La pandemia como alteración simbiótica

Julio Echeverría

 

 

“Nunca hemos sido mejores que en el pasado, simplemente vamos siendo diferentes, cuando un sistema colapsa lo reemplazamos por uno más fuerte, no por uno mejor”

C. Pino, Postales del Coronavirus, 14.04.2020, The New York Times

 

 

La letalidad del coronavirus, su carácter pandémico, pone en evidencia la ruptura de la condición simbiótica en la que se reproduce de manera compleja la sociedad humana.

La zoonosis que parecería estar en el origen de la pandemia del coronavirus lo describe, la domesticación acelerada de animales silvestres operada en el mercado de Wuhan, indica la ruptura de la relación simbiótica existente entre bosques y humanos, animales y humanos. Todas las especies conviven con virus, muchas de ellas “son portadoras de formas virales únicas” que pueden migrar hacia nuevos huéspedes. Lo dice D. Quammen en su libro Spillover, “cuando los humanos interferimos en los diversos ecosistemas, cuando desforestamos, cavamos pozos y minas, capturamos animales, los matamos o los capturamos vivos para venderlos en un mercado, alteramos estos ecosistemas y desencadenamos virus” (D. Quammen: 2014). El Coronavirus se transmite entre mamíferos y encuentra en los sistemas debilitados de los humanos (sistemas inmunodeprimidos), o en los pulmones afectados por la contaminación, el lugar más adecuado para hospedarse.

Una particular característica del Coronavirus que potencia su capacidad de diseminación a escala global, tiene que ver con las formas del contagio, se difunde y penetra en las personas y demora días antes de que se observen sus síntomas. Esta característica dificultó sobre manera la capacidad del diagnóstico y puso en jaque a cualquier intento de respuesta rápida, de prevención o control de su expansión.

El virus es un agente de comunicación que penetra en la célula y altera el código de su funcionamiento, al ponerla a trabajar para posibilitar su propia reproducción. Su poder de penetración y expansión esta referido a su capacidad de contaminación, a la posibilidad de transmitir la letalidad viral y distribuirla en la totalidad del cuerpo social. El reconocer que es un fenómeno que potencialmente afecta a todos, reclama el principio de generalidad, pero al mismo tiempo pone en causa el principio de individualidad, porque refiere a un agente que se instala en la estructura celular de cada cuerpo, de cada individuo. El coronavirus afecta radicalmente la dimensión de lo publico y lo privado, de lo íntimo y lo colectivo.

El virus desata miedo y pánico, lo que a su vez entorpece la capacidad de respuesta inmunológica. Cada país y Estado intenta salidas desesperadas y lo que domina es una colosal descoordinación, que alimenta aún más la percepción de descontrol. El pánico desata la proliferación del virus, porque la socialidad se vuelve el medio para su diseminación, al transmitirse de individuo a individuo. El virus afecta la estructura misma de la relación social, que reside en el encuentro entre individuos, afecta la producción del espacio público.

La salida más apurada y extrema fue el confinamiento. El obligado regreso a la intimidad, luego de que la dimensión de lo público, de la aglomeración, se había vuelto patógena, afectando la sostenibidad misma de esa ‘forma’ de estar en el mundo.

La sociedad digitalizada, de alguna forma, preanunciaba este regreso a la privacidad e intimidad, lo hacía a traves de la conexión virtual, estar en lo público desde el poder del dígito que expresa la volición individual. No hay más señal de individualidad que la huella digitalizada y más evidencia de lo público que la conexión en el ciberespacio de la colectividad. Si algo ha funcionado en las áreas de confinamiento son las redes sociales, han construido la realidad del miedo y del pánico, han socializado los estados de ánimo, la reflexividad colectiva, el conocimiento científico, hasta el punto de permitir seguir en tiempo real la construcción de protocolos de investigación, de hallazgos terapéuticos, de dispositivos de inmunización, de construcción y manejo de datos; una amplísima producción de reflexividad colectiva, que se incrementa mientras el virus expande y despliega su letalidad.

 

La letalidad del virus

La presencia letal del virus advierte sobre la ruptura del momento simbiótico en el cual existen y se reproducen los sistemas biológico y sociocultural. Lo que se afecta con el coronavirus es la capacidad de relacionamiento con el ambiente, ‘con lo otro’, con aquello que no esta aún, pero que puede estar, que no es pero que puede ser. Es esa dimensión la portadora de inestabilidad, la que exige ser estabilizada, pero que puede serlo solamente de manera contingente. El miedo y el pánico es justamente a la pérdida de esta condición de equilibrio contingente.

La fórmula del enemigo invisible con la cual se describe al virus es parcialmente verdadera, existe a pesar de que no se lo observa a simple vista, para ello se requiere de tests y de microscopios, de cámaras que detectan su presencia en la temperatura corporal de los sujetos, en lugares donde estos se aglomeran. Es allí donde el virus encuentra las mejores condiciones para su reproducción. La aglomeración es el medio en el cual se realiza la vida social y donde el virus se reproduce. El virus pone en cuestión la posibilidad del encuentro público, por ello la intervención del sistema sanitario propone el ‘distanciamiento social’ como cura, como terapia de inmunización.

El virus advierte sobre la centralidad de esta dimensión de la vida social que, por efectos de la acelerada urbanización, se transforma en foco de contaminación incontrolable. Por intervención del virus, la dimensión de lo público como lugar del encuentro se torna en su opuesto, en lugar del silencio, de la anulación de esa posibilidad. El coronavirus obliga al actor social a recluirse en la privacidad, en su intimidad, en la familia que re-emerge como célula de la vida social y como cerco básico de inmunidad y de inmunización. La familia es el núcleo de control básico, es el espacio de formación donde el individuo aprende el ‘estar juntos’. El virus obliga a re aprender el estar juntos, a convivir obligadamente en ese espacio, a abandonar el ‘estar afuera’, como espacio de la indistinción y aleatoriedad de los encuentros.

El virus pone en claro el desborde de la posibilidad del encuentro si este es pensado desde la perspectiva de la communitas; esta ya no es viable en el contexto de la aglomeración ultramoderna globalizada, hecha de sistemáticas rupturas y alteraciones del principio comunitario. Las migraciones crecientes no son otra cosa que el resultado de la ruptura de la comunidad, masas de población que son expulsadas de sus lugares de origen y propulsadas a aglomerarse en las periferias de las grandes ciudades. Las aglomeraciones urbanas ya no son sostenibles, son focos de contaminación, reservorios de precariedad y de mala vida.

La presencia del virus induce a pensar que las actuales formas de la aglomeración no son sostenibles, que lo que se entendía como espacio público no es consistente con las aglomeraciones urbanas de las ciudades postmodernas del tardo capitalismo. Lo que el virus afecta es a esa ilusoriedad del espacio público, que se representaba en el concepto de la Polis, lugar del diálogo en el cual acontece el reconocimiento de la existencia del otro, lugar en el cual se completa la subjetividad.

El virus amenaza con aniquilar ese espacio de la materialidad de los encuentros, pero más que nada esa ilusoriedad que es necesaria para el reconocimiento subjetivo y que deviene en semántica que ordena los comportamientos entre las personas. Esa dimensión que no ofrece la familia, sino que al contrario, se la encuentra saliendo de ella.

 

El principio de inmunidad

La emergencia de la pandemia nos instala en la dominancia del paradigma inmunitario (R. Esposito). Es este paradigma el que nos permite acceder de manera más clara a la comprensión del fenómeno, a descubrir la estrecha vinculación que existe entre cuerpo y poder. Ya no es solamente el contagio derivado de un agente biológico que lo altera todo, junto a él se movilizan los estados y sus aparatos de salud con sus diferenciadas estrategias sanitarias.

El convivir con la alteridad que constituye al espacio público, está atravesado por el principio inmunitario; la sociedad se proteje de sí misma, predispone un conjunto de estrategias que no son otra cosa que filtros que permiten el encuentro y la estabilización perentoria que une a los individuos en sociedad. La contaminación viral afecta a este sistema de inmunidad gracias al cual se reproduce la sociedad y el organismo vivo.

El principio inmunitario existe sin que lo advirtamos necesariamente, está en las conductas de la socialización y del encuentro. Todo encuentro supone un nivel de riesgo que es procesado por la subjetividad, es la llamada ‘interiorización de la alteridad’, es la necesaria convivencia con el otro, al punto de que este pasa a ser parte del sí mismo. Toda la psicología desde Freud en adelante la trata como sujeción a la dominancia del súper- yo, de esa fuerza de representación en lo colectivo, que somete y reclama. La vida social es, desde esta perspectiva, conminatoria y puede asemejarse a una celda o a un campo de concentración. Esposito contrapone la immunitas a la communitas, justamente para resaltar el estado de subordinación al que se somete el individuo bajo los dictámenes de la comunidad; este debe in munus, esto es, inmunizarse de ese contacto en el cual puede sucumbir su libertad, la posibilidad de ser sí mismo. No hay posibilidad de societas, sin immunitas.

Entonces, ¿qué relación es posible establecer entre la pandemia del Coronavirus y el principio de inmunidad? ¿Qué relación existe entre la afectación de la relación con los bosques y los animales silvestres, y la afectación de las relaciones sociales en el espacio publico? ¿Qué acontece con la aglomeración, si esta no es adecuadamente producida y procesada?

Instalados en esta reflexión, es claro que no se requiere de la pandemia para observar la presencia y pertinencia del paradigma inmunitario. La sociedad está permanentemente protegiéndose, inmunizándose de esa potencial presencia aniquiladora que se encierra en la aglomeración, y al mismo tiempo del efecto de disociación, que puede producirse en ese ambiente propicio. Es gracias al paradigma inmunitario que la sociedad se protege de la amenaza de su propia desintegración, que está latente en cada acto de relacionamiento o de encuentro. La magistral obra de N. Elías documenta esta permanente construcción de mecanismos o filtros de producción de civilidad, que permiten el ‘estar juntos’ e impiden caer en la des configuración que aparece como pérdida de sentido. Es esta la sociología de los afectos y de la eroticidad, de los acercamientos y de las distancias, de las rupturas y de los encuentros, de los que esta hecha la vida social.

El coronavirus obliga a pensar y reflexionar sobre ese ‘estar en el mundo’, sobre el cómo relacionarse con el otro, sobre el cómo respetar el ‘espacio publico’ y no volverlo lugar de contaminación, de avasallamiento del otro. El virus lo pone de manera cruda, desnuda la condición de las relaciones sociales y obliga a repensarlas radicalmente.

 

Simbiosis y homeostasis social

La letalidad del virus afecta esa condición de estabilidad dinámica, que permite la interacción entre elementos diferenciados. Al hacerlo, pone en evidencia aquello que caracteriza a toda relación social o biológica, que es la contingencia, esto es, la posibilidad del ‘no ser’, la de la caída de esa condición de estabilidad.

La vida social no es estable ni su desarrollo es lineal, está hecha de rupturas, de crisis y adaptaciones permanentes. Lo simbiótico aparece como una solucion emergente de estabilizacion dinámica, como equilibrio entre la necesidad de ser, de reproducirse y el límite que requiere esa necesidad para afirmarse: el límite es necesario para que esa afirmación acontezca.

El virus afecta esa pulsión del individuo por estar en lo público, por encontrar al ‘otro’, por establecer allí el espacio de la experimentación de si mismo y probar la posibilidad de su realización. El equilibrio hace referencia a la necesidad de satisfacer esa pulsión, que se ve amenazada permanentemente al afectarse y romperse la solución simbiótica. El momento en el cual el límite es sobrepasado por la propia pulsión de realización, se rompe el equilibrio y la potencia con la cual opera el deseo, gira hacia la apropiación posesiva del ambiente externo.

El ambiente externo es necesario, de él se extrae la energía que requiere la reproducción del sistema. La relación con el ambiente resultará de operaciones selectivas que extraen del ambiente lo más congruente con las exigencias de la propia reproducción homeostática. Simbiosis y homeostasis refieren a la capacidad sistémica de procesamiento del ambiente externo e interno. El ambiente natural y el ambiente social se vuelven materia de la selectividad homeostática (W. R. Ashby). Un no adecuado o congruente encuentro con el ambiente puede producir alteraciones en el campo de la psique como en el del funcionamiento orgánico de la célula y del cuerpo, puede generar patologías. Toda patología es resultado de una pulsión por aprehender el ambiente no adecuadamente procesada. Esta pulsión no descarga su energía en el procesamiento del ambiente externo; al contrario, gira sobre sí misma sin el freno o límite que esta requiere necesariamente. El virus utiliza esa pulsión redundante y desata allí su poder contaminante; al no encontrar el filtro inhibitorio que lo procese adecuadamente, al no encontrar ese límite, ingresa y disemina su poder de anulación.

El virus, con su despliegue destructivo, solo puede ser detenido mediante una operación de contención de la ruptura del momento simbiótico; contención es aquí disciplinamiento del deseo, establecimiento de un filtro selectivo a través del cual este proyecte su realización; el filtro es contención, es inmunización frente a un procesamiento del ambiente que desborda el equilibrio homeostático. El distanciamiento social es una operación necesaria para la estabilización homeostática, trabaja con la autocontención que requiere el encuentro simbiótico; la distancia es necesaria para entablar nuevos encuentros, para mantener la estabilidad dinámica del permanente procesamiento del ambiente. Si algo se afecta con la presencia del virus es la posibilidad del encuentro entre los cuerpos, de la mirada cara a cara, de la riqueza gestual que hace posible la relación entre humanos y sobre la cual se construyen las relaciones afectivas. El reestablecimento del equilibrio homeostático tendrá que ver con la recuperación de esa posibilidad.

 

¿Cómo reconfigurar la relación simbiótica?

La presencia disruptiva del virus y su diseminación incontrolable, el confinamiento obligado al que se ve abocada la sociedad, emula la operación que realiza todo sistema biológico y cultural para responder al ambiente; sin clausura, la capacidad de respuesta puede caer en el apresuramiento o en el aturdimiento. La letalidad del virus en mucho se explica por la respuesta apresurada y aturdida de los sistemas sanitarios, por su impreparación, configurada por la misma alteración simbiótica que venia ya produciéndose.

Al pensar en el post COVID 19 y en las lógicas de clausura a las cuales se ha visto abocada la sociedad, las respuestas tienden a pasar por alto la complejidad propia de la estabilización de los sistemas sociales y biológicos, así como la lógica de inmunización que es propia de toda sociedad y de toda cultura. La política y la ideología tienden a desconocer esta dimensión implacable: la presencia del virus es vista como si fuera resultado de un simple accidente ocurrido en un mercado de especies silvestres, exento de suficientes controles sanitarios; o como si respondiera a disfuncionalidades o fallas de estos sistemas, y por último, como si se tratara de oscuras patrañas del mismo sistema que apunta a autoboicotearse, para luego afinar su lógica de producción.

La emergencia viral es producto del mismo sistema y de su anomalía simbiótica, de su rebasamiento y consecuentemente de su necesidad de corrección. El virus, con su operar aniquilante, abre el camino para una efectiva política de recuperación simbiótica. La pregunta es a qué tipo de recuperación nos estaríamos enfrentando.

La una podría ser la del reacomodo luego de la emergencia, la del volver a la misma situación de partida; una salida a la cual apuestan todos aquellos que ven en la pandemia la afectación de los procesos económicos y que relativizan o relativizaron desde su inicio la necesidad del confinamiento. Este camino podría ser el de la administración de la catástrofe, supondría la recurrencia de la alteración simbiótica, seguramente ahora en condiciones más adversas; un escenario frente al cual la solución podría caminar hacia la extremización de los expedientes sanitaristas y de disciplinamiento. Aquí, la recuperación supondría una constante dinámica de disciplina sanitaria, frente a una sociedad concebida como hospital, donde los individuos son pacientes en espera de ingresar a las UCI.

Esta línea trabaja sobre la idea de aquello que desde el discurso sanitario quiere decir, el rebrote del virus y de la pandemia. Se deberá convivir con el virus, este reducirá su letalidad en la medida en la cual los sistemas inmunitarios lo procesen y al hacerlo lo eliminen. Aquí la preocupación por revertir las causas del desquilibrio simbiótico no son relevantes, lo importante es fortalecer el sistema de alertas y respuestas, frente a fenomenos que serán mas recurrentes, modificaciones virales o nuevos virus talvez mas agresivos apareceran; no alterar las dimensiones causales de la desestabilizacion simbiótica, significa ajustar los sistemas de control y de combate, bajo el paradigma de la guerra en el supuesto de la eliminación de todo lo que aparezca.

La otra salida va en dirección de modificar radicalmente las condiciones causales de la alteración simbiótica, tanto por el lado de la afectación ambiental, como por el lado de la corrección a la ‘forma’ de la aglomeración. El impacto del confinamiento, la contención de toda actividad, el detenimiento obligado a toda operación comprometida con la lógica de la expansión y el crecimiento ‘desmesurado’ que está en la causa de la alteración simbiótica deberá ser removida. La virulencia del COVID 19 ha sido de tal dimensión que el nivel de la re-estabilización será también de radicales proporciones. El nivel de la respuesta será tanto en las dimensiones intimas como en las colectivas, ya que el virus ha desplegado su intervención letal en ambas dimensiones. La clausura ha sido un poderoso momento de reflexión colectiva, de re-ensayo de la forma social, de re-examinación de sus condiciones efectivas.

El enclaustramiento obligado en la intimidad, puede sonar a pérdida de la libertad para la percepción apurada o aturdida, el mirar la clausura como pura lógica de encerramiento, puede ser una lectura funcional a la operación de resistencia a la transformación, que el mismo virus promueve con su violenta disrupción. Una lectura que se agota en la pura redundancia de su enorme decencia, pero que termina por ser funcional a la lógica sanitarista y disciplinaria.

La crítica de las ideologías termina siendo nuevamente necesaria para operar una efectiva reconfiguración simbiótica. Esta deberá empezar por ubicar a la operación de clausura, como necesaria para constituir una efectiva crítica a la estabilización simbiótica previa, que había ya adquirido connotaciones patógenas, a aquella que caminaba en la dinámica de su obsolescencia, aquella responsable del arrasamiento de los bosques y de la eliminación de las especies silvestres, a aquella que producía contaminación, aglomeración, aniquilación entrópica del cuerpo social.

Solo una intensa reflexividad colectiva global, puede poner bajo examen las condiciones de destrucción del cuerpo social, que ya estaban vigentes previamente a la operación del virus y que este se ha encargado de potenciar de manera implacable.

La operación del virus obliga a examinarlo todo, las lógicas de la aglomeración, las relaciones interpersonales, las relaciones con el ambiente, con los bosques, con la naturaleza. De allí que toda visión apurada que observe el confinamiento como exclusiva afectación de la libertad, bajo el paradigma de la lógica vigilar y castigar, resulta impotente para dar cuenta de lo que realmente esta en juego con la pandemia del coronavirus.

Hegel y el fin de lo humano

Julio Echeverría
[email protected]

 

“En el instrumento el sujeto produce una mediación entre sí y el objeto y esta mediación es la real racionalidad”.

G.W.F. Hegel, System der Sittlichkeit, (1803).

 

I

Cuando hablamos de fin de lo humano, estamos haciendo referencia a la progresiva extinción de la capacidad de abstracción racional o a su metamorfosis, a cambios en la función de significación del lenguaje por los cuales este reduce su capacidad de autorreferencia, lo que para la tradición filosófica occidental significa pérdida de su autoconciencia, de la capacidad del sujeto de dar cuenta de sí mismo. Para Hegel, la humanidad se realiza, se constituye, el momento en el cual toma conciencia de sí. Antes permanecía perdida en una fase anterior o inicial de su proceso de formación (Bildungsprozess), en la pura intelección del mundo. Sin embargo, para Hegel este es un paso colosal que tiene que ver con la construcción del objeto de la reflexión que es propia del humano. Este se refleja mediante la operación intelectiva y, al hacerlo, se auto produce como conciencia; el objeto adquiere forma, se representa lingüísticamente, reconoce la significación intelectiva/nominativa operada por el intelecto sobre el objeto de la reflexión (Hobbes).

Para Hegel la distinción entre intelegir y razonar (Vernunft/Verstand) caracteriza la madurez del Prozess constitutivo de lo humano. La razón se constituye inicialmente como intelecto, se sirve de la fuerza activa de este, de su poder de significación, para regresar sobre él con una función crítica de negación y superación. El intelecto se realiza como razón: éste desborda sus mismas posibilidades y descubre la razón. El intelecto se reconoce; el proceso de reconocimiento (annerkenen) es fundamental en esta operación constitutiva. Está aquí la clave más importante de dilucidación de la filosofía hegeliana sobre la constitución subjetiva. Descubrir/producir la razón, ambas fórmulas parecerían abordar, desde distinto ángulo la complejidad del proceso constitutivo de lo humano. La razón aparece, es descubierta, porque antes no existía, no tanto porque estaba allí y de repente se revela; seguramente la versión más aceptable de la filosofía hegeliana después de la Fenomenología del espíritu, es la de un descubrimiento que resulta luego de que se ‘produce’ o mientras acontece el proceso de su producción; más que afirmar que la razón interviene desde fuera del proceso constitutivo de lo humano, esta ‘es’, ‘aparece’, como ‘producida’ por el mismo intelecto que se auto observa , que se ‘niega’.

No se trata de la idea de un descubrimiento, porque esta no preexiste al intelecto. Tampoco puede ser pensada como una entidad metafísica de orden divino que aparece para iluminar y constituir el mundo de lo humano. Es descubrimiento, porque es producción que antes no existe; es el intelecto, y su capacidad de operación, de la puesta en acto de una extraña capacidad de este de reflejarse a sí mismo, una operación de autorreflexión que es propia de lo humano, la que lo constituye como tal. La razón es el resultado de los avatares del intelecto, de su aventurar por el mundo.

II

La perspectiva aristotélica que está presente en la operación hegeliana permite esta construcción de mediaciones entre el sujeto y el objeto. La misma construcción del objeto como referente para la significación del mundo es una acción intelectiva comandada por la operación racional auto reflexiva. Constituyendo el objeto, éste se constituye como sujeto. Desde esta perspectiva, no habría intelección que no esté condicionada-direccionada hacia su configuración racional; una tensión teleológica de la razón como constitutiva del bien, de lo bello, de la realización como des-alienación, como negación de la tensión a perderse en la indeterminación de la forma que es propia de la operación intelectiva. El negativo como indeterminación de la forma es necesario, la alienación propia de la operación intelectiva es necesaria, es productora de racionalidad, es desafiante, compulsiva, aniquilante. Es aquí donde triunfa la fórmula hegeliana de la negación de la negación como dinamia propia de la razón. Es esta conexión entre intelecto y razón la que parecería ‘ponerse en duda’ cuando se postula la idea del último hombre; este es aquel que mantiene esta tensión como constitutiva, después de la cual solo existiría la nada o la aniquilación de lo humano.

La complejidad del mundo contemporáneo parecería sugerir que esta tensión se debilita, que la operación intelectiva, que podría asociarse a la técnica, se desprende de la capacidad autorreflexiva racional; que esta (la técnica), autonomizada, controla a la razón y la domina. Al autonomizarse la técnica, dos posibilidades interpretativas emergen: que la razón desaparezca, o que la razón se disuelva o se integre a la máquina, que es la que opera-constituye a la técnica. En el un caso, al perfeccionar las prestancias intelectivas de la técnica, esta se desprende de su sujetamiento a la razón; en el otro, la progresiva automación de la técnica, realiza la tensión teleológica que está presente en la operación del intelecto. ¿Las prestancias intelectivas de la técnica operan en función de una razón que la comanda? ¿O este comando está en la misma capacidad autorreflexiva que es ínsita a la operación intelectiva? Hegel responde afirmativamente: la razón es producida por el avatar del intelecto. Lo otro significaría aceptar una derivación ontoteológica en la deducción del comportamiento y de la acción racional que para Hegel es ya insoportable; para él, la escisión intelecto-razón no supone una contradicción insalvable, sino que aparece como una doble escala de una misma función reflexiva de constitución del mundo. En la técnica está la razón ya plenamente interiorizada.

III

La abstracción asume dos formas en el proceso de intelectualización del mundo en el cual se construye lo humano; la primera supone operaciones selectivas delimitantes que fijan el objeto de significación; la segunda establece las formas de la comunicación como transmisión intersubjetiva de significaciones. La primera fue definida por Hobbes bajo la fórmula del lenguaje nominalista: el sujeto extrae del mundo de la experiencia aquellos elementos que más impactan su capacidad perceptiva, su emocionalidad y a ellos les otorga un nombre, una denominación. Así construye objetos de referencia; esta forma de la abstracción es casi una prolongación del mundo de la experiencia, de la carga de posibilidades que esta encierra y que procesa el aparato selectivo significador del sujeto, el cual se forma en esta interacción con el ‘objeto’. Aquí la selectividad está asociada a la abstracción y esta a la distancia del sujeto respecto del mundo de la empírea o de la experiencia, en el cual este se forma. La abstracción es parte sustantiva del proceso de formación del espíritu, del sujeto; sin esta operación, este se vería arrastrado por el flujo indetenible de la experiencia, por la interminable sucesión de excitaciones sensuales a las que está sometido y que lo compelen al aturdimiento, derivado justamente de esa ‘inmensa’ riqueza de posibilidades que ofrece el ‘mundo de la vida’.

La abstracción selectiva anuncia la posibilidad de detener el aturdimiento; el lenguaje es esa posibilidad, en él está inscripta esa posibilidad; pero la abstracción nominalista no es suficiente, requiere de un ulterior esfuerzo de abstracción, de una ‘abstracción de la abstracción’, que se presenta bajo la forma de la significación, esta se produce en el lenguaje y trabaja con la abstracción nominalista, la pone en el juego de la interacción subjetiva; la abstracción nominalista tiene sentido para el otro, está proyectada intencionalmente hacia el reconocimiento del otro; esta se instala en el lenguaje y se proyecta como construcción estratégica de respuestas; el lenguaje se inserta en una estructura de expectativas que está socialmente condicionada y que se compone de una diversidad de proyecciones lingüísticas. Es el otro el que otorga sentido a mi abstracción, el otro que está ‘fuera y dentro de mí’.

IV

Si bien la abstracción selectiva inicial anuncia la posibilidad de salida del aturdimiento, este reaparece ahora compuesto por operaciones significadoras que estructuran el lenguaje y la comunicación. El lenguaje ahora estructura la realidad del mundo perceptivo, lo que Hobbes caracterizaba como operación de nominación del mundo, gracias a la cual las sensaciones son traducidas en lenguaje, que ahora pasa a ser per-formado por la significación. Pero la abstracción nominativa es fundamental: no habría Hegel sin Hobbes. En la estipulación de nombres, se expresan las connotaciones cualitativas: El lenguaje podría ser visto como una extensión interminable de operaciones de nominación o de cualificación de la experiencia sensible del mundo. Sin esta operación abstracta, no habría posibilidad de comunicación, no habría posibilidad de lenguaje como productor de sentido. La intelectualización del mundo existe; el humano se ve compelido a esta operación de significación, lo hace de manera cuasi automática, compulsiva, como diría Nietzsche, lo hace obedeciendo a una voluntad de poder o de significación que es su afirmación en el mundo: Esta función asume en él la cualidad de un instinto en el que se vuelve a presentar la dimensión del aturdimiento, pero ahora bajo la forma de una compulsión significadora. El humano no puede sustraerse a esta presión. Es difícil establecer cuál de estas formas de relacionamiento del humano con el mundo en el cual se forma, provoca más su aturdimiento: su balbuceo inicial con la lengua, o su elaboración nominadora y significadora que somete el mundo a operaciones comunicativas entre sujetos. Ambas formas emergen como contenedoras de la contingencia del mundo, como operaciones salvíficas.

V

¿Qué acontece con esta historia hegeliana cuando nos ubicamos en el mundo de la contemporaneidad?, ¿Qué acontece con el tiempo de la negación que transforma la Verstand en Vernunft? ¿El intelecto en razón? Seguramente las tecnologías de la información que se reproducen mediante la digitalización aceleran el proceso de intelectualización del mundo, lo vuelven masivo e ilusorio, lo vuelven más imaginario y proyectivo. A su vez, toda esta materia de la ilusoriedad es trabajada permanentemente por el sistema, que se sirve de ella. Las tecnologías de la comunicación instalan un nuevo campo de relacionamientos, mucho más volcado a la fruición de la sensación momentánea, a la aceleración de las experiencias vividas en el campo virtual de la imaginación. Las tecnologías de la comunicación, las redes, aceleran esa premisa que ya circulaba, “satisfacción de necesidades que genera nuevas necesidades”, solo que ahora la compulsión por satisfacer nuevas necesidades se adelanta a la satisfacción de las anteriores, la fruición acelerada del tiempo que inducen las tecnologías de la comunicación genera un estado de latente insatisfacción.

Contrastan con las formas de la comunicación analógica del pasado, en las cuales se interponía el tiempo de la respuesta. Lo era desde el ‘escribir cartas’ que podían esperar en la mesa la respuesta meditada. Ahora, la comunicación es circulación de mensajes, apretados, apurados, que exigen respuesta, que constriñen a permanecer en la red, a alimentarla. La red es desiderativa, está permanentemente exigiendo atención. La exacerbación de mensajes y señales impide la contención del tiempo de respuesta y con ello la reflexión, meditada, elaborada. Las redes nos exigen responder transmitiendo ‘estados de ánimo’, más que reflexiones o conceptos; nos ahorran la operación selectiva que caracteriza a la reflexión. La capacidad de elegir está condicionada y restringida; no existe posibilidad del ‘dislike’, porque ello podría aturdir la linearidad de la comunicación en red. El disenso se reduce al ‘emoticón’, este es ahorrador de respuestas, de sensaciones, de sentimientos. La cara de asombro, de tristeza, la lágrima, la risa, es suficiente en el mundo de la imagen digital. La red tiende a ser canalizadora de sensaciones, homogeneizadora, generadora de ‘tendencias’; estas aparecen como contenedores de expectativas ‘realizables’; para ello están los ‘influencers’, para colocar canales donde las tendencias se estabilizan o tienden a la estabilización de morales aceptables. Justamente el estar en la red las vuelve digeribles, pero también perentorias, provisorias, descartables.

VI

La comunicación en redes es más ‘democrática’, exige la participación del interlocutor, al menos con un like o con un emoticón; permite optar por una tendencia, alimentarla, reconocerse en ella. La participación en la red exime de otras participaciones más tediosas y exigentes, está a la portada de la mano, del dígito, satisface esa sensación de compromiso con el otro. Al digitar, se participa, se alinea con una tendencia, se asume una posición; la red ofrece una posibilidad de politización descomprometida, pero eficaz para satisfacer esa pulsión de estar con el otro, por ello, la red es ‘social’. Se trata de una politicidad cuyas consecuencias no se conocen, por lo que termina por no interesar realmente. La intensidad de la adhesión al tema convocante contrasta con el desinterés por las consecuencias efectivas que esa adhesión podría provocar; en la intensidad de la adhesión se juega toda la politicidad: Los temas convocantes pueden ir desde la alimentación ligera a la protesta por el maltrato animal, o contra la exclusión de los migrantes. Lo importante es adherir a la causa, aunque luego nos despreocupemos del resultado efectivo. A todo esto, se añade la proliferación de imágenes, incluso su alteración, que aparece como un juego de posibilidades, de identidades múltiples. Todo esto nos transmite la sospecha de que la experimentación del mundo se fragmenta. Ya no es la operación nominadora del lenguaje la que fragmenta la experiencia de acuerdo a las connotaciones sensuales que afectan al aparato perceptivo del sujeto; esa fragmentación ahora viene preparada y exige respuestas; las redes potencian la intelectualización del mundo. Una efectiva fragmentación de las experiencias, tanto aquellas que se proyectan para pensarlas- nominarlas, como las experiencias vividas en el campo virtual de la imaginación; el tiempo contemporáneo es el de la realización de esa forma de construir el mundo que Hegel caracterizaba bajo la figura de la alienación. Lo hacía porque estaba pensando-observando el mundo desde la solidez de la racionalidad omnicomprensiva de la totalidad del mundo, de la totalidad de lo humano. Ahora está claro que esa totalidad no es aprehensible por el sujeto; que no le pertenece, que esa totalidad es la red y que esta no necesariamente tiene consciencia de sí.

Es el sistema la totalidad que se funda y alimenta sobre la voluntad del sujeto, que se expresa desiderativamente. La red lo permite, la red sustituye a los instrumentos que antes re-presentaban esa voluntad del sujeto; los partidos ya no canalizan, en todo caso son diques que contienen y a los que se percibe como prescindibles; la red es ultrademocrática, es el sujeto mismo el que se expresa con su dígito, con su ejercicio de digitalización.

VII

La democracia de la red es perfectamente impersonal, si bien está cargada de las emociones de los internautas; cada señal emitida desde el dígito es acumulada como dato, se vuelve una señal que indica una preferencia y que se almacena perfectamente ordenada bajo la forma de la tendencia. La tendencia es ya un cuerpo de significaciones dotado de sentido porque articula elementos de significación reconocibles y en los cuales es posible reconocerse; están allí para reforzar sentimientos de identidad entre sus adherentes y refuerza el sentido que allí se consolida: En muchos casos deliberadamente, la tendencia busca adherentes, los recluta, los conduce a emitir señales de aceptación o de rechazo frente a actos o conductas que están en el espacio público de la red. La red es un ‘espacio público’ sui generis, puede también llamar a la acción y sus proclamas o consignas pueden movilizar masas de adherentes. La red es soberana en cuanto comanda la acción de aquellos que adhieren a la tendencia, pero la acción por lo general es débil, porque responde a la fruición del momento. La soberanía se fragmenta en la acción-señal de la digitalización: todos somos soberanos al momento de digitalizar o al no hacerlo frente a la tendencia que se nos presenta circulando en la red. Una soberanía fragmentada que se reúne gracias a la ‘tendencia’; que se afirma en la medida que se reúne bajo su emblema y que regresa para generar nuevos adherentes. La fragmentación de la soberanía es lo que caracteriza a la red.

VIII

La concentración de poder propia de lo que antes se reconocía como la ‘soberanía moderna’ del Estado, ahora está fragmentada en distintas tendencias y ninguna de ellas es suficientemente ‘soberana’ como para dominar o hegemonizar sobre las otras. La soberanía es de la red, la red es la soberana, porque permite y posibilita el juego de las soberanías menores, que se construyen sobre la ilusión de la participación efectiva. La red es soberana en su ceguera, o mejor, hace del enceguecimiento su condición de poder, trabaja sobre el narcisismo de quien se reconoce en la tendencia, de quien la hace suya. El espacio público o la esfera pública –como la llamaba Habermas– se construye sobre la posibilidad del diálogo y de la deliberación y este supone la libre elección discursiva del interlocutor. Pues bien, la red transparenta esta fenomenología, la ubica en su real dimensión de ser procesadora de la ilusoriedad de la vida social. Es, como diría Schopenhauer, voluntad y representación pura, que solo puede acontecer en el espacio de la ilusoriedad. La soberanía de la red vuelve patente lo que antes ocupaba a los críticos de la ilusoriedad de la democracia. Ahora la red se encarga de demostrarnos que esa ilusoriedad es efectiva y que se construye sobre la libre expresión de la voluntad digitalizada. Como antes, la sospecha de que esa voluntad era instrumentalizada por poderes ocultos o evidentes, por clases, burocracias y oligarquías, ahora es manifiesta. La situación ahora es más clara: también esos poderes y esas oligarquías están sometidos a la soberanía de la red. Si observamos con más detenimiento, descubrimos que es el mismo concepto de soberanía el que se extingue en la red, al menos aquel que completaba el itinerario formativo del sujeto, la idea de que el sujeto finalmente decide. La idea schmittiana de que soberano es aquel que decide sobre el estado de excepción, se ha extinguido porque ya no existe el estado de excepción; ahora la excepción es la regla, o si hay excepción, esta solamente podría estar por fuera de la red. ¿Es posible estar por fuera de la red?

IX

En Hegel, la razón no se reduce a la constitución del sujeto visto como individuo, si bien este nivel o registro está presente en su visión filosófica de la modernidad. Para Hegel el sujeto es el sistema, es la totalidad del mundo de lo humano. Es la misma experiencia del mundo la que se transforma con su filosofía y gracias a ella. La eticidad del sujeto que accede a la razón de lo público es la eticidad del sistema, así lo plantea en su System der Sittlichkeit ¿Es la red, el sistema del cual nos habla Hegel, en sus Lecciones de filosofía del espíritu? ¿Podríamos asociar el ‘espíritu’ de la red con el espíritu hegeliano? Lo es en cuanto la red está compuesta de significaciones que parten de la capacidad lingüística de percibir el mundo, de percibir la experiencia, es nominadora. La red es el culmen del intelectualismo y la soberanía del sujeto solamente existe si este se asume dentro de la red. El estar fuera de la red aparece como una ilusoria negación de la ilusoriedad de las significaciones que circulan por la red, de su efectiva eficacia. La red procesa las significaciones que se ‘componen’ como tendencias, y estas existen y cobran legitimidad en cuanto se produce el reconocimiento de hacer parte de ellas.

Las tendencias, a su vez, son performativas, indican lo que es aceptable, completan la proyección significadora del actor en cuanto gracias a ellas se produce el reconocimiento intersubjetivo. Las redes sociales funcionan mediante protocolos digitalmente codificados; las tendencias resultan del funcionamiento algorítmico computacional de estos protocolos, los cuales están configurados por percepciones canalizadas bajo la forma de tendencias.  Trabajan sobre la compulsión significadora que promueven. En esa dirección, están permanentemente ofreciendo información que exige la atención del internauta, socializan y amplifican la intelectualización del mundo: todos opinan y se exige que lo hagan. La red se vuelve compulsiva porque requiere del actor, de su pronunciamiento, con él construye las tendencias que hacen que el sistema se reproduzca y es en la configuración de estas donde se juega su eticidad. En Hegel, como en la red, la eticidad nunca se realiza ni se completa, se construye; está abierta a la posibilidad de su permanente negación y rescate. Es más, de su negación depende el rescate. Es justamente esta operación, que aparece como ilusoria, la que hace que el actor esté conectado permanentemente: la ilusoriedad de ‘estar’, de ‘ser’, de ‘incidir’. La red no anuncia el dominio del sistema sobre el humano, lo que indicaría su definitiva desaparición; el último humano está en la red, tal vez como siempre estuvo. Es allí donde reside su especificidad, es allí donde enfrenta el desafío de su negación. Es en la afectación del código, del algoritmo, en la dilucidación del sentido de la tendencia, donde se juega su condición, donde define su idoneidad constitutiva.

Muros en el lenguaje

Julio Echeverría
[email protected]

 

 

I

Solo la presencia de muros, de obstáculos, hace posible el pensar; solamente la posibilidad de superarlos mueve al lenguaje. El producir sentido, el pasar del no ser al ser, acontece el momento en que el muro es quitado del camino ¡Cuán necesaria se vuelve la resistencia que el muro ofrece para poder saltarla y acceder a aquello que el muro impide! La idea del muro como obstáculo parece ser la mas idónea para transmitir su sentido, su necesidad.

Es en el campo de la literatura y de la filosofía donde la reflexión sobre el muro aparece como una condición ontológica propia del humano. La travesía kafkiana lo presenta con claridad: muros que aparecen como externalidades que constriñen y que, al intentar salvarlas, penetran en el interior del sujeto, configurando verdaderas celdas que lo aprisionan, que lo condicionan inexorablemente. Para Kafka, esta telaraña de condicionamientos aparece como la forma de estar en el mundo y la tensión por liberarse de ella, por lo general, está condenada al fracaso, a la nostalgia de la posibilidad perdida o del paraíso añorable e inalcanzable. Pero es esta dimensión de la pérdida la que más interesa a Kafka: la descripción del Castillo, del caparazón que contiene al humano en la motilidad condicionada por la respuesta instintiva y torpe de la bestia, no es sino el pretexto para acceder al reclamo de la libertad atenazada, de aquella que quisiera atravesar los muros y salir libre; es la percepción de que esa maraña de impedimentos es consubstancial al estar en el mundo, y es al mismo tiempo la imposibilidad de su superación lo que constituye al humano. Lo de Kafka es la narración de la tragedia moderna, su interiorización como moralidad humana, algo que no estaba suficientemente claro en la tragedia griega.

A partir de Kafka es posible pensar en esa maraña de condicionamientos como la mejor expresión de la nada; es allí donde el muro se presenta infranqueable, es su dureza la que somete, es su enorme brutalidad la que obliga a buscar la redención. Pero en Kafka esta posibilidad se anula permanentemente; su tragedia anuncia la condición propia de lo humano. Kafka establece, sin advertirlo completamente, cuál es la estructura del estar en el mundo que caracteriza a la materia humana; esta constante “nadificación de la nada”; este ir y venir en la antesala del sentido; este incesante batallar con normas y con estructuras, con dispositivos y con máquinas, esta conjunción compleja de naturalidad y artificialidad, de la que esta compuesta la naturaleza humana.

 

II

La idea del muro es también la de la de-limitación que define un dentro y un afuera, un ambiente externo del cual guarecerse o al cual enfrentar. El sentido como forma es aquel que agrede a la nada que aparece como límite. Esta parecería ser la historia del nihilismo occidental, de su obsesiva carrera por atravesar, abatir y horadar límites que puedan interponerse. El muro está allí en espera de ser agredido. Aquí el muro se nos aparece como construcción pre-establecida, como configuración que heredamos y a la cual es difícil resistirse. En el lenguaje, es la presencia del pasado, de significaciones que nos antecedieron y que nos indican cómo significar el mundo del ahora. Esa parecería ser su idoneidad propia. El lenguaje, como estructura de signos, es seguramente el límite a la posibilidad del sentido; los mismos conceptos con los cuales el pensar se vuelve posible, no son otra cosa que configuración de muros; operaciones selectivas delimitantes, construcciones categoriales que re-presentan el mundo desde la perspectiva del sentido que pudiera otorgárselo. No es posible pensar por fuera de estas operaciones delimitantes, verdaderos diques que contienen el desborde de las significaciones, que las canalizan y que, al hacerlo, devienen en amurallamientos que excluyen posibilidades. Afirmar algo es negar al mismo tiempo algo; no hay edenes o superficies plenamente lisas que no estén atravesadas por formas, aquí la figura del muro deviene en la del puente o de la puerta, que a su vez son apertura de posibilidades o conectores de significaciones, semánticas. Cada muro atravesado, abre otro muro, que está allí para ser ‘superado’; de allí que el pensar sea fundamentalmente un acto nihilista. No es posible pensar sin abatir muros, horadarlos con puertas o construir sobre ellos puentes ¿Cuán consciente está el pensamiento de occidente de ésta su matriz fundamental? ¿Cuán clara está la filosofía, de la existencia de este instinto de afirmación al cual obedece sin repararlo suficientemente?

 

III

En la construcción de teoría, no hay un concepto que exprese mejor la presencia de muros que el de estructura. El lenguaje mismo puede ser visto como la configuración de un aparato o estructura categorial de signos que permiten significar el mundo. La estructura es un conjunto de elementos delimitantes que obstaculizan, pero al mismo tiempo permiten, posibilitan que las cosas acontezcan; el lenguaje es seguramente la estructura más significativa, la ‘estructura de las estructuras’. Al tiempo que permite significar el mundo, nos revela la complejidad de dicha operación. El lenguaje está hecho de signos abstractos, es conjunción de elementos que refieren a objetos de significación; por ello se nos presenta como el obstáculo mas intimidante al momento de significar el mundo. La estructura lingüística nos muestra la imagen de un laberinto en el cual las posibilidades de perderse son más altas que aquellas del encuentro. Esta parecería ser la historia de la teorización sobre el lenguaje. Desde Hobbes, que establece la conexión entre percepción y significación en la relación sensible del sujeto con la naturaleza exterior, a las formulaciones de Wittgenstein, en las cuales la relación a discernirse ya no es con la naturaleza exterior sino con la interior del mismo lenguaje. Con Hobbes presenciamos la alteración que se da en el mundo de la teología y sus narrativas figurativas; Hobbes reduce el pensamiento a la comunicación y para ello construye una geometría metafísica de categorías intelectivas, reduce la formulación del sentido a un cálculo utilitario como prestancia propia de sujetos desligados o desconectados ya de su referente teológico. En un determinado momento, Wittgenstein estuvo convencido de que su filosofía salvaría al mundo, al establecer el código de sus posibilidades de significación; la desazón, el caos, la misma crisis de los fundamentos, no sería otra cosa que el resultado de un colosal desentendimiento, de la imposibilidad de lidiar con la estructura de la lengua que su filosofía finalmente posibilita. La estructura del lenguaje es la de la abstracción respecto de toda determinación empírica, sin embargo, trabaja con ella, advierte allí señales a las cuales está obligado a poner atención; el límite del lenguaje, como luego diría el mismo Wittgenstein, es el límite del mundo.

 

 

IV

¿Cómo se presenta la idea del muro en el mundo de la complejidad contemporánea? ¿Qué relación delimitante existe entre ética y verdad, qué relación existe entre esta y el conocer? ¿Cuáles son los límites, los muros que las separan, y cuán factible es allí construir puertas o definir puentes? Después de Hobbes, de Kafka, de Wittgenstein, la respuesta podría rezar así: Todo conocimiento es productor de verdad, pero no toda verdad es productora de sentido y de ética. Para que esta relación acontezca es necesaria la estipulación de muros, de límites que impidan la contaminación de significaciones que caracteriza al mundo; las operaciones de diferenciación aquí son cruciales. En el paradigma occidental, el conocer deviene ciencia y sus procedimientos son metódicos; para Kant y para Hegel, estos permiten acceder al mundo de lo bueno y de lo bello que es el mundo de lo ético. ¿Pero, qué es acceder, qué significa? ¿Es acaso, finalmente, dominio y control, realización, como lo plantearon estos autores al definir el sentido de lo moderno? ¿O es inaugurar un nuevo espacio en el cual estos, dominio y control, aparecen finalmente como ecos, trazas, o señales de un pasado en el cual su reivindicación aún era posible? Ética, estética y verdad confluyen ahora en una lógica de permanente retroalimentación. Para Kant y Hegel, solo el conocer y sus procedimientos permiten el acceso desde la opinión común, cargada de prejuicios e intereses, a la dimensión de lo público en la cual se constituye la ética; para ellos, éste es el paradigma al cual no es posible renunciar sino al costo de sacrificar la posibilidad del sentido. Ética y sentido aquí confluyen, aparecen como resultado de la aproximación científica y de sus procedimientos delimitantes, de sus muros, de sus operaciones selectivas. La ética tiene que ver aquí con el sometimiento a los límites que supone el conocer; el comportamiento ético resulta de concretas operaciones de conocimiento, de delimitaciones que posibilitan abandonar la mescolanza de significaciones en las cuales se arremolinan las distintas voluntades de significación de las cuales está constituido el mundo. Solamente la sujeción a los límites que todo procedimiento cognoscitivo supone, es productora de ética; solamente el someterse al aparato crítico que examina la realidad y se pronuncia sobre ella puede producir el comportamiento ético. Luhmann corrige estas formulaciones, las desarrolla al abandonar la necesaria derivación teológica de las cuales provienen. En Luhmann, estas nos remiten a la operación autopoiética del lenguaje; esto es, no proceden desde fuera del mundo; no responden a ninguna voluntad divina, pero tampoco están compelidas por ningún imperativo categórico no expuesto a la crítica en la cual este mismo se constituye. Están implicadas en la misma mezcla de significaciones que lo componen. Es como si estas, compelidas por sobrevivir en la tormenta arremolinada de sus propias significaciones, no tuvieran otro camino que buscar salidas, remontar laberintos, abrir muros dentro de los muros que componen el lenguaje. El conocimiento es, en este sentido crítico y autopoiético. Es, según la consabida formulación luhmanniana, generador de complejidad mediante operaciones reductoras de complejidad.

 

V

La línea de la construcción de la ética a partir del conocimiento atraviesa la modernidad desde sus inicios, su abandono significaría la salida de su paradigma fundamental. Sin embargo, el conocimiento que caracteriza a la ciencia parecería no reconocer este imperativo, mantiene latente una contradicción interna entre su proyección de sentido y su concreta realización; la ciencia es también técnica, o mejor, es a través de la técnica que se realiza; una operación de concreción en la cual el mecanismo técnico tiende a sobrecargarse de dispositivos que parecerían olvidar o poner entre paréntesis las indicaciones de sentido que la ciencia apunta a construir y que hacen de ella justamente conocimiento; la misma diferenciación entre ciencias duras y blandas, entre humanismo y cientificismo parecería reflejar esta operación secularizadora propia de lo moderno. El desarrollo de la ciencia, al desprenderse de su origen teológico, instaura una propia estructura de referencia, un mecanismo dotado de una propia capacidad autorreferencial. El conocer ya no dependerá de su sujeción a principios divinos, ni a exigencias de legitimación política, sino exclusivamente al de sus propios mecanismos de validación. La ciencia, en cuanto conocimiento autorreferencial, construye los términos de su propia consistencia; una operación compleja que se soporta en la idea de despersonalización, de-subjetivación o des-alienación, según las distintas construcciones y los distintos paradigmas científicos. Aquí se entrecruzan los caminos de Nietzsche y los de Kant y Hegel; todos, desde aproximaciones distintas, trabajan sobre la idea de que la aproximación subjetiva o individual está condicionada por un instinto de representación o voluntad de poder, que los imposibilita a mirar la totalidad en la cual se encuentran. Solamente el salir del espejo de la individualidad, sólo el negar su particularismo, puede permitir acceder a la totalidad en la cual ésta constituye su complejidad; la ciencia es la única que garantiza esta posibilidad. Aquí ética como realización subjetiva y conocimiento científico como condición ‘del acceder’, coinciden, ‘forma’ y ‘posibilidad’ de estar en el mundo, se encuentran. Una operación de radical deconstrucción es necesaria para poder acceder al mundo de la complejidad, en el cual las relaciones entre ética, verdad y conocimiento se vuelven finalmente posibles.

En el arte abstracto es posible apreciar con claridad esta operación de deconstrucción: este se aleja del arte figurativo para acceder a las estructuras más elementales y básicas de la representación pictórica; descompone las imágenes en sus elementos primarios, el color, la profundidad de las sombras, la aleatoriedad del trazo; un arte dispuesto más que a la contemplación, al diálogo con la percepción de quien observa el hecho artístico, el cual construye, a partir del contacto estético, su propia representación como un ejercicio interno de reconocimiento. Aquí la diferencia entre cuadro y observador es una diferencia constituyente, es esta interacción la que cuenta, más aún que la misma claridad del trazado narrativo, la cual se obscurece y a momentos desaparece, para permitir su emergencia. Ya no será aquello que desciende o que proviene desde fuera lo que construya el sentido, ahora este será posible al precio del reconocimiento de las delimitaciones que lo suponen; la idea del muro ahora es finalmente reconocida en su potencia constituyente, en su potencia de estructuración.

La libertas ilusoria

Julio Echeverría
[email protected]

I

La libertad es ilusión necesaria, es su única ‘forma’ y como tal difícilmente la podemos encontrar en la realidad, o en aquello que solemos llamar ‘realidad’: aquel, espacio o lugar comandado por la consecuencialidad de los hechos observables. La libertad pertenece a esa materia propia de la inmaterialidad, que solo es aferrable como concepto o como idea, pero que como tal no puede renunciar a su pulsión utópica, que es la de realizarse en el mundo de las causas y de las consecuencias. Es solo allí cuando descubre su carácter ilusorio, su inconmensurabilidad radical. Es esta su característica ontológica; está donde tiene que estar, animando el mundo como representación y como voluntad, pero negándose cuando esa voluntad quiere afirmarse en la aritmética de la consecuencialidad. Es en este campo de reflexión que cobra sentido la dialéctica de la libertad positiva y negativa a la cual se tiende recurrentemente a acudir para definirla. Libertad negativa: el desear y querer que no acepta límites, que rechaza toda imposición a su plena expansión; y libertad positiva, afirmar y realizar el deseo, superando los impedimentos, definir un curso de realización; aquí la libertas aparece como emancipación.

II

El sujeto moderno vive su libertad como una paradoja: solo puede aceptarse como liberto cuando se ha emancipado de toda tiranía externa e interna: puede escapar, afirmarse, realizarse frente a la tiranía externa, pero con dificultad lo hace frente a la interna; siempre está sometido a sus pasiones e instintos. Es aquí donde la ilusión se manifiesta en la forma de la paradoja, su forma par excellence: probar la libertad aquí es no reconocer a nadie sino sólo a sí mismo, es a-socialidad, es conflicto, es aniquilación; mi libertad es anulación del otro, es dominio sobre el ambiente que es limite y fuerza que se me enfrenta; pero el otro es reacio y el ambiente es solo procesable; ambos se revuelven contra mi libertad, me anulan; mi libertad requiere de una tabla de salvación, de una auctoritas que pacifique el conflicto, que permita la supervivencia. La auctoritas está allí para salvar a la libertas, para permitirle que regrese a su estado natural, el de la ilusoriedad; la libertas requiere para su realización, de la auctoritas y de su pulsión tiránica. La tiranía es aquella que acaba con esa deriva de la libertas que al afirmarse la niega, lo saca de esa indeterminación que al someterse al dominio de su pasionalidad lo arroja en la anulación del otro al cual sin embargo lo necesita; esa libertas que produce su negación, es ella la que clama por una ancla de salvación, la que requiere de una potestas, de una auctoritas que lo salve. La libertad es a-social porque lo social es compromiso y acuerdo, la socialidad afecta esta estructura básica; exige dejar algo, renunciar a algo, la libertas es anti-auctoritas; por tanto, es antisocial, regresa al estado de inmediatez en el que se esta libre, pero en absoluta soledad, en su inmensa libertas. Es entonces cuando la paradoja se realiza: la libertad interior emerge para realizarse, pero se encuentra con el poder tiránico que lo devuelve a su status naturae.

 

III

Desde Platón a Hegel la modernidad construye este paradigma; la libertad como voluntad y representación, como ilusoriedad necesaria. Es la libertad la que produce la auctoritas, como razón y/o como Estado, como eticidad, como legitimidad; lo hace para salvar-se del dominio de la pasión; pero al producir aquello que debería salvarlo lo que produce es su anulación. La libertad positiva, que busca realizarse en el mundo de la consecuencialidad, se revuelve sobre sí misma; se opone a la potestas, a la auctoritas, que trata de ubicarla en medio de la aritmética de las causas y de las consecuencias. Pero, al intervenir ésta, para salvarlo, para ‘socializarlo’ lo pone de vuelta en el avatar de su pasionalidad que lo anula, de aquella tiranía que lo mantiene sometido. La auctoritas solo puede afirmarse negando la libertad del sujeto y lo hace a favor de su propia libertas, así lo protege de sí mismo. Con Hegel da inicio la crisis de lo moderno; a partir de sus formulaciones es posible advertir el impasse al cual conduce el desarrollo de la dialéctica de la libertad positiva y negativa; la crisis de lo moderno apunta en dirección a reconocer la radical alteridad en la que estas se encuentran; en su ilusoriedad está su posibilidad de existir y de mantenerse, pero devela al mismo tiempo su obsolescencia. Es seguramente Hegel quien deja abierta la tensión al mantener la vigencia de la ilusoriedad y trabajar al mismo tiempo en su disolución/realización. La libertad negativa, aquella que no acepta someterse, penetra en la auctoritas y lo impregna de su poder corrosivo, lo divide, lo controla, construye los dispositivos que detienen el camino a su autonomización, apunta en dirección a impedir que ésta se vuelva poder absoluto que no reconoce a la libertas de la cual emerge. La ilusoriedad de la libertas se encuentra así expuesta, al desnudo. Es la ilusoriedad de la dialéctica la que es necesaria, y es esta la que deberá negarse, realizarse, suprimirse.

IV

Es en el espacio abierto por la post e hiper-modernidad donde la ilusión se deconstruye y con ella la dialéctica de la libertad positiva y negativa. La auctoritas fracasa al no poder realizar la libertad que el sujeto reclama; al intentar resolver la paradoja el sujeto se anula y regresa a su soledad, en la cual es soberano. En la modernidad la libertad no puede no ser sino una ilusión; la auctoritas, se presenta ineficaz para superar su carácter ilusorio. Lo que se anuncia con la crisis de la modernidad es la imposibilidad de realización de la libertad atrapada en la dialéctica de la superación de una forma en la otra; la superación del limite que cada una expresa y de su necesaria conexión. La post y la hiper-modernidad proclaman su ilusoriedad como falacia. Su operación es incisiva al desconectar la libertas de la emancipación, al acabar con su proyección positiva. Al eliminar la dialéctica se anula la tensión sobre la cual se soporta. El desenlace del postmodernismo y del ultramodernismo re-ubica a la libertad en su dimensión básica, como una pulsión que es constitutiva del ser en cuanto proyección del deseo, en cuanto anarquía de percepciones, movimiento de fuerzas, pasionalidad incontenible. Es esta acumulación desordenada de percepciones, esta sensibilidad acelerada e intermitente que no encuentra límite, la que produce el conflicto, una conflagración de fuerzas que esta inscripta en la misma configuración de la mónada que constituye a todo ser vivo (Leibniz). Lo que se anuncia es el regreso a la potestad de los poderes discretos y fragmentados, a la disolución de la auctoritas en una infinidad de arreglos del poder, a la reinstauración de las múltiples soberanías, de sus potestades indirectas (G. Marramao).

 

V

En su tratado sobre la Monadología, Leibniz se adentra en la comprensión de las sustancias elementales que mueven al mundo y que parecerían condicionar en profundidad la posibilidad de la libertas. Su aproximación es metafísica, el accionar de las monadas, aquello que las mueve, no pertenece al mundo físico sino a la pura inmaterialidad, a aquello que esta ‘por detrás’ del mundo de la consecuencialidad que ordena de manera aleatoria la conjunción de causas y efectos; llamaríamos, al mundo de la contingencia. ¿Pero que es la monada? es una entelequia; es el principio vital que lo mueve todo; es movimiento en cuanto solo en el movimiento puede entenderse el deseo y el apetito; la necesidad de atrapar el mundo; la monada juega su reproducción al enfrentar la compulsión del deseo y del apetito que la comanda. Entre sus características está la de ser autosuficiente o autorreferente; no depende del mundo exterior para reproducirse, sino de una dinamia interna que podría caracterizarse como el de su propia idoneidad constitutiva; en su operar esta presente este referirse a si misma, para lo cual instaura una dinamia de reflexividad que la obliga a salir de sí para luego retornar en un movimiento incesante de reproducción; una perfecta estructura ontológica compuesta de una infinidad de variaciones dentro de un marco cerrado de posibilidades; lo que la mueve es el apetito y el deseo de ser si misma. Se trata de una metafísica intemporal e inconmensurable como solo la metafísica puede serlo. Es éste seguramente el terreno de la libertas o el espacio inmaterial en el que ésta se juega; un espacio anterior a su afirmación en el mundo de los fenómenos, en aquel mundo en el cual el espacio de posibilidades se cierra necesariamente al afirmarse. En Leibniz lo que mueve a la monada es el deseo, este la conduce al conatus, al conflicto en su afán de afirmación; el deseo coincide con el mundo de las percepciones que en principio es caótico, porque es un mundo necesitado de selecciones y como tal caracterizado por excluir mundos posibles.

La formulación de Leibniz podría interpretarse como una operación que trabaja sobre la metáfora platónica de la caverna; en la caverna reinan las percepciones necesitadas de la luz que solo proviene de la razón, la razón es lo que para Leibniz es la apercepción del mundo, algo así como una percepción que se reconoce como tal, la producción de un efecto especular que permite poner en orden el caos de partida propio del mundo perceptivo. Lo que se vuelve posible a partir de Leibniz es complejizar la perspectiva platónica; la luz del conocimiento, de la razón, es apenas una imagen que obscurece la existencia de otras posibilidades; el mundo del conocer es el de las monadas necesitadas de identidad, la conciencia mundana, es aquella que esta en la caverna, es la de la vivencia de la individualidad que se da en el deseo; es esta condición sensual y pasional de la mónada la que la empuja a salir de si misma; su propia condición, ahogada en la finitud le empuja al conatus, a acudir al encuentro que podría salvarla de su ahogamiento en la finitud, a colisionar con su propia necesidad de salir de si misma; a fugar; su conatus es total: “por ello las acciones y pasiones son mutuas entre las criaturas (…) en cada cuerpo orgánico de un viviente hay una suerte de maquina divina o un autómata natural que sobrepuja a todos los autómatas artificiales” (P.L. 64). Aquí Leibniz introduce la distinción entre alma y máquina para diferenciar la heterogeneidad de causas que ordenan el movimiento de las mónadas, “las almas obran según las leyes de las causas finales, por apeticiones, fines y medios. Los cuerpos obran según las leyes de las causas eficientes, o movimientos” ( P.L. 79) ; las causas finales son las que conducen al conatus, las causas eficientes las que explican el movimiento; las causas finales (el bien, la belleza) son materia de disidio y confrontación, todas buscan asociarse con la divinidad que es donde reina la belleza, el bien, el orden armonioso, pero para conseguirlo activan al autómata artificial; en realidad el automatismo termina por ser el producto de esta búsqueda de si misma que caracteriza a la mónada. El autómata es la conjunción de causa final y causa eficiente; es en este terreno donde se juega la libertad, en una época en la cual la dialéctica ha colapsado y la libertad ha abandonado su carácter ilusorio.

VI

Las cartas estan sobre la mesa; es la misma pulsión del deseo la que se proyecta sobre el mundo y se reconoce como poder que desata el conflicto; ahora este es asumido como condición y posibilidad de la libertas; es el conflicto el que está inserto en la misma configuración del ser vivo, la ilusión de su exclusión o anulación ya no es necesaria; el otro que se opone, el ambiente que se resiste y ataca está en la misma configuración monádica; no hay ilusión posible de que esta antinomia se resuelva. La producción de auctoritas es sistemática e inestable, es poder generativo que oscila entre tensiones y pulsiones de clausura en la absoluta soledad, en la dis-identidad, en el no reconocimiento, en la afasía, a dinamicas de apertura y de búsqueda por la realización simbólica. La ilusoriedad es simbólica. Lo vuelve patente la crisis de los Estados nacionales sobre la cual se constituyó la potestas moderna; el Estado al realizar y garantizar los derechos, debía permitir que la libertad negativa se positivizara mediante su aparato institucional, su sistema de legalidades; una deriva que al operacionalizarse develó cada vez más sus limites: mantener a la libertas como expectativa no resuelta, utilizar su demanda como demagogía seductora, o en su defecto, trastocar su ‘política’ en la entronización de poderes tiránicos dirigidos a anularla, incluso su ilusoriedad.

Las auctoritas soberanas, aquellas que movian a los estados hoy se presentan ineficaces al aplicar su potestas; cada vez más la potestad soberana se fragmenta en potestades indirectas, en círculos restringidos de acumulación de poder, en lógicas de incidencia relativas. La revolución que estaba para constituirla, ha devenido en poder tiránico. Pero la pulsión del deseo es indetenible, emerge sistemáticamente y se expresa como derecho a existir, a realizarse; el deseo es productor de eticidad como lo plantea Hegel, pero requiere, exige de una alta dosis de abstracción institucional, una operación de artificialidad tal que pueda comprender la alteridad entre libertad positiva y negativa como condiciones no superables ‘dialecticamente’, como contradicciones que estan para retroalimentarse, para reconocerse en su estructural diferenciación y determinación. La modernidad hegeliana parecería ceder el paso y permiir el regreso de las potestades indirectas; o dejar el espacio para su transfiguración post e hipermoderna. No es que estemos frente a menos Estado, sino que estamos cada vez frente a más Estado, lo expresa la variable crisis fiscal, como dimensión crónica de la inmensa penetración del Estado en toda esfera de la reproducción social. Como lo resalta Marramao, “En el multiverso global, el Estado declina mientras crece, y crece mientras declina”. No es que el Estado se repliega para dejar que emerjan estas ‘formas de poder’ sino que las genera mientras más interviene; es el Estado de los derechos el que produce una amalgama particular por la cual las diferenciaciones y segmentaciones sociales se profundizan y expanden al tiempo de reclamar legitimamente sus ‘derechos’ (libertad positiva); al hacerlo, se acoplan a la estructura de los ‘viejos’ derechos fundamentales, que estaban justamente alli para resguardarlos ( libertad negativa), se superponen a ellos, los condicionan. Es este el desarreglo contemporáneo; la escasa abstracción institucional cede ante la amenaza de la libertas que no encuentra cauce institucional; de allí la dominancia de la juridicidad y de su estrategia niveladora y homogenizadora; el sistema judicial quisiera convertirse en cinturón de castidad que impida las multiples colisiones/soluciones que emergen en el enfrentamiento entre las formas y los arreglos que asume la ecuación libertas/auctoritas. Al intervenir con esta función, las reproduce ad infinitum; el poder generativo de la complejidad social, tiene aquí su punto de apoyo. La política ahora se lleva consigo al Estado y con este el control del poder se diluye. “En el intento de hacer frente a la masa crítica de contingencia que lo invade, el Estado se “autodeconstruye”, se desarticula, descentra sus funciones volviéndolas, al mismo tiempo, mas penetrantes y menos jerárquicas” (G. Marramao).

Es esta condición confusa de crisis e innovación, la que nos devela la situación actual de la libertas; es en este declinar/creciendo en el cual se debate la politica contemporanea, que reaparece la fundamental caracterización leibniziana de la estructuración monádica; no es posible pensar la condición contemporánea por fuera de esa artificialidad generativa; la actual revolución informática, computacional, comunicacional, mediática, parecería acercarnos a esa primigenia caracterización de la política moderna. Ésta acelera el desarreglo en el cual se encuentra la libertas/potestas; sin embargo, y al mismo tiempo, cada vez más su impulso conduce a perfeccionar la conexión entre biología y tecnología; la amalgama de los derechos es despolitizante y neutralizadora, su homologación es necesaria, para acoplarse a la convencionalidad abstracta de la inteligencia artificial; de allí el descubrimiento del cálculo infinitesimal con el cual Leibniz acomete su desentrañamiento de las ‘particulas elementales’; estas se reproducen sobre la homologación, sobre la serialización. Este parecería ser el lugar en el cual se define la libertas contemporánea. Las potestas tiránicas desconectadas del control político vs el amalgamiento de derechos y sus demandas comandadas por la innovación tecnológica, mediática, comunicacional.

La fe, o cómo atrapar las señales de lo efímero

Julio Echeverría [email protected]

 

I

La fe pertenece a la dimensión de los actos y de las creencias y está relacionada con el comportamiento religioso.

  En Las formas elementales de la vida religiosa, Durkheim define el carácter del comportamiento religioso como un acto gracias al cual se produce la humanidad del humano, un mundo que está atravesado por una diferenciación radical entre lo sagrado y lo profano. Se trata de una diferenciación que aparece en el momento mismo en el cual se constituye esa substancia particular que diferencia al humano del animal: su capacidad de representar el mundo. Lo sagrado y profano emergen como una diferenciación que coexiste y se retroalimenta, una oposición que no pretende ser superada dialécticamente; la vida del humano consistirá en el tránsito permanente desde el mundo profano al sagrado y viceversa; una dimensión estructural que podría ser caracterizada como una permanente tensión entre las dimensiones de la finitud y de la infinitud del mundo. Aquí se aloja la idea del bien y del mal, de la salvación y del pecado. La fe se asocia a la posibilidad de acceder a lo sagrado, y a la idea de la depuración que abandona el mal que acompaña al mundo y que pertenece al campo de lo finito, de la concreción, de la materialidad expuesta al devenir. La fe está inscrita en esa posibilidad; confía en que aquello es posible, pero fracasa en su intento, o a lo mucho prueba por instantes la posibilidad de encontrarlo; su fracaso indica el regreso a lo profano donde se regodea en la satisfacción de la diferencia, donde prueba también la desazón de la existencia; en la forma elemental de la vida religiosa, este estado es el de la individualidad, que al afirmarse niega la posibilidad del otro; el otro solo aparece en la más intensa comunión, en el más intenso contacto, en la efervescencia de la fiesta. Pero la fiesta es simple posibilidad de acceso a lo sagrado, la fiesta es el ritual, el camino de acceso al cual se acude con la fe de alcanzar lo sagrado.  

II

La fe contra la nada que resulta de la innovación nihilista que descompone toda espera.

  La fe ‘nadifica la nada’ en cuanto accede a la destrucción de lo finito, que es aquello de lo que está compuesto el mundo, mediante la negación que acontece en el ritual. Ese infinito es la nada que ha sido ‘nadificada’; es el lugar de la “plenitud de la infinitud”, que asume la característica de la indiferenciación. Esta característica es anulada cuando aparece el pensamiento intelectualista que es aquel que vive de la diferenciación, es también el mundo de la personificación; allí se pierde la plenitud de la infinitud que es lo divino, y se genera el mundo finito de lo humano; la dimensión de lo divino como plenitud de lo infinito es, según la formulación de Scholem el gran teólogo judío, el de la no personificación o de la impersonificación. Es extraña y paradójica esta derivación: lo finito deriva de la infinitud que es asociable a lo divino, a aquello que no tiene explicación racional, sino que simplemente esta allí dispuesto a ser contemplado, aquello a lo que se debe ‘acceder’. Sin embargo, su disposición es refractaria, “nunca está allí, donde uno estaría inclinado a buscarla”. Es el lugar del cual procede lo finito como personificación, es el mundo de la creación, que deriva de la voluntad divina. Desde entonces el humano esta condenado a la fe, a creer que es posible detener la disolución en la nada que es finitud, y que obedece al devenir del mundo, para acceder a esa nada que es plenitud de la infinitud. Fe que solamente puede per-durar, tener una duración en la dimensión de lo efímero; es el momento de lo efímero, de la re-velación, de aquello que aparece y se esconde, aquello que no es aferrable, que emerge en el momento que pasa, aquello que es anulado, que no dura; es allí donde se juega la fe, es ese momento el objeto que la hace vivir, es el hálito que mantiene vivo al creyente, perdido en la estructura del tiempo que anula toda espera. La fe exige retroalimentación, para lo cual acude al ritual y a su rígida convencionalidad; el ritual está para renovar ese estado de espera, de contención en la posibilidad de acceso, que conjuga inmanencia y trascendencia en un solo acto. El ritual asume entonces una potencia generadora que interpela a la creencia al punto de prescindir de ella, se convierte en una gimnasia autorreferencial de salvación, en la cual es posible detener la fuerza de impacto de la lógica nihilista. Debe repetirse para impedir su anulamiento que está acompasado por la finitud del acaecer; la fe se realiza en la espera de acceder a ese estado de plenitud, el cual no resiste la estructura de la temporalidad que la anula. Pero su exposición a la estructura del tiempo, su permanente exasperación por realizarse, hace que se sobre-expongan sus significaciones con la finalidad de per-durar. La fe como posibilidad de acceso a lo sagrado-infinito cristaliza en el ritual, se transforma en creencia y esta en narración histórica. Se abre de esta manera, esa segunda dicotomía de la que nos habla Durkheim, una nueva escisión, la creencia como narración histórica como imaginación, como idealización; y el ritual, como gimnasia de actos que se repiten, como ritornelo, como responso que re-confirma la adhesión fideísta a la narración o creencia. La fe tiende a afirmarse en la creencia, justamente para detener su caída en el vértigo de la nada, al cual está expuesta por el implacable curso del devenir propio de la temporalidad que la comprende. La fe es como la episteme en la ciencia, esta allí para enfrentar el devenir, su pluralidad de posibilidades, su multiplicidad, su dispersión, la nada como ausencia de forma, como pura evanescencia de posibilidades que el carácter implacable de la temporalidad pone en evidencia (E. Severino). En la formulación durkheimiana sobre lo sagrado, siempre queda la duda sobre el carácter derivado o auxiliar del ritual con respecto a la creencia: ¿los ritos están allí para re-avivar la creencia? Al ser las creencias figuraciones o representaciones de lo sacro, ¿no son tan o menos artificios que los rituales, a los cuales acude para reproducirse? El carácter práctico del ritual parecería ser un mejor camino para acceder a la comprensión de lo sacro. El ritual está para acceder al momentum de la re-velación; accede a lo divino-infinito no mediante la operación del convencimiento, que es una operación intelectualista, sino mediante el despertar de la percepción, el rescate de la intuición perdida en el mundo de la magia, en el mundo de los trucos que revelan y esconden. Se trata de pulsiones/percepciones; la fe se alimenta del ritual, de su reiteración, como gimnasia de la contención; como rezo recurrente, disciplina el enfrentamiento a la anulación nihilista que produce la estructura temporal; paradójicamente, la fuga en el silencio al cual conduce la contemplación, el rezo, la meditación, emerge como escape de la dinámica implacable del tiempo;  es fuga de la fuga que permite el recurso al místico, el acceso a lo indecible, que solo el silencio procura. Un efecto de redundancia, fuga del fluir que no da tregua. Sin embargo, no toda ritualidad es así: el problemático encuentro con la sacralidad parecería regodearse en el ritual al punto de arrastrar consigo la estructura de la creencia sobre la cual éste se soporta. Entre creencia y ritual se instaura un efecto de retroalimentación que configura o estructura el sentido, como si la afirmación de la creencia requiriera de una musicalidad que afecte directamente a los sentidos; pensemos en el origen sacral de la música, que en mucho es representación de la musicalidad natural que está en el fruir del viento y de las ramas, en la repetición infinita del rumor de las olas del mar; esa musicalidad rítmica acompasa la mente como un orden que se reafirma; la percepción, que es función de la animalidad de lo humano, gracias al ritual, se anuda con la construcción intelectual propia de la narración religiosa. A un cierto punto la fuerza de la narración desaparece y el acompasamiento del ritual conducirá al creyente hacia la realización mística; el efecto de retroalimentación ha producido el sentido como momentum, como afirmación de lo efímero, que nuevamente se expone a la caída, a la desfundamentación que acontece en la creencia como historización, como alojamiento de lo sagrado-infinito en la finitud del mundo. Las creencias son narraciones que anuncian la existencia de lo divino, representaciones que explican la derivación del mundo finito del infinito, para así pre-figurarlo, narraciones muchas veces mistéricas o milagrosas que quisieran descubrir el camino de acceso a lo divino, que solamente acontece cuando la creencia se vuelve indescifrable. Las técnicas de la meditación apuntan justamente en esta dirección, ocupar el silencio como efectiva realización del momento de lo efímero, en el cual se expresa la infinitud; escapar de la presión de la finitud, que se expresa en la desconfiguración mistérica encerrada en toda creencia; la meditación pretende eternizar el momento que huye.  

III

 “(N)unca está allí donde uno estaría inclinado a buscarlo, siempre está más allá del puro ser, incluso, contra Platón y Aristóteles, más allá del pensamiento… (N)o es que por naturaleza sea oculto, sino porque hemos tendido a su alrededor un velo fabricado por nosotros mismos.” (G. Sholem)

La aproximación de la fe no puede ser intelectualista, porque la aproximación del intelecto es dialéctica, opone contrarios, y el bien –el cual es referente de la fe– no puede permitir que estos existan porque allí se anidaría el mal. La aproximación al bien, a lo sagrado, supone un estado de suspensión de la operación intelectualista, que se alcanza por los dos caminos a los cuales invita toda aproximación religiosa, el camino del ascetismo o el del misticismo. El primero supone un efecto de depuración de lo sensible, caracterizado como potencial inspirador del mal, en cuanto allí se anida el deseo que conduce a la concupiscencia; el otro camino, el del misticismo, en cambio, invita a la comunión con lo sagrado, allí la sensibilidad no es eliminada sino potenciada hacia un grado más alto de realización. También aquí actúa el principio de retroalimentación: el ascetismo prepara la realización mística, el misticismo exige la postura ascética; también aquí el efecto a alcanzar es la depuración del mal, como preparación para el encuentro cósmico. En ambas vías, la posibilidad del encuentro con lo sagrado es problemática y el intento puede quedar entrampado en las modalidades de su representación, que serán siempre operaciones intelectualistas de figuración de lo divino, o de adscripción –emulación de– a las fuerzas naturales, en particular cuando estas son imprevisibles o incontrolables. La impresión que tales acontecimientos provoca en la sensibilidad del humano, hace que el camino hacia lo sagrado se pierda en la representación o figuración, se positivice, se vuelva narración histórica. La operación intelectiva aquí demuestra su capacidad constituyente o demiúrgica, pero el precio es la sospecha de su falta de fundamento; lo único que puede percibir la aproximación intelectualista es la pluralidad y el cambio, pero no su conjunción en el uno de la indistinción, en el cual aún no aparece el bien y el mal como categorías o representaciones de la contradictoriedad constitutiva del mundo.  

IV

La metamorfosis de la fe en la contemporaneidad: el enfrentamiento y la constitución de la nada como característica propia de la contemporaneidad; cómo convivir con ella.

Lo moderno es lo contemporáneo si aceptamos que la modernidad está caracterizada por el elogio de lo nuevo, por el reclamo permanente a la innovación, por la búsqueda constante de perfectibilidad. El moderno es aquel que está a la altura de los cambios del mundo, aquel que se adapta a los mismos y los promueve. El mundo de la modernidad es el de la facticidad de los momentos que se suceden, que se anulan, es el mundo de lo finito, por ello también de la desazón, de la incertidumbre; en respuesta a ello está la monumentalidad icónica como estética que apunta a la contención de la dinámica nihilista inscrita en la innovación permanente. En ese mundo se anida la fe como contrapartida; el moderno no la anula bajo su proyección racionalista, la mantiene en estado de latencia, oculta y dispuesta a emerger frente a cualquier fallo de la afirmación racional. La modernidad conjuga la secularización de manera insuficiente, cree posible anular la fe porque asume que su proyección de realización es absoluta y total. Con la modernidad emergen las ideologías como pálida repetición de la estructura teológica fundamental que configura al mundo escindido entre sagrado y profano, entre finitud e infinitud; sus salidas son siempre dialécticas, están pensadas como soluciones, el mal se transforma en bien, la finitud en infinitud, la alienación en desalienación. Las ideologías son nostálgicas de la ‘plenitud de la infinitud’, para lo cual se proyectan a ordenar los dados de la finitud. Volcadas al fracaso y despojadas de la fuerza que podría otorgarles legitimidad, su resultado será el totalitarismo, que no reconoce la implacable lógica selectiva a la que conduce la afirmación del tiempo, su lógica nihilista, aquella que configura la ‘semántica de la anulación y de la fuga’, que caracteriza a la contemporaneidad. En la estética y en la filosofía contemporánea sólo algunos autores percibieron con claridad esta condición, Wittgenstein, Loos, Kraus, Schonberg; solo el relámpago del aforismo que atrapa el momento que huye, o la adustez de las líneas que configuran la forma de la estructura en la arquitectura, podrían contener y permitir que lo indecible de la experiencia sacral tenga cabida. Las estructuras lineales en la arquitectura de Loos rechazan cualquier encantamiento como realización de la promesa que esta inscripta en la fe. La ritualidad plasmada en la forma estética aparece como belleza que oculta, pero también permite representar la estructura del tiempo que es la de la duración de lo efímero; por ello las líneas de la arquitectura serán abstractas, y por tanto inmunes a la estabilización que reclama la creencia como cristalización histórica de la forma; la estructura loosiana está para evidenciar lo efímero. Es en esta ‘semántica de la nada’ donde se juega la vida, en su multivocidad, que es potencia, al cual acude consciente de la anulación que todo acto selectivo comporta; en la ciencia esto aparece con claridad en la vida de los conceptos, en el permanente ‘lidiar con la operación selectiva’, con esa operación que excluye posibilidades, que las anula, que las suspende. La fe en la contemporaneidad es aquello que está escondido en el acto reflexivo propio de la selectividad, en esa posibilidad que se anula, pero que se sabe esta allí en espera de su actualización. En la conceptualización, la nada aparece como posibilidad, como apertura, al punto de ser requerida por el pensamiento que se autoconstituye; la afirmación intelectualista de lo finito es deudora de lo infinito como apertura de posibilidades; es la fuerza del negativo (Hegel), es su nihilismo el que desata la apertura de lo posible, de la alteridad como posibilidad. La fe está siempre referida a aquello que, no existiendo, es posible; la fe se instala en la finitud y huye de ella al saber que está expuesta al devenir del tiempo que la anula; pero es justamente esa anulación la que establece la posibilidad de la fe. La nada está allí, advirtiendo que la posibilidad es otra, no aquello que se afirma positivamente. Se constituye así una ‘semántica de la nada’, única posibilidad de afirmación del pensamiento en la contemporaneidad. La semántica de lo no decible, de “aquello de lo cual es mejor callar”, la estética de lo mínimo, la del lenguaje del material, la de la fuga en el silencio que rechaza cualquier nostalgia de la plenitud de lo indistinto, que aparece solamente como posibilidad en el encuentro místico. La contemporaneidad expresada por el posmoderno es justamente el reconocimiento de la alteridad como posibilidad no actualizada (Luhmann). Un desconocido cruce de caminos filosóficos en el cual se encuentra Hegel con Wittgenstein, al menos con el primero en el cual aún no se perfila la asociación de lo no decible con el místico. Una condición que está inscripta en el mismo lenguaje, cuyo límite es el límite del mundo, frente al cual no hay pensamiento posible. Es esta la materia de la reflexividad; gracias a la fe, la nada es posibilidad, es apertura, que está dirigida al pensar, a su positivización, ahora consciente de su exposición al anulamiento que provoca el devenir implacable. Es a la nada en la cual se cree, en la cual se confía, es a ella a la cual se reconoce como potencia que abre y libera el horizonte del conocimiento.     Imágenes: Ryoji Iwata (Unsplash) | Pixabay

La forma de la ciudad

Julio Echeverría
[email protected]

 

….io penso che questa stradina da niente,
così umile, sia da difendere con lo stesso accanimento,
con la stessa buona volontà,
con lo stesso rigore,
con cui si difende l’opera d’arte di un grande autore.

Pier Paolo Pasolini (1974).

 

I

Parece cada vez más difícil percibir ‘la forma’ de la ciudad en una realidad urbana que es la de la dispersión. Parecería que ya no es posible la perspectiva, la mirada desde fuera, el acercarse desde el campo y llegar a esa demora, a ese refugio que un día significó la ciudad. Esta pérdida de forma que se reconoce ahora bajo distintas categorías, una de ellas la del conurbamiento, nos transmite la idea de una forma que se difumina en el territorio circundante, donde la idea del punto de llegada se intercambia con otra idea que es la del punto de fuga.  La ciudad fuga de sí misma, invade el territorio del campo, aquel espacio que antes se presentaba como lugar del descanso o de la aventura, del encuentro con lo no rutinario. La ciudad se aleja así de su forma, se metamorfosea en el campo. ¿Qué consecuencias trae consigo esta pérdida de forma? ¿Estamos tal vez frente a la ciudad global que se pierde en la urbanización del campo, en la ruralidad, concepto en el cual el campo también pierde su forma?  ¿Qué acontece con el paisaje del campo? Allí aparecen construcciones reproducidas en serie, el hecho urbano aparece en su desfachatez, esto es, como pérdida de facia, de cara, de identidad; la arquitectura de la ciudad parecería repetirse en formas homogéneas, intercambiables y estas ocupan el espacio de lo que antes era el paisaje del campo; la salvaje pluralidad de percepciones propia de la naturaleza es sustituida por la abstracción de la casa funcional o de la fábrica que se repite ad infinitum en el territorio. En la vida de la ciudad preindustrial las construcciones fabriles estaban en la periferia; en la ciudad postindustrial esta característica se pierde; la casa se confunde en medio de las implantaciones fabriles. La idea del metamorfosearse de la ciudad convive más con la de la pérdida de forma, que con la de la adquisición de una forma nueva y esto parecería obedecer más a un desconocimiento de las diferencias que caracterizan al habitar, a un afán de anularlas, de homogenizarlas. La pérdida de forma se lleva consigo la posibilidad del observar las diferencias entre el paisaje natural y el paisaje urbano, se pierde la aventura del transitar entre ambas dimensiones, con el riesgo de que ambas se echen a perder.

II

¿Hasta dónde esta situación puede remitirse a una caída del sentido estético de la forma? ¿Hasta dónde puede aceptarse que la forma estética cede frente a la dinámica de la acumulación, frente a la lógica del mercado, a la necesidad funcional de satisfacer la demanda de espacio que procede de la aglomeración urbanística, de su desborde? ¿Cuándo la percepción del espacio se transforma en dimensión no acotable, en ocupación que no reconoce límites, fronteras ni bordes?  Hay un momento en el cual las soluciones del pasado ya no son suficientes para contener el rebasamiento, el desborde que proviene de la aglomeración urbana, hay un momento en el cual esas formas se presentan como obstáculos que pueden ser abatibles; es el momento de realización de ese espejismo inconsciente que miraba al futuro como promesa y al pasado como anquilosamiento, como rémora de la cual convenía desprenderse; es la lógica de la urbanización que se superpone sobre la de la ciudad, es su proyección nihilista que no reconoce otro sentido que el de la pérdida de sentido, como operación performativa que requiere el ingreso al futuro. Bajo esa lógica, permanecen los íconos monumentales que configuraban el paisaje urbano, como reminiscencias del pasado sin las conexiones de sentido que antes lo posibilitaban; la idea del conurbamiento como ocupación difusa del espacio circundante, convive con la del vaciamiento de sentido de aquello que antes fue el centro, o los distintos centros ceremoniales que contenían y posibilitaban relaciones cargadas de sentido. La forma era una construcción estética porque en su operación de transfiguración de lo natural, permitía la realización de lo humano; allí las diferencias convivían, la mismidad se ponía en juego soportada por creencias y rituales dispuestos más para la contención que para el desborde.

III

La forma estética de la ciudad apela a una visión simbiótica en la relación entre el campo y la ciudad; la adaptación al territorio supone sin embargo la ruptura con la naturalidad sobre la cual se soporta; la tendencia de la urbanización transita desde una visión simbiótica hacia una visión de ruptura o de desconocimiento de esa morfología; la presunción de que es posible una forma abstracta, que se despliega sobre la morfología natural sin reconocer sus quiebres, sus ‘fallas’. La estética que proyecta es la de la solución funcional, la de la abstracción respecto de aquella urdimbre de representaciones figurativas que se superponían sobre la conexión simbiótica; la estética del modernismo hallaba inspiración en la construcción de la forma como arte que representaba el desafío que esa simbiosis prometía y escamoteaba. Una operación, la del modernismo, que veía la amenaza al desafío simbiótico operada por la exacerbación de formas que se superponían como ornamentos prescindibles; la arquitectura del Bauhaus, la provocación loosiana, lo que querían abatir era el exceso de formas ya desconectadas de la función adaptativa, la orgía de representaciones que la ocultaban; en su búsqueda de la forma se encuentran con la demanda funcionalista que supone el ingreso incontrastable al futuro y prefieren la limpieza del trazado arquitectónico, como prefiguración de la racionalidad lingüística que requiere el acceso a la complejidad urbanística que se anuncia.

La visión contemporánea se superpone a estas dos aproximaciones; reconoce la pérdida de la forma como escisión de la monumentalidad icónica con las redes de sentido que estas construcciones monumentales proyectaban; la fuerza de la secularización es incontrastable porque estaba inscrita en la misma lógica de la construcción de sentido de la cual esta termina siendo su correlato. Sin embargo, rechaza el nihilismo como pulsión inconsciente que anula la posibilidad de la construcción estética, lo recupera bajo la forma del control; el paisaje será adaptación simbiótica a la complejidad de las estructuras geológicas que configuran el territorio, su solución será suficientemente atenta al nihilismo natural en el cual dicha morfología se configura y constituye; el paisaje del campo y el paisaje urbano no pueden pensarse por fuera de la sostenibilidad ambiental y esta no puede no reconocer mapas de mareas, de vientos, migraciones de aves, de personas, campos magnéticos, etc. Esta mirada al paisaje natural es la misma que se dirigirá al paisaje urbano de la ciudad; aquí la reducción de los efectos adversos derivados de la contaminación antrópica serán particularmente pertinentes para los nuevos procesos adaptativos de la urbanización compleja.

IV

La relación de la ciudad con el paisaje natural siempre ha sido cambiante y nos remite a la idea de la relación hombre-naturaleza; solo en la contemporaneidad la relación con la naturaleza es asumida como relación con el paisaje interior de las subjetividades. En la arquitectura moderna esta visión está presente en una variedad de arreglos y soluciones; desde el Renacimiento, la naturaleza aparece sometida a un diseño racional; los jardines palaciegos, pero en general la vida del campo, aparece armoniosamente diseñada; la naturaleza es escenario para el encuentro bucólico, es espacio de realización domesticada, como lo era el ejercicio de la caza con la naturaleza salvaje. La naturaleza, que en el mundo medieval era vista como amenaza, como fuerza no controlable, en la modernidad se convierte en objeto domeñable, en material dispuesto tanto para la realización espiritual, así como reservorio de recursos a ser utilizados en función de la reproducción material. La arquitectura moderna desde Olmsted y Le Corbusier hace de esta relación un verdadero paradigma para el diseño de la ciudad futura; la naturaleza está allí para contrastar, dialogar, completar el diseño de la ciudad como maquina productiva. Dos significaciones parecerían combinarse desde entonces, la idea de la naturaleza en la ciudad bajo la figura del parque y del espacio público, y la idea de la naturaleza en su estado “salvaje”. Para Le Corbusier, “No había parques ni jardines, sino naturaleza. La máxima expresión de la sociedad industrial integraba indisolublemente dos ideas hasta entonces incompatibles: naturaleza virginal y rascacielos, haciendo de ellas la misma cosa”[1] Una respuesta que la arquitectura moderna pretende dar a la radical escisión que la ciudad moderna contiene y reproduce implicada entre las pulsiones de la aglomeración y la dispersión, entre el encuentro y la fuga. Desde entonces, no se podrá concebir a la ciudad sino como un verdadero sistema entrópico. La arquitectura moderna llega de esta manera a ontologizar la condición de la ciudad como el más complejo sistema adaptativo creado por los humanos, un verdadero logro evolutivo de la especie humana, cuya condición está aún por descifrarse y configurarse. La ciudad contemporánea parecería moverse entre estas pulsiones y regresar desde la más sofisticada tecnología a sus orígenes más rudimentarios.

V

Es en ese contexto que emerge la ‘fuerza revolucionaria que proviene del pasado’[2]. La mirada al pasado recupera la tortuosidad de las formas adaptativas, la estética que las acompaña; esas formas emergen como patrimonios/artilugios adaptativos que hoy dan pistas al mundo de la complejidad urbanística. Restos, ruinas, señales del pasado en piedras y monumentos, en senderos interrumpidos que están por todas partes; es probable que se los deba defender con la misma fuerza que se defienden las grandes construcciones icónicas monumentales. Las soluciones más discretas, los usos y los materiales más rústicos que nos develan nuestras rudimentarias aproximaciones adaptativas con la naturaleza, situaciones en las cuales parece ser que la misma naturaleza se da sus formas y no que estas la niegan o no la reconocen. La artificialidad de la forma aquí presenta todas sus cartas; los materiales pueden incluso aparecer toscos, no suficientemente refinados; un viejo camino construido en piedra que recorre la sinuosidad del territorio y que permite o permitió por años sortear sus ‘fallas’ de hecho tiene más valor que aquel que las supera negando su presencia; una obtusa forma de proceder de la innovación tecnológica es probable que los haya sacrificado y que ahora la visión hermenéutica del observador contemporáneo nuevamente los dote de valor y sentido.

La defensa del pasado anónimo, de las formas adaptativas que cumplían una función sin pretender ser sofisticadas representaciones artísticas, simples ideaciones que sortean las rudezas de la naturalidad que a veces se vuelven o se presentan como limites insuperables. La belleza de la forma monumental parecería desprenderse de esta funcionalidad adaptativa; ello se lo puede apreciar justamente en el preciosismo de la forma, en la respuesta a la rudeza de la reproducción material con la idealización de aquello que solo es posible si se lo construye como arte, más que como artilugio, o como forma en la cual la dimensión artística se desprende de su función de artilugio, o que mira la representación artística como un artilugio de salvación.

Cuando hablamos del patrimonio histórico de la ciudad nos estamos refiriendo entonces al acumulado de sentido que recoge en si un monumento del pasado, a la anonimicidad que está en la configuración del trazado de una calle, en la superposición de estilos arquitectónicos que se han ido modificando en el tiempo, adaptándose a la morfología del territorio en secuencias de larga duración; adaptación hecha de actos no planificados, de arreglos en muchos casos dictados por las adversidades naturales o por el lento desgaste de los materiales.

VI

Muchos ángulos de la ciudad esconden – develan historias de personas anónimas que recorrieron las mismas calles y miraron los mismos paisajes. Así como el paisaje natural se modifica por el devenir del tiempo, así también el paisaje urbano va cambiando y modificando la forma de la ciudad. Si observamos fotografías del pasado o los planos con los cuales la urbanística intenta dar curso a la lógica de la aglomeración, nos damos cuenta que muchas veces es otra la dirección que la ciudad ha tomado, jalonada por sus contra-tendencias, por sus contra-lógicas; por la emergencia persistente de la dispersión que acompaña a la aglomeración y al encuentro identificatorio. Es por ello que cuando miramos a la ciudad contemporánea, en realidad estamos observando muchas ciudades, a momentos superpuestas, a momentos enfrentadas; muchas veces observamos ruinas de momentos del pasado; con dificultad reconocemos la intensidad de sentido que antes transmitía un recodo, una calle, una escalinata. Por ello la mirada contemporánea a la ciudad ya no es ingenua, está cargada de complejidad; incluso aquella forma abstracta, pura idealización que se proyectaba sobre el territorio sin reconocer sus ‘fallas’, sus ‘distorsiones’, ahora aparece como recuperable, como un lenguaje estético con el cual dialogar, con el cual confrontarse; artilugio, arte y arquitectura se funden en la operación abstracta artificial de crear la forma de la ciudad.

 

 


[1] Ábalos, I., Atlas pintoresco, vol. 1, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 2005, p. 13.

[2] P. P. Passolini, La forma della cittá, https://www.youtube.com/watch?v=btJ-EoJxwr4

 

¿Democracia a secas o postdemocracias?

Julio Echeverría
[email protected]

 

La democracia de hoy se nos presenta afectada por una patología crónica que impide canalizar institucionalmente la emergencia de demandas y sentidos que irrumpen en un contexto de acelerada innovación tecnológica y de cada vez más intensa integración global. El aparecimiento de nuevas significaciones, la biopolítica, la ecología, el género, la espiritualización y resacralización del mundo, convive con la restauración de inercias propias del convencionalismo, en el cual florecen los racismos, las xenofobias y los puritanismos. La democracia como estructura de derechos que se expresan en la construcción del poder, las constituciones como filtros normativos que procesan las lógicas discrecionales y personalistas en la administración de lo público, parecerían ceder el puesto al reclamo populista y a la concentración autoritaria del poder.

Entre política y democracia existen nexos funcionales de retroalimentación que apuntan al ‘incremento de la idoneidad constitutiva’ de las sociedades. En la dimensión contemporánea, estos vínculos no producen la retroalimentación que dicho incremento de idoneidad requiere. La crisis de la política funciona como combustible que alimenta esta des-equivalencia funcional. La democracia no decide, se ve rebasada por la emergencia de tensiones soberanistas que se eluden y no comunican; la democracia no produce legitimidad, se la consume de antemano como acontece con el endeudamiento de las economías nacionales. Su crisis no se evidencia solamente en la incapacidad de decidir, se expresa en la imposibilidad de la representación, en una generalizada caída de confianza hacia aquellos que se ocupan de la administración de lo público; la crisis de la política radica en la afectación de su núcleo semántico fundamental que es el de la representación sobre el cual se construyó en la modernidad su utopía positiva.

 

En los acápites que siguen se indaga sobre la ‘forma’ de la representación en cuanto núcleo semántico central de la política moderna; cuáles son los elementos de significación que la caracterizan y cómo esta configuración define y delimita el sentido de la democracia, su complejidad; de su revisión podremos concluir que esta no puede sino ser un conjunto de estructuras que procesan decisiones, que contienen y canalizan lógicas de poder que están en la configuración misma de la sociedad y de sus actores. ¿Cuáles son las estructuras de sentido que caracterizan a la política y a la democracia moderna y que actualmente se ven seriamente presionadas por la afectación de su núcleo semántico fundamental? ¿Existen atajos o nuevas fórmulas para la construcción de legitimidad democrática? ¿El reclamo al discrecionalismo decisional propio de las llamadas postdemocracias, esta a la altura de las exigencias selectivas que requieren las actuales democracias complejas?

I

En el origen de la política está la representación, y en el origen de ésta, la teología. La legitimidad derivada de la gracia divina es el punto de partida; desde el Tótem, el mundo de la diferenciación es reducido a unidad, la representación permite esta operación; gracias a ella, se puede integrar el cuerpo social; sin las formas de la representación, no podría acontecer el acto comunicativo que está en la base de la configuración del cuerpo social; sin esta ‘forma’, los individuos se verían arrastrados hacia la indeterminación. En la antropología naciente, el tótem, el ícono monumental, sirve para representar a la comunidad, allí se define su origen y destino. En la antropología filosófica de A. Ghelen, esta operación permite compensar la debilidad instintiva que caracteriza a la configuración de lo humano. Esta ‘forma’, presente en el lenguaje, aparece como experiencia de extrañamiento y reconocimiento en el encuentro con el otro ‘diferente’; la diferenciación respecto del otro, que emerge del contacto entre los individuos, la comunicación que se establece entre ellos, es la que permite el reconocimiento. Vinculada al tótem, como su derivación, está una narración en la cual se re-presenta la indeterminación de sentido bajo una forma reconocible, comunicable: esa es la política.

Es K.O. Apel quien asocia y deriva la comunicación como función propia de lo humano y que produce comunitas; la comunicación es extrañamiento y rescate, activa una operación recursiva y autoreferencial. Esta matriz originaria evoluciona después bajo dos figuras: la de la representación del orden cósmico como modelo para la realidad fáctica -una clara operación metafísica de orden descendente-; y la del acceso a esa forma, como promesa de redención, de emancipación y liberación de las ataduras de lo real. Ambas solo pueden entenderse y realizarse como reductio ad unum, como compactación de fuerzas que lo vuelvan posible.

II

En el acto mismo de constitución del tótem se configura el actor social, y este es un hecho político paradigmático. La política es consubstancial a la representación; es la forma en la cual los individuos, como mónadas aisladas pueden confluir, encontrarse y reconocerse, esto es, comunicarse, producir comunidad, abstraerse de su condición de partida. Una operación compleja que emerge de la misma animalidad sobre la cual se soporta lo humano. La pregunta fundamental entonces es: ¿Qué es lo que se representa? ¿Qué es lo que permite esta conjunción de animalidad y socialidad que está en el acto mismo de constitución de lo humano? Algo que proviene de la misma configuración del individuo, de su intimidad y privacidad; una pulsión de significación que aparece bajo la forma de la representación. El concepto de representación, su fuerza de convicción está justamente en la negación del supuesto de que el acto que lo permite sea algo externo, algo que provenga de afuera para imponerse; al contrario, se trata de una pulsión que emerge del mismo pliegue de la intimidad, de la naturalidad constitutiva propia del actor; una pulsión de fuga, de salida de sí mismo, de auto observación que requiere del ‘otro’ y que por esta vía produce lo público. ¿Qué sería entonces lo público, si no esta negación que contrasta con la individualidad del actor, con su mismidad, esta artificialidad necesaria para su misma reproducción? ¿Cuán necesaria es la dimensión de lo público para la configuración misma de la individualidad del actor?

La política existe y es necesaria, nos diría Hegel (y a través de él también Hobbes, Maquiavelo, Locke, Rousseau), porque de ella depende la misma constitución subjetiva. La oposición público-privado existe y es necesaria pero se trata de una oposición no superable dialécticamente, permanece como una diferencia interna a cada polo de la oposición (en lo privado está lo público, en lo público está lo privado).

No es posible construir lo público sin este efecto de fuga o de salida de sí mismo que caracteriza al actor moderno; aparece en la fiesta, en la anonimidad que produce el encuentro masivo; la fiesta misma es el sumum de la representación, es la estratagema que adopta el actor para evitar el contacto nudo y directo que lo puede conducir al aniquilamiento, al hundimiento en el vacío de la nada. Hegel lo expresa en la frialdad y adustez de sus formulaciones con el concepto del Anerkenen, el reconocimiento expresa esta salida de la mismidad; esta negación de si como condición del reencuentro consigo mismo, del re-presentarse, de la autobservación como estrategia constitutiva. Una operación radical de extrañamiento (o de alienación), que en Hegel es fundamental para el reconocimiento; no puedo reconocerme si no logro diferenciarme de mí mismo; enfrentarme a la alteridad que me constituye. La alienación es necesaria para el reconocimiento; la percepción de la existencia de la muerte es el mejor acicate para el reconocimiento.

III

La política clásica define el sentido de esta conexión que está en la génesis de la política y la democracia; en los conceptos de polis y civitas ambas dimensiones se funden en una sola constelación de sentido. El concepto de polis da cuerpo a la operación de extrañamiento como fuga y salida de sí mismo del actor, operación que permite el encuentro con el otro; se trata de la construcción de la forma abstracta, que es la que ocupa la dimensión de lo público. Vivir en la Polis significa anteponer el interés de lo público, ‘del otro’, sobre el interés propio. ¡Qué extraño y complejo desafío! El concepto de Civitas podría ser visto como continuidad o desarrollo del concepto de Polis, el ‘otro’ que habita la civitas, es radicalmente diferente, no pertenece a ‘mi comunidad’, la Civitas representa el encuentro de aquellos que confluyen a un centro escapando de sus comunidades de origen, ‘todos los caminos conducen a Roma’.

Estos dos conceptos se disponen como estructuras que configuran la idea de la política; ambos otorgan ‘forma’ a la política y a la democracia; la polis es al ámbito de la universalidad, de lo colectivo, de la abstracción como extrañamiento respecto de la percepción sensible; la razón emerge cuando logra someter-realizar el mundo de las percepciones, de las pulsiones de la pasionalidad, el mundo donde se expresa el poder brutal. No podría existir otra dimensión más radical de extrañamiento que el reconocer la alteridad en su total negatividad; sin embargo es ese el espacio de la realización subjetiva. La potencia de la lectura hegeliana sobre el mundo clásico está en el descubrimiento de que esta capacidad de construir la forma abstracta ya no es expresión de ninguna voluntad divina, sino que está inscripta en el individuo, en su propia estructura, en su pulsión de fuga, en su propia negación ‘constitutiva’; la dimensión de lo público está en la individualidad, en la intimidad; allí aparece como potencia en espera de activarse; una necesidad de escapar de la presión del encuentro con sí mismo obliga al actor a buscar el encuentro con el otro, con la alteridad absoluta, que está en el sí mismo; Hegel lo plantea como lucha por el reconocimiento. Política y democracia solamente pueden existir bajo estas figuras, así, a secas; no hay posibilidad de sortear la radicalidad de sus condiciones; no hay post democracia; no es posible recorrer caminos más transitables que eviten la radicalidad de este cara a cara, que nos exige la política democrática.

IV

Como todo concepto, los de polis y civitas desatan campos de significación sobre los cuales trabajan; se cumple aquí el axioma sistémico de la reducción de complejidad con más complejidad; posibilitan la substanciación del actor al definir su línea de constitución bajo principios que luego se convertirán en generadores de complejidad política; polis y civitas ponen en juego tres componentes que están implícitos en estos conceptos: la extraneidad (el encuentro o desencuentro con el otro, que está en el sí mismo, en el sujeto); el de la diferencia o diferenciación, la acción reflexiva con la alteridad genera nuevas figuras o significaciones, el actor que emerge del proceso de reconocimiento no es el mismo que aquel que inició el proceso; la abstracción como construcción racional, que es colectiva, en cuanto se aleja del apetito sensual que es particularista e individual. Extraneidad, diferenciación, abstracción emergen como significaciones o filtros selectivos que afectan-permiten la constitución del actor como sujeto político. Se trata de dimensiones que permanecen abiertas generando politicidad, funcionan como estructuras de sentido dispuestas para enfrentar las condiciones de complejidad que ellas mismas desatan; instauran lógicas recursivas en cuanto están dispuestas para la autoobservación; la política y la democracia pueden observarse a si mismas a través de la operación de estas estructuras conceptuales, y dotarse de sentido gracias a ellas; mediante estas estructuras en perfecto funcionamiento, en su contradictoriedad, el actor podrá reconocerse como sujeto; es a partir del pleno despliegue de estas significaciones que Hegel configura su sistema de eticidad. La eticidad moderna es el resultado del pleno funcionamiento de esta máquina conceptual. La eticidad ya no será el resultado de su acoplamiento a la dimensión cósmica que es de orden divino; tampoco será la expresión de la naturalidad de lo humano y de su potenciación; será el resultado de la negación de esa naturalidad y de la configuración de un sistema artificial de normas y regulaciones. Podríamos decir que la política moderna define así su proyección de sentido; pero se trata de un sentido que instaura la contingencia y la incertidumbre; una construcción semántica que requiere de estructuras institucionales con alta capacidad de procesamiento de las lógicas nihilistas, que ella misma desata.

V

La traducción de estas construcciones teóricas y conceptuales en la pragmática de la política y en la efectiva construcción de historia encontrará serias limitaciones. Ambos conceptos permanecen en espera de una activación mas potente y precisa. La diferenciación que es propia de la deriva moderna requiere de mecanismos de compactación y de univocidad, para no sucumbir en la indeterminación de las diferencias; porque ello sería igualmente neutralizante y despolitizante; el concepto de Estado permanece como exigencia de compactación de las diferencias, a condición de que estas puedan existir y replantearse en intensos procesos deliberativos esto es, a constituirse luego de haber pasado por mecanismos de selección y deliberación, que acontecen en el campo de la representación. Frente a la crisis que se veía venir, a la amenazante presencia del nazismo en la Alemania de Weimar, Max Weber aboga por la parlamentarieserung como único freno, y lo hace con el realismo pesimista que caracteriza a toda su intervención teórica. La aridez de la democracia a secas puede ser insoportable,  puede convertirse en el mejor acicate para escapar de la rigurosidad que implica la constitución de la politicidad moderna; el mundo de las percepciones, de la sensualidad constitutiva del actor contemporáneo, requiere de instituciones de alta complejidad; la configuración del actor moderno, su escisión constitutiva puede conducirlo a escuchar los cantos de sirena que anuncian la posibilidad de saltar por sobre las complejidades que comportan las democracias contemporáneas.

Las democracias modernas conjugan a tropiezos con estas dimensiones y estos desafíos; las constituciones como estructuras normativas; los sistemas electorales y de partidos políticos, no logran generar los resultados que de ellos se espera, esto es, producir legitimidad y eticidad y retroalimentar permanentemente sus estructuras sistémicas. La revuelta del discrecionalismo propio de las ‘postdemocracias’ que derivan hacia concentraciones de poder que evitan la deliberación, no logra resolver esta problemática y permanece atrapada en la misma lógica que quisiera desmontar; produce antipolítica al denunciar la exclusión y la reductio ad unum propias de la modernidad política; genera desarreglo institucional; la complejidad que produce no permite potenciar la capacidad reflexiva de las sociedades y de sus dispositivos institucionales. Su deriva será el neopopulismo, el autoritarismo excluyente, el nacionalismo a ultranza. Es justamente por esta conformación del actor moderno que la democracia no puede sino ser una compleja construcción de frenos y cortapisas a las tentaciones demasiado mundanas que la acompañan. La democracia es, desde esta perspectiva, un desierto donde no hay que buscar oasis de salvación; la democracia, como ya lo advirtió Max Weber, solo puede existir sobre burocracias que se sometan al rigor de sistemas normativos que estén en capacidad de controlar al monstruo, al Behemot de Hobbes. La discusión normativa, el diseño constitucional cobra importancia en este contexto. En todo caso, la democracia podría ser asociada a un conjunto de estructuras que permiten atravesar desiertos, no sucumbir en los océanos arremolinados de la complejidad política, y esto ya es bastante.

 

Imágenes: Anastasia Zhenina / Pexels; Jacek Dylag / Unsplash

La universidad y las trampas de la falsa dicotomía

Julio Echeverría
[email protected]

1

Universidad, la institución por excelencia del iluminismo europeo, de la racionalidad moderna, del despliegue del logos como capacidad de construir la realidad a partir de la utopía de la perfección pura; utopía como deseo y realización de una razón natural que debe ser descubierta o construida; la universidad nace junto a la reivindicación del derecho natural al conocimiento, de allí su etimología; unus-versus, a ella acuden estudiantes de todas partes, en ella se accede al conocimiento que es universal, porque está en la naturalidad de lo humano, de todo humano; la universidad activa esa potencialidad de conocimiento que pertenece a esta rara especie animal, más allá de cualquier diferenciación de procedencia geográfica, étnica, religiosa o cultural.

2

Bajo esta construcción semántica, el iluminismo y el humanismo se proyectan universalmente y la institución que lo promueve es la universidad: sede de la investigación secular y por esa vía de la objetividad cognoscitiva, de la ciencia que avanza solamente corregida o detenida por sus propios dispositivos disciplinarios. La auto referencia de la ciencia (solo el procedimiento metódico de la misma ciencia puede dar cuenta de sus asertos y derivaciones) se traduce en la autonomía de la universidad frente a cualquier poder, sea económico o político, que pretenda dar cuenta de ella. La razón que la anima es doblemente racional, como realización de modelos ideales que contrastan con la naturalidad de las cosas y de la materia, pero que sin embargo trabajan con ella; como depuración de la forma que se desprende de cualquier pasión, intuición o deseo, pero que regresa a ellos con pretensión per-formativa.

3

Universitas es por ello máxima capacidad selectiva y clasificatoria del mundo; su auto referencia autofagocitatoria se devora a sí misma y a su principio nivelador; lo substituye por la operación selectiva que es en cambio excluyente, que deja por fuera otras posibilidades de realización en tanto estas no se ajusten a las capacidades de autocontrol metódico que ella ejerce sobre sí misma. Su condición es sin embargo incierta; o mejor, trabaja con la incertidumbre que es propia de la operación selectiva y de su exposición a posibilidades de corrección cognitiva que no controla.

 

Su tarea de conocer o de constituir-se en el conocimiento, solo puede existir post festum de la examinación de los resultados de su operación performativa; la incertidumbre se cuela en el procedimiento metódico de construcción de la razón y de la ciencia que le compete a la universitas;  la incertidumbre es forma de la innovación en cuanto resulta de ese desborde de posibilidades que la selectividad afirma y niega, realiza y excluye; la universidad como despliegue de la racionalidad moderna es nihilista en cuanto es innovadora; el conocimiento de esta racionalidad no puede configurarse ni auto constituirse si no construye lo nuevo y esta construcción solo puede darse sobre la negación de lo dado, sobre la falsación de cualquier hipótesis que se pretenda plausible, o por lo menos por su corrección. La vida y el destino de la universidad convocan a la examinación de la racionalidad sobre la cual se constituye y sobre la cual se proyecta.

¿Cuánto puede la Universidad mantener su autonomía, frente a esta condición de abstracción que la desafía permanentemente, que la expone a su propia criticidad? ¿Puede resistir la universidad a esa sistemática generación de ‘cantos de sirena’ que la sociedad produce y requiere, para sostenerse frente a la incertidumbre que resulta de la secularización en la cual se constituye? ¿Puede la universidad contrastar o ubicar en su lugar, a las pretensiones del poder y del dinero por controlarla o conducirla en una dirección o en otra?

4

La universidad compite difícilmente con la producción de ideologías; muchas veces sucumbe a sus cantos de sirena; muchas veces la universidad quiere definir las ‘líneas del desarrollo’, las del ‘progreso’, sin advertir que esta tarea también debe someterse al aparato epistemológico de la crítica, por el cual cualquier ideología debe necesariamente atravesar. La crítica es el aparato epistémico que filtra cualquier pretensión ideológica de enmascaramiento de la función nihilista e innovadora del conocimiento. La radical escisión entre ciencias duras y blandas, físico naturales y humanas, no es suficiente para poner en claro esta ‘enorme complejidad’ que debe afrontar la universidad; la misma dicotomía parecería reconocer que la criticidad solo está para el grupo de las ciencias blandas, mientras las ciencias físico naturales proceden con la naturalidad que les otorga su comprometimiento con el mercado de la satisfacción de necesidades. Las ciencias blandas lo son porque parecerían no estar a la altura de esta condición ‘estructurante’. La universidad está atrapada por esta falsa dicotomía. La escisión de las ciencias mira a la crítica como campo de la no precisión ni de la objetividad mensurable, que en cambio caracteriza a las ciencias físico naturales; la dominancia de ese paradigma quisiera desprenderse de esa criticidad, no reconocerla en su ´valor´ y afirmar la solidez del dato, de la ecuación necesidad = conocimiento, sin discutir, como en cambio lo hacen las ciencias ´blandas´, el carácter de la necesidad y a partir de dicha examinación el estatuto mismo de la ciencia.

5

Si a una revolución cognitiva se debe llegar es a poner en cuestión la dicotomía ciencias duras / ciencias blandas, dicotomía que paraliza a la universidad en su operación de reflejo cognitivo que produce y requiere la sociedad y al cual está llamada la autonomía y la criticidad del conocimiento, por su misma constitución en el campo de la secularización. La universidad es también la agremiación de los que se forman para la producción del conocimiento, es sede de las profesiones que especializan los distintos campos del saber sobre la base de la investigación, entendiendo el saber como operación cognitiva solamente dirigida a la potenciación de lo humano, por lo tanto, más allá de cualquier atención a las lógicas del poder y del dinero. La universidad tiene sobre sí la tarea de desmontar cualquier pretensión inmediatista que apunte hacia la profesionalización como adecuación del conocimiento a la exclusiva necesidad de la sobrevivencia. La universidad está para construir el futuro, para mirar más allá del inmediatismo de la lucha frente a las pulsiones de la necesidad. Está para discutir dichas pulsiones; la universidad que es sede de la profesionalización en cuanto riguroso acatamiento de las disciplinas y de los procedimientos epistémicos del conocimiento, debe mirar sobre sí misma, debe proceder como ya lo hicieron los clásicos, desde el campo de la ética y la estética, que no son susceptibles de profesionalización. Solo así la universidad podrá superar las trampas de la falsa dicotomía.