Humanidades en crisis

Desde distintas posiciones se arguye que las humanidades están en crisis. ¿Y si esa fuese efectivamente su condición?

No se trata, aquí, del sentido de la crisis como recurso de los poderes que fraguan su justificación. A la crisis apelan para esgrimirse como los salvadores. La crisis en el arte, la literatura y la filosofía es su forma de ser, su inestabilidad, su puesta en juego. No es preciso que un Rey de ninguna República decrete su expulsión; ellas traman en secreto su exilio.


«Humano, demasiado humano», decía Nietzsche para cuestionar la necesidad del absoluto. Esto significa pensar las humanidades desde cierto límite de lo humano, apostar por su puesta en riesgo. Ser vulnerado por el otro, ser capaz de prometer, de darse el infinito.

Trashumante apuesta por un pensamiento que se sustente en la tierra, en el humus, sin establecer linderos infranqueables basados en la apropiación, y que cuestione los hábitos del saber en subsunción al poder. Pensamiento nómada que consiste en ir y venir sin fin, cruzando fronteras por los bordes del mundo.

 

 

Perplejidad en las humanidades y el ocaso del «último hombre»

Iván Carvajal
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I

La institución moderna destinada a la reproducción del saber que llamamos universidad ha sido el escenario de un conflicto complejo y permanente entre los discursos de las humanidades ―discursos múltiples y contradictorios sobre la condición humana o sobre el sentido del mundo―, de las ciencias y de la técnica. Afanes destinados a alcanzar la totalización del sentido de lo humano frente a la naturaleza o del sentido de la historia y la existencia; esfuerzos orientados a comprender la realidad, recortada siempre en regiones delimitadas, desde las «leyes generales de la naturaleza» hasta los conocimientos especializados, y por último, impulso del dominio técnico del hombre sobre la Tierra. La crisis de la universidad le es inherente: inestabilidad de los saberes, imposible articulación de un sentido totalizante de la historia o de la vida ―dirección esta que suele concluir en el totalitarismo―, incertidumbre que se ha constituido en condición del conocimiento científico, evidencias de la devastación que ha producido la «voluntad de dominio» sobre la naturaleza.

Se podría decir que la situación contemporánea es la del ocaso del «último hombre», recurriendo a una conocida metáfora nietzscheana que vale traerla a colación a propósito de las consecuencias de la «voluntad de dominio». Este ocaso se percibe justamente cuando el poderío manifiesta su arrogancia con el extraordinario despliegue de la técnica contemporánea. Es entonces cuando las sombras caen con todo su peso trágico sobre la figura del Hombre constituido por la metafísica occidental, figura que se ha expandido hoy por todo el planeta.

La crisis de la institución universitaria es evidente tanto en la extrema especialización del trabajo científico a que se ha arribado, como en el declive de las humanidades. Los científicos trabajan en ínfimas parcelas de la realidad, y aunque están conectados a través de redes, en la mayoría de los casos, no logran alcanzar siquiera una visión panorámica de las cuestiones fundamentales de la ciencia, que no cabe confundir con el campo disciplinar en el que trabajan. El científico deviene así un técnico que debe producir innovaciones tecnológicas o algún saber que derive en estas.

La crisis de las humanidades tiene que ver con las mutaciones de la condición humana en esta época marcada por las revoluciones tecnológicas y por los nuevos conocimientos. Solo desplazándonos hacia las fronteras de lo que han sido las humanidades, prosiguiendo los esfuerzos por pensar acerca de los dispositivos técnicos que organizan, controlan y administran la vida y la muerte en las sociedades contemporáneas, sería posible abordar la actual condición de los seres humanos en la Tierra y enfrentar la evidencia del fin del Hombre del humanismo, esto es, confrontar las mutaciones que se han operado en lo humano no solo desde la transformación social o política, sino también «biotecnológica».

II

A las universidades de América Latina, durante el siglo pasado, se les asignó la «misión» de forjar la «cultura nacional» y por tanto una «comunidad imaginada», la nación, sustento (imaginado) del estado nacional, y más tarde, de generar las condiciones técnicas y los discursos legitimadores del «desarrollo». El programa de modernización capitalista no fue cuestionado esencialmente por la izquierda universitaria, la cual, siguiendo la dirección trazada por el propósito de formación de la cultura nacional, llegó incluso a proponer la creación de una ciencia «nacional» o tercermundista o del Sur ―propuestas que se asemejan a aquella estalinista de la «ciencia proletaria» o a la fascista de la «ciencia al servicio del pueblo o la nación». Más tarde se insistiría en una cultura descolonizada y descolonizadora, supuestamente a contracorriente de la mundialización. Sin embargo, en las universidades han prevalecido los discursos subordinados a la idea de progreso, orientados hacia la producción de un dispositivo tecno-burocrático que modernizara la economía nacional y regional dentro del sistema capitalista mundial, y consiguientemente, a la racionalización tecnocrática del estado. La idea de progreso, compartida por la derecha y por la izquierda, colocaba el dominio técnico del hombre sobre la naturaleza como fundamento del desarrollo o incluso de la emancipación humana.

Las condiciones actuales del sistema capitalista mundial, de la geopolítica, y la posición de los países latinoamericanos en ese escenario globalizado, y con mayor razón la posición de un pequeño país marginal, como es el Ecuador, tornan anacrónicas las «misiones» universitarias convencionales. Estas pueden derivar en utopías insulsas cimentadas en la nostalgia neorromántica de una vuelta a los orígenes o a lo ancestral, en sueños de repúblicas o comunidades autárquicas, o incluso en un delirio que propicia el fraude, como es el caso del experimento llamado Yachay.

III

Mientras se intentaba la crítica de la universidad con herramientas provenientes de la filosofía moderna, de la teoría social crítica o la teoría de la dependencia y sus respectivas reelaboraciones posteriores, se había perdido de vista la cuestión esencial: los efectos de la devastación que hoy día se colocan ante nosotros de manera brutal. La devastación tiene que ver, es cierto, con el capitalismo, con su «lógica», pero también y en un sentido profundo, con la técnica, con su historia y su articulación y despliegue en nuestra época; por consiguiente, también con los dispositivos de administración y control de la vida y de la muerte ―y de resistencia―, tanto de las sociedades humanas como de las restantes formas de vida. Tiene que ver, en consecuencia, con la biopolítica y con la tanatopolítica. La incidencia de la actividad humana, especialmente en la modernidad, y con una fuerza inusitada luego de la Segunda Guerra Mundial, ha provocado una transformación radical de la Tierra, a tal punto que hoy se considera que cabe hablar de una ruptura geológica, de una nueva era, el Antropoceno, posterior al Holoceno durante el cual surgió nuestra especie.

No solo ello, sino que hemos arribado a una circunstancia excepcional en cuanto a la «condición humana». La pregunta por qué sea el hombre pertenece a la tradición de Occidente; es una de las interrogantes fundamentales de lo que ha sido su historia, pero hoy adquiere una dimensión global. Tal pregunta se articulaba en una doble dirección: por una parte, en relación con lo animal, orientaba la respuesta hacia la diferencia y la superación de la condición animal asociada a la razón, el lenguaje, el trabajo, el conocimiento. Detrás del hombre quedaba el animal, la bestia. Por otra, en relación con lo sobrenatural, con lo divino: el hombre, criatura privilegiada, era sin embargo un mortal, pero a la vez era espíritu. La ciencia moderna ha terminado por dar un golpe de gracia a la arrogancia humana, al demostrar la proximidad de nuestra especie con los restantes seres vivos de la Tierra (que es donde, por ahora, conocemos que existe la vida), y al colocarnos ante la evidencia no solo de la condición mortal de cada individuo, sino de la posibilidad de extinción o trasmutación de la especie. Los dioses o el dios se han alejado del horizonte que dota de sentido a lo humano; el retorno de las religiones e incluso del fanatismo no implica en modo alguno que haya habido una modificación de las consecuencias de la «muerte de Dios» anunciada por el Zaratustra de Nietzsche: la ciencia no se fundamenta en la teología, y aunque aún funcione el dispositivo teológico-político, el poder político se sustenta en dispositivos tecnológicos de control, administración, vigilancia o persuasión. A la vez, las tecnologías operan ya una profunda mutación del ser humano, de su inserción creciente en ambientes artificiales, de conexión con artefactos o con otros seres humanos a través de artefactos. Para decirlo con una imagen: los seres humanos se desplazan hacia un mundo de ciborgs y robots, donde parece desvanecerse el espíritu.

¿Qué es ser humano en una situación en que está en riesgo la supervivencia de la especie a consecuencia de la catástrofe de gigantescas proporciones ocasionada por la actividad humana? ¿Qué es, cuando las tecnologías contemporáneas están transformando radicalmente las condiciones de lo humano? A tal pregunta se suceden otras: ¿Qué es ser inteligente? ¿Qué es ser trabajador o qué es ser intelectual? ¿Qué es conocer? ¿Qué es sabiduría?… Colocar estas preguntas en el horizonte de la actualidad implica el hacernos cargo de la perplejidad que deviene del ocaso del «último hombre» y del nihilismo radical de nuestra época.

Perplejidad que se junta al abandono de las pretensiones de los determinismos, de la supuesta capacidad para planificar y calcular los resultados de las acciones humanas ―desde los efectos de las tecnologías hasta los resultados de las revoluciones o de cualquier proyecto político. Perplejidad vinculada al tránsito desde el determinismo de la mecánica clásica a la prevalencia del principio de incertidumbre… Perplejidad ante la crisis de las formas políticas, especialmente la crisis de la democracia… ¿Cómo concebir el presente, la actualidad, en esa condición de perplejidad? ¿Qué ética cabría postular, qué se puede esperar para los seres humanos actuales y para los que están por venir?

IV

No creo que sea posible hablar de universidad allí donde se cierre la posibilidad de pensar y polemizar (debatir) sobre la «condición humana», o quizá habría que decir más bien «la condición poshumana», como de hecho ya se ha postulado. No cabe pensar una universidad sin humanidades, así como no cabe pensarla sin ciencias. Mas unas y otras deben afrontar el horizonte de perplejidad ante el que nos encontramos. ¿Es posible cambiar la dirección de unas y otras, es posible encontrar la singladura que abra una nueva historia del saber? La devastación del planeta no se corregirá, desde luego, con el retorno a lo ancestral o premoderno que se propone desde la nostalgia neorromántica. Implica avanzar más allá de las tecnologías actuales, de las formas de dominio vigentes hoy día, de las formas políticas existentes. No sabemos si esto es posible, ningún proyecto político puede afirmar la concreción de cualquier posibilidad. La universidad en ese horizonte de perplejidad no debería permanecer atada a la «misión» que el estado y el capital (las corporaciones) le imponen, pero ¿puede existir una universidad más allá de las imposiciones que provienen del estado o de las corporaciones? ¿Es posible una autonomía que la lleve a darse su propia norma para afrontar esta época de perplejidad? Tal vez la pregunta sea errónea; quizás habría que preguntarse más bien por la posibilidad de colocarse en la frontera de la universidad, en búsqueda de nuevas formas de asociación ―para debatir, para la confluencia y la disensión― entre filósofos, artistas, literatos y científicos, con el propósito de contribuir cotidianamente a derruir los muros del «claustro», los muros mentales del «alma mater», y de abrirse a las preguntas inquietantes que provienen del escenario del «último hombre».

Acoger al otro

Karina Marín Lara
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No aprendemos nada con quien nos dice “hazlo como yo”. Nuestros únicos maestros son aquellos que nos dicen “hazlo conmigo” y que en vez de proponernos gestos que reproducir saben emitir signos desplegables en lo heterogéneo.

Gilles Deleuze

 

Acoger al otro. Nos gustaría mucho, basados en un momento en el que pregonamos la inclusión como derecho humano, que esta proposición quisiera decir: “hoy, finalmente, somos capaces de abrazar las diferencias”. Nos gustaría, además, que esa afirmación estuviera sostenida por la creencia, bastante común en nuestros días, de que la ‘inclusión’ deja sentada una clara huella de ‘progreso’ –histórico, social, educativo, cultural o político– que nos permite asegurar que, a pesar de todo, somos capaces de ‘evolucionar’ hacia prácticas más humanas de convivencia. Y sin embargo, sucede exactamente lo contrario: aquello que hemos entendido como ‘inclusión’, inscrito en una teleología que se alimenta del discurso del estado nacional tanto como de las prácticas neoliberales, presume del entendimiento racional de una otredad ante la cual aún no hemos logrado conmovernos, de una diferencia ante cuya supuesta excepcionalidad preferimos no consentir su poder de afectación. Nuestra respuesta se traduce en un esfuerzo por incorporarla y someterla.  ¿Qué hacer en medio de esta situación contradictoria? ¿Cómo proceder en medio de una retórica que nos hace creer que hemos alcanzado un momento idílico de convivencia y de justicia social?

Educar al otro. La educación inclusiva, como concepto que se inscribe en un discurso garantista de los derechos humanos, se estanca y se vacía cuando niega la capacidad del otro para desestabilizar cualquier certeza; cuando objeta sus formas de estar en el mundo, sus modos de aparecer, de comunicarse, de percibir. En el intento, muchas veces violento, por hacer que el otro se mueva hacia un lugar en el que la convivencia pueda ser aprobada solamente bajo ciertos parámetros, incluir a otros en la educación regular fracasa como oportunidad de mutuo reconocimiento: lo que acojo del otro es exclusivamente aquello que percibo de él a partir de lo que asumo como normal, como digno de formar parte de unas prácticas sociales previamente establecidas.

Podríamos decirlo de otro modo: la inclusión parte del reconocimiento de la existencia de individuos que de antemano son considerados ‘diferentes’, destinados a ocupar un ‘afuera’ histórico que tiene la apariencia de un afuera desprovisto de derechos. La paradoja, sin embargo, es que esa noción de segregación es producida y modelada por un campo de poder que los convierte, como señala Judith Butler, en individuos ‘necesitados’ que la nación debe acoger bajo los derechos que ella misma aprueba. “Así –afirma Butler– la vida abandonada se encuentra saturada de poder” e incluso puede estar “saturada jurídicamente” (65-66). De tal manera, su incorporación –a la nación, por ejemplo, o al sistema educativo que la nación avala– es percibida como una transformación de los estamentos más tradicionales sobre los que se asienta el estado, cuando en realidad son estrategias urdidas desde el poder para reproducir una noción maniquea de heterogeneidad que termina por alimentar las bases de esos fundamentos, cuya naturaleza es, como sabemos, homogeneizadora. La inclusión, aclamada y repetida constantemente en los discursos oficiales, se convierte así en herramienta uniformadora que, sin embargo, permite al estado cierto margen de acción para purgarse de la otredad que no le conviene o que no sabe cómo acoger.

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El caso ecuatoriano resulta ser un ejemplo muy claro en torno a esta problemática: en la Ley Orgánica de Educación Intercultural (LOEI), que data del año 2011, la noción de inclusión que parece esbozarse procura acentuar los lineamientos de una educación equitativa, democrática y armónica. Luego, asumida ante todo como un modelo educativo que garantiza el derecho a la educación a personas en situación de discapacidad, la inclusión que se perfila en el texto de esa ley adquiere la forma de un conjunto de requisitos que se resumen en: apoyos y adaptaciones físicas y curriculares, como parte de la obligación que los establecimientos educativos tienen, porque deben “recibir a todas las personas con discapacidad”; la capacitación del personal docente “para una atención de calidad y calidez”; y, ante todo, la certeza de que el estudiante con necesidades educativas especiales tiene un problema que debe ser detectado tempranamente y que debe ser resuelto a partir de informes médicos y evaluaciones psicopedagógicas que validen la decisión de hacer que ese estudiante pueda estar incluido en el sistema de educación regular. Si lo vemos con detenimiento, estas medidas respaldadas por la ley detonan al menos dos circunstancias que revelan la gravedad de una situación tristemente ignorada:

Por un lado, está la ansiedad por implementar estrategias pedagógicas que se espera que funcionen como herramientas estandarizadas, que ayuden a maestras y maestros a tratar de poner en práctica eso que se puede entender por inclusión, sobre todo en los casos en los que ese ‘otro’ al que se trata de ‘acoger’ es un estudiante en situación de discapacidad. Como señalan los pedagogos Carlos Skliar y Magaldy Téllez, la ansiedad por asumir dichas herramientas termina por hacer que el otro al que se considera diverso acabe transformándose “apenas en un objeto de reconocimiento, donde la perturbación, la sensibilidad y la pasión de la relación quedarían fuera de la escena pedagógica” (Conmover 116). Esa estandarización de herramientas redunda en una negación de la diversidad de individuos que tendrían que aspirar a recibir una educación en condiciones igualitarias, pues asume que lo que funciona para uno funciona para todos, al menos para todos los que son considerados ‘diferentes’. De esta situación se desprende una cantidad de casos de fracaso escolar y de lo que podríamos llamar “inclusión excluyente”, es decir, la presencia pasiva y a veces tristemente segregada de estudiantes con discapacidad dentro del sistema de educación regular, alguno de ellos aun inscritos en la educación superior.

Por otro lado, es alarmante la reiterada negativa por parte de las autoridades de las instituciones, especialmente de educación privada, que luego de pedir exámenes e informes médicos y psicopedagógicos, declaran que ciertos estudiantes no están capacitados para llevar a cabo un proceso de inclusión o que tal o cual estudiante no puede formar parte de un contexto educativo regular e, inmediatamente, sugieren que su familia opte por la educación especial. Esta situación, más común de lo que se puede imaginar en un país que paradójicamente se ha promocionado desde hace diez años como uno que “vive la inclusión”, detona a su vez dos circunstancias cuyos riesgos deben ser urgentemente analizados: primero, la perpetuación de una imagen patologizada y negativa de la discapacidad, que va en contra de lo que hace, precisamente, que pueda hablarse de las personas con discapacidad como sujetos de derechos. Segundo, el hecho de que la misma LOEI sea el origen de la ambigüedad con respecto a garantizar el derecho a la educación para todos, sin excepción, cuando en el último párrafo del Artículo 47 del Capítulo Sexto esa ley señala que “los establecimientos educativos destinados exclusivamente a personas con discapacidad se justifican únicamente para casos excepcionales; es decir, para los casos en los que después de haber realizado todo lo que se ha mencionado anteriormente, sea imposible la inclusión”[1].

La mayoría de establecimientos educativos se respaldan en este pequeño párrafo de la ley para dejar por fuera a muchos individuos con discapacidad bajo criterios sorprendentes. En otras palabras, la ley ha dejado la puerta abierta para que la inclusión sea una opción y no un derecho, sobre todo porque las razones para definir cuáles son aquellos “casos excepcionales” vuelven de nuevo a la patologización de la diferencia.

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¿Quién elige quién puede y quién no puede estar ‘adentro’? ¿el afuera al que se condenan ciertas vidas puede ser visto como un ‘afuera’ del estado de derecho, pero como un ‘adentro’ de un estado esencialmente asistencialista, de todos modos “saturado jurídicamente”? Formar parte de la nación –estar ‘adentro’, ser un ‘sujeto de derechos’ y no de caridad, como exigen varios activistas de la discapacidad– ¿garantiza realmente dejar de formar parte de una política pública que no logra desprenderse del asistencialismo como modo de operar frente a los que asume como ‘vulnerables’, como ‘necesitados’, como población de atención prioritaria? Como se ve, el problema no radica apenas en querer distinguir quién sabe o no sabe ‘hacer inclusión’. Todas estas preguntas, en las que resuena aquello que Giorgio Agamben ha descrito como “nuda vida”, nos hacen pensar primeramente en estos tiempos en los que los discursos sobre igualdad social, especialmente desde la izquierda latinoamericana, se han trastocado hasta por momentos contradecirse y no tener otro remedio que parecerse, muy a su pesar, a todo aquello que han juzgado por años. Lo que nos debería interesar ahora, sin embargo, es poner en duda conceptos como el de inclusión, que parecen haber llegado a un punto tal de idealización, capaz de satisfacer una utopía pacificadora –la de la justicia social–, dejando de lado la materialidad incómoda de los cuerpos que determinan las vidas que esa utopía no logra entender, mucho menos incorporar.

 

 

Vale, por el momento, volver sobre una afirmación de Judith Butler que puede ser tomada como un pretexto para insistir en esta problemática:  “cualquier intento por establecer una lógica excluyente depende de la despolitización de la vida”. En esa medida, habría que pensar esa “despolitización” como un mecanismo de “des-aparición” de los cuerpos.  Hacerlos desaparecer. Excluirlos. Ignorar su presencia. Retirar la mirada. Si tomamos como válida la afirmación de Hannah Arendt sobre la política como aquello que “nace en el entre-los-hombres, por lo tanto completamente fuera del hombre” (133), acoger al otro implicaría un acto político, de no retirar la mirada ante la aparición de las diferencias del otro, y que consiente, en el encuentro con la mirada del otro, la propia aparición. Si lo político es un “entre-los-cuerpos”, ninguno de ellos es esencia y aparecer ante el otro se transforma en posibilidad de convivencia. Un otro ante cuya presencia sostengo la mirada. En ese sentido, la única manera de seguir hablando de inclusión sería considerándola no un movimiento unidireccional sino múltiple: en la aparición de la alteridad y en su poder de afectación, eso que “nace en el entre-los-hombres” se diversificaría.

Educarse en el otro. Tal vez, en este punto, no deberíamos temer desechar por completo el término inclusión para asumir uno que hable de una educación múltiple, o, incluso, de una educación conviviente, que señale la acogida de la presencia del otro como un camino de mutua afectación. Ya no hablaríamos del niño que no puede escribir, sino de las particularidades de todos y cada uno de los niños para acercarse a la escritura. No acudiríamos al colegio en espera de una voz autorizada que evalúe a un estudiante, sino con la certeza de que habrá la voluntad de entender sus modos de existencia. En ese sentido, los esfuerzos por categorizar a los otros, por delimitar lo que los hace diferentes, para luego tratar de garantizarles un derecho, serían inútiles. “Conmover la educación”, pensar una “pedagogía de la diferencia”, implicaría, como proponen Skliar y Téllez, no la fijación de parámetros para adaptar el conocimiento de acuerdo a las capacidades de tal o cual individuo, en un acto que siempre revestirá una ambigüedad que fluctúa entre el cumplimiento del derecho y la política asistencial, sino la flexibilidad para permitir que esos conocimientos, previamente establecidos, sean puestos en crisis al entrar en contacto con la alteridad. Si excluir vidas implica despolitizarlas, es decir, negarles su aparición y, por lo tanto, negar lo político, la convivencia implicaría hacer surgir la política, esto es, consentir la desestabilización de las certezas en el momento en el que el otro aparece. Se trata, en definitiva, de un cambio mucho más profundo, que no tiene que ver con simples medidas calificadas como ‘didácticas’. Porque como bien afirman de nuevo Skliar y Téllez, “el mismo sistema que excluye no puede ser el que incluye o promete la inclusión pues si no estaríamos frente a un mecanismo que, simplemente, sustituye la exclusión pero continúa su secuencia de control y orden sobre los otros” (119).

No podemos negar, sin embargo, que esto no pueda ocupar el espacio de una nueva utopía. La misma Hannah Arendt nos lleva constantemente a preguntarnos por el sentido de la política en estas épocas, una pregunta que resuena en los tiempos de cultura y barbarie referidos por Benjamin. Y sin embargo, tal vez no habría que desechar tan pronto que sostener la mirada pueda ser el primer paso para acoger al otro, para permitir que su presencia nos afecte, o incluso el único camino que nos queda.


Textos citados:

Arendt, Hannah. “Introducción a la política” en La promesa de la política. Barcelona: Paidós, 2005, pp. 131-224.

Butler, Judith y Gayatri Chakravorty Spivak. ¿Quién le canta al estado-nación? Lenguaje, política, pertenencia. Buenos Aires: Paidós, 2009.

Skliar, Carlos y Magaldy Téllez. Conmover la educación. Ensayos para una pedagogía de la diferencia. Buenos Aires: Noveduc Libros, 2008.


[1] Hay que decir que este párrafo entra en contradicción además con lo estipulado por la Convención de Naciones Unidas por los Derechos de las Personas con Discapacidad, en el sentido en el que la discapacidad ya no se asume como una circunstancia personal que se refleja en la falta de salud de un individuo, sino como la interacción de un individuo con determinadas deficiencias físicas, sensoriales, intelectuales o mentales y las barreras de un entorno social, que impiden su participación plena y efectiva en igualdad de condiciones. Además, en ese acuerdo internacional, firmado por Ecuador en el año 2007, se señala que los países firmantes deberán garantizar una educación igualitaria para las personas con discapacidad, sin ningún tipo de excepción.

La universidad y las trampas de la falsa dicotomía

Julio Echeverría
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1

Universidad, la institución por excelencia del iluminismo europeo, de la racionalidad moderna, del despliegue del logos como capacidad de construir la realidad a partir de la utopía de la perfección pura; utopía como deseo y realización de una razón natural que debe ser descubierta o construida; la universidad nace junto a la reivindicación del derecho natural al conocimiento, de allí su etimología; unus-versus, a ella acuden estudiantes de todas partes, en ella se accede al conocimiento que es universal, porque está en la naturalidad de lo humano, de todo humano; la universidad activa esa potencialidad de conocimiento que pertenece a esta rara especie animal, más allá de cualquier diferenciación de procedencia geográfica, étnica, religiosa o cultural.

2

Bajo esta construcción semántica, el iluminismo y el humanismo se proyectan universalmente y la institución que lo promueve es la universidad: sede de la investigación secular y por esa vía de la objetividad cognoscitiva, de la ciencia que avanza solamente corregida o detenida por sus propios dispositivos disciplinarios. La auto referencia de la ciencia (solo el procedimiento metódico de la misma ciencia puede dar cuenta de sus asertos y derivaciones) se traduce en la autonomía de la universidad frente a cualquier poder, sea económico o político, que pretenda dar cuenta de ella. La razón que la anima es doblemente racional, como realización de modelos ideales que contrastan con la naturalidad de las cosas y de la materia, pero que sin embargo trabajan con ella; como depuración de la forma que se desprende de cualquier pasión, intuición o deseo, pero que regresa a ellos con pretensión per-formativa.

3

Universitas es por ello máxima capacidad selectiva y clasificatoria del mundo; su auto referencia autofagocitatoria se devora a sí misma y a su principio nivelador; lo substituye por la operación selectiva que es en cambio excluyente, que deja por fuera otras posibilidades de realización en tanto estas no se ajusten a las capacidades de autocontrol metódico que ella ejerce sobre sí misma. Su condición es sin embargo incierta; o mejor, trabaja con la incertidumbre que es propia de la operación selectiva y de su exposición a posibilidades de corrección cognitiva que no controla.

 

Su tarea de conocer o de constituir-se en el conocimiento, solo puede existir post festum de la examinación de los resultados de su operación performativa; la incertidumbre se cuela en el procedimiento metódico de construcción de la razón y de la ciencia que le compete a la universitas;  la incertidumbre es forma de la innovación en cuanto resulta de ese desborde de posibilidades que la selectividad afirma y niega, realiza y excluye; la universidad como despliegue de la racionalidad moderna es nihilista en cuanto es innovadora; el conocimiento de esta racionalidad no puede configurarse ni auto constituirse si no construye lo nuevo y esta construcción solo puede darse sobre la negación de lo dado, sobre la falsación de cualquier hipótesis que se pretenda plausible, o por lo menos por su corrección. La vida y el destino de la universidad convocan a la examinación de la racionalidad sobre la cual se constituye y sobre la cual se proyecta.

¿Cuánto puede la Universidad mantener su autonomía, frente a esta condición de abstracción que la desafía permanentemente, que la expone a su propia criticidad? ¿Puede resistir la universidad a esa sistemática generación de ‘cantos de sirena’ que la sociedad produce y requiere, para sostenerse frente a la incertidumbre que resulta de la secularización en la cual se constituye? ¿Puede la universidad contrastar o ubicar en su lugar, a las pretensiones del poder y del dinero por controlarla o conducirla en una dirección o en otra?

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La universidad compite difícilmente con la producción de ideologías; muchas veces sucumbe a sus cantos de sirena; muchas veces la universidad quiere definir las ‘líneas del desarrollo’, las del ‘progreso’, sin advertir que esta tarea también debe someterse al aparato epistemológico de la crítica, por el cual cualquier ideología debe necesariamente atravesar. La crítica es el aparato epistémico que filtra cualquier pretensión ideológica de enmascaramiento de la función nihilista e innovadora del conocimiento. La radical escisión entre ciencias duras y blandas, físico naturales y humanas, no es suficiente para poner en claro esta ‘enorme complejidad’ que debe afrontar la universidad; la misma dicotomía parecería reconocer que la criticidad solo está para el grupo de las ciencias blandas, mientras las ciencias físico naturales proceden con la naturalidad que les otorga su comprometimiento con el mercado de la satisfacción de necesidades. Las ciencias blandas lo son porque parecerían no estar a la altura de esta condición ‘estructurante’. La universidad está atrapada por esta falsa dicotomía. La escisión de las ciencias mira a la crítica como campo de la no precisión ni de la objetividad mensurable, que en cambio caracteriza a las ciencias físico naturales; la dominancia de ese paradigma quisiera desprenderse de esa criticidad, no reconocerla en su ´valor´ y afirmar la solidez del dato, de la ecuación necesidad = conocimiento, sin discutir, como en cambio lo hacen las ciencias ´blandas´, el carácter de la necesidad y a partir de dicha examinación el estatuto mismo de la ciencia.

5

Si a una revolución cognitiva se debe llegar es a poner en cuestión la dicotomía ciencias duras / ciencias blandas, dicotomía que paraliza a la universidad en su operación de reflejo cognitivo que produce y requiere la sociedad y al cual está llamada la autonomía y la criticidad del conocimiento, por su misma constitución en el campo de la secularización. La universidad es también la agremiación de los que se forman para la producción del conocimiento, es sede de las profesiones que especializan los distintos campos del saber sobre la base de la investigación, entendiendo el saber como operación cognitiva solamente dirigida a la potenciación de lo humano, por lo tanto, más allá de cualquier atención a las lógicas del poder y del dinero. La universidad tiene sobre sí la tarea de desmontar cualquier pretensión inmediatista que apunte hacia la profesionalización como adecuación del conocimiento a la exclusiva necesidad de la sobrevivencia. La universidad está para construir el futuro, para mirar más allá del inmediatismo de la lucha frente a las pulsiones de la necesidad. Está para discutir dichas pulsiones; la universidad que es sede de la profesionalización en cuanto riguroso acatamiento de las disciplinas y de los procedimientos epistémicos del conocimiento, debe mirar sobre sí misma, debe proceder como ya lo hicieron los clásicos, desde el campo de la ética y la estética, que no son susceptibles de profesionalización. Solo así la universidad podrá superar las trampas de la falsa dicotomía.

Las humanidades: disciplinas de lo no disciplinable

Fernando Albán
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En el libro Cartas sobre la educación estética del hombre, escrito en el contexto de la revolución francesa, Schiller repudia que la «comunidad social» haga de la función el criterio de valoración supremo y el principio que debe regir la formación del hombre. El tipo de educación forjado sobre la base del sentido práctico de la función o sobre el principio de la profesionalización se sustenta en la adquisición de aptitudes mecánicas, negadoras de las singularidades, lo que lleva la inteligencia al oscurantismo. Esta educación, centrada en el mercado, está vinculada a la voluntad de sometimiento y sujeta a la observancia incuestionable de las leyes; así, este tipo de formación confina al hombre a subsistir inmerso en los límites de lo útil. De ahí que, el Estado, en su afán por dotarse de servidores, recurra a la formación de ciudadanos dóciles y funcionales; para ello, hará uso de la educación superior como su herramienta para conseguirlo: formará individuos capaces de ratificar el poder y el orden establecido. Bajo este Estado social de servidumbre, la «vida concreta» de los individuos queda abolida, dando paso a la producción de una «totalidad abstracta», carente de sentimientos.

Si volteamos la mirada, desde la perspectiva humanista de la educación estética, según Schiller, se afirma la necesidad de un régimen espiritual superior, que está en ruptura con el sentido práctico de la función. La educación estética, llamada a reemplazar a la revolución política, se cristaliza en el libre juego que una comunidad humana mantiene con una forma libre, es decir, con todo objeto artístico. La autonomía de la forma bella desliga al arte de toda función social. El estado estético, al ser una disposición libre de toda atadura de tipo moral o físico, es la facultad que conduce al umbral del infinito. Solo entonces la exigencia de lo superfluo encuentra un asidero propio en el sentimiento que resulta del contacto con la forma. Esta relación constante con la forma autónoma es el medio idóneo para «dar la libertad por intermedio de la libertad».

 

Erigir la educación superior desde la perspectiva de la función o la profesionalización equivale a experimentar lo real como un fardo que se lleva a cuestas. Dicho de otro modo: aceptar o asumir lo real tal como es, sin cuestionamientos, significa hacer del humano un funcionario de «l’État des choses», consagrándolo, así, a lo dado. Bajo ese estado, se configura lo que Nietzsche entiende como el sentido del rebuzno. La afirmación en el asno —el rebuzno— está marcada por la imposibilidad de decir «no» y representa la aceptación incondicional de la carga que se lleva en el lomo: el peso de lo real. El asno —el tecnócrata— sufre los dolores de la existencia como un fardo que no puede quitarse de encima; abrumado por el peso del presente no podrá cuestionarlo, pues ha tasado su valor demasiado alto.

El presente es impertinente, observa Nietzsche, pues actúa sobre la vista y la determina aun cuando esta quiere negarse a ver. El aplastamiento del presente (el día a día de los periódicos) y lo real vivido —como un fardo— se alían para configurar la escena donde el Estado se sirve de la Universidad para formar ciudadanos dóciles y útiles. El tipo de saber que se trama en este ámbito es designado por Nietzsche —en su texto: «Schopenhauer educador»— como «ciencia pura». En el mito construido sobre el anhelo universitario de esa «ciencia pura», la aceptación que nace del rebuzno se hace pasar por realidad, incluso más: como si fuese la única posibilidad de lo real. El saber, entonces, se reduce a ser, únicamente, la obligación que surge del «estado de las cosas» (l’État des choses).

Para hacer frente a l’État des choses, Nietzsche recurre al arte como asentimiento que aligera el peso de lo real. La afirmación que viene del arte libera, descarga a la vida del fardo que la sofoca. Así, en el arte, ya no se trata de la imagen del profesional condenado a la repetición incesante de la misma rutina a un ritmo cada vez más acelerado (lógica implacable del productivismo), sino que se apuesta a lo intempestivo, a desgarrar lo causal: supone invento y creación. La educación, sostiene Nietzsche, debe «adiestrar» al hombre para que sea capaz de liberar a la vida del peso que la retiene a los hechos consumados. Adiestrar es nutrir la facultad de prometer, pues en la promesa se anuncia al hombre que es «capaz del futuro». El sentido nietzscheano del adiestramiento no hace del hombre un perro de presa que persigue y venera el dato presente, sino que lo vuelve apto para la memoria como «función de futuro».

En una conferencia pronunciada en 1983 en la Universidad de Cornell, el filósofo francés Jacques Derrida previene sobre la amenaza que acecha a la Universidad cuando se la intenta encerrar en los límites establecidos por la programación tecno-económica del mercado y la producción o dentro del frenético día a día instaurado por la competencia. Pero, señala también que, al pretender sustraer a la Universidad de los programas enmarcados en lo útil y en el imperativo de la profesionalización, se corre el riesgo de reconstituir, desde las Humanidades, ciertos privilegios de casta de clase o de corporación. Se requiere entonces, para evitar las insuficiencias de aquello que se combate, dar un paso más. Ir más allá podría significar, en este contexto, asumir que, si bien la Universidad es reflejo de la sociedad, esa relación de reflexión es también de disociación. El reflejo, a la par que reproduce, desdibuja a la sociedad, abriendo así la posibilidad de que esta se mire en el otro; el otro no disciplinable. Pensar hoy la Universidad, insiste Derrida, es asumir la responsabilidad por aquello que no es o no está aún: «¿Pero de qué otro es posible sentirse responsable, sino de aquel que no nos pertenece? ¿De aquello que, como el porvenir, pertenece y remite al otro?»

Es necesario defender la autonomía del arte, la literatura y la filosofía e impedir que sean subordinadas a finalidades exteriores de utilidad, productividad o rentabilidad; se debe cuestionar, asimismo, su supeditación a imperativos éticos, cívico-patrióticos, culturales o asistenciales. Pero la defensa de esa autonomía de las Humanidades no puede desconocer su esencial heteronomía: condición de su irrenunciable misión y sentido crítico. Esto supone, sin embargo, que esa autonomía no se confunda con la asignación de límites que confinen a las Humanidades a un determinado tipo de contenido, de objeto o de lógica. De hecho, las Humanidades salen de las aulas y se dirigen hacia otras disciplinas para construir objetos insólitos, sin perder la integridad y unidad que le son inherentes.

Las Universidades deben tener a las artes, a la literatura y la filosofía como parte fundamental de sus ofertas académicas, pues es imperativo que estas sean enseñadas debido a su «utilidad». Sin embargo, es preciso observar que las Humanidades no se reducen a estructuras institucionales de enseñanza, dado que son susceptibles de ser desbordadas por aquello que no es enseñable, por aquello que no es institucionalizable. Las artes, la literatura y la filosofía están marcadas por un principio contradictorio que pone en juego su identidad: son localizables y desbordantes, superfluas y necesarias; son instituciones que se mantienen al límite de lo institucionalizable, enseñanzas que guardan en ellas el exceso por el que se insinúa lo no enseñable. Disciplinas de lo no disciplinable, las Humanidades guardan la memoria como función de futuro, son promesa de infinito.

 

 

Del principio de pertinencia

Art. 107.- Principio de pertinencia.- El principio de pertinencia consiste en que la educación superior responda a las expectativas y necesidades de la sociedad, a la planificación nacional, y al régimen de desarrollo, a la prospectiva de desarrollo científico, humanístico y tecnológico mundial, y a la diversidad cultural. Para ello, las instituciones de educación superior articularán su oferta docente, de investigación y actividades de vinculación con la sociedad, a la demanda académica, a las necesidades de desarrollo local, regional y nacional, a la innovación y diversificación de profesiones y grados académicos, a las tendencias del mercado ocupacional local, regional y nacional, a las tendencias demográficas locales, provinciales y regionales: a la vinculación con la estructura productiva actual y potencial de la provincia y la región, y a las políticas nacionales de ciencia y tecnología. [Ley Orgánica de Educación Superior (LOES), aprobada bajo el régimen de Rafael Correa Delgado.]

 

Misiones y desconciertos sobre el humanismo universitario

Carlos Reyes

For me, the big French D is not Derrida but Deneuve.

Camille Paglia

 

En años recientes ha suscitado mucha atención el estado de las universidades, y en consecuencia de las humanidades. Hay un profundo interés por la manera en la que se relacionan las disciplinas humanísticas y científicas con la gran cantidad de información disponible en Internet, y sus efectos en la enseñanza y la investigación. Las universidades disponen de un volumen de datos inéditos y hoy cuentan con complejas herramientas de producción y difusión global de conocimientos. Aparte de este suceso que ha reconfigurado el ámbito del pensamiento y su práctica, ha surgido una preocupación por la situación de las humanidades siendo estas una instancia de “explicación del mundo”, lo que se ha considerado como un atributo vital de la universidad. Un texto de referencia de dicha preocupación pertenece a Martha Nussbaum, en el que denuncia una contracción de las humanidades en las universidades de Estados Unidos (entre otros lugares), mediante recortes en su financiamiento. Las implicaciones que expone Nussbaum tienen que ver con el rol que se asigna a las humanidades en relación con la democracia. En su lógica, aquellas son el dispositivo más apropiado para informar éticamente al ciudadano de su lugar en lo político y en la política.

En Not for profit: why democracy needs the humanities (2010) Nussbaum discute la situación política de las humanidades. Según la filósofa, la presión por el desarrollo económico global habría debilitado su importancia en la formación de profesionales. A su juicio, la urgencia por mejorar las condiciones económicas de países como la India habría servido como justificación para dedicar mayores esfuerzos a la formación técnica, desplazando la humanística. Pero el elemento de su propuesta que cabe revisar, habla de atribuir a las humanidades el deber de producir ciudadanos. Se las propone como herramienta de pensamiento crítico y analítico, con la misión de conformar ciudadanía. Es esta “misión” de la universidad y por ende de las humanidades –finalismo discreto y obstinado– aquello sobre lo que habría que meditar.

Un aspecto que se observa en buena parte de los ensayos que tratan la situación de las humanidades y la educación superior, publicados en décadas recientes, consiste en dar por sentada una “misión” necesaria para la universidad. Se entiende que la misión original de la universidad moderna puede estar inspirada por su reinvención napoleónica, para cumplir un fin igualitarista; o también una vocación de tipo humboldtiano, con la que se replanteó la universidad para lograr la autorrealización personal (Fichte y The vocation of man). En ese sentido, la misión que adopte la universidad obligará a que todos sus esfuerzos y recursos, incluidas las humanidades, se dirijan a cumplirla.

Lucas Pacheco, en La universidad ecuatoriana: crisis académica y conflicto político (1992), defiende que “[e]l desarrollo político, social y cultural de las naciones tiene lugar a través de la formación de los hombres. Esta misión formadora de la humanidad, es el principal cometido de la Universidad”. En su perspectiva, “la universidad ha logrado afianzar su papel de conciencia crítica de la sociedad”. Ello contribuiría a explicar el tipo de conflictividad sociopolítica que puede suscitar la asignación de alguna misión a la universidad. Si esta es la “conciencia crítica” de la sociedad, si es su conciencia en-sí-misma, entonces en su ausencia, tanto el mundo como sus habitantes no logran acceder a la razón. ¿Hay universidad, luego tengo conciencia, y por lo tanto existo?

Por su parte, Carlos Tünnermann, en Universidad y sociedad. Balance histórico y perspectivas desde América Latina (2001) aunque revisa el factor “misional” universitario, acaba adscribiéndose al mismo. La misión de la universidad parecería ser insustituible. Una propuesta reciente sobre la preocupación intelectual por la deriva de la universidad humanística es Universidad. Sentido y crítica (2016) de Iván Carvajal, quien propone un acercamiento a la universidad ecuatoriana desde dos figuras: la de los rectores Manuel Agustín Aguirre, de la Universidad Central del Ecuador (universidad pública), y Hernán Malo González, de la PUCE (universidad privada). La contraposición de aquellas figuras explica los lugares que adoptaron sus instituciones, pero también sus significados políticos y epistemológicos. Específicamente, en Aguirre se encuentra una fuerte coyuntura que busca aclimatar la universidad para participar en la consecución del desarrollo nacional. Esta sería una de sus “misiones”. Por parte de Malo González, se detalla una preocupación por  el lugar del pensamiento dentro de la universidad.

En esa línea, uno de los momentos críticos que examina Carvajal es la idea de “desarrollo” que se habría imputado como imperativo –su misión– a las universidades, tanto por parte de la relación Estado-gobierno como por suscripción propia de las autoridades universitarias. En consecuencia, el autor también impugna la política pública de la denominada “revolución ciudadana” ecuatoriana en la educación superior, así como su tendencia desarrollista. El “desarrollismo” en Ecuador y América Latina tendría para las humanidades repercusiones similares a las que postula Nussbaum: un énfasis en lo técnico-ocupacional que acaba recortando el ámbito humanístico, puesto que la consigna sería superar-la-pobreza, para lo cual se necesita graduar más profesionales asalariados que pensadores.

En cuanto a la universidad como institución que acoge las humanidades, Carvajal critica su tecnocratización por compulsión del Estado. Viaje de ida y vuelta: la universidad alimenta de tecnócratas al Estado y el Estado le devuelve la tecnocratización (plebiscitaria) como régimen para el funcionamiento de la educación superior. Pero, si bien es crítico con las misiones que se han asignado a la universidad (misión de desarrollo nacional, de consolidación identitaria de la nación), hubiera sido interesante obtener de Carvajal, por ejemplo, un juicio de la desconcertante idea de la “misión social” universitaria.

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Un desconcierto y una crítica a la situación de las humanidades ya se encuentra en Nietzsche y sus conferencias de 1872, cuando el filósofo se dirige a sus colegas universitarios, advirtiéndoles sobre dos problemas de las instituciones alemanas de educación. Estas se resumen en el problema de la ampliación de la educación y, simultáneamente, el de su sumisión al servicio del Estado. Este tratamiento de la ampliación educativa ha sido visto, no por pocos, como un áspero alegato nietzscheano contra la democratización de la educación. Herejía derecho-humanista. Sin embargo, en las conferencias mencionadas, uno de los ejes que sostiene la desazón del profesor universitario en Basilea es, en realidad, la degradación de la cultura, de la educación (de las humanidades para el caso) a consecuencia de una masificación que no contempla un hecho elemental: solo unas pocas personas sobresalen en cada campo específico del saber. Y dentro de ese mismo campo, se destacan unas pocas. Y así con toda institucionalidad humana. Resignación paretiana.

Entonces, la mayoría de la población obtendría a través de la educación una habilitación para ser “alguien” en la división del trabajo. Nietzsche proyecta también una restauración de la calidad de la educación impartida en la escuela pública. En cuanto a la sumisión de la educación ante el Estado moderno, el filósofo prefigura la actitud del poder político como su “supervisor, regulador y vigilante”. Pero también advierte la creciente especialización organizativa de las universidades, algo que cien años más tarde la académica Camille Paglia enérgicamente criticaría como la “departamentalización” –en su caso– de las humanidades. La desconexión entre los departamentos de humanidades, en un afán por especializarse, habría fragmentado de manera autodestructiva a la propia disciplina.

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Camille Paglia (Endicott, 1947) quizá sea una de las intelectuales más desconcertantes de los últimos años. Feminista severamente incisiva con su propio movimiento, crítica literaria y de arte formada en la tradición de Bloom, Hauser y admiradora de Norman O. Brown, Paglia es una objetora de los excesos del constructivismo social, de lo que considera un marxismo académico ocioso y del fraccionamiento institucional que han reconfigurado la universidad norteamericana. En una reseña extensa para la revista Arion (“Junk Bonds and Corporate Raiders: Academe in the Hour of the Wolf”, 1991), la autora se dedicó a refutar en detalle las falacias argumentativas, inconsistencias y deformaciones que encontró en dos libros publicados en esos años, cuyo tema era la sexualidad. El mayor defecto que encuentra en aquellas dos publicaciones consiste en presentarse como vanguardistas, desconociendo la riqueza de los estudios clásicos existentes sobre el tema, y además de apoyarse en lo que Paglia agrupa bajo la categoría de “escuela de Francia”. Es decir, la reseña de los libros le sirve para elaborar una crítica rotunda a la manera en la que se pretende defender cualquier trabajo académico serio recurriendo a autores como Foucault, Derrida o Lacan (vale la pena leer sobre la “brillante pirotecnia filosófica” expuesta en el Foucault [1985] de Jose Guilherme Merquior). Para Paglia, el posestructuralismo aniquila a Eros, y según ella la “D” francesa más apropiada para estimular todos los sentidos corresponde a Deneuve (Belle du jour) y no al responsable de De la Gramatología. Además, elabora un examen de la problemática “especialización” que denuncia dentro de las humanidades.

Según Paglia, en las ciencias físicas/naturales el académico puede conducir su carrera enfocado en objetos específicos, estrictamente dedicado a estudiar “polillas, helechos o rocas ígneas (…) [p]ero no hay una verdadera pericia en las humanidades sin conocer todas las humanidades” sostiene. Su reputación como académica se ha mantenido por décadas defendiendo la tradición clásica para entender a las humanidades en Occidente, lo cual implica un manejo de la complejidad grecorromana y judeocristiana. Aparte de desconcertar, Paglia no desplaza su responsabilidad académica, y propone una reforma educativa profunda, casi autoinculpándose por no haber reprochado con firmeza la “invasión francesa” en la academia estadounidense desde la década del 60. En su opinión, aquellos pensadores franceses que desde hace décadas copan las bibliografías de la academia norteamericana (y latinoamericana), poco, o nada original, han aportado a las humanidades.

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Ante las perplejidades que provoca la idea de una misión para la universidad y la noción de que las humanidades deben producir ciudadanía política (Nussbaum), y su empobrecimiento en razón de una instrumentalización estatal-partidista para algún tipo de desarrollo, los intelectuales humanistas no podrían sino estar desconcertados.

Porque, ¿cuál es el resultado de asignar misiones a la universidad con respecto a las humanidades? Uno de ellos es su bifurcación. Por un lado, la mayor parte de las humanidades, al funcionar al interior de la universidad, se adapta al cumplimiento de sus respectivas “misiones”. Con esto, si la misión es desarrollista, se practica una versión pauperizada de ellas. Por ejemplo, se las orienta a justificar la necesidad de políticas públicas que acaban siendo fugaces, efectistas, clientelistas y autoritarias, en temas sensibles como educación, salud, cultura, etc. Para este fin, se proclaman interpretaciones que, audazmente, combinan la radicalidad y el idealismo platónico con retazos aristotélicos instrumentales, y así se imponen políticamente, por ejemplo, razonamientos para un “buen vivir”. Además, si la misión asumida por la universidad es identitaria, el resultado parece conducir a aquello que denuncia New Real Peer Review.

El otro rumbo que podrían tomar las humanidades sería el de la fuga y la reclusión.

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New Real Peer Review es el nombre de una cuenta en Twitter a cargo de –se infiere– un grupo de académicos, que se ha dado la tarea de examinar artículos académicos, revisados por pares, publicados y disponibles, en el campo de las humanidades y las ciencias sociales. La cuenta tiene más de cuatro mil mensajes, citando audaces artículos indexados, con más de mil seiscientas muestras de abstracts, solo desde junio de 2016. Los hallazgos teóricos y metodológicos que exhiben no son la regla, pero tampoco son excepcionales, y dan cuenta de un problema evidente que hay que señalar: la política identitaria se ha tomado, en las últimas décadas, buena parte de la academia humanística y científico social, política legitimada por las misiones que ha naturalizado cada departamento universitario. Ejemplos:

Análisis desde un punto de vista ‘metatécnico’ que indaga la intersección entre una forma de danza contemporánea bautizada con el nombre de “Gaga” y sus implicaciones neoliberales.

Artículo que presenta siete poemas inspirados en las experiencias higiénicas de mujeres adultas que relatan sus visitas al baño.

Capítulo de investigación: se propone imaginar al personaje Diana, de la tira cómica “La mujer maravilla”, en su paso a convertirse en guerrera amazona, para de esta forma inspirar su sororidad (de las autoras) y luchar contra las estructuras heteronormativas y opresivas que (las) afectan”.

Propuesta metodológica: “Juntando una red de conceptos tales como el afuera, el encuentro y la fuerza, la autora inventa pensar sin método, una estrategia emergente y fragmentada que forma el afuera de los métodos de investigación cualitativos estratificados”.

Etnografía de un profesor universitario que especula sobre el tipo de compromiso personal que asume ante el reto de completar su próximo trabajo de campo.

Artículo indexado compuesto por un párrafo que indaga la rutina diaria de un académico mediante una auto etnografía, revisando “cuan estructurados se han vuelto sus días, gobernados por el calendario escolar”.

Pregunta de investigación en un abstract: “La sonrisa: ¿cómo migra la sonrisa?”.

Abstract de tesis doctoral: “La autora explora las formas en las que ella, como mujer soltera y por lo tanto “sola” (single), ha sido posicionada como personalmente deficiente en tanto la solter-idad (single-ness) es producida como una posición ilegítima e indeseable a ocupar por parte de sujetos hembra/femeninos. Esta investigación utiliza un marco metodológico autoetnográfico aumentado por epistemología posestructural feminista para abrir, complicar, irrumpir e interrumpir la resolución de la novia con esperanzas de (re)significación y nuevas prácticas del yo hembra y femenino de la escritora […] La historia se cuenta desde diversas posiciones temporales, incluyendo el pasado, el presente y el futuro, desdibujando la idea de edad cronológica.”

“Marco glaciológico feminista para la investigación del cambio ambiental global. Abstract: marco de trabajo de glaciología feminista con cuatro componentes clave: (1) productores de conocimiento; (2) ciencia y conocimiento de género; (3) sistemas de dominación científica; y (4) representaciones alternativas de glaciares”.

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Una razón para comprender la deriva actual de las humanidades quizá se encuentre en la naturalización de la intrusión del Estado (moderno) en la universidad, puesto que con este no solo ha ingresado lo político, sino también la política: identitaria y fragmentada según corresponda el departamento. Por esto, una crítica a la condición actual de las humanidades no puede quedarse en la asunción de que son subordinadas o desdeñadas por poderes políticos en favor de intereses financieros, “económicos”, como reclama Nussbaum. Es necesario mirar hacia adentro. Para esto un primer paso podría ser incluir un cuestionamiento sobre los sujetos que acuden a las humanidades.

Habría que preguntarse, ¿qué tipo de persona tiene la voluntad de dedicar su vida académica al cumplimiento de cualquier misión que se arrogue la universidad? Y para esto, ¿quién está presto a nutrirse de unas humanidades cuyo retrato del mundo se configura con políticas identitarias, con sus intersecciones, opresiones y hegemonías? ¿Aquel cuadro que presentan importantes sectores de la academia es realmente el mundo? Si es así, entonces las humanidades de poco habrían servido en los últimos tiempos para informar y producir ciudadanos capaces de cambiar, no al mundo que es una distopía contrastada, sino al menos a sí mismos.

Un segundo paso podría consistir en revisar las críticas a la situación de las humanidades, puesto que en su mayoría se da por sentado un imperativo ético de corte hegeliano para la universidad; esto es, se impone que aquella forme una ciudadanía cuyo interés supremo se plasme y enlace al Estado, en torno a una virtud democrática compartida, universal. ¿Es esto deseable y posible? Si es así, quizá entonces la idea de la misión para la universidad se encuentre en proceso de realización plena y estemos atendiendo a sus efectos indeseados.

Porque la educación impartida en el ámbito universitario, a día de hoy, se halla profundamente enlazada al Estado, ya sea por cualquiera de las herramientas de las que este dispone. Por mencionar dos, la ley (no en razón si no a fuerza) y el financiamiento público. Por ley, el Estado puede pretender democratizar la educación superior; y con dinero procurará seguir asegurándose su aprobación social. Lo entendió Nietzsche advirtiendo la inminente burocratización y trivialización de la educación. El aparato universitario integra al Estado en sus campus, en virtud de su financiamiento y su propia misión democratizadora. Así, el poder político se asegura la cooperación de esa “conciencia crítica” que –en palabras de Pacheco– se supone es la universidad.

Desconcertante y compleja misión universitaria, que recurre a unas humanidades fragmentadas e identitarias para cumplirla, y con esa carga informarnos sobre el mundo y la manera “más ciudadana” de participar en democracia. Si la universidad algún momento decide adquirir un sentido nuevo y recibir una crítica original, quizá haya que ir pensando en otro nombre para ella. Ya se ha hecho antes.

Objetivar lo evanescente

Rafael Polo

 

No hay progreso sin progreso de la catástrofe

Paúl Virilio

I

La vida cotidiana constituye el escenario donde se entretejen la historia, lo político y la tecnociencia contemporánea. La historia toma formas en las evidencias, de corporeidad y subjetividad, de conciencia empírica naturalizada, de memoria aprendida a partir de los relatos del sistema educativo y de los medios tecnológicos. Lo político, en el modo de orden y productividad de normas y valoraciones, de proyectos institucionales y comportamientos legítimos. La tecnociencia, en forma de servomecanismos móviles, de racionalizaciones técnicas de las instituciones, los cuerpos, los saberes; en la proliferación de los aparatos inteligentes, etc. La hiperaceleración técnica imprime su lógica instrumental en el mismo instante en que genera subjetivaciones. Este entrecruzamiento desafía al discurso reflexivo.

Una estrategia reflexiva procura, entonces, captar el sentido de lo actual a través de indicios que surgen en el devenir de las cosas. Tiende a capturar en su materialidad evanescente, casi imperceptible, la vivencia subjetiva de la liquidez experimentada en la praxis cotidiana gobernada por la tecnología. Somos seres de vivencias, aunque la capacidad de poseer experiencia se nos desvanece en el consumo, en el embotamiento de la sociedad del espectáculo. Se trata, en definitiva, de retornar a la negatividad del pensamiento, como un modo de resistencia al economiscismo tecnocrático, a la racionalidad tecno-científica y a la sensibilidad nihilista que le es correlativa. Hay una íntima relación entre hiperaceleración, nihilismo y consumo de espectáculos. De ahí que se requiere la crítica al pathos antiteórico, predominante en el campo universitario, que parece caracterizar a la festiva apología del pragmatismo de lo técnico, de lo experto, e igualmente de sus figuraciones, sus ilusiones, como aquella que dicta que el ser humano puede ser salvado por la técnica.


Preguntar por la actualidad implica inquirir por la posibilidad misma del pensamiento.


¿Cuál es el lugar que ocupa hoy la filosofía en los debates sobre lo contemporáneo? La filosofía se ocupa, entre otras cuestiones, por interrogar la estructura de la actualidad del pensamiento filosófico y de los discursos de la ciencia, de la política y del arte; es decir, la filosofía pregunta por los lenguajes y los conceptos con los que pensamos, con los que conocemos, proponemos o imaginamos. Este preguntar no es una inquietud por los sucesos que reportan los diarios o las redes sociales, sino por aquello que hace que lo contemporáneo sea posible. Preguntar por la actualidad implica inquirir por la posibilidad misma del pensamiento. El discurso reflexivo es una inquietud activa por la actualidad aunque interrogue acerca de la construcción de los conceptos políticos en el siglo XIX o por los conflictos propios de la construcción de la modernidad capitalista. Interroga por lo actual, pues reconoce que está hecho de múltiples sedimentaciones históricas, de aceleraciones, de superposiciones de proyectos, de conflictividades que se yuxtaponen.

La interrogación tiende a cuestionar las evidencias. Como nos recuerda Etienne Balibar en Nombre y lugares de la verdad, el terreno que sustenta la legitimación de los poderes “está constituido por prácticas y teorías que suponen todo un sistema de conceptos, una ‘concepción del mundo’, una ontología. Son disposiciones del pensamiento incorporadas a la percepción y a la intuición intelectual”. Las evidencias, que forman el horizonte familiar que otorga lo cotidiano, son construcciones históricas, son sedimentaciones que provienen de procedencias heterogéneas y de ritmos múltiples de racionalizaciones, de estrategias de vida, de producción de saber y de subjetivaciones. Es por ello que la evidencia, como historia naturalizada, debe ser desmontada, desalojada de su insensible presencia cotidiana. Al ser una fuerza invisible, no perceptible, la evidencia sin embargo opera la reactualización de las prácticas y retóricas cotidianas. Hace vivir un fundamento, que al no ser interrogado, se corporiza, se objetiva en institución, y se silencia como si fuese una naturaleza irremediable.

Entonces, ¿qué significa, preguntarse por la actualidad? ¿Cómo enfrentar la velocidad, la aceleración, los sentidos espurios del mundo de lo arte-factual, del nihilismo activo que hace imposible la experiencia de lo trágico, de lo histórico? La actualidad está fabricada por la inmensa selva de los dispositivos técnicos, que construyendo un mundo biopolítico, impone un principio de selección antropotécnico. Incluso las emociones, por razones técnico-instrumentales, se han convertido en espectáculo, en emociones programada. La actualidad nos llega desde una hechura tecnoficcional que promueve valores, disfrazados de emociones, de derechos “políticamente correctos”, administrados desde una institucionalidad, estatal o no estatal, o más bien transnacional, operada digitalmente.

 

II

La interrogación sobre la actualidad plantea una exigencia, la de objetivar las categorías de pensamiento con las cuales aún pensamos. Por tanto, es también una interrogación acerca del lenguaje conceptual con el que aún pensamos. Interrogar implica la búsqueda de un desplazamiento con relación a la herencia que nos llega: el mundo de los discursos teóricos, políticos o estéticos que han construido la civilización de la modernidad capitalista. Por otra parte, la interrogación deriva en un llamado a imaginar un mundo posible desde los fracasos que no se cristalizaron en un principio activo de construcción de un modo de vida. El pasado nos interpela, pues, como dice Benjamín en su VI Tesis sobre la historia, “tampoco los muertos estarán a salvo del enemigo, si éste vence. Y este enemigo no ha cesado de vencer”.  Somos interpelados desde el pasado en los combates (teóricos, políticos) en los que nos inscribimos. El pasado que nos puede interpelar, sin embargo, no está hecho de evidencias, sino de residuos, de fragmentos, de indicios. Interrogar, por tanto, es ir al fundamento.

La desactivación de la operatividad de las evidencias conlleva una “cacería” de los mitos que circulan en la esfera de las subjetividades cotidianas. Con el mito de seguridad se incrementan los aparatos tecnológicos de control, vigilancia y observación; con la ilusión de la salvación técnica se incrementa la medicalización de los cuerpos. La seguridad y la salvación son ilusiones re-activadas en la edad de la tecnociencia que poseen una antigüedad mayor a la modernidad, son alegorías religiosas secularizadas. Sin embargo, se ha generalizado la imagen de que la ciencia ha sido o es superada por la tecnología. La ciencia no se reduce a la construcción de aparatos, sino que es una actividad que hace inteligible el mundo real; la ciencia objetiva el mundo, más allá de la voluntad y de la ideología del científico.

El proceso por el cual la ciencia es subsumida al servicio de la tecnología en la empresa capitalista, ya sea industrial o estatal, es un fenómeno del siglo XX. Está asociada a los genocidios del siglo XX, a las carreras armamentistas, las experimentaciones biológicas, las prácticas eugenésicas, las bombas atómicas o de neutrones, como a la industria de los espectáculos televisivos o cinematográficos, a la cosmética de los cuerpos, etc. Cuando la ciencia se convirtió en un departamento de la empresa y del Estado, perdió su fuerza inmanente: la criticidad demoledora de las ilusiones que pueblan las subjetividades cotidianas.

En el mundo de la tecnociencia, la producción de las ciencias se ha reducido a la elaboración de aparatos y metodologías que contribuyan a la tecnificación de las instituciones, de la industria, de los cuerpos o de la vida cotidiana. La ciencia es, fundamentalmente, producción teórica por medio de la interrogación del mundo empírico; por tanto, debate con sus contextos: teóricos, sociales, políticos. Le es inmanente una voluntad deconstructiva.

 

 

En esta perspectiva, las humanidades no pueden ser reducidas a una decoración estética subordinada a la enseñanza de lo técnico, ni a un gusto artístico de la conciencia individual, ni a un mero patrimonio acumulado capaz de soportar cualquier relato político. Muy al contrario, se requiere de la reflexión y la interrogación para comprender cómo en el mundo de lo técnico se diseña la vida cotidiana. Puesto que lo técnico no posee autoconciencia de sí, su lógica es la progresión de un perfeccionamiento creciente de su operatividad; el uso de aparatos tecnológicos, aún en su complejidad, genera una imagen simple de la producción de conocimiento, la reduce a una cuestión de utilidad. El impulso tecnológico, gobernado por la lógica abstracta de la valorización del valor capaz de engendrar la renta tecnológica, se ha constituido en el soporte de la ideología de la felicidad y del bienestar. La máquina no piensa el devenir, ni posee un horizonte de sentido desde el cual opera, carece de libertad. El sujeto de la tecnología actual piensa en términos de eficacia, certeza, oportunidad; le es inherente el nihilismo vital, puede ir de una convicción a otra sin angustias existenciales. Lo que importa es el funcionamiento, la adaptación a los requerimientos de los engranajes técnicos

Defender la ciencia no implica el desconocimiento del sujeto del saber técnico que fabrica, ni su inscripción paradigmática en la producción de conocimientos, ni su modo institucional de existencia. Sustituir la ciencia por la producción tecnológica forma parte, por el contrario, de una mentalidad tecnocrática, utilitaria y de subsunción al mercado capitalista. Hay una relación inmanente entre ciencia y crítica, puesto que no se puede entender la actividad científica si no se es capaz de poner en discusión, en cada investigación, los horizontes de inteligibilidad producidos por ella misma. En este contexto, las humanidades, y específicamente la filosofía, contribuyen a la construcción de espacios autónomos para la producción de los conocimientos, por fuera del fetichismo inherente a los particularismos identitarios, sean estos étnicos o de otra naturaleza.

En definitiva, se trata de imaginar una universidad que no sea solamente guardiana del saber legítimo y legitimante, sino una que apueste por el pensar herético, desacralizador. Se trata de reconocer que incluso las llamadas “ciencias duras” no pueden practicarse al margen de las discusiones abiertas; por ejemplo, en la problemática de lo bioético, se entrecruzan las ciencias sociales y las humanidades.

Universidad, meritocracia y género

Fabio Vélez
[email protected]

 

Para Marta Lamas, que me hizo todavía más feminista.

 

Vaya por delante mi verdad, mis cartas. Soy de la opinión de que el concepto de meritocracia tiene el firme propósito de armonizar un oxímoron de difícil concierto, a saber, el de democracia y capitalismo. Pero antes de tomar posición, hagamos un poco de historia.

Michael Young es conocido por haber acuñado el término “meritocracia” en The Rise of Meritocracy (1958) pero, a la vez, por haber alertado a sus lectores de los peligros y abusos que estaban por llegar. Llama poderosamente la atención, por lo tanto, que ya entonces –en el mismo nacimiento– Young aventurase un pronóstico no precisamente favorable. Según él, era evidente que la fórmula del éxito (Mérito = Talento + Esfuerzo) terminaría materializándose en una élite de dirigentes que, si bien rigurosamente seleccionados por tests de inteligencia y rendimientos académicos, desatendía aspectos estructurales lo suficientemente importantes como para ameritar un escrutinio pormenorizado.

Así dispuesta, nos precavía Young, la fórmula entrañaba debilidades y vacíos significativos. Por lo pronto y por ejemplo, no permitía explicar que el ascenso social de los estratos más desfavorecidos fuera sistemáticamente marginal, ni que el descenso de las clases más beneficiadas no pareciera tener lugar. Tampoco se hacía cargo, proseguía el autor, de un sistema educativo que, en vez de promover la movilidad social, estuviese antes al contrario amparando una reproducción de la desigualdad. La conclusión de Young no se hacía esperar: habríamos diseñado, dice él, una educación –tanto da pública o privada– notoriamente excluyente y, peor aún, afín a una ideología de claras reminiscencias sociodarwinistas: «Ahora que las personas son clasificadas en virtud de su habilidad, la distancia entre clases se ha incrementado inevitablemente. Las clases altas ya no vacilan ni se cuestionan su status. Hoy los elegidos dan por sentado que su éxito es la justa retribución a su capacidad, a sus genuinos esfuerzos (…) Hoy, la élite asume que los inferiores socialmente son de hecho inferiores». 

Lo que cabe rescatar de este cuadro distópico –que su generación, carente de ironía, no supo o no quiso ver– es el haber puesto de manifiesto tanto la parcialidad con la que se delimita el mérito, cuanto la complicidad del sistema educativo para reproducirlo y justificarlo. Y ello por tres motivos fundamentales. En primer lugar, porque la noción de inteligencia que criticaba Young –y que todavía opera en la mayoría de las escuelas– es harto restringida, como denodadamente y desde hace décadas vienen denunciando psicólogos y pedagogos (piensen, por poner un ejemplo, en las “inteligencias múltiples” de Gardner). En segundo, porque no está del todo claro qué parte de esa inteligencia o talento sea natural o cultivado. Y en tercer y último lugar, porque al no contemplar las escuelas –y, subsidiariamente, los Estados– estos sesgos y, consiguientemente, al no ponerles remedio alguno, estarían facultando una segregación tal que situaría precisamente en un segundo plano la variable verdaderamente imparcial para el éxito, a saber, el esfuerzo.

Este era el diagnóstico de Young décadas después, y arrepentido tras la desfigurada recepción de su libro, en un reciente artículo para The Guardian, titulado “Down with the meritocracy!” (2001): «Las habilidades de tipo convencional, que solían estar distribuidas entre clases de forma más o menos aleatoria, se han venido concentrado en una sola clase gracias a la maquinaria educativa (…) con una increíble batería de certificados y titulaciones a su disposición, el sistema educativo ha dictado la aprobación para una minoría (…) esta nueva clase tiene todos los medios a su alcance, y en gran parte bajo su control, por la que se reproduce a sí misma».

De cualquier modo, lo que podemos verificar, a día de hoy, es que la meritocracia habría servido como instrumento ideológico para explicar y legitimar las desigualdades sociales al no tomar debidamente en cuenta, si no directamente omitir, una previa igualdad de oportunidades necesaria para su correcto funcionamiento. Sobra decir que la “sociología de la educación” ha dedicado innumerables estudios al desmontaje de la falsa, por parcial, igualdad “formal” en la enseñanza. En este sentido, el auxilio de Los herederos (1964) de Bourdieu y Passeron podría proporcionarnos un sólido respaldo. El propósito de estos autores, en este estudio clave, no era otro que explicitar el peso incorregible que la familia ejercía en la transmisión de los diferentes tipos de capital, es decir, el económico, pero también y sobre todo el social y cultural. El asunto era complejo y delicado puesto que, al heredarse de manera discreta (al ser una herencia, digamos, invisible socialmente), discriminaban a la postre y sin levantar sospechas en perjuicio de los más desafortunados. Así se entiende que las desigualdades sociales terminaran traduciéndose en privilegios (no sólo económicos) que reaparecerían transmutados, como por arte de magia, en forma de méritos.

No por casualidad, el informe de Movilidad Social en México del 2013 del CEEY –informe que podría ser extrapolable, en mayor o menor medida, a toda América Latina– resulta sintomático a este respecto. De ahí sus reveladores resultados: 6 de cada 10 profesionistas tuvieron un padre o una madre que antes logró un título de licenciatura; ahora bien, si el progenitor estudió solo preparatoria, su hijo tendrá una posibilidad sobre tres de hacer una carrera. En contraste, si los padres solo cursaron estudios de primaria, su hijo contará únicamente con el 12% de probabilidad. O dicho con las palabras de Ricardo Raphael, extraídas de su libro Mirreynato. La otra desigualdad (2015): «mucho de lo que hacen los seres humanos ocurre primero por imitación: si en la casa donde se nació se valora el estudio, es altamente probable que los hijos sean estimulados para cursar una buena escolaridad».

 

 

Así pues, una meritocracia crítica y actualizada debería no solo cuestionar la naturalidad del talento, sino tomar debidamente en cuenta el peso invisible pero determinante que la “herencia” desempeña en el mismo. Y, con esto y con todo, no sería suficiente. Resultaría así mismo imperioso, como ha señalado recientemente R. Frank en su libro Success and Luck. Good Fortune and the Myth of Meritocracy (2016), visibilizar el escurridizo papel que juega la “suerte” en esta combinación de variables. ¿Cómo explicar si no que ante herencias y esfuerzos similares los resultados y méritos se desahoguen de manera dispar? O incluso: ¿cómo encajar que ante herencias y esfuerzos superiores las recompensan sean, a contrario sensu, menores? La suerte, “ese estar (o no) en el lugar adecuado y en el momento oportuno”, podría explicar estas excepciones y dotar de una mayor elasticidad a la fórmula meritocrática.

Si siguiéramos indagando, es muy probable que la formula requiriese todavía de un retoque, de una afinación ulterior. Pues, como ha puesto de relieve Pierre Bourdieu en La dominación masculina (1998), ciegos estaríamos si no advirtiéramos por nuestra parte que, a igualdad de condiciones y competencias, «las mujeres siempre ocupan unas posiciones menos favorecidas». Efectivamente no podemos negar, so pena de caer en el ridículo, males endémicos tales como el “techo de cristal” en las empresas, la brecha de salarios entre hombres y mujeres, o la mayor precariedad laboral que padecen estas últimas. Y eso pese a que, en continentes como el europeo (América va la zaga), las mujeres ya superan a los hombres en la matrícula de estudios superiores.

Como una sociedad justa, tal y como viene denunciando el feminismo, no puede tolerar que la diferencia sexual se traduzca en una desigualdad social, política y económica, deberíamos mostrarnos dispuestos a admitir que una fórmula meritocrática habría de velar también para que este hecho cultural no pasara inadvertido y acabara naturalizándose de manera inopinada. Tal vez, y a la espera de mejores sugerencias, la fórmula pudiera quedar más o menos así: Mérito = Herencia + Esfuerzo + Suerte ± Género.

A este respecto, no está de más conjeturar que el modelo, sobre todo en determinadas latitudes, sería susceptible de ser enriquecido con nuevas variables, esto es, con la llamada perspectiva “interseccional” (raza, etnia, belleza…). Pero esta es ya otra historia, que dejo como tarea a los lectores.