A la espera de un tiempo tan oscuro, tan claro

Carlos Reyes

 

Supongo que no soy muy humano. Lo que realmente quiero hacer es pintar luz en el costado de una casa.

E. Hopper

 

 

Escatología

En un pasaje de sus Tres discursos en ocasiones imaginadas (1845), en los que trata sobre la inminencia de la muerte, Kierkegaard comenta dos anécdotas entrelazadas por la experiencia de morir. La primera corresponde a un joven que en la noche de Año Nuevo sueña que ha envejecido, habiendo desperdiciado su vida, pero que al despertar experimenta un cambio “honesto”: el sueño lo conduce de la muerte de su vida anterior a un despertar en su propio renacer, dejando aquel año viejo –y vida envejecida– en el pasado. La segunda anécdota relata la decisión de un emperador que ordena ser enterrado vivo, obedeciendo toda la ritualidad funeraria del caso. El gobernante tiene en esta situación, por sobre todo súbdito, la facultad de administrar su propia muerte, ejercer la soberanía de su cuerpo, pero el pago por tal prerrogativa es la vida. Kierkegaard la presenta como la “honestidad” propia de experimentar la muerte en un estado consciente. En última instancia se señala que quien quiera hacer una distinción entre estas dos sinceridades solo puede dirigirla hacia quien viva. Hablar de la muerte con los muertos, o los ya condenados, tendría poco o ningún sentido. Por añadidura se infiere la irrelevancia de hablar de la muerte en función de otros, en vista de que el asunto no puede ser sino estrictamente personal y subjetivo. La muerte es una experiencia y no un rumor.

El pensador danés insinúa que es necesario educar al hombre moderno no solo en sus limitaciones para aventurarse en intuir el sentido de la vida, también le señala su desconocimiento de la finitud. Porque solo un muerto podría quejarse con autoridad de todo tipo de hastío; el difunto es el único que puede presumir de inmutabilidad, de que las cosas no cambian, nota Kierkegaard. ¿Qué ser vivo puede honestamente entender aquello? Quizá de alguna manera una pregunta que ronda en el discurso es: ¿cómo pretende el hombre moderno especular sobre la vida –siendo tan cambiante– si tan solo la inexplicabilidad de la muerte es un desafío?

Una creciente área del “mundo” de la cultura, las humanidades y algunas disciplinas académicas parece haberse abocado sin más a la proclamación inexplicada (pero imperativa) de una muerte universal, del fin del hombre y el ocaso de la humanidad. La claridad exige suceder a estos tiempos oscuros. Se habla de la muerte en tercera persona de todo lo humano y del advenimiento de una realidad que sitúa al hombre en su fin. Esta postura, que se ha dado en catalogar como posthumanitarista, se promociona, por ejemplo, impregnada en decenas de títulos disponibles en el mercado editorial. Las librerías ofrecen en sus escaparates y mesas una cantidad importante de temáticas en las que se consigna una inminente desaparición del hombre. Ciertamente el sector del libro ofrece otros contenidos además de aquellos, y por ahora todavía prevalece el consumo de ficción en las preferencias de los lectores de todas las edades, pero la profusión de títulos que podrían etiquetarse como pesimistas, habla de cierta saliencia del fatalismo en dicho “mundo” de la cultura.

El asunto abiertamente no es nuevo. Las críticas a la humanidad y a su situación en el planeta han sido un ejercicio recurrente en el campo del pensamiento. Lo que hace particular el impulso posthumanista es que no se centra –o pretende no hacerlo– tanto en el ser, sino en una situación en la que lo humano se subordina al mundo y a sus componentes, en ocasiones hasta desaparecer. Es precisamente la idea de “descentrar” lo humano aquello que guía el ánimo del posthumanismo.

Al revisar los postulados del posthumanismo se encuentra –a grandes rasgos– que este recupera dos inquietudes (¿ansiedades, malestares de la cultura?) que frecuentemente se filtran en las conversaciones sobre el estado de la humanidad. Estas tienen que ver, por un lado, con las profundas desconfianzas y temores que genera toda máquina –toda artificialidad maquinal– para el campo intelectual, y por otro con la expansión de una lógica que progresivamente atribuye al ser humano una desconexión incriminatoria con respecto a la naturaleza. La máquina, la automatización y la robotización son asumidas por el intelectual como una amenaza al lugar que ocupa el ser humano en los propios espacios y situaciones que ha creado para sí. Teme el reemplazo del hombre y su inteligencia por el robot, los algoritmos y la inteligencia artificial. Como complemento el posthumanismo busca restituir al hombre, forzosamente –y desde una moralidad fundada artificialmente en la razón– a cumplir cierta obligación política de retornar a natura, como si en un arrebato el hijo inmaduro hubiese fugado del seno materno, obligado luego a regresar cabizbajo y arrepentido a los brazos de Gaia.

El miedo a la máquina, reciclado en el discurso posthumanista, mantiene su tensión gracias a un horror intelectual (ético, estético) ante la sola idea de la obsolescencia del hombre, pero también en el aferramiento a un algo misterioso y “puramente” humano, situado en un tiempo prehistórico. El fenómeno invariablemente recoge la idea de que el hombre es un hecho histórico que debe ser valorado en función de lo que hace, es decir en gran medida en relación con su trabajo. El laborismo que sintetiza de esa manera lo humano se sirve a sí mismo de marco de interpretación de la humanidad y de su valor. ¿Qué sucede entonces cuando se lo contradice y se propone que el valor del trabajo es subjetivo y no es inherente al ser humano, y qué además en buena parte puede y debe ser sustituido por la máquina? Con esa desilusión, si el hombre y su ser en el mundo fuesen realmente definidos por su labor, la máquina vendría a descompensar su situación histórica. La técnica luego sacude conceptualmente lo laborista y expone las limitaciones de un enfoque que, buscando restituir una humanidad supuestamente alienada, entorpece la valoración de la propia vida humana. El hombre, que con la máquina ha podido librarse de desgastes crueles en el agotamiento de su fuerza de trabajo, al mismo tiempo la recibe como un don misterioso, algo que él mismo ya solo puede mirar con recelo. Si de una “episteme” laborista se desprende un ethos que asegura que el mundo ya está explicado y lo que resta es gobernarlo, ¿qué se puede esperar de otra en la que no figure siquiera el propio ser humano?

En el campo estético el horror no solo ante la obsolescencia del hombre sino también a su simple aparición ha ofrecido muestras de una fuerza expresiva y desoladora. La obra de Edward Hopper, por poner un ejemplo, tuvo la particularidad de situar al hombre y a la mujer en distanciamientos e impersonalidades casi profilácticas. Casas, faros costeros, trenes, restaurantes con comensales de espaldas y rostros agazapados, comedores nocturnos con extraños compartiendo asientos en la barra: el siglo XX en plena ebullición se condensa con Hopper en la penumbra de una acomodadora de cine esperando que acabe la función (New York Movie, 1939). En uno de sus últimos cuadros (Sun in an Empty Room, 1963) Hopper ya solo se limitó a mostrar una habitación vacía en la que el objeto más significativo sería el juego de geometrías entre una luz, una ventana y unas paredes. El ser humano daba paso a la nada y el artista hizo de aquella un cuadro. Ciertamente habrá quien proponga que aun en ese vacío persiste la figura humana en forma de ausencia. Quizá sí.

Cuestionario para un fin de los días

¿El último hombre sabrá qué es el último? ¿Qué razones o intuiciones le servirán para navegar por la vida hasta el momento de su desaparición? ¿En qué convicciones morales sostendrá alguna ética dado que ya no tendría que responder a nadie humano sino ante sí mismo? ¿Lo habrá abandonado su propia conciencia? ¿Cómo podrá desarrollar una identidad sin alguien con quien contrastarla? ¿Estará listo para el fin? ¿Por qué él y no otro? ¿A quién desdeñará en la impertinencia de su juventud y a quién mirará con resignación en sus días finales? ¿Será acaso él mismo etiquetado como un fósil parlante en el contexto de lo posthumano? Tras su paso por el mundo, ¿dejará una nada robotizada o será el último de su especie y hasta poco antes del fin de sus días atenderá visitas posthumanas? ¿Concederá entrevistas o asignará una inteligencia artificial que redacte su biografía? ¿El último hombre quedará finalmente petrificado, en pie, o morirá de rodillas?

Redención

Regresar inexorablemente a la protección de natura parece ser la otra gran consigna posthumanista, además de resistir a los embates de la máquina. En la fenomenología de ese retorno posthumanista ya se produciría, por ejemplo, una resituación política de los animales (no-humanos, dice su ortodoxia) a un estatus igual al de los seres humanos (Singer y su ética animalista formulada en razón de la sintiencia). El retorno o reintegración con lo natural supone así un aplanamiento de los derechos humanos y la ampliación de otros no-humanos. Al consolidar la naturaleza en una sola animalidad (humana + no humana) ya no cabría limitar los derechos a un solo sector (¿se forja entonces la clase animal?). El posthumanismo con esto reclamaría un futuro mayormente no-humano, aunque no se aprecia que contenga una meditación sobre las proporciones de su demanda.

 

En pensadoras como Braidotti y su subjetividad posthumanista, que no sufre de “ninguna nostalgia por el Hombre” se encuentra uno de los referentes más difundidos al respecto. ¿Cómo formula la filósofa ítalo-australiana su re-concepción de la vida?:

La “vida” está lejos de ser codificada como propiedad exclusiva o derecho inalienable de una especie, la humana, sobre todas las demás. (…) la vieja jerarquía que privilegiaba la bios –discursiva, inteligente, vida social– sobre zoe –vida “animal” brutal– debe ser reconsiderada.

De lo anterior cabe decir algo. Si la vida ya no fuese “propiedad exclusiva” de la especie humana, como quiera que se entienda el ejercer la propiedad sobre la vida, entonces la administración de la muerte pasaría a ser una prerrogativa aún mayor del Estado. ¿Non sequitur? No. Por experiencia sabemos de la frágil situación de todo aquello “privado”, privativo del ser humano, especialmente ante el poder del Estado (propiedad, información, reunión, correspondencia, cuerpo, geoubicación). ¿Qué sucedería si se concibe la vida como “propiedad” alienable cuando se puede constatar que las sociedades modernas progresivamente han concedido la regulación de todas sus actividades al Estado? ¿Qué podría salir mal? La reconcepción de la vida por parte del posthumanismo, vista así, resulta el ejercicio inevitable de un castigo, sin posibilidad de perdón ni olvido. Los agravios del hombre costarán toda vida humana, pasando esta de ser un frágil derecho a un privilegio.

Pero además de su relación política con lo animal otro aspecto marca en buena medida el ímpetu posthumanista, y es su carencia de cualquier forma parecida a una redención. La reconsideración posthumanista sobre la vida, al dar por muerta la humanidad, aunque sea de manera diferida, desmantela toda posibilidad de salvación. Asume como imperdonable lo que ha hecho el hombre con la naturaleza. Aquella falta de redención también guardaría lógica con el rechazo absoluto del posthumanismo hacia toda forma de tradición. Porque es en y gracias a la tradición que la humanidad ha coordinado una serie de valores elementales para la convivencia, incluyendo sus contenidos más trágicos y apocalípticos.

El relato bíblico del arca y el diluvio condensan justamente la posibilidad de la redención para la humanidad en unas pocas oraciones. Primero, cuando apunta a una necesaria separación de la humanidad ante la animalidad, salvada esta última, esa sí, por su inocencia (más adelante la inocencia se simbolizará con atención en la figura del Cordero de Dios y su disposición al sacrificio ante lo más sagrado). En el arca se pone a prueba la virtud del ser humano, siendo el acuerdo de Noé con Dios un pacto de disciplina y paciencia. Salir a flote es un premio a la constancia, tanto como a la fe. ¿Es la fe reducible a la disciplina?

Al interior del arca los días de espera para salir a tierra firme están fijados, y no es sino el vuelo de las aves –el paseo de la libertad en el confín– lo que advierte el fin del diluvio. Nótese aquí que el animal coopera con el ser humano en la tradición judeocristiana, pero también hay una diferencia con otras tradiciones en las que el hombre, en lugar de obediencia, enfrenta a algún dios, o provoca a otro, indisponiéndose ante la naturaleza. En la Odisea la insumisión del protagonista pospone constantemente su desembarco final, su regreso a casa, porque antes del engaño o la derrota de los dioses, Ulises debe derrotarse a sí mismo y quizá a su orgullo; él, el ingenioso, debe humillarse. Si algo marca la diferencia entre las dos tradiciones no es solo la relación entre ser humano y divinidad, sino que en la helenística la redención es más bien un desgaste, un retorno que debe cumplirse por voluntad divina. El retorno del rey de Ítaca luego de veinte años está colmado de vicisitudes, negociaciones y compromisos de sacrificios con dioses:

― Sacrificaremos a Poseidón doce toros escogidos, por si se compadece y no nos oculta la ciudad bajo un enorme monte.

[…]

― En esto se despertó el divino Odiseo acostado en su tierra patria, pero no la reconoció pues ya llevaba mucho tiempo ausente a su isla

Despierta Ulises como de un sueño a una nueva-vieja vida en la que debe reconstruir su familia y su reino plagado de impostores. ¿Y qué si los dioses no disponían el retorno de Ulises, su rehabilitación, su renacimiento? En el contrato bíblico, por otra parte, las condiciones están dadas y son claras: el hombre y la familia obtienen la recompensa de restituir tanto la animalidad en la naturaleza como la humanidad en el mundo.

Finalmente, hay en torno a la postulación de las ideas posthumanas cierta ambigüedad. ¿Son aquellas un diagnóstico intelectual o una advertencia política? ¿Ambas? Si fuese solo lo primero podría hablarse de un fatalismo que no tendría mayor lugar a discusión, puesto que si el fin es inminente carecería de sentido ocuparse de él, mucho menos conversarlo. Aquello sería intrascendente, además, porque la pretensión que presagia el fin de la humanidad atraviesa una falta de evidencia empírica en los ámbitos económico, político, ecológico, energético, etc. La saliencia de las teorías más distópicas se encuentra, como se dijo antes, en los exhibidores de best-sellers. La idea del “fin” humano se asienta en una expectativa ante todo supervivencialista, con las particularidades que tiene la posmodernidad: la difusión en baja resolución de toda catástrofe posible a través de las redes globales, los proyectos ideológicos de cualquier partido político que oferta salvaciones públicas impostergables, el reciclaje continuo en los medios masivos de contenidos escandalizadores. ¿Es entonces un ultimátum?

Es particularmente notorio –o sería provechoso interrogarse– sobre el totalitarismo que está contenido en la ensoñación del futuro que reclama el posthumanismo, en ese situarse hacia otro tiempo advirtiendo que el presente es el momento imperativo para su consecución. Dicho totalitarismo se aprecia –con cierta facilidad – al observar con detenimiento las proposiciones del tipo “el futuro será de X forma o no será” anotadas frecuentemente en la cartelería de la protesta social. ¿Qué ha pasado con todas aquellas experiencias sociales en las que se ha procurado –radicalmente– modelar el futuro a título personal o grupal? ¿No ha sucedido que –como muestra, el s. XX– en última instancia la imposición de un universalismo desde la política ha requerido del uso de la violencia absoluta por parte del Estado?

La proposición “el futuro será de X forma o no será” tiene una de esas particularidades que se entiende gracias a una idea de Daniel Dennnet, a la que en su momento llamó “profundina” (deepity). Un profundina (a falta de otra traducción) o seudo profundidad es una proposición que en una lectura resulta trivial, aunque posiblemente verdadera, pero en otra carece de sentido. Por ejemplo, la proposición “el arte ha muerto”. En una primera lectura podría ser cierto que el arte (varios estilos, múltiples escuelas) haya muerto, pero aquello dice poco o nada, siendo más una postura que una tesis. Por otro lado, si la proposición se tomase en serio supondría una revelación absoluta. Imaginemos: el arte ha muerto.

El asunto con proposiciones que urgen por un futuro imperativo condicionado a lo posthumano es que no solo podrían enmarcarse como seudo profundidades, sino que en las circunstancias actuales –y debido a que mayormente están avalados por ciertos sectores de la academia– es que se han tomado colectivamente en serio y ya forman parte del discurso social, sin ser objeto de mayor discusión sobre su propia conceptualización. Los escritos que conforman el corpus de la idea de lo posthumano tienen unas implicaciones políticas que parecen no están dispuestas a esperar que dicho fin-humano llegue, sino que ya asoman –auspiciados por intelectuales como Singer o Braidotti– en decenas de activismos que cada día logran instalar alguna prerrogativa catastrofista en las políticas públicas. El posthumanismo le indica a la sociedad que el castigo es su expresión ética.

La muerte, recuerda Kierkegaard, ha recibido también el nombre de “noche” y acaso el propio hombre, decepcionado de ver en sí una imagen sin misterio y sin animalidad, haya señalado accidentalmente el camino a su ultimación. Llegar tan lejos solo para anochecer con nadie y amanecer ante la nada.

 

El dispositivo de la fe

Álvaro Carrión
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La fe califica la cerrada cesión de la voluntad a un sistema de ideas, a la admisión de aquello que dice una autoridad o una institución. En definitiva, la credulidad en un otro, sin ningún género de oposición. Precepto que tiene mucho de exceso, y que aparece reflejado en unas conductas que se allanan a lo canónicamente aceptado. Pico della Mirandola propone que “la fe consiste en creer en las cosas que son imposibles”. Parece, por lo visto, haber algo que liga a la fe con la creencia en fenómenos que subvierten las leyes de la naturaleza, como los milagros y la revelación ¿Es esto lo que lleva a situar a Descartes como el primer filósofo de la modernidad?, ¿es la exigencia de la duda metódica, la que lo ubica como el iniciador de un nuevo momento de la historia?

Modernidad o no modernidad, la fe parece gozar de un lugar que la hace inexpugnable frente a los embates de la razón y la evidencia de un mundo cada vez más complejo, vertiginoso, comunicado y dependiente de la tecnología. Tal vez el movimiento de cambio sea tal, que la necesidad de algo que perdure de manera absoluta se busca de forma obstinada, para detener la vorágine del tiempo. A la par que lo que se desconoce es de tal dimensión, que la ilusión de contar con parámetros fijos y ligados a lo ya sabido alimenta una suerte de pereza intelectual que torna obvias cuestiones como las guerras, las hambrunas, las muertes violentas, las migraciones forzadas, la corrupción de cualquier género, la exclusión, la crueldad e infinidad de otras calamidades provocadas por el hombre, sin una mayor reflexión con respecto a las causas.

La holgura de una subjetividad, como pura certeza de sí mismo, que torna interior a la vez que profunda la trama del sujeto y de la universalidad, aparece con Pablo de Tarso y el cristianismo, el que enfrenta, asimismo, de manera irreconciliable la fe a la razón. Es más, el desafío de la fe al pensar y al deseo aparece subsumido en una feroz imposición del poder por sobre el sujeto, del que se sirve para fines no racionales y afines a un orden que ciñe el deseo y tritura la razón: ¿se puede pensar en algo tan inaudito como ser bienaventurados por ser pobres y alegrarnos de tener hambre nosotros y nuestros hijos, porque en el reino de los cielos esa hambre será colmada con creces, o rogar por nuestros enemigos y dar la otra mejilla a quien nos ofende? “Al que ya tiene se le dará, y al que no tiene se le quitará incluso lo que tiene” dice Marcos el evangelista. Sin embargo, ¿se puede pensar en algo así?

Nietzsche, en un texto elocuente de Humano, demasiado humano, muestra su perplejidad frente al repicar de las campanas de una iglesia, mediante las que se llama a los fieles cristianos a conmemorar la muerte de un judío crucificado hace dos mil años, que se decía hijo de Dios. Hijo de un Dios inmortal que procrea vástagos con una mujer mortal. El hijo que augura que el fin del mundo está próximo y demanda que se deje el trabajo y la administración de justicia, en función de aquello que acaecerá de manera inminente. Un predicador que invita a sus seguidores a beber su sangre y es víctima de una justicia que toma a este inocente como víctima propiciatoria. El Filósofo alemán dice sentir un escalofrío frente a una fe que se funda en algo así, cuando el espíritu moderno ha alcanzado los más altos logros en cuanto a la exactitud de la aseveraciones y a las pruebas que las sustentan.

¿Es la fe la que da un lugar a algo como lo que enuncia Nietzsche?, ¿qué esta en juego en lo que denominamos fe, para que sea lo que sea lo que se muestre ante los ojos y oídos, lo que se señale con el lenguaje, tenga una eficacia tal que desvirtúe toda mediación posible que ponga en cuestión aquello que es materia de la creencia?

¿Nos llama la atención que digamos en lo cotidiano que el sol sale por el oriente y se oculta por el occidente? Al menos parece un anacronismo, si partimos de la “Nueva Ciencia”, pero, así y todo, es tan vigente como las “guerras santas”, los “bombardeos humanitarios”, “los ataques preventivos”, etc. Parecen una suerte de oxímoron, en el que no nos detenemos, tanto como la retórica que muestra de manera magistral Orwell: “La guerra es la paz”; “La libertad es la esclavitud”; “La ignorancia es la fuerza”.

El monopolio sobre la fe no lo tienen las religiones, es también el del ámbito político, el de la ideología, el de la tradición, que lleva a disponer los sucesos dentro de un acontecer pensado como natural. A esto se puede añadir que en el intento de secularizar el concepto teológico de fe, la filosofía ha buscado, como es el caso de Kant, servirse de la idea de una fe racional. Para Kant, la fe racional sostiene la idea de bien en la Critica a la razón práctica, como idea regulativa, lo que no significa que la idea de bien tenga un contenido a priori, ya que el bien, como fruto del actuar moral, es, de manera invariable, un post. En el caso de Jaspers, la fe filosófica es el soporte de un pensar genuino, como sostén que vincula a este con el sustrato del Ser. Mas, la exigencia de rigor filosófico pone en entredicho su postura y le enfrenta a un cumulo de callejones sin salida. En el caso de Hegel, la cuestión de la fe cobra una excepcional dimensión en su agudo análisis.

La fe se encuentra, para el filósofo de Stuttgart, plasmada en el saber que se hace presente como un factum. La fe  se halla inmersa, de manera soterrada en el saber, en la certeza sensible, en la percepción, en la representación y el concepto.  Es solo en el concepto que la fe se constituye en mediación absoluta, al establecerse  como superación de un saber que no se sabe como creencia, y al que se opone toda deliberación de la razón, que no puede sino ser libre. Kierkegaard se opone a la postura de Hegel, ya que considera, desde la perspectiva de la existencia, que ningún conocimiento puede franquear aquello que la fe comprende. Hay entre fe y razón una discontinuidad insalvable, y el hombre en su condición de tal, vive una suerte de desgarro y desasosiego, debido a que se encuentra atado, por un lado, a lo objetivo que es a la vez contingente y, por otro lado, a un objeto de elección suprema. El sentimiento de incertidumbre, que rezuma el planteo del filósofo danés, permite vislumbrar la compleja interioridad subjetiva de la fe.

Hay un punto que interesa remarcar, que es algo distinto a lo que las religiones predican, lo que el discurso político afirma, o la ideología como ilusión defiende y la tradición estipula, sin descartar los intentos de reflexión sobre la fe desde la órbita filosófica. Interesa el hecho de la fe, la que se sitúa en un lugar que da sustento a la creencia. Es, como contracara, una posición frente a un discurso, a una concepción del mundo, sea la que sea. La fe como un conjunto de “certezas”, que son tales, en la medida que entra en escena la fe: una suerte de tautología. ¿Qué es lo que sostiene a la posición de la fe?, ¿cuál es la mecánica que pone en acción el mecanismo que alimenta la fe?

En el caso de Spinoza, podríamos decir, el ser humano se encuentra en  una situación, a partir de la cual, vislumbra la precariedad del mundo de la vida, por lo que prefiere buscar la protección de la religión para sortear las contingencias de un orden que le supera. Pero, ¿a qué costo? Ya que, “las religiones podrán otorgar consuelos al hombre, pero se trata de un consuelo que solo se consigue a costa de la estupidez” (Ética, V, Prop. XIX). Es el costo del intercambio simbólico entre la religión y la fe, a la vez que es el costo simbólico de todo sistema de ideas, que sea asumido sin posibilidad de crítica y de distancia. Es así que Spinoza exige a la razón, como tarea, hacer uso de su fuerza, de su potencia de existir, para dar respuesta a los problemas que le presenta la existencia. Es apropiarse no solo de la existencia, sino del existir, que es en sí mismo potencia. Tampoco la vida, que es vida relacional, puede abstraerse de la potestad de cada individuo para hacer uso de su razón. De allí la importancia que cobra para Spinoza la democracia y, en especial, el laicismo.

Si partimos de El porvenir de una ilusión, podemos situar, en un inicio, al desconocimiento como la mayor fuente de incertidumbre. Por ende, la incertidumbre por aquello que se desconoce lleva al ser humano a volcarse sin condiciones, de manera crédula y sometiéndose a los dictados de un discurso, un líder, una institución, etc. Esto, en la medida que la seguridad que recibe el ser humano, de una respuesta que copa toda pregunta y elimina lo incierto, sortea la angustia vía desmentida y, de esta suerte, provee la salvaguardia esperada. Así mismo, no es otra la respuesta frente a lo diferente, a lo no familiar, a lo desconocido, desde una postura que no tolera la diferencia y exige un pensamiento único, una sola verdad, la unidad nacional, la pureza racial: la expulsión, la ejecución, la exclusión. No es fácil salir al paso del embate de las fuerzas de la naturaleza, a la vez que tampoco a las restricciones que impone la cultura, la que se despliega para hacer frente tanto a las fuerzas naturales, como a la lucha a muerte por la posesión de los objetos (Hobbes). Las cesiones necesarias frente a las exigencias de renuncia a la satisfacción pulsional son la usina de un malestar cultural, que se expresará de muchas maneras. Una de aquellas formas, vía desplazamiento del malestar, será el repudiar al o a lo diferente, y la búsqueda de una unidad excluyente frente a lo diverso.

La posición de la fe, en este sentido, sería la que mediante la identidad con un determinado topos, se cierra a lo heterogéneo. Por consiguiente, en un movimiento metafórico, el “soy en la medida que pienso” cartesiano, es un dato inmediato, fruto de una primera certeza que me identifica como un ser que mediante la evidencia del pensar es consciente de existir. Tal identidad de la consciencia, con lo inmediato, al ser cuestionada por el psicoanálisis, en términos de una determinación concreta, muestra los aspectos que han quedado de lado para lograr dotar de coherencia al sujeto de la consciencia: el yo. El yo de la fe, se mira en su objeto, en plena identidad narcisista. Es una manera en la que un yo ideal cobra presencia, con todo lo que se halla depositado en el objeto de la fe: perfección, coherencia, virtuosismo, credibilidad, posesión de la verdad, etc. Es esta identidad el punto de acolchado (point de capiton), el que liga una heterogeneidad de elementos que, a partir de ese momento, cobran coherencia. Así, todas las relaciones poco probables como la divina concepción, la vida después de la muerte, etc., son posibles, son creíbles. A la vez que, es perfectamente lícito desarrollar las más eficaces armas de destrucción masiva, y rezar por la salvación de las almas, junto a los empeños para crear la más eficaz y sofisticada tecnología para perfeccionar trasplantes de órganos, o modificar genéticamente organismos con graves enfermedades, y socorrer a algunas personas en trance de perder su vida.

En suma, los niveles en los que se piensan determinados problemas, pasan a ser anulados, estatuyendo las más grandes disparidades en el orden de una cerrada e ilusoria unidad.

La fe: el sentido del devenir

Fernando Albán
[email protected]

 

Un golpe de dados nunca suprimirá el azar.

S. Mallarmé

 

La fe es un acto de absoluta libertad, afirma con insistencia Kierkegaard; pero ¿no ha sido también asumida como un acto de incondicional sumisión? Para sostener la apuesta por la libertad fue preciso que el punto de partida hacia la fe, hacia el absoluto, estuviese inscrito en el instante, de manera que este adquiera un sentido decisivo en el tiempo. Es así que la consideración del instante, como ámbito en el que tiene lugar la decisión, determinó en Kierkegaard que el punto de partida hacia la fe fuese eminentemente histórico. Esto subraya la pertinencia de las preguntas que abren el libro del filósofo danés titulado Migajas filosóficas: «¿Puede darse un punto de partida histórico para una conciencia eterna? ¿Cómo puede tener este punto de partida un interés superior al histórico?».

Las posibles respuestas a estas preguntas constituirán dos direcciones opuestas en la determinación de la fe. En la perspectiva socrática, la respuesta consistió en considerar el punto de partida histórico como una mera ocasión o como algo insignificante. De ahí que la dimensión temporal, que tiene como asidero el instante, haya sido negada en aras de la consagración de lo eterno. Justamente, Sócrates hacía de la eternidad el lugar mismo de la verdad que yacía olvidada en el interior del discípulo. En esta escena metafísica, el instante de la decisión se pierde diluido en lo eterno. «El punto de partida temporal es una nada, pues en el instante mismo de descubrir que desde la eternidad había conocido la verdad sin saberlo, en ese mismo ahora el instante se oculta en lo eterno, de tal modo oculto allí dentro que, por así decirlo, tampoco podría hallarlo yo aunque lo buscara, porque no existe ningún Aquí o Allí, sino solamente un en todas partes y en ninguna» (Migajas filosóficas).

El instante no puede tener un valor positivo si el discípulo, en el momento de tomar la decisión, lo hace en conformidad con su estado anterior que es el del ser, el de la verdad. En tales circunstancias, la decisión se torna en programación o condicionamiento y el instante se desvanece en el pathos de la reminiscencia. Es decir, si el discípulo tiene la condición en sí mismo, entonces la decisión es el resultado necesario de lo que estaba dado, con lo cual el ahora es devorado por el recuerdo. Además, si el discípulo socrático es la verdad (por el hecho de albergar en él a la eternidad), entonces el maestro carece de importancia, pues solo asiste al alumbramiento en calidad de partera. Con la desvalorización del instante, se banaliza también la función del maestro. Por el contrario, si el instante ha de tener un valor absoluto en el tiempo, entonces el discípulo —el hombre— no puede volver atrás, pues la decisión no puede referir a un estado anterior como su premisa o su condición. En el instante de la decisión el hombre nace nuevamente por primera vez; no se trata de un re-nacimiento, pues su estado anterior era el del no-ser, de la no verdad, del no saber. Solo entonces la decisión se torna en una «historia extraordinaria», en un milagro, y el maestro solo puede ser Dios, pues Él es quien da al discípulo la condición.

El discípulo es la no-verdad; pues es aquel que ha perdido la ocasión a causa de su propia culpa. A esta condición de no-verdad, Kierkegaard la llama pecado. Es entonces que el maestro —Dios— concede al hombre la ocasión de la decisión, para que, por obra del salto que en ella opera, acceda al ser, anulando así su condición precedente de no-ser o de no-verdad; nacido en el instante gracias a la decisión, que opera sin premisas ni pre-visión, el discípulo —el Individuo— se torna capaz de restituir a Dios la deuda que fue contraída en el momento del pecado. El pecado, afirma Jean-Luc Nancy, es un endeudamiento de la existencia como tal. De cara al absoluto, por obra de una decisión que opera en el instante, y que ha sabido acoger en él a toda la eternidad, el discípulo salva la distancia que lo separa insalvablemente del absoluto. Entonces, «el instante de la decisión es una locura, porque si ha de tomarse una decisión, entonces el discípulo se convierte en la no verdad, y eso es lo que hace necesario empezar por el instante» (Migajas filosóficas). Empezar por el instante significa asumir la expresión del escándalo que se deriva de afirmar que la eternidad solo ocurre en la absoluta transitoriedad del instante. Activa y pasiva al mismo tiempo, la decisión viene de sí misma como si proviniera del otro. Solo entonces «el instante es realmente ¡una decisión de eternidad!» (Migajas filosóficas). He aquí el milagro, la paradoja, el absurdo que anida en el secreto centro de la fe. La pasión del instante o de la fe es la locura de la razón.

De este orden de razones se desprende, según Kierkegaard, que la fe no puede ser conocimiento, puesto que al conocer lo eterno se excluye lo temporal e histórico, así como un conocimiento puramente histórico debe dejar fuera a su opuesto: lo eterno. La fe anuda o concilia términos contradictorios, eternización de lo histórico e historización de lo eterno, y se constituye en aquello que es absolutamente otro con respecto a la razón. Entonces, «si la paradoja y la razón se chocan en la común comprensión de su diferencia», es preciso asumir la fe —«el tormento de la pasión»— a partir de sí misma. Esto es, la fe, en tanto verdad paradójica, solo puede ser asumida desde la posición del no-saber, de la no-verdad, constitutiva del pecado. Esta posición no puede ser alcanzada por la religión socrática, pues esta se sustenta en el saber absoluto, que se consuma en el retorno memorioso hacia lo eterno. En la verdad socrática lo eterno mira en dirección de sí mismo.

En el texto La Desconstrucción del Cristianismo, J-L Nancy sostiene que el pecado no debe ser considerado en ningún caso como un acto determinado y añade que la exigencia de la confesión y la de la recitación de artículos ha deformado nuestra percepción del mismo. Entonces, el pecado cristiano no debe ser asumido como si fuese el resultado del cometimiento de una falta, pues esta es una transgresión que acarrea un castigo, mientras que «el pecado es pues, antes que nada, una condición original, y una condición original de historicidad, de desarrollo: porque el pecado es la condición generadora, condición de la historia de la salvación y de la salvación como historia, no es un acto determinado, y menos aún una falta» (La Desconstrucción del Cristianismo). En el contexto de la reflexión kierkegaardiana, la condición de la que parte el discípulo es, precisamente, la del pecado, la del no-ser o de la no-verdad.

Ahora bien, el devenir o lo histórico se despliegan a partir del cambio que se opera en el tránsito del no-ser al ser o del paso de la posibilidad a la realidad. Es por ello que todo devenir entraña un sufrimiento, pues lo posible es aniquilado en el preciso momento en que se hace real. Por el contrario, lo necesario no tolera el sufrimiento, en vista de que se mantiene inalterado, pues solo se relaciona consigo mismo. Precisamente, «la perfección de lo eterno es no tener historia: es lo único que existe y que no tiene historia en absoluto» (Migajas filosóficas). Pero si el sentido eminente de lo histórico apunta en dirección de lo que ha sucedido, entonces, se concluye de aquello que lo propiamente histórico es el pasado. Sin embargo, esto no significa, en ningún caso, que habría que retomar el pasado como la necesidad de lo ocurrido o comprenderlo en términos de necesidad, pues aquello equivaldría a aceptar el carácter irrevocable del pasado o su condición de intangibilidad. De ahí que quien asume que el pasado es necesario reconoce inmediatamente su inmutabilidad; es decir, acepta que «su “así” real no pueda hacerse distinto». O, también, que «ese “cómo” posible no podría haber sido diferente». Por el contrario, Kierkegaard señala que el pasado es revocable en dos  direcciones opuestas: por un lado, el cambio es inherente a todo lo ocurrido, por el hecho mismo de que ha devenido; por el otro, la metamorfosis puede también provenir, por ejemplo, del arrepentimiento, que tiende a abolir retroactivamente lo ocurrido. En definitiva, el pecado es condición de la historicidad en la medida en que la posibilidad del devenir histórico se anuda con la existencia de una causa libre. Solo entonces, lo histórico es aquello que ha devenido, no por necesidad, puesto que lo necesario no deviene, sino por libertad. Lo histórico es pasado, pero el discrimen de lo devenido es que no puede ser necesario.

«Quien concibe el pasado, el Historico-philosophus, es por ello un profeta hacia atrás. Ser profeta significa precisamente que en el fundamento de la certeza del pasado se halla la incertidumbre que para éste, en un sentido tan enteramente idéntico como para el futuro, es posibilidad (Leibniz, los mundos posibles), de donde es imposible que derive con necesidad…» (Migajas filosóficas). La referencia de Kierkegaard a Leibniz se justifica si se toma en consideración que el filósofo alemán trata de vincular en sus Ensayos de Teodicea… la cuestión de Dios y de la libertad con el tema de la posibilidad. Una infinitud de mundos concurrentes subsiste en el entendimiento divino, que son el resultado de un ensamblaje complejo de las cosas contingentes o de una infinidad de maneras de colmar todos los tiempos y lugares, entre los cuales Dios elige a uno, el mejor de los mundos; elección que  opera en base a su libre voluntad. Libre, pues se rige por una necesidad moral y no por una necesidad absoluta o metafísica. Dios obra en función del bien —el mejor de los mundos posibles—, pues no hay mayor libertad que la que inclina hacia el bien. Pero, luego de que la decisión ha sido tomada a favor del mejor de los mundos posibles, las cosas, relativas a este mundo, quedan tal cual estaban en su estado de pura posibilidad, estado en que los eventos son contingentes. Ahora bien, el hecho de que el entramado complejo de las cosas contingentes, que forman un mundo, quede tal cual, después de la decisión que lo hace existir, es prueba de que el «acontecimiento no posee nada en sí que lo haga necesario y que impida concebir que algo totalmente distinto podía suceder en su lugar» (Ensayos de Teodicea…).

La fe, señala Kierkegaard, es sentido del devenir, en el cual la certeza del pasado anida en la incertidumbre de la posibilidad. Esto quiere decir que el devenir histórico es ambivalente, pues en él coexisten «la nada del no-ser y la posibilidad anulada que es a un tiempo cada anulación de posibilidad». Es por ello que no puede haber una percepción inmediata ni un conocimiento inmediato del devenir histórico, pues la posibilidad anulada se vierte en lo invisible, mientras que lo real no es más que el efecto de cada anulación de posibilidad. Precisamente, es por esta ambivalencia inherente a la condición del devenir que la fe está abocada a creer en lo que no ve. Así, cuando la fe concluye: «esto existe, ergo ha devenido» trastoca la naturaleza del ordenamiento racional, pues lo real se torna en la sombra de lo devenido. Tiempo sincopado, disparate, por cuya fractura se vuelve inminente la irrupción de un instante grávido de eternidad. En conclusión, la fe no duda de lo real, aun si este es un simple efecto que proviene de la aniquilación de la posibilidad. Esto es así dado que la fe transforma el «así» real en el «cómo» posible del devenir. Esto es, transforma la necesidad en libertad, en vista de que lo posible entraña el inminente riesgo que anida en toda decisión. La fe no duda en el devenir, más bien, ella quiere creer que lo que existe ha devenido y, por lo tanto, no es el resultado de ninguna necesidad. Entonces, la pasión de la duda no es coincidente con la de la fe.

Kierkegaard recuerda que el escepticismo griego dudaba no como resultado de una necesidad del conocimiento, sino como una exigencia de la voluntad. La perseverancia en mantenerse en la duda lo llevó, a la postre, a abstenerse de emitir todo tipo de conclusión proveniente de la percepción o del conocimiento inmediato de los seres. «De ello se sigue que la duda sólo puede ser suprimida por la libertad, por un acto de voluntad, lo que todo escéptico griego comprendía, puesto que se comprendía a sí mismo, pero no suprimiría su escepticismo, justamente porque quería dudar» (Migajas filosóficas). Precisamente, el escéptico griego es, como efecto de su libre voluntad, un prisionero de la duda en la que quiere creer. La posición de la fe es radicalmente opuesta a la del escepticismo, pues ella quiere creer, sin que su voluntad se convierta en prisionera de la elección o de la apuesta a la cual precipita la decisión. Así, si el instante de la decisión es una locura, lo es, justamente, en razón de que la decisión no suprime la contingencia o el ciego azar. Es por ello que la fe no linda con el conocimiento, con la necesidad, sino que es un acto de libertad, por medio del cual se dice sí a lo real devenido, sin que con ello se niegue la posibilidad de otra realidad.

 

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