Pandemia

Fernando Albán e Iván Carvajal

 

El hombre libre en nada piensa menos que en la muerte
Bento Spinoza

Cuando se sabe alguna cosa es siempre por gracia de la Naturaleza
Ludwig Wittgenstein

 

Biopoder

La pandemia ocasionada por el Covid-19 se ha extendido por vastas regiones del planeta; se puede decir que sus consecuencias adquieren una dimensión global. No sabemos cuántos seres humanos morirán a causa de la epidemia, ni cuánto tiempo tomará el controlarla, pero nos plantea cuestiones que deben ser abordadas críticamente. El confinamiento prolongado, el establecimiento de medidas de «estado de excepción» adoptadas prácticamente en todo el mundo, o, como prolongación de estas, aquellas que se proponen para el control de la movilidad de las personas ―prohibición de tránsito entre fronteras, seguimiento a través de sus teléfonos y otros aparatos personales, todo ello en nombre de la seguridad y de la salud―, deben ponernos en alerta frente a mecanismos que pueden derivar en la supresión de libertades básicas. Se condena a los seres humanos a vivir acuciados por el terror, en un mundo en que renuncian a la libertad en nombre de la seguridad.

En uno de los capítulos titulado «El panoptismo» de Vigilar y castigar, Foucault muestra la semejanza que existe entre un decreto promulgado en Francia a finales del siglo XVII, que establece las medidas que deben ser adoptadas en caso de que se declare la peste en una ciudad, y el dispositivo de vigilancia ideal que se erige bajo la forma del panóptico. En los dos casos se trata de la configuración de un espacio cerrado, vigilado hasta en el último de sus rincones, en el cual los individuos son controlados hasta en el más mínimo de sus desplazamientos. Este señalamiento sugiere que el «sueño político de la peste» consiste en la penetración del reglamento hasta en los estratos más íntimos de la existencia, configurando así el «funcionamiento capilar del poder». La peste, en tanto desorden potencial, apela a la disciplina como su correlato médico-político. Detrás del dispositivo disciplinario se encuentran el terror ante la posibilidad de contagio y la sed religiosa de salud.

En la novela La peste de Camus, el sacerdote y el médico mantienen roles protagónicos en medio de la epidemia, aun si sus funciones son antitéticas. El primero recomienda asumir una actitud resignada frente a los embates de la enfermedad, pues la suerte de los condenados corre a cuenta de la voluntad divina. El segundo, por el contrario, ha sido capaz de subrogar en sus funciones a la autoridad política, a fin de encaminar dispositivos de salud pública tendientes a detener la expansión del contagio. Ahora bien, en un escenario en el que el médico substituye al gobernante, lo político deviene en simple administración de la vida desnuda. La política se convierte así en administración de la vida humana, entendida como mero proceso biológico.

La cancelación de la actividad política despliega la omnipresencia de los dispositivos de control y la multiplicación de medidas tendientes a mantener el distanciamiento social y restringir las libertades; el estado no apela a la responsabilidad de los individuos, a su comprensión de lo que está en juego en una pandemia, sino que impone el terror; no apela al uso de la razón frente a la adversidad, sino que a través de la coerción se subsume al individuo, al ciudadano, en la “minoría de edad” de la que hablaba Kant.

El biopoder, el control ejercido sobre las comunidades en nombre de la defensa de la vida, se ejerce con el declarado propósito de enfrentar la guerra contra el «enemigo invisible». La metáfora de la «guerra» contra el virus pone en evidencia el desplazamiento de la política y su sustitución por la técnica médica. Clausewitz, uno de los generales prusianos derrotados por Napoleón en Jena, supo resumir el sentido de la guerra: la continuidad de la política con otros medios. Pero entre el hombre y el virus no hay política posible, por tanto, tampoco guerra ―la inmunidad de los organismos solo pedagógicamente puede explicarse como una guerra entre agentes patógenos y anticuerpos―, aunque el estado de excepción se imponga bajo el supuesto de la guerra. Sin embargo, lo que sí es posible advertir en medio de la pandemia es la guerra global que se libra entre potencias por el dominio y la reorganización del poder, del “nuevo orden mundial”, la guerra económica que se agudizará en todo el planeta como consecuencia de la crisis que ya estaba anunciada aun antes de que surgiera el Covid-19.

¿Acaso el mundo del futuro acabará por excluir la libertad de movimiento y de reunión en nombre de la seguridad? ¿Acabarán los muros o las medidas de distanciamiento por imponerse frente al encuentro, siempre incierto, nunca del todo seguro y siempre probablemente peligroso, entre individuos o comunidades o culturas diferentes? ¿Terminaremos por cerrar las puertas de «la casa» ya no solo al extranjero sino también al amigo, en nombre de que debemos protegernos de los contagios? ¿Acabará el miedo por imponerse frente a la hospitalidad? ¿No nos abrazaremos, no nos besaremos nunca más o durante prolongados períodos de tiempo?

 

Confinamiento e inmunidad

La metáfora «guerra contra el enemigo invisible» se vincula con otro desplazamiento de sentido que tiene que ver con el término «inmunidad», una transposición que, en este caso, va en sentido inverso a la anterior, desde el ámbito de la biología al de la biopolítica. La «inmunidad», en sentido biológico, es el proceso de respuesta de un organismo vivo ante la presencia de agentes externos patógeneos, por caso, los virus o las bacterias. Los organismos reaccionan a fin de eliminar a tales agentes, a fin de crear los anticuerpos, es decir, los compuestos bioquímicos que anulan a esos agentes externos o a sus efectos. Las vacunas son dispositivos de la técnica médica que realizan «artificialmente», bajo el modelo que existe en la «naturaleza», una contaminación controlada de los individuos ―hombres, animales― para provocar la inmunidad. Pero en el ámbito jurídico la inmunidad tiene un significado diferente: la excepcionalidad de quien no está sujeto a la norma, o que no puede ser juzgado por la ley, salvo que se modifique su estatus legal. Es la inmunidad de la que gozan gobernantes, parlamentarios, jueces. Es la inmunidad que se opone a la condición común (la comunidad). En extremo, es la inmunidad del monarca, del dictador, del soberano. El soberano es quien decide el estado de excepción, decía Schmitt.

Sin embargo, se ha tejido otro significado de inmunidad que traslada, como decíamos, el sentido que tiene en el ámbito biológico o bioquímico al de la política: la eliminación del extraño, del extranjero, del parásito social. Siguiendo la lógica de lo inmune, el individuo (yo, ego) es coaccionado para que cierre su originaria apertura y se retraiga al ámbito privado de la intimidad, de la familiaridad, que lo exonera de la obligación respecto del otro. Recluido en el caparazón de la subjetividad, cortado del ser en común, yace acosado por el temor al contagio, ya no solo del organismo (la enfermedad: la peste, la locura, la lepra, el sida), sino moral (el mal, la perversión, las drogas, el alcohol), religioso (el pecado), político (la traición, la incorrección, la rebeldía). Pero la aspiración a la inmunidad ha estado también en el origen del trazado de las fronteras, de la construcción de muros, de la erección de fortalezas; se prohíbe la inmigración, se expulsa a los migrantes a las desamparadas tierras de nadie, se los abandona para que se ahoguen en el mar o en algún contenedor. O, más cerca aún de nuestra experiencia, se edifican conjuntos residenciales cerrados y vigilados por policías privadas, mientras se tejen redes de enclaustramiento en torno a las poblaciones marginales con las policías públicas.

En la crispación del terror al contagio que provoca el Covid-19 se combinan peligrosamente el miedo irracional a una enfermedad de la que todavía conocemos muy poco, para la que aún se carece de fármacos, y el miedo al extraño, al que se rechaza en realidad porque es el diferente, y al que por el mero hecho de venir de otra parte, de ser diferente, se condena tan solo porque podría ser un portador del virus de la muerte. El extremo del uso cínico de estos diversos sentidos de «inmunidad» lo acaba de hacer Trump cuando soberanamente prohíbe la inmigración a los Estados Unidos como consecuencia de la pandemia.

Obviamente, la pandemia requiere de algunas medidas necesarias para reducir los contagios, la morbilidad y la mortalidad. Pero sin duda la consigna «¡Quédate en casa!» puede verse como un ocultamiento de la desigualdad, incluso ofensiva, entre quienes viven en la opulencia y la ostentan en las redes sociales aun en medio de la catástrofe, y quienes viven en hacinamientos de pobreza extrema o simplemente en las calles. ¿Qué grado de responsabilidad tienen los gobiernos al ordenar el encierro de cientos de miles de personas que viven de lo que producen y comercian diariamente? ¿Qué parte de la población tiene realmente capacidad de ahorro para auto recluirse en una situación de este tipo? ¿Qué «casa» poseen los pobres de solemnidad, los habitantes de barrios marginales, cuál tienen los migrantes abandonados en las fronteras, en tierras de nadie, los expulsados por la guerra o por el hambre? Hay razón para preocuparse por las consecuencias de un encierro prolongado «en casa»: crisis sicológicas, incremento de maltratos intrafamiliares. ¿Cuánto tiempo pueden soportar los niños encerrados, cuáles van a ser las consecuencias sicológicas y físicas de su encierro? La consigna «¡Lávate las manos!» puede resultar indignante para millones de seres humanos que viven sin acceso al agua potable, en medio de la insalubridad o de sequías permanentes. La pandemia ha desvelado la crisis de los sistemas sanitarios, sea por su precariedad o sea porque los estados han desmantelado o debilitado las condiciones de los servicios públicos. Ha mostrado también la crisis de los sistemas públicos de educación, la miseria cultural de los medios de comunicación de masas que usufructúan de la información precaria y amarillista sobre la pandemia.

Por otra parte, se incita a transformar «la casa» en una prolongación del lugar de trabajo. El lugar de descanso, de esparcimiento, de convivencia con la pareja, con los hijos, con los ancianos, se convierte en mera instancia del lugar del trabajo. ¿Qué está en juego en esta borradura de límites? Incluso se postula que ese será el futuro del trabajo, de la educación. ¿A distancia, sin cercanía física entre los individuos? ¿Sexualidad virtual?… ¿Qué está en juego cuando por las limitaciones de los sistemas de salud hay que decidir a quiénes se sacrifica?, ¿a qué personal, a qué enfermos? ¿Qué resurge detrás de los chivos emisarios a quienes se debe sacrificar o en quienes se descarga la culpabilidad por la pandemia?

Pero la pandemia del Covid-19 es solo una de las catástrofes que posiblemente deba enfrentar la humanidad en estos próximos decenios. ¿Sería deseable un sistema de gobierno mundial que sin apelar al estado de excepción pueda dirigir acciones necesarias, sustentadas en el conocimiento científico y en un manejo razonable de los dispositivos técnicos, para enfrentar probables catástrofes, la destrucción de ecosistemas, o nuevas pandemias? ¿Sería posible?… ¿O debemos prepararnos para enfrentar esas catástrofes casi desguarnecidos, en manos de precarias democracias liberales cada vez más débiles, o tendremos que someternos a sistemas autoritarios de gobierno, capaces de disponer el enclaustramiento total de poblaciones enteras y otras disposiciones semejantes de la biopolítica en curso?

Hoy, la pandemia y los esfuerzos por detenerla han convertido al mundo entero en un laboratorio, en el cual se han puesto en marcha nuevas configuraciones biopolíticas que apuntan hacia el futuro. Toda biopolítica, es decir, el usufructo de la vida de los seres humanos controlados desde el poder, tiene su correlato en una tanatopolítica: los desechables, los que deben ser excluidos, los condenados a morir. Biopolítica y tanatopolítica se juegan en una dimensión global, en todo el planeta. Ante el riesgo, hoy más presente que nunca, de que el biopoder haga del estado de excepción una condición permanente de la política, o más precisamente, de supresión de la política, cabe que se apele a la voluntad de hospitalidad, una apertura incondicional que me libre y arroje al encuentro del otro, y que debe preceder a cualquier «estar en casa». Aun en casa soy el rehén de aquel para el cual la puerta debe quedar siempre abierta.

 

Fortaleza y finitud

Iván Carvajal

 

Abriremos la barrera de Gog y Magog,
y ellos se precipitarán desde todas las laderas.
Corán

El tiempo de los tártaros ha pasado ya,
no son sino una remota leyenda.
¿Y a quién iba a interesarle forzar la frontera?
Dino Buzzati

¿Y qué será ahora de nosotros sin bárbaros?
Esos hombres traían alguna solución, después de todo.
Constantino Cavafis

 

 

 

Magog

La tierra se extiende más allá de las fronteras, de lo conocido y dominado por el grupo humano. ¿Qué hay más allá de la frontera? ¿Qué tan lejos se ubica el abismo donde se precipita la tierra? La conciencia del hombre acerca de su condición mortal y la consiguiente angustia que provoca la certeza de la finitud están sin duda en el origen de los mundos imaginados donde habitan dioses o demonios. Son fuente de las representaciones acerca del lugar de los muertos ―inframundo o cielo, infierno o paraíso―, de los relatos sobre viajes imaginarios que emprenden el alma o el espíritu en el sueño o la alucinación, o sobre las aventuras de los muertos en su tránsito al más allá. Las fuerzas del bien y del mal se proyectan desde el mundo cotidiano sobre ese espacio ficticio y distribuyen los territorios reservados a dioses, demonios y héroes legendarios en los mapas imaginarios. Tal localización obedece a las historias de los conflictos que tienen lugar entre dioses y demonios empeñados en disputarse el destino de los humanos, estos mismos divididos entre miembros de alguna comunidad y extranjeros, o entre parientes, amigos y enemigos. Las migraciones que ocurren en estas regiones del mundo imaginado son múltiples, pues no solamente se desplazan de un sitio a otro los seres humanos, sino también los dioses y demonios. Los muertos retornan en los sueños, intervienen en la vida de los vivos, exigen tributos, oraciones o venganza, conceden dones, vigilan la conducta de sus descendientes.

De esta manera, lo que queda más allá de las fronteras del mundo conocido, y que solo puede ser imaginado, se concibe o bien como edén o bien como un mundo ominoso donde se incuban demonios que acabarán con lo humano o que, cuando menos, aniquilarán la comunidad o la civilización. En el exterior están situados los dominios de Gog. Detrás de las fronteras, en el corazón del desierto, preparan sus invasiones los tártaros. Más allá del borde se juntan para invadirnos los bárbaros extranjeros. En el mundo exterior reina Satán. Para protegerse de lo demoníaco se construyen murallas en los confines del mundo. Así, en el transcurso de un milenio y medio, se invirtió la vida de millones de seres humanos en la construcción de la muralla china, la cual, pese a todo el esfuerzo realizado para levantarla, mantenerla y reconstruirla, desde siempre estuvo destinada a que algún día la franquearan los mongoles.

La catástrofe, si bien se anuncia en sucesos imprevistos que inquietan a los grupos humanos, incluso en el curso de la vida cotidiana, adquiere una dimensión insólita en el acontecimiento apocalíptico. La leyenda de Gog, el rey de los ejércitos que se preparaban más allá de las fronteras, en Magog, para acabar con el pueblo escogido, aparece en el libro de Ezequiel (siglo VI AC). Surgida en el mundo judío antiguo, la leyenda continuó a través del cristianismo hasta el islam medieval, contaminada obviamente con componentes paganos: la muralla habría sido construida por orden de Alejandro Magno, más allá del Indo, para cerrar el paso a Gog y su diabólico ejército. A diferencia de la muralla china, cuya materialidad es evidente, la muralla levantada para cerrar el paso a Gog y sus ejércitos existió solamente en la imaginación, lo cual no quiere decir que careciese de realidad para quienes vivían a la espera del acontecimiento apocalíptico.

Magog es el reino de lo inconcebible, el territorio donde incuba la muerte del hombre. No obstante, lo que esperaban las comunidades cristianas o musulmanas de la Edad Media, por sus concepciones escatológicas, es que al fin resonasen las trompetas que anunciarían la llegada del día del Juicio, el cumplimiento del “milenio”. Gog y sus huestes habrían derruido la gran muralla por decisión de Dios; este, cuando menos, habría consentido la invasión. Los ejércitos de Gog arrasarían todo lo que encontraran a su paso; donde pisaran los cascos de sus caballos no volvería a crecer la hierba, como se decía de Atila y los hunos. Pero en la catástrofe anidaba la suprema esperanza de los apocalípticos: al término de la batalla final entre Dios-Alá y Satán-Gog, con el triunfo definitivo del orden divino se terminaría la lucha entre el bien y el mal, y la historia concluiría en el Juicio Final. Para los milenaristas cristianos, retornaría Cristo y, gracias a él, se salvarían para la eternidad los justos. En consecuencia, que los ejércitos diabólicos de Gog destruyesen la muralla y arrasaran la tierra no era sino el necesario antecedente para el triunfo definitivo de la vida sobre la muerte, para la eterna supervivencia del alma o del espíritu, e incluso para la resurrección de la carne. Dios acogería en su torno a los justos y hundiría en la muerte definitiva, en la más oscura noche o en el fuego eterno, a los impíos. Al fin concluiría el tiempo y por tanto se acabarían las mutaciones, los ciclos del nacimiento y la muerte. Los justos serían recogidos en el seno de Dios para la eternidad.

Frente a esta dimensión escatológica, la construcción de las murallas en las fronteras parece una concreción parcial de la muralla que detiene a Gog y su tropa. De otra parte venía una historia diferente: el colapso del imperio romano. Los romanos no construyeron una gran muralla en los confines de su mundo, aunque sí establecieron guarniciones en las fronteras. En cierto sentido, el acabamiento del imperio puede interpretarse como una implosión que abrió el paso a las invasiones bárbaras. Y estas fueron una solución, “después de todo”.

 

La Fortaleza Bastiani

Mientras enviaba desde Abisinia sus reportajes de guerra al Corriere della Sera, Dino Buzzati terminaba de escribir El desierto de los tártaros, que se publica en 1940. Me figuro al novelista italiano en medio de los combates, acuciado por la cercanía de la muerte que contempla a diario, apurando sus reportes periodísticos a fin de continuar el relato sobre un grupo de soldados que han sido destinados a una guarnición situada en las montañas, en una frontera difusa, donde comienza el desierto, esto es, la tierra de los tártaros. Estos soldados, sin embargo, permanecen en la Fortaleza a la espera de una guerra improbable. El novelista casi nada aporta sobre el reino que se protege, ni siquiera lo nombra. Su capital es simplemente “la ciudad”. Unas breves líneas describen la ciudad y ciertas actividades que se llevan a cabo en ella. Los medios de transporte que se utilizan ―caballos, carrozas― son breves indicios que permiten al lector figurarse un pequeño estado moderno, tal vez decimonónico, quizás localizado hacia el este de Europa. Estas breves pinceladas esbozan una especie de alegoría del Estado moderno. Solo al fin de la novela, cuando han pasado cerca de tres décadas de historia, se insinúa que los tártaros finalmente se acercan a la frontera, aunque ha sido su probable amenaza la que ha justificado la existencia de la Fortaleza, y con ella, la vida misma de sus guardianes. Una fortaleza construida al borde del desierto parece no tener sentido, más aún si no se advierten movimientos del enemigo durante décadas. Incluso el lector dudará si el “reino del norte” es efectivamente el reino de los tártaros, o si este es el apelativo dado a un posible enemigo algo salvaje, o simplemente al extraño, al extranjero. Tártaros, bárbaros… En el tiempo que transcurre la historia narrada por la novela, hay dos acontecimientos que evidencian la cercanía de los tártaros: cuando llegan del norte destacamentos encargados de ubicar las señales que delinean la frontera, y luego cuando arriban contingentes que construyen una carretera, la cual podría en algún momento servir para movilizar tropas con el propósito de desencadenar la guerra.

Mas la guerra es solo una remota probabilidad. Se tiene certeza únicamente de que el reino limita al norte con el país de los tártaros, cuyo dominio empieza al cruzar la línea imaginaria que recorre las cumbres de las montañas y el borde del desierto. Pareciera no haber contacto entre los dos reinos; no obstante, desde el Estado Mayor, es decir, desde la cima del poder político del reino, llegan de cuando en cuando informaciones que esclarecen las intenciones del reino exterior. Son las probables intenciones de este reino exterior lo que ha obligado a construir y mantener la Fortaleza, una avanzada en la frontera. Buena parte de quienes son destinados a ella terminarán por quedarse entre sus muros hasta cuando ocurra la guerra, o, lo que es más probable y que será considerado un fracaso, hasta cuando arriben a la edad del retiro. El fastidio de los primeros días se apaciguará en algún momento, y poco a poco esos soldados terminarán por encontrar que el sentido de sus existencias es la espera de un acontecimiento que posiblemente tendrá lugar algún día: el comienzo de la guerra en la que lucharán hasta morir. Apenas si mantienen contacto con sus familiares y con sus amigos que hacen su vida en la ciudad. Algunos de estos llegarán a ser prósperos comerciantes o profesionales, e incluso los militares que no han sido enviados a la Fortaleza o que la han dejado pronto por otros destinos lograrán hacer carreras exitosas y gozarán de las comodidades de la vida citadina. La vida en la Fortaleza es austera y rutinaria.

 

 

 

Cabría apreciar en El desierto de los tártaros ciertos matices apocalípticos, sobre todo porque la vida individual gira por completo en torno a la expectativa de un acontecimiento, ciertamente catastrófico, que otorgaría sentido a la existencia. Sin embargo, ese sentido aparece apenas como un difuso heroísmo, una disposición casi profesional para el cumplimiento del deber. Quienes optan por permanecer hasta el fin en la Fortaleza, dejando que transcurra el tiempo y sumergidos en una chata rutina, solo esperan el arribo de los tártaros a fin de alcanzar la muerte heroica para la que han sido preparados. En la novela, no obstante, apenas se producen tres muertes: la primera, ocasionada por la imprudencia de un soldado que ha olvidado el “santo y seña” del día a la que se suma la tozudez y estulticia de un sargento apegado a la letra del reglamento. La segunda, la muerte por hipotermia de un teniente hipersensible y orgulloso, que permanece en pie ante una brigada de tártaros durante la nevada que cae una noche, mientras los extranjeros colocan señales que delimitan la frontera. Y la última, la muerte del protagonista, Giovanni Drogo. La novela, que se inicia con el viaje del joven teniente desde la capital a la fortaleza, concluye con su muerte un cuarto de siglo más tarde, cuando ya se siente viejo, cuando ha pasado la cincuentena y ha alcanzado el grado de comandante. Drogo muere en una posada del pueblo ―no alcanza ni siquiera a llegar hasta la ciudad― a causa de unas fiebres, justamente cuando al fin hay indicios de que llegan los tártaros, y con ellos, la guerra. Parece una pesada broma del destino: Giovanni Drogo no podrá morir como un héroe, pese a su larga espera. El moribundo medita, en su agonía, sobre el sentido de su existencia, y finalmente concluye que su heroísmo más bien tiene que ver con cierta dignidad que permanece intacta ante la llegada del enemigo invencible: la muerte. No cabe el heroísmo si la muerte acaece en soledad y a causa de una fiebre: no habrá memoria de tal suceso en el futuro del reino. Pero el sentido de la dignidad y el honor impulsa al envejecido comandante a un último acto: incorporarse del lecho con sus últimas fuerzas, avanzar hasta la ventana, levantar la vista hacia el cielo nocturno.

Buzzati, como Kafka o Camus, a quienes se lo ha vinculado, no tienen ante sí la expectativa del fin de los tiempos y del Juicio que cierra la historia de la Salvación. Por el contrario, experimentan el nihilismo moderno, la “muerte de Dios”, el vaciamiento del sentido de la existencia ante la certeza de la finitud. Ese vacío se ha llenado, a lo largo de la modernidad y hasta nuestros días, sobre todo en Occidente, con sustitutos precarios de las figuras del Dios y del Demonio: el Estado, la nación, la patria, el pueblo, la utopía revolucionaria, y sus consiguientes enemigos. El dinero, por ejemplo, adquiere la doble condición de lo divino y lo diabólico: es el bien supremo que hay que alcanzar y resguardar, y a la vez el máximo mal, la fuente de la corrupción de la vida a causa de la codicia, del consumismo, del delirio de los jugadores de bolsa que actúan en los escenarios del capital financiero y provocan las grandes crisis de nuestra época. El sentido de la existencia se reduce de esta manera a la acumulación de capitales o de bienes. Se requieren fortalezas que preserven los “patrimonios”: bancos, aseguradoras, muros en las ciudadelas, redes de seguridad… La seguridad se extiende a los estados, luego a sus alianzas o bloques; se construyen entonces los cinturones de misiles, la vigilancia satelital, muros de acero para cerrar el paso a los tártaros de nuestra época… También cinturones que nos protejan de los posibles tártaros que llegarían del espacio exterior. Gog ha sido ubicado en otra parte… En toda esa parafernalia de la seguridad se evidencia el miedo a la muerte. Ante la certeza de la finitud del ser humano e incluso, algún día tal vez no muy lejano, de la especie, se levantan las fortalezas, finalmente inútiles.

“El hombre libre en ninguna cosa piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida”, dice Spinoza. Hay otra fortaleza que radica en el propio ser humano, que brota de su aceptación de la finitud. Quizás Giovanni Drogo alcanzara tal sabiduría justamente en el momento final, cuando acepta su destino, contempla la porción de estrellas que está al alcance de su vista, y sonríe en la oscuridad, aunque nadie lo vea.

Imágenes: Ivars UtinānsBoban Simonovski, Jeswin Thomas 

Jaulas y redes

Iván Carvajal
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La pantera y el artista del hambre

La jaula simboliza la pérdida de la libertad. Al enjaulado se lo ve a través de las rejas, sometido a moverse en un espacio restringido, a dar vueltas de un lado a otro, tratando de esconderse en un rincón. O se lo ve tirado sobre el suelo, en posición fetal. Se encerraba en las celdas a brujas y a locos. Al criminal, al rebelde, al monstruo. Hay quienes buscan la celda: los monjes, las monjas. Se enjaula al animal salvaje en el zoológico o el circo; al pájaro o al hámster, para exhibirlos como mascotas.

En mi niñez me gustaba enclaustrarme en la pequeña biblioteca familiar. Ratón de biblioteca, enjaulado por propia voluntad… Ahí, alguna vez, cayó en mis manos un folleto de edición precaria con dos cuentos de Kafka que me han inquietado a lo largo de mi vida, “El artista del hambre” y “El artista del trapecio”. Toda la escritura de Kafka parece girar en torno a las jaulas, las celdas, las condenas, el encierro. ¡Cuántas veces habré releído los dos relatos, hasta que el cuadernillo acabó deshaciéndose entre mis dedos! Recuerdo que una tarde barrí el polvo de papel siendo presa de una extraña angustia. Recogí los restos como si tuviese que llevarme al tacho de basura las hilachas del cuerpo del artista.

No tiene nombre propio, no hace falta, es único. Como nos cuenta el narrador, el artista tuvo su época de gloria. Lo esperaban en los pueblos, tal vez como se espera hoy a las estrellas de música pop o a los grandes atletas. El ayuno podía percibirse como arte antes del cine y la televisión; podemos imaginarnos las largas filas que se hacían para contemplar al artista. Sus ayunos duraban cuarenta días, a semejanza del de Jesucristo en el desierto. El narrador nos aclara que había escépticos y gente de mala fe, que dudaban de la integridad del artista, aunque este cumplía escrupulosamente sus ayunos. En verdad, le costaba alimentarse. Kafka destila su humor negro para contarnos cómo era arrastrado su débil cuerpo por muchachas especialmente escogidas para la ocasión, después de cada ayuno, a fin de alimentarlo. “No solo de pan vive el hombre”… mas no se puede vivir sin pan.

La gloria es efímera. Poco a poco el público olvidó al artista, que pasó de ser el centro de la atención a un olvidado resto dentro de una jaula arrumbada en algún rincón del circo de aldea. Hasta que algún inspector reparó en esa jaula vacía que no cumplía ya ninguna función. El artista estaba por morir. Al final, susurrando, confiesa la razón por la que había aceptado exhibirse en esos largos ayunos: nunca encontró el alimento que le hubiese satisfecho.

Sin embargo, es en el último párrafo cuando Kafka nos arrastra a lo insólito. No basta con que haya un artista del hambre que ayuna a lo largo de su vida; que, cuando ya no interesa su arte, realiza su más largo ayuno; que termina confundido con las fibras de paja, pues tanto ha mermado su cuerpo. No basta que lo barran junto a la paja para dejar libre el espacio de la jaula. Aún hay otro giro más:

 “¡Ahora limpien aquí!”, dijo el inspector, y enterraron al artista del hambre junto con la paja. Pero en la jaula pusieron a una pantera joven. Hasta para los sentidos más atrofiados, era un solaz ver cómo aquel animal salvaje se revolvía en esa jaula tan despojada. No le faltaba nada. El alimento que le gustaba, los guardias se lo procuraban sin grandes cavilaciones; ni siquiera parecía echar de menos la libertad; ese cuerpo noble, provisto de todo lo necesario para desgarrar, parecía llevar consigo la libertad; parecía estar agazapada en algún lugar de su dentadura; y la alegría de vivir emergía con tan fuerte ardor de sus fauces que a los espectadores no les resultaba sencillo hacerle frente. Pero se sobreponían, rodeaban la jaula y en modo alguno querían apartarse de allí.

 Lo insólito es el desplazamiento del “sujeto de la libertad”, por decirlo de alguna manera. No es el hombre ―el artista― quien lleva consigo la libertad, sino el animal. Más aún, la libertad deja de ser atributo del alma o del espíritu para convertirse en atributo del cuerpo, de su belleza y su fuerza, de su condición salvaje. ¡La libertad parecía estar agazapada en algún lugar de su dentadura!

El desplazamiento del sujeto de la libertad conlleva, por consiguiente, una inversión radical del “lugar” de la libertad: del espíritu (más que del alma) o de la (auto)conciencia se desplaza al cuerpo; y no siquiera a la glándula pineal, donde se suponía que se asentaba el alma, sino a la dentadura. Esta es una inversión del fundamento mismo de la filosofía de Occidente, desde Platón y Aristóteles en adelante, del cristianismo, y también de la filosofía moderna, a partir de Descartes.

Dieciocho siglos antes de Kafka, en su crítica estoica de la noción de libertad, Epicteto había encerrado a otro felino en una jaula:

 Mira, cuando se trata de animales, cómo aplicamos nuestra idea de libertad. Se cuida dentro de la jaula a los leones capturados, se los alimenta, hay personas dedicadas a ellos. ¿Se dirá que ese león es libre? ¿No es verdad acaso que él es más esclavo cuando su vida es más fácil?

Para Epicteto, ser libre implicaba tal grado de autonomía que, en extremo, no se dependiese de las pasiones, de las necesidades materiales, de los poderosos, de la familia, de otros seres humanos. Y por supuesto los animales eran más libres en estado salvaje. Como el “pájaro libre, de libre vuelo” de Violeta Parra. Pero, dirían los filósofos modernos, ¿el pájaro sometido a la ley de la gravedad, a las leyes del movimiento de los fluidos, sin conciencia de esas determinaciones, acaso es libre? La libertad, se sostenía, es conciencia de la necesidad. Es conocimiento de las determinaciones que actúan en el sujeto antes y en el momento de su decisión. Ni el felino ni el pájaro son libres, pues no tienen conciencia, no poseen conocimiento de su situación y, por tanto, tampoco tienen voluntad. Decidir entre el bien o el mal no pertenece a su condición de animal sub-humano. La Naturaleza aparece como una jaula (tal vez infinita) cuyo enrejado está tramado por “leyes naturales”, dictadas (quién sabe si) por Dios (a quien, además, no le gusta a los dados, según Einstein), que rigen de modo universal sobre los cuerpos, el movimiento, la vida y la muerte de animales y hombres. Leyes inalterables que se expresan en lenguaje matemático.

El pájaro vuela en el ámbito que le permite la ley natural, mientras el desaprensivo Ícaro terminará precipitándose contra la tierra por el mal uso (equivocada decisión) que da al artefacto construido por su padre Dédalo. Este, el prudente, es el técnico-artista que logra dominar las fuerzas naturales con el conocimiento, es quien inventa. El artista del hambre es dueño de una técnica peculiar, la del ayuno. La jaula en la que vive está hecha para exhibirlo. Dédalo tiene que escapar de la jaula-laberinto que ha construido para el Minotauro y sus víctimas; no dispone del hilo de Ariadna, reservado al héroe, pero posee imaginación y a la vez habilidad técnica. El artista del hambre, por su parte, está destinado a morir en su jaula, como el monje en su celda.

La jaula de hierro

 Kafka estudió con Alfred Weber, hermano de Max. Seguramente estuvo al tanto de las tesis de los dos Weber. Max había muerto un par de años antes de que Kafka escribiera “El artista del hambre”. Se ha considerado la posible influencia de los Weber en Kafka. Como sea, lo que aquí interesa es recordar que Max Weber acuñó una metáfora para sintetizar la condición humana en el mundo moderno (occidental). El espíritu de la Reforma, sobre todo del calvinismo, impulsó el surgimiento del mundo moderno capitalista. Pero a la fase inicial, aquella a la que Marx denominó “acumulación originaria”, siguió un continuo proceso de racionalización de la vida (desarrollo científico y técnico, surgimiento de las teodiceas racionalistas), de desencantamiento del mundo (es decir, retroceso del mito y de las explicaciones del mundo sustentadas en la fe), y finalmente de organización estatal. El ordenamiento social pasó entonces a depender de la administración burocrática (de un ejército de inspectores). El desencantamiento del mundo implica la pérdida de sentido, de la comprensión del mundo como totalidad. Las ciencias no proporcionan sentido, sino conocimientos circunscritos acerca de regiones de la realidad. La técnica moderna produce máquinas, en las que se “coagula el espíritu”. El trabajo “vivo” deviene también maquinal. Pero esto no acontece solo en la industria, sino en la organización estatal. Dice Weber en Economía y sociedad:

Es espíritu coagulado, asimismo, aquella máquina viva que representa la organización burocrática con su especialización del trabajo profesional aprendido, su delimitación de las competencias, sus reglamentos y sus relaciones de obediencia jerárquicamente graduadas. En unión con la máquina muerta, la viva trabaja en forjar el molde de aquella servidumbre del futuro a la que tal vez los hombres se vean algún día obligados a someterse, impotentes como los fellahs del antiguo Estado egipcio, si una administración buena desde el punto de vista puramente técnico llega a representar para ellos el valor supremo y único que haya de decidir acerca de la forma de dirección de sus asuntos.

La burocratización del mundo de la vida es una jaula de hierro que enajena a los sujetos en las sociedades modernas. Sin duda vivimos atrapados entre procesos y leyes que se tornan absurdas. ¿Acaso no nos hemos reconocido alguna vez, o casi todos los días, en Josef K., en K., en Gregorio Samsa o en el insecto en que este deviene, bastante menos que un animal salvaje?

La jaula de hierro se da en los regímenes totalitarios (fascismo, nazismo, estalinismo), en las dictaduras militares, en los “socialismos realmente existentes”, en los regímenes sustentados en fundamentalismos religiosos o nacionalismos, pero también en las “democracias liberales”. Es cierto que hay diferencias que deben tenerse en cuenta entre unos regímenes y otros. Pero si se trata de pensar la libertad, es preciso considerar el peso de la racionalización burocrática en la vida moderna. Ya no solo de Occidente, sino de cualquier parte de la Tierra. De alguna manera, Occidente impregna la totalidad del mundo, sobre todo a partir de la economía capitalista mundial, de la burocratización de la vida y de la tecnología.

Redes

Un último giro de la metáfora del encierro. De la jaula del artista (o del monje o el criminal o el monstruo) a la jaula de hierro. De esta a la red. Es notable que en el uso de esta metáfora (red) se haya puesto el acento más bien en el vínculo entre nodos, que desde luego existe, antes que en los hilos de la red que atrapan. ¿Cómo se atrapa a peces, pájaros o fieras, si no es con redes? No obstante, todos los días se nos recuerda cómo estamos atrapados en las redes: la circulación vertiginosa de chismes y mentiras con propósitos de engaño político o de estafa económica, la enajenación de los niños y adolescentes que ya no juegan al aire libre sino que permanecen con las narices pegadas a las pantallas, la estulticia de millones que siguen a los “influencers” o los “reality shows”. Cada vez hay más seguimiento y control de la conducta de los sujetos por parte de los aparatos estatales (policíacos, burocráticos) o empresariales (financieros, de “servicios”). Sabemos cómo actúan las “redes” sobre las “decisiones” (del consumo o la política, y aun del crimen), cómo intervienen sobre la “voluntad” de los sujetos. Estamos informados que nos espían por cámaras, teléfonos, y quién sabe qué otros aparatos domésticos.

Sin embargo, las técnicas tienen la cualidad de farmakon (Bernard Stiegler). Desde la Antigüedad se sabe que el fármaco que cura es también nocivo, tóxico, incluso mortal. Lo es el oxígeno, fundamental para la vida. No parece posible alcanzar un ámbito de libertad entre las rejas ―como el artista que realiza su apuesta vital, o como el poeta que, consciente de que el mundo moderno ha devenido una jaula de hierro, escribe “El artista del hambre”, o como el artista que hoy juega entre las redes― sin interactuar razonablemente con los otros seres humanos que nos rodean, con las cosas naturales y los objetos prácticos. No parece posible un ámbito de libertad ajeno a las posibilidades técnicas.

La libertad quizá sea más bien una posibilidad que emerge en cada instante de decisión: la potencia vinculada a la palabra, al lenguaje. El ayuno se realiza en silencio. Pero cuando la dentadura cesa de masticar, en la cavidad bucal florece la palabra. Y la palabra en libertad es el fundamento de la sabiduría, de la creación, del pensamiento, del poema.

El poema: religión, fe, perplejidad

Iván Carvajal

 

“Es probable que todo gran poeta tenga algo de religioso”, escribe Ramón Xirau. Esta afirmación aparece en su ensayo destinado a Carlos Pellicer, quien a su juicio sería “el único poeta de nuestra lengua que llega a unir poesía moderna, vanguardismo y catolicismo”. Esta declaración de Xirau ― filósofo preocupado por lo sagrado y poeta religioso ― se destaca en el contexto de una obra crítica que examina la poesía de Juan Ramón Jiménez, Huidobro, Vallejo, Gorostiza, Cernuda o Lezama Lima, entre otros poetas de lengua española del siglo pasado. Xirau es consciente, desde luego, de las “influencias” de la religión católica en la poesía española e hispanoamericana. Símbolos, narraciones bíblicas o referencias a aspectos cultuales aparecen a menudo en poetas cuya religiosidad sin embargo es indecidible, si es que nos atenemos a los textos. El nombre de Cristo puede insertarse en el poema, y con ello se establece una obvia referencia al Hijo del Hombre o a la figura del Hijo de la Trinidad en la doctrina cristiana, mas no por ello el poema expresaría a un hablante católico, o aun cristiano, sino que del texto aflora un proceso metafórico que liga lo dicho en él con la figura religiosa. El crítico hispano-mexicano percibe en los poemas de Vallejo una continua referencia al cristianismo, a Cristo, a la religiosidad popular. Siguiendo esta línea de análisis, diríamos que en Boletín y elegía de las mitas el poeta se remite a la Pasión de Cristo para exponer, mediante la analogía, la pasión del pueblo indígena, víctima de la opresión y la violencia del colonizador español y de su aliado, el mestizo, así como la expectativa de redención. No por ello se puede afirmar que Dávila Andrade sea un poeta cristiano, aunque sí se puede concluir que el poema tiene un indudable contenido religioso y, como en el caso de múltiples poemas de Vallejo, como bien ha advertido Xirau, un tejido de referencias a la Biblia y a la religiosidad popular. Más aún, en el caso del Boletín se invoca a una divinidad indígena, Pachacámac, en versos que crean una imagen que trastoca la figura del Dios cristiano, pese a que esos versos posean una similitud estructural con los salmos o las plegarias bíblicas: “¡Oh, Pachacámac, Señor del Universo! / Tú que no eres hembra ni varón. / Tú que eres Todo y eres Nada, / Óyeme, escúchame. / Como el venado herido por la sed / te busco y sólo a Ti te adoro.” ¿Se podría considerar que el dios nombrado “Pachacámac” es la misma persona divina llamada Yahvé, o una de las tres personas de la Trinidad del cristianismo? “Tú que eres Todo y eres Nada”: no, no solo es un nombre distinto, es una divinidad diferente.

“Es probable que todo gran poeta tenga algo de religioso”… La frase es equívoca; no dice que todo gran poema, sino que todo gran poeta es religioso. La equivocidad puede surgir de considerar los poemas como expresión de la subjetividad del poeta, una subjetividad finalmente unitaria y autoconsciente. Ello nos arroja a uno de los grandes temas del pensamiento contemporáneo que, traído a colación en lo que aquí interesa, pondría en cuestión al Yo que habla en el poema. Es obvio que los poemas son “obras” de poetas llamados Vallejo, o Gorostiza, o Paz, o Dávila Andrade, quien sea, con su genialidad o sus talentos. Pero, ¿qué es la “obra”? ¿Cómo vienen las palabras al poema? Este no es algo que esté en la mente del poeta y luego se plasme sobre el papel. Lo que tiene el lector ―o el oyente, el “público”― ante sí es el poema, que ha adquirido autonomía de su autor. En el poema “habla” un Yo ya emancipado del autor, cuya supervivencia fantasmal proviene del texto. ¿Cuál era la religión de Vallejo? Es indecidible, y además, no importa para nada… Pero los poemas de Vallejo tienen un indudable sentido religioso.

 

 

Que haya “pocos poetas católicos en lengua castellana” es una constatación en la que vale la pena detenerse. ¿Cómo es posible que en un contexto cultural impregnado de catolicismo haya tan pocos poetas católicos? A más de Pellicer, Xirau apenas puede nombrar a López Velarde, Valle-Inclán y Bernárdez. Más allá del castellano, a Péguy, Claudel y Eliot, este último propiamente anglicano… ¿Por qué hay tan pocos poetas católicos? Es evidente que la pregunta tiene que colocarse en el contexto histórico-cultural de la época moderna. Ningún poeta hispanoamericano, desde Martí o Darío en adelante, puede ignorar las consecuencias del romanticismo y de su crítica, la cual provocó la revolución poética que tuvo lugar a partir de Baudelaire, Rimbaud, Lautréamont o Mallarmé. Esta revolución, que modificó radicalmente la posición de la poesía en el mundo, estuvo en consonancia con las profundas transformaciones culturales, en los dominios de las ciencias, las filosofías, los sistemas de creencias, la revolución industrial y el crecimiento urbano. Después de Nietzsche, Marx, Darwin, o Freud, después de Einstein, en las grandes ciudades, tenían que suceder significativas conmociones religiosas, cambios en el ámbito de lo simbólico, trasmutación de los valores, de las formas de la vida cotidiana. Por consiguiente, en el lenguaje poético, no solo los motivos de los poemas adquirían nuevas fisonomías, sino que surgían formas expresivas ― renovación formal de las estrofas, de los versos, variaciones lexicales, incorporación de vocablos que habían sido excluidos del lenguaje poético, neologismos, innovaciones tipográficas, inclusión de ideogramas… En el plano del contenido, igualmente tenían que modificarse sustancialmente las metáforas, los símbolos, las imágenes, lo que podríamos llamar “ideas poéticas”, a fin de que correspondiesen a las nuevas concepciones del mundo, incluidas las religiosas.

¿En qué sentido, en este horizonte, podían los poemas tener “algo de religioso”? Para comenzar, ¿qué significado adquiere el vocablo “religioso” que pueda articularse con lo poético? En el término están contenidos varios planos de significación: las creencias en lo divino, en los dioses o Dios; los mitos en torno a lo divino y lo demoníaco, los dogmas que se establecen en torno a la divinidad; los rituales, sacrificios, plegarias que forman parte del culto; las normas morales que se aceptan como provenientes de la divinidad; sentimientos, símbolos, imágenes. El bien y el mal… La religión implica además la existencia de grupos humanos, de comunidades que comparten esas creencias y rituales; más aún, son estos los que fundamentan los vínculos colectivos. El término “religión” implica por una parte la afirmación del vínculo de los creyentes con la divinidad, y por otra, el vínculo comunitario. Esta doble re-atadura, de los creyentes con lo divino o lo sagrado, y de la comunidad, es en efecto componente de buena parte de los “grandes poemas” que nos llegan del pasado, del Gilgamesh en adelante, los poemas bíblicos, los de Homero o Hesíodo, las grandes tragedias griegas… La Comedia de Dante es, en cierta medida, un poema teológico. Podemos decir que los dioses ―incluido Yahveh, incluida la Trinidad que es un solo Dios― son figuras o imágenes poéticas creadas en los poemas. Las mitologías son narraciones poéticas. Los dioses y demonios de comunidades más antiguas, divinidades de las que no nos quedan huellas, seguramente habrán surgido de poemas semejantes.

A más de este primer sentido de lo religioso que caracteriza a buena parte del inmenso acervo de poemas que se conservan en la gigantesca biblioteca contemporánea, es decir, de poemas que crean divinidades ―y los demonios consiguientes― está un segundo sentido del vocablo, que remite al vínculo entre los poemas y otras formas culturales. Nos hemos referido a ello a propósito de Vallejo y Dávila Andrade. Hay aún un tercer significado de lo religioso, especialmente importante para la poesía moderna de Occidente, que arranca del Renacimiento y sobre todo de la Reforma protestante: hay poemas que expresan la búsqueda de Dios por el poeta. El poema describe los caminos que recorre el alma del místico ―santa Teresa o san Juan de la Cruz― o entraña una meditación sobre el vínculo entre el hombre o el alma con Dios o Cristo ―”El Cristo de Velásquez” de Unamuno o Dador de Lezama.

 

A primera vista, se podrían establecer varias vertientes de esta faceta religiosa en los poemas de la época moderna, siguiendo el haz de significados asociados al término “religión”. Quisiera destacar dos de ellas, que forman parte  de la poesía hispanoamericana del siglo pasado. Una proviene de un poderoso poeta del siglo XIX, Walt Whitman.Es la vertiente panteísta de la religiosidad poética. Canto a mí mismo, por no decir la totalidad de Hojas de hierba, es un canto que reúne en el Yo la totalidad del cosmos, lo sagrado y lo profano, Dios y los trabajadores de los puertos o los campos, lo divino y lo diabólico, los santos y los pecadores, las mujeres y los hombres, los amantes ―heterosexuales y homosexuales; blancos, negros, pieles rojas; el sol, los astros, las praderas, los lagos, los animales, los insectos… Un canto que recobra el pasado, el ahora y sus infinitas posibilidades que se abren al progreso incesante. “Walt Whitman, un cosmos, el hijo de Manhattan, / Turbulento, carnal, sensual, comedor, bebedor y procreador, / Ni sentimental, ni erguido por encima de los hombres y mujeres, ni alejado de ellos, / Ni modesto ni inmodesto.” Canto de Walt y de la Masa: “¡Desenvolvimiento inacabable de las palabras de todas las épocas, / Y mi palabra, una palabra moderna, la palabra En Masa! // Palabra de la fe que nunca engaña, / Hoy o después es para mí lo mismo, acepto el Tiempo de una manera absoluta. / (…) / Acepto la Realidad y no oso ponerla en duda, / Lo material la penetra de principio a fin.” Whitman proviene de una tradición protestante, es cierto, y gracias a ello el lenguaje de los grandes poemas bíblicos resuena en los suyos. Tiene como antecesores a Shakespeare, a Milton, a los románticos ingleses, a Jefferson, y como contemporáneos a Lincoln y Emerson. Estados Unidos es entonces una nación joven, poderosa, en expansión. Una nación que pasa por una guerra civil en la que el poeta toma partido ―como ciudadano y como poeta― por la causa democrática. En lo que aquí interesa, su canto se refiere en efecto a la totalidad de la Realidad: el poema es testimonio de la fe en ella, y de la fe en las palabras que nombran las cosas, que las colocan en su evidencia, fe en el lenguaje que proviene de la Masa, de la comunidad de hablantes. La palabra poética consagra la Realidad, el cosmos, la humanidad, la democracia. Sin duda hay un aliento panteísta en Whitman. Lo divino emana de cada ser, es decir, de lo finito, de la vida y la muerte; se trasluce en las metamorfosis de los seres y del canto, tiende constantemente a la totalidad, y a la vez es movimiento, devenir infinito. Considero que pueden inscribirse en esta vertiente de religiosidad panteísta Alturas de Machu Picchu de Neruda, el conjunto de la obra poética de Vallejo, seguramente Altazor de Huidobro, o, a pesar de las diferencias formales ―pues el poeta ecuatoriano no adoptó ni el verso libre ni el versículo―, Las armas de la luz de Carrera Andrade.

La otra vertiente es más bien introspectiva. El poema es una flecha en búsqueda de blanco, de sentido. También en este caso está en juego la fe en la palabra, en su posibilidad de alcanzar el absoluto. Mas el absoluto es inalcanzable. Si el panteísmo anhela sacralizar todo lo existente ―lo cual puede interpretarse también como profanación, pues si todo es santo,nada lo es― la religiosidad del poema en que el Yo se dirige en soledad al absoluto se emparienta más bien con la teología negativa, con la mística: el poema tiende a despojarse de la referencia al devenir del mundo para concentrarse en el salto hacia lo divino…

“Luego ― como habrá hablado según lo absoluto ― que niega la inmortalidad, lo absoluto existirá fuera ― luna, encima del tiempo: y el levantará las cortinas frente a él.” Mallarmé advierte que el absoluto es la Nada, lo que obliga a Igitur a volverse hacia la luna, hacia el devenir ―el tiempo―. Como Igitur, el poeta tiene que descorrer las cortinas para abrirse al ser. Heidegger, por su parte, en uno de sus ensayos sobre Hölderlin, anota: “Poesía es auténtica fundación del ser. (…) La medida no reside en lo desmesurado. Nunca hallamos el fundamento en el abismo. Pero puesto que el ser y la esencia de las cosas nunca se pueden alcanzar y derivar a partir de lo existente, deben ser creados, establecidos y otorgados libremente. Tal libre donación es fundación.”

Los poemas de nuestra época vibran, entonces, entre el panteísmo ―portador de cierto optimismo o también de una afirmación de la vida sin más―, y el nihilismo ―en el que resuenan tanto el anhelo de Dios, quizás de un nuevo dios que salve lo que pueda salvarse del hombre, a veces cierto pesimismo, a veces un anarquismo ontológico…

El poeta de nuestro tiempo, en “libertad bajo palabra”, se debate entre la fe que deposita en el lenguaje para fundar mundo ―para dotarlo de sentido y para dar sentido a la existencia―, y la incertidumbre, el desconcierto, la perplejidad, el silencio.

 

 

 

Contemplación de fragmentos (2ª parte)

III

Percibimos el espacio como si fuese tiempo detenido, como si el tiempo hubiese «cristalizado» o «coagulado» en ciertas configuraciones que están ante nosotros. Y percibimos el tiempo, el devenir, como si se expandiese en volúmenes, como sucesión de cuerpos o volúmenes que se superponen o se despliegan. En la contemplación de un «lugar» podemos rastrear, más allá de las imágenes, la sucesión del tiempo, los diferentes ritmos y modificaciones que provienen de los cambios en las formas de la vida humana: largos períodos de cierta continuidad y crecimiento, repentinas crisis, catástrofes geológicas o sociales.

Ciudades, aldeas, caminos o campos son configuraciones espaciales donde se juntan los restos de la vida humana del pasado con las formas del presente. En cada «lugar» se superponen signos y símbolos de poderío o de miseria, de grandeza o desesperación; se juntan innumerables fragmentos que quedan de esfuerzos, alientos o renunciamientos; de saberes, conocimientos, creencias y equívocos; de ritos, esperanzas o catástrofes. En español, para el panorama «natural» que se contempla desde una determinada posición del observador tenemos la palabra «paisaje»; sin embargo, no existe una palabra que denote el espacio de la ciudad que contemplamos desde un determinado punto de vista, por ello haré aquí uso del término «paisaje» en un sentido amplio, no restringido a lo que se supone —a mi juicio, erróneamente— que es «naturaleza» exterior a la realidad artificial creada por el trabajo, la técnica y el lenguaje. El «paisaje», en este sentido amplio —un paisaje de la ciudad, del campo, o del bosque o incluso de la selva o del desierto que están más allá de la relación ciudad/campo— es historia, es transformación constante. Caminamos por una ciudad, o más precisamente por alguna parte de una ciudad, nos detenemos en algún punto, y bajo nuestros pies y arriba de nuestras cabezas, frente a nosotros, ante nuestras miradas, a nuestras espaldas, brotan incesantemente los signos de su(s) historia(s).

Cualquier construcción, no solamente aquellas que son consideradas «monumentos», posee esa densidad que invita al arqueólogo, al antropólogo o al historiador a examinar, discriminar y ordenar restos, a reconstituir imaginativamente las edificaciones a partir de sus ruinas, a establecer las modalidades de reutilización de fragmentos de lo antiguo que se insertaron en las nuevas construcciones, las cuales a su turno tal vez hayan sido arruinadas posteriormente. Densidad semejante tiene el habitante o el visitante cuyas memorias sedimentan la experiencia vivida en casas, patios, escaleras, calles, plazas, mercados, parques o estadios, estaciones de trenes o aeropuertos, iglesias o cementerios… De tal densidad que se brinda a la contemplación provienen las preguntas sobre las formas de vida cotidiana, los sistemas de creencias, de relaciones familiares, de prácticas sexuales, laborales, mercantiles o funerarias, sobre alimentos, hambrunas, enfermedades, fármacos y prácticas curativas, sobre instituciones y relaciones de poder que utilizaban los seres humanos que vivieron en esos parajes, lo que deriva en una necesaria, aunque no siempre obvia, comparación con las formas actuales de vida humana. El pasado se presenta como una sucesión de construcciones, destrucciones o reconstrucciones cuyos restos están ante nosotros, es decir, que son parte del presente. De esa combinación-contrastación entre pasado y presente, y como una proyección de las posibilidades recreativas de la vida humana que se abren a partir de ellas, surgirán las expectativas de lo que puede venir, de futuro. El espacio se revela entonces como una singular cristalización del tiempo, que recoge en el presente las huellas del pasado y las proyecta hacia adelante, hacia el porvenir. Pero tal vez esta sea solo una manera moderna de percibir esa cristalización del tiempo en el espacio que se recorre durante la contemplación de un «paisaje»…

Si consideramos con detenimiento las distintas «capas» que coexisten y se superponen en un determinado «paisaje» citadino, una basílica como la de San Clemente de Letrán o el Zócalo de la ciudad de México, podemos contrastar la articulación entre pasado, presente y futuro que se configura en el mundo moderno con las formas culturales del pasado. En efecto, los sacrificios en el Templo Mayor tienen que ver con una concepción cíclica del tiempo, aniquilada de hecho por la técnica moderna, industrial. ¿Qué «futuro» constituía el horizonte de expectativas de los artistas-artesanos del mural del ábside de San Clemente? No, por cierto, el horizonte del «progreso» sino la «eternidad», el cumplimiento de la promesa escatológica, la salvación. ¿Qué esperaba del futuro Diego Rivera? Seguramente algo había en él de las utopías revolucionarias del siglo XX, y tal vez de una esperanza de fama póstuma unida para siempre a la historia nacional mexicana. Mas, a pesar de la teleología implícita en la utopía política, esta es sustancialmente diferente de la escatología cristiana; aquella apuesta al futuro, esta, a la eternidad. ¿Qué esperan del futuro los turistas de nuestros días, a los que les llegan los restos del pasado más bien desde las pantallas de sus portátiles que de la conmoción que pueden provocar las piedras, las columnas o las pinturas murales? ¿Cómo perciben la articulación de pasado, presente y futuro los millennials, y en general, cómo percibimos esa articulación dentro de la aceleración que caracteriza a nuestra época?

IV

Quien contempla un paisaje, en el sentido que aquí he dado a esta palabra, lo hace desde un singular punto de vista que inserta el presente en la historia. También el mundo del observador devendrá con el tiempo espacio congelado, ruina, fragmentos dispersos. Quizás llegue a constituirse en una sucesión de legados trasmitidos como fragmentos que servirán para reconstrucciones, reutilizaciones, o que simplemente serán olvidados, esto es, que serán —literalmente— enterrados. La ciudad que habito o que visito, las formas de la vida humana en que existo, polvo serán, y no necesariamente «polvo enamorado». Quizás algún día otro visitante, otro viajero, tal vez arqueólogo, historiador o antropólogo, se volverá hacia lo que serán los restos, siempre fragmentarios, de nuestra peculiar historia. Hacia las huellas que dejamos: las ciudades o las partes de las ciudades en las que existimos.

De alguna manera, las ciudades, pero también las aldeas, los campos, es decir, cualquier paisaje, es museo, es monumento. Por ahí se encuentran callejuelas exuberantes en la exhibición de fachadas, balcones, puertas, rincones, acueductos, cloacas, plantas industriales, jardines; algún instrumento de labranza, un yunque, un martillo, un molino, o una cazuela, una cuchara, un cuchillo, una vasija, una máquina de coser, una rueda de carreta o un neumático, los restos de un puente de piedra o de una vía férrea abandonada, más allá unas tumbas o un campo que evidencia la conquista humana sobre la roca, sobre la pendiente de la montaña, las landas, la selva, el mar o la cuenca de un río. Conquista humana que es «civilización», construcción de mundos, sabiduría, y a la vez, «barbarie», destrucción, estulticia.

La ciudad no tiene fijeza, está en constante mutación, es infinita, no puede concluir. En sus inicios o en algunos momentos de su desarrollo podrá planificarse su disposición espacial, podrán establecerse determinados criterios para su evolución. Pero no hay posibilidad alguna de que el cálculo ordene la historia. La suposición de que es posible calcular las determinaciones del desarrollo social, y por tanto de que es posible la planificación hacia objetivos claramente delimitados, con exigencias de eficiencia, eficacia y con el ejercicio de controles del poder, deriva en la violencia autoritaria. La suposición contraria, de que no hacen falta regulaciones, deriva en anárquico desquiciamiento del espacio común de convivencia. Entre esos dos polos intentan moverse las sociedades contemporáneas. El devenir, sin embargo, es indeterminable. Podemos comprender ciertas tendencias, intuir posibilidades afirmativas de cierto desarrollo de las condiciones civilizatorias y a la vez de determinados riesgos de catástrofe, pero nos es imposible planificar y encuadrar el futuro de cualquier ciudad. Esto, no obstante, no implica que en cada momento, en cada ciudad y en sus distintos fragmentos, no se despliegue una incesante recreación, que puede implicar tanto la destrucción de su tejido social e histórico como su transformación afirmativa.

Múltiples factores que provienen del interior o del exterior de la ciudad, la irán transformando, a veces imperceptiblemente, a veces de modo violento. Hay ciudades hoy invisibles, que han sido borradas de la faz de la tierra, que yacen enterradas por las arenas del desierto, bajo la selva o la lava, en el fondo del mar. Hay ciudades que fueron amuralladas para salvarlas de la destrucción; hoy las murallas son restos arqueológicos. La historia reciente de Detroit es en este sentido ejemplar. La que un día fue capital de la industria automovilística y a la vez del jazz, llegó a ser declarada «en quiebra» en 2013. Que una ciudad sea declarada «en quiebra» solo podía acontecer en la época del dominio mundial del capitalismo financiero. En 2013, en su filme de vampiros Only Lovers Left Alive, Jim Jarmusch ubicó a Adam (Tom Hiddleston) en la ruinosa Detroit y a Eva (Tilda Swinton) en Tánger. Se pueden encontrar en internet algunos documentales sobre esta ciudad aniquilada. Pero asimismo podemos ver los crecimientos de las favelas, los hacinamientos en las megalópolis, el caos que crece en medio de la acumulación de basura, o los edificios tomados por los okupas, en pleno «centro histórico» de grandes ciudades.

Si la ciudad es configuración espacio-temporal y obra humana, en ella se entrecruzan diversas posibilidades de construcción (y destrucción) o de modificación del espacio, contenidas en los sistemas técnicos que disponen las sociedades concretas. En la ciudad se combinan entramados semióticos y, siendo historia, ritmos temporales diferentes. Hoy día los cambios de las ciudades son vertiginosos, con una aceleración que crece constantemente. En gran parte del planeta esa aceleración está ligada a los movimientos migratorios, a los movimientos de mercancías, entre ellos, de la masa de informaciones, movimientos relacionados con un consumismo obsesivo que aniquila las cosas en un breve tiempo. Sobre las ruinas de los templos de los dioses monoteístas del pasado se construyen los nuevos templos del consumo, que se desplazan desde los centros comerciales, semejantes todos a pesar de su ubicación en cualquier lugar del planeta, hasta las pantallas del teléfono o del ordenador portátiles, estos templos minimalistas a los que permanecemos atados buena parte de nuestro tiempo, en un ritual de obsesiva contemplación de imágenes, ya sea que vivamos en un chalet de una urbanización amurallada o en una casucha de favela. Al mismo tiempo, la automatización va ganando espacios en la vida cotidiana; en pocos años más no habrá ni chofer de taxi que nos cuente los chismes políticos ni cajero de supermercado que nos haga la cuenta.

Si una ciudad, cualquier ciudad, está en continua transformación, si en cada lugar el tiempo deja huellas del paso sucesivo de las generaciones en conglomerados de ruinas, de restos que se juntan en el espacio, que a veces se incorporan en nuevas construcciones o que quedan sumergidos en ellas, entonces la construcción-destrucción-transformación es obra de todos quienes las han habitado, incluso de aquellos que han estado solo de paso por ellas. Hay un poema de Brecht que reivindica esta creación multitudinaria y anónima. El poema inicia con una pregunta acerca de los constructores de las ciudades: «¿Quién construyó Tebas, la de las Siete Puertas? / En los libros aparecen los nombres de los reyes. / ¿Arrastraron los reyes los bloques de piedra?» ¿Dónde quedaron los anónimos albañiles, con qué se alimentaban?

«Tantas historias, / tantas preguntas», con estos dos versos termina el poema.

 

Para Eduardo Kingman Garcés,
poeta, pintor e historiador de Quito

 

 

 

 

 

Contemplación de fragmentos (1ª parte)

Iván Carvajal
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I

Plaza de la Constitución de la ciudad de México, o Zócalo, como diría cualquier habitante de la ciudad: quien ha sido arrojado desde la boca del subterráneo, expulsado por la masa de aire enrarecido que respiran miríadas de seres humanos que se desplazan por el vientre de la ciudad, se sobrecoge ante esa superficie imponente de la plaza a la que arriba. En su entorno, el Palacio Nacional, que fue sede de gobierno del Virreinato de la Nueva España y luego del gobierno mexicano, y que aún hoy —aunque desplazado como residencia presidencial por Los Pinos, situado en el bosque de Chapultepec— conserva su función administrativa y ceremonial; la Catedral Metropolitana, símbolo del poder de la iglesia católica; en los otros costados, edificios que provienen del esplendor del Virreinato, de la magnificencia barroca y de los cambios estilísticos o funcionales, como los grandes hoteles y las vitrinas de las joyerías. En ellos, pueden verse los conceptos arquitectónicos y los efectos de las técnicas constructivas que se han sucedido durante siglos. Abajo, en el subsuelo, la estación Zócalo del metro, que exhibe en un hall subterráneo información sobre la historia de la Plaza de la Constitución y su entorno. Hacia una esquina, el Museo del Templo Mayor, la memoria de la grandeza de Tenochtitlán, la capital de los mexicas, donde se exhiben in situ algunos magníficos restos arqueológicos del esplendor del imperio de Moctezuma, y con ellos, restos de los rituales del poder, incluidos los sacrificios de las víctimas humanas arrebatadas a los pueblos vencidos. Huellas son de una estética al servicio del dominio.

Los conquistadores españoles tenían que asentar su poder sobre la destrucción de los símbolos del poder antecedente de los aztecas. Como en otras partes, la catedral católica tenía que levantarse sobre las ruinas del templo mayor de los derrotados —solo en Córdoba tuvieron que construir la catedral en el interior de ese bosque de columnas que parece extenderse al infinito, que es la grandiosa mezquita— y sobre la laguna que se iría secando en los siglos sucesivos. Por allí hay quienes dicen que la Catedral se hunde milímetro a milímetro, dada la inconsistencia del suelo… Aún hoy podemos advertir en las piedras que quedan en el museo del Templo Mayor los rastros de la sangre vertida por las víctimas de los sacrificios rituales de los mexicas. La catedral, a su turno, se erigió sobre la sangre de hombres y mujeres del pueblo de Moctezuma y Cuauhtémoc asesinados por Pedro de Alvarado y sus soldados. Alvarado, aquel que en su desbocada ambición treparía más tarde el Chimborazo con un puñado de aventureros para arribar con retardo a las orillas de la laguna de Colta, donde su competidor Diego de Almagro se había inventado unas horas antes la villa de Santiago de Quito. Fueron los descendientes de los mexicas y otros pueblos indígenas quienes durante el dominio colonial levantaron el esplendor barroco de la capital de la Nueva España. Sobre las ruinas del palacio de Moctezuma habría construido Cortés su casa; luego, sobre esta, se edificaría el palacio de los virreyes que posteriormente devendría vivienda u oficina de los presidentes republicanos, es decir, lugar de decisiones, de intrigas, de conciliábulos, de conspiraciones y traiciones… Sobre la casa de la Malinche se construiría luego el edificio del gobierno de la ciudad. Y por último, se invitaría ya en el siglo pasado a uno de los grandes pintores mexicanos, cuyo nombre se asocia con las vanguardias no solo artísticas sino también políticas, Diego Rivera, a que despliegue en los murales del Palacio Nacional su interpretación de la historia mexicana, desde la reivindicación del pasado indígena hasta la revolución de inicios del siglo XX. De alguna manera, los murales de Rivera sintetizan la apropiación del pasado por parte del Estado surgido de la revolución. Sin embargo, la riqueza simbólica de los restos, la significación de cada fragmento, de cada piedra, desbordan cualquier intento de totalización de la memoria. Esta es compleja, contradictoria, plural. Llena de ruidos, de vacíos, de interrogaciones.

Los ruidos y la interrogación llegan desde los restos o desde la vida cotidiana actual, desde la actividad en la plaza y las calles circundantes, desde el bullicio de los comediantes que provienen de algunas comunidades indígenas actuales y simulan con sus danzas ser aztecas de la época de los sacrificios en el templo de Tenochtitlán, para asombrar a los turistas crédulos. Ruidos y voces que llegan desde el trajinar de los comerciantes de baratijas o de aquellos que un par de cuadras más allá levantan el griterío desde cada puerta anunciando lentes, teléfonos, zapatos, trajes de novia o de primera comunión, tacos o tortas o frutas, en medio de un entramado multicolor y un aire viciado. Esa agitación continuamente modifica lo monumental y se guarda en la memoria, más allá de los grandes episodios que son los que suelen registrar la historia política o las llamadas historias nacionales, en el devenir de esa modalidad espacio-temporal que es el hábitat de la vida humana, la ciudad.

 

II

Todos los caminos conducen a Roma. A los restos del antiguo imperio, a la capital del poderío papal, a la ciudad de Rossellini, de Passolini, de Fellini o de la Romana de Moravia. La industria turística moverá a través de sus redes los circuitos de los visitantes: el Coliseo, el Foro, la Fontana di Trevi, el Vaticano, con suerte, la capilla Sixtina… Muchedumbres de hombres y mujeres provenientes del mundo entero se abren espacio a codazos para sus selfies. El ojo no se detiene en las formas creadas por Miguel Ángel o Bernini, lo importante es el registro del instante del paso por la Sixtina o por delante de la Fontana. Roma concentra como ninguna otra ciudad esa exhibición monumental, museológica, en la cual el visitante se siente próximo a más de dos milenios de historia. Pareciera que cada piedra, cada ladrillo, cada rincón, estuviesen gritando o murmurando su lugar en esa historia multifacética, irreductible a ningún sentido unívoco. Sin embargo, hay lugares en Roma donde el flujo de los turistas desciende notablemente, como la iglesia de Santa María de la Victoria que guarda la obra excelsa del Bernini, El éxtasis de Santa Teresa, o como la basílica de San Clemente de Letrán.

Se ha dicho que la basílica de San Clemente debiera ser visitada al revés de su obligado recorrido, y es verdad: habría que ascender desde el subsuelo, desde su planta inferior, desde los restos de una edificación civil, una casa romana del siglo I d.C. que habría pertenecido al cónsul y mártir cristiano Tito Flavio Clemente, contemporáneo del otro Clemente, el papa al que está dedicada la basílica. Habría sido, por consiguiente, lugar de encuentros clandestinos de los primeros cristianos, romanos y otros que habrían llegado a la ciudad. Pero a un costado de la casa hay otros restos, que dan testimonio de otros rituales clandestinos, los de la religión mitraica, que hasta el siglo III d.C. ganó adeptos, especialmente entre los soldados que habían llegado desde el Asia Menor y las riberas del Mar Negro. Ahí se exhibe, en la penumbra del subsuelo, una estatuilla del dios iranio del gorro frigio, que sacrifica al toro por pedido del Sol. La religión mitraica rivalizaba entonces no tanto con el paganismo oficial del imperio, sino con el cristianismo y otros cultos que provenían de Oriente, especialmente el de Isis, originario de Egipto, y que según el historiador Robert Turcan ponían en evidencia el debilitamiento del paganismo y el ímpetu del monoteísmo que habría de imponerse luego. Monoteísmo, habría que señalar, más próximo a la monarquía imperial que el politeísmo pagano, como pondría en evidencia Constantino al consagrar al cristianismo como religión oficial del imperio. «Esta religión pura y vigorizante —escribe Turcan a propósito de la mitraica— rivalizó durante cierto tiempo con la fe cristiana (…) la iconografía autorizaba algunas comparaciones: se representaba a Mithra naciendo entre los pastores o haciendo brotar el agua milagrosa. Tertuliano dice que se ofrecía a los mistos “una imagen de la resurrección”. Sobre todo, los mithraístas sacralizaban el domingo y la oblación del pan. Mas al rechazar a las mujeres excluían a la mitad del género humano.» El historiador concluye que por esta razón no había realmente «peligro» de que el mundo se volviese mithraísta, y que habría sido más probable que el imperio se hubiese convertido a la religión de Isis antes que a la del dios iranio. Lo que aquí interesa destacar es que este espacio subterráneo, rescatado por el trabajo de arqueólogos y arquitectos, trae al presente la memoria de las prácticas religiosas de la época imperial, desde los tiempos de Augusto en adelante, prácticas y creencias vinculadas con las conquistas y los consiguientes flujos migratorios. Si Roma conquistó el Egipto ptolomeico, al retorno de las tropas hacia Roma para los grandes desfiles imperiales, Isis viajó con ellos. La religión de los vencidos se convertía de esta manera en la religión que practicarían centenares de legionarios. Algo semejante sucede con la religión de Mitra, que proviene de Irán y llega a Roma a través de las orillas del Mar Negro, desde aquellos lejanos confines del imperio donde estuvo deportado el poeta Publio Ovidio Nazón.

La planta intermedia corresponde a la basílica levantada sobre las ruinas de las construcciones del siglo I d.C., seguramente desde los siglos IV y V, y guarda fragmentos de unos cuantos frescos medievales que han podido ser recuperados en el último siglo y medio. Por ahí se encuentran sarcófagos y otros monumentos funerarios. Los restos de la basílica medieval dan testimonio del dominio espiritual alcanzado durante la Alta Edad Media por la Roma de Oriente, Constantinopla, ciudad levantada por Constantino sobre la antigua Bizancio de los griegos, y cuyos restos cobija hoy día Estambul. Esa basílica medieval habría sido lugar de coronación del papa Pascual II, luego de haber sido arrasada por los normandos de Roberto Guiscardo en el siglo XI. Y sobre sus ruinas iría levantándose la nueva basílica románica, la que hoy está a la altura de la plaza, en la cual también la sucesión temporal ha ido «cristalizándose». El mosaico del ábside de San Clemente seguramente se elaboró entre los siglos XII y XIII por todo un grupo de artistas-artesanos que trabajaron en él durante decenios, preparando los fragmentos del mural, juntándolos hasta alcanzar la perfección. Ante su magnificencia es imposible no sentir que se está en presencia de lo sublime. La impronta del arte medieval bizantino es evidente en esta magnífica interpretación de la historia de la Salvación, de la encarnación del Hijo de Dios y su sacrificio en la cruz, sacrificio que redimiría a la entera humanidad. El mural es la expresión de un complejo contenido teológico. Chesterton, en The Resurrection of Rome, dedica unas líneas al mosaico. En ese par de párrafos, Chesterton resume el contenido teológico del mosaico a la vez que apunta una aguda observación en la que contrasta la concreción artística alcanzada por los anónimos artesanos medievales con los anhelos vanguardistas de sus contemporáneos: «El ábside es una media cúpula dorada al modo usual, pero en lo alto desde una nube surge la mano de Dios sobre el crucifijo, no para meramente bendecirlo o fijarse en él, sino que pareciera empuñarlo como una espada para fijarlo en la tierra. En realidad, sin embargo, no se trata de una espada, porque su contacto no trae la muerte sino la vida; una vida que brota, que salta e irrumpe en el aire, de suerte que haya vida, y vida en abundancia. Es imposible decir mucho más sobre la fructífera violencia de tal efecto. (…) Esta antigua obra artística ha alcanzado realmente aquello que muchos experimentos futuristas o locas y atrabiliarias decoraciones han intentado: hacer un diagrama dinámico y expresar lo súbito en un diseño». En la cruz, en efecto, se apoya el árbol de la vida. Los símbolos religiosos se expresan en una exuberancia de formas vegetales y animales.

La capilla de Santa Catalina, o de Castiglione, por el cardenal que la encomendó, es obra de uno de los grandes artistas del gótico internacional de fines del siglo XIV e inicios del XV, Masolino, quien pudo haber contado con la colaboración de su discípulo Masaccio. En los frescos de la capilla se pueden advertir los inicios del uso de la perspectiva en la composición, que pronto pasaría a constituirse en cuestión central de la pintura renacentista. Y con ello, de una manera de ver el mundo. En otra capilla reposan los restos de Cirilo y Metodio que en el siglo IX crearon el alfabeto glagolítico para traducir la Biblia a fin de convertir a los pueblos eslavos.

En el lado opuesto al ábside una puerta de una de las fachadas conduce a una plaza, a cuyo costado está el monasterio, que fuera refugio de los dominicos expulsados de Irlanda en el siglo XVI. Los dominicos más tarde se encargarían de las investigaciones arqueológicas y de las sucesivas restauraciones de los siglos XIX y XX.

Es probable que en el convento todavía trabaje algún erudito de la orden de los predicadores, dedicado a la recuperación de algún texto medieval, o alguno que medite sobre el misterio de la Santísima Trinidad. Afuera, frente a la placa conmemorativa de Cirilio y la invitación a sus hermanos para que prosigan en su obra de estudio y evangelización, no falta la/el turista que luego de recorrer en un par de minutos la basílica superior sale a la luz del día para tomarse la consabida selfie, que le ha sido negada en el interior. Más allá desfilan decenas de turistas hacia el Coliseo y el Foro o hacia algún restaurante en búsqueda de una porción de pizza…

 

 

 

Deliberación, consenso y disensión

Iván Carvajal
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Se sostiene que en democracia las decisiones que atañen a la polis —la ciudad, el estado― o a la sociedad, se basan en la libre deliberación de los ciudadanos, en la libertad para exponer de modo público los asuntos de la comunidad o para examinar sus conflictos internos o externos, las amenazas que se ciernen sobre su seguridad, o sus oportunidades de afianzamiento o expansión, o para analizar distintas alternativas y sus posibles efectos. Tal libertad de exposición, análisis y proposición de alternativas descansaría en la racionalidad inherente a la deliberación. Sin embargo, no todos poseen razón suficiente para adquirir el derecho de ciudadanía. No hay, no ha habido democracia «realmente existente» que carezca de leyes de inclusión, y por tanto de exclusión de la ciudadanía, se trate de las mujeres, los menores de edad, los extranjeros, los indígenas, los analfabetos, los presos o los que carecen de rentas… Igualmente, se estipulan las condiciones para elegir o participar en convocatorias plebiscitarias, y para ser elegidos. Hay de hecho criterios que regulan la posibilidad de ser elegidos como mandatarios o representantes que son altamente excluyentes: apariencia física, color de la piel, vestimenta… la apariencia de los candidatos o los elegidos es motivo de minuciosos trabajos de maquillaje e incluso de disfraz.

La ley que determina la inclusión en la ciudadanía y la exclusión es apenas un componente, decisivo pero no el único, del régimen de libertad que tienen los sujetos. En las democracias liberales modernas se declara que todos los ciudadanos son iguales ante la ley, que todos gozan de los mismos derechos y tienen semejantes obligaciones políticas, que todos pueden ejercer su derecho a la libertad de pensamiento, de palabra, y por tanto su derecho a exponer sus posiciones respecto de los asuntos colectivos. Tal declaración entraña el supuesto de la igualdad de los ciudadanos en tanto sujetos que harían uso de la razón en las deliberaciones y en la toma de decisiones.

Ese supuesto de igualdad, que está en la base de las constituciones de las democracias liberales, oculta no obstante la esencial desigualdad de los sujetos en las sociedades ―en las occidentales desde luego, y no se diga en las que no lo son o pretenden no serlo: desigualdades de clases, de castas, de sexos, de géneros, étnicas; desigualdades económicas, de ubicación de los sujetos en las estructuras de poder de las instituciones. La supuesta igualdad de base, que proclama que todos los seres humanos están en capacidad de hacer uso de la razón y del lenguaje para analizar los problemas colectivos y de proponer y tomar decisiones, queda subsumido en primera instancia bajo las efectivas relaciones de poder económico, social, político, jurídico o cultural.

La libre deliberación, como sabían bien los atenienses —los sofistas, Sócrates, Platón o Aristóteles—, tiene que ver con usos del lenguaje que no solamente apelan a la intelección y análisis racional de una situación dada, sino que se dirigen también o sobre todo a los afectos o las pasiones, a los prejuicios y las emociones de los sujetos. Las posiciones que asumen estos en los debates no tienen que ver tanto con la razón como con los sentimientos, los prejuicios o las emociones. No es la lógica de los argumentos sino la retórica la que rige el debate. Retórica que apela a los deseos, a los anhelos de mayor seguridad, de prosperidad material, o de superación de formas despóticas, de opresión o explotación. En estos componentes emocionales enraízan las ilusiones colectivas, los mesianismos y las utopías.

¿Cuál discurso alcanza mayor adhesión entre la multitud, aquel del analista racional o aquel del demagogo? ¿Quién tiene mayor poder de persuasión, el que tiene consigo las armas o el inerme que en medio del conflicto apela a la paz y la concordia? ¿El que promete el paraíso o el que intenta desplegar ante la multitud el haz de luces y sombras de la realidad?

Se ha puesto de moda en nuestros días hablar de una situación supuestamente nueva que afectaría a la deliberación y la libre decisión: la «posverdad», esto es, la reiteración de mentiras evidentes que circulan vertiginosamente por las redes sociales. El rumor, la mentira, la desinformación han sido siempre instrumentos de la política: promueven acciones, permiten conducir pueblos o masas hacia objetivos que persiguen los caudillos, los poderosos, los jefes rebeldes, los revolucionarios. No es precisamente con la verdad que los demagogos suman voluntades o consiguen aliados. Cambian a lo largo de la historia los medios a través de los que circulan rumores, mentiras, falacias, o medias verdades. En varios países hispanoamericanos se llamaba «radio bemba» al rumor que corría a viva voz por las plazas, las calles, los mercados, y que podía motivar o rebeliones o violentas represiones. En Rumania se levantó la multitud para acabar con el oprobioso régimen de Ceaucescu a partir de una noticia evidentemente falsa: que se había descubierto una fosa común con más de 4.000 cadáveres de víctimas de la dictadura. La prueba que se exhibió, como se demostró más tarde, era una fotografía de unos cuantos esqueletos de unas tumbas de un cementerio aldeano. Un simulacro puede servir para mover sociedades enteras hacia la revuelta, hacia la guerra, hacia el exterminio, o para provocar oleadas de pavor en las poblaciones. Un prejuicio que cale hondo hasta convertirse en dogma puede despertar pasiones criminales, incluso suicidas, como acontece con los fanáticos de sectas o religiones fundamentalistas o agrupaciones políticas xenófobas o nacionalistas.

¿Tiene sentido condenar a los medios o canales con los que se cuenta para la interacción comunicativa, a la palabra que circula en plazas o mercados o tabernas, al periódico, la radio, la televisión o el cine, o a las redes sociales? La cuestión en verdad compleja de nuestro tiempo tiene que ver más bien con la masa de información y de propaganda que afecta a los sujetos, a la capacidad de estos para ponderar la veracidad o falsedad de los mensajes, es decir, nuevamente, a la racionalidad con la que los sujetos confrontan las informaciones. No obstante, es evidente que cuando existe mayor posibilidad de ampliar la deliberación, de exponer argumentos, de analizar públicamente las informaciones, es mayor la posibilidad de una interacción democrática. Los regímenes autoritarios, al censurar los flujos de información, al controlar los canales de interlocución, ciertamente coartan el uso de la razón en las deliberaciones.

 

Cuando se postula que puede haber deliberaciones racionales en las que pongan entre paréntesis los prejuicios y las pasiones de los sujetos, o que pueden equilibrarse entre sí los poderes disímiles que estos disponen cuando se confrontan a fin de tomar decisiones que no se sustenten en estrategias de dominio o de fuerza, se sueña con sociedades de ángeles. Por el contrario, la pesadilla de que las opciones que toman las colectividades terminen en decisiones catastróficas, tiene fundamento en el predominio de los aspectos irracionales, los cuales a partir de supersticiones y prejuicios compartidos configuran lo que suele entenderse por «sentido común». De ahí que la crítica o, si se prefiere, la deconstrucción de sistemas de creencias, de convicciones colectivas ―tales como los patriotismos, los nacionalismos, las morales laicas o religiosas― sean una necesidad de la acción política que se dirige hacia la apertura democrática. Sin embargo, habría que exigir o procurar que toda perspectiva crítica ponga sus propios presupuestos en debate, que coloque bajo examen sus componentes afectivos, pasionales y argumentales, y por tanto retóricos, es decir, los recursos semióticos orientados a persuadir y convencer, en el flujo abierto de la deliberación.

A partir de lo expuesto se pueden comprender los límites tanto de las democracias liberales como de las democracias plebiscitarias, cuyas crisis corren parejas desde ya muchos decenios. Si la elección de representantes ―mandatarios o diputados― depende de simulaciones, de ofertas publicitarias que replican los juegos de mercado, de mecanismos que combinan consultas sobre los estados anímicos de las poblaciones con el marketing, la democracia liberal impide su supuesto fundamento, la deliberación razonante. De otra parte, la invocación de la democracia plebiscitaria a la «voluntad popular» parte de otro presupuesto falaz: la existencia de un «pueblo» cuyo destino político, y por consiguiente histórico, depende de su unidad e identidad, y por tanto de la supresión de las distinciones y diferencias que existen en el conjunto social. Más aún, la voluntad y la voz del caudillo o de un grupo oligárquico ―en sentido estricto del término: gobierno de pocos, un grupo económico privilegiado, una camarilla, el buró de un partido político― se presentan como la «voluntad popular» y suplantan al «pueblo». Las motivaciones de la masa que vota en los plebiscitos o en referendos o consultas poco tienen que ver con las decisiones que están en juego. La decisión se delega finalmente en el caudillo o en el grupo oligárquico, con base en la confianza, en la fe que en ellos deposita la masa.

Tampoco contribuyen a elevar la racionalidad dentro de la política las recomendaciones de los expertos. Es una superstición moderna creer que los expertos ―tecnoburocracia, think tanks― proponen opciones con base en el mero cálculo racional. Se prejuzga que los expertos pueden adquirir una sólida masa de informaciones y calcular las probabilidades de éxito o fracaso entre distintas opciones que estarían en juego. La democracia se suspende de hecho para dar lugar a la intervención de los expertos sobre quienes tienen en sus manos las decisiones. Pero los expertos, al igual que la masa, sustentan sus propuestas en prejuicios, intereses, posiciones en las estructuras del poder político o económico (por caso, su vínculo con corporaciones), incluidas las instituciones del saber. El cálculo de probabilidades se combina ciertamente con prejuicios e interés.

La política surge de la desigualdad existente en el interior de las sociedades, de los conflictos internos y externos de la polis, y de la necesidad de instituir, mantener, reformar o transformar las estructuras del poder. No hay polis ni política sin conflicto, sin lucha de intereses, sin confrontación de fines. Es necio suponer que existiría acuerdo entre los grupos o sujetos de una sociedad sobre el sentido que tiene la buena vida o cualquier tipo de utopía o «proyecto». No hay política sin lucha por controlar los poderes sociales, por la seguridad o la sobrevivencia del orden social, por la expansión, por el dominio, y sin lucha también por corroer esos poderes, modificarlos, liquidarlos. Las estrategias y tácticas exponen los juegos de las fuerzas que se enfrentan, sus objetivos, sus intereses. Fuerzas que se acumulan en alianzas, que se dividen en el enfrentamiento, que cambian de posición: relaciones de amistad y enemistad. La democracia no puede ser ajena a esa condición de la política.

Los consensos, bajo estas consideraciones, son acuerdos que provienen de negociaciones entre adversarios o aliados, y que se toman con base en las fuerzas acumuladas en un momento dado. Se exige o se cede en relación con la fuerza. A partir de estas composiciones de fuerzas se organizan los vínculos sociales, se constituyen los conglomerados políticos, los estados, los pueblos. Los consensos son necesariamente circunstanciales. Con el paso del tiempo, al cambiar las composiciones de fuerzas también se modifican los conflictos, y se ponen en cuestión los acuerdos, incluidas la constitución de regímenes políticos, de leyes, de estados. Ese es el materialismo que subyace en la política, más allá de las «declaraciones de principios», los «programas», las supuestas definiciones ideológicas o las promesas de paraísos.

Cabe, no obstante, reivindicar el derecho a la disensión desde otra posición. La democracia puede ser asumida no como una forma de organización política ―o, lo que es lo mismo, de organización del poder político― sino como permanente posibilidad de transformación del orden social, que tiene su sustento material en la inherente incompletitud del animal humano, en la posibilidad de metamorfosis, de alterar las formas dadas de sociabilidad, de cambiar el mundo. Desde esta capacidad para poner en cuestión lo dado, la intervención crítica dentro de la polis se dirige a la deconstrucción de los presupuestos en que sustentan los acuerdos y las diferencias existentes, y para ello tiene que impugnar las regulaciones que rigen el orden de la deliberación y del consenso. Podría entenderse, por tanto, que la apertura democrática, desde esta perspectiva, es una disensión que pretende un nuevo orden deliberativo, en que se fijen nuevas condiciones de participación, de interlocución y decisión, e incluso de definición de la ciudadanía. Tal disensión tiene que apelar necesariamente al uso de la razón, no solo al análisis y al cálculo de probabilidades, sino a la comprensión de la actualidad, de la circunstancia histórica y de sus posibilidades de modificación, incluida la modificación de los afectos y las emociones prevalecientes en la multitud. La disensión implica un combate en torno al sentido, por la modificación de expectativas y valores, una lucha por la verdad, por la apropiación colectiva del conocimiento, de los saberes.

Tal vez por ello no cabría postular ni un pesimismo de la inteligencia ni un optimismo de la voluntad: no hay manera de que la racionalidad supere a las pasiones, pero al mismo tiempo no hay manera de abandonar el uso de la razón. De las mismas entrañas de las multitudes que son arrastradas por los afectos a guerras sanguinarias, a etnocidios o absurdos sacrificios, surgen a la vez las demandas de igualdad o de libertad, los impulsos de lucha contra los despotismos y las tiranías. Y es a partir de estos impulsos afectivos o pasionales que se torna siempre urgente el uso de la razón, esto es, la libertad del pensamiento.

Perplejidad en las humanidades y el ocaso del «último hombre»

Iván Carvajal
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I

La institución moderna destinada a la reproducción del saber que llamamos universidad ha sido el escenario de un conflicto complejo y permanente entre los discursos de las humanidades ―discursos múltiples y contradictorios sobre la condición humana o sobre el sentido del mundo―, de las ciencias y de la técnica. Afanes destinados a alcanzar la totalización del sentido de lo humano frente a la naturaleza o del sentido de la historia y la existencia; esfuerzos orientados a comprender la realidad, recortada siempre en regiones delimitadas, desde las «leyes generales de la naturaleza» hasta los conocimientos especializados, y por último, impulso del dominio técnico del hombre sobre la Tierra. La crisis de la universidad le es inherente: inestabilidad de los saberes, imposible articulación de un sentido totalizante de la historia o de la vida ―dirección esta que suele concluir en el totalitarismo―, incertidumbre que se ha constituido en condición del conocimiento científico, evidencias de la devastación que ha producido la «voluntad de dominio» sobre la naturaleza.

Se podría decir que la situación contemporánea es la del ocaso del «último hombre», recurriendo a una conocida metáfora nietzscheana que vale traerla a colación a propósito de las consecuencias de la «voluntad de dominio». Este ocaso se percibe justamente cuando el poderío manifiesta su arrogancia con el extraordinario despliegue de la técnica contemporánea. Es entonces cuando las sombras caen con todo su peso trágico sobre la figura del Hombre constituido por la metafísica occidental, figura que se ha expandido hoy por todo el planeta.

La crisis de la institución universitaria es evidente tanto en la extrema especialización del trabajo científico a que se ha arribado, como en el declive de las humanidades. Los científicos trabajan en ínfimas parcelas de la realidad, y aunque están conectados a través de redes, en la mayoría de los casos, no logran alcanzar siquiera una visión panorámica de las cuestiones fundamentales de la ciencia, que no cabe confundir con el campo disciplinar en el que trabajan. El científico deviene así un técnico que debe producir innovaciones tecnológicas o algún saber que derive en estas.

La crisis de las humanidades tiene que ver con las mutaciones de la condición humana en esta época marcada por las revoluciones tecnológicas y por los nuevos conocimientos. Solo desplazándonos hacia las fronteras de lo que han sido las humanidades, prosiguiendo los esfuerzos por pensar acerca de los dispositivos técnicos que organizan, controlan y administran la vida y la muerte en las sociedades contemporáneas, sería posible abordar la actual condición de los seres humanos en la Tierra y enfrentar la evidencia del fin del Hombre del humanismo, esto es, confrontar las mutaciones que se han operado en lo humano no solo desde la transformación social o política, sino también «biotecnológica».

II

A las universidades de América Latina, durante el siglo pasado, se les asignó la «misión» de forjar la «cultura nacional» y por tanto una «comunidad imaginada», la nación, sustento (imaginado) del estado nacional, y más tarde, de generar las condiciones técnicas y los discursos legitimadores del «desarrollo». El programa de modernización capitalista no fue cuestionado esencialmente por la izquierda universitaria, la cual, siguiendo la dirección trazada por el propósito de formación de la cultura nacional, llegó incluso a proponer la creación de una ciencia «nacional» o tercermundista o del Sur ―propuestas que se asemejan a aquella estalinista de la «ciencia proletaria» o a la fascista de la «ciencia al servicio del pueblo o la nación». Más tarde se insistiría en una cultura descolonizada y descolonizadora, supuestamente a contracorriente de la mundialización. Sin embargo, en las universidades han prevalecido los discursos subordinados a la idea de progreso, orientados hacia la producción de un dispositivo tecno-burocrático que modernizara la economía nacional y regional dentro del sistema capitalista mundial, y consiguientemente, a la racionalización tecnocrática del estado. La idea de progreso, compartida por la derecha y por la izquierda, colocaba el dominio técnico del hombre sobre la naturaleza como fundamento del desarrollo o incluso de la emancipación humana.

Las condiciones actuales del sistema capitalista mundial, de la geopolítica, y la posición de los países latinoamericanos en ese escenario globalizado, y con mayor razón la posición de un pequeño país marginal, como es el Ecuador, tornan anacrónicas las «misiones» universitarias convencionales. Estas pueden derivar en utopías insulsas cimentadas en la nostalgia neorromántica de una vuelta a los orígenes o a lo ancestral, en sueños de repúblicas o comunidades autárquicas, o incluso en un delirio que propicia el fraude, como es el caso del experimento llamado Yachay.

III

Mientras se intentaba la crítica de la universidad con herramientas provenientes de la filosofía moderna, de la teoría social crítica o la teoría de la dependencia y sus respectivas reelaboraciones posteriores, se había perdido de vista la cuestión esencial: los efectos de la devastación que hoy día se colocan ante nosotros de manera brutal. La devastación tiene que ver, es cierto, con el capitalismo, con su «lógica», pero también y en un sentido profundo, con la técnica, con su historia y su articulación y despliegue en nuestra época; por consiguiente, también con los dispositivos de administración y control de la vida y de la muerte ―y de resistencia―, tanto de las sociedades humanas como de las restantes formas de vida. Tiene que ver, en consecuencia, con la biopolítica y con la tanatopolítica. La incidencia de la actividad humana, especialmente en la modernidad, y con una fuerza inusitada luego de la Segunda Guerra Mundial, ha provocado una transformación radical de la Tierra, a tal punto que hoy se considera que cabe hablar de una ruptura geológica, de una nueva era, el Antropoceno, posterior al Holoceno durante el cual surgió nuestra especie.

No solo ello, sino que hemos arribado a una circunstancia excepcional en cuanto a la «condición humana». La pregunta por qué sea el hombre pertenece a la tradición de Occidente; es una de las interrogantes fundamentales de lo que ha sido su historia, pero hoy adquiere una dimensión global. Tal pregunta se articulaba en una doble dirección: por una parte, en relación con lo animal, orientaba la respuesta hacia la diferencia y la superación de la condición animal asociada a la razón, el lenguaje, el trabajo, el conocimiento. Detrás del hombre quedaba el animal, la bestia. Por otra, en relación con lo sobrenatural, con lo divino: el hombre, criatura privilegiada, era sin embargo un mortal, pero a la vez era espíritu. La ciencia moderna ha terminado por dar un golpe de gracia a la arrogancia humana, al demostrar la proximidad de nuestra especie con los restantes seres vivos de la Tierra (que es donde, por ahora, conocemos que existe la vida), y al colocarnos ante la evidencia no solo de la condición mortal de cada individuo, sino de la posibilidad de extinción o trasmutación de la especie. Los dioses o el dios se han alejado del horizonte que dota de sentido a lo humano; el retorno de las religiones e incluso del fanatismo no implica en modo alguno que haya habido una modificación de las consecuencias de la «muerte de Dios» anunciada por el Zaratustra de Nietzsche: la ciencia no se fundamenta en la teología, y aunque aún funcione el dispositivo teológico-político, el poder político se sustenta en dispositivos tecnológicos de control, administración, vigilancia o persuasión. A la vez, las tecnologías operan ya una profunda mutación del ser humano, de su inserción creciente en ambientes artificiales, de conexión con artefactos o con otros seres humanos a través de artefactos. Para decirlo con una imagen: los seres humanos se desplazan hacia un mundo de ciborgs y robots, donde parece desvanecerse el espíritu.

¿Qué es ser humano en una situación en que está en riesgo la supervivencia de la especie a consecuencia de la catástrofe de gigantescas proporciones ocasionada por la actividad humana? ¿Qué es, cuando las tecnologías contemporáneas están transformando radicalmente las condiciones de lo humano? A tal pregunta se suceden otras: ¿Qué es ser inteligente? ¿Qué es ser trabajador o qué es ser intelectual? ¿Qué es conocer? ¿Qué es sabiduría?… Colocar estas preguntas en el horizonte de la actualidad implica el hacernos cargo de la perplejidad que deviene del ocaso del «último hombre» y del nihilismo radical de nuestra época.

Perplejidad que se junta al abandono de las pretensiones de los determinismos, de la supuesta capacidad para planificar y calcular los resultados de las acciones humanas ―desde los efectos de las tecnologías hasta los resultados de las revoluciones o de cualquier proyecto político. Perplejidad vinculada al tránsito desde el determinismo de la mecánica clásica a la prevalencia del principio de incertidumbre… Perplejidad ante la crisis de las formas políticas, especialmente la crisis de la democracia… ¿Cómo concebir el presente, la actualidad, en esa condición de perplejidad? ¿Qué ética cabría postular, qué se puede esperar para los seres humanos actuales y para los que están por venir?

IV

No creo que sea posible hablar de universidad allí donde se cierre la posibilidad de pensar y polemizar (debatir) sobre la «condición humana», o quizá habría que decir más bien «la condición poshumana», como de hecho ya se ha postulado. No cabe pensar una universidad sin humanidades, así como no cabe pensarla sin ciencias. Mas unas y otras deben afrontar el horizonte de perplejidad ante el que nos encontramos. ¿Es posible cambiar la dirección de unas y otras, es posible encontrar la singladura que abra una nueva historia del saber? La devastación del planeta no se corregirá, desde luego, con el retorno a lo ancestral o premoderno que se propone desde la nostalgia neorromántica. Implica avanzar más allá de las tecnologías actuales, de las formas de dominio vigentes hoy día, de las formas políticas existentes. No sabemos si esto es posible, ningún proyecto político puede afirmar la concreción de cualquier posibilidad. La universidad en ese horizonte de perplejidad no debería permanecer atada a la «misión» que el estado y el capital (las corporaciones) le imponen, pero ¿puede existir una universidad más allá de las imposiciones que provienen del estado o de las corporaciones? ¿Es posible una autonomía que la lleve a darse su propia norma para afrontar esta época de perplejidad? Tal vez la pregunta sea errónea; quizás habría que preguntarse más bien por la posibilidad de colocarse en la frontera de la universidad, en búsqueda de nuevas formas de asociación ―para debatir, para la confluencia y la disensión― entre filósofos, artistas, literatos y científicos, con el propósito de contribuir cotidianamente a derruir los muros del «claustro», los muros mentales del «alma mater», y de abrirse a las preguntas inquietantes que provienen del escenario del «último hombre».