Aporías de la libertad

C. Nectario

 

¡Oh, Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!

Marie-Jeanne Roland de la Platière

 

El hombre es la única criatura que se niega a ser lo que es.

Albert Camus

 

La libertad es una cuestión occidental, ante todo de la filosofía moderna. La pregunta acerca de su esencia se articula en torno a la moral y la política; indaga por el sujeto en su relación con sus semejantes, con sus entornos sociales, culturales y naturales. Se inquiere acerca del sujeto o del individuo o de la persona, conceptos estos que se refieren a entidades que no son equivalentes entre sí. Se interroga sobre las posibilidades de realización vital de los individuos y por su responsabilidad, de cara a su comunidad, a lo otro y los otros. Que el escenario de la cuestión se sitúe entre ética y política implica que deba considerarse la dimensión religiosa o teológica de la libertad, así como su historicidad.

Si la libertad es ante todo un problema de la filosofía moderna, sus antecedentes se encuentren en el pensamiento griego clásico, tanto en Platón o Aristóteles como en Esquilo o Sófocles. En la tragedia se inquiere por la responsabilidad del individuo sobre sus actos, sobre su desmesura (hybris), sobre la violación de la ley que organiza la comunidad, aun si se ignora que se la está violando (Edipo rey), o sobre la contradicción entre la ley que instaura la polis y la ley de la tradición y la piedad familiar (Antígona). Sócrates acepta cumplir la sentencia injusta que lo condena a muerte y bebe la cicuta, a pesar de que sus amigos lo incitan a huir de la prisión, porque la obediencia de la ley preserva la ciudad; condenado por impiedad y acusado de negar a los dioses, cumple ―no sabemos si irónica o piadosamente― con el deber religioso cuando pide a Critón que no olvide pagar el gallo que deben a Esculapio. El precepto inscrito en el templo de Apolo en Delfos, “Conócete a ti mismo”, da cuenta de la ignorancia del hombre acerca de sí mismo, por tanto, sitúa el inicio de la autoconciencia como núcleo del pensamiento y como condición de la polis.

A diferencia de lo que acontece en la Grecia clásica, las historias de las sociedades que los europeos denominaron Oriente ―China, India, Persia, Mesopotamia, Egipto, y también África y América―, como lo veían Montesquieu, Hegel o Marx, estuvieron marcadas por el despotismo o la esclavitud generalizada. La libertad no es una cuestión que se aborde en el confucianismo o el taoísmo en China, o en las religiones hindúes o persas. La responsabilidad del individuo, que tiene que ver con las normas comunitarias que delimitan el bien y el mal, que establecen la obligatoriedad o permisibilidad de determinados actos y la prohibición de otros, se inscribe dentro de lo religioso, a partir de la representación mítica y la demarcación entre lo sagrado y lo profano. Pero no hay ninguna problematización de la organización política, de las formas de relación entre individuos y sociedad o estado. Sin lo cual tampoco puede aparecer como un problema que acucie al pensamiento la diferencia entre lo público y lo privado, o entre la ciudad y lo doméstico.

La cuestión de la libertad, de Platón o Aristóteles hasta Hegel, Nietzsche o Marx, e incluso más acá de estos, tenía que articularse en relación con el dominio de unos hombres sobre otros, con base en la polaridad entre amo y esclavo, paradigma de la “unidad” y “lucha” de los contrarios. La figura del amo no se restringe a la representación de un hombre que domina a otro, incluso hasta el punto de convertirlo en cosa de su propiedad sobre la que puede ejercer cualquier disposición arbitraria, o de un grupo ―clase, estado, nación― sobre otro, sino que trasciende el campo de las relaciones humanas para representar la relación del dios o los dioses con el creyente. El cristianismo primitivo comparte con el estoicismo ciertos rasgos que caracterizan al liberto y al esclavo que espera de su amo la manumisión, sea de la carga de trabajo cotidiano o del pecado; mas, ni el estoicismo ni el cristianismo creen verdaderamente en la libertad, pues no hay emancipación posible ni del cuerpo ni de la culpa. El Señor que promete la salvación, en el caso del cristianismo, ya ha advertido que su reino no es de este mundo. El estoico se encerrará en sí mismo para encontrar la libertad que no halla en el mundo; una libertad de pensamiento que discurre en soliloquio.

La modernidad occidental trajo consigo el impulso hacia lo mundano. La Reforma, el nacimiento de las ciencias naturales, la emergencia de una economía que tiende a la mundialización, la industria luego, inciden en un radical cambio de la idea del hombre, y por consiguiente de la representación de su lugar en el cosmos, ante la naturaleza. De Descartes en adelante, el sujeto será conciencia y, más aún, autoconciencia; es ante tal sujeto que emerge de modo acuciante su problemática libertad. Sin embargo, esa idea del hombre de la filosofía moderna heredó del cristianismo y de la filosofía griega una imagen que solo con el avance científico ha venido desvaneciéndose: la distinción entre cuerpo, perteneciente a la “extensión”, la naturaleza material y la condición animal, por tanto, mortal, y alma-espíritu, perteneciente al “pensamiento”, a la razón que vinculaba al hombre con lo divino, por tanto, inmortal. La libertad, por consiguiente, tenía que concebirse como atributo de la (auto)conciencia, de la voluntad del sujeto que lograba dominar a través del conocimiento las pasiones e impulsos del cuerpo, la sumisión a la materialidad, al deseo, para ascender al bienestar espiritual, para proyectarse a lo divino. El mal quedaba localizado en el cuerpo, en lo instintivo; el bien comenzaba por el dominio de las pasiones. Pero, ¿qué implicaciones traía este movimiento moderno en relación con la ley de la convivencia social? Es sintomática la semejanza entre la recurrencia de Descartes a Dios, quien crea al sujeto, y la idea del derecho divino de los monarcas. El Dios cartesiano garantiza la existencia de la realidad ―su propio cuerpo, los otros seres humanos, las cosas― al yo enclaustrado en la conclusión “pienso, luego existo”, así como Dios garantiza el orden social a partir del derecho divino del soberano. No obstante, el propósito cartesiano es fundamentar metafísicamente la libertad de pensamiento que requiere la ciencia moderna; frente al juicio a Galileo o a los asesinatos de Bruno o Servet, se requiere la reforma del entendimiento. Frente al dogmatismo de las iglesias, católicas o protestantes, o de la sinagoga, como bien lo entendió Spinoza, había que defender la libertad de pensamiento, de expresión y la tolerancia. A la sombra del sujeto cartesiano se protegía el surgimiento de las ciencias naturales, y a menudo incluso a la sombra de algún déspota ilustrado.

Aunque es una figura heredada del cristianismo y del judaísmo, el Dios de la metafísica moderna es una entidad abstracta, que nada tiene que ver con ese viejo personaje del mito religioso. El Dios cartesiano que ordena la naturaleza matemáticamente, el Deus sive natura espinociano, la mónada de mónadas que decide el mejor de los mundos posibles de Leibniz, el Dios comprendido en los límites de la mera razón kantiano, o el Dios de los ilustrados y los libertinos ―es decir, los librepensadores―, que culminan en la figura de la Diosa Razón de la Revolución Francesa, exponen el paulatino ocultamiento de lo divino en el mundo moderno. Se exige pensar el ámbito moral y político de modo diferente, desde la idea del hombre, a partir de su autonomía, su racionalidad, su facultad para el examen crítico y no solamente a partir de una voluntad ciega surgida del instinto. Con la razón práctica se afirmarán las teleologías, los fines que se proponen para alcanzar la paz perpetua, los imperativos categóricos que establecen la moralidad. Más tarde, surgirán los ideales de mundos perfectos en que se realice la esencia humana: sociedades regidas por la razón, la ciencia, la armonía, los reinos de la libertad, la igualdad o la fraternidad universal.

El mal en ese horizonte puede ejemplificarse con el asesinato brutal que comete el delincuente, o con los crímenes imaginados por Sade, o por la guillotina. El crimen puede evaluarse estéticamente, como lo hacen los libertinos de Thomas de Quincey. Ante ese Dios abstracto, de todas maneras heredado del cristianismo, había que colocar la pregunta por el origen del mal. ¿Cómo es posible que Dios, omnipotente, omnisapiente, crease un mundo donde existe el mal? ¿Qué sentido contiene el mito del fruto prohibido del Árbol del Conocimiento que incita a Adán y Eva a cometer el primer pecado, heredado luego por toda la humanidad? ¿Acaso en el mito no está contenida la idea del impulso humano a la libertad? Para Schelling, la libertad es la facultad del bien y del mal; influenciado por el “panteísmo” de Spinoza y recurriendo a los gnósticos, recurre a la argucia de postular un in-fundamento o abismo (Ungrund) que subyace en Dios. Ese in-fundamento de Dios, ligado a la materialidad y al mal, es el opuesto dialéctico, complementario de la luz, del espíritu divino y del bien. El mal, y ya no solamente el bien, adquieren una dimensión metafísica esencial, están en el fundamento del ser y en su oscuro abismo. El devenir, o más bien la historia, es una lucha incesante entre el bien y el mal.

De alguna manera, esta aventura del pensamiento occidental culmina en el espíritu absoluto hegeliano. ¿Acaso lo divino es la totalidad de lo humano, el despliegue de lo humano en la historia, hasta alcanzar las formas de organización de la moralidad y del Estado modernos? La historia es el despliegue del espíritu absoluto, que incluye la totalidad de lo humano, hasta alcanzar el reino de la libertad, claro que también gracias a las astucias de la razón: el mal, como la guerra, impulsa el progreso histórico. Pero en Hegel, a partir del célebre capítulo de la Fenomenología sobre la dialéctica del amo y del esclavo, la libertad adquiere una connotación de enorme importancia para la historia posterior, al menos en Occidente: tiene por fundamento el reconocimiento del otro. Es conocida la trama de ese pasaje: hay dos conciencias que se encuentran y confrontan; una de ellas no se rinde ni siquiera ante el amo absoluto, la muerte: es la conciencia del amo. La conciencia del esclavo prefiere, ante la muerte, el sometimiento al amo. Reconoce al amo como tal, y en consecuencia satisface su deseo a través del producto de su trabajo. El amo, al depender del trabajo del esclavo, se supedita a este. El esclavo, adiestrado en el conocimiento gracias al trabajo, reconoce al amo, y luego, por ese reconocimiento, toma conciencia de su propia situación. Desea el reconocimiento del amo, la superación de la confrontación y de la condición misma de la esclavitud. El fin de esta, el ámbito de la libertad, emerge del mutuo reconocimiento de la libertad del otro, de que el otro es también autoconciencia, y que solo puede serlo a través del muto reconocimiento. En otro pasaje, al inicio de sus Lecciones sobre la historia de la filosofía, Hegel postula que la filosofía, es decir, la Ciencia ―el concepto, pensamiento puro, y no ya la representación contaminada por la imaginación, por las ilusiones de lo que luego se llamará ideología― surge en Grecia porque en la polis se encuentran hombres libres que se reconocen como tales, los ciudadanos, y porque el pensamiento adquiere libertad. Esta tesis trae consigo implicaciones que aún permanecen ante nosotros: el conocimiento necesita una organización social donde exista la libertad de pensamiento, esto es, de palabra, de interlocución y debate. Por otra parte, la exclusión de los no-ciudadanos del orden de la libertad conlleva la separación entre el ámbito público, la ciudad, y el mundo doméstico donde el ciudadano ejerce despóticamente su condición de amo sobre las mujeres, los menores de edad, los esclavos, los extranjeros. A los excluidos se les coarta la libertad de pensamiento, se los silencia o se encierra su conversación entre los muros de la casa, su palabra se reduce a murmullo.

La historia del progresivo ocaso del Dios de la metafísica moderna culmina, como sabemos, en la constatación de su muerte por parte de Zaratustra; consiguientemente, en el nihilismo, es decir, en la carencia de fundamento para los valores. Ante la ausencia de Dios, ¿qué es la libertad? ¿Cuál es el fundamento de la decisión entre el bien y el mal? ¿La voluntad de poder, el impulso por perseverar en el ser, la utilidad, el placer? ¿Qué puede impedir el crimen? ¿Acaso el reconocimiento del otro es suficiente para evitar su asesinato o su esclavitud? La rebeldía adolescente en la época del nihilismo se extiende de los terroristas rusos del siglo XIX hasta los artistas de las vanguardias de hace un siglo, en actos que implican la afirmación de la voluntad individual que se rebela contra la ley. En el caso de los primeros, poniendo en juego su propia muerte; en el de los segundos, como un puro gasto de energía creativa que se dirige a corroer la propia obra. El rebelde impugna todo orden, el revolucionario impugna el orden existente para instaurar uno distinto. El intelectual de Occidente se refugia en algún espacio institucional que no tiene problema en acoger su disenso.

Sin embargo, los dioses no acaban de morir. Renacen a partir de los supuestos orígenes o los grandes fines: Nación, Pueblo, Proletariado, Dinero, Raza, Libertad, Igualdad, Fraternidad, Comunidad… Incluso otros dioses más difusos aparecen en escena, por caso, Seguridad, esa obsesión de nuestro tiempo. En nombre de la nación o la raza, se crean campos de exterminio donde se industrializa el asesinato o se emprenden campañas de limpieza étnica. En nombre de la libertad se levantan patíbulos, y en el de la igualdad, se crean gulags. En nombre de la justicia y la reparación, se cultiva el resentimiento, fuente de los fascismos. En nombre de la seguridad, se instalan ciudadelas amuralladas, cámaras de reconocimiento facial en calles y plazas, regímenes policiacos.

No obstante, herederos de Occidente como somos, ya sin dios que garantice cualquier más allá, ni en el cielo ni en la tierra, sabiéndonos finitos, es decir, mortales, como individuos y como especie, alejándonos día a día de las nociones modernas sobre lo humano, no nos resignamos a seguir indagando por lo que somos, por las posibilidades de vida que se abren en los límites de nuestras existencias. Por lo que cabe proseguir en el esfuerzo de mantener espacios públicos y domésticos de mutuo reconocimiento y de interlocución, de una siempre precaria y problemática libertad de pensamiento.

 

 

Imágenes: Rostyslav Savchyn (Unsplash); Andrés Canchón (Unsplash); Cabecera: El jardín del Edén (detalle). Panel de terciopelo trabajado con hilo de seda y metal. Último cuarto del siglo 16. The Met Museum

Mutaciones de la fe en el capitalismo tardío

 Alejandro Gordillo
@AlejoMilmachets

 

Desgraciadamente, y a pesar de todos mis esfuerzos, nunca he sido creyente, no he sufrido crisis de fe ni de negación de la fe. Quizá hubiera sido mejor serlo, porque la escritura exige drama y el drama nace de esa lucha agónica entre la esperanza y la desesperanza, en la que la fe desempeña un papel, me imagino, esencial.

Mircea Cărtărescu

 

La fe requiere siempre de un marco de referencia que, sin embargo, ha de trascender ulteriormente. Cuando su contexto es la teología, el creyente aprende de esta el contenido del objeto de su creencia; pero para que esta fe sea auténtica, su objeto (Dios) ha de permanecer en el misterio. Esta imposibilidad de un acceso total al objeto de la fe establece la necesidad de la actualización constante de los ritos que reconectan con la divinidad; es decir, la repetición se constituye como uno de los elementos fundamentales del culto religioso.

El capitalismo se mueve también en la esfera de la repetición permanente: el ciclo de producción y destrucción constante que reclama lo nuevo. El filósofo ruso Boris Groys, en su ensayo La religión en la era de la reproducción digital, ve en esta dinámica del capital un trasunto perfecto de la dinámica religiosa. La muerte de dios no ha supuesto la muerte de la fe; esta última se ha desplazado hacia el mercado y su mecánica de progreso incesante.

De otro lado, Groys postula que la Ilustración no consistió tanto en la abolición de toda creencia en favor del discurso racionalista, sino más bien en la conquista de la libertad de fe y en la migración de esta hacia el ámbito de lo privado. El enfrentamiento de estos dos campos, ciencia y fe, supone dos maneras distintas de asumir esta libertad. La ciencia, por su lado, está abierta a la discusión y a ser sometida a constante revisión y, de ser el caso, contradicción y superación; mientras que la fe, si bien puede debatirse, no está llamada a legitimarse de ninguna forma ni está sujeta a modificaciones impuestas fruto de esta discusión.

Nuestra época ha vivido la radicalización de esta libertad particular de fe. De esta manera, el Internet aparece como el medio perfecto mediante el cual expresar esta variante de la libertad, pues todos podemos generar contenidos sin necesidad de legitimarlos ni de modificarlos como producto de los comentarios que estos susciten; es decir, los nuevos medios de información digital promueven una suerte de libertad fuera de la razón, de ahí que hoy en día se hable de posverdad para referirse a los discursos que se construyen a partir de los deseos o emociones de la gente más que en hechos objetivos o sujetos de demostración. Si queremos ir más lejos en el análisis de este retroceso del pensamiento racional y en el establecimiento de creencias particulares aun a costa de lo que la ciencia puede explicar, basta con observar un fenómeno como el terraplanismo (the flat earth theory) que a lo largo de Internet -y con miles de seguidores- afirma categóricamente que la Tierra es plana y recurre a argumentos pseudocientíficos para convencer a la gente de ello.

Volviendo sobre la idea del capitalismo como un sistema de creencias, se trata de una intuición que lleva ya un tiempo circulando tanto en la filosofía como en la economía o el arte. ¿No es la misma noción de la mano invisible una suerte de argumento metafísico para deificar al mercado?

Walter Benjamin, en su texto El capitalismo como religión, describe el proceso mediante el cual este sistema se ha convertido en una “religión de mero culto, sin dogma” y que, lejos de ofrecer expiación, culpabiliza constantemente a sus fieles a través de una especie de parasitación histórica del cristianismo. En lugar de promover al ser, persigue su destrucción.

Así también, desde el arte, este tipo de paralelismos entre la religión dirigida a una divinidad y su versión capitalista ligada al culto de la producción y consumo encuentra su eco en Metrópolis de Fritz Lang. Todos los días, los trabajadores se dirigen hacia una fábrica que tiene la forma del dios Moloch, deidad canaanita a la que se le sacrificaban personas, sobre todo bebés. La representación plástica nos muestra una especie de ritual de sacrificio similar en el que los hombres se encaminan voluntariamente hacia las fauces del dios de la producción. Ya en nuestro tiempo, la serie de 2017, American Gods, basada en la novela homónima de Neil Gaiman, plantea un enfrentamiento entre varias divinidades antiguas como Odín, un duende, Thor o Anubis, y los nuevos dioses: la tecnología, la globalización, entre otros.

Contrariamente a lo que la mayoría supone, esta no es una época cínica desprovista de toda creencia; al contrario, nos encontramos ávidos por proyectar un sentido en el mundo y en nuestra propia existencia, y muchas veces dicho sentido no proviene de un fundamento lógico-racional o científico sino que más bien se encuentra arraigado en las estructuras de pensamiento mítico, propias del ser humano, que se van asentando en distintas realidades, y cuyo ejemplo extremo vendría a ser el capitalismo.

Este tipo de fe contrahecha que se reproduce desde el capitalismo se identifica casi con su opuesto: podemos arriesgarnos a afirmar que una de las antítesis más radicales de la fe es la depresión, la ausencia de toda esperanza, entendida esta como un fenómeno más allá de lo puramente neuropsicológico, como si la angustia kierkegaardiana perdiese su objeto (dios) y se convirtiera en un vacío metafísico.

La depresión aparece, por tanto, como un síntoma del contexto actual que se proyecta sobre los individuos: nunca ha sido más brutal el ejercicio de la biopolítica. Si bien Fukuyama fue objeto de escarnio con su idea del fin de la historia, el imaginario político contemporáneo parece moverse cada vez más en esa dirección. Vivimos ante una progresiva cancelación del porvenir a cambio de un tortuoso presente sin horizonte. La versión mesiánica de la historia planteada por Benjamin, en la que incluso los proyectos fallidos están ahí para ser retrospectivamente reivindicados por la victoria definitiva, parece ceder paso a una petrificación del pasado como fracaso y a una deriva sin fin más allá de la perpetua resiliencia del capital y sus estructuras.

Para muchos, la viabilidad del capitalismo no está siquiera en discusión. Se cree en él incluso de manera inconsciente y todas nuestras estrategias vitales e, incluso, nuestras reivindicaciones sociales u opciones estéticas lo presuponen como el único marco de referencia.

No se puede ignorar, sin embargo, el núcleo subversivo que puede tener la fe en tanto cuestionamiento-trascendencia de lo racional. Esto es algo de lo que el arte ha estado siempre muy consciente. El creador avanza sobre un proyecto determinado, pero sabe que, en última instancia, ha de tentar al azar con su obra, con el conjunto de decisiones estéticas que construyen su poema, novela o pintura. El artista, parafraseando a Borges, se sabe justificado por el acto de crear, aun sin la certeza del destino de su obra.

 

 

Imágenes: Yiran Ding (Unsplash), Archive.org

Democracia, el juego epicúreo

Carlos Reyes

 

El siglo que acaba de empezar exhibe una confusión con marca propia, fuertemente identitaria y victimista, resistida con algo de éxito quizá solo hasta finales del XX, y que afecta de manera particular lo que se discute como democracia. Si la posmodernidad se obsesionó por apabullar a la Ilustración –la instancia que da forma a la democracia moderna– por el atrevimiento de postular que la humanidad logre su adultez, y así valerse por sí misma, lo que sucede en estas décadas aparece como una abdicación de aquella ambición.

Pocas invenciones estrictamente humanas (ilustradas) como la democracia gozan aún la consideración de ser asumidas como virtuosas. Asimilada en el concepto de justicia –y con más fuerza aún en la llamada justicia social– la democracia es elevada, por sobre la mayoría de sistemas, como aquel que ayuda a satisfacer las necesidades humanas de manera excepcional. Las virtudes de la democracia le permiten, por decirlo de alguna manera, lograr consenso sin deliberación sobre su utilidad como sistema. Sin embargo, el descontento ciudadano contemporáneo con la democracia –a pesar de su contribución en múltiples logros globales– se muestra progresivo, y esto quizá se deba a la confusión que impregna estas décadas tempranas. Esta confusión tiene que ver con su posibilidad y sus límites.

Poco antes de su expansión –por el colapso urgente del socialismo soviético y el martilleo que picó la cortina de hierro– la democracia se daba como posibilidad en dos vertientes, una “liberal” y otra “popular”. La posibilidad democrática era entonces mayormente aquella de la competencia entre dos sistemas, contrapuestos en términos de logros económicos y de bienestar relativo. Una vez que el mundo pudo apreciar la magnitud del experimento igualitarista en manos del partido único, se pudo ver cómo operaba la imposibilidad democrática y la muerte de toda política. Hasta entonces todo quedaba más o menos claro. A partir de la década del 90 la deriva –más socialdemócrata que liberal– de la propia democracia se planteó como la superviviente de las revueltas y los paseos de tanques por las calles de Europa del este. Al finalizar las protestas la democracia no solo era posibilidad, sino que fue imperativa.

Tras el remezón la demanda “popular” exigió al sistema triunfador que arroje prontamente los beneficios socioeconómicos cuya conformación había tomado largo tiempo y sacrificios. El repliegue de la democracia “popular” fue solo una etapa de recomposición que prontamente impugnaría toda democracia y se atrincheraría en las concepciones más utilitaristas de la justicia. Los huérfanos del desmantelamiento del gran aparataje antipolítico del socialismo en poco tiempo resurgieron y se propusieron hacer algo con la democracia.

Con la aparición en 1971 de A Theory of Justice se puede apreciar la corriente de pensamiento que buscaría arbitrar los resultados de la disputa antes descrita, y que orientaría lo que sucedido con la posibilidad democrática décadas después. En su Teoría John Rawls se propone, entre otras metas, refrescar el debate sobre la justicia, y lo hace a vísperas del surgimiento de lo que algunos llaman sociedad post industrial. El momento en el que emerge A Theory no podría acaso ser más oportuno, en tanto la mecanización y la computación inicial de toda industria avisaba con buena anticipación que lo laborista tendría los días contados, y que en poco tiempo el obrero no requeriría trabajar, sino programar el trabajo.

El doble carácter kantiano y contractualista de A Theory regresa al tema clásico de los principios universales (Kant) asentados en la breve tradición democrática ilustrada, y habla de varios compromisos que, según su autor, son imprescindibles para enlazar la autonomía individual con lo social. La teoría/propuesta de Rawls –puede decirse a día de hoy– ha sido la elegida mayormente por las actuales democracias; los regímenes políticos contemporáneos plasman, con sus diferencias, los principios de redistribución y equidad (fairness) que plantea A Theory. Sin embargo, aparte de los problemas que se ha señalado sobre la propuesta de Rawls (algunos ejemplos en las críticas de Sullivan y Pecorino, McCabe o Dasgupta) surge el de la democracia como reflejo de la justicia social. La justicia es el marco común de entendimiento social y la democracia sería su apéndice, su efecto. Por esta vía de razonamiento, ¿habría acaso algo imposible para la democracia cuando lo que está en juego es la satisfacción de la justicia? Y por el mismo camino, cuando entre otros requisitos la democracia requiere adquirir un carácter de tradición para mantenerse vigente, ¿qué clase de tradición democrática se encargaría de administrar justicia en un contexto de recelo (si no cólera) ante cualquier tradición?

En la justicia de A Theory la responsabilidad moral formula varias reglas de convivencia pensadas para atender al otro-como-si-fuera-yo-mismo. Rawls alienta a considerarnos unos a otros e invoca contratar una justicia que se encargue especialmente de unos otros vulnerables a la mala suerte. La justicia social debe procurar “ser justa” con los menos favorecidos, ante unos potenciales “podría-tocarme-una-situación-injusta”. A la manera de Epicuro, la justicia social de Rawls apela a la evasión del sufrimiento como lo primordial, pero en el caso del profesor de Harvard se agrega un tono ciertamente piadoso. Con este insumo la democracia resultante tendrá que elaborar normas y facultar al Estado para regular las relaciones sociales. Así, el tipo de justicia que inspire la democracia se enfocará en vigilar la satisfacción de la víctima. Según A Theory of Justice, «Hay, entonces, otro sentido de nobleza obliga: a saber, que aquellos más privilegiados probablemente adquieran obligaciones que los vinculen aún más fuertemente a un esquema justo» (p. 100). El sentido que propone Rawls para hablar de privilegios sugiere que los ciudadanos son diferentes por sus responsabilidades. Los ciudadanos-víctimas están menos sujetos al esquema de justicia que el resto. Posteriormente, cuando esta forma de justicia inspira la práctica democrática la victimización es un insumo importante de credibilidad electoral. Para hacer justicia es requisito entonces elegir a perseguidos, olvidados y oprimidos, mostrarse como uno de ellos para concursar; o anunciarse como su representante. Con el afán de minimizar la penuria, el juego epicúreo de la democracia obtiene del resarcimiento una de sus materias principales de acción política.

En torno a la democracia se pone en marcha el juego de todas las reivindicaciones imaginables como artilugio electoral, y he allí la primera parte de la confusión contemporánea: ¿cómo la supuesta virtud democrática provoca malestar? ¿Cómo lo que está pensado para sosegar es –o parece– injusto? La victoria electoral, resultante de este tipo de justicia, faculta al ganador a proponerse reingenierías institucionales en nombre de lo social. Pero además aquello descubre que la victimización no es patrimonio de ningún partido: todos pueden ser víctimas y competir en campaña con esa consigna. El candidato-víctima recurrirá a tópicos sobre su supuesto victimario refiriéndose a este como opresor, poderoso, indolente, capaz de afectar a los más vulnerables, dispuesto a afectar la grandeza del país, presto a ofender a la patria.

Si en un tiempo hubo unas cuantas variaciones políticas en la discusión sobre cómo utilizar el sistema democrático de la mejor manera, tras el desplome de finales de los noventa, la oferta se multiplicó de manera impresionante. Desde los partidos (populares, radicales, nacionales, plurinacionales, patrióticos, humanistas, constitucionalistas, reformistas, revolucionarios, locales, regionales, liberales, demócratas), desde cada color político y agrupación de la sociedad civil (verdes, naranjas, morados, aliados, concertados, unidos, coaligados, libres, unionistas, frentistas) y también desde la academia, la democracia se ofrece en versiones ilimitadas.

Con la gran disponibilidad de variantes democráticas los límites del sistema ya solo se dan en torno a lo que se dice de ella, con lo que se promete en su nombre. Dice Tocqueville en La democracia en América que “en los pueblos democráticos el público goza de un poder singular que en las naciones aristocráticas es inimaginable. No persuade, sino que impone sus creencias y las sugiere en las almas por la presión inmensa del espíritu de todos sobre la inteligencia de cada uno” (T. II, p. 23). El poder de un “público” habilitado por lo democrático es inimaginable, advierte Tocqueville, y por ello también escapa a lo decible, a cualquier límite que pueda buscarse en la propia democracia. En torno a lo que se puede decir, Wittgenstein nota que aquello indecible, para lo que las palabras no ofrecen sentido (senseless) es mejor callar, e incluye en esto a la política. Porque todo lo que se diga sin aportar a la comprensión del mundo acaba creando confusión. En política lo que se dice actualmente que hace la democracia, en lugar de aclarar sus servicios logra disolver su sentido más general: convierte toda política en insignificante (meaningless).

La democracia, ya sea participativa, social, directa, representativa, liberal, delegativa, autoritaria, parlamentaria, etc., depende invariablemente de la forma de justicia (social) que impere. ¿Y entonces qué aporta significativamente toda esta adjetivación al concepto y a su práctica? El juego epicúreo de la democracia, luego de seleccionar a las víctimas más apropiadas, se dedica a impartir justicia social sin importar la organización política en el cargo. Y lo hace sin límites. Un reflejo de ello es el engorde normativo de las democracias más entusiastas con la justicia social; en ellas se dictan con facilidad nuevas y gruesas leyes redistributivas y códigos equitativos, prestos a asistir al ciudadano-vulnerable, convirtiéndolo en “dependiente”. El doble problema de la democracia (su posibilidad y límites) radica en su desbordamiento victimista y luego en la supuesta pluralidad de sus significados. Esto no quiere decir que la democracia debería imposibilitarse o limitarse, sino que los oportuno sería exponer el juego asistencialista de intereses que se pasea actualmente como si fuera lo justo.

Si las posibilidades de la democracia no se piensan desde lo justo, sino con motivos justicieros, y si no hay una discusión ciudadana que pueda racionalizar la multiplicidad de ofertas democráticas (más allá de dejar que “hablen las urnas”), el sistema ilustrado de representación y elección no hará mucho más que lo que circule como socialmente justo. Es hacia la justicia y una crítica sobre cuán pertinente es su carácter social-victimista-asistencial que tendría que dirigirse el debate sobre la  posibilidad y límites de la democracia. La abdicación de la ambición ilustrada de adultez es probablemente el reto más interesante que se de en las democracias contemporáneas. Por lo pronto, dichas democracias no hacen sino expresar lo que las confusas ansiedades mileniales consideran “justo”, en el juego del descontento ciudadano.

 

Imagen: Dariusz Sankowsk / Pixabay

La universidad y las trampas de la falsa dicotomía

Julio Echeverría
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Universidad, la institución por excelencia del iluminismo europeo, de la racionalidad moderna, del despliegue del logos como capacidad de construir la realidad a partir de la utopía de la perfección pura; utopía como deseo y realización de una razón natural que debe ser descubierta o construida; la universidad nace junto a la reivindicación del derecho natural al conocimiento, de allí su etimología; unus-versus, a ella acuden estudiantes de todas partes, en ella se accede al conocimiento que es universal, porque está en la naturalidad de lo humano, de todo humano; la universidad activa esa potencialidad de conocimiento que pertenece a esta rara especie animal, más allá de cualquier diferenciación de procedencia geográfica, étnica, religiosa o cultural.

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Bajo esta construcción semántica, el iluminismo y el humanismo se proyectan universalmente y la institución que lo promueve es la universidad: sede de la investigación secular y por esa vía de la objetividad cognoscitiva, de la ciencia que avanza solamente corregida o detenida por sus propios dispositivos disciplinarios. La auto referencia de la ciencia (solo el procedimiento metódico de la misma ciencia puede dar cuenta de sus asertos y derivaciones) se traduce en la autonomía de la universidad frente a cualquier poder, sea económico o político, que pretenda dar cuenta de ella. La razón que la anima es doblemente racional, como realización de modelos ideales que contrastan con la naturalidad de las cosas y de la materia, pero que sin embargo trabajan con ella; como depuración de la forma que se desprende de cualquier pasión, intuición o deseo, pero que regresa a ellos con pretensión per-formativa.

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Universitas es por ello máxima capacidad selectiva y clasificatoria del mundo; su auto referencia autofagocitatoria se devora a sí misma y a su principio nivelador; lo substituye por la operación selectiva que es en cambio excluyente, que deja por fuera otras posibilidades de realización en tanto estas no se ajusten a las capacidades de autocontrol metódico que ella ejerce sobre sí misma. Su condición es sin embargo incierta; o mejor, trabaja con la incertidumbre que es propia de la operación selectiva y de su exposición a posibilidades de corrección cognitiva que no controla.

 

Su tarea de conocer o de constituir-se en el conocimiento, solo puede existir post festum de la examinación de los resultados de su operación performativa; la incertidumbre se cuela en el procedimiento metódico de construcción de la razón y de la ciencia que le compete a la universitas;  la incertidumbre es forma de la innovación en cuanto resulta de ese desborde de posibilidades que la selectividad afirma y niega, realiza y excluye; la universidad como despliegue de la racionalidad moderna es nihilista en cuanto es innovadora; el conocimiento de esta racionalidad no puede configurarse ni auto constituirse si no construye lo nuevo y esta construcción solo puede darse sobre la negación de lo dado, sobre la falsación de cualquier hipótesis que se pretenda plausible, o por lo menos por su corrección. La vida y el destino de la universidad convocan a la examinación de la racionalidad sobre la cual se constituye y sobre la cual se proyecta.

¿Cuánto puede la Universidad mantener su autonomía, frente a esta condición de abstracción que la desafía permanentemente, que la expone a su propia criticidad? ¿Puede resistir la universidad a esa sistemática generación de ‘cantos de sirena’ que la sociedad produce y requiere, para sostenerse frente a la incertidumbre que resulta de la secularización en la cual se constituye? ¿Puede la universidad contrastar o ubicar en su lugar, a las pretensiones del poder y del dinero por controlarla o conducirla en una dirección o en otra?

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La universidad compite difícilmente con la producción de ideologías; muchas veces sucumbe a sus cantos de sirena; muchas veces la universidad quiere definir las ‘líneas del desarrollo’, las del ‘progreso’, sin advertir que esta tarea también debe someterse al aparato epistemológico de la crítica, por el cual cualquier ideología debe necesariamente atravesar. La crítica es el aparato epistémico que filtra cualquier pretensión ideológica de enmascaramiento de la función nihilista e innovadora del conocimiento. La radical escisión entre ciencias duras y blandas, físico naturales y humanas, no es suficiente para poner en claro esta ‘enorme complejidad’ que debe afrontar la universidad; la misma dicotomía parecería reconocer que la criticidad solo está para el grupo de las ciencias blandas, mientras las ciencias físico naturales proceden con la naturalidad que les otorga su comprometimiento con el mercado de la satisfacción de necesidades. Las ciencias blandas lo son porque parecerían no estar a la altura de esta condición ‘estructurante’. La universidad está atrapada por esta falsa dicotomía. La escisión de las ciencias mira a la crítica como campo de la no precisión ni de la objetividad mensurable, que en cambio caracteriza a las ciencias físico naturales; la dominancia de ese paradigma quisiera desprenderse de esa criticidad, no reconocerla en su ´valor´ y afirmar la solidez del dato, de la ecuación necesidad = conocimiento, sin discutir, como en cambio lo hacen las ciencias ´blandas´, el carácter de la necesidad y a partir de dicha examinación el estatuto mismo de la ciencia.

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Si a una revolución cognitiva se debe llegar es a poner en cuestión la dicotomía ciencias duras / ciencias blandas, dicotomía que paraliza a la universidad en su operación de reflejo cognitivo que produce y requiere la sociedad y al cual está llamada la autonomía y la criticidad del conocimiento, por su misma constitución en el campo de la secularización. La universidad es también la agremiación de los que se forman para la producción del conocimiento, es sede de las profesiones que especializan los distintos campos del saber sobre la base de la investigación, entendiendo el saber como operación cognitiva solamente dirigida a la potenciación de lo humano, por lo tanto, más allá de cualquier atención a las lógicas del poder y del dinero. La universidad tiene sobre sí la tarea de desmontar cualquier pretensión inmediatista que apunte hacia la profesionalización como adecuación del conocimiento a la exclusiva necesidad de la sobrevivencia. La universidad está para construir el futuro, para mirar más allá del inmediatismo de la lucha frente a las pulsiones de la necesidad. Está para discutir dichas pulsiones; la universidad que es sede de la profesionalización en cuanto riguroso acatamiento de las disciplinas y de los procedimientos epistémicos del conocimiento, debe mirar sobre sí misma, debe proceder como ya lo hicieron los clásicos, desde el campo de la ética y la estética, que no son susceptibles de profesionalización. Solo así la universidad podrá superar las trampas de la falsa dicotomía.