, cuando éste cede su resistencia a la locura, cuando el escenario es una casa y una casa es un escenario sin que nos alarme el principio de no contradicción.

Alain Badiou reconoce en el teatro su capacidad de generar un acontecimiento. Y en efecto, espectador y actor se postran frente a frente como ante un espejo, pero no lo hacen como ante uno común y corriente sino frente a uno capaz de engendrar un proceso dialéctico.

El actor pone en marcha el espejo dialéctico del acontecimiento teatral. El actor sale a escena y entrega su creación, su obra de arte. Esta entrega en realidad es una ofrenda, un dar con humildad lo que tanto trabajo le llevó preparar. La pirueta del actor debe velar la preparación corporal y los múltiples ensayos que están detrás de lo que se exhibe, la elasticidad de sus movimientos y el timbre de su voz han de parecer espontáneos; el personaje ha de mostrarse y el actor ha de quedar en segundo plano, como un mago y su truco. Ningún otro sino Jerzy Grotowski miró esta condición de constante dádiva del actor y por eso lo llamó santo.

El espectador no participa del convite únicamente con su mirada, lo hace con su intelecto, y por parafrasear a Heidegger: dejándose afectar. En este caso, por aquello que sucede en el escenario. El espectador recibe el reflejo del espejo dialéctico en forma de llamadas desde el proscenio; es azuzado constantemente y debe participar, debe completar a cada momento el inacabamiento que aprecia. Acaso el gran proyecto de Bertolt Brecht justamente podría resumirse en el esfuerzo hecho para que la participación del espectador sea evidente y no haya lugar ni a la pereza intelectual ni al anonimato.

Pero actor y espectador ponen en marcha un encuentro mas no una transacción. El fenómeno teatral dice Badiou, más que representar, demuestra. Y lo que demuestra es el desocultamiento de aquello que yacía escondido tras las dos caras del telón. El desvelamiento no es inmediato ni sencillo, requiere cuidado y esfuerzo. Desocultar la verdad del ser, como lo asevera Heidegger, solicita labrar el camino que lo permita, necesita que se formule con acierto una pregunta adecuada y deje que el Lenguaje fluya, en este caso, a través de palabras, sonidos precisos, luces, cuerpos en movimiento y se genere comunicación. Espectador y actor se fundirán en un solo espíritu, en un solo organismo que se comprende, que comparte un espacio y un tiempo y lo hace suyo. La perspicacia de Badiou, que detectó lo antedicho, plantea un isomorfismo entre el teatro y la política. Tema para otra discusión pero que merece ser recordado.

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Y el fin adviene. El teatro es un arte del momento; éste jamás está antes de tiempo, por eso el telón cuando no hay personas en la sala es solo un trozo de tela que languidece en el espacio infinito. El teatro no será mañana porque los problemas se discuten en el ahora; no hay futuro para éste porque la experiencia se forma con quienes están y no con los que han de venir.

El actor sale de escena, los espectadores abandonan el recinto.

El acontecimiento, hace poco pleno, rico, milagroso y que apuntaba a la rebelión, en cuestión de un instante, con el apagón o con el descenso del telón, se desvanece. Cuando el telón baja abre un hueco en el alma del actor, a éste le embarga un desasosiego mudo e indescifrable que acompaña al vivo recuerdo de haberlo tenido todo, de haberse encontrado y extrapolado en armonía para ahora hallarse desarraigado. Al actor no le queda otro camino que aceptar la efimeridad del teatro y mirar con envidia al poeta, al pintor o al escultor que se quedan con su obra resistente al paso del tiempo.

El espectador que miró a través del espejo dialéctico y vivió el encuentro, una vez expulsado del lugar tras la señal del telón cerrado, camina por la calle y experimenta, como dice Badiou, que la búsqueda del placer instantáneo que quizás le llevó a ingresar al teatro en un primer momento, no le fue esquivo, sino que se ha demorado en brotar, que solicitaba esfuerzo y valentía, ganas de enfrentarse a lo que yacía oculto tras el telón.

El afuera es el adentro

Juan Redrobán Herrera

 

 

Y, a fin de cuentas, desde fuera es posible reconocer el interior.
Le Corbusier, El espacio inefable.

El espacio trae aparejado lo libre, lo abierto para que lo humano se establezca y habite.
Heidegger, El arte y el espacio.

 

 

Del muro al murmullo

El arte es ciencia espacial por excelencia, concluye Le Corbusier en El espacio inefable. “No se trata de un efecto del tema elegido, sino una victoria de la proporción en todas las cosas”, tanto en los aspectos físicos de la obra como en la eficiencia de las intenciones, reguladas o no, aprehendidas o inaprensibles, y, no obstante, existentes y deudoras de la intuición, milagro catalizador de saberes adquiridos, asimilados aunque tal vez olvidados. En una obra concluida con éxito hay masas intencionales ocultas, un verdadero mundo que revela su significado a quien tiene derecho, a quien desde su mirada es capaz de percibir.

La arquitectura, en tanto trabaja la materia prima del espacio, no trata sobre lo evidente de la fachada. Las fachadas son apariencias que se saben tales, obturaciones que se pretenden absolutas. ¿Qué es una fachada? Una fachada es una mentira dirá Le Corbusier, y sentencia: “¿acaso Landru, Stavisky, Pascal o un niño tienen fachada?, ¿acaso tienen distintas fachadas? No, lo que tienen es un adentro y un afuera.” Y ese interior puede ser leído desde el afuera, si la mirada sensible trasciende la profundidad del material. Para entender el adentro, hay que saber lo que está a este lado del muro y lo que está más allá de él.

Para Heidegger, la creación plástica puede ser encontrada dentro del espacio. Encerrado en el medio de los volúmenes de la figura, debe ser tratado como un objeto de producción. “¿No son acaso esos tres espacios, en la unidad de sus relaciones recíprocas, nuevamente derivaciones de ese único espacio físico-técnico, aún cuando en las estructuras artísticas no debieran intervenir las medidas cuantitativas?” Espaciar, trabajar en torno al vacío, es la liberación de los sitios donde el destino de los hombres que allí habitan, “se torna la seguridad del terruño o la inseguridad del exilio o simplemente la indiferencia frente a ambos”.

En el espaciar habla y se oculta al unísono el acontecimiento, dirá Heidegger, en la creación se otorga forma al espacio y en el encuentro con el vacío abierto se reúne el sujeto con la posibilidad de su liberación. La correlación de arte y espacio debe ser examinada a partir de la experiencia del sitio y el paraje. El arte como escultura no es una posesión del espacio, es un murmullo, una gesto transformador. “La escultura sería la corporeización de los sitios, los que, abierto un paraje que los resguarda, sostienen reunidos en torno a lo abierto, que por un momento hacen posibles las cosas circunstantes y un habitar de lo humano entre las cosas”.

 

Del panóptico mural

Cuando Spike Lee juega con los sepias, los blancos y negros de la apología a la exclusión en la gran América, repasa el camino, el trayecto y la abrupta parada del tren translúcido de los sueños perfumados de ideología. Las polarizadas geografías del norte y del sur se imponen, en la oposición entre un yo hegemónico y un otro distinto, distante o no. Como precisa Draї, la historia lleva cargada la diversidad de los muros trayectos, muros que se desplazan con el correr de las fronteras y del tiempo, muros portadores de historia, portales fijos más o menos densos, más o menos asibles, en épocas inaccesibles. Muros para mantener a los enemigos del otro lado, más allá, lejos de mi espacio para habitar.

Draї advierte que la imagen del muro parece simple. En un inicio de las crónicas, se trató en las hojas de los poetas y las notas de los trovadores sobre una construcción apostada en lo alto, desafiando el paso clandestino de los hombres, la herrumbre de los hierros, el asalto predador de los caballeros y el tensar mortal de los arqueros. Pero, ¿qué dimensión puede alcanzar la edificación de un muro así concebido en la época de los cánones, ahora, en la era de la seguridad cibernética, en el siglo de las nanotecnologías y las encriptaciones, de la vigilancia satelital, de la subversión informática, de la interconexión planetaria de datos? En tiempo real, muros virtuales.

El lugar escogido para mirar construye la perspectiva completa, aun se trate del preciso punto extendido sobre el tramado del mapa, tejiendo el espacio humano. De un lado de Oriente Medio, los palestinos lo llamarán “el muro del apartheid”. Los enemigos, los extranjeros, los extraños a mi carta de identidad, a mi punto de vista, a mi atalaya, a mi reflejo que es mirada y máscara, fachada. Los israelitas invocarán al Leviatán de “la barrera de seguridad”. Más al norte y al occidente, queda apostada una barrera imaginaria que atraviesa toda la rivera del Mediterráneo. Un muro tenaz, material o inmaterial y por demás mortal.

La caída del muro de Berlín nos hizo olvidar brevemente los bordes liminares, las exclusiones, más por homeostasis geopolítica e histórica que por efecto dirimente de la razonable humanidad. Durafour nos recuerda que los muros no están llamados a desaparecer, y precisa que “la época de los flujos, de la migraciones ‘nomadológicas’, y de la ‘desterritorialización’, que es cada vez más la nuestra, se acompaña de la más sedentaria, proteccionista y de la más inquieta de las reacciones conservadoras, que secuestra lo que defiende.”

 

Del muro y el umbral

La porte me flaire, elle hésite.

Pellerin

 

Je est un autre.

Rimbaud

El afuera y el adentro son, los dos, íntimos hermanados, se constituyen en la referencialidad. Están prontos a invertirse, a trocar su hostilidad el uno con el otro. Si hay una superficie límite entre tal adentro y el afuera, dicha superficie es dolorosa en ambos lados. El muro los separa y los aleja, como el rayo de Zeus los escinde, y no se buscarán unos a otros, como rezaban las Upanishads. “El espacio íntimo pierde toda su claridad. El espacio exterior pierde su vacío”. El vacío que reúne y convoca como un ágora, “¡esta materia de la posibilidad de ser!”, dirá Bachelard. Estamos expulsado del reino de la posibilidad, del ser.

Imágenes: Francesco Ungaro, Donatello Trisolino, Roxanne Shewchuk, Alec Favale, Gerd Altmann.

Libertad y fuga

Ruth Gordillo

[email protected]

 

Experimentado un vivo placer en no hacer nada más que provocar (por mi sola presencia (cargada con una suerte d imantación por el ser de las cosas –siendo esta presencia de algún modo ejemplar: por la intensidad de su calma (sonriente, benévola), más que provocar una intensificación verdadera, auténtica, sin disfraz de la naturaleza de los seres y de las cosas, más que esperarla, que esperar ese momento

 

Por qué he vivido
Francis Ponge

 

 

Lacoue-Labarthe, en La cesura de lo especulativo, se dirige hacia la tragedia, matriz del pensamiento especulativo, también definido como pensamiento dialéctico o, según Heidegger, cumplimiento de lo onto-teológico. No es nueva esta forma de resumir la historia de la filosofía de Occidente; tampoco la formulación del sujeto que de ella surge, en tanto es dueño de la verdad, alcanza el absoluto y domina la negación y la muerte. Todos estos términos son el origen de un acto de escritura en el cual el corte o el silencio de un instante permite el aparecimiento de una fuga, tal como en la música, tal como en la cesura al final de un verso, cesura que bien podría tener en el fondo una sucesión de voces persiguiéndose: Aristóteles, Hölderlin, Heidegger. El objetivo de este ensayo es mostrar cómo la estructura de la fuga se cumple en cada uno de los momentos en los que, sobre el pensamiento especulativo, han intervenido estos cuatro autores, a través de un tema, la tragedia. En este contexto, la libertad del sujeto irá conformándose hasta tomar un giro definitivo, el procurado por Lacoue-Labarthe, quien, podría decirse, hace posible esta propuesta. Un elemento más se ha incorporado desde la poesía de Francis Ponge: ¿por qué la única respuesta que cabe, por ahora, supone que la libertad solo es posible en el abandono de la metafísica, salida procurada por la poesía? Ponge, entonces, permitirá anunciar esa salida, en tanto su escritura coloca al sujeto en el espacio de la naturaleza.

Aristóteles

Lacoue-Labarthe reconoce en la contradicción de la tragedia uno de los pilares de lo especulativo. “Desde Aristóteles (…) Edipo no habrá dejado de ser convocado con regularidad por la filosofía como su héroe más representativo, la encarnación matinal de la conciencia-de-sí y del deseo de saber.” Desde el inicio de la filosofía, conciencia y deseo cercan la libertad humana pues está perdida antes de llegar al campo de batalla. Debe ser lo que a Ponge le lleva a cambiar el lugar de la escena:

Y es que además el lugar de la larga polémica
Puede convertirse en el de la decisión.

 

En el poema, lo especulativo se diluye y se toma distancia de Aristóteles, arquitecto del camino que Edipo recorre, inevitablemente, en su retorno a Tebas. De eso da cuenta Lacoue-Labarthe cuando se refiere a la búsqueda del filósofo de Estagira, definida en el capítulo trece de la Poética: “aquello que es necesario enfocar o evitar, en la construcción de la fábula, para permitir a la tragedia producir ‘el efecto que le es propio’ y que es el efecto de la catarsis del temor y de la piedad.” Solo la belleza y complejidad de la tragedia, hace posible el tránsito de la agnoia a la gnosis, gesto que atrapa a los contrarios en lo mismo, en tanto lo desconocido e indefinible de la fábula se torna en saber y habita el reino del logos. ¿No es acaso ese el contenido de toda tragedia? Mantener la hybris, para frenar la voluntad libre en su deseo incontenible de derribar las murallas de Tebas, Roma, París y aún las nuestras, invisibles, poderosas, hechas de la piedra extraída de la propia tierra y de otras, traídas de las murallas de Tebas, Roma o París, murallas que ya son ruinas.

Hölderlin

La segunda escena la diseña Hölderlin, el poeta que renueva la tragedia. En Heidegger – La política del poema, Lacoue-Labarthe lo muestra en el capítulo titulado Il faut. La traducción imposible de Il faut nos lleva de la necesidad al deber; es en este doble significado donde reside la condición de lo trágico actualizado por el poeta. En las Notas sobre las traducciones de las obras de Sófocles, Hölderlin señala que el momento trágico se describe como el momento cuando “el ilimitado hacerse Uno del dios y del hombre, se purifica mediante ilimitada escisión– que el hombre tiene que seguir la deriva categórica del dios, que es el propio imperativo.” La tragedia vuelca su contenido e incendia los versos de Hölderlin con la llama del destino; ahogada otra vez la voluntad libre, canta El destino de Hiperión:

Mas no nos es dado
en sitio alguno posar.
Vacilan y caen
los hombres sufrientes,
ciegos, de una
hora en la otra,
como aguas de roca
en roca lanzados,
eternamente, hacia lo incierto.

 

En esta escena el gesto especulativo alcanza al poeta, es él mismo el héroe. La tragedia ocupa la extensión de los versos, aun cuando ya no es totalmente la tragedia antigua, algo ha cambiado, Hölderlin lo sabe. Lacoue-Labarthe también, por eso afirma, “No nos está permitido (…) tener algo idéntico a los griegos”. La gloria o kleós del soldado antiguo trasmuta a través de la escritura que responde al mundo moderno, es la época del lirismo, espacio de la dialéctica, según Heidegger. La instancia de lo trágico se reserva para sí el campo de la dialéctica especulativa, constituida entre los parámetros del idealismo y de la búsqueda del Absoluto. Kant exilia la libertad en tanto ella ha sido el resultado de una metafísica surgida de la razón dogmática que se opone a la razón crítica; la filosofía posterior hará de esta oposición el punto de partida para determinar la diferencia entre libertad y necesidad natural, de manera que “la posibilidad que efectivamente ofrece la fábula o el escenario trágico es la conservación de la contradicción entre lo subjetivo y lo objetivo.” La libertad se define entonces en la figura del héroe trágico, “a la vez culpable e inocente”, dice Lacoue-Labarthe; héroe que “manifiesta su libertad por la pérdida misma de la libertad.” El único camino para superar el conflicto es asumir la culpa y el castigo; el sujeto se define en la lógica de la “identidad entre la identidad y la diferencia”. El poeta-héroe yace sobre la roca “lanzado/eternamente” hacia lo incierto. Las heridas de la batalla quedan abiertas en la dialéctica y, en esta abertura, se sostiene la libertad herida de muerte, muerte del poeta-héroe.

En el poema de Ponge tiembla la escena descrita, el lugar de la muerte del poeta no está atado al héroe, dice:

Señores tipógrafos,
Coloquen aquí, se lo ruego, la raya final.
Luego, debajo, sin el menor interlineado, tiendan mi nombre,
Naturalmente compuesto en caja baja,
Salvo las iniciales, por supuesto,
Ya que también son las
De la Festuca y la Pervinca
Que mañana crecerán encima.
________________________
Francis Ponge.

Es otro momento el que se inaugura, otro momento entre el poema y la filosofía. ¿Podría decirse que queda sembrado el prado donde la Festuca y la Pervinca sean la huella de la libertad del poeta, de la libertad de todo sujeto?

Heidegger

Parece que algo similar a la escritura de Ponge ―regada en la pradera, tumba final de la libertad humana, nacida y muerta en el campo de lo especulativo―, quiere hacer venir Heidegger en su afán de nombrar a Hölderlin como el poeta-héroe. Sin embargo, la escena que compone no deja que la libertad halle la frescura del poema. Su intento fracasa cuando se dirige a salvar al Ser a partir del desvelamiento de la verdad, aletheia. Es cierto que pone al hombre en la condición para alcanzar la totalidad del tiempo y convertirlo en ser, es cierto también que al hacerlo provoca el fin de una filosofía asumida como pensamiento especulativo. Es indudable, de igual modo, que Heidegger tomó a Hölderlin para “interrogar sobre la esencia de lo Bello y del Arte” ―como dice Lacoue-Labarthe― y, con ello, dio a la poesía un estatuto primordial para consolidar su metafísica. Sin embargo, esto no alcanza, la herida abierta que produjo Hölderlin se extiende a la filosofía. Heidegger no logra suturarla, como tampoco lo hicieron Schelling y Hegel en su momento.

La libertad humana, para Heidegger, al igual que todo lo demás referido al hombre, se funda en una ontología fundamental, sostiene Lacoue-Labarthe en La trascendencia finita/termina en la política. La cuestión que sigue es: ¿hay todavía alguna forma de pensamiento especulativo en la escena de esta ontología? La pregunta supera este breve ensayo, de todos modos, vale procurar una respuesta a partir de dos aspectos: el primero se dirige a la poesía y a su estatuto, y el segundo a la política. Bataille, en la época del Acéphale, deja esta sentencia sobre la libertad: “Si no es libre, la existencia se convierte en vacía o neutra, y si es libre es un juego.” La Segunda Guerra se prepara y Heidegger escribe desde los mismos supuestos que quiere romper; está en el camino de la metafísica de Occidente, camino que le obliga a “aceptar la servidumbre… por servir de cabeza y de razón al universo” sostiene Bataille.

Heidegger entendió que su ontología debía escapar de la metafísica tradicional; para hacerlo, construyó una onto-mitología que buscaba fundar la historia. Lacoue-Labarthe llama la atención sobre el término con el que Heidegger quiere cerrar la entrada al pensamiento especulativo: “mitología, irrupción, según mis conocimientos, única ―en todo caso con esta valoración tan marcada―, puro hápax, tiene lugar con ocasión de la problemática del inicio (Anfang) o del origen de la Historia”. En adelante, continúa el filósofo de Estrasburgo, la prédica política heideggeriana vuelve siempre sobre el origen, como si en él estuviera la totalidad del porvenir, la posibilidad del Dasein historial-espiritual. ¿No hay en esta fuerza originaria la misma marca del pensamiento especulativo? ¿Atrapar el absoluto acaso no es lo mismo que estar destinado a dejar una impronta en la historia de Europa? Europa, espacio privilegiado para escuchar el llamado del ser (oído de Heidegger, oído del llamado del ser). Quedó una onto-mitología que tejió finamente los hilos para enredar poesía y política, “la política del poema”, cuyo nombre propio es Heidegger. Bataille acertó en cuanto a la existencia no libre, Heidegger dio cuenta de ello con su propia existencia condenada al silencio.

En medio de la boca cerrada de Heidegger, el poeta, Ponge, deja espacio para la libertad, una que no es sierva:

Me he tendido a la vera de los seres y de las cosas
Con la pluma en la mano, y mi escritorio (una página blanca) en las rodillas

Epílogo: Agonía

La última escena está elaborada por Lacoue-Labarthe, el filósofo, el poeta, el traductor, el hombre libre, quien resume la historia de Occidente bellamente. Yo solo recorto unos términos y los muestro: De Aquiles y Ulises queda la forma pura de la escena originaria, de la que resulta Occidente, con el mito, el logos y el pensar especulativo a cuestas; por eso es “colérico y aventurero ‘experimental’ aun cuando se hace cristiano y dispuesto a reprochar, oponiéndose al mito griego, a la cólera del Dios bíblico” en la Modernidad. El origen se hace presente en la “Odisea de la conciencia” que termina por decir “Dios ha muerto”. Lejos de ser el fin, “la escena de la cólera” se renueva en el sufrimiento de Artaud; la libertad está a punto de ponerse en juego, así como lo anuncia Bataille, cuando Artaud pide justicia, reparación, cuando hace la pregunta fundamental: “¿por qué me han ‘forzado’ a ser?” Aparece la muerte, la vida, la nekyia de la que dan cuenta tanto otros poetas; el poeta/mártir/héroe, atraviesa “el umbral del más allá”, pero solo “Vuelve. Vuelve, pero es para no volver de haber vuelto”.

En todos estos momentos, la libertad se define con relación al sacrificio, al sufrimiento y a la renuncia, siempre sujeta a la ley del mito y del logos. La fuga estructura el movimiento de la libertad, ella se repite en una voz cada vez distinta, voz del guerrero, del filósofo, del poeta, ella lucha, anuncia, se acongoja, se levanta, agoniza, sin embargo, vuelve.

He escrito, se ha publicado, he vivido.
He escrito han vivido, he vivido
Ponge, de quien dicen que siempre fue libre.

 

 

Imágenes: Evgeny Tchebotarev  ; Johannes Plenio  ; Christopher Hiew  (Pexels)

 

Kafka o la ficción liminar

 Alejandro Gordillo
@AlejoMilmachets

El umbral

Existen dos versiones en castellano de un cuento de Kafka que aún hoy no se ha logrado datar con exactitud. El texto es apenas un párrafo y, polémicas de traducción aparte, presenta sustanciales diferencias a pesar de su brevedad.

Ambas traducciones parten de títulos diferentes: Deseo de convertirse en indio (traducción de Galaxia Gutenberg) y Deseo de ser piel roja (traducción de Alianza Editorial). La primera traducción, como se aprecia, es más literal y busca volcar toda la crudeza y lo agreste del original. La segunda traducción, más libre, se permite interpretar y forzar un poco la literalidad. Comparaciones aparte, es evidente el campo semántico hacia el cual se dirige el autor cuando expresa este deseo: indio o piel roja nos está anunciando un impulso de devenir en algo radicalmente diferente.

Se pueden intuir las múltiples lecturas culturales e ideológicas que se derivan de que se equipare a ese radical otro que se quiere ser con un indio o un piel roja. La segunda traducción pudo haber optado sin problemas por cualquier otro pueblo aborigen del norte de América: apache, comanche, siux. La voz narrativa busca aquello que ha quedado más allá del límite de lo que consideramos civilizado, incluso de los límites de lo humano. El núcleo de la narrativa de Kafka aparece: ficcionalizar a partir del límite, traspasarlo y volver para intentar hablar de lo experimentado.

El deseo de ser un indio trae consigo la sucesiva desaparición (seguiremos a partir de aquí con la traducción de Galaxia Gutenberg). Inicia en la casi indiferenciada imagen de jinete y animal: “sobre un caballo a todo galope, con el cuerpo inclinado y suspendido en el aire”. Le sigue una extraña serie en la que primero afirma desprenderse de algo que, sin embargo, luego declara no haber poseído nunca: “hasta dejar las espuelas, pues no tenía espuelas, hasta tirar las riendas, pues no tenía riendas”. La desaparición parece comportar la disolución de la sintaxis temporal: aquello que se pierde hace desaparecer también su huella cronológica y, con ello, el testimonio de su existencia.

Una vez disueltos los aparejos con los que el jinete conduce, se mueve hacia su propia desaparición: “y sólo viendo ante mí un paisaje como una pradera segada, ya sin el cuello y sin la cabeza del caballo”. Hacia el final del cuento, el jinete ha devenido en pura mirada aun sin tener ya ojos. Lo que queda de él es la visión del paisaje y dos cuerpos, uno humano y otro animal, sin sus cabezas y enfrentados a este horizonte.

La única libertad posible, entonces, parece ser la desaparición; dejar de ser, salir de lo que se es o huir de la sensación de que uno es un extraño incluso para sí mismo. Esta intuición parece repetirse en distintos autores del siglo XX: Musil, Walser, Benjamin, y se encuentra incluso tematizada y recuperada de forma recurrente como parte de la poética narrativa de Vila-Matas quien habla del arte de la desaparición.

Se ha dicho que muchos de los textos de Kafka están muy cercanos genéricamente a la fábula, pues son apenas breves relatos que parecen condensar una enseñanza que elude su aprehensión. El concepto de fábula está muy ligado a la idea de umbral, de permanecer en un inter-estado y lograr alcanzar una nueva dimensión ya sea de uno mismo, del mundo o de ambos. En Kafka, el rito de paso no termina de cumplirse nunca y solo la muerte “salva” a algunos de sus personajes de ese trance infinito al que están condenados; de ahí que, al no consumarse, sus relatos suspendan indefinidamente un sentido completo.

La arquitectura de Kafka reproduce este continuo aplazamiento del sentido, la materialización de esta idea de existir en lo liminal en lugares que pueden ser tanto refugio como amenaza, en historias como La construcción. Respecto a este cuento, Calasso puntualiza la diferencia semántica de la que parte esta ambigüedad: “La lengua alemana tiene dos palabras que significan guarida: Höhle y Bau. Palabras opuestas: Höhle designa el espacio vacío, la cavidad, la caverna; Bau se refiere a la guarida en tanto construcción, edificio, articulación del espacio”. En su búsqueda de soberanía, el roedor edifica un refugio que, sin embargo, está inspirado en el puro terror invisible de un rumor apenas percibido de algo que lo amenaza y que nunca termina de aparecer en el relato.

El arte de la desaparición, por tanto, no puede provenir únicamente de la huida sin más, sino que ha de diseñarse y ejecutarse minuciosamente a través de la invención de ficciones.

En Kafka parece cumplirse el oscuro reverso de la aspiración romántica de ilimitar vida y arte. El universo absurdo de la ficción gana terreno sobre la realidad y no lo hace como si se tratara de una invasión endógena, sino más bien como si este fuera el centro mismo de lo que llamamos realidad. Este núcleo traumático de bordes permeables intercambia su contenido con el mundo y va ganando terreno sobre él. Kafka deja muchas veces la sensación de que dentro de la ficción existe un nivel ficcional extra, como una suerte de inconsciente ficcional que está operando debajo de todo y que comparte memoria con nuestro propio inconsciente.

El mecanismo del terror por el que un elemento de nuestra realidad se vuelve del todo extraño y siniestro, en el caso de Kafka se aplica a la realidad entera que aparece como espeluznante. De ahí que una de las consecuencias naturales de la ficción kafkiana pueda verse en Lovecraft y su horror cósmico, en donde esta influencia siniestra que parece gobernar la realidad que en Kafka se proyecta al infinito, en tanto nos es siempre desconocida o cuyo encuentro está siempre aplazado, en Lovecraft se concreta en toda una mitología del mal que gobierna el universo con sus dioses arquetípicos.

Para-realismo

Kafka da forma a un devenir volcado al absurdo. La categoría de lo liminal se aplica también a su afán de difuminar aún más la línea entre lo real y lo ficticio. En su caso, más allá de una simple ilimitación, lo ficticio parece amenazar e invadir la realidad, vampirizarla hasta hacerla perder sustancia e inocularle nuevas dimensiones apenas intuidas, inaccesibles. Esto pone en crisis el realismo moderno del siglo XIX en donde había predominado una clara voluntad mimética.

Entre los pocos casos en los que se rompe el realismo decimonónico se vislumbra la sospecha de que el absurdo (o el mal) gobierna la realidad; esta sospecha normalmente va de la mano de forzar el pacto de lectura con episodios como el Wakefield de Hawthorne, La nariz de Gogol o el Bartleby de Melville. Todos estos indicios de lo kafkiano terminan siendo redimidos mesiánicamente en él y pasan a ser los antecedentes de la nueva fuerza configuradora de la tradición literaria del siglo XX que se volcará a la destrucción de la mímesis y la experimentación máxima. De esto es de lo que habla Borges cuando se refiere a que Kafka fue capaz de crear retrospectivamente a sus precursores. Esta reconfiguración de la experiencia de la recepción en la que el espectador debe conocer la tradición contra la que se está creando ocurre en el caso de Kafka con el realismo decimonónico y, por ejemplo, la presentación de La transformación en 1915 en la que, en un tono aparentemente realista, se introduce un acontecimiento extraordinario que no aparenta contradecir las leyes del ámbito en el que se instala aunque parece suponer, por el contrario, su total alteración y casi hasta su negación. Kafka se erige en una vanguardia imposible de un solo autor. Alrededor de la misma época, en 1913, Duchamp preparaba sus primeros ready-made y también ponía en marcha la crisis tanto en la producción como en la recepción alrededor de una obra que reclama un doble esfuerzo, teórico y estético, para percibir el gesto de negación hacia toda la tradición anterior y la entonces reciente difuminación de realidad y arte en la plástica.

Luego de un siglo en el que la narrativa intentó agotar la representación de la realidad humana, Kafka reduce el mundo hacia lo mínimo. La mayoría de sus historias oscilan entre el confinamiento o la búsqueda desesperada de liberación. Kafka parece reírse no de sus personajes sino de su voluntad misma, de la ilusión del albedrío introducida en la historia del pensamiento por el cristianismo como solución al dilema de la existencia del mal. La teleología de la recompensa del libre albedrío que se inclina hacia el bien desaparece. El castigo puede darse súbitamente sin causa alguna. Benjamin supo leer en esta desesperanza el reverso positivo de la única posibilidad de libertad: aquella que se ejerce aquí y ahora.

De entre todos los curiosos puntos de vista con los que Kafka experimentó, uno de los que sobresale es el de El puente. En este relato, la voz narrativa se sitúa en la estructura misma. Está ahí y anhela que su naturaleza se cumpla; es decir, que algún paseante lo atraviese para sacarlo de su expectación. Sobre este paso de la pasividad a la acción que pone en movimiento la voluntad se suele centrar una de las modalidades de la amenaza muda que subyace en los relatos kafkianos. En El puente, es la misma construcción la que frustra el tránsito de un caminante en cuanto esta gira sobre sí misma para alcanzar a observar a quien ha osado saltar sobre ella en lugar de caminar gentilmente para cruzarla. Tras esta acción, todo sucumbe y se precipita hacia el río y sus violentos remolinos. Esta historia de un colapso podría operar como un modelo de lo que ocurriría en otros de los cuentos de Kafka cuando uno de sus actantes se acerca a su objetivo; es decir, la perenne sospecha apostada en sus ficciones.

La crisis de lo humano

La abolición de la voluntad en Kafka pone en crisis la idea de lo humano. En su Carta sobre el humanismo (1947), Heidegger parte de una suerte de continuación a las reflexiones en torno al problema de la metafísica de su obra de 1929 ¿Qué es metafísica? En este caso hay un retorno a la cuestión esencial de que hasta ahora, según Heidegger, la metafísica ha pensado únicamente a lo ente y ha olvidado u omitido el ser, por lo que todo humanismo previo estará también contaminado de este “error”, dado que: “ […] la esencia del humanismo es metafísica”.

La obra empieza por indagar la esencia del actuar que para el autor es el despliegue del ser, parte de él y se dirige hacia lo ente. El pensar, en cambio, va únicamente hacia el ser. De este modo, Heidegger busca ahondar en su diferenciación de la filosofía tradicional, que nació como técnica y termina ineludiblemente volcada hacia lo ente (tal como ocurre con las demás ciencias), y el pensar que está siempre dentro del ámbito del ser. Pero para “decir” el ser, propone Heidegger, es necesario que el lenguaje sea liberado de la gramática tradicional que apunta hacia lo ente y que todos los signos sean redirigidos hacia el ser.

El hombre, entonces, es el llamado a “escuchar” al ser y buscar el lenguaje que le es propio. Para esto, Heidegger pretende que se supere el humanismo tradicional que considera al hombre como un animal racional, un ente biológico entre tantos diferenciado por su capacidad intelectual. La proximidad al ser “salva” al hombre, lo excluye de su naturaleza puramente salvaje y lo eleva a la categoría de “pastor del ser”. Sin embargo, detrás de esta imagen bucólica y aparentemente inocente, se encubre toda la carga negativa enunciada por Peter Sloterdijk en sus Normas para el parque humano. Una respuesta a la «Carta sobre el humanismo» (1999); esto en el sentido de que quienes tienen acceso al ser serían los llamados a la cría de los otros para garantizar una comunidad equilibrada tal como lo proponía Platón. La curiosa metáfora de la cría del otro habla de una domesticación que conduciría al hombre a un estado cercano a lo extático. Sloterdijk apunta: “El morar recogido en sí mismo heideggeriano en la casa del lenguaje es como una escucha expectante de aquello que el Ser mismo ha de dar a decir. Ello conjura a un escuchar-en-lo-cercano para lo cual el hombre debe volverse más reposado y manso que el humanista que lee a los clásicos”.

El pastor que escucha al ser bien podría recordarnos a la imagen irónica de Kafka del hombre que muere a las puertas de algo que jamás podrá descubrir o a la inversión del mito de las sirenas donde Ulises pretende escuchar su canto que supuestamente devela todo el destino del hombre cuando en realidad ellas no ejecutan nada.

Uno de los problemas fundamentales es, por tanto, que el hombre lanzado hacia el mundo, enfrentado a la angustia de la nada y a la de su propia finitud (sin hablar aquí de los problemas históricos del entorno en el que se desenvuelve) de pronto devenga en pastor, en pura pasividad que aguarda, pues como menciona Heidegger: “Antes de hablar, el hombre debe dejarse interpelar de nuevo por el ser, con el peligro de que, bajo este reclamo, él tenga poco o raras veces algo que decir”. ¿Qué podrá decirse entonces del actuar? ¿Cuándo llegaría a validarse el obrar de lo ente si es que este ser esquivo y caprichoso nos niega su palabra? La libertad del hombre pasa a ser tal solo con relación al ser. El estar arrojado en el mundo, proyectado hacia el fin, reclama además una sintonía con el ser que valide nuestra existencia, pues aunque es lo más próximo rara vez podremos extraer algo de él. Una nueva angustia nace para el hombre: la angustia del que espera en la promesa de una vaga recompensa incierta. La angustia de la ausencia de algo que se nos dice que nos circunda pero que demora en su manifestación que se ofrece ambigua. La tierra prometida no es ya el lugar al que se accederá luego de un éxodo traumático y el sacrificio. El ser rodea al hombre, no le reclama más que un estado de escucha y, sin embargo, le es esquivo.

El gesto de esta pura pasividad, situado en su contexto histórico, parecería por un lado la respuesta a la necesidad de apartarse de la realidad histórica y de las consecuencias del fascismo hasta casi el punto de negarla, de nihilizar la situación inmediata y elevar el discurso del pensamiento hacia cumbres seguras. Esto, que podría tomarse como una reacción producida por una especie de culpa del pensamiento, parte de una premisa válida que es la del fracaso de gran parte del racionalismo imperante y de las ideas de absoluto traducidas en totalitarismos. Sin embargo, el hecho de apartar la mirada del mundo no hace que este desaparezca en su entidad; lo que ocurre es simplemente que el objeto del pensar en cuanto tal se proyecta hacia un ser en extremo indeterminado, a pesar de que Heidegger proclame que este sea lo más próximo al hombre.

Este es un nivel de autoconsciencia de la razón que es capaz de mirarse a sí misma en su devenir histórico y de sopesar los distintos movimientos que ha realizado. Heidegger señala el origen del humanismo en el mundo clásico, entendido este como un valor frente a lo bárbaro y termina en la autoinmolación que reclama que el pensamiento no acuda ya a lo abstracto o lo concreto, a lo sagrado o lo profano, si no a algo tan indeterminado como el ser. Por otro lado, el hombre que no se retrae a esta escucha del ser podría devenir en bárbaro para sí mismo o, en su defecto, los otros hombres que no se dispongan a esta escucha devendrían en bárbaros. De esta manera, el giro que se opera termina por nihilizar toda la historia anterior. Toda la filosofía, todo lo racional que meditó únicamente sobre lo ente y actuó en base de ello deviene en esta nueva forma de barbarie ante hombres que trascienden estas categorías y se tienden con su oído a la escucha del ser.

Cuando Heidegger señala que: “El único asunto del pensar es llevar al lenguaje este advenimiento del ser […]” y se enfrenta a la cuestión de la tradición afirmando que: “Huir a refugiarse en lo igual está exento de peligro. El peligro está en atreverse a entrar en la discordia para decir lo mismo”. Salva su propuesta de este “pensar a la escucha del ser” situándola en el plano estético que, como se señala antes, podría asumir el error de nombrar al ser ir hasta el final y recrear en sí su búsqueda. La poesía es, por tanto, el vehículo ideal a través del cual el ser puede ser expresado. El problema de esto, dice Sloterdijk, es que el hombre queda reducido a la función de secretario del ser y su comunidad a una “[…] iglesia invisible de individuos dispersos, cada uno de los cuales escucha a su modo en lo tremendo”.

 

Imágenes: Aman Bhatnagar (Pexels);  Igor Starkov (Pexels); othebo (Pixabay)

 

La ciudad muere… la ciudad se libera

Ruth Gordillo

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¡NUMANCIA! ¡LIBERTAD!

Lo grandioso en la tragedia de Numancia es que uno asiste no solamente a la muerte de cierto número de hombres sino a la entrada de la ciudad entera en la muerte: no son individuos, es un pueblo el que agoniza.

G. Bataille

La paradoja

¿A cuántas ciudades le cabe esta escena sobre la que habla Bataille? Tanto a esta ciudad que no cesa de entrar por mi ventana como a la Numancia sangrante del texto de Cervantes. ¿Qué tragedia comparte Numancia con otras ciudades? La tragedia, dice, el filósofo francés Lacoue-Labarthe, al menos en “cierta interpretación… que se explicita como filosófica y sobre todo que se pretende tal, es el origen o matriz de lo que con posterioridad a Kant se ha convenido en llamar pensamiento especulativo: el pensamiento dialéctico o el cumplimiento de lo onto-teo-lógico”; vale decir que es la fuente en la que se reflejan las ideas que sostienen la construcción de la historia de las ciudades.

En esta matriz donde se diseñan los espacios que han de habitar los sujetos, se elabora la forma y el contenido que dirige lo cotidiano. La antigüedad clásica pensó las ciudades desde el sentido político tanto de la hybris que remite a la transgresión, como de la catarsis y su efecto purificador, sostiene Lacoue-Labarthe. Hölderlin genera una diferencia fundamental con el mundo clásico, traduce la tragedia al lenguaje de la modernidad y lo hace desde la poesía; ella irrumpe y produce el relevo de la dialéctica que termina por aniquilarse y dejar abierto un resquicio por el que Heidegger se cuela trayendo la consigna de lo político.

No se equivoca Lacoue-Labarthe al elaborar la historia de la tragedia, historia extendida entre muros y linderos que cercan de igual manera las escenas amorosas como las más viles y violentas. Como en Numancia, “Ansi están encogidos y encerrados /  Los tristes Numantinos en sus muros; / Ni ellos pueden salir ni ser entrados”, los sujetos deambulan   y ponen en escena la representación de una paradoja que solo es posible en la doble faz de los muros: quienes están dentro, quieren salir; quienes están fuera, buscan entrar. Lo que allí se representa es ‒en términos de Diderot‒ “el intercambio infinito o la identidad hiperbólica de los contrarios”; es decir, la imposibilidad de resolución o de consolidar el deseo de estar en otro lugar, allende los muros, bien se miren desde fuera o desde dentro; en esta medida y en tanto suspende el proceso antagónico de los opuestos, la paradoja es “hiperbológica”, dice Lacoue-Labarthe.

La paradoja, así definida, condiciona toda existencia, también la de las ciudades;  igual que en el teatro, donde se efectúa una escena fundamentalmente enunciadora, las ciudades son el espacio propio de la enunciación. Al menos tres cuestiones se adelantan: ¿quién enuncia?, ¿qué se enuncia en el interior/exterior de las ciudades?, es más, ¿hay realmente diferencia entre el interior y el exterior? Como en el asedio de Numancia, Cipion [desde fuera] dice, “Desta ciudad los muros son testigos / Que aun hoy están qual bien fundada roca, / De vuestras perezosas fuerzas vanas, / Que solo el nombre tienen de Romanas”; el enunciado de Cipion, el extranjero, estalla los muros pues lo que ellos sostienen, se reduce a “perezosas fuerzas vanas”. El fin de la ciudad está ya dado, no hay quien se resista ante la mirada que perfora las defensas “qual bien fundada roca”. Al mismo tiempo, [desde dentro], el lamento de España, doncella a punto de ser mancillada, mira el Duero, aguas de historia y de promesa, y lamenta el “sitio”; la ciudad que guarda su historia, es la misma que la encierra, “Alto, sereno, y espacioso cielo, / Que con tus influencias enriqueces / La parte que es mayor desde mi suelo, / Y sobre muchos otros le engrandeces, / Muevate á compasión mi amargo duelo, / Y pues al afligido favoreces, / Favoréceme á mí en ansia tamaña, / Que soy la sola desdichada España.” No hay estrategia posible para evitar las más atroces escenas esculpidas en el horror de la arremetida romana y en la vulnerada voluntad de Numancia, “Muertes, incendios, iras, son sus paces, / En el morir han puesto su contento, / Y por quitar el triunfo á los Romanos, / Ellos mesmos se matan con sus manos.” Adelantarse al encuentro de la muerte, anticipar el desastre, al menos serán las propias manos amorosas las que arrullen el último sueño y cierren los ojos, de los hijos, las esposas, los amigos; este gesto da cuenta de la imposibilidad de enfrentar y vencer “la trascendencia in-finita, i-limitada, en la acepción activa de la palabra “trascendencia”, es decir de “la transgresión de lo acabado”, dice Lacoue-Labarthe.

A los dioses

En esta escena, la tragedia que purifica, se completa. Al igual que Numancia, las ciudades violentadas desde dentro y desde fuera, se pierden en la desmesura; con ellas caen los hombres y los dioses por el efecto de la hybris. Como hemos visto, los muros, sin importar el material de que estén hechos, son siempre permeables, es su condición; incluso las leyes que señalan los límites se tuercen y multiplican en angustioso gesto. Los dioses se ven igualmente pisoteados y ruedan con los muros. En su muerte, está la muerte de los hombres y la única posibilidad de la libertad. ¿No es eso lo que representa Numancia desterrada y sin líder? Solo habla la tierra, el cielo, el río; es más, para Bataille, es la “…región de la Noche y de la Tierra… región hechizada por los fantasmas de la Madre-Tragedia”.

La inquietud que se genera en esta escena requiere otra metafísica que permita recuperar, reparar, reelaborar las relaciones de los hombres con las ciudades en ruinas. El grito que abre este ensayo y que ponen a Numancia junto a la Libertad es, más que una catarsis, la ruptura con la re-presentación del último cuadro que lleva a la clausura de esa parte de su historia. Quizás por ello, las ciudades se levantan de prisa, sobre los restos de la anterior, recogen las cenizas y descubren un trazo originario, a manera de un destino. Lacoue-Labarthe encuentra en Hölderlin la clave para descifrar este destino; es, en realidad, “diferencia destinal”, que subyace a la Historia y circula por las calles de las ciudades, ¿dónde más se enclava el deseo humano de habitar y poblar el mundo?

La diferencia y el deseo provocan la ardiente Numancia; Guerra, Enfermedad y Hambre toman la palabra y enuncian “Su cierta muerte dilatando en vano…  / No hay plaza, no hay rincón, no hay calle ó casa / Que de sangre y de muertos no esté llena….  / Y las casas y templos mas crecidos / En polvo y en Ceniza convertidos”. Aquí lo hiperbológico se decanta en la forma de la divinidad que deviene representada como “un momento arrancado o sustraído al tiempo: una pura syncope –no sin relación con la cesura que estructura la tragedia”, es decir, se produce el olvido de Dios cuando el hombre se olvida de sí mismo y, finalmente, se reduce a la nada. Esta condición que Lacoue-Labarthe extrae del Edipo rey, traducido por Hölderlin, se traslada a cualquier ciudad en llamas, llamas visibles y de las otras, las que están encendidas en los callejones, las casas, las plazas, las esquinas, esperando el momento en que las atice una brisa o las arrebate el viento de las guerras.

La ciudad muere y se libera, pobre representación de la existencia colectiva, cuyo único horizonte es la muerte; la tragedia se traduce en la incapacidad de volver a construir una ciudad sin dioses, una ciudad que devele la cesura que la estructuró en la tragedia, en la matriz que gestó y gesta todavía las ciudades. Lo hace porque la metafísica construida a partir del esquema especulativo de la dialéctica, no deja lugar para otra cosa que para la infinitud de la divinidad, el verdadero muro que encierra y separa las ciudades. El giro necesario que Lacoue-Labarthe describe, deconstruye la relación del hombre con los dioses; ella reposa en  lo monstruoso, “…el Dios-y-el-hombre se empareja y, sin límites, devienen Uno en el furor el poder de la naturaleza y lo más íntimo del hombre, se concibe por el hecho de que el ilimitado devenir Uno se purifica mediante una ilimitada separación.”

De allí que los dioses abandonen Numancia, la dejan en medio del juego de la vida con la muerte, espectáculo que concierne a la “pasión política”; la representación que ocupa los escenarios teatrales, una y otra vez, insiste en “la humanidad perdida, el mundo de verdad y de pasión inmediata cuya nostalgia no cesa”, dice Bataille. Estamos frente a la muerte, a la verdadera muerte producto de la infidelidad de los dioses y de su necesaria retirada, procurada por la tragedia, “Madre Tragedia”, “Madre Patria”. El efecto trágico es la experiencia de la nada y el vaciamiento de la sustancialidad del hombre; sin embargo, en ese instante y solo en él, aparece la libertad: Numancia deja de arrastrar los fantasmas romanos y numantinos, se extiende a sus anchas, navega en el Duero, ya no hay dioses esperando al otro lado de la muerte, porque la muerte ha sido superada con el último golpe.