El inevitable retorno del problema teológico-político

Juan Manuel Ledesma

“El gran secreto del régimen monárquico y su máximo interés consisten en mantener engañados a los hombres y en disfrazar, bajo el especioso nombre de religión, el miedo con el que se los quiere controlar, afin de que luchen por su esclavitud, como si se tratara de su salvación, y no consideren una ignominia, sino el máximo honor, dar su sangre y su alma para orgullo de un solo hombre. Por el contrario, en un Estado libre no cabríaimaginar ni emprender nada más desdichado, ya que es totalmente contrario a lalibertad de todos adueñarse del libre juicio de cada cual mediante prejuicios ocoaccionarlo de cualquier forma.”

Spinoza, Tratado Teológico-Político

Pocos libros en la historia intelectual y política de Europa han suscitado tanta polémica, odio y censura como el “infame” Tratado Teológico-Político (TTP) de Spinoza. Su publicación anónima, en el año 1670, no ayudó en nada a su autor ni al propósito doble del tratado: Spinoza intentó defender la idea simple, pero llena de explosivos, que la libertad de filosofar –y por ende la libertad de conciencia– no es en ningún modo un freno o un obstáculo a la paz y seguridad de la República. Por el contrario, sostiene Spinoza, toda supresión o restricción, toda censura del pensamiento conduce necesariamente a la perturbación de la paz y seguridad de la República, y por lo tanto inevitablemente a su ruina. ¿Quién tenía en mente Spinoza al postular su tesis? ¿A quién iba dirigida su crítica? A ninguna persona en particular, a ningún individuo como tal. A toda República ciertamente, a sus gobernantes – como medida de prevención, o incluso como advertencia. Pero su Tratado, en realidad, su crítica, estaban dirigidas hacia un grupo, un conjunto o una casta de individuos cuya acción a través de los siglos se volvió más y más presente, más y más decisiva –más y más catastrófica para Spinoza– no solo en Europa, sino en todo el mundo: el clero. El ascenso del clero al poder político (encarnado por el Vaticano), al mismo tiempo que la divinización o mistificación del poder siglo XVII (El Sacro Imperio Romano Germánico, o Luis XIV, el “Rey-Sol”), marcan el apogeo de un matrimonio singular que Spinoza, el primero, bautiza como “teológico-político”. No hay objeto dentro de la realidad humana que tenga tanto poder como la religión, como el culto organizado. Spinoza lo sabía como solo pocos lo saben, como solo lo saben aquellos que experimentan en carne y hueso la furia y el poder de la creencia, del dogmatismo, y por supuesto, del fanatismo: Giordano Bruno murió quemado por tan solo haber afirmado que el universo es infinito, sin centro ni circunferencia. Galileo fue censurado y reducido al silencio. Descartes escondió su tratado sobre El Mundo, por los principios galileanos que defendía.  
Spinoza, por su lado, fue violentamente excomunicado y expulsado de por vida de la comunidad judía de Ámsterdam cuando tenía apenas 23 años. Éstas fueron algunas de las palabras que el rabino pronunció en la sinagoga durante la ceremonia del cherem: “Maldito sea de día, maldito sea de noche; maldito sea durante el sueño y durante la vigilia. Maldito sea al entrar y al salir. Quiera el Eterno jamás perdonarle”. Tanto odio e ira, tanta intolerancia contra un solo hombre cuyo único “crimen” era haber osado pensar, y por lo tanto cuestionar los dogmas fundadores de la religión judía – y por ende de todo monoteísmo. La tesis de Spinoza es la siguiente: el poder del clero –de todo tipo de funcionario religioso, ya sea un rabino, un imam, un sacerdote o un pastor– constituye siempre una amenaza a la libertad de pensar y creer, y por lo tanto una amenaza a la estabilidad misma del Estado. El siglo XVII es el teatro sangriento de este constato. Desde la expulsión de los judíos en 1492 por los reyes católicos y el establecimiento de la Inquisición, Europa se encuentra hundida en una serie de conflictos y guerras religiosas: calvinistas, luteranos, católicos y anglicanos se masacran mutuamente, aunque crean en el mismo Dios. Cuando el poder político se disfraza de religión es tan peligroso, quizá aún más, que el poder que el clero pueda ejercer sobre los hombres. Ese es el doble misterio que Spinoza intenta disipar en su Tratado, el poder de la religión y la religión del poder. En otras palabras el misterio que determina primero a los hombres a odiarse, excluirse y matarse entre sí por una diferencia de opinión, de idea, de creencia: el misterio de la intolerancia; pero al mismo tiempo el misterio que los impulsa a morir por su esclavitud como si se tratase de su salvación: el misterio del fanatismo. Dos caras de una misma moneda, de un mismo problema: el dilema “teológico-político” de la existencia humana. Para entenderlo, es necesario comenzar por la existencia humana, por su vida. Vivir o existir, sostiene Spinoza, es fundamentalmente desear: “El deseo es la esencia misma del hombre”, escribe en la Ética. No se trata de desear esto o aquello, A, B, o C. Mas desear, ante todo, perseverar en el ser, continuar existiendo, perdurando, esfuerzo que Spinoza llama conatus. Ese deseo no es una voluntad, ni el fruto de una decisión racional, aún menos la atracción por un objeto: es un deseo mucho más profundo e impersonal, subyacente a todo deseo particular de un ser viviente. Hay que ir entonces más allá de la vida, o más bien digamos: hay que adentrar la vida misma, profundizarla para captarla en su pulsación primordial. Todo lo que es, sostiene Spinoza, se esfuerza de una cierta manera por perseverar en su ser: tanto la materia inerte (conservación de la energía o inercia del movimiento/reposo), como el mundo de lo orgánico (metabolismo) perseveran en su ser; el uno ciertamente gracias al otro, en conjunto. La perseverancia es propia a todo lo que es –no solo de lo que está vivo– y en un cierto sentido podríamos decir que “ser” quiere decir perseverar: ley absoluta del spinozismo, a tal punto que el universo mismo no es más que un conatus infinito que no cesa de afirmarse en su ser. El ser humano, dentro de ese universo, persevera deseando lo que para él es útil, aquello que es un bien, aquello que lo mantiene con vida, que lo conserva. Su vida, por lo tanto, no es más que la búsqueda de ese útil, de esa felicidad, en definitiva, de su conservación. Profundamente determinado por ese deseo de perseverar –y en ningún sentido libre de escogerlo–, el ser humano se confronta en su búsqueda de lo útil –de su bien– a un mundo, a una naturaleza que lo superan, que no entiende y que a pesar de todo intenta descifrar: tormentas, terremotos y sequías le aterran, fenómenos celestes y terrestres lo asombran. Algo tienen que significar, se dice a sí mismo el hombre. Algún mensaje tienen que transmitir, algún sentido tienen que vehicular: ¿de qué son los signos anunciadores, de un bien o de un mal futuro? Todo en ese mundo incierto y profundamente inestable se transforma así en signo, en presagio o profecía de un bien o de un mal futuro: el trueno es interpretado como el signo de un mal futuro posible, y el hombre sucumbe ante el miedo; el cometa es interpretado como el signo de un posible bien futuro, y así surge la esperanza; finalmente, el fenómeno incomprensible, el eclipse por ejemplo, se transforma en milagro por el asombro que suscita. Así aparece la superstición, natural y mecánicamente a partir de la incertidumbre inicial del deseo de perseverar. La superstición es la respuesta activa que el ser humano produce para explicar, como puede, lo que acontece a su alrededor. El deseo de perseverar es así, inevitablemente, al mismo tiempo deseo de saber, de entender la naturaleza. La superstición –que Spinoza no denigra ni desprecia– es el primer sistema inestable de interpretación de la naturaleza, inadecuado porque está fundado en los afectos de tristeza y esperanza que golpean al hombre, como el mar golpea a un navío en naufragio. Ahí, sin embargo, reside su positividad al mismo tiempo que su peligro. Con ella, en todo caso, surgen inevitable y simultáneamente ciertos individuos que llamamos “profetas”; es decir, aquellos que se destacan en la interpretación de signos y presagios, en la producción de profecías y en el anuncio de milagros. En cierto sentido, son los primeros poetas. La Biblia es un gran libro de poesía, escrito por seres humanos dotados de una fuerza imaginativa excepcional. Primera desestabilización del poder del clero: su fuente de poder, la “palabra de Dios”, es un libro puramente humano y natural.  
La superstición y la religión, sostiene Spinoza, no difieren en naturaleza sino en grado de complejidad e intensidad. La superstición es fundamentalmente inestable, fluctuante y variable. En el fondo, la superstición es simple porque es profundamente individual o subjetiva. Con ella, o en ella, la vida humana es demasiado frágil. Mientras que la superstición resulta simplemente de la colisión entre el hombre y una naturaleza que no entiende, la religión responde complejamente a la colisión, inventando un verdadero sistema de signos, símbolos e interpretaciones, cultos y ritos. Pero la religión, para Spinoza, no difiere de la superstición solo en intensidad o complejidad. Su función es distinta. Esencialmente política y social, la religión busca unificar el colectivo a través de sus afectos: los mismos mecanismos afectivos de la superstición – el miedo y la esperanza– son utilizados, en el mito y en el rito, para producir el elemento esencial a toda cohesión social, a todo grupo funcional, la obediencia a la ley y el amor del prójimo. El objetivo de la religión, por lo tanto, no consiste en expresar la verdad divina o natural, mas en producir la obediencia a la ley y el comportamiento moral. Segunda desestabilización del poder del clero: la verdad no le pertenece. Solo su eficacia permanece: la producción afectiva de la obediencia, únicamente el miedo y la esperanza que utilizan –pecado y salvación– para gobernar y moralizar nuestras vidas. Literalmente, la religio busca unir, ligar a los humanos entre ellos. He ahí la función del profeta. Moisés, para Spinoza, fue ciertamente un gran profeta, pero su grandeza y su visión son ante todo políticas: gran fundador de la república de los hebreos, Moisés es el gran diseñador de sus instituciones políticas. Si fue visionario, se debe a que logró unir a los judíos alrededor de un solo Dios y de un solo Estado; mejor, porque logró unir la providencia de Dios a la providencia de ese estado y producir así al mismo tiempo una obediencia total y radical a la ley, y un amor solidario entre todos los sujetos de ese estado. Dentro de las circunstancias en las que Moisés se encontraba –hostilidad, guerra, salida de la esclavitud–, lo mejor que pudo hacer fue encerrar a su pueblo en un Estado, protegerlo y ligar su destino a él. El estado que Moisés concibió pudo haber sido eterno, escribe Spinoza en su Tratado. No por decisión o intervención divina, sino por la fuerza y la perfección de sus instituciones, por la obediencia radical que lograron fomentar. El estado de los hebreos fue una decisión circunstancial de estrategia política, antes de ser religiosa o de providencia. No hay pueblo elegido, sostiene Spinoza, Dios no es una persona que escoge o condena a nadie, solo hay Estados a los cuales, a veces, la fortuna sonríe. Intentar imitar o repetir la teocracia mosaica, advierte Spinoza, solo puede llevar a la catástrofe y la guerra. Por esa misma razón el mensaje de Cristo, sostiene Spinoza, es más potente y sobre todo más eficaz: el amor y la obediencia a la ley tienen que ser universales, y no pueden ser solo locales o nacionales, a menos que se quiera vivir eternamente en guerra entre vecinos. El cristianismo, para Spinoza, universaliza el mensaje puramente nacional del judaísmo: el amor del prójimo deja de limitarse al vecino de la misma nación y se dirige a toda persona; y la obediencia a la ley se separa de la ley de un estado particular para ligarse a la ley “eterna” que lo gobierna todo-las leyes físicas del universo. Curioso análisis y curiosa conclusión de Spinoza: antes de luchar contra el exceso de la pareja religión-poder, y en lugar de atacarlo, es necesario comprender la causalidad que la determina, reconocer por lo tanto su necesidad, y su éxito. El primer triunfo de la política es el triunfo de la religión, no porque sea verdadera o divina sino porque es eficaz. Spinoza, en su Tratado Teológico-Político, naturaliza y desmitifica completamente la religión al desvelar sus mecanismos, para revelar que su poder no es más que el poder mismo del hombre, el poder de su deseo mistificado, y no el poder de Dios ejercido por sus ministros.  
¿Cómo salir entonces, cómo escapar al control del torbellino teológico-político, fenómeno originario de la vida humana? ¿Cómo luchar contra el poder de aquellos que se envuelven en el manto de lo sagrado? ¿Cómo impedir el retorno en vigor de la fuerza teológica-política? ¿Cómo luchar contra una realidad inevitable? Imposible erradicar totalmente la superstición. El ser humano, mientras sea humano, será siempre potencialmente supersticioso y religioso. Mientras el miedo y la esperanza nos dominen –mientras nos domine la incertidumbre–, mientras dominen nuestro deseo de vivir, seremos presas fáciles de los “profetas” y los “mesías” que intentan guiarnos hacia una cierta obediencia. Al contrario de lo que creían los ilustrados, un siglo más tarde, Spinoza sostiene que la religión no es un epifenómeno que acontece en la vida humana por accidente, susceptible de ser erradicado. La historia nos lo muestra: la historia de todos los fanatismos a los que hemos sucumbido, teológicos y políticos. Nuestro siglo, a pesar de toda la tecnología y de toda la ciencia en nuestro alrededor, no deja de sorprendernos. Por todos lados, en Europa, Medio-Oriente, África, Asia y en América, el nacionalismo teológico-político, el fanatismo religioso resurgen como efectos inevitables del miedo y de la incertidumbre en la que hemos sumergido nuestro mundo. Felizmente Spinoza no fue un fatalista. El realismo de la razón le conviene más aún. Y la razón no juzga ni calumnia, no ríe ni se burla: la razón comprende. Y Spinoza comprendió que, aunque no se pueda extirpar por la fuerza la religión de la vida del ser humano, aunque no se pueda destruir la superstición, se puede y se debe limitar la influencia de la religión en las decisiones de nuestra vida y nuestra libertad sometiéndola al Estado. No se puede forzar a una persona a dejar su religión–a pensar o creer de otra manera–de la misma manera que no se puede forzar a nadie a ser sabio; pero se puede forzar al Estado, es decir a la ley, a aceptar toda religión y toda opinión, a condición que el Estado, por su lado, fuerce a la religión y a sus practicantes a soportar la ciencia y el pensamiento libre. Si ninguna religión sube al poder, y si se aceptan todas las religiones, y todas las opiniones –incluso las que van en contra de la religión–, entonces poco a poco el Estado producirá las condiciones materiales para que las certezas de la ciencia y los conocimientos de la razón reduzcan la influencia del miedo y la esperanza en nuestras vidas. La religión continuará fomentando la obediencia y el amor del prójimo, pero el Estado y la ley la controlarán, puesto que su función polémica, la pretensión a la verdad divina, no tendrá ya ningún poder. La comprensión del destino de nuestro deseo abrirá sola la puerta de la certeza y la confianza en nuestra propia potencia.  De la misma manera que el terremoto dejó de ser el signo de la ira divina cuando se convirtió en un fenómeno natural determinado por la constitución geológica de nuestro planeta –pasaje del terror a la comprensión–, el poder de la ley podrá un día dejar de manifestarse como la herramienta de una voluntad sobrenatural para expresar al fin su única utilidad: permitirnos perseverar en la existencia al máximo de nuestra potencia.  

Imágenes: rawpixel | Pixabay

La ciudad, la igualdad y el desorden de la democracia

Juan Manuel Ledesma
[email protected]

Sócrates: Ciertos sabios, Calicles, dicen que el cielo, la tierra, los dioses y los hombres forman, juntos, una comunidad por medio de la amistad, el amor del orden, de la templanza y el sentido de la justicia. Por esta razón, querido mío, a este todo lo llaman Kosmos u orden del mundo y no desorden y desenfreno. Me parece que tú no fijas la atención en estas cosas, aunque eres sabio. No adviertes que la igualdad geométrica es todopoderosa entre los dioses y entre los hombres; piensas, por el contrario, que es preciso aspirar a tener más que los demás, porque descuidas la geometría.

Platón, Gorgias

 

Para Occidente, Grecia es y siempre ha sido el punto de partida, el comienzo y el origen, la fundación misma de lo que, a pesar de todo cambio o mutación histórica, permanece idéntico a sí: su difícil y problemática “identidad”. A pesar de las discrepancias que se puedan invocar al respecto, de todas las perspectivas o fuentes que efectivamente alimentaron la historia de Occidente, es difícil negar que uno de los confluentes más importante, significativo y primordial en la constitución histórica de su “identidad”–en todo caso determinante en su búsqueda sin fin–, proviene de su devoción, por no decir obsesión, por la Antigua Grecia (ya sea como resultado del reconocimiento de su realidad histórica o como efecto de su fantasía, o idealización). Incluso si invocamos el cristianismo, cuyo origen es el Antiguo Testamento y no el Partenón o la Academia, no podemos olvidar que el pasaje del Antiguo al Nuevo Testamento coincide, precisamente, con el paso, la travesía y la traducción de la cultura y religión judías al mundo griego: Dios es llamado Logos. Grecia es fundamental, fundacional. Pero, ¿por qué razón?, cabe preguntarse. O más bien: ¿qué sucedió en Grecia –o de qué suceso Grecia es el nombre– para que, de manera obsesiva, nuestra cultura vuelva incesantemente a ella como uno vuelve a la tierra natal, imposible de olvidar?

Lo que sucedió en Grecia, el acontecimiento fundamental y fundacional que lleva su nombre se desplegó en la ciudad-estado llamada Atenas. Atenas condensa la esencialidad que Occidente atribuye al nombre propio “Grecia”, porque en ella nació y murió un experimento singular y transformador; experiencia revolucionaria llamada democracia. Todo otro acontecimiento que el nombre de Atenas encierra –la arquitectura, la escultura, la tragedia, la filosofía, la sofística, la ciencia, etc.–; todo lo que, justamente, Occidente reclama como su bagaje fundacional, fue posible únicamente dentro de la democracia y gracias a ella; es decir, gracias a lo que en ella se liberó: la libertad política o, como Platón lo dirá, la libertad del deseo. La democracia ateniense es, en todo caso, el modelo a imitar, el ejemplo a seguir –como lo enuncia Pericles en la historia de Tucídides– no sólo por parte de las otras polis de la Antigüedad, sino por las que vendrán a alimentar su mito, al ser el modelo intemporal y arquetípico de toda la construcción histórica y política –mimética podríamos decir– de Occidente. No es un azar si, aún hoy en día, nuestro dilema fundamental sigue siendo la (im)posibilidad de la democracia, la posible-imposible reconstrucción, repetición o imitación (mimesis) del modelo originario.

Atenas es democracia y la democracia es ateniense. Por lo tanto, si queremos interrogar la deuda inmemorial que Atenas y su democracia suscitan, es necesario interrogar la identidad de su legado. Dicho de otra manera, si el arquetipo-modelo de Occidente es una ciudad, y esa ciudad-modelo es esencialmente democrática, es necesario interrogarse no solamente sobre la singularidad del sistema político como tal, sino también sobre la singularidad de la ciudad que volvió posible tal sistema, en cuanto espacio y lugar de vida. ¿Qué singulariza, define y circunscribe la unicidad de Atenas, en cuanto espacio fundador de la democracia? Si es necesario hablar de espacio, cuando se habla de Atenas, es porque la invención de la polis democrática no fue solamente una revolución operada en el plano de la filosofía y de la política; la invención de la polis democrática es sobre todo la expresión fundamental de una revolución espacial. Una revolución que sería inapropiado llamar científica, porque la idea misma de ciencia dependerá de ella; se trata de una revolución que es justo llamar, simplemente, geométrica. Atenas es democrática, o más bien se vuelve democrática, a partir del momento en que la geometría invade el espacio social.

La geometría llega a Grecia en manos de los siete legendarios Sophoi, los siete Sabios de la Grecia arcaica, quienes la aprenden, según la leyenda, de los sacerdotes egipcios. Tales de Mileto, ejemplo supremo de los siete Sophoi, primer pensador de la naturaleza y ancestro de todo filósofo, es sobre todo un geómetra ejemplar. Pero es Solón de Atenas, poeta, legislador, y geómetra, quién opera el giro fundamental en nuestra historia. Solón es el primero en traducir los fundamentos de la geometría en ley o, más bien, el primero en aplicar las leyes de la geometría a las leyes injustas de los humanos. Es decir, él fue el primero en reformar el espacio injusto de la ciudad introduciéndolo en la espacialidad imparcial de la geometría. Solón es el padre de la democracia ateniense, responsable de la introducción de una de las ideas más radicales de la geometría: la isonomía, es decir, la igualdad (isoi) de todo ciudadano ante la ley (nomos). “Lo igual no puede engendrar guerra”, según Solón. Bajo esa idea, y principio, reformó la ley de Atenas en dos aspectos fundamentales. En primer lugar, creó lo que hoy llamaríamos una “asamblea popular” al abrir la asamblea a la voz de todo ciudadano. En segundo lugar, creó un verdadero tribunal del pueblo –la Heliea–, cuyas funciones fueron abiertas, de manera equitativa, a todo ciudadano. La justicia, y la acción politica, comenzaron a medirse con la medida de la igualdad geométrica.

Solón dio el primer paso, introduciendo la igualdad neutra de la ley geométrica en la ley humana, pero es el ancestro de Pericles, Clístenes de Atenas, quién la aplicó literalmente al espacio social, y topográfico, de la ciudad. Clístenes entendió que la injusticia y la asimetría del poder –la dominación– se expresan ante todo en el espacio social, en la manera en la que los diferentes grupos y facciones sociales se apropian el espacio para vivir. Los pobres siempre son expulsados a la periferia, o encerrados en un centro desolado. En todo caso, pobres y ricos viven siempre separados, como si su futuro y su bienestar no fuesen, en el fondo, comunes. Clístenes decide, por lo tanto, expandir la neutralidad del espacio geométrico más allá de la esfera jurídica y aplicar la simetría, la proporcionalidad y la igualdad al espacio social.

Primero, reforma del cuerpo social: Clístenes redistribuyó la demografía de Atenas, creando más de cien grupos sociales llamados demos o municipalidades. Luego, las reagrupó en diez nuevas tribus proporcionalmente justas, es decir, compuestas cada una por todas las clases sociales, asegurándose así que el lazo social y el interés común prevalezcan sobre el interés privado y de sangre. La pertenencia o la proveniencia de un ciudadano es, a partir de ese momento, su demos, no su apellido o su familia. En segundo lugar, reforma del espacio social: Atenas –la región del Ática– fue literalmente dividida y reorganizada en tres nuevas regiones geográficas (costa, rural, urbana), y cada una de ellas fue dividida en diez distritos en donde las nuevas tribus fueron instaladas. Compartir el espacio, de manera homogénea, para compartir de manera más justa el poder. Al distribuir de otra manera el espacio topográfico, distribuyendo a los individuos no en conformidad con las divisiones sociales, Clístenes redistribuyó, de manera más justa y proporcional la participación misma al poder. La preeminencia arcaica de los lazos de sangre, que solo tienen por lazo el interés privado, fue así cortada. En su lugar, se erigió una nueva figura de la ley, en donde la justicia se mide con la ley de lo igual. A partir de ese momento, los ciudadanos de Atenas comienzan a llamarse semejantes (homoios), porque son iguales (isoi) ante la ley. He ahí el germen de la democracia profundamente anclado en la idealidad geométrica.

A través de Clístenes, la igualdad se vuelve una fuerza positiva y dinámica, una fuerza de neutralización de toda jerarquía o asimetría sin fundamento, que introduce una nueva idea y manera de vivir el espacio: la ciudad es como una figura geométrica, como un círculo que tiene un centro –el Ágora–; un centro que no confisca el poder de manera injusta, sino que lo distribuye equitativamente a todo ciudadano. En un círculo, el centro nos permite pensar la igualdad entre todas las líneas que lo atraviesan. La misma función tiene el Ágora; es el punto central en el espacio de la ciudad que dictamina la igualdad, ante la ley, de todo ciudadano respecto de cualquier otro. La polis democrática, la ciudad transformada en cuerpo y espíritu por la idealidad geométrica –por la ley de la isonomía– expresa y simboliza la creación de un verdadero espacio común. La isonomía abre la posibilidad de una comunidad en el espacio y del espacio, es decir la posibilidad del espacio público.

Pocos entendieron la fuerza y la novedad de esta revolución con la misma acuidad que Platón. Presentado eternamente como el primer adversario, por no decir enemigo de la democracia, Platón es en realidad el primero de los más profundos pensadores de la democracia. La obra entera de Platón es, en realidad, una larga meditación sobre el fracaso de la democracia ateniense. Lo que Platón entiende es que el régimen isonómico de Pericles, Clístenes y Solón, no logra solamente introducir una igualdad radical entre todos los ciudadanos. Platón concibe que la igualdad ante la ley, en democracia, se traduce necesariamente en la igualdad radical de la palabra, del discurso, del logos. ¿Cómo se manifiesta la isonomía, cómo se expresa concreta y políticamente si no es a través del acto de tomar la palabra, de manipular el discurso para defender su punto de vista, su opinión? En democracia, todo discurso, toda opinión es legítima –poco importa quién la pronuncie– porque todas son iguales. El discurso, en democracia, se vuelve el rey, o será rey quién lo domine.

La isonomía libera la potencialidad del discurso y de la opinión, es decir la potencialidad del individuo y, como lo teme Platón, la potencialidad infinita del deseo. Platón constata que la democracia, régimen geométrico de la medida y de la simetría, del orden y de la ley, libera súbitamente el deseo desordenado e indeterminado de todo individuo. Su gran temor es que la democracia no sea en el fondo más que el reino, o más bien la tiranía camuflada del deseo –de unos cuantos– y, por lo tanto, el reino brutal del interés privado. Liberado de la opresión de la tiranía y de la oligarquía, el individuo democrático puede dar rienda suelta a su deseo, es decir vivir como le plazca, vivir en fin para sí, por su interés. Es de esta libertad democrática, y topográfica, que emergen la sofística, la tragedia, la explosión de las artes y, por supuesto, la filosofía como tal, en cuanto ciencia del discurso. Es decir, toda la gloria del modelo que produce aún sus efectos. Pero es a causa de la libertad democrática también que se instala, políticamente, el desorden estructural del Ágora, es decir la confrontación inevitable de opiniones radicalmente distintas –y sin embargo estructuralmente iguales–, el conflicto de intereses personales que no logra adicionarse en interés colectivo. Confrontación y conflicto que no pueden ser resueltos sino por el asentimiento de la mayoría, del demos, sea cual sea su veredicto: es así que, irónicamente, la democracia produjo –y continúa produciendo– su propia ruina, rindiéndose una y otra vez a la tiranía. Tal como Platón lo predijo.

Este desorden, que Platón teme, y que a toda costa desea contener, resulta sin embargo del conflicto inevitable que atraviesa la vida de toda ciudad, como la de todo individuo: es libre quién se busca, es decir quién no sabe a dónde va y, por lo tanto, está expuesto al error y al cambio. Como Protágoras lo dice a través de la pluma de Platón, la democracia y el individuo democrático son el resultado inevitable del error –y del olvido– de Epimeteo. Éste es tal vez el legado ambiguo de Atenas y de su democracia, que continúa acechándonos, el legado inimitable de una libertad en busca de normas y conocimiento, de leyes e instituciones capaces de contener el desorden inevitable de su deseo.

 

 

 

 

Breve reflexión sobre la democracia a partir de Bento Spinoza

Juan Manuel Ledesma
[email protected]

De los fundamentos del Estado, anteriormente explicados, se sigue, con toda evidencia, que su fin último no es dominar a los hombres ni sujetarlos por el miedo y someterlos a otro, sino, por el contrario, librarlos a todos del miedo para que vivan, en cuanto sea posible, con seguridad; esto es, para que conserven al máximo este derecho suyo natural de existir y de operar sin daño suyo ni ajeno. El fin del Estado, repito, no es convertir a los hombres de seres racionales en bestias o autómatas sino lograr más bien que su mente y su cuerpo desempeñen sus funciones con seguridad, y que se sirvan de su razón libre y que no se combatan con odio, ira o engaños, ni se ataquen con malicia. El verdadero fin del Estado es, pues, la libertad.

(Spinoza, Tratado Teológico-Político, XX, 6)

 

La obra de Spinoza, en comparación con la obra de cualquier otro “gran” filósofo, deja mucho por desear. En vida, Spinoza publicó un solo libro bajo su nombre: un resumen escolar de los Principios de la filosofía de Descartes. El segundo libro que decidió publicar, el famoso (o infame) Tratado Teológico-Político, el único donde se atrevió a revelar al mundo su propia concepción de la Naturaleza, de la sociabilidad, del estado y, sobre todo, de la religión, fue publicado anónimamente por precaución –  la persecución política y la censura religiosa eran todavía muy comunes, incluso en el territorio más tolerante de Europa, la República Holandesa. La sospecha o más bien la cautela de Spinoza – su divisa personal fue siempre caute, probablemente a partir del herem pronunciado por la comunidad judía de Ámsterdam –, su recelo frente a la idea de exponer su concepción tan singular del mundo estaba perfectamente justificado. Pocos libros en la historia intelectual europea han causado tal estruendo: el Tratado Teológico-Político fue rápidamente censurado por prácticamente todo estado, indexado por el Vaticano, y atacado por una ola de clérigos, intelectuales y filósofos por su contenido peligrosamente sedicioso, es decir – según todos – ateo e inmoral. Un gran ministro de la iglesia calvinista de los Países-Bajos – la patria de Spinoza – fue tan lejos en su crítica del Tratado que llegó incluso a describirlo como un libro forjado en el Infierno, por las manos del mismo Diablo. El nombre de Spinoza no tardó en ser asociado al texto anónimo tan polémico, y su obra y legado fueron inmediatamente y oficialmente proscritos de todo el pensamiento europeo. A partir de ese momento, en pleno siglo XVII, y hasta mediados del siglo XIX, el solo nombre de Spinoza se convirtió en el sinónimo universal de toda herejía, de todo ateísmo e inmoralismo. De todo lo que, en Occidente, no podía ser dicho ni pensado.

Spinoza aprendió su lección después del episodio desastroso ligado a la publicación de su Tratado: nunca más publicó un libro. Continuó sin descanso su trabajo intelectual, laborando minuciosamente su visión bajo la sombra (pero pocas sombras han sido tan luminosas), subterráneamente, al margen de una sociedad y de un continente incapaces de escuchar, y de entender, su llamado simple – pero sin concesión – a la libertad incondicional del pensamiento, su visión cristalina de un Estado al fin liberado de la lucha incesante entre iglesias y sectas, oligarcas y tiranos : es decir de un Estado, o más bien de una República democrática. Su obra maestra, la Ética, fruto de más de quince años de arduas reelaboraciones, solo fue leída durante su fase preparatoria por un puñado de elegidos – los amigos cercanos de Spinoza –, los únicos en quienes Spinoza podía confiar el contenido tan “peligroso” y, sin embargo, tan racional de su visión pulida de un mundo sin transcendencia, liberado del mal y de la culpa, un mundo plenamente expresivo porque integralmente inteligible y por ende desprovisto de todo resto supersticioso de misterio teológico o metafísico (aparte, por supuesto, del misterio mismo de la inteligibilidad). Lastimosamente, solo su muerte nos reveló la eternidad de la potencia de su pensar. Gracias al trabajo incansable de sus cercanos, menos de un año después de su desaparición, su Opera Posthuma fue publicada y su pensamiento a la posteridad, en fin, revelado. Todo lo que, por falta de democracia, casi condenamos al olvido, todo lo que Spinoza tuvo que esconder al mundo, por cautela y precaución, por razón incluso, fue así salvado del olvido y del silencio.

Imagen: Nicolas Dings

 

 

Los últimos años de Bento fueron puntuados por el ritmo inestable del caos político que reinaba no solo en Europa, sino que especialmente en la República Holandesa. La República – la única en Europa –, guiada por el matemático Johann de Witt, vivió sus últimos días de prosperidad, los últimos de su “siglo de oro”, en el año 1672. La invasión de Louis XIV terminó brutalmente con el sueño republicano y democrático que guiaba las Provincias-Unidas: Johann de Witt, gran pensionario de la República, junto con su hermano Cornelius, fueron asesinados y desmembrados públicamente en las calles de la Haya por una banda de partisanos de Guillermo III de Orange – futuro Stadhouder de la monarquía holandesa restaurada y rey de Inglaterra. Según la leyenda, al conocer que la cabeza de la República Holandesa acababa de ser brutalmente asesinada, conducido por una profunda indignación, Spinoza se precipitó a las calles para vestirlas de una pancarta improvisada por el afecto: Ultimi barbarorumúltima barbarie. De no haber sido por un amigo que lo retuvo – según la leyenda aún – el destino de Bento hubiera sido seguramente otro. Leyenda o hecho, indignación o razón, la situación política urgente, la regresión de la república libre a cuasi tiranía, y el ascenso de la monarquía absoluta por todas partes, lo motivaron indudablemente a dedicar los últimos años de su vida a la escritura del tesoro incompleto intitulado Tractatus Politicus.

Curiosa ironía de la historia, Spinoza muere antes de terminar – o más bien al haber apenas empezado – la tercera y última parte del Tratado: la descripción del régimen político “más natural” y “más absoluto” de todos, la democracia. Una razón de más por la que sus amigos, y discípulos, añadieron al final de su Tratado inconcluso, y al fin de la Opera Postuma, la frase latina reliqua desiderantur – lamentamos el resto. Lamentamos la democracia – podrían haber dicho -, lamentamos la libertad de pensar y el silencio de los que deberían haber podido hablar, lamentamos en el fondo un resto que nunca llegó a darse, a presentarse, a concretizarse: no el resto que sobra, mas el resto excedente y siempre por venir de la democracia anunciada.

Paradójicamente, que Spinoza no haya logrado terminar el resto del Tratado – el resto democrático tan necesario en tiempos donde la tiranía acechaba Europa por todas partes – no quiere decir que no tenga nada que decirnos sobre la democracia o que un concepto spinoziano de la democracia sea imposible. Al contrario: el Tratado Político demuestra, a quién lo lee, neta y sólidamente, que la democracia no se define por un simple sistema de voto, aún menos por una analogía metafísica dudosa – la famosa representación del pueblo. La democracia, nos enseña Spinoza, es sobre todo un proceso dinámico que orienta el flujo y la distribución del poder. Poco importa cómo se llame el “sistema” o la forma de gobierno de la que se hable. Poco importa que hablemos de aristocracia, de monarquía o incluso de “democracia”: toda organización política puede ser o volverse tiránica, solo es necesario concentrar el flujo del poder en un individuo o en un grupo reducido para que suceda. El sistema o la forma democrática, en sí, no es sinónimo de perfección, ni de libertad. La forma o el nombre no garantizan nada. Lo que sí cuenta, lo que determina realmente cómo se vive dentro de un estado, es la organización de las instituciones políticas o, más bien, la dinámica que las hace funcionar conjuntamente al distribuir el poder. El “cuerpo político” es, para Spinoza – como el cuerpo humano – un conjunto complejo constituido por una multiplicidad de cuerpos u órganos (sus instituciones) que, bien o mal, trabajan en conjunto. Lo que importa, para determinar la salud del cuerpo en cuestión, no es tanto su forma como la dinámica que lo trabaja, que lo hace actuar, es decir las cantidades discretas de movimiento que se comunican los cuerpos mutualmente para perseverar mejor – o peor – como conjunto. Un cuerpo tiránico es un cuerpo enfermo en la medida en qué funciona mal, es decir un cuerpo que no es viable dinámicamente puesto que obstruye la fluidez del deseo de vivir y perseverar en el ser. La tiranía congestiona la distribución del movimiento vital de un cuerpo – del poder o del deseo – y por ende reduce la capacidad del cuerpo de perseverar en el ser: la dinámica tiránica es inevitablemente destructiva porque no puede funcionar sino bajo la confiscación opresiva del poder – institucional u orgánica – y, por ende, bajo la tristeza general causada por el miedo necesario del cual el tirano se alimenta para mantener su poder. Quién vive en la tristeza y bajo el miedo vive constantemente la disminución de su capacidad, como conjunto, de perseverar en el ser: el miedo nos impide actuar y desarrollarnos, pensar y expresarnos, vivir en resumen. La tiranía, por ende, solo puede terminar catastróficamente, porque el miedo del que se alimenta nunca tarda en transformarse en indignación, y la tristeza general en ira – resurrección o revolución, en todo caso en la destrucción del conjunto incapaz de perseverar en su estado actual.

Al contrario, un cuerpo que funciona democráticamente – Spinoza nos enseña – es un cuerpo sano porque su dinámica se funda en la búsqueda de comunicación óptima entre sus partes o cuerpos constituyentes (sus instituciones) y, por lo tanto, en la fluidez independiente de cada una de sus partes en beneficio del conjunto, de su libertad y potencia de actuar: el deseo de vivir, de perseverar, de pensar y actuar es impulsado, motivado y aumentado por la esperanza y la alegría, por la liberación de la potencia de ser o del ser. Mientras que la tiranía no busca sino a evitar (mal) la muerte del cuerpo político – grado minino de sobrevivencia –, la democracia, al contrario, cultiva la vida del cuerpo, la afirma. Spinoza nos enseña (o nos recuerda) que la política, en el fondo, no tiene otro fin sino el de producir maneras de vivir, modos de vida: la política es, ante todo, cuestión de supervivencia. Entre la tiranía y la democracia, como dinámicas vitales, tenemos dos polos opuestos, entre los cuales el hombre ha oscilado siempre: o vivir tiránicamente, es decir sometidos por el miedo o el terror y por ende en la tristeza (estado que Spinoza llama soledad, donde el individuo apenas sobrevive), o vivir democráticamente, es decir empujados por la esperanza de una vida colectiva mejor y, por lo tanto, vivir en la alegría (es decir como una multitud libre, donde el individuo y la comunidad pueden, literalmente, super-vivir). En ese espacio se sitúa la batalla política. La batalla que Spinoza, en su tiempo y contra su tiempo, asumió en sus escritos: contra el absolutismo encarnado por Luis XIV y, sobre todo, contra el absolutismo de quién se volvió, gracias a su triunfo sobre la República Holandesa, el nuevo rey de Inglaterra, Guillermo III de Orange. Pero Spinoza no luchó contra los hombres, los tiranos. Spinoza luchó, positivamente, por la fundación de una verdadera teoría dinámica de las instituciones políticas, capaces de impedir la reproducción fatídica y cíclica de la tiranía. Última lección del spinozismo: la causa de la tiranía no reside en los hombres o mujeres que gobiernan – marionetas de la necesidad y victimas de su deseo desmedido de poder – sino en las instituciones mal construidas y organizadas que permiten la formación de tiranos, que permiten la concentración y monopolización, la saturación del deseo y, por ende, del poder. Simétricamente, la causa o la razón de una democracia eficaz no puede ser nunca un individuo, por más virtuoso que sea pretenda ser. La política no es asunto de individuos, de mesías o salvadores, ni en última instancia de virtud. La política, al contrario, es asunto de instituciones y de razón. En ellas Spinoza puso su fe, o más bien su razón, porque ellas son las obras mismas de la razón o la razón misma puesta en obra.