Muros en el lenguaje

Julio Echeverría
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I

Solo la presencia de muros, de obstáculos, hace posible el pensar; solamente la posibilidad de superarlos mueve al lenguaje. El producir sentido, el pasar del no ser al ser, acontece el momento en que el muro es quitado del camino ¡Cuán necesaria se vuelve la resistencia que el muro ofrece para poder saltarla y acceder a aquello que el muro impide! La idea del muro como obstáculo parece ser la mas idónea para transmitir su sentido, su necesidad.

Es en el campo de la literatura y de la filosofía donde la reflexión sobre el muro aparece como una condición ontológica propia del humano. La travesía kafkiana lo presenta con claridad: muros que aparecen como externalidades que constriñen y que, al intentar salvarlas, penetran en el interior del sujeto, configurando verdaderas celdas que lo aprisionan, que lo condicionan inexorablemente. Para Kafka, esta telaraña de condicionamientos aparece como la forma de estar en el mundo y la tensión por liberarse de ella, por lo general, está condenada al fracaso, a la nostalgia de la posibilidad perdida o del paraíso añorable e inalcanzable. Pero es esta dimensión de la pérdida la que más interesa a Kafka: la descripción del Castillo, del caparazón que contiene al humano en la motilidad condicionada por la respuesta instintiva y torpe de la bestia, no es sino el pretexto para acceder al reclamo de la libertad atenazada, de aquella que quisiera atravesar los muros y salir libre; es la percepción de que esa maraña de impedimentos es consubstancial al estar en el mundo, y es al mismo tiempo la imposibilidad de su superación lo que constituye al humano. Lo de Kafka es la narración de la tragedia moderna, su interiorización como moralidad humana, algo que no estaba suficientemente claro en la tragedia griega.

A partir de Kafka es posible pensar en esa maraña de condicionamientos como la mejor expresión de la nada; es allí donde el muro se presenta infranqueable, es su dureza la que somete, es su enorme brutalidad la que obliga a buscar la redención. Pero en Kafka esta posibilidad se anula permanentemente; su tragedia anuncia la condición propia de lo humano. Kafka establece, sin advertirlo completamente, cuál es la estructura del estar en el mundo que caracteriza a la materia humana; esta constante “nadificación de la nada”; este ir y venir en la antesala del sentido; este incesante batallar con normas y con estructuras, con dispositivos y con máquinas, esta conjunción compleja de naturalidad y artificialidad, de la que esta compuesta la naturaleza humana.

 

II

La idea del muro es también la de la de-limitación que define un dentro y un afuera, un ambiente externo del cual guarecerse o al cual enfrentar. El sentido como forma es aquel que agrede a la nada que aparece como límite. Esta parecería ser la historia del nihilismo occidental, de su obsesiva carrera por atravesar, abatir y horadar límites que puedan interponerse. El muro está allí en espera de ser agredido. Aquí el muro se nos aparece como construcción pre-establecida, como configuración que heredamos y a la cual es difícil resistirse. En el lenguaje, es la presencia del pasado, de significaciones que nos antecedieron y que nos indican cómo significar el mundo del ahora. Esa parecería ser su idoneidad propia. El lenguaje, como estructura de signos, es seguramente el límite a la posibilidad del sentido; los mismos conceptos con los cuales el pensar se vuelve posible, no son otra cosa que configuración de muros; operaciones selectivas delimitantes, construcciones categoriales que re-presentan el mundo desde la perspectiva del sentido que pudiera otorgárselo. No es posible pensar por fuera de estas operaciones delimitantes, verdaderos diques que contienen el desborde de las significaciones, que las canalizan y que, al hacerlo, devienen en amurallamientos que excluyen posibilidades. Afirmar algo es negar al mismo tiempo algo; no hay edenes o superficies plenamente lisas que no estén atravesadas por formas, aquí la figura del muro deviene en la del puente o de la puerta, que a su vez son apertura de posibilidades o conectores de significaciones, semánticas. Cada muro atravesado, abre otro muro, que está allí para ser ‘superado’; de allí que el pensar sea fundamentalmente un acto nihilista. No es posible pensar sin abatir muros, horadarlos con puertas o construir sobre ellos puentes ¿Cuán consciente está el pensamiento de occidente de ésta su matriz fundamental? ¿Cuán clara está la filosofía, de la existencia de este instinto de afirmación al cual obedece sin repararlo suficientemente?

 

III

En la construcción de teoría, no hay un concepto que exprese mejor la presencia de muros que el de estructura. El lenguaje mismo puede ser visto como la configuración de un aparato o estructura categorial de signos que permiten significar el mundo. La estructura es un conjunto de elementos delimitantes que obstaculizan, pero al mismo tiempo permiten, posibilitan que las cosas acontezcan; el lenguaje es seguramente la estructura más significativa, la ‘estructura de las estructuras’. Al tiempo que permite significar el mundo, nos revela la complejidad de dicha operación. El lenguaje está hecho de signos abstractos, es conjunción de elementos que refieren a objetos de significación; por ello se nos presenta como el obstáculo mas intimidante al momento de significar el mundo. La estructura lingüística nos muestra la imagen de un laberinto en el cual las posibilidades de perderse son más altas que aquellas del encuentro. Esta parecería ser la historia de la teorización sobre el lenguaje. Desde Hobbes, que establece la conexión entre percepción y significación en la relación sensible del sujeto con la naturaleza exterior, a las formulaciones de Wittgenstein, en las cuales la relación a discernirse ya no es con la naturaleza exterior sino con la interior del mismo lenguaje. Con Hobbes presenciamos la alteración que se da en el mundo de la teología y sus narrativas figurativas; Hobbes reduce el pensamiento a la comunicación y para ello construye una geometría metafísica de categorías intelectivas, reduce la formulación del sentido a un cálculo utilitario como prestancia propia de sujetos desligados o desconectados ya de su referente teológico. En un determinado momento, Wittgenstein estuvo convencido de que su filosofía salvaría al mundo, al establecer el código de sus posibilidades de significación; la desazón, el caos, la misma crisis de los fundamentos, no sería otra cosa que el resultado de un colosal desentendimiento, de la imposibilidad de lidiar con la estructura de la lengua que su filosofía finalmente posibilita. La estructura del lenguaje es la de la abstracción respecto de toda determinación empírica, sin embargo, trabaja con ella, advierte allí señales a las cuales está obligado a poner atención; el límite del lenguaje, como luego diría el mismo Wittgenstein, es el límite del mundo.

 

 

IV

¿Cómo se presenta la idea del muro en el mundo de la complejidad contemporánea? ¿Qué relación delimitante existe entre ética y verdad, qué relación existe entre esta y el conocer? ¿Cuáles son los límites, los muros que las separan, y cuán factible es allí construir puertas o definir puentes? Después de Hobbes, de Kafka, de Wittgenstein, la respuesta podría rezar así: Todo conocimiento es productor de verdad, pero no toda verdad es productora de sentido y de ética. Para que esta relación acontezca es necesaria la estipulación de muros, de límites que impidan la contaminación de significaciones que caracteriza al mundo; las operaciones de diferenciación aquí son cruciales. En el paradigma occidental, el conocer deviene ciencia y sus procedimientos son metódicos; para Kant y para Hegel, estos permiten acceder al mundo de lo bueno y de lo bello que es el mundo de lo ético. ¿Pero, qué es acceder, qué significa? ¿Es acaso, finalmente, dominio y control, realización, como lo plantearon estos autores al definir el sentido de lo moderno? ¿O es inaugurar un nuevo espacio en el cual estos, dominio y control, aparecen finalmente como ecos, trazas, o señales de un pasado en el cual su reivindicación aún era posible? Ética, estética y verdad confluyen ahora en una lógica de permanente retroalimentación. Para Kant y Hegel, solo el conocer y sus procedimientos permiten el acceso desde la opinión común, cargada de prejuicios e intereses, a la dimensión de lo público en la cual se constituye la ética; para ellos, éste es el paradigma al cual no es posible renunciar sino al costo de sacrificar la posibilidad del sentido. Ética y sentido aquí confluyen, aparecen como resultado de la aproximación científica y de sus procedimientos delimitantes, de sus muros, de sus operaciones selectivas. La ética tiene que ver aquí con el sometimiento a los límites que supone el conocer; el comportamiento ético resulta de concretas operaciones de conocimiento, de delimitaciones que posibilitan abandonar la mescolanza de significaciones en las cuales se arremolinan las distintas voluntades de significación de las cuales está constituido el mundo. Solamente la sujeción a los límites que todo procedimiento cognoscitivo supone, es productora de ética; solamente el someterse al aparato crítico que examina la realidad y se pronuncia sobre ella puede producir el comportamiento ético. Luhmann corrige estas formulaciones, las desarrolla al abandonar la necesaria derivación teológica de las cuales provienen. En Luhmann, estas nos remiten a la operación autopoiética del lenguaje; esto es, no proceden desde fuera del mundo; no responden a ninguna voluntad divina, pero tampoco están compelidas por ningún imperativo categórico no expuesto a la crítica en la cual este mismo se constituye. Están implicadas en la misma mezcla de significaciones que lo componen. Es como si estas, compelidas por sobrevivir en la tormenta arremolinada de sus propias significaciones, no tuvieran otro camino que buscar salidas, remontar laberintos, abrir muros dentro de los muros que componen el lenguaje. El conocimiento es, en este sentido crítico y autopoiético. Es, según la consabida formulación luhmanniana, generador de complejidad mediante operaciones reductoras de complejidad.

 

V

La línea de la construcción de la ética a partir del conocimiento atraviesa la modernidad desde sus inicios, su abandono significaría la salida de su paradigma fundamental. Sin embargo, el conocimiento que caracteriza a la ciencia parecería no reconocer este imperativo, mantiene latente una contradicción interna entre su proyección de sentido y su concreta realización; la ciencia es también técnica, o mejor, es a través de la técnica que se realiza; una operación de concreción en la cual el mecanismo técnico tiende a sobrecargarse de dispositivos que parecerían olvidar o poner entre paréntesis las indicaciones de sentido que la ciencia apunta a construir y que hacen de ella justamente conocimiento; la misma diferenciación entre ciencias duras y blandas, entre humanismo y cientificismo parecería reflejar esta operación secularizadora propia de lo moderno. El desarrollo de la ciencia, al desprenderse de su origen teológico, instaura una propia estructura de referencia, un mecanismo dotado de una propia capacidad autorreferencial. El conocer ya no dependerá de su sujeción a principios divinos, ni a exigencias de legitimación política, sino exclusivamente al de sus propios mecanismos de validación. La ciencia, en cuanto conocimiento autorreferencial, construye los términos de su propia consistencia; una operación compleja que se soporta en la idea de despersonalización, de-subjetivación o des-alienación, según las distintas construcciones y los distintos paradigmas científicos. Aquí se entrecruzan los caminos de Nietzsche y los de Kant y Hegel; todos, desde aproximaciones distintas, trabajan sobre la idea de que la aproximación subjetiva o individual está condicionada por un instinto de representación o voluntad de poder, que los imposibilita a mirar la totalidad en la cual se encuentran. Solamente el salir del espejo de la individualidad, sólo el negar su particularismo, puede permitir acceder a la totalidad en la cual ésta constituye su complejidad; la ciencia es la única que garantiza esta posibilidad. Aquí ética como realización subjetiva y conocimiento científico como condición ‘del acceder’, coinciden, ‘forma’ y ‘posibilidad’ de estar en el mundo, se encuentran. Una operación de radical deconstrucción es necesaria para poder acceder al mundo de la complejidad, en el cual las relaciones entre ética, verdad y conocimiento se vuelven finalmente posibles.

En el arte abstracto es posible apreciar con claridad esta operación de deconstrucción: este se aleja del arte figurativo para acceder a las estructuras más elementales y básicas de la representación pictórica; descompone las imágenes en sus elementos primarios, el color, la profundidad de las sombras, la aleatoriedad del trazo; un arte dispuesto más que a la contemplación, al diálogo con la percepción de quien observa el hecho artístico, el cual construye, a partir del contacto estético, su propia representación como un ejercicio interno de reconocimiento. Aquí la diferencia entre cuadro y observador es una diferencia constituyente, es esta interacción la que cuenta, más aún que la misma claridad del trazado narrativo, la cual se obscurece y a momentos desaparece, para permitir su emergencia. Ya no será aquello que desciende o que proviene desde fuera lo que construya el sentido, ahora este será posible al precio del reconocimiento de las delimitaciones que lo suponen; la idea del muro ahora es finalmente reconocida en su potencia constituyente, en su potencia de estructuración.

El dispositivo de la fe

Álvaro Carrión
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La fe califica la cerrada cesión de la voluntad a un sistema de ideas, a la admisión de aquello que dice una autoridad o una institución. En definitiva, la credulidad en un otro, sin ningún género de oposición. Precepto que tiene mucho de exceso, y que aparece reflejado en unas conductas que se allanan a lo canónicamente aceptado. Pico della Mirandola propone que “la fe consiste en creer en las cosas que son imposibles”. Parece, por lo visto, haber algo que liga a la fe con la creencia en fenómenos que subvierten las leyes de la naturaleza, como los milagros y la revelación ¿Es esto lo que lleva a situar a Descartes como el primer filósofo de la modernidad?, ¿es la exigencia de la duda metódica, la que lo ubica como el iniciador de un nuevo momento de la historia?

Modernidad o no modernidad, la fe parece gozar de un lugar que la hace inexpugnable frente a los embates de la razón y la evidencia de un mundo cada vez más complejo, vertiginoso, comunicado y dependiente de la tecnología. Tal vez el movimiento de cambio sea tal, que la necesidad de algo que perdure de manera absoluta se busca de forma obstinada, para detener la vorágine del tiempo. A la par que lo que se desconoce es de tal dimensión, que la ilusión de contar con parámetros fijos y ligados a lo ya sabido alimenta una suerte de pereza intelectual que torna obvias cuestiones como las guerras, las hambrunas, las muertes violentas, las migraciones forzadas, la corrupción de cualquier género, la exclusión, la crueldad e infinidad de otras calamidades provocadas por el hombre, sin una mayor reflexión con respecto a las causas.

La holgura de una subjetividad, como pura certeza de sí mismo, que torna interior a la vez que profunda la trama del sujeto y de la universalidad, aparece con Pablo de Tarso y el cristianismo, el que enfrenta, asimismo, de manera irreconciliable la fe a la razón. Es más, el desafío de la fe al pensar y al deseo aparece subsumido en una feroz imposición del poder por sobre el sujeto, del que se sirve para fines no racionales y afines a un orden que ciñe el deseo y tritura la razón: ¿se puede pensar en algo tan inaudito como ser bienaventurados por ser pobres y alegrarnos de tener hambre nosotros y nuestros hijos, porque en el reino de los cielos esa hambre será colmada con creces, o rogar por nuestros enemigos y dar la otra mejilla a quien nos ofende? “Al que ya tiene se le dará, y al que no tiene se le quitará incluso lo que tiene” dice Marcos el evangelista. Sin embargo, ¿se puede pensar en algo así?

Nietzsche, en un texto elocuente de Humano, demasiado humano, muestra su perplejidad frente al repicar de las campanas de una iglesia, mediante las que se llama a los fieles cristianos a conmemorar la muerte de un judío crucificado hace dos mil años, que se decía hijo de Dios. Hijo de un Dios inmortal que procrea vástagos con una mujer mortal. El hijo que augura que el fin del mundo está próximo y demanda que se deje el trabajo y la administración de justicia, en función de aquello que acaecerá de manera inminente. Un predicador que invita a sus seguidores a beber su sangre y es víctima de una justicia que toma a este inocente como víctima propiciatoria. El Filósofo alemán dice sentir un escalofrío frente a una fe que se funda en algo así, cuando el espíritu moderno ha alcanzado los más altos logros en cuanto a la exactitud de la aseveraciones y a las pruebas que las sustentan.

¿Es la fe la que da un lugar a algo como lo que enuncia Nietzsche?, ¿qué esta en juego en lo que denominamos fe, para que sea lo que sea lo que se muestre ante los ojos y oídos, lo que se señale con el lenguaje, tenga una eficacia tal que desvirtúe toda mediación posible que ponga en cuestión aquello que es materia de la creencia?

¿Nos llama la atención que digamos en lo cotidiano que el sol sale por el oriente y se oculta por el occidente? Al menos parece un anacronismo, si partimos de la “Nueva Ciencia”, pero, así y todo, es tan vigente como las “guerras santas”, los “bombardeos humanitarios”, “los ataques preventivos”, etc. Parecen una suerte de oxímoron, en el que no nos detenemos, tanto como la retórica que muestra de manera magistral Orwell: “La guerra es la paz”; “La libertad es la esclavitud”; “La ignorancia es la fuerza”.

El monopolio sobre la fe no lo tienen las religiones, es también el del ámbito político, el de la ideología, el de la tradición, que lleva a disponer los sucesos dentro de un acontecer pensado como natural. A esto se puede añadir que en el intento de secularizar el concepto teológico de fe, la filosofía ha buscado, como es el caso de Kant, servirse de la idea de una fe racional. Para Kant, la fe racional sostiene la idea de bien en la Critica a la razón práctica, como idea regulativa, lo que no significa que la idea de bien tenga un contenido a priori, ya que el bien, como fruto del actuar moral, es, de manera invariable, un post. En el caso de Jaspers, la fe filosófica es el soporte de un pensar genuino, como sostén que vincula a este con el sustrato del Ser. Mas, la exigencia de rigor filosófico pone en entredicho su postura y le enfrenta a un cumulo de callejones sin salida. En el caso de Hegel, la cuestión de la fe cobra una excepcional dimensión en su agudo análisis.

La fe se encuentra, para el filósofo de Stuttgart, plasmada en el saber que se hace presente como un factum. La fe  se halla inmersa, de manera soterrada en el saber, en la certeza sensible, en la percepción, en la representación y el concepto.  Es solo en el concepto que la fe se constituye en mediación absoluta, al establecerse  como superación de un saber que no se sabe como creencia, y al que se opone toda deliberación de la razón, que no puede sino ser libre. Kierkegaard se opone a la postura de Hegel, ya que considera, desde la perspectiva de la existencia, que ningún conocimiento puede franquear aquello que la fe comprende. Hay entre fe y razón una discontinuidad insalvable, y el hombre en su condición de tal, vive una suerte de desgarro y desasosiego, debido a que se encuentra atado, por un lado, a lo objetivo que es a la vez contingente y, por otro lado, a un objeto de elección suprema. El sentimiento de incertidumbre, que rezuma el planteo del filósofo danés, permite vislumbrar la compleja interioridad subjetiva de la fe.

Hay un punto que interesa remarcar, que es algo distinto a lo que las religiones predican, lo que el discurso político afirma, o la ideología como ilusión defiende y la tradición estipula, sin descartar los intentos de reflexión sobre la fe desde la órbita filosófica. Interesa el hecho de la fe, la que se sitúa en un lugar que da sustento a la creencia. Es, como contracara, una posición frente a un discurso, a una concepción del mundo, sea la que sea. La fe como un conjunto de “certezas”, que son tales, en la medida que entra en escena la fe: una suerte de tautología. ¿Qué es lo que sostiene a la posición de la fe?, ¿cuál es la mecánica que pone en acción el mecanismo que alimenta la fe?

En el caso de Spinoza, podríamos decir, el ser humano se encuentra en  una situación, a partir de la cual, vislumbra la precariedad del mundo de la vida, por lo que prefiere buscar la protección de la religión para sortear las contingencias de un orden que le supera. Pero, ¿a qué costo? Ya que, “las religiones podrán otorgar consuelos al hombre, pero se trata de un consuelo que solo se consigue a costa de la estupidez” (Ética, V, Prop. XIX). Es el costo del intercambio simbólico entre la religión y la fe, a la vez que es el costo simbólico de todo sistema de ideas, que sea asumido sin posibilidad de crítica y de distancia. Es así que Spinoza exige a la razón, como tarea, hacer uso de su fuerza, de su potencia de existir, para dar respuesta a los problemas que le presenta la existencia. Es apropiarse no solo de la existencia, sino del existir, que es en sí mismo potencia. Tampoco la vida, que es vida relacional, puede abstraerse de la potestad de cada individuo para hacer uso de su razón. De allí la importancia que cobra para Spinoza la democracia y, en especial, el laicismo.

Si partimos de El porvenir de una ilusión, podemos situar, en un inicio, al desconocimiento como la mayor fuente de incertidumbre. Por ende, la incertidumbre por aquello que se desconoce lleva al ser humano a volcarse sin condiciones, de manera crédula y sometiéndose a los dictados de un discurso, un líder, una institución, etc. Esto, en la medida que la seguridad que recibe el ser humano, de una respuesta que copa toda pregunta y elimina lo incierto, sortea la angustia vía desmentida y, de esta suerte, provee la salvaguardia esperada. Así mismo, no es otra la respuesta frente a lo diferente, a lo no familiar, a lo desconocido, desde una postura que no tolera la diferencia y exige un pensamiento único, una sola verdad, la unidad nacional, la pureza racial: la expulsión, la ejecución, la exclusión. No es fácil salir al paso del embate de las fuerzas de la naturaleza, a la vez que tampoco a las restricciones que impone la cultura, la que se despliega para hacer frente tanto a las fuerzas naturales, como a la lucha a muerte por la posesión de los objetos (Hobbes). Las cesiones necesarias frente a las exigencias de renuncia a la satisfacción pulsional son la usina de un malestar cultural, que se expresará de muchas maneras. Una de aquellas formas, vía desplazamiento del malestar, será el repudiar al o a lo diferente, y la búsqueda de una unidad excluyente frente a lo diverso.

La posición de la fe, en este sentido, sería la que mediante la identidad con un determinado topos, se cierra a lo heterogéneo. Por consiguiente, en un movimiento metafórico, el “soy en la medida que pienso” cartesiano, es un dato inmediato, fruto de una primera certeza que me identifica como un ser que mediante la evidencia del pensar es consciente de existir. Tal identidad de la consciencia, con lo inmediato, al ser cuestionada por el psicoanálisis, en términos de una determinación concreta, muestra los aspectos que han quedado de lado para lograr dotar de coherencia al sujeto de la consciencia: el yo. El yo de la fe, se mira en su objeto, en plena identidad narcisista. Es una manera en la que un yo ideal cobra presencia, con todo lo que se halla depositado en el objeto de la fe: perfección, coherencia, virtuosismo, credibilidad, posesión de la verdad, etc. Es esta identidad el punto de acolchado (point de capiton), el que liga una heterogeneidad de elementos que, a partir de ese momento, cobran coherencia. Así, todas las relaciones poco probables como la divina concepción, la vida después de la muerte, etc., son posibles, son creíbles. A la vez que, es perfectamente lícito desarrollar las más eficaces armas de destrucción masiva, y rezar por la salvación de las almas, junto a los empeños para crear la más eficaz y sofisticada tecnología para perfeccionar trasplantes de órganos, o modificar genéticamente organismos con graves enfermedades, y socorrer a algunas personas en trance de perder su vida.

En suma, los niveles en los que se piensan determinados problemas, pasan a ser anulados, estatuyendo las más grandes disparidades en el orden de una cerrada e ilusoria unidad.

La fe y la pregunta por el sentido

C. Nectario

 

1

Hace cien años Max Weber, en su célebre conferencia “La ciencia como vocación”, caracterizó a “nuestra época” por la racionalización, por lo que llamó “desencantamiento del mundo”. Con ello pretendía poner fin a la dicotomía moderna entre fe y razón, al combate de la Ilustración contra las supersticiones y las fabulaciones sobre el más allá. Se dice que Laplace, ante la pregunta de Napoleón acerca de la ausencia de referencias al Creador en el Tratado de mecánica celeste, había respondido: “Señor, no he tenido necesidad de esa hipótesis”. En la misma dirección, Stephen Hawking afirmaba dos siglos más tarde que el comienzo del universo, el Big Bang, no requería de un dios creador.

En el ámbito de la vida, que no tiene que ver con el universo sino tan solo, al menos por ahora, con la Tierra, la ideología del “diseño inteligente”, que no niega la evolución, se aproxima más a un relato mitológico de un demiurgo torpe o un dios boicoteado por algún demonio, pues intenta introducir una teledirección en el curso de la evolución que la conduzca hacia nuestra especie. El “diseño inteligente” pasa por alto el azar en los procesos bioquímicos que propiciaron el surgimiento de la vida en nuestro planeta, así como el azar del que devienen las catástrofes de las formas de vida existentes o las variaciones y especiaciones que siguen en curso.

La ciencia es atea o materialista, independientemente de las creencias religiosas de los científicos, puesto que no necesita de la hipótesis de un creador ni del universo ni de la vida, o de plan divino que culmine en el homo sapiens. Menos aún cabe interpretar la historia humana, con sus progresos y catástrofes, como si estuviese regida por una providencia astuta.

No obstante, el extraordinario despliegue del conocimiento científico de este último siglo no ha acabado con la superstición, con la idolatría. Weber consideraba que “los valores esenciales y más sublimes se han retirado de la vida pública para refugiarse en el reino trascendente de la vida mística o en la fraternidad de relaciones humanas y personales”. Lo decía al término de la primera guerra mundial. En realidad, “los valores esenciales y más sublimes”, en lugar de retirarse de la vida pública, la tomaron por entero, ya no en nombre de Dios, sino de un ídolo al que se otorgó un inusitado poder: la nación, el Estado. O la raza. O, desde otra perspectiva, la utopía revolucionaria. Los románticos, contra la razón de los ilustrados, habían reivindicado el sentimiento y la imaginación. Esa dimensión irracional de la subjetividad es una fuerza capaz de aglutinar masas y encaminarlas hacia grandes empresas colectivas, hacia la guerra y la aniquilación del enemigo; y de volcar a los individuos hacia el sacrificio o el crimen.

En una época obsesionada por los datos se suceden las estadísticas sobre las creencias religiosas. Se sabe que prosperan sectas e iglesias, que a la vez crece el número de ateos o creyentes no practicantes. Cualquier día, algún grupo de fanáticos puede cometer un acto terrorista, iniciar una guerra, o algún Estado emprender el genocidio de comunidades a las que se elimina por razones religiosas o étnicas. Miramos hacia las sociedades donde el Estado laico implica no solo la tolerancia religiosa sino la convivencia entre comunidades con distintas culturas, y advertimos de inmediato el crecimiento de la intolerancia, el fanatismo, la violencia xenofóbica. Las creencias religiosas suelen surgir del miedo al amo supremo, la muerte, pero también las sostiene el terror.

Se recurre a las divinidades, los ídolos o sus sacerdotes en búsqueda de consuelo o de milagros. El idólatra agradece a su dios o diosa, a su santo o santa, o a su intermediario, por la curación de una enfermedad, la salvación de la vida en medio de la guerra o la catástrofe natural, incluso por supuestos favores harto triviales, unas monedas o una venganza personal. Lo cual escandaliza no solamente al racionalista sino al creyente que está convencido de que su fe es libertad absoluta, por tanto, nunca sujeta a intercambios de favores con el más allá. Dios, piensa, no puede escoger a quien premia rompiendo las leyes de la naturaleza, o a quien castiga u olvida a los suyos de manera tan arbitraria.

Impera en nuestros días un dios mundial, omnipresente y omnipotente, que pareciera imponerse a los demás ídolos, que tiene sus sacerdotes y sus doctrinas: el dinero, dios abstracto que adquiere figuras múltiples ―mercados financieros, del trabajo, de bienes y servicios, monedas, papeles, bitcoins― que circulan vertiginosamente por todas las redes de la sociedad digital. Un dios que se presenta como Cifra ante sus fanáticos, que le entregan su vida, su pasión hasta el delirio; que adopta múltiples formas para acrecentar su poderío, que rige la vida de las sociedades a través de crisis sucesivas, aunque también a través de un consumismo obsesivo. No es verdad que la economía se rija por “decisiones racionales”; descansa en la idolatría, en la reproducción automática del dios que existe para consumir vida y convertirla en una valorización del valor económico que tiende al infinito.

Y está también la idolatría del libro, desde los textos religiosos consagrados a los textos doctrinarios de la política. La Biblia es una colección de textos escritos a lo largo de varios siglos, que han sufrido modificaciones, inclusiones, extrapolaciones. Leer un texto sometiéndolo a una interpretación literal o a una interpretación que de antemano establezca su sentido, es convertirlo en ídolo.

 

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Weber no dejó de advertir que había un ámbito de pensamiento situado más allá del conocimiento científico, que dejaba a cargo de filósofos y “sabios”: el sentido del mundo. Las ciencias tienen como propósito el conocimiento de regiones determinadas de la realidad. Nietzsche, al examinar la relación de la ciencia con el ideal ascético en la La genealogía de la moral, señala el “error” de la conciencia científica, que si bien se “ha arreglado bastante bien sin Dios, sin el más allá, sin virtudes negadoras (…) no tiene hoy sencillamente ninguna fe en sí misma, y mucho menos un ideal por encima de sí”. Y concluye: “el hecho de que ahora se trabaje con rigor en la ciencia y de que existan trabajadores satisfechos no demuestra en modo alguno que la ciencia en su conjunto posea hoy una meta, una voluntad, un ideal, una pasión propia de la gran fe.”

La conciencia científica tiene su anclaje en la convicción de que existe la realidad, que se presenta de modo objetivo ante ella. La ciencia moderna, desde Copérnico en adelante, ha venido reduciendo el orgullo humano, primero al acabar con el antropocentrismo en relación con el universo; luego en relación con la vida y la evolución, desde Darwin; más tarde, destruyendo el ideal de una conciencia transparente y una voluntad libre, a partir de las ciencias sociales, el psicoanálisis o la lingüística. Con ello, ha puesto en crisis el ideal de verdad. El conocimiento científico es una aproximación a la realidad a partir de la estructura cognoscitiva humana, de la sensibilidad, la imaginación, la racionalidad. La ciencia no trabaja bajo el criterio de que la verdad sea la plena correspondencia entre el concepto y la esencia de lo real; la validez del conocimiento se establece en relación con las específicas condiciones de su producción en cada momento de su historia, esto es, la delimitación de objetos, la vigencia de problemáticas, paradigmas o métodos, la organización de las comunidades científicas.

La ciencia puede explicarme que el universo es finito y, tal vez, ilimitado (si es que hay un solo universo, cuestión que no sabemos). Puede explicarme a grandes rasgos la “historia del tiempo”, de los 14 mil millones de años que habrían transcurrido desde el Big Bang hasta ahora. Puede explicarme cómo surgió la vida en este pequeño planeta de este sistema solar, que forma parte de una galaxia en la que existen millones de estrellas, apenas una galaxia entre millones. Puede explicarme el surgimiento de la vida a partir de unos procesos químicos que se dieron de modo contingente. Puede explicarme las claves de la evolución, hasta llegar a las especies “superiores” de mamíferos y el hombre. La paleontología puede explicarme la evolución de los homínidos, hasta el homo sapiens. Y así…

Pero hay preguntas antes las cuales no existe explicación alguna. Como la pregunta de Parménides: ¿por qué es el ser y no la nada? O: ¿por qué existo? Pregunta acuciante, pues me sé mortal… O: ¿qué es “real”?

Si se quiere colocar con alguna seriedad la cuestión de la religión, y por tanto de la fe, es a ese ámbito del sentido al que hay que dirigirse. ¿Cómo comprender la religión o la fe frente a la ciencia moderna? Después de Hegel, cuya Fenomenología del espíritu puede interpretarse como una teodicea o como la divinización de la totalidad de lo humano, suprimiendo con ello el más allá. Después de Feuerbach, quien pretendió devolver a la humanidad su esencia, enajenada por la religión que la había proyectado a lo divino. Después de Nietzsche, cuyo Zarathustra había declarado la muerte de Dios, asesinado por nosotros, los modernos. Después de Kierkegaard, el “caballero de la fe” que siente que la apelación de Dios se dirige siempre al individuo, suspendido en soledad sobre la angustia…

¿Qué puede ser la fe en medio de las catástrofes históricas? Paul Tillich es uno de los teólogos que han procurado responder a las circunstancias de “nuestra época”. Procuró colocar la pregunta por lo que sean la religión o la fe, situándola más allá de la filosofía, la historia, la sociología o la antropología de las religiones, aunque siempre en diálogo con ellas. Lo que coloca como problema es la cuestión de lo Incondicional, aquello que está en el fundamento de la realidad, de la conciencia y de la vida misma. La respuesta convencional es Dios, el Creador. Puede responderse de otra manera: la materia, la energía. O el espíritu humano. Para Tillich lo Incondicional es Absoluto, es decir, a la vez fundamento de lo que es y deviene, y al mismo tiempo, abismo. No hay manera de eludir la paradoja. La religión o la fe surgen de esa posición ante lo Incondicional, es decir, ante el sentido del ser y del devenir. Desde lo Incondicional emerge el ámbito de lo sagrado, de lo santo. Tillich sabe que tiene ante sí una cuestión de extrema gravedad, la cuestión del origen del bien y del mal. Su giro es sorprendente, pues pone en evidencia que en el ámbito de lo sagrado, de lo santo, es un ámbito compartido por lo divino y lo demoníaco. Desde lo Incondicional emergen tanto lo divino como lo demoníaco, como se puede aprehender en las distintas formas de religiosidad. Las creencias religiosas sacralizan lo divino y lo demoníaco… También las idolatrías modernas, los nacionalismos por caso.

Aunque el teólogo protestante tenga que proseguir su meditación hacia su encuentro personal con Dios, reconociendo que el núcleo de su fe de cristiano es reconocer que Jesús es el Cristo, la pregunta por qué sea la “esencia” de la religión y la fe queda como una cuestión decisiva incluso para el místico, el panteísta o el ateo.

Luego de la segunda guerra mundial, el incrédulo Max Horkheimer, quien fuera colega de Tillich en Fráncfort y sufriera infortunio semejante durante el nazismo, expuso su sentimiento religioso, y el de su amigo Adorno, como el anhelo de justicia: “La afirmación de la existencia de un Dios todopoderoso e infinitamente bueno debería transformarse en el anhelo de la existencia de un ser todopoderoso e infinitamente bueno que se cuidara de que la injusticia cometida en la historia no permanezca a la larga como tal”. Heidegger, aquel que no pudo pedir perdón por su adscripción al nacional socialismo, ante las amenazas de catástrofe que él advertía en el curso de la historia y especialmente de la técnica, diría al final de su vida que sólo un Dios podrá salvarnos.

El anhelo de justicia, en sentido radical, nos coloca nuevamente ante lo que dotaría de sentido a la ley, ante lo Incondicional que condiciona cualquier ley. No se trata ya de la espera de un nuevo Moisés que tuviese que recibir el dictado de una divinidad que hablaría desde el más allá (heteronomía). Lo que el teólogo-filósofo intenta es encontrar un fundamento que sustente a la comunidad a partir de una teonomía, que pueda aprehenderse como autonomía. Lo que está en juego es el fundamento de la convivencia social.

Si de lo que se trata es del sentido, lo que tenemos ante nosotros es la relación entre lo Incondicional y el lenguaje. No hay religiosidad posible sin comunidad, la religión es siempre comunitaria. La vida religiosa implica la interlocución. Los dioses o el Dios son creados o se manifiestan al creyente a través del lenguaje, del mito, los símbolos, la oración, los rituales, o la blasfemia.

En el encuentro decisivo del individuo con lo Incondicionado, cuando se coloca ante lo abismal, cuando afronta su finitud, su pequeñez o su precariedad, su condición de ser para la muerte, requiere de la palabra interiorizada o de una expresión simbólica, incluso estética, para alcanzar algún sentido para su existencia. La fe solo se da como acto de lenguaje. La fe y la duda que le es inherente. Sean la fe y la duda del politeísta, del idólatra, del deísta, del panteísta, del monoteísta o del ateo. Aun el místico que toma la vía negativa para llegar a su Dios no abandona jamás la meditación, y por tanto, la palabra.

“En el principio fue el Verbo (Logos)”, inicia el Evangelio según San Juan. La interpretación de la frase tiene un sentido específico dentro de la concepción trinitaria de la divinidad en el cristianismo. Pero, ¿podría decir algo más allá de esa concepción?… Si esto es plausible, podría ponerse como la cuestión decisiva en torno del sentido en el propio lenguaje. ¿No es en el lenguaje, acaso, donde reside lo Incondicional? Lo incondicional que hace posible que se abra para el hombre algún sentido sobre el ser y el devenir, sobre qué cosa sea real, sobre el mundo y la propia existencia.