Realidad y utopía: poder y pueblo

Lilia Lemos Játiva
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No hay democracia. Lo que llaman opinión pública es una opinión mediática, una opinión creada por la educación y por los medios. Ambas cosas interesadas en lo que interesa al poder, porque el poder controla los medios y la educación.

José Luís Sampedro

Seamos realistas pidamos lo imposible.

Herbert Marcuse

 

La democracia es más utopía que realidad y la utopía es más ficción que realidad pero como toda ficción, parte de (al menos) una realidad. Una dura realidad es la del poder: al poder no le interesa la democracia. La democracia es más bien un asunto de la ciudadanía. Y dado que consiste en la participación real y efectiva, no en la manipulación ni el efectismo del poder, podemos decir que parte de la confianza en el ser humano, en sus capacidades para pensar, comunicarse y tomar decisiones.

El asunto de la credibilidad en las personas, que tiene que ver con las posturas sobre la condición (de la especie) humana, puede remontarse a la China de hace 20 siglos. Mengzi decía que había en la condición humana una tendencia congénita hacia la benevolencia, la compasión, la corrección y la justicia; tendencia que si no se cultiva se termina perdiendo. Para Xunzi los humanos seríamos congénitamente agresivos, egoístas y pendencieros; solo la educación y la cultura lograrían superar esas tendencias naturales y llevarnos a la benevolencia. Los dos llegaban, por la vía genética o por la de la cultura y la educación, a la necesaria benevolencia entre los seres humanos para la supervivencia y la convivencia social. Más adelante en la historia, Aristóteles, Sócrates, Platón,  Maquiavelo, Rousseau –entre otros– siguieron pensando en las posibilidades e imposibilidades de la democracia (“el poder del pueblo”), cada vez más relacionada con los derechos humanos, incluido el de la participación.

En Norteamérica, hace dos siglos, en el Estado de Nueva York, hubo una “Gran Ley de la Paz” que establecía límites al poder de quienes gobernaban: los hombres dirigían los ejércitos y las mujeres dirigían los clanes. En el siglo XX desaparecen la mayor parte de las monarquías y las dictaduras, se afianza la autodeterminación de los pueblos y los derechos humanos, en gran medida gracias precisamente a la participación del pueblo en luchas sociales históricas por la libertad, la igualdad y la dignidad. Pero la democracia fue y sigue siendo usada para el simulacro de la libertad que hemos vivido gracias al poder del mercado y/o del Estado, con mayores o menores niveles de represión. Puesto que si no somos libres, no somos. Ser libres es condición para ser. Si no somos libres no hay democracia real posible. Hay simulacro de democracia que es peor que un absolutismo frontal.

Mientras no lleguemos a la anarquía o libertarismo, a la ausencia de poderes –utopía más lejana aún que la democracia–, se requiere que acordemos reglas de convivencia que limiten los poderes y sus abusos, que protejan las libertades. Y para ser libres, debemos poder pensar y sentir libremente. Y luego expresarnos responsablemente. Y convivir armónicamente. Por eso se requiere cultivar la necesidad y la posibilidad de la convivencia libre y pacífica, que nos permita ser plenos, libres, solidarios, creativos, casi felices. Porque el ser humano puede “ser” únicamente en la medida de sus relaciones con los otros individuos, pues los necesita para el amor. Y para asumir en esos marcos las diferencias y enfrentar las divergencias y dialogar y acordar.

Pero de hecho la historia de la humanidad está llena de guerras y muertes, y resulta grato pensar que la evolución del ser humano debería permitir el desarrollo de relaciones de conocimiento y reconocimiento, que generen vínculos de afecto, que posibiliten ese anhelado bien estar propio de toda persona. Y esto en gran medida dependerá del desarrollo de relaciones basadas en el respeto al otro, al diferente, que nos abren a otras posibilidades, que nos permiten crecer como seres humanos. Para lo cual sin duda habrá que tomar algún camino, sendero o trocha que no es este que nos ha llevado donde la democracia sirve para convertirnos en una sucesión de seres poco humanos, poco sensibles, poco inteligentes, poco pensantes, poco solidarios, poco arriesgados, poco amorosos y bastante infelices.

Para Rosana Reguillo, la encarnación de alguna bruja medieval que fue a parar a México, la precarización estructural a la que se ha llegado –con todo y democracia–, y que genera pobreza, exclusión, discriminación, violencia, genera además una precarización en las subjetividades lo cual dificulta –si no impide– la construcción de personas, de libertades, de vidas, de sentidos, de relaciones, de afectos. Quizás por la globalización del poder mundial, la teoría de la democracia en zonas pequeñas donde la gente pueda entablar contacto, conocerse y tomar decisiones libremente por el bien común, siga siendo una utopía. Quizás la pequeña aldea ha devenido en una gran nebulosa. Quizás por esto, a fines del 2017, hayan quemado simbólicamente en Brasil a una reencarnación más de otra bruja medieval, de familia materna húngaro-ruso-judía cuya mayor parte murió en el Holocausto, que fue a nacer en 1956 en los Estados Unidos.

En Brasil, en noviembre de 2017, quemaron una imagen de la feminista Judith Butler. La conferencia que tenía prevista en Sao Paulo era sobre Los fines de la democracia pero parece que el ambiente social se dirigía a que el imaginario imperante leyera La finalización de la democracia más que Los objetivos de la democracia. Más de 360.000 personas firmaron una petición para decir que Butler no era bienvenida en ese encuentro que buscaba las razones del aumento de los movimientos populistas y los desafíos que enfrenta la soberanía nacional en los sistemas democráticos. Judith Butler, a propósito de su quema simbólica, dice:

Estaba invitada a un evento internacional sobre populismo, autoritarismo y la actual preocupación de que la democracia esté bajo ataque… Y la apertura ética es importante para una democracia que incluya la libertad de expresión de género como una de las libertades democráticas fundamentales, que visualice la igualdad de las mujeres como pieza esencial de un compromiso democrático con la igualdad y que considere la discriminación, el acoso y el asesinato como factores que debilitan cualquier política que tenga aspiraciones democráticas. Cuando violencia y odio se tornan instrumentos de la política y de la moral religiosa, entonces la democracia es amenazada por aquellos que pretenden rasgar el tejido social, punir las diferencias y sabotear los vínculos sociales necesarios para sustentar nuestra convivencia aquí en la Tierra.

Imagen: Agencia EFE

Hay entonces casos en los que las expresiones y opiniones del pueblo son inducidas por el poder que manipula el pensamiento y las acciones lo cual dista diametralmente de la participación en la que las individualidades que conforman ese pueblo acceden a espacios de conocimiento, reflexión y manifestación libre y voluntaria que es la única manera en la que la democracia puede crecer y fortalecerse como “el poder del pueblo” para el pueblo, para su libertad y su bien estar.

En Ecuador también la democracia se tambalea. A finales del año pasado, el periodista Roberto Aguilar fue agredido en una de las llamadas fiestas de la democracia, que concentró unas 600 personas:

A inicios de este año, un importante porcentaje de personas que no acudieron al llamado democrático, que contó con poca participación real, partiendo de la confusión que generaron las preguntas en quienes acudieron y en quienes no lo hicieron; hubo cierto tufo a manipulación cubierto con caramelo democrático. No nombrar a Dios en vano, dicen; no nombrar la democracia en vano, digo. Para el poder que vive de mentiras, impunidad y miedo, la otra o a el otro no valen. Y esto no es lo peor. Lo “peor de lo peor” es “la cantidad de cómplices que necesita y que efectivamente tiene un abusador para conseguir su impunidad”, como dice, en Página 12, otra bruja: Malena Pichot. Así, la democracia resulta una gran mentira, lo cual es una gran verdad. Y no dejará de ser una utopía si no logramos asumir la democracia como el sistema que puede permitir el desarrollo del ser humano a partir del goce de oportunidades de crecimiento para la actuación libre y criteriosa.

Si pensamos, entendemos y asumimos a la democracia como la posibilidad de “mantener encendida la esperanza por una vida común no violenta y el compromiso con la igualdad y la libertad, un sistema en el cual la intolerancia no se transforma en simple tolerancia, pero es superada por la afirmación corajosa de nuestras diferencias” como propone Judith Butler, la utopía de la democracia podría ser cada día más una realidad. Y la paz podría llegar a ser más que una noche al año.

 

Imágenes
Unsplash: Sacha Styles; Jeremy Cai

Universidad, meritocracia y género

Fabio Vélez
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Para Marta Lamas, que me hizo todavía más feminista.

 

Vaya por delante mi verdad, mis cartas. Soy de la opinión de que el concepto de meritocracia tiene el firme propósito de armonizar un oxímoron de difícil concierto, a saber, el de democracia y capitalismo. Pero antes de tomar posición, hagamos un poco de historia.

Michael Young es conocido por haber acuñado el término “meritocracia” en The Rise of Meritocracy (1958) pero, a la vez, por haber alertado a sus lectores de los peligros y abusos que estaban por llegar. Llama poderosamente la atención, por lo tanto, que ya entonces –en el mismo nacimiento– Young aventurase un pronóstico no precisamente favorable. Según él, era evidente que la fórmula del éxito (Mérito = Talento + Esfuerzo) terminaría materializándose en una élite de dirigentes que, si bien rigurosamente seleccionados por tests de inteligencia y rendimientos académicos, desatendía aspectos estructurales lo suficientemente importantes como para ameritar un escrutinio pormenorizado.

Así dispuesta, nos precavía Young, la fórmula entrañaba debilidades y vacíos significativos. Por lo pronto y por ejemplo, no permitía explicar que el ascenso social de los estratos más desfavorecidos fuera sistemáticamente marginal, ni que el descenso de las clases más beneficiadas no pareciera tener lugar. Tampoco se hacía cargo, proseguía el autor, de un sistema educativo que, en vez de promover la movilidad social, estuviese antes al contrario amparando una reproducción de la desigualdad. La conclusión de Young no se hacía esperar: habríamos diseñado, dice él, una educación –tanto da pública o privada– notoriamente excluyente y, peor aún, afín a una ideología de claras reminiscencias sociodarwinistas: «Ahora que las personas son clasificadas en virtud de su habilidad, la distancia entre clases se ha incrementado inevitablemente. Las clases altas ya no vacilan ni se cuestionan su status. Hoy los elegidos dan por sentado que su éxito es la justa retribución a su capacidad, a sus genuinos esfuerzos (…) Hoy, la élite asume que los inferiores socialmente son de hecho inferiores». 

Lo que cabe rescatar de este cuadro distópico –que su generación, carente de ironía, no supo o no quiso ver– es el haber puesto de manifiesto tanto la parcialidad con la que se delimita el mérito, cuanto la complicidad del sistema educativo para reproducirlo y justificarlo. Y ello por tres motivos fundamentales. En primer lugar, porque la noción de inteligencia que criticaba Young –y que todavía opera en la mayoría de las escuelas– es harto restringida, como denodadamente y desde hace décadas vienen denunciando psicólogos y pedagogos (piensen, por poner un ejemplo, en las “inteligencias múltiples” de Gardner). En segundo, porque no está del todo claro qué parte de esa inteligencia o talento sea natural o cultivado. Y en tercer y último lugar, porque al no contemplar las escuelas –y, subsidiariamente, los Estados– estos sesgos y, consiguientemente, al no ponerles remedio alguno, estarían facultando una segregación tal que situaría precisamente en un segundo plano la variable verdaderamente imparcial para el éxito, a saber, el esfuerzo.

Este era el diagnóstico de Young décadas después, y arrepentido tras la desfigurada recepción de su libro, en un reciente artículo para The Guardian, titulado “Down with the meritocracy!” (2001): «Las habilidades de tipo convencional, que solían estar distribuidas entre clases de forma más o menos aleatoria, se han venido concentrado en una sola clase gracias a la maquinaria educativa (…) con una increíble batería de certificados y titulaciones a su disposición, el sistema educativo ha dictado la aprobación para una minoría (…) esta nueva clase tiene todos los medios a su alcance, y en gran parte bajo su control, por la que se reproduce a sí misma».

De cualquier modo, lo que podemos verificar, a día de hoy, es que la meritocracia habría servido como instrumento ideológico para explicar y legitimar las desigualdades sociales al no tomar debidamente en cuenta, si no directamente omitir, una previa igualdad de oportunidades necesaria para su correcto funcionamiento. Sobra decir que la “sociología de la educación” ha dedicado innumerables estudios al desmontaje de la falsa, por parcial, igualdad “formal” en la enseñanza. En este sentido, el auxilio de Los herederos (1964) de Bourdieu y Passeron podría proporcionarnos un sólido respaldo. El propósito de estos autores, en este estudio clave, no era otro que explicitar el peso incorregible que la familia ejercía en la transmisión de los diferentes tipos de capital, es decir, el económico, pero también y sobre todo el social y cultural. El asunto era complejo y delicado puesto que, al heredarse de manera discreta (al ser una herencia, digamos, invisible socialmente), discriminaban a la postre y sin levantar sospechas en perjuicio de los más desafortunados. Así se entiende que las desigualdades sociales terminaran traduciéndose en privilegios (no sólo económicos) que reaparecerían transmutados, como por arte de magia, en forma de méritos.

No por casualidad, el informe de Movilidad Social en México del 2013 del CEEY –informe que podría ser extrapolable, en mayor o menor medida, a toda América Latina– resulta sintomático a este respecto. De ahí sus reveladores resultados: 6 de cada 10 profesionistas tuvieron un padre o una madre que antes logró un título de licenciatura; ahora bien, si el progenitor estudió solo preparatoria, su hijo tendrá una posibilidad sobre tres de hacer una carrera. En contraste, si los padres solo cursaron estudios de primaria, su hijo contará únicamente con el 12% de probabilidad. O dicho con las palabras de Ricardo Raphael, extraídas de su libro Mirreynato. La otra desigualdad (2015): «mucho de lo que hacen los seres humanos ocurre primero por imitación: si en la casa donde se nació se valora el estudio, es altamente probable que los hijos sean estimulados para cursar una buena escolaridad».

 

 

Así pues, una meritocracia crítica y actualizada debería no solo cuestionar la naturalidad del talento, sino tomar debidamente en cuenta el peso invisible pero determinante que la “herencia” desempeña en el mismo. Y, con esto y con todo, no sería suficiente. Resultaría así mismo imperioso, como ha señalado recientemente R. Frank en su libro Success and Luck. Good Fortune and the Myth of Meritocracy (2016), visibilizar el escurridizo papel que juega la “suerte” en esta combinación de variables. ¿Cómo explicar si no que ante herencias y esfuerzos similares los resultados y méritos se desahoguen de manera dispar? O incluso: ¿cómo encajar que ante herencias y esfuerzos superiores las recompensan sean, a contrario sensu, menores? La suerte, “ese estar (o no) en el lugar adecuado y en el momento oportuno”, podría explicar estas excepciones y dotar de una mayor elasticidad a la fórmula meritocrática.

Si siguiéramos indagando, es muy probable que la formula requiriese todavía de un retoque, de una afinación ulterior. Pues, como ha puesto de relieve Pierre Bourdieu en La dominación masculina (1998), ciegos estaríamos si no advirtiéramos por nuestra parte que, a igualdad de condiciones y competencias, «las mujeres siempre ocupan unas posiciones menos favorecidas». Efectivamente no podemos negar, so pena de caer en el ridículo, males endémicos tales como el “techo de cristal” en las empresas, la brecha de salarios entre hombres y mujeres, o la mayor precariedad laboral que padecen estas últimas. Y eso pese a que, en continentes como el europeo (América va la zaga), las mujeres ya superan a los hombres en la matrícula de estudios superiores.

Como una sociedad justa, tal y como viene denunciando el feminismo, no puede tolerar que la diferencia sexual se traduzca en una desigualdad social, política y económica, deberíamos mostrarnos dispuestos a admitir que una fórmula meritocrática habría de velar también para que este hecho cultural no pasara inadvertido y acabara naturalizándose de manera inopinada. Tal vez, y a la espera de mejores sugerencias, la fórmula pudiera quedar más o menos así: Mérito = Herencia + Esfuerzo + Suerte ± Género.

A este respecto, no está de más conjeturar que el modelo, sobre todo en determinadas latitudes, sería susceptible de ser enriquecido con nuevas variables, esto es, con la llamada perspectiva “interseccional” (raza, etnia, belleza…). Pero esta es ya otra historia, que dejo como tarea a los lectores.