Saltar el muro para inventar la puerta

Carlos Reyes

 

Humpty Dumpty sat on a wall,
Humpty Dumpty had a great fall.
All the king’s horses and all the king’s men
Couldn’t put Humpty together again

Mother Goose

 

 

Intramuros

En el repertorio de Marcel Marceau figura una pieza intensa titulada “La jaula”, en la que su personaje Bip, al ir de paseo, se encuentra repentinamente con una pared, un muro total que le impide el paso. Al tocarlo descubre otras superficies que conforman una especie de caja en la que acaba atrapado. Su espacio de maniobra se estrecha cada vez que explora las paredes. Bip insiste en examinarlas, sin salir de su asombro. Casi rendido, el personaje logra atravesarla con un puño y un desgarro, y escapa del encierro. Los restos de la caja quedan atrás, y al continuar su camino se le presenta otro desafío: otra caja, otro desgarro y otra fuga.

El motivo de los desafíos propios de la existencia humana se expresa en aquella “jaula”, sintetizando las dificultades que conlleva el “ir por la vida”. Porque si bien la subsistencia se compone de obstáculos, el grado de complejidad que estos tengan puede llegar a interpretarse como encierros, cautiverios sin solución aparente. Por supuesto, también se encuentran interpretaciones de aquella pieza de Marceau que sostienen que el personaje estaría retenido por terceros. Sin embargo, no hay algo en la obra que permita afirmar que un agente específico sea el responsable de su situación, puesto que el personaje iba por la vida, hasta que, simplemente, se encontró en aprietos. Acaso sea más viable señalar que es el propio Bip quien se mete en el embrollo, por haber escogido aquel camino.

Los encuentros imprevistos con muros, y su superación, no son algo particular de los tanteos existenciales del hombre moderno. ¿Qué encontraban algunos extranjeros feroces sino una muralla como recibimiento en sus aventuras de conquista y venganza contra la ciudad antigua? Si los guerreros asediaban los muros con lanzas y piedras –y luego fuego y cañones–, en contraste, los modernos arremeten contra su propia cautividad, imaginándose atrapados, por ejemplo, en un sueño, en un rostro eternamente joven, en el cuerpo blando de un insecto. Su cuerpo y su mente conforman los muros de su laberinto. Paralelamente, en la medida en la que en el mundo algunos desafíos decaen, actualmente abunda la perspectiva de que lo que nos rodea es una trampa, un muro que excluye, una injusticia con la que lo reprobable consiste en no indignarse.

 

Extramuros

El muro, como objeto y concepto, mantiene (por decir lo menos) una mala reputación, especialmente en unos momentos y espacios políticos que promocionan la apertura y la fluidez como valores universales. Cierta moralidad sanciona a quien formule “ideas” que se asemejen a muros de contención social. Este rechazo –parece evidente– no es difícil de entender, por las implicaciones que tiene el muro en múltiples contextos. Hay muros que aún se utilizan para reducir la circulación de poblaciones que mantienen conflictos milenarios, y operan como barreras divisorias del diálogo entre culturas en territorios en disputa; existen kilómetros de cercas que difícilmente pueden aislar más a unas personas ya separadas por diferencias irreconciliables. Hay rejas –que intentan funcionar como muros– en países con reacciones identitarias, reñidas profundamente, por ejemplo, con las ideas del multiculturalismo. Los discursos de apertura y fluidez que discurren en calles, parlamentos y marchas habrían encontrado sus cierres, no a manera de paredes, sino en acciones de política interior y en fronteras: más que obstáculos monumentales, surgen barreras de entrada con fuerza de ley. Ante esta situación, los límites parecen haberse revertido en un tipo de desafío que el ingenio humano contemporáneo ya no pretende resolver o infiltrar con astucia, si no derrumbar, en pos de provocar la apertura total.

Los muros fronterizos no resultan sino excepciones en un mundo profundamente regulado por las particularidades migratorias de cada Estado. Las construcciones limítrofes entre países, que según algunas interpretaciones se han multiplicado, realmente parecen haberse sofisticado en el campo político, con filtros, controles, pasaportes y visados; es decir con leyes acompañadas de unas pocas vallas. Es cierto que en años recientes se han discutido proyectos exaltados –y altamente mediatizados– que proponen construir nuevos muros, o ampliarlos en varios territorios, pero si se considera el crecimiento poblacional global y las recientes migraciones masivas de personas, sus efectos aparecen más estéticos y electorales que prácticos. El flujo humano de los siglos XX y XXI ha sido incontenible.

La tensa problemática de la migración –que en ocasiones surge por unos pocos muros ilusorios– bien podría discutirse desde una pregunta difícil que resuena en varios debates culturales y políticos, especialmente en aquellos relacionados con la apertura y cierre de fronteras: ¿cómo sostener una ciudad, o un país, sin un muro o algo semejante a un límite? La cuestión está, quizá, en los acuerdos que se logren al hablar de “sostenimiento”. ¿Qué es, o cómo debe entenderse una permanencia que no termine en el colapso de la inacción?, ¿qué es pertinente conservar y sostener en el tiempo, observando que no se corrompa? Por otra parte, la apertura total y el desmantelamiento de muros, barreras y fronteras, también debe ofrecer algún bosquejo del tipo de consecuencia que busca. Esta sería una invención social que algunos sugieren ya se refleja en el proyecto europeo actual. Si pensar el destino del territorio desde el punto de vista de su sostenimiento –entiéndase entre ello la continuidad de sus instituciones–, es un reto que polariza, ¿qué decir entonces acerca de la apertura?, ¿cuál es su forma y su límite?, ¿los tiene o la apertura requiere ser total? Europa y su libre circulación interna de personas, considerando las crisis que atraviesa en años recientes –en parte atribuidas a cambios demográficos–, ¿sirve al mismo tiempo de ensayo y error para conseguir algún balance?

Los muros, como las fronteras, son una dimensión de la vida política, y su simple eliminación agrega complicaciones adicionales que no siempre se dirimen pacíficamente. Porque si bien los muros pueden ser muy rígidos –y ciertamente exigen serlo– no fueron concebidos sin entradas y salidas. El problema de su rigidez consiste en que, si en ellos no se habilitan puertas, acaban siendo saltados, o desmantelados; si la realidad por fuera de las murallas se interpreta como una caja asfixiante, el actor, por supervivencia, no dudará en desgarrarlo todo para sobrevivir.

 

Portales imaginarios

Ante el dilema de la apertura o cierre de las fronteras quizá sea necesario prestar atención a una respuesta en la que curiosamente coinciden dos corrientes de pensamiento contrapuestas. La respuesta se conoce como Estado nación y, al igual que los muros, en la actualidad no goza de buena reputación.

Por parte de un pensamiento que podría enmarcarse como progresista, en la tesis que elabora Dani Rodrik se propone que el Estado nación sería la forma de organización socioeconómica más pertinente para lo que alguna economía política denomina gobernanza global. En su crítica al globalismo, Rodrik (Estambul, 1957) lo interpreta como un escenario propicio para la desregulación de la economía y el descontrol de los mercados –lo que algunos académicos y activistas caricaturizan como “capitalismo salvaje”–. Para Rodrik, el Estado nación –principalmente el gobierno a cargo– es la instancia necesaria para regular la economía y hacer sostenibles a los mercados. En su visión, el Estado nación es el ámbito apropiado para la economía y sus movimientos.

En cuanto al componente “nación”, el economista ha argumentado que no le interesa definir sus particularidades, puesto que su enfoque se sitúa en el Estado. Sin embargo, debe regresar a lo “nacional” –cultura, autoidentificación– cuando requiere trazar, desde la geografía, los límites de aquello que administra un gobierno. El cierre de la frontera resulta aquí un asunto de referencia ineludible, porque si bien las historias nacionales pueden contener elementos arbitrarios, el trazo de las fronteras exige pragmatismo al momento de analizarlas. Aquí lo nacional es, o parece ser, lo que los habitantes de un territorio consideran como vinculo de identidad entre vecinos extraños, y esto bastaría para fijar los hitos del país.

Por otra parte, el Estado nación –y aquí particularmente lo “nacional”– es para el historiador conservador Yoram Hazony (The virtue of nationalism) el conjunto de atributos culturales que cohesionan a personas que comparten ciertas historias, además de otras señas: “una serie de tribus con un idioma o religión común, y una historia pasada actuando como un organismo para la defensa común y otras empresas a gran escala”. Una de las tesis de La virtud de Hazony consiste en atribuir precisamente al nacionalismo de cada país la mejor manera de prevenir la reaparición de un totalitarismo como el que se apoderó de Alemania a principios del siglo XX. Para esto Hazony (Rehovot, 1964) hace una distinción entre nacionalismo e imperialismo que resulta arriesgada. En su idea, lo que motivó la catástrofe de la Segunda Guerra habría sido responsabilidad mayormente de una visión imperialista de la historia, por parte de la política del nacionalsocialismo. Lo nacional-identitario sería para Hazony un agregado guerrerista de campaña, más interesado en revivir un tercer Sacro Imperio para Alemania que, como región, estuvo caracterizada durante siglos como una colección de principados con costumbres comunes, pero también conflictos territoriales zanjados en el siglo XIX. La nación alemana sería, en este sentido, otro invento de la modernidad, localizado en el centro de Europa.

Aparte de las críticas que se puedan formular sobre estas tesis –a la de Rodrik, por intentar desembarazarse de lo nacional cuando resulta significativo para fijar la frontera; a la de Hazony por estirar su interpretación de lo nacional e imperial– debe llamar la atención su reposicionamiento del Estado nación, puesto que los dos lo contraponen al globalismo. ¿Por qué el Estado nación regresa con estos y otros autores, cuando un sinnúmero de pensadores y políticos han resuelto asumir lo nacional como una “invención”, intentando proscribirla, por ejemplo, en Europa? ¿Es acaso el Estado nación realmente un marco menos rígido y peligroso de lo que se piensa para coordinar las relaciones sociales y definir los límites entre culturas? Quizá para ver lo que sucede cuando lo nacional se ve amenazado sirva referirse a varios resultados electorales recientes en Europa y las ofertas de los partidos que lo patrocinan: restricciones de movilidad, controles migratorios más estrictos, cierre de fronteras, algunas vallas nuevas y otras reforzadas.

Ante la afirmación de lo “nacional” como una ficción, la postura de Rodrik y Hazony parece plantear que su carácter de relato no lo hace menos significativo y práctico para preservar comercios estables y proximidad entre extraños, en sociedades cada vez más complejas. Si los nacionalismos son capaces de conducir reacciones abruptas, levantando todo tipo de muros –políticos y materiales– cuando se perciben acechados, ¿es probable que en poco tiempo se delegue su contención al supraestado, con Europa como ejemplo?

Aceptar a la nación y a lo nacional como inventos particulares de cada territorio también conduciría a pronunciarse sobre la intención declarada de generar una “conciencia” europea. ¿No es acaso aquella una utopía que suprime lo nacional local para consagrar otro Estado burocrático, en este caso intranacional? ¿Qué sustrato de realidad o imaginación ofrece Bruselas para suplantar lo legendario y lo patriótico que se formula en la nación, viendo que en sus propios documentos habla de “pueblos” de Europa? ¿Qué delimita esos pueblos y esa conciencia? Europa ciertamente podría intentar disimular o reprimir las creencias nacionales de todo el continente, pensando que así sería viable desaparecerlas con el tiempo, pero aquello sería un esfuerzo difícilmente inaplicable para con el forastero que continuamente logra instalarse en él. Porque, que se sepa, el migrante que cruza fronteras, tanto el que aterriza como el que se arroja al mar y salta vallas para acceder al estado de bienestar, lleva consigo también sus particularidades identitarias nacionales, organizadas en torno a relatos que pueden ser más o menos ficticios: le acompañan el heroísmo fundacional de su lugar de origen, la sacralidad patria del territorio que dejó. Y poco puede importarle algún muro que interrumpa su paso.

El nacionalismo se apresura a levantar muros que la desesperación no teme asaltar, mientras sus alternativas fijan puertas que solo unos pocos tocan.

Imágenes: C. Reyes

La escritura: entre óbices y accesos

Lucía Mestanza

 

Hay una grieta en todo.
Así es cómo la luz logra entrar.

Leonard Cohen

 

Entre las secciones de un muro mental hay grietas a través de las cuales se filtra el sentido de algo, la idea que llega y la palabra que ha de configurarse en el desarrollo de un proceso trascendental. Pero esos halos de luz solo pueden ser gestionados por la existencia de esas causas y de su sinergia. Las grietas son el producto de un combate dual que sucede en la vida y en la escritura; son generadas por la interacción de esas causas: las limitaciones, el dolor, las obsesiones, el paradigma de la transgresión, los conceptos mentales, la propia imposibilidad de la escritura, la imposibilidad del amor o un largo lamento existencial crean la percepción de posibilidades como la de la reflexión metatextual, la del pensamiento lateral (De Bono) o la formulación de provocaciones, para evolucionar, en ese combate y a través de esas grietas, en un camino por donde se filtra el fluir de lo claro que se afianza y que adquiere forma de texto.

Entre esas causas que desde la vida devienen en escritura, es el lenguaje el que se ejercita en un territorio donde la dialéctica óbices-accesos se debate –a veces en forma de un ensayo, de un cuento, de un poema, de la entrada de un diario–, para comunicar tan solo el epílogo de esa batalla. ¿Pero cuál es la gracia? ¿Lo es esa lucha pre-textual que emana de lo vivencial, o lo es el epílogo, esa forma textual, última instancia de ese combate? La vida y la escritura se leen en ese rebate porque la experiencia vivencial lo concibe, pero es la escritura la que lo muestra. Así, la reflexión evocada en la palabra deviene de lo vital gracias a la luz que se filtra por los intersticios de las propias limitaciones. No se producen las ideas de genio sin óbices, sin imposibilidades, sin censura. En Extraterritorial, Steiner comenta que “Borges defendió la censura” puesto que esta lo obligaba “a pulir y usar con mayor precisión los instrumentos de su oficio”. Así mismo, Goethe sostuvo que “es postulando lo imposible que el artista se procura todo lo posible”. Los obstáculos en el camino de lo vivencial, transmutados en el de la escritura, son, en su imposibilidad, posibilidades concretas de la existencia de un texto valioso, giros que se aprovechan y se convierten, como en un proceso alquímico, en la gracia que comunica una idea esencial. Es un proceso que en Borges se entiende como la vuelta del calidoscopio, como la iluminación y el análisis de otro sector del muro (Steiner). Este proceso, que deviene artístico, es un proceso liberador que asume desde las incapacidades, una posibilidad veraz. “La función liberadora del arte reside en su capacidad de «soñar a pesar del mundo»” (Steiner).

Todo cuanto es metaliterario posee esta dialéctica; las grietas del muro por donde se filtran las ideas de genio son los quiebres en la reflexión consciente, nacen de la vida y se sustentan en la escritura. El ser no puede abrir un espacio significativo –artístico, literario–, desde fuera de sí, la escritura se genera entre los óbices y los accesos que han implicado su existencia. El ser es muro y es grieta, por lo tanto es luz dada a luz. Es tiempo y trabajo en sinergia, es búsqueda de perspectiva y de orientación entre pasado y futuro, es retrospectiva y visión donde lo incierto ayuda. El escritor sale de la certidumbre para propiciar una escritura divergente; esto es, una escritura que rete la lógica, que cuestione, cuyas respuestas no son ni únicas ni absolutas, que incluso no son respuestas, porque el cuestionamiento en la escritura no requiere de respuestas; su fin en sí es cuestionar, y solo hay cuestionamiento cuando hay divergencia. Ese proceder en la escritura, en el óbice de sus propias imposibilidades, en la incapacidad para decir, para nombrar, para aprehender con palabras lo sensorial, es lo que lleva a la búsqueda de la grieta. Todo se convulsiona para provocar una escritura que se acerque a aquello que no se deja poseer pero que es existencia de lo real, de lo vivido, en el anhelo de ser configurado.

Este proceso implica la propia identidad del ser. Escribir sobre las imposibilidades de la escritura es escribir sobre las imposibilidades de la vida, “Si no me escribo soy una ausencia” (Pizarnik). La identidad es cuestionada y más allá de ello, es vetada a condición de ese no poder escribir que es la causa, que es la sección, que es el muro. Sin embargo, es el deseo de persistir en la generación de esas rupturas lo que mantiene vivo al ser porque es eso lo que provoca el proceso poiético que se forja en la falta de certezas y que se construye, fragmentariamente, gracias a los óbices sin terminar de configurarse; es un proceso en constante desarrollo, –como el de la vida–, pero no carente de sentido, porque fragmentario no significa incompleto. Las limitaciones hacen posible la producción en la que la escritura se crea a sí misma en la idea de llegar a la perfección, sin alcanzarla jamás. El escritor experimenta la sensación de haber perdido algo inmaterial y la necesidad de recuperarlo, para lo cual hace uso de su vida y de su lenguaje. Lo inefable de la escritura se construye a partir de la existencia del muro que es la causa, que es un concepto mental de pensamientos diversos parcelados de acuerdo a cada estructura mental en cada ser, congruentes con el contexto y circunstancialidad específicos en cada escritor. Estas condiciones tienen el poder de evocar y de adquirir forma tangible, de narración, de palabras en la precisión de lo que el escritor percibe, su sensorialidad dada a luz desde la grieta. Steiner, interpretando a Coleridge, afirma que “el lenguaje es menos un espacio que un rayo de luz lleno de energía, que da forma, ubicación y organización a la experiencia humana”. Es decir, que en la batalla de la escritura, que es la de la vida, lo experimental define el lenguaje, que es luz y que es posibilidad sobre la imposibilidad.

Los bloques del muro, como metáforas de la imposibilidad o de la censura, son ámbitos que proponen cada uno el planteamiento de una problemática ontológica que deviene en la circunstancialidad del tiempo y el espacio del escritor en la expresión del lenguaje, donde la sensibilidad es la variante suprema para lograr ese espacio de diferenciación propio de cada escritor, que erige su estilo. Se llega en este camino, a un entramado de complejidad que combina todo ello, en el ambiente de la transtextualidad que generan esas causas y que son las mismas que contribuyen a estructurar el texto con verosimilitud, riqueza, cohesión y belleza. ¿De qué modo la cuestión ontológica y los juicios axiológicos condicionan o limitan el proceso de la comunicación en el escritor? ¿Y cómo influye esto en una redacción final? Steiner cuestiona: “¿De qué modo la escritura limita la libertad ontológica del lenguaje?” El proceso de la escritura es un surcar entre los intersticios de esas limitaciones. Lo trascendental es lo que está más allá de ese logro, que se alcanza con la imaginación y con la coherencia que da el sentido común. Ese hallazgo es lo que Foucault advierte como cosas “que están contenidas y envueltas en el lenguaje como un tesoro hundido y silencioso” que el escritor consciente, que ha atravesado el proceso descrito, logra dejar entrever –no ver–, en el texto.

Quiero, pues mi cerebro estéril no flamea
como candil de aceite dejado al pie de un muro,
y no sabe atraer la sollozante idea,
marchar lúgubremente, hacia un final oscuro.

Mallarmé

 

Por lo tanto, el espacio de la escritura será un espacio de búsqueda, un espacio que se abra y que se descubra sobre las limitaciones, porque para escribir es necesario desentrañar salvedades. Blanchot sostiene que “para escribir ya es necesario escribir” y que “En esta contradicción se sitúan la esencia de la escritura, la dificultad de la experiencia y el salto de la inspiración”. Lo que significa para este análisis el texto logrado, en lo vivencial y en lo original que supone vencer el muro. Al final, quedará la pregunta por el sentido del cuestionamiento al lector: ¿fue suficientemente fuerte ese texto para derribar el muro que separa al escritor del lector? ¿Y qué tanto puede contribuir un texto para derribar el muro que separa al lector de su propia fragilidad?

 

 

Imágenes: Steve Johnson, João Jesus; Dids (Pexels)

El dispositivo de la fe

Álvaro Carrión
[email protected]

 

La fe califica la cerrada cesión de la voluntad a un sistema de ideas, a la admisión de aquello que dice una autoridad o una institución. En definitiva, la credulidad en un otro, sin ningún género de oposición. Precepto que tiene mucho de exceso, y que aparece reflejado en unas conductas que se allanan a lo canónicamente aceptado. Pico della Mirandola propone que “la fe consiste en creer en las cosas que son imposibles”. Parece, por lo visto, haber algo que liga a la fe con la creencia en fenómenos que subvierten las leyes de la naturaleza, como los milagros y la revelación ¿Es esto lo que lleva a situar a Descartes como el primer filósofo de la modernidad?, ¿es la exigencia de la duda metódica, la que lo ubica como el iniciador de un nuevo momento de la historia?

Modernidad o no modernidad, la fe parece gozar de un lugar que la hace inexpugnable frente a los embates de la razón y la evidencia de un mundo cada vez más complejo, vertiginoso, comunicado y dependiente de la tecnología. Tal vez el movimiento de cambio sea tal, que la necesidad de algo que perdure de manera absoluta se busca de forma obstinada, para detener la vorágine del tiempo. A la par que lo que se desconoce es de tal dimensión, que la ilusión de contar con parámetros fijos y ligados a lo ya sabido alimenta una suerte de pereza intelectual que torna obvias cuestiones como las guerras, las hambrunas, las muertes violentas, las migraciones forzadas, la corrupción de cualquier género, la exclusión, la crueldad e infinidad de otras calamidades provocadas por el hombre, sin una mayor reflexión con respecto a las causas.

La holgura de una subjetividad, como pura certeza de sí mismo, que torna interior a la vez que profunda la trama del sujeto y de la universalidad, aparece con Pablo de Tarso y el cristianismo, el que enfrenta, asimismo, de manera irreconciliable la fe a la razón. Es más, el desafío de la fe al pensar y al deseo aparece subsumido en una feroz imposición del poder por sobre el sujeto, del que se sirve para fines no racionales y afines a un orden que ciñe el deseo y tritura la razón: ¿se puede pensar en algo tan inaudito como ser bienaventurados por ser pobres y alegrarnos de tener hambre nosotros y nuestros hijos, porque en el reino de los cielos esa hambre será colmada con creces, o rogar por nuestros enemigos y dar la otra mejilla a quien nos ofende? “Al que ya tiene se le dará, y al que no tiene se le quitará incluso lo que tiene” dice Marcos el evangelista. Sin embargo, ¿se puede pensar en algo así?

Nietzsche, en un texto elocuente de Humano, demasiado humano, muestra su perplejidad frente al repicar de las campanas de una iglesia, mediante las que se llama a los fieles cristianos a conmemorar la muerte de un judío crucificado hace dos mil años, que se decía hijo de Dios. Hijo de un Dios inmortal que procrea vástagos con una mujer mortal. El hijo que augura que el fin del mundo está próximo y demanda que se deje el trabajo y la administración de justicia, en función de aquello que acaecerá de manera inminente. Un predicador que invita a sus seguidores a beber su sangre y es víctima de una justicia que toma a este inocente como víctima propiciatoria. El Filósofo alemán dice sentir un escalofrío frente a una fe que se funda en algo así, cuando el espíritu moderno ha alcanzado los más altos logros en cuanto a la exactitud de la aseveraciones y a las pruebas que las sustentan.

¿Es la fe la que da un lugar a algo como lo que enuncia Nietzsche?, ¿qué esta en juego en lo que denominamos fe, para que sea lo que sea lo que se muestre ante los ojos y oídos, lo que se señale con el lenguaje, tenga una eficacia tal que desvirtúe toda mediación posible que ponga en cuestión aquello que es materia de la creencia?

¿Nos llama la atención que digamos en lo cotidiano que el sol sale por el oriente y se oculta por el occidente? Al menos parece un anacronismo, si partimos de la “Nueva Ciencia”, pero, así y todo, es tan vigente como las “guerras santas”, los “bombardeos humanitarios”, “los ataques preventivos”, etc. Parecen una suerte de oxímoron, en el que no nos detenemos, tanto como la retórica que muestra de manera magistral Orwell: “La guerra es la paz”; “La libertad es la esclavitud”; “La ignorancia es la fuerza”.

El monopolio sobre la fe no lo tienen las religiones, es también el del ámbito político, el de la ideología, el de la tradición, que lleva a disponer los sucesos dentro de un acontecer pensado como natural. A esto se puede añadir que en el intento de secularizar el concepto teológico de fe, la filosofía ha buscado, como es el caso de Kant, servirse de la idea de una fe racional. Para Kant, la fe racional sostiene la idea de bien en la Critica a la razón práctica, como idea regulativa, lo que no significa que la idea de bien tenga un contenido a priori, ya que el bien, como fruto del actuar moral, es, de manera invariable, un post. En el caso de Jaspers, la fe filosófica es el soporte de un pensar genuino, como sostén que vincula a este con el sustrato del Ser. Mas, la exigencia de rigor filosófico pone en entredicho su postura y le enfrenta a un cumulo de callejones sin salida. En el caso de Hegel, la cuestión de la fe cobra una excepcional dimensión en su agudo análisis.

La fe se encuentra, para el filósofo de Stuttgart, plasmada en el saber que se hace presente como un factum. La fe  se halla inmersa, de manera soterrada en el saber, en la certeza sensible, en la percepción, en la representación y el concepto.  Es solo en el concepto que la fe se constituye en mediación absoluta, al establecerse  como superación de un saber que no se sabe como creencia, y al que se opone toda deliberación de la razón, que no puede sino ser libre. Kierkegaard se opone a la postura de Hegel, ya que considera, desde la perspectiva de la existencia, que ningún conocimiento puede franquear aquello que la fe comprende. Hay entre fe y razón una discontinuidad insalvable, y el hombre en su condición de tal, vive una suerte de desgarro y desasosiego, debido a que se encuentra atado, por un lado, a lo objetivo que es a la vez contingente y, por otro lado, a un objeto de elección suprema. El sentimiento de incertidumbre, que rezuma el planteo del filósofo danés, permite vislumbrar la compleja interioridad subjetiva de la fe.

Hay un punto que interesa remarcar, que es algo distinto a lo que las religiones predican, lo que el discurso político afirma, o la ideología como ilusión defiende y la tradición estipula, sin descartar los intentos de reflexión sobre la fe desde la órbita filosófica. Interesa el hecho de la fe, la que se sitúa en un lugar que da sustento a la creencia. Es, como contracara, una posición frente a un discurso, a una concepción del mundo, sea la que sea. La fe como un conjunto de “certezas”, que son tales, en la medida que entra en escena la fe: una suerte de tautología. ¿Qué es lo que sostiene a la posición de la fe?, ¿cuál es la mecánica que pone en acción el mecanismo que alimenta la fe?

En el caso de Spinoza, podríamos decir, el ser humano se encuentra en  una situación, a partir de la cual, vislumbra la precariedad del mundo de la vida, por lo que prefiere buscar la protección de la religión para sortear las contingencias de un orden que le supera. Pero, ¿a qué costo? Ya que, “las religiones podrán otorgar consuelos al hombre, pero se trata de un consuelo que solo se consigue a costa de la estupidez” (Ética, V, Prop. XIX). Es el costo del intercambio simbólico entre la religión y la fe, a la vez que es el costo simbólico de todo sistema de ideas, que sea asumido sin posibilidad de crítica y de distancia. Es así que Spinoza exige a la razón, como tarea, hacer uso de su fuerza, de su potencia de existir, para dar respuesta a los problemas que le presenta la existencia. Es apropiarse no solo de la existencia, sino del existir, que es en sí mismo potencia. Tampoco la vida, que es vida relacional, puede abstraerse de la potestad de cada individuo para hacer uso de su razón. De allí la importancia que cobra para Spinoza la democracia y, en especial, el laicismo.

Si partimos de El porvenir de una ilusión, podemos situar, en un inicio, al desconocimiento como la mayor fuente de incertidumbre. Por ende, la incertidumbre por aquello que se desconoce lleva al ser humano a volcarse sin condiciones, de manera crédula y sometiéndose a los dictados de un discurso, un líder, una institución, etc. Esto, en la medida que la seguridad que recibe el ser humano, de una respuesta que copa toda pregunta y elimina lo incierto, sortea la angustia vía desmentida y, de esta suerte, provee la salvaguardia esperada. Así mismo, no es otra la respuesta frente a lo diferente, a lo no familiar, a lo desconocido, desde una postura que no tolera la diferencia y exige un pensamiento único, una sola verdad, la unidad nacional, la pureza racial: la expulsión, la ejecución, la exclusión. No es fácil salir al paso del embate de las fuerzas de la naturaleza, a la vez que tampoco a las restricciones que impone la cultura, la que se despliega para hacer frente tanto a las fuerzas naturales, como a la lucha a muerte por la posesión de los objetos (Hobbes). Las cesiones necesarias frente a las exigencias de renuncia a la satisfacción pulsional son la usina de un malestar cultural, que se expresará de muchas maneras. Una de aquellas formas, vía desplazamiento del malestar, será el repudiar al o a lo diferente, y la búsqueda de una unidad excluyente frente a lo diverso.

La posición de la fe, en este sentido, sería la que mediante la identidad con un determinado topos, se cierra a lo heterogéneo. Por consiguiente, en un movimiento metafórico, el “soy en la medida que pienso” cartesiano, es un dato inmediato, fruto de una primera certeza que me identifica como un ser que mediante la evidencia del pensar es consciente de existir. Tal identidad de la consciencia, con lo inmediato, al ser cuestionada por el psicoanálisis, en términos de una determinación concreta, muestra los aspectos que han quedado de lado para lograr dotar de coherencia al sujeto de la consciencia: el yo. El yo de la fe, se mira en su objeto, en plena identidad narcisista. Es una manera en la que un yo ideal cobra presencia, con todo lo que se halla depositado en el objeto de la fe: perfección, coherencia, virtuosismo, credibilidad, posesión de la verdad, etc. Es esta identidad el punto de acolchado (point de capiton), el que liga una heterogeneidad de elementos que, a partir de ese momento, cobran coherencia. Así, todas las relaciones poco probables como la divina concepción, la vida después de la muerte, etc., son posibles, son creíbles. A la vez que, es perfectamente lícito desarrollar las más eficaces armas de destrucción masiva, y rezar por la salvación de las almas, junto a los empeños para crear la más eficaz y sofisticada tecnología para perfeccionar trasplantes de órganos, o modificar genéticamente organismos con graves enfermedades, y socorrer a algunas personas en trance de perder su vida.

En suma, los niveles en los que se piensan determinados problemas, pasan a ser anulados, estatuyendo las más grandes disparidades en el orden de una cerrada e ilusoria unidad.