Muros en el lenguaje

Julio Echeverría
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I

Solo la presencia de muros, de obstáculos, hace posible el pensar; solamente la posibilidad de superarlos mueve al lenguaje. El producir sentido, el pasar del no ser al ser, acontece el momento en que el muro es quitado del camino ¡Cuán necesaria se vuelve la resistencia que el muro ofrece para poder saltarla y acceder a aquello que el muro impide! La idea del muro como obstáculo parece ser la mas idónea para transmitir su sentido, su necesidad.

Es en el campo de la literatura y de la filosofía donde la reflexión sobre el muro aparece como una condición ontológica propia del humano. La travesía kafkiana lo presenta con claridad: muros que aparecen como externalidades que constriñen y que, al intentar salvarlas, penetran en el interior del sujeto, configurando verdaderas celdas que lo aprisionan, que lo condicionan inexorablemente. Para Kafka, esta telaraña de condicionamientos aparece como la forma de estar en el mundo y la tensión por liberarse de ella, por lo general, está condenada al fracaso, a la nostalgia de la posibilidad perdida o del paraíso añorable e inalcanzable. Pero es esta dimensión de la pérdida la que más interesa a Kafka: la descripción del Castillo, del caparazón que contiene al humano en la motilidad condicionada por la respuesta instintiva y torpe de la bestia, no es sino el pretexto para acceder al reclamo de la libertad atenazada, de aquella que quisiera atravesar los muros y salir libre; es la percepción de que esa maraña de impedimentos es consubstancial al estar en el mundo, y es al mismo tiempo la imposibilidad de su superación lo que constituye al humano. Lo de Kafka es la narración de la tragedia moderna, su interiorización como moralidad humana, algo que no estaba suficientemente claro en la tragedia griega.

A partir de Kafka es posible pensar en esa maraña de condicionamientos como la mejor expresión de la nada; es allí donde el muro se presenta infranqueable, es su dureza la que somete, es su enorme brutalidad la que obliga a buscar la redención. Pero en Kafka esta posibilidad se anula permanentemente; su tragedia anuncia la condición propia de lo humano. Kafka establece, sin advertirlo completamente, cuál es la estructura del estar en el mundo que caracteriza a la materia humana; esta constante “nadificación de la nada”; este ir y venir en la antesala del sentido; este incesante batallar con normas y con estructuras, con dispositivos y con máquinas, esta conjunción compleja de naturalidad y artificialidad, de la que esta compuesta la naturaleza humana.

 

II

La idea del muro es también la de la de-limitación que define un dentro y un afuera, un ambiente externo del cual guarecerse o al cual enfrentar. El sentido como forma es aquel que agrede a la nada que aparece como límite. Esta parecería ser la historia del nihilismo occidental, de su obsesiva carrera por atravesar, abatir y horadar límites que puedan interponerse. El muro está allí en espera de ser agredido. Aquí el muro se nos aparece como construcción pre-establecida, como configuración que heredamos y a la cual es difícil resistirse. En el lenguaje, es la presencia del pasado, de significaciones que nos antecedieron y que nos indican cómo significar el mundo del ahora. Esa parecería ser su idoneidad propia. El lenguaje, como estructura de signos, es seguramente el límite a la posibilidad del sentido; los mismos conceptos con los cuales el pensar se vuelve posible, no son otra cosa que configuración de muros; operaciones selectivas delimitantes, construcciones categoriales que re-presentan el mundo desde la perspectiva del sentido que pudiera otorgárselo. No es posible pensar por fuera de estas operaciones delimitantes, verdaderos diques que contienen el desborde de las significaciones, que las canalizan y que, al hacerlo, devienen en amurallamientos que excluyen posibilidades. Afirmar algo es negar al mismo tiempo algo; no hay edenes o superficies plenamente lisas que no estén atravesadas por formas, aquí la figura del muro deviene en la del puente o de la puerta, que a su vez son apertura de posibilidades o conectores de significaciones, semánticas. Cada muro atravesado, abre otro muro, que está allí para ser ‘superado’; de allí que el pensar sea fundamentalmente un acto nihilista. No es posible pensar sin abatir muros, horadarlos con puertas o construir sobre ellos puentes ¿Cuán consciente está el pensamiento de occidente de ésta su matriz fundamental? ¿Cuán clara está la filosofía, de la existencia de este instinto de afirmación al cual obedece sin repararlo suficientemente?

 

III

En la construcción de teoría, no hay un concepto que exprese mejor la presencia de muros que el de estructura. El lenguaje mismo puede ser visto como la configuración de un aparato o estructura categorial de signos que permiten significar el mundo. La estructura es un conjunto de elementos delimitantes que obstaculizan, pero al mismo tiempo permiten, posibilitan que las cosas acontezcan; el lenguaje es seguramente la estructura más significativa, la ‘estructura de las estructuras’. Al tiempo que permite significar el mundo, nos revela la complejidad de dicha operación. El lenguaje está hecho de signos abstractos, es conjunción de elementos que refieren a objetos de significación; por ello se nos presenta como el obstáculo mas intimidante al momento de significar el mundo. La estructura lingüística nos muestra la imagen de un laberinto en el cual las posibilidades de perderse son más altas que aquellas del encuentro. Esta parecería ser la historia de la teorización sobre el lenguaje. Desde Hobbes, que establece la conexión entre percepción y significación en la relación sensible del sujeto con la naturaleza exterior, a las formulaciones de Wittgenstein, en las cuales la relación a discernirse ya no es con la naturaleza exterior sino con la interior del mismo lenguaje. Con Hobbes presenciamos la alteración que se da en el mundo de la teología y sus narrativas figurativas; Hobbes reduce el pensamiento a la comunicación y para ello construye una geometría metafísica de categorías intelectivas, reduce la formulación del sentido a un cálculo utilitario como prestancia propia de sujetos desligados o desconectados ya de su referente teológico. En un determinado momento, Wittgenstein estuvo convencido de que su filosofía salvaría al mundo, al establecer el código de sus posibilidades de significación; la desazón, el caos, la misma crisis de los fundamentos, no sería otra cosa que el resultado de un colosal desentendimiento, de la imposibilidad de lidiar con la estructura de la lengua que su filosofía finalmente posibilita. La estructura del lenguaje es la de la abstracción respecto de toda determinación empírica, sin embargo, trabaja con ella, advierte allí señales a las cuales está obligado a poner atención; el límite del lenguaje, como luego diría el mismo Wittgenstein, es el límite del mundo.

 

 

IV

¿Cómo se presenta la idea del muro en el mundo de la complejidad contemporánea? ¿Qué relación delimitante existe entre ética y verdad, qué relación existe entre esta y el conocer? ¿Cuáles son los límites, los muros que las separan, y cuán factible es allí construir puertas o definir puentes? Después de Hobbes, de Kafka, de Wittgenstein, la respuesta podría rezar así: Todo conocimiento es productor de verdad, pero no toda verdad es productora de sentido y de ética. Para que esta relación acontezca es necesaria la estipulación de muros, de límites que impidan la contaminación de significaciones que caracteriza al mundo; las operaciones de diferenciación aquí son cruciales. En el paradigma occidental, el conocer deviene ciencia y sus procedimientos son metódicos; para Kant y para Hegel, estos permiten acceder al mundo de lo bueno y de lo bello que es el mundo de lo ético. ¿Pero, qué es acceder, qué significa? ¿Es acaso, finalmente, dominio y control, realización, como lo plantearon estos autores al definir el sentido de lo moderno? ¿O es inaugurar un nuevo espacio en el cual estos, dominio y control, aparecen finalmente como ecos, trazas, o señales de un pasado en el cual su reivindicación aún era posible? Ética, estética y verdad confluyen ahora en una lógica de permanente retroalimentación. Para Kant y Hegel, solo el conocer y sus procedimientos permiten el acceso desde la opinión común, cargada de prejuicios e intereses, a la dimensión de lo público en la cual se constituye la ética; para ellos, éste es el paradigma al cual no es posible renunciar sino al costo de sacrificar la posibilidad del sentido. Ética y sentido aquí confluyen, aparecen como resultado de la aproximación científica y de sus procedimientos delimitantes, de sus muros, de sus operaciones selectivas. La ética tiene que ver aquí con el sometimiento a los límites que supone el conocer; el comportamiento ético resulta de concretas operaciones de conocimiento, de delimitaciones que posibilitan abandonar la mescolanza de significaciones en las cuales se arremolinan las distintas voluntades de significación de las cuales está constituido el mundo. Solamente la sujeción a los límites que todo procedimiento cognoscitivo supone, es productora de ética; solamente el someterse al aparato crítico que examina la realidad y se pronuncia sobre ella puede producir el comportamiento ético. Luhmann corrige estas formulaciones, las desarrolla al abandonar la necesaria derivación teológica de las cuales provienen. En Luhmann, estas nos remiten a la operación autopoiética del lenguaje; esto es, no proceden desde fuera del mundo; no responden a ninguna voluntad divina, pero tampoco están compelidas por ningún imperativo categórico no expuesto a la crítica en la cual este mismo se constituye. Están implicadas en la misma mezcla de significaciones que lo componen. Es como si estas, compelidas por sobrevivir en la tormenta arremolinada de sus propias significaciones, no tuvieran otro camino que buscar salidas, remontar laberintos, abrir muros dentro de los muros que componen el lenguaje. El conocimiento es, en este sentido crítico y autopoiético. Es, según la consabida formulación luhmanniana, generador de complejidad mediante operaciones reductoras de complejidad.

 

V

La línea de la construcción de la ética a partir del conocimiento atraviesa la modernidad desde sus inicios, su abandono significaría la salida de su paradigma fundamental. Sin embargo, el conocimiento que caracteriza a la ciencia parecería no reconocer este imperativo, mantiene latente una contradicción interna entre su proyección de sentido y su concreta realización; la ciencia es también técnica, o mejor, es a través de la técnica que se realiza; una operación de concreción en la cual el mecanismo técnico tiende a sobrecargarse de dispositivos que parecerían olvidar o poner entre paréntesis las indicaciones de sentido que la ciencia apunta a construir y que hacen de ella justamente conocimiento; la misma diferenciación entre ciencias duras y blandas, entre humanismo y cientificismo parecería reflejar esta operación secularizadora propia de lo moderno. El desarrollo de la ciencia, al desprenderse de su origen teológico, instaura una propia estructura de referencia, un mecanismo dotado de una propia capacidad autorreferencial. El conocer ya no dependerá de su sujeción a principios divinos, ni a exigencias de legitimación política, sino exclusivamente al de sus propios mecanismos de validación. La ciencia, en cuanto conocimiento autorreferencial, construye los términos de su propia consistencia; una operación compleja que se soporta en la idea de despersonalización, de-subjetivación o des-alienación, según las distintas construcciones y los distintos paradigmas científicos. Aquí se entrecruzan los caminos de Nietzsche y los de Kant y Hegel; todos, desde aproximaciones distintas, trabajan sobre la idea de que la aproximación subjetiva o individual está condicionada por un instinto de representación o voluntad de poder, que los imposibilita a mirar la totalidad en la cual se encuentran. Solamente el salir del espejo de la individualidad, sólo el negar su particularismo, puede permitir acceder a la totalidad en la cual ésta constituye su complejidad; la ciencia es la única que garantiza esta posibilidad. Aquí ética como realización subjetiva y conocimiento científico como condición ‘del acceder’, coinciden, ‘forma’ y ‘posibilidad’ de estar en el mundo, se encuentran. Una operación de radical deconstrucción es necesaria para poder acceder al mundo de la complejidad, en el cual las relaciones entre ética, verdad y conocimiento se vuelven finalmente posibles.

En el arte abstracto es posible apreciar con claridad esta operación de deconstrucción: este se aleja del arte figurativo para acceder a las estructuras más elementales y básicas de la representación pictórica; descompone las imágenes en sus elementos primarios, el color, la profundidad de las sombras, la aleatoriedad del trazo; un arte dispuesto más que a la contemplación, al diálogo con la percepción de quien observa el hecho artístico, el cual construye, a partir del contacto estético, su propia representación como un ejercicio interno de reconocimiento. Aquí la diferencia entre cuadro y observador es una diferencia constituyente, es esta interacción la que cuenta, más aún que la misma claridad del trazado narrativo, la cual se obscurece y a momentos desaparece, para permitir su emergencia. Ya no será aquello que desciende o que proviene desde fuera lo que construya el sentido, ahora este será posible al precio del reconocimiento de las delimitaciones que lo suponen; la idea del muro ahora es finalmente reconocida en su potencia constituyente, en su potencia de estructuración.

Muros: deriva de lo inacabado

Fernando Albán

 

En los muros se conjugan infinitos ángulos, desde los cuales pareciera que nos observan, que nos dirigiesen innúmeras miradas, improbables. ​Expuestos a la intemperie, preservan de la misma a aquellos que se guarecen detrás de su lánguida mirada. La duración es el más fiel de sus aliados, pues han sido erigidos para ceñir la eternidad. ¿Qué ocurre cuando la aspiración a la eternidad no ha sido más que una suerte de caída en lo temporal? Entonces, el sentido de la erección de los muros suscita forzosamente la cuestión de una existencia condenada a subsistir fuera de su identidad. Se trata de la configuración de un ente fracturado, sumido en una condición fragmentaria. Precisamente, este parece ser el drama suscitado en la Construcción de la Muralla China, que es uno de los relatos fundamentales de la obra de Kafka.

El tiempo excluido de la eternidad o, a la inversa, la eternidad puesta fuera de lo temporal, dos fórmulas inconciliables que para Kafka configuran el ámbito del pecado. Esta es la escena de una existencia mutilada que se debate por alcanzar la reconciliación o la unidad del tiempo y de la eternidad, pero sin que esto burle o socave el carácter antagónico, conflictivo de los términos que se encuentran en tensión.

¿Cómo salir de esta situación intolerable? La angustia y la esperanza se alternan para hacer que el resultado del combate entre lo finito y lo eterno quede suspendido, irresuelto. Es por ello que el fracaso acecha constantemente el gesto kafkiano; en primer lugar, aquello que se encuentra comprometido es cualquier intento de comunicación entre los dos órdenes en conflicto. Esto es, el mensaje que proviene del poder superior se torna ambiguo al atravesar las distancias no mensurables y, del lado del receptor, la interpretación se vuelve interminable. En tales circunstancias, el resultado es siempre el mismo: ruptura de la comunicación.

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En la Construcción de la Muralla China el emperador es quien da la orden de su ejecución. Pero, como la instancia del poder superior es radicalmente inaccesible, esto determina que no se pueda interpelar a la fuente cuando existan dudas sobre el sentido preciso del mensaje que emana de ella. El resultado que deriva de esta imposibilidad es la implementación de un «sistema de construcción fragmentario». Existe una suerte de muro o de límite infranqueable entre el emperador y la «comandancia suprema», que es la encargada de diseñar y de dirigir la edificación de la muralla; como existe también un límite infranqueable entre esta instancia intermedia y los obreros que deben ejecutar la obra.

La no reciprocidad entre los estamentos que participan en el hecho comunicativo consagra la construcción de la obra monumental al des-obramiento, a la extenuación del gesto en la ausencia de sentido. De ahí que el levantamiento de los muros en territorio desértico, que no logran formar un todo, yacen constantemente a la merced de los embates de los nómadas. «¿La Muralla no había sido imaginada, por lo dicho y por lo sabido de todos, como una defensa en contra de los pueblos del Norte? Pero ¿de qué vale esta defensa si la Muralla no forma un todo? Además: no solamente toda defensa deviene ilusoria, también los trabajos mismos están en perpetuo peligro» (Construcción de la Muralla China, Kafka).

La Muralla no forma un todo, tiene grietas, fisuras, deja espacios en blancos. Por el contrario, la posibilidad de configurar, mediante la edificación de los muros, un trazado continuo, uniforme, radica en la construcción de una obra cuyo sentido se organiza en la perspectiva de alcanzar un propósito. No obstante, si la finalidad falla, entonces la obra monumental se vierte en el absurdo. En ausencia de un fin, que de sentido a la construcción, esta se fragmenta. Todo muro o muralla para ser tal, es decir, para preservar su identidad, su integridad, debe delimitar un espacio que permita discernir o discriminar entre un adentro y un afuera. Esta ausencia de delimitación impide que la construcción cumpla con el propósito para el que fue creada: procurar protección, servir de resguardo frente a los azotes del enemigo desconocido. Pero, si el límite o la frontera se constituye por muros que se hallan a gran distancia los unos de los otros, entonces no se puede precautelar la integridad del adentro.

Más aún, si nos trasladamos al contexto histórico de la construcción de la Muralla, la imposibilidad de discernimiento entre el exterior y el interior se ve reforzada por el hecho de que los Nómadas, a quienes la Muralla rechazaba, surgieron a partir de poblaciones que periódicamente fueron desplazadas del seno mismo de la China. El mal tan temido que viene del afuera, contra el cual los muros deben ser una barrera, yace, sin embargo, en el adentro. Es decir, no hay manera de resguardarse ante la inminente destrucción, pues esta mina la fortaleza desde su interior.

La construcción de la Muralla no produce una frontera que sea apta para propiciar una demarcación absoluta. El límite que es su trazo no puede romper los lazos entre quienes quedan adentro y quienes vienen de fuera y, a su vez, provoca una confusión entre el autóctono y el foráneo. De ahí que la edificación de la obra monumental, que debía garantizar la integración del individuo en el seno de un todo fraterno, introduzca la división en el interior mismo del conjunto unitario. Esta división es un preámbulo de la confusión babélica. En este sentido, es necesario señalar que, como se afirma en el relato de Kafka, las paredes de la gran Muralla debían «ser los cimientos sólidos para una nueva Torre de Babel». «La gran torre debe a la vez unir a los hombres entre ellos y permitirles tocar el cielo. Pero Babel es un fracaso y es de este fracaso que Kafka alimenta su imaginación mítica» (Figura de Franz Kafka, Jean Starobinski). El fracaso de Babel es el origen de la confusión y el principio de la incertidumbre que pesa sobre la identidad.

Simultáneamente, las distancias que tiene que cubrir y demarcar la gran Muralla China son tan vastas —distancia es sinónimo de pecado— que el inacabamiento se impone siempre como corolario. Por lo tanto, la edificación de los muros se ve expuesta, desde el comienzo, al riesgo de la fragmentación y de la destrucción. Las fisuras minan secretamente la integridad de la obra y, desde entonces, la angustia encuentra un elemento propicio para hacer ostensible el hecho de la finitud. La edificación de la Muralla no termina, como también queda inconclusa la escritura del texto. En este punto es preciso destacar que el cuerpo del relato forma un pliegue especular con la historia narrada por él, pues la Construcción de la Muralla China está escindida por una serie de lagunas que dejan espacios en blanco; así como el plexo del relato es discontinuo, fragmentado, lo que determina que su identidad haya sido quebrantada. Esto significa que el texto de Kafka carece de un estatuto unitario que lo torne susceptible de ser etiquetado de manera precisa. Se trata de un híbrido que combina, de manera aleatoria, la crónica histórica y la ficción novelesca. Esta deriva del relato kafkiano será, algunas décadas más tarde, asumida íntegramente por el escritor argentino Jorge Luis Borges.

A su vez, en la obra kafkiana se cruza de manera continua el tema de la construcción con el drama que vive el animal. La Madriguera es un extenso relato que quedó, como muchos otros, inacabado, al igual que la historia que en él tiene lugar. En esta, un animal, que carece de una identidad que dé pie al reconocimiento, construye frenéticamente un refugio que le ofrezca protección. Aquel ser, que no encaja en ningún orden virtual paradigmático, sigue temblando pese a encontrarse en el interior de la madriguera. Así, los muros o las paredes subterráneas son construidas incesantemente a causa del despliegue de hipótesis o conjeturas interminables que el animal se hace con el propósito de reconocer el inminente peligro que lo acecha por debajo de la tierra. En esta escena subterránea el pensamiento, que dispone con normalidad de todos sus mecanismos, es incapaz de identificar el lugar del que proviene el peligro y cuál es el animal que lo acosa. Es entonces que la fortaleza se convierte en la trampa de aquel que cava y expande obstinadamente las paredes de su refugio.

 

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En los dos relatos, el despliegue interminable de las hipótesis coincide con la impotencia del conocimiento para, por un lado, descifrar la orden del emperador, que se encuentra absolutamente retirado y, por el otro, con la imposibilidad de vislumbrar el peligro inminente, que se manifiesta bajo la forma de un ruido persistente. Tanto en el uno como en otro la distancia del receptor con respecto a la fuente emisora del mensaje es lo que determina que la interpretación se torne infinita y que el gesto tendiente al levantamiento de muros se vuelva inoperante. En este sentido, en la Construcción de la Muralla China el narrador afirma: «busca con todas tus fuerzas la manera de comprender las órdenes de la comandancia, pero solamente hasta un cierto límite, a partir del cual, cesa de pensar en aquello». Así, el fracaso al cual está consagrada la edificación de los muros acarrea consigo la impotencia del conocimiento. Ahora bien, existe un principio común en los dos relatos que moviliza el ejercicio interpretativo y exacerba el deseo tendiente a la construcción de fortalezas: el miedo del enemigo innominado que, sin embargo, nunca pudo ser visto. «¿Este miedo es tan diferente de aquel que ha devastado el inconsciente colectivo de nuestra época?» (Figura de Franz Kafka, Jean Starobinski).

En el despliegue infatigable de la gran construcción inacabada los muros se repiten; pero la repetición debe guardar, preservar la distancia que separa al uno del otro. Entonces una cuestión se anuncia inevitable: ¿cómo no ceder ante la tentación de que el comentario, la interpretación o la conjetura intenten tapar los intersticios, cubrir los intervalos, las discontinuidades, suturar las heridas? Emerge entonces la eventualidad de una palabra reveladora, omnidicente, para la cual solo cuenta la posibilidad o la necesidad de una construcción gloriosa. En adelante la palabra completa la obra, pero debe pagar el grave precio de llevarla al enmudecimiento. Los muros ya no hablan, pues les ha sido arrebatado su espacio de resonancia; o bien, se precisa de una palabra que asuma la necesidad de la carencia, de la in-completitud, del inacabamiento; es decir, que sepa guardar en ella la distancia, el intervalo, la fisura, lo discontinuo. Para ello, la palabra debe ser capaz de circunscribir la distancia, la separación, pero desde muy lejos. Solo así la interrogación se traduce en ambigüedad, en confusión. Deja que la palabra libere su parte de nada para que desde los muros nos observen, que nos dirijan innúmeras miradas improbables.

 

Imágenes:

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Kafka o la ficción liminar

 Alejandro Gordillo
@AlejoMilmachets

El umbral

Existen dos versiones en castellano de un cuento de Kafka que aún hoy no se ha logrado datar con exactitud. El texto es apenas un párrafo y, polémicas de traducción aparte, presenta sustanciales diferencias a pesar de su brevedad.

Ambas traducciones parten de títulos diferentes: Deseo de convertirse en indio (traducción de Galaxia Gutenberg) y Deseo de ser piel roja (traducción de Alianza Editorial). La primera traducción, como se aprecia, es más literal y busca volcar toda la crudeza y lo agreste del original. La segunda traducción, más libre, se permite interpretar y forzar un poco la literalidad. Comparaciones aparte, es evidente el campo semántico hacia el cual se dirige el autor cuando expresa este deseo: indio o piel roja nos está anunciando un impulso de devenir en algo radicalmente diferente.

Se pueden intuir las múltiples lecturas culturales e ideológicas que se derivan de que se equipare a ese radical otro que se quiere ser con un indio o un piel roja. La segunda traducción pudo haber optado sin problemas por cualquier otro pueblo aborigen del norte de América: apache, comanche, siux. La voz narrativa busca aquello que ha quedado más allá del límite de lo que consideramos civilizado, incluso de los límites de lo humano. El núcleo de la narrativa de Kafka aparece: ficcionalizar a partir del límite, traspasarlo y volver para intentar hablar de lo experimentado.

El deseo de ser un indio trae consigo la sucesiva desaparición (seguiremos a partir de aquí con la traducción de Galaxia Gutenberg). Inicia en la casi indiferenciada imagen de jinete y animal: “sobre un caballo a todo galope, con el cuerpo inclinado y suspendido en el aire”. Le sigue una extraña serie en la que primero afirma desprenderse de algo que, sin embargo, luego declara no haber poseído nunca: “hasta dejar las espuelas, pues no tenía espuelas, hasta tirar las riendas, pues no tenía riendas”. La desaparición parece comportar la disolución de la sintaxis temporal: aquello que se pierde hace desaparecer también su huella cronológica y, con ello, el testimonio de su existencia.

Una vez disueltos los aparejos con los que el jinete conduce, se mueve hacia su propia desaparición: “y sólo viendo ante mí un paisaje como una pradera segada, ya sin el cuello y sin la cabeza del caballo”. Hacia el final del cuento, el jinete ha devenido en pura mirada aun sin tener ya ojos. Lo que queda de él es la visión del paisaje y dos cuerpos, uno humano y otro animal, sin sus cabezas y enfrentados a este horizonte.

La única libertad posible, entonces, parece ser la desaparición; dejar de ser, salir de lo que se es o huir de la sensación de que uno es un extraño incluso para sí mismo. Esta intuición parece repetirse en distintos autores del siglo XX: Musil, Walser, Benjamin, y se encuentra incluso tematizada y recuperada de forma recurrente como parte de la poética narrativa de Vila-Matas quien habla del arte de la desaparición.

Se ha dicho que muchos de los textos de Kafka están muy cercanos genéricamente a la fábula, pues son apenas breves relatos que parecen condensar una enseñanza que elude su aprehensión. El concepto de fábula está muy ligado a la idea de umbral, de permanecer en un inter-estado y lograr alcanzar una nueva dimensión ya sea de uno mismo, del mundo o de ambos. En Kafka, el rito de paso no termina de cumplirse nunca y solo la muerte “salva” a algunos de sus personajes de ese trance infinito al que están condenados; de ahí que, al no consumarse, sus relatos suspendan indefinidamente un sentido completo.

La arquitectura de Kafka reproduce este continuo aplazamiento del sentido, la materialización de esta idea de existir en lo liminal en lugares que pueden ser tanto refugio como amenaza, en historias como La construcción. Respecto a este cuento, Calasso puntualiza la diferencia semántica de la que parte esta ambigüedad: “La lengua alemana tiene dos palabras que significan guarida: Höhle y Bau. Palabras opuestas: Höhle designa el espacio vacío, la cavidad, la caverna; Bau se refiere a la guarida en tanto construcción, edificio, articulación del espacio”. En su búsqueda de soberanía, el roedor edifica un refugio que, sin embargo, está inspirado en el puro terror invisible de un rumor apenas percibido de algo que lo amenaza y que nunca termina de aparecer en el relato.

El arte de la desaparición, por tanto, no puede provenir únicamente de la huida sin más, sino que ha de diseñarse y ejecutarse minuciosamente a través de la invención de ficciones.

En Kafka parece cumplirse el oscuro reverso de la aspiración romántica de ilimitar vida y arte. El universo absurdo de la ficción gana terreno sobre la realidad y no lo hace como si se tratara de una invasión endógena, sino más bien como si este fuera el centro mismo de lo que llamamos realidad. Este núcleo traumático de bordes permeables intercambia su contenido con el mundo y va ganando terreno sobre él. Kafka deja muchas veces la sensación de que dentro de la ficción existe un nivel ficcional extra, como una suerte de inconsciente ficcional que está operando debajo de todo y que comparte memoria con nuestro propio inconsciente.

El mecanismo del terror por el que un elemento de nuestra realidad se vuelve del todo extraño y siniestro, en el caso de Kafka se aplica a la realidad entera que aparece como espeluznante. De ahí que una de las consecuencias naturales de la ficción kafkiana pueda verse en Lovecraft y su horror cósmico, en donde esta influencia siniestra que parece gobernar la realidad que en Kafka se proyecta al infinito, en tanto nos es siempre desconocida o cuyo encuentro está siempre aplazado, en Lovecraft se concreta en toda una mitología del mal que gobierna el universo con sus dioses arquetípicos.

Para-realismo

Kafka da forma a un devenir volcado al absurdo. La categoría de lo liminal se aplica también a su afán de difuminar aún más la línea entre lo real y lo ficticio. En su caso, más allá de una simple ilimitación, lo ficticio parece amenazar e invadir la realidad, vampirizarla hasta hacerla perder sustancia e inocularle nuevas dimensiones apenas intuidas, inaccesibles. Esto pone en crisis el realismo moderno del siglo XIX en donde había predominado una clara voluntad mimética.

Entre los pocos casos en los que se rompe el realismo decimonónico se vislumbra la sospecha de que el absurdo (o el mal) gobierna la realidad; esta sospecha normalmente va de la mano de forzar el pacto de lectura con episodios como el Wakefield de Hawthorne, La nariz de Gogol o el Bartleby de Melville. Todos estos indicios de lo kafkiano terminan siendo redimidos mesiánicamente en él y pasan a ser los antecedentes de la nueva fuerza configuradora de la tradición literaria del siglo XX que se volcará a la destrucción de la mímesis y la experimentación máxima. De esto es de lo que habla Borges cuando se refiere a que Kafka fue capaz de crear retrospectivamente a sus precursores. Esta reconfiguración de la experiencia de la recepción en la que el espectador debe conocer la tradición contra la que se está creando ocurre en el caso de Kafka con el realismo decimonónico y, por ejemplo, la presentación de La transformación en 1915 en la que, en un tono aparentemente realista, se introduce un acontecimiento extraordinario que no aparenta contradecir las leyes del ámbito en el que se instala aunque parece suponer, por el contrario, su total alteración y casi hasta su negación. Kafka se erige en una vanguardia imposible de un solo autor. Alrededor de la misma época, en 1913, Duchamp preparaba sus primeros ready-made y también ponía en marcha la crisis tanto en la producción como en la recepción alrededor de una obra que reclama un doble esfuerzo, teórico y estético, para percibir el gesto de negación hacia toda la tradición anterior y la entonces reciente difuminación de realidad y arte en la plástica.

Luego de un siglo en el que la narrativa intentó agotar la representación de la realidad humana, Kafka reduce el mundo hacia lo mínimo. La mayoría de sus historias oscilan entre el confinamiento o la búsqueda desesperada de liberación. Kafka parece reírse no de sus personajes sino de su voluntad misma, de la ilusión del albedrío introducida en la historia del pensamiento por el cristianismo como solución al dilema de la existencia del mal. La teleología de la recompensa del libre albedrío que se inclina hacia el bien desaparece. El castigo puede darse súbitamente sin causa alguna. Benjamin supo leer en esta desesperanza el reverso positivo de la única posibilidad de libertad: aquella que se ejerce aquí y ahora.

De entre todos los curiosos puntos de vista con los que Kafka experimentó, uno de los que sobresale es el de El puente. En este relato, la voz narrativa se sitúa en la estructura misma. Está ahí y anhela que su naturaleza se cumpla; es decir, que algún paseante lo atraviese para sacarlo de su expectación. Sobre este paso de la pasividad a la acción que pone en movimiento la voluntad se suele centrar una de las modalidades de la amenaza muda que subyace en los relatos kafkianos. En El puente, es la misma construcción la que frustra el tránsito de un caminante en cuanto esta gira sobre sí misma para alcanzar a observar a quien ha osado saltar sobre ella en lugar de caminar gentilmente para cruzarla. Tras esta acción, todo sucumbe y se precipita hacia el río y sus violentos remolinos. Esta historia de un colapso podría operar como un modelo de lo que ocurriría en otros de los cuentos de Kafka cuando uno de sus actantes se acerca a su objetivo; es decir, la perenne sospecha apostada en sus ficciones.

La crisis de lo humano

La abolición de la voluntad en Kafka pone en crisis la idea de lo humano. En su Carta sobre el humanismo (1947), Heidegger parte de una suerte de continuación a las reflexiones en torno al problema de la metafísica de su obra de 1929 ¿Qué es metafísica? En este caso hay un retorno a la cuestión esencial de que hasta ahora, según Heidegger, la metafísica ha pensado únicamente a lo ente y ha olvidado u omitido el ser, por lo que todo humanismo previo estará también contaminado de este “error”, dado que: “ […] la esencia del humanismo es metafísica”.

La obra empieza por indagar la esencia del actuar que para el autor es el despliegue del ser, parte de él y se dirige hacia lo ente. El pensar, en cambio, va únicamente hacia el ser. De este modo, Heidegger busca ahondar en su diferenciación de la filosofía tradicional, que nació como técnica y termina ineludiblemente volcada hacia lo ente (tal como ocurre con las demás ciencias), y el pensar que está siempre dentro del ámbito del ser. Pero para “decir” el ser, propone Heidegger, es necesario que el lenguaje sea liberado de la gramática tradicional que apunta hacia lo ente y que todos los signos sean redirigidos hacia el ser.

El hombre, entonces, es el llamado a “escuchar” al ser y buscar el lenguaje que le es propio. Para esto, Heidegger pretende que se supere el humanismo tradicional que considera al hombre como un animal racional, un ente biológico entre tantos diferenciado por su capacidad intelectual. La proximidad al ser “salva” al hombre, lo excluye de su naturaleza puramente salvaje y lo eleva a la categoría de “pastor del ser”. Sin embargo, detrás de esta imagen bucólica y aparentemente inocente, se encubre toda la carga negativa enunciada por Peter Sloterdijk en sus Normas para el parque humano. Una respuesta a la «Carta sobre el humanismo» (1999); esto en el sentido de que quienes tienen acceso al ser serían los llamados a la cría de los otros para garantizar una comunidad equilibrada tal como lo proponía Platón. La curiosa metáfora de la cría del otro habla de una domesticación que conduciría al hombre a un estado cercano a lo extático. Sloterdijk apunta: “El morar recogido en sí mismo heideggeriano en la casa del lenguaje es como una escucha expectante de aquello que el Ser mismo ha de dar a decir. Ello conjura a un escuchar-en-lo-cercano para lo cual el hombre debe volverse más reposado y manso que el humanista que lee a los clásicos”.

El pastor que escucha al ser bien podría recordarnos a la imagen irónica de Kafka del hombre que muere a las puertas de algo que jamás podrá descubrir o a la inversión del mito de las sirenas donde Ulises pretende escuchar su canto que supuestamente devela todo el destino del hombre cuando en realidad ellas no ejecutan nada.

Uno de los problemas fundamentales es, por tanto, que el hombre lanzado hacia el mundo, enfrentado a la angustia de la nada y a la de su propia finitud (sin hablar aquí de los problemas históricos del entorno en el que se desenvuelve) de pronto devenga en pastor, en pura pasividad que aguarda, pues como menciona Heidegger: “Antes de hablar, el hombre debe dejarse interpelar de nuevo por el ser, con el peligro de que, bajo este reclamo, él tenga poco o raras veces algo que decir”. ¿Qué podrá decirse entonces del actuar? ¿Cuándo llegaría a validarse el obrar de lo ente si es que este ser esquivo y caprichoso nos niega su palabra? La libertad del hombre pasa a ser tal solo con relación al ser. El estar arrojado en el mundo, proyectado hacia el fin, reclama además una sintonía con el ser que valide nuestra existencia, pues aunque es lo más próximo rara vez podremos extraer algo de él. Una nueva angustia nace para el hombre: la angustia del que espera en la promesa de una vaga recompensa incierta. La angustia de la ausencia de algo que se nos dice que nos circunda pero que demora en su manifestación que se ofrece ambigua. La tierra prometida no es ya el lugar al que se accederá luego de un éxodo traumático y el sacrificio. El ser rodea al hombre, no le reclama más que un estado de escucha y, sin embargo, le es esquivo.

El gesto de esta pura pasividad, situado en su contexto histórico, parecería por un lado la respuesta a la necesidad de apartarse de la realidad histórica y de las consecuencias del fascismo hasta casi el punto de negarla, de nihilizar la situación inmediata y elevar el discurso del pensamiento hacia cumbres seguras. Esto, que podría tomarse como una reacción producida por una especie de culpa del pensamiento, parte de una premisa válida que es la del fracaso de gran parte del racionalismo imperante y de las ideas de absoluto traducidas en totalitarismos. Sin embargo, el hecho de apartar la mirada del mundo no hace que este desaparezca en su entidad; lo que ocurre es simplemente que el objeto del pensar en cuanto tal se proyecta hacia un ser en extremo indeterminado, a pesar de que Heidegger proclame que este sea lo más próximo al hombre.

Este es un nivel de autoconsciencia de la razón que es capaz de mirarse a sí misma en su devenir histórico y de sopesar los distintos movimientos que ha realizado. Heidegger señala el origen del humanismo en el mundo clásico, entendido este como un valor frente a lo bárbaro y termina en la autoinmolación que reclama que el pensamiento no acuda ya a lo abstracto o lo concreto, a lo sagrado o lo profano, si no a algo tan indeterminado como el ser. Por otro lado, el hombre que no se retrae a esta escucha del ser podría devenir en bárbaro para sí mismo o, en su defecto, los otros hombres que no se dispongan a esta escucha devendrían en bárbaros. De esta manera, el giro que se opera termina por nihilizar toda la historia anterior. Toda la filosofía, todo lo racional que meditó únicamente sobre lo ente y actuó en base de ello deviene en esta nueva forma de barbarie ante hombres que trascienden estas categorías y se tienden con su oído a la escucha del ser.

Cuando Heidegger señala que: “El único asunto del pensar es llevar al lenguaje este advenimiento del ser […]” y se enfrenta a la cuestión de la tradición afirmando que: “Huir a refugiarse en lo igual está exento de peligro. El peligro está en atreverse a entrar en la discordia para decir lo mismo”. Salva su propuesta de este “pensar a la escucha del ser” situándola en el plano estético que, como se señala antes, podría asumir el error de nombrar al ser ir hasta el final y recrear en sí su búsqueda. La poesía es, por tanto, el vehículo ideal a través del cual el ser puede ser expresado. El problema de esto, dice Sloterdijk, es que el hombre queda reducido a la función de secretario del ser y su comunidad a una “[…] iglesia invisible de individuos dispersos, cada uno de los cuales escucha a su modo en lo tremendo”.

 

Imágenes: Aman Bhatnagar (Pexels);  Igor Starkov (Pexels); othebo (Pixabay)

 

Jaulas y redes

Iván Carvajal
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La pantera y el artista del hambre

La jaula simboliza la pérdida de la libertad. Al enjaulado se lo ve a través de las rejas, sometido a moverse en un espacio restringido, a dar vueltas de un lado a otro, tratando de esconderse en un rincón. O se lo ve tirado sobre el suelo, en posición fetal. Se encerraba en las celdas a brujas y a locos. Al criminal, al rebelde, al monstruo. Hay quienes buscan la celda: los monjes, las monjas. Se enjaula al animal salvaje en el zoológico o el circo; al pájaro o al hámster, para exhibirlos como mascotas.

En mi niñez me gustaba enclaustrarme en la pequeña biblioteca familiar. Ratón de biblioteca, enjaulado por propia voluntad… Ahí, alguna vez, cayó en mis manos un folleto de edición precaria con dos cuentos de Kafka que me han inquietado a lo largo de mi vida, “El artista del hambre” y “El artista del trapecio”. Toda la escritura de Kafka parece girar en torno a las jaulas, las celdas, las condenas, el encierro. ¡Cuántas veces habré releído los dos relatos, hasta que el cuadernillo acabó deshaciéndose entre mis dedos! Recuerdo que una tarde barrí el polvo de papel siendo presa de una extraña angustia. Recogí los restos como si tuviese que llevarme al tacho de basura las hilachas del cuerpo del artista.

No tiene nombre propio, no hace falta, es único. Como nos cuenta el narrador, el artista tuvo su época de gloria. Lo esperaban en los pueblos, tal vez como se espera hoy a las estrellas de música pop o a los grandes atletas. El ayuno podía percibirse como arte antes del cine y la televisión; podemos imaginarnos las largas filas que se hacían para contemplar al artista. Sus ayunos duraban cuarenta días, a semejanza del de Jesucristo en el desierto. El narrador nos aclara que había escépticos y gente de mala fe, que dudaban de la integridad del artista, aunque este cumplía escrupulosamente sus ayunos. En verdad, le costaba alimentarse. Kafka destila su humor negro para contarnos cómo era arrastrado su débil cuerpo por muchachas especialmente escogidas para la ocasión, después de cada ayuno, a fin de alimentarlo. “No solo de pan vive el hombre”… mas no se puede vivir sin pan.

La gloria es efímera. Poco a poco el público olvidó al artista, que pasó de ser el centro de la atención a un olvidado resto dentro de una jaula arrumbada en algún rincón del circo de aldea. Hasta que algún inspector reparó en esa jaula vacía que no cumplía ya ninguna función. El artista estaba por morir. Al final, susurrando, confiesa la razón por la que había aceptado exhibirse en esos largos ayunos: nunca encontró el alimento que le hubiese satisfecho.

Sin embargo, es en el último párrafo cuando Kafka nos arrastra a lo insólito. No basta con que haya un artista del hambre que ayuna a lo largo de su vida; que, cuando ya no interesa su arte, realiza su más largo ayuno; que termina confundido con las fibras de paja, pues tanto ha mermado su cuerpo. No basta que lo barran junto a la paja para dejar libre el espacio de la jaula. Aún hay otro giro más:

 “¡Ahora limpien aquí!”, dijo el inspector, y enterraron al artista del hambre junto con la paja. Pero en la jaula pusieron a una pantera joven. Hasta para los sentidos más atrofiados, era un solaz ver cómo aquel animal salvaje se revolvía en esa jaula tan despojada. No le faltaba nada. El alimento que le gustaba, los guardias se lo procuraban sin grandes cavilaciones; ni siquiera parecía echar de menos la libertad; ese cuerpo noble, provisto de todo lo necesario para desgarrar, parecía llevar consigo la libertad; parecía estar agazapada en algún lugar de su dentadura; y la alegría de vivir emergía con tan fuerte ardor de sus fauces que a los espectadores no les resultaba sencillo hacerle frente. Pero se sobreponían, rodeaban la jaula y en modo alguno querían apartarse de allí.

 Lo insólito es el desplazamiento del “sujeto de la libertad”, por decirlo de alguna manera. No es el hombre ―el artista― quien lleva consigo la libertad, sino el animal. Más aún, la libertad deja de ser atributo del alma o del espíritu para convertirse en atributo del cuerpo, de su belleza y su fuerza, de su condición salvaje. ¡La libertad parecía estar agazapada en algún lugar de su dentadura!

El desplazamiento del sujeto de la libertad conlleva, por consiguiente, una inversión radical del “lugar” de la libertad: del espíritu (más que del alma) o de la (auto)conciencia se desplaza al cuerpo; y no siquiera a la glándula pineal, donde se suponía que se asentaba el alma, sino a la dentadura. Esta es una inversión del fundamento mismo de la filosofía de Occidente, desde Platón y Aristóteles en adelante, del cristianismo, y también de la filosofía moderna, a partir de Descartes.

Dieciocho siglos antes de Kafka, en su crítica estoica de la noción de libertad, Epicteto había encerrado a otro felino en una jaula:

 Mira, cuando se trata de animales, cómo aplicamos nuestra idea de libertad. Se cuida dentro de la jaula a los leones capturados, se los alimenta, hay personas dedicadas a ellos. ¿Se dirá que ese león es libre? ¿No es verdad acaso que él es más esclavo cuando su vida es más fácil?

Para Epicteto, ser libre implicaba tal grado de autonomía que, en extremo, no se dependiese de las pasiones, de las necesidades materiales, de los poderosos, de la familia, de otros seres humanos. Y por supuesto los animales eran más libres en estado salvaje. Como el “pájaro libre, de libre vuelo” de Violeta Parra. Pero, dirían los filósofos modernos, ¿el pájaro sometido a la ley de la gravedad, a las leyes del movimiento de los fluidos, sin conciencia de esas determinaciones, acaso es libre? La libertad, se sostenía, es conciencia de la necesidad. Es conocimiento de las determinaciones que actúan en el sujeto antes y en el momento de su decisión. Ni el felino ni el pájaro son libres, pues no tienen conciencia, no poseen conocimiento de su situación y, por tanto, tampoco tienen voluntad. Decidir entre el bien o el mal no pertenece a su condición de animal sub-humano. La Naturaleza aparece como una jaula (tal vez infinita) cuyo enrejado está tramado por “leyes naturales”, dictadas (quién sabe si) por Dios (a quien, además, no le gusta a los dados, según Einstein), que rigen de modo universal sobre los cuerpos, el movimiento, la vida y la muerte de animales y hombres. Leyes inalterables que se expresan en lenguaje matemático.

El pájaro vuela en el ámbito que le permite la ley natural, mientras el desaprensivo Ícaro terminará precipitándose contra la tierra por el mal uso (equivocada decisión) que da al artefacto construido por su padre Dédalo. Este, el prudente, es el técnico-artista que logra dominar las fuerzas naturales con el conocimiento, es quien inventa. El artista del hambre es dueño de una técnica peculiar, la del ayuno. La jaula en la que vive está hecha para exhibirlo. Dédalo tiene que escapar de la jaula-laberinto que ha construido para el Minotauro y sus víctimas; no dispone del hilo de Ariadna, reservado al héroe, pero posee imaginación y a la vez habilidad técnica. El artista del hambre, por su parte, está destinado a morir en su jaula, como el monje en su celda.

La jaula de hierro

 Kafka estudió con Alfred Weber, hermano de Max. Seguramente estuvo al tanto de las tesis de los dos Weber. Max había muerto un par de años antes de que Kafka escribiera “El artista del hambre”. Se ha considerado la posible influencia de los Weber en Kafka. Como sea, lo que aquí interesa es recordar que Max Weber acuñó una metáfora para sintetizar la condición humana en el mundo moderno (occidental). El espíritu de la Reforma, sobre todo del calvinismo, impulsó el surgimiento del mundo moderno capitalista. Pero a la fase inicial, aquella a la que Marx denominó “acumulación originaria”, siguió un continuo proceso de racionalización de la vida (desarrollo científico y técnico, surgimiento de las teodiceas racionalistas), de desencantamiento del mundo (es decir, retroceso del mito y de las explicaciones del mundo sustentadas en la fe), y finalmente de organización estatal. El ordenamiento social pasó entonces a depender de la administración burocrática (de un ejército de inspectores). El desencantamiento del mundo implica la pérdida de sentido, de la comprensión del mundo como totalidad. Las ciencias no proporcionan sentido, sino conocimientos circunscritos acerca de regiones de la realidad. La técnica moderna produce máquinas, en las que se “coagula el espíritu”. El trabajo “vivo” deviene también maquinal. Pero esto no acontece solo en la industria, sino en la organización estatal. Dice Weber en Economía y sociedad:

Es espíritu coagulado, asimismo, aquella máquina viva que representa la organización burocrática con su especialización del trabajo profesional aprendido, su delimitación de las competencias, sus reglamentos y sus relaciones de obediencia jerárquicamente graduadas. En unión con la máquina muerta, la viva trabaja en forjar el molde de aquella servidumbre del futuro a la que tal vez los hombres se vean algún día obligados a someterse, impotentes como los fellahs del antiguo Estado egipcio, si una administración buena desde el punto de vista puramente técnico llega a representar para ellos el valor supremo y único que haya de decidir acerca de la forma de dirección de sus asuntos.

La burocratización del mundo de la vida es una jaula de hierro que enajena a los sujetos en las sociedades modernas. Sin duda vivimos atrapados entre procesos y leyes que se tornan absurdas. ¿Acaso no nos hemos reconocido alguna vez, o casi todos los días, en Josef K., en K., en Gregorio Samsa o en el insecto en que este deviene, bastante menos que un animal salvaje?

La jaula de hierro se da en los regímenes totalitarios (fascismo, nazismo, estalinismo), en las dictaduras militares, en los “socialismos realmente existentes”, en los regímenes sustentados en fundamentalismos religiosos o nacionalismos, pero también en las “democracias liberales”. Es cierto que hay diferencias que deben tenerse en cuenta entre unos regímenes y otros. Pero si se trata de pensar la libertad, es preciso considerar el peso de la racionalización burocrática en la vida moderna. Ya no solo de Occidente, sino de cualquier parte de la Tierra. De alguna manera, Occidente impregna la totalidad del mundo, sobre todo a partir de la economía capitalista mundial, de la burocratización de la vida y de la tecnología.

Redes

Un último giro de la metáfora del encierro. De la jaula del artista (o del monje o el criminal o el monstruo) a la jaula de hierro. De esta a la red. Es notable que en el uso de esta metáfora (red) se haya puesto el acento más bien en el vínculo entre nodos, que desde luego existe, antes que en los hilos de la red que atrapan. ¿Cómo se atrapa a peces, pájaros o fieras, si no es con redes? No obstante, todos los días se nos recuerda cómo estamos atrapados en las redes: la circulación vertiginosa de chismes y mentiras con propósitos de engaño político o de estafa económica, la enajenación de los niños y adolescentes que ya no juegan al aire libre sino que permanecen con las narices pegadas a las pantallas, la estulticia de millones que siguen a los “influencers” o los “reality shows”. Cada vez hay más seguimiento y control de la conducta de los sujetos por parte de los aparatos estatales (policíacos, burocráticos) o empresariales (financieros, de “servicios”). Sabemos cómo actúan las “redes” sobre las “decisiones” (del consumo o la política, y aun del crimen), cómo intervienen sobre la “voluntad” de los sujetos. Estamos informados que nos espían por cámaras, teléfonos, y quién sabe qué otros aparatos domésticos.

Sin embargo, las técnicas tienen la cualidad de farmakon (Bernard Stiegler). Desde la Antigüedad se sabe que el fármaco que cura es también nocivo, tóxico, incluso mortal. Lo es el oxígeno, fundamental para la vida. No parece posible alcanzar un ámbito de libertad entre las rejas ―como el artista que realiza su apuesta vital, o como el poeta que, consciente de que el mundo moderno ha devenido una jaula de hierro, escribe “El artista del hambre”, o como el artista que hoy juega entre las redes― sin interactuar razonablemente con los otros seres humanos que nos rodean, con las cosas naturales y los objetos prácticos. No parece posible un ámbito de libertad ajeno a las posibilidades técnicas.

La libertad quizá sea más bien una posibilidad que emerge en cada instante de decisión: la potencia vinculada a la palabra, al lenguaje. El ayuno se realiza en silencio. Pero cuando la dentadura cesa de masticar, en la cavidad bucal florece la palabra. Y la palabra en libertad es el fundamento de la sabiduría, de la creación, del pensamiento, del poema.