Libertad y fuga

Ruth Gordillo

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Experimentado un vivo placer en no hacer nada más que provocar (por mi sola presencia (cargada con una suerte d imantación por el ser de las cosas –siendo esta presencia de algún modo ejemplar: por la intensidad de su calma (sonriente, benévola), más que provocar una intensificación verdadera, auténtica, sin disfraz de la naturaleza de los seres y de las cosas, más que esperarla, que esperar ese momento

 

Por qué he vivido
Francis Ponge

 

 

Lacoue-Labarthe, en La cesura de lo especulativo, se dirige hacia la tragedia, matriz del pensamiento especulativo, también definido como pensamiento dialéctico o, según Heidegger, cumplimiento de lo onto-teológico. No es nueva esta forma de resumir la historia de la filosofía de Occidente; tampoco la formulación del sujeto que de ella surge, en tanto es dueño de la verdad, alcanza el absoluto y domina la negación y la muerte. Todos estos términos son el origen de un acto de escritura en el cual el corte o el silencio de un instante permite el aparecimiento de una fuga, tal como en la música, tal como en la cesura al final de un verso, cesura que bien podría tener en el fondo una sucesión de voces persiguiéndose: Aristóteles, Hölderlin, Heidegger. El objetivo de este ensayo es mostrar cómo la estructura de la fuga se cumple en cada uno de los momentos en los que, sobre el pensamiento especulativo, han intervenido estos cuatro autores, a través de un tema, la tragedia. En este contexto, la libertad del sujeto irá conformándose hasta tomar un giro definitivo, el procurado por Lacoue-Labarthe, quien, podría decirse, hace posible esta propuesta. Un elemento más se ha incorporado desde la poesía de Francis Ponge: ¿por qué la única respuesta que cabe, por ahora, supone que la libertad solo es posible en el abandono de la metafísica, salida procurada por la poesía? Ponge, entonces, permitirá anunciar esa salida, en tanto su escritura coloca al sujeto en el espacio de la naturaleza.

Aristóteles

Lacoue-Labarthe reconoce en la contradicción de la tragedia uno de los pilares de lo especulativo. “Desde Aristóteles (…) Edipo no habrá dejado de ser convocado con regularidad por la filosofía como su héroe más representativo, la encarnación matinal de la conciencia-de-sí y del deseo de saber.” Desde el inicio de la filosofía, conciencia y deseo cercan la libertad humana pues está perdida antes de llegar al campo de batalla. Debe ser lo que a Ponge le lleva a cambiar el lugar de la escena:

Y es que además el lugar de la larga polémica
Puede convertirse en el de la decisión.

 

En el poema, lo especulativo se diluye y se toma distancia de Aristóteles, arquitecto del camino que Edipo recorre, inevitablemente, en su retorno a Tebas. De eso da cuenta Lacoue-Labarthe cuando se refiere a la búsqueda del filósofo de Estagira, definida en el capítulo trece de la Poética: “aquello que es necesario enfocar o evitar, en la construcción de la fábula, para permitir a la tragedia producir ‘el efecto que le es propio’ y que es el efecto de la catarsis del temor y de la piedad.” Solo la belleza y complejidad de la tragedia, hace posible el tránsito de la agnoia a la gnosis, gesto que atrapa a los contrarios en lo mismo, en tanto lo desconocido e indefinible de la fábula se torna en saber y habita el reino del logos. ¿No es acaso ese el contenido de toda tragedia? Mantener la hybris, para frenar la voluntad libre en su deseo incontenible de derribar las murallas de Tebas, Roma, París y aún las nuestras, invisibles, poderosas, hechas de la piedra extraída de la propia tierra y de otras, traídas de las murallas de Tebas, Roma o París, murallas que ya son ruinas.

Hölderlin

La segunda escena la diseña Hölderlin, el poeta que renueva la tragedia. En Heidegger – La política del poema, Lacoue-Labarthe lo muestra en el capítulo titulado Il faut. La traducción imposible de Il faut nos lleva de la necesidad al deber; es en este doble significado donde reside la condición de lo trágico actualizado por el poeta. En las Notas sobre las traducciones de las obras de Sófocles, Hölderlin señala que el momento trágico se describe como el momento cuando “el ilimitado hacerse Uno del dios y del hombre, se purifica mediante ilimitada escisión– que el hombre tiene que seguir la deriva categórica del dios, que es el propio imperativo.” La tragedia vuelca su contenido e incendia los versos de Hölderlin con la llama del destino; ahogada otra vez la voluntad libre, canta El destino de Hiperión:

Mas no nos es dado
en sitio alguno posar.
Vacilan y caen
los hombres sufrientes,
ciegos, de una
hora en la otra,
como aguas de roca
en roca lanzados,
eternamente, hacia lo incierto.

 

En esta escena el gesto especulativo alcanza al poeta, es él mismo el héroe. La tragedia ocupa la extensión de los versos, aun cuando ya no es totalmente la tragedia antigua, algo ha cambiado, Hölderlin lo sabe. Lacoue-Labarthe también, por eso afirma, “No nos está permitido (…) tener algo idéntico a los griegos”. La gloria o kleós del soldado antiguo trasmuta a través de la escritura que responde al mundo moderno, es la época del lirismo, espacio de la dialéctica, según Heidegger. La instancia de lo trágico se reserva para sí el campo de la dialéctica especulativa, constituida entre los parámetros del idealismo y de la búsqueda del Absoluto. Kant exilia la libertad en tanto ella ha sido el resultado de una metafísica surgida de la razón dogmática que se opone a la razón crítica; la filosofía posterior hará de esta oposición el punto de partida para determinar la diferencia entre libertad y necesidad natural, de manera que “la posibilidad que efectivamente ofrece la fábula o el escenario trágico es la conservación de la contradicción entre lo subjetivo y lo objetivo.” La libertad se define entonces en la figura del héroe trágico, “a la vez culpable e inocente”, dice Lacoue-Labarthe; héroe que “manifiesta su libertad por la pérdida misma de la libertad.” El único camino para superar el conflicto es asumir la culpa y el castigo; el sujeto se define en la lógica de la “identidad entre la identidad y la diferencia”. El poeta-héroe yace sobre la roca “lanzado/eternamente” hacia lo incierto. Las heridas de la batalla quedan abiertas en la dialéctica y, en esta abertura, se sostiene la libertad herida de muerte, muerte del poeta-héroe.

En el poema de Ponge tiembla la escena descrita, el lugar de la muerte del poeta no está atado al héroe, dice:

Señores tipógrafos,
Coloquen aquí, se lo ruego, la raya final.
Luego, debajo, sin el menor interlineado, tiendan mi nombre,
Naturalmente compuesto en caja baja,
Salvo las iniciales, por supuesto,
Ya que también son las
De la Festuca y la Pervinca
Que mañana crecerán encima.
________________________
Francis Ponge.

Es otro momento el que se inaugura, otro momento entre el poema y la filosofía. ¿Podría decirse que queda sembrado el prado donde la Festuca y la Pervinca sean la huella de la libertad del poeta, de la libertad de todo sujeto?

Heidegger

Parece que algo similar a la escritura de Ponge ―regada en la pradera, tumba final de la libertad humana, nacida y muerta en el campo de lo especulativo―, quiere hacer venir Heidegger en su afán de nombrar a Hölderlin como el poeta-héroe. Sin embargo, la escena que compone no deja que la libertad halle la frescura del poema. Su intento fracasa cuando se dirige a salvar al Ser a partir del desvelamiento de la verdad, aletheia. Es cierto que pone al hombre en la condición para alcanzar la totalidad del tiempo y convertirlo en ser, es cierto también que al hacerlo provoca el fin de una filosofía asumida como pensamiento especulativo. Es indudable, de igual modo, que Heidegger tomó a Hölderlin para “interrogar sobre la esencia de lo Bello y del Arte” ―como dice Lacoue-Labarthe― y, con ello, dio a la poesía un estatuto primordial para consolidar su metafísica. Sin embargo, esto no alcanza, la herida abierta que produjo Hölderlin se extiende a la filosofía. Heidegger no logra suturarla, como tampoco lo hicieron Schelling y Hegel en su momento.

La libertad humana, para Heidegger, al igual que todo lo demás referido al hombre, se funda en una ontología fundamental, sostiene Lacoue-Labarthe en La trascendencia finita/termina en la política. La cuestión que sigue es: ¿hay todavía alguna forma de pensamiento especulativo en la escena de esta ontología? La pregunta supera este breve ensayo, de todos modos, vale procurar una respuesta a partir de dos aspectos: el primero se dirige a la poesía y a su estatuto, y el segundo a la política. Bataille, en la época del Acéphale, deja esta sentencia sobre la libertad: “Si no es libre, la existencia se convierte en vacía o neutra, y si es libre es un juego.” La Segunda Guerra se prepara y Heidegger escribe desde los mismos supuestos que quiere romper; está en el camino de la metafísica de Occidente, camino que le obliga a “aceptar la servidumbre… por servir de cabeza y de razón al universo” sostiene Bataille.

Heidegger entendió que su ontología debía escapar de la metafísica tradicional; para hacerlo, construyó una onto-mitología que buscaba fundar la historia. Lacoue-Labarthe llama la atención sobre el término con el que Heidegger quiere cerrar la entrada al pensamiento especulativo: “mitología, irrupción, según mis conocimientos, única ―en todo caso con esta valoración tan marcada―, puro hápax, tiene lugar con ocasión de la problemática del inicio (Anfang) o del origen de la Historia”. En adelante, continúa el filósofo de Estrasburgo, la prédica política heideggeriana vuelve siempre sobre el origen, como si en él estuviera la totalidad del porvenir, la posibilidad del Dasein historial-espiritual. ¿No hay en esta fuerza originaria la misma marca del pensamiento especulativo? ¿Atrapar el absoluto acaso no es lo mismo que estar destinado a dejar una impronta en la historia de Europa? Europa, espacio privilegiado para escuchar el llamado del ser (oído de Heidegger, oído del llamado del ser). Quedó una onto-mitología que tejió finamente los hilos para enredar poesía y política, “la política del poema”, cuyo nombre propio es Heidegger. Bataille acertó en cuanto a la existencia no libre, Heidegger dio cuenta de ello con su propia existencia condenada al silencio.

En medio de la boca cerrada de Heidegger, el poeta, Ponge, deja espacio para la libertad, una que no es sierva:

Me he tendido a la vera de los seres y de las cosas
Con la pluma en la mano, y mi escritorio (una página blanca) en las rodillas

Epílogo: Agonía

La última escena está elaborada por Lacoue-Labarthe, el filósofo, el poeta, el traductor, el hombre libre, quien resume la historia de Occidente bellamente. Yo solo recorto unos términos y los muestro: De Aquiles y Ulises queda la forma pura de la escena originaria, de la que resulta Occidente, con el mito, el logos y el pensar especulativo a cuestas; por eso es “colérico y aventurero ‘experimental’ aun cuando se hace cristiano y dispuesto a reprochar, oponiéndose al mito griego, a la cólera del Dios bíblico” en la Modernidad. El origen se hace presente en la “Odisea de la conciencia” que termina por decir “Dios ha muerto”. Lejos de ser el fin, “la escena de la cólera” se renueva en el sufrimiento de Artaud; la libertad está a punto de ponerse en juego, así como lo anuncia Bataille, cuando Artaud pide justicia, reparación, cuando hace la pregunta fundamental: “¿por qué me han ‘forzado’ a ser?” Aparece la muerte, la vida, la nekyia de la que dan cuenta tanto otros poetas; el poeta/mártir/héroe, atraviesa “el umbral del más allá”, pero solo “Vuelve. Vuelve, pero es para no volver de haber vuelto”.

En todos estos momentos, la libertad se define con relación al sacrificio, al sufrimiento y a la renuncia, siempre sujeta a la ley del mito y del logos. La fuga estructura el movimiento de la libertad, ella se repite en una voz cada vez distinta, voz del guerrero, del filósofo, del poeta, ella lucha, anuncia, se acongoja, se levanta, agoniza, sin embargo, vuelve.

He escrito, se ha publicado, he vivido.
He escrito han vivido, he vivido
Ponge, de quien dicen que siempre fue libre.

 

 

Imágenes: Evgeny Tchebotarev  ; Johannes Plenio  ; Christopher Hiew  (Pexels)

 

Libertades y dominios de la negritud en Esmeraldas

Pablo Albán Rodas

«los negros, los cuales y las negras se habían metido el monte adentro, sin propósito ninguno de volver a servidumbre.» Cabello de Balboa

 

En su crónica De la entrada que hicieron los negros en la Provincia de las Esmeraldas, Miguel Cabello de Balboa (1530-1608) contabiliza diecisiete esclavos y seis esclavas que entraron a Esmeraldas. Huían de la sumisión a un rey ajeno; un peso ilusorio que avergüenza y hiere más que cualquier grillete o cadena. Aprisiona hasta desalojar la ilusión que anima la aldea y el hogar, plantadas allá en su lugar de pertenencia: el que guarda la memoria. Los sentidos añoran esa libertad subsumida en el clan, la tribu o el grupo.

Para vigilar un extravío están el sol y las estrellas: los que flotan en este cielo son los mismos que se estampan en la noche del propio reino. Los cuerpos celestiales vigilan y miden la calidad de súbdito; artes, talentos, defectos, ademanes, rezos, silencios, paciencia, solicitud, sagacidad, miedo… son por y para la gracia de lo que está en lo alto, que compensa otorgando frutos a la labor de uno y de todos. El terror al castigo tensa los músculos de fugitivos. Los llevan al límite.

Al mismo que llegaron las cuerdas del barco, cuando las velas se hinchaban a reventar, al batirse con el mar durante más de treinta días. Navegar contra viento y marea agotó fuerzas y provisiones. Había que poner pie en tierra en busca de agua y alimento. Pero, la saña del clima encalló el barco hasta el naufragio.

La claudicación de los blancos, la conciencia de la merced del océano Pacífico que aprisionó y sentenció a muerte al navío, principal herramienta de expansión del orden colonial en el mundo, desencadenó la fuga de los negros hacia la libertad.

Los guardias blancos los miraron alejarse impotentes, por el cansancio y la agreste montaña. Cargando todo lo que tenía valor y pudieran rescatar del barco, se dirigieron hacia el sur. Cabello dice que algunos se perdieron y otros murieron de hambre.

Si para los negros Las Esmeraldas era promesa de libertad, para los blancos fue perdición y agonía. Era 1553 y la provincia seguía siendo indómita.

Todos dirían que fue la Providencia: solo ella junta los elementos que germinaron la presencia afro descendiente en Esmeraldas. La Colonia y la autoridad absoluta del rey se implantaban en Nueva Granada y Lima. En 1526 ocurrió la primera acción colonial por la “pacificación y conquista” de la provincia. Militares y curas comandaron las expediciones. “Indios bravos y de guerra” defendieron sus dominios y contuvieron el motor expansionista de España. Con la presencia afro descendiente, Esmeraldas se convertiría en fortín inexpugnable. De ahí que las misiones españolas adoptaron un carácter misionero a partir de 1577.

Pero los lazos con la Tierra Caliente eran escasos. Apenas florecían las expediciones civilizadoras de cruzados estandartes, empresas mineras fervientes de oro, plata y piedras preciosas o aquellas que, con visión occidental ―estratégica―, figuraron puertos en bahías propicias para retomar el aliento al navegar entre Panamá y Lima, y prometían senderos y caminos que aproximen el mar a Quito.

Las lenguas se riegan por los recovecos de la selva, fundidas en el sonar imponente de grillos, monos, pájaros, viento, agua. Para los europeos son indescifrables. Un terreno difícil de caminar, complicado de entender. Doblemente inhóspito: el calor inclemente, la humedad a todo vapor, el monte enredado, impenetrable, guarida de serpientes, alacranes y ponzoñas.

Pero para las poblaciones caribes y kichwas que lo poblaban era su espacio de reproducción natural. La libertad con la que andaban en la selva se basaba en el dominio técnico y social del entorno. Cabello cuenta: “Son tan expertos en el monte los indios de estas Provincias y tan diestros en el huir y seguir por rastro, que por él oserban sacando a su contrario; y huyen por la montaña sin hacer ni dejar rastro, aunque vayan muchos; miran mucho en las ojas de los árboles y por ellas conocen si han pasado sus enemigos por allí; otros hay, que mirando en el agua conocen si hay rastro. Es tan viciosa en comer y beber la gente desta tierra, que en ésto y guerrear a sus vecinos ocupa el tiempo, y esto viene de la increíble fertilidad de la tierra, porque no hacen más que arrojar el maíz en la montaña y cortar el monte encima y acude la cosecha; ciento por uno. Hay mucha caza, ansí venados, como puercos monteses, dantas”.

Los grandes ríos anegan la tierra. Bajan impávidos las cordilleras en raudales de libertad que se amansan al adentrarse en el mar o se sosiegan en la procesión que acompaña al cuerpo pestilente del manglar. Las aguas van por el lecho. Erosión de dominio antediluviano. Huella del encause imposible, del fluir eterno, incontenible. A veces, en despiste amenazante, el torrente anega los asentamientos yumbos que, versátiles, se disponen a liberarse de la sujeción terrenal: se hacen nómadas: carácter esculpido por el ancestro que no gusta plantarse en una porción de tierra.

El espacio en la selva es vasto, pero donde fecunda y prolifera el alimento, frutos, caza y pesca, “campasés” y “niguas” convierten el lindero de vecindad en franjas de discordia. Los cimarrones, sin dar señales de marcharse, entraron en la disputa. “Los negros, juntos y armados lo mejor que pudieren, con las armas que del barco sacaron, se entraron a la tierra adentro, olvidando el peligro con la mucha hambre, y fueron a dar en una población, en aquella parte que llaman Pidi… Los bárbaros della espantados de ver una escuadra de tan nueva gente, huyeron con la más nueva priesa que les fue posible y desampararon sus ranchos y aun sus hijos y mujeres, y los negros se apoderaron de todo”.

 

A favor de los cimarrones estaba la otredad que encarnaban, tanto por su carácter afro cuanto por el manejo de la técnica bélica occidental, ajena a un territorio donde las diferencias y los equilibrios se resolvían a punta de dardos y lanzas de chonta. El uso de los elementos de la naturaleza, la transformación que detona con potencia controlada, calculada, dosificada, medida. El poder del fuego, de la combustión primera. La industria les abre más espacios de libertad en el entorno natural y social. Una ventaja para dominar el espacio físico. La finura metalúrgica de los “tolitas” era favorable para el arte de la guerra.

El otro ingrediente fundamental es la determinación política de los negros que se traducía en fiereza y terror contra el enemigo. Los negros, a sangre y fuego se abrieron paso en los que, hasta ese día, se considerarían territorios exclusivos del pueblo yumbo. Corpulencia, fiereza y crueldad hicieron famoso a Antón, el primer líder de los negros:

Visto por los indios que se detenían en sus casas, mas de lo que ellos pensaban, ni quisieron apellidar en sus convecinos, y juntos los más que pudieron acaudillar dieron de improviso sobre los negros y ellos, peleando por la comida y la vida, hiciéronlo tan bien, que se defendieron y ofendieron a los indios, y viendo estos, que con los negros no podían ganar nada, que les tenía allá sus mujeres e hijos, y que estaban muy de asiento, trataron pases con ellos.

Una paz tan frágil y fugaz, como la prontitud con la que se presente la mínima oportunidad para acabar con los nuevos huéspedes, conformando un ir y venir de lealtades y traiciones mutuas: “los negros, once que quedaron, por industria de su caudillo hiciesen tal castigo y con tanta crueldad, que sembraron terror en toda aquella comarca, y dende entonces procuraron no enojarlos, ni los negros se hosaron fiar más dellos.” La relación de desconfianza quedó sellada con la muerte de aquel primer líder:

Al cabo de algunos años, por muerte de el caudillo, nació entre ellos discordia, pretendiendo cada uno el mando, asi para finalmente venir el negocio a las armas y en tal demanda murieron tres, de suerte que solos siete y tres negras que había y hay.

La sangre no se derramó en vano. El equilibrio fue restablecido y, con este, el alineamiento de voluntades. Condición básica para sobrevivir y ganar un país. La libertad.

Alonso de Illescas tomó la posta a Antón, luego de saldar las diferencias con varias muertes en propias filas. “Tenidos a quedar en tan pequeño número, acordaron un decreto que solo ellos y el demonio lo pudiera imaginar y fue dar fin y remate de aquellos sus pocas amigos, que siempre fueron pocas naturales. de aquella parte de tierra y no dejar vivos a más de aquella cantidad que ellos pudiesen subjetar buenamente; el cual decreto se puso en ejecución, con tanta crueldad, como se puede creer de gente desalmada y bárbara. En la duración de estas temporadas, a la fama de sus hechos, no por amor sino por temor, los atrajeron a su devoción los indios Niguas,”

Bajo el liderazgo de Illescas tomó forma la que se dio en llamar “República de Zambos”. El palenque de Esmeraldas cobró fama en tierras vecinas. El caudillo negro nació alrededor de 1528, en África en la región de Cabo Verde, actual Senegal. Cuentan que como a los 10 años de edad cayó en manos de los negreros. En Sevilla, España, lo bautizaron como Enrique. El Esclavo. El Domesticado. Más tarde, ya liberado, tomó el nombre de su amo, el mercader propietario del barco que naufragó frente a Esmeraldas.

Alonso era ladino: sabía hablar español y había crecido bajo el influjo de las élites europeas. En ese tiempo se familiarizó con el manejo de armas de fuego y aprendió las artes para su fabricación. Más allá del amparo a su poder, esto permitía al grupo reproducir el arsenal para guardar el territorio de Esmeraldas. En el Viejo Continente, el caudillo negro palpó la eficacia del linaje en el apuntalamiento del poder. Con ese método, el cordón umbilical de las cortes echa raíces en la miseria humana y se pierde en las alturas celestiales.

Illescas estableció señoríos étnicos que reconocían la autoridad de los caciques indígenas, imponiendo alianzas de sangre, a través de matrimonios. Se produjo un mestizaje. Cabello de Balboa nos cuenta que Alonso reunió a los indios, los emborrachó y, a traición, los exterminó junto con su cacique Chilianduli para posesionar de sus bienes, de sus mujeres y del territorio. Alonso casa posteriormente a un hijo suyo con la hija del cacique muerto, afirmando así su autoridad sobre ambas razas y “por parecerle que bastaba por satisfacción”.

El guerrero, fundamental para mantener viva la comunidad esmeraldeña, convivía con la sensibilidad artística que se expresaba en el manejo y fabricación de instrumentos musicales, propios de la corte europea de entonces. La música va con la negritud. Canto de solistas y coros, ululares humanos que atan a las gentes en las caminatas largas, desafía y vence al viento que silva, recorre, abruma. Reta la sincronía, el avance al mismo son; abre paso, anuncia y proclama la liberación del camino que ocupa y abandona en un solo tiempo. El viaje de los acordes terminaba al salir del palenque y mezclarse con la espesura.

Palenque, un nombre que adquieren los palos que se juntan como estacada rústica; así también los llamaban en Cuba, México, Colombia, Perú y Bolivia. En Venezuela los recordarán como cumbes, mientras que en el gigante Brasil, entonces parte del Reino de Portugal, quilombos, mocambos, ladeiras y mambises. Poblados remontados en la hostilidad extrema. Sin poner coto a todo lo que mande la cautela, el carácter clandestino. Linda la intimidad, el reducto último de negros fugitivos. Libertad acorralada. Libertad custodiada.

Los habitantes, a más de negros libres y fugitivos, eran indígenas, mestizos, blancos, náufragos y todos aquellos que no se sujetaran a la ley colonial. Era la naturaleza de los palenques: estar fuera del alcance de los amos y la autoridad real española.

Y Esmeraldas fue un imán para esclavos fugitivos o aquellos liberados por la manumisión de mediados del siglo XIX. Otros llegaban de placeres mineros fracasados en la zona norte de Esmeraldas o Tumaco. Deseaban constituir unidad, junto a los que estuvieron desde antes y los que se iban sumando, anhelando entenderse, hablar la misma lengua. Los códigos se renuevan en el armisticio. La tregua para acarrear agua y muertos antecede al arreglo, al encuentro de la satisfacción mutua. La extensión del espacio vital, en tanto dominio, sacia solo brevemente el hambre de libertad. La Paz (despliegue de El Orden) da pie a su aprovechamiento y cuidado.

Al final, las autoridades coloniales buscaron un acuerdo con Illescas. Concedían perdón y estatus de libres a fugitivos, al tiempo que Illescas ostentaría el rango de gobernador, el que duró, según algunos historiadores, entre 1560 y 1583. A cambio, los rebeldes reconocerían la autoridad del rey y aportarían a la fundación de pueblos y puertos. Sin embargo, activistas afro descendientes afirman que el líder negro no aceptó. De cualquier modo, episodios de resistencia y de colaboración se dieron hasta fines del siglo.

Para 1600 se registra la existencia del pueblo San Mateo de la Bahía, a orillas del río Esmeraldas y San Martín de Campaces, este último se trasladaría a Bahía de Caráquez. El Gobierno autónomo de los Zambos persistiría hasta fines del siglo XVII. “Subcedieron, andando el tiempo, otras guerras y jornadas que no hay para que escrebirlas, al cabo se vinieron a contentar con solo poder allí guardar sus vidas y libertad. (…) y no es poco de maravillar haberse aumentado en aquella tierra esta generación, siendo tan semejante en toda Guinea y andando como ellos andaban solos subjetos a su voluntad”.

 

 

Imágenes: Lucas Pezeta; samer daboul; Oliver Sjöström (Pexels)

Aporías de la libertad

C. Nectario

 

¡Oh, Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!

Marie-Jeanne Roland de la Platière

 

El hombre es la única criatura que se niega a ser lo que es.

Albert Camus

 

La libertad es una cuestión occidental, ante todo de la filosofía moderna. La pregunta acerca de su esencia se articula en torno a la moral y la política; indaga por el sujeto en su relación con sus semejantes, con sus entornos sociales, culturales y naturales. Se inquiere acerca del sujeto o del individuo o de la persona, conceptos estos que se refieren a entidades que no son equivalentes entre sí. Se interroga sobre las posibilidades de realización vital de los individuos y por su responsabilidad, de cara a su comunidad, a lo otro y los otros. Que el escenario de la cuestión se sitúe entre ética y política implica que deba considerarse la dimensión religiosa o teológica de la libertad, así como su historicidad.

Si la libertad es ante todo un problema de la filosofía moderna, sus antecedentes se encuentren en el pensamiento griego clásico, tanto en Platón o Aristóteles como en Esquilo o Sófocles. En la tragedia se inquiere por la responsabilidad del individuo sobre sus actos, sobre su desmesura (hybris), sobre la violación de la ley que organiza la comunidad, aun si se ignora que se la está violando (Edipo rey), o sobre la contradicción entre la ley que instaura la polis y la ley de la tradición y la piedad familiar (Antígona). Sócrates acepta cumplir la sentencia injusta que lo condena a muerte y bebe la cicuta, a pesar de que sus amigos lo incitan a huir de la prisión, porque la obediencia de la ley preserva la ciudad; condenado por impiedad y acusado de negar a los dioses, cumple ―no sabemos si irónica o piadosamente― con el deber religioso cuando pide a Critón que no olvide pagar el gallo que deben a Esculapio. El precepto inscrito en el templo de Apolo en Delfos, “Conócete a ti mismo”, da cuenta de la ignorancia del hombre acerca de sí mismo, por tanto, sitúa el inicio de la autoconciencia como núcleo del pensamiento y como condición de la polis.

A diferencia de lo que acontece en la Grecia clásica, las historias de las sociedades que los europeos denominaron Oriente ―China, India, Persia, Mesopotamia, Egipto, y también África y América―, como lo veían Montesquieu, Hegel o Marx, estuvieron marcadas por el despotismo o la esclavitud generalizada. La libertad no es una cuestión que se aborde en el confucianismo o el taoísmo en China, o en las religiones hindúes o persas. La responsabilidad del individuo, que tiene que ver con las normas comunitarias que delimitan el bien y el mal, que establecen la obligatoriedad o permisibilidad de determinados actos y la prohibición de otros, se inscribe dentro de lo religioso, a partir de la representación mítica y la demarcación entre lo sagrado y lo profano. Pero no hay ninguna problematización de la organización política, de las formas de relación entre individuos y sociedad o estado. Sin lo cual tampoco puede aparecer como un problema que acucie al pensamiento la diferencia entre lo público y lo privado, o entre la ciudad y lo doméstico.

La cuestión de la libertad, de Platón o Aristóteles hasta Hegel, Nietzsche o Marx, e incluso más acá de estos, tenía que articularse en relación con el dominio de unos hombres sobre otros, con base en la polaridad entre amo y esclavo, paradigma de la “unidad” y “lucha” de los contrarios. La figura del amo no se restringe a la representación de un hombre que domina a otro, incluso hasta el punto de convertirlo en cosa de su propiedad sobre la que puede ejercer cualquier disposición arbitraria, o de un grupo ―clase, estado, nación― sobre otro, sino que trasciende el campo de las relaciones humanas para representar la relación del dios o los dioses con el creyente. El cristianismo primitivo comparte con el estoicismo ciertos rasgos que caracterizan al liberto y al esclavo que espera de su amo la manumisión, sea de la carga de trabajo cotidiano o del pecado; mas, ni el estoicismo ni el cristianismo creen verdaderamente en la libertad, pues no hay emancipación posible ni del cuerpo ni de la culpa. El Señor que promete la salvación, en el caso del cristianismo, ya ha advertido que su reino no es de este mundo. El estoico se encerrará en sí mismo para encontrar la libertad que no halla en el mundo; una libertad de pensamiento que discurre en soliloquio.

La modernidad occidental trajo consigo el impulso hacia lo mundano. La Reforma, el nacimiento de las ciencias naturales, la emergencia de una economía que tiende a la mundialización, la industria luego, inciden en un radical cambio de la idea del hombre, y por consiguiente de la representación de su lugar en el cosmos, ante la naturaleza. De Descartes en adelante, el sujeto será conciencia y, más aún, autoconciencia; es ante tal sujeto que emerge de modo acuciante su problemática libertad. Sin embargo, esa idea del hombre de la filosofía moderna heredó del cristianismo y de la filosofía griega una imagen que solo con el avance científico ha venido desvaneciéndose: la distinción entre cuerpo, perteneciente a la “extensión”, la naturaleza material y la condición animal, por tanto, mortal, y alma-espíritu, perteneciente al “pensamiento”, a la razón que vinculaba al hombre con lo divino, por tanto, inmortal. La libertad, por consiguiente, tenía que concebirse como atributo de la (auto)conciencia, de la voluntad del sujeto que lograba dominar a través del conocimiento las pasiones e impulsos del cuerpo, la sumisión a la materialidad, al deseo, para ascender al bienestar espiritual, para proyectarse a lo divino. El mal quedaba localizado en el cuerpo, en lo instintivo; el bien comenzaba por el dominio de las pasiones. Pero, ¿qué implicaciones traía este movimiento moderno en relación con la ley de la convivencia social? Es sintomática la semejanza entre la recurrencia de Descartes a Dios, quien crea al sujeto, y la idea del derecho divino de los monarcas. El Dios cartesiano garantiza la existencia de la realidad ―su propio cuerpo, los otros seres humanos, las cosas― al yo enclaustrado en la conclusión “pienso, luego existo”, así como Dios garantiza el orden social a partir del derecho divino del soberano. No obstante, el propósito cartesiano es fundamentar metafísicamente la libertad de pensamiento que requiere la ciencia moderna; frente al juicio a Galileo o a los asesinatos de Bruno o Servet, se requiere la reforma del entendimiento. Frente al dogmatismo de las iglesias, católicas o protestantes, o de la sinagoga, como bien lo entendió Spinoza, había que defender la libertad de pensamiento, de expresión y la tolerancia. A la sombra del sujeto cartesiano se protegía el surgimiento de las ciencias naturales, y a menudo incluso a la sombra de algún déspota ilustrado.

Aunque es una figura heredada del cristianismo y del judaísmo, el Dios de la metafísica moderna es una entidad abstracta, que nada tiene que ver con ese viejo personaje del mito religioso. El Dios cartesiano que ordena la naturaleza matemáticamente, el Deus sive natura espinociano, la mónada de mónadas que decide el mejor de los mundos posibles de Leibniz, el Dios comprendido en los límites de la mera razón kantiano, o el Dios de los ilustrados y los libertinos ―es decir, los librepensadores―, que culminan en la figura de la Diosa Razón de la Revolución Francesa, exponen el paulatino ocultamiento de lo divino en el mundo moderno. Se exige pensar el ámbito moral y político de modo diferente, desde la idea del hombre, a partir de su autonomía, su racionalidad, su facultad para el examen crítico y no solamente a partir de una voluntad ciega surgida del instinto. Con la razón práctica se afirmarán las teleologías, los fines que se proponen para alcanzar la paz perpetua, los imperativos categóricos que establecen la moralidad. Más tarde, surgirán los ideales de mundos perfectos en que se realice la esencia humana: sociedades regidas por la razón, la ciencia, la armonía, los reinos de la libertad, la igualdad o la fraternidad universal.

El mal en ese horizonte puede ejemplificarse con el asesinato brutal que comete el delincuente, o con los crímenes imaginados por Sade, o por la guillotina. El crimen puede evaluarse estéticamente, como lo hacen los libertinos de Thomas de Quincey. Ante ese Dios abstracto, de todas maneras heredado del cristianismo, había que colocar la pregunta por el origen del mal. ¿Cómo es posible que Dios, omnipotente, omnisapiente, crease un mundo donde existe el mal? ¿Qué sentido contiene el mito del fruto prohibido del Árbol del Conocimiento que incita a Adán y Eva a cometer el primer pecado, heredado luego por toda la humanidad? ¿Acaso en el mito no está contenida la idea del impulso humano a la libertad? Para Schelling, la libertad es la facultad del bien y del mal; influenciado por el “panteísmo” de Spinoza y recurriendo a los gnósticos, recurre a la argucia de postular un in-fundamento o abismo (Ungrund) que subyace en Dios. Ese in-fundamento de Dios, ligado a la materialidad y al mal, es el opuesto dialéctico, complementario de la luz, del espíritu divino y del bien. El mal, y ya no solamente el bien, adquieren una dimensión metafísica esencial, están en el fundamento del ser y en su oscuro abismo. El devenir, o más bien la historia, es una lucha incesante entre el bien y el mal.

De alguna manera, esta aventura del pensamiento occidental culmina en el espíritu absoluto hegeliano. ¿Acaso lo divino es la totalidad de lo humano, el despliegue de lo humano en la historia, hasta alcanzar las formas de organización de la moralidad y del Estado modernos? La historia es el despliegue del espíritu absoluto, que incluye la totalidad de lo humano, hasta alcanzar el reino de la libertad, claro que también gracias a las astucias de la razón: el mal, como la guerra, impulsa el progreso histórico. Pero en Hegel, a partir del célebre capítulo de la Fenomenología sobre la dialéctica del amo y del esclavo, la libertad adquiere una connotación de enorme importancia para la historia posterior, al menos en Occidente: tiene por fundamento el reconocimiento del otro. Es conocida la trama de ese pasaje: hay dos conciencias que se encuentran y confrontan; una de ellas no se rinde ni siquiera ante el amo absoluto, la muerte: es la conciencia del amo. La conciencia del esclavo prefiere, ante la muerte, el sometimiento al amo. Reconoce al amo como tal, y en consecuencia satisface su deseo a través del producto de su trabajo. El amo, al depender del trabajo del esclavo, se supedita a este. El esclavo, adiestrado en el conocimiento gracias al trabajo, reconoce al amo, y luego, por ese reconocimiento, toma conciencia de su propia situación. Desea el reconocimiento del amo, la superación de la confrontación y de la condición misma de la esclavitud. El fin de esta, el ámbito de la libertad, emerge del mutuo reconocimiento de la libertad del otro, de que el otro es también autoconciencia, y que solo puede serlo a través del muto reconocimiento. En otro pasaje, al inicio de sus Lecciones sobre la historia de la filosofía, Hegel postula que la filosofía, es decir, la Ciencia ―el concepto, pensamiento puro, y no ya la representación contaminada por la imaginación, por las ilusiones de lo que luego se llamará ideología― surge en Grecia porque en la polis se encuentran hombres libres que se reconocen como tales, los ciudadanos, y porque el pensamiento adquiere libertad. Esta tesis trae consigo implicaciones que aún permanecen ante nosotros: el conocimiento necesita una organización social donde exista la libertad de pensamiento, esto es, de palabra, de interlocución y debate. Por otra parte, la exclusión de los no-ciudadanos del orden de la libertad conlleva la separación entre el ámbito público, la ciudad, y el mundo doméstico donde el ciudadano ejerce despóticamente su condición de amo sobre las mujeres, los menores de edad, los esclavos, los extranjeros. A los excluidos se les coarta la libertad de pensamiento, se los silencia o se encierra su conversación entre los muros de la casa, su palabra se reduce a murmullo.

La historia del progresivo ocaso del Dios de la metafísica moderna culmina, como sabemos, en la constatación de su muerte por parte de Zaratustra; consiguientemente, en el nihilismo, es decir, en la carencia de fundamento para los valores. Ante la ausencia de Dios, ¿qué es la libertad? ¿Cuál es el fundamento de la decisión entre el bien y el mal? ¿La voluntad de poder, el impulso por perseverar en el ser, la utilidad, el placer? ¿Qué puede impedir el crimen? ¿Acaso el reconocimiento del otro es suficiente para evitar su asesinato o su esclavitud? La rebeldía adolescente en la época del nihilismo se extiende de los terroristas rusos del siglo XIX hasta los artistas de las vanguardias de hace un siglo, en actos que implican la afirmación de la voluntad individual que se rebela contra la ley. En el caso de los primeros, poniendo en juego su propia muerte; en el de los segundos, como un puro gasto de energía creativa que se dirige a corroer la propia obra. El rebelde impugna todo orden, el revolucionario impugna el orden existente para instaurar uno distinto. El intelectual de Occidente se refugia en algún espacio institucional que no tiene problema en acoger su disenso.

Sin embargo, los dioses no acaban de morir. Renacen a partir de los supuestos orígenes o los grandes fines: Nación, Pueblo, Proletariado, Dinero, Raza, Libertad, Igualdad, Fraternidad, Comunidad… Incluso otros dioses más difusos aparecen en escena, por caso, Seguridad, esa obsesión de nuestro tiempo. En nombre de la nación o la raza, se crean campos de exterminio donde se industrializa el asesinato o se emprenden campañas de limpieza étnica. En nombre de la libertad se levantan patíbulos, y en el de la igualdad, se crean gulags. En nombre de la justicia y la reparación, se cultiva el resentimiento, fuente de los fascismos. En nombre de la seguridad, se instalan ciudadelas amuralladas, cámaras de reconocimiento facial en calles y plazas, regímenes policiacos.

No obstante, herederos de Occidente como somos, ya sin dios que garantice cualquier más allá, ni en el cielo ni en la tierra, sabiéndonos finitos, es decir, mortales, como individuos y como especie, alejándonos día a día de las nociones modernas sobre lo humano, no nos resignamos a seguir indagando por lo que somos, por las posibilidades de vida que se abren en los límites de nuestras existencias. Por lo que cabe proseguir en el esfuerzo de mantener espacios públicos y domésticos de mutuo reconocimiento y de interlocución, de una siempre precaria y problemática libertad de pensamiento.

 

 

Imágenes: Rostyslav Savchyn (Unsplash); Andrés Canchón (Unsplash); Cabecera: El jardín del Edén (detalle). Panel de terciopelo trabajado con hilo de seda y metal. Último cuarto del siglo 16. The Met Museum

Un algoritmo Gulag

Carlos Reyes

 

«El hecho de mostrar a un detenido que abandona la cárcel no nos explica la libertad»

Sartori

 

Los comisarios

Al diplomático Alexander lo sorprendieron, al parecer, de paseo por la calle. Sin que lo sospechara, un espontáneo se le acercó de manera efusiva entre la gente, llamándolo por su nombre. Quizás desconcertado por un extraño que aseguraba conocerlo, en cuestión de segundos estuvo arrimado a un vehículo dedicado a capturar “culpables”. A Piotr lograron convencerlo, en su trabajo, de que había ganado un voucher para disfrutar unos días de descanso. Junto con su esposa se dirigió a la estación, y lo detuvieron allí, con un equipaje que llevaba quizá más de lo necesario para una condena de no menos de diez años. En el caso de Irma, se supo que fue guiada a la Lubianka por el mismo juez a quien había invitado a pasar unas horas en el teatro Bolshoi. Al finalizar el evento, su acompañante simplemente la condujo al interrogatorio.

El Archipiélago Gulag de Aleksandr Solzhenitsin (Kislovodsk 1918-Moscú 2008) entrega con las memorias del destino de Alexander, Piotr, Irma –y de otros cientos–, un repaso al encarcelamiento de la población rusa, atrapada desde el triunfo del bolchevismo, en un ambiente político urgido por la “depuración política”. Las detenciones y ejecuciones, selectivas y colectivas, se convirtieron rápidamente en la solución penal a la imposibilidad de convencer a la ciudadanía de las bondades de destruir el mundo conocido; destruirlo, por supuesto, para plasmar uno mejor.

El archipiélago es también una reflexión desesperada sobre el encierro político. En el recuento, las capturas muestran un aislamiento operado para la supervivencia del partido: “te detiene el ciclista que tropieza contigo en la calle; el revisor del tren, el taxista, el empleado de la caja de ahorros, el gerente del cine, cualquiera puede detenerte, y solo te dejan ver su carnet rojo, que llevaban cuidadosamente escondido, cuando ya es demasiado tarde”. El comisariado se practica colectivamente para sobrellevar la liquidación de todas las libertades.

En las anécdotas de los prisioneros del Gulag se mezclan el lamento y el asombro ante el momento de la detención; en la confusión de la noche o en situaciones impensadas –en el trabajo, en la tabla del quirófano–: “¡A mí, por qué!”. Los recuerdos pertenecen a Solzhenitsin y a otros que atravesaron el arresto y tortura, para luego cumplir su reeducación en alguno de los campos o colonias del sistema. Pero el texto no se limita a exponer uno de los capítulos más grotescos del siglo XX. En varios pasajes Solzhenitsin insinúa aquello que lleva a unas personas a encerrar a otras:

El que uno dé con sus huesos en la celda de los condenados a muerte no depende de lo que haya hecho o dejado de hacer, sino del giro de una gran rueda movida por poderosas circunstancias externas.

El encierro descrito es patente en todo el territorio, y toda persona está a vísperas de su reclusión. Y si en un primer momento los arrestos eran una sorpresa, con el paso de los años eran prácticamente esperados. No parece tampoco operar en aquel contexto un poder mayormente mecánico, sino una suspensión premeditada de la existencia y un silenciamiento estratégico de toda forma de disidencia. Este aspecto es quizá uno de los más complejos que afrontó la dirigencia política soviética en su momento, porque ¿cómo contener a millones de personas, testigos de la situación económica en el campo y la ciudad? ¿Cómo procurar que no se filtre la realidad a través de las fronteras si no es achicándolas hasta el tamaño de una celda, o con la servidumbre de los trabajos forzados?

¿Es la modernidad el marco infeliz y propicio para ese acontecimiento llamado Gulag? La apreciación que Arendt hace de la historia contiene precisamente esa idea, en la que tanto el gulag como el exterminio nacional-socialista pueden ser vistas como expresiones de una mecanización contemporánea de la existencia:

La transformación del Gobierno en Administración, o de las Repúblicas en burocracias, y la desastrosa reducción del dominio público que la ha acompañado, tiene una larga y complicada Historia a través de la Edad Moderna; y este proceso ha sido considerablemente acelerado durante los últimos cien años merced al desarrollo de las burocracias de los partidos (Sobre la violencia).

La modernidad para Arendt es aquello que hace explicable, por ejemplo, al monstruo Eichmann –la forma que encarna el mal–, puesto que el hombre es arrojado en él solo como un sujeto de cumplimiento; en el caso del exfuncionario y exoficial nazi se le atribuye falta de imaginación para dirigir el horror (Eichmann en Jerusalén). Pero aquella interpretación y la categoría de lo “banal” quizá no logren realmente explicar lo sucedido en el Gulag –y tal vez tampoco lo acontecido en el campo de concentración– aunque la pensadora encuentre similitudes entre sus dos ideologías, el nazismo y el bolchevismo. Por ejemplo, en sus respectivos nacionalisimos y a la vez sus afanes internacionalistas y expansionistas.

En su recuento del juicio de Eichmann, la perspectiva de Arendt recurre a un marco de interpretación contra-moderno para intentar sosegar la monstruosidad que los captores encuentran en el reo. En su reporte, Eichamnn no era un Yago ni un Macbeth, sino, en su momento, un funcionario diligente, un retoño de la modernidad. Pero con esto en mente, ¿cómo explicar la “golondrina” que detalla  Solzhenitsin como simple práctica burocrática?: “se le pone al preso en la boca una toalla larga y recia (la brida) y los extremos se le atan a las plantas de los pies pasando por la espalda. Y de este modo, hecho una rueda, tumbado sobre el vientre, crujiéndote la espalda, pásate un par de días sin comida ni agua.” ¿No se requiere imaginación para probar el golpe en el nervio ciático que describe, “cuando el glúteo ha enflaquecido después de un largo ayuno”?:

No duele en el lugar del golpe, sino que estalla en la cabeza. Después del primer golpe, la víctima, loca de dolor, se rompe las uñas contra la estera (…) Después de la sesión, el apaleado no podía caminar, pero no se lo llevaban a cuestas, sino que lo arrastraban por el suelo. Las nalgas no tardaron en hincharse de tal modo que era imposible abrocharse los pantalones, pero casi no quedaron cicatrices.

Si se quiere explicar el horror del archipiélago con razones de burocratización o inercia, debe tenerse presente también el entusiasmo ideológico en todos los niveles de la administración. Y el ingenio. Por ejemplo, sobre el modo en el que los jueces de instrucción del Gulag interrogan a los detenidos por sus conversaciones mutuas:

Pero llevaba tres días sin dormir. Apenas le quedaban fuerzas para seguir su propio pensamiento y para mantener imperturbable el rostro. Y además no le dejaban ni un minuto para pensar. Dos jueces de instrucción a la vez (les gusta hacerse visitas) se echaron sobre usted: ¿De qué? ¿De qué? ¿De qué? Y usted hace una declaración: hablamos de los koljoses (de que no todo funciona aún muy bien pero pronto se arreglará). Hablaron de las primas. ¿Exactamente en qué términos? ¿Se alegraron de que las rebajaran? La gente normal no puede hablar así, de nuevo resulta inverosímil. Hay que darle credibilidad: nos quejamos un poquito de que estén apretando un poquitín con las primas. Y el juez, que escribe el acta de propia mano, traduce a su lenguaje: en este encuentro calumniamos la política del partido y del Gobierno en materia de salarios.

Hay algo evidente: nadie estaría dispuesto a arriesgar el cargo o la vida, cuando la fragilidad jurídica dispone que incluso el propio comisario sea un reo en potencia si no cumple sus instrucciones. Y evidentemente hay un componente de terror que fomenta la diligencia en el procesamiento de millones de personas, quinquenio tras quinquenio. Pero también debe asumirse la plena conciencia del torturador creativo para el sostén y ocultación del sistema. ¿Qué puede tener aquello de banal?

El sistema de represión que se normalizó en la Unión Soviética conduce, invariablemente, a pensar en la ideología que lo puso en práctica. ¿Por qué ideas específicas perseguir, encerrar, aniquilar? ¿Por qué razonamientos convivir con la muerte? La historia del archipiélago podría responder aquello en parte, si se entiende que la supresión de una libertad, la de palabra, conduce hacia la ausencia de todas las libertades. Con su supresión se traza el camino de las demás, y siendo la menos evidente quizá es la más susceptible a ser postergada. Una vez suprimida la palabra, toda libertad queda en suspenso, puesto que ya no es posible siquiera hablar de su propia ruina, de ella misma como recuerdo. ¿Cómo hablar de verdades como la tortura y la muerte si están proscritas? En la tragedia las palabras tienen la característica de arrastrar a todo el mundo consigo cuando con ellas se admite la verdad. ¿Cómo habría de descubrir la verdad de Edipo si no presiona a Tiresias, la ciega voz de la experiencia, aún a costa de su propia desgracia? Tiresias, que conoce la vedad e intuye sus efectos, pretende retrasarla con otras palabras, con ruegos, para que Edipo desista en conocerla. Porque la palabra y la verdad son necesariamente la perdición del parricida, el mismo que se ha puesto una venda en los ojos. Su desenlace es, irremediablemente, la ceguera y la catástrofe:

Mientras vive, al hombre acechan en la sombra Muerte y Hado,
y él espera su embestida como víctima mortal.
No llaméis dichoso a nadie, mientras no haya traspasado
los umbrales de la vida sin probar la adversidad…

Es realmente entendible el temor colectivo ante la idea de publicar la destrucción causada por las ideas de un régimen como el soviético, lo que facilita que el silencio forme parte de la rutina; así también el silencio permite que rara vez se ponga en cuestión el valor de la identidad política, de todas las identidades que giran en torno a ella. Y si bien la época zarista no se caracterizó por el ejercicio de la libertad de palabra, los órganos de seguridad del Estado revolucionario se empeñaron en superar el mismo absolutismo que cooptaron.

 

Los activistas

No es raro encontrar editoriales en Internet que atribuyen virtudes cívicas al activismo ciudadano en las redes sociales, sugiriendo (frases más o menos) su utilidad como tribunas de opinión. Con esta perspectiva, las redes se asumen como una herramienta para elevar quejas en asuntos sociales, iniciar movimientos políticos, o incluso fiscalizar a los poderes públicos. Las redes sociales (especialmente Facebook y Twitter) se han nutrido de voces y expresiones que aspiran a modificar el curso de la política. Es claro que las rutinas de toda experiencia política se han visto afectadas por aquello que circula en ellas, pero no es menos cierto que su alimento es, con frecuencia, el descontento y el exabrupto.

La propia ingeniería de las redes sociales es, al menos, corresponsable de un ambiente que además de agresivo es solitario. Especialmente para las personas que le dedican más atención, las redes son un problema psicológico, puesto que levantan en torno ellas una burbuja silenciosa de incomunicación. Hay evidencia de que las personas filtran la aparición de aquellas publicaciones que se oponen a sus valores, llegando a bloquear y cortar toda amistad (virtual y real) con quienes las divulguen en sus redes sociales. Su uso excesivo hace imposible compartir espacios de trabajo cuando “el otro” no expresa sus mismas percepciones de la realidad. En un juego de censuras mutuas, las reacciones en redes sociales exhiben a unos usuarios impugnando la existencia virtual de otros, sin siquiera conocerlos en la vida real.

La situación descrita tiene que ver también con la manera en la que las redes interconectan a sus usuarios. Los algoritmos que coordinan las relaciones en redes sociales facilitan el acceso a publicaciones entre personas con ideas similares; pero también las exponen a opiniones o noticias provocadoras sin mayor contenido (clickbait), logrando respuestas impulsivas. El refuerzo de los sesgos es un proceso continuo para el usuario frecuente de estas redes que, con el paso del tiempo, se especializa, distinguiéndose luego como “ciberciudadano”. Un rasgo particular también lo define: es propenso a intentar silenciar las opiniones de quienes encuentra repudiables y adopta la consigna de fiscalizar a quienes considera sus adversarios; entre otras estrategias, emplea la denuncia ante empleadores, amistades y familiares. En el entorno de las redes sociales te silencian el empleado, el gerente, el estudiante, el académico, el periodista, el artista, el escritor, el poeta, quizá amigos y conocidos. Pero sobre todo te silencia el activista.

El activista persigue afanosamente las palabras y opiniones que considera detestables cuando las interpreta como odio. Pero esto va más allá de cualquier intercambio de discrepancias. Trastocando la pragmática del lenguaje, y aplicando acríticamente la idea de “hacer cosas con palabras” (actualizando a J. L. Austin y sus continuadores) el activista define a conveniencia la contradicción de sus ideas como un hecho punible. La palabra u opinión odiosa se denuncia como acto, y asumiéndose como “acto de odio” (contra alguien, o un grupo), la palabra debe responder a un autor.

Decir, postear algo “detestable” en redes sociales, es cometer una contravención, y no solo por la codificación que dispongan sus administradores. Dado que el sistema está configurado para facilitar la denuncia, para el ciberactivista el detestable contraviene lo que es aceptable, especialmente en ámbitos altamente complejos –sexo, raza, etnia, identidad, género, edad, pobreza, migración, salud, discapacidad, estética, nutrición, deporte, ciencia, clima, derecho…– por lo que con frecuencia termina siendo evaluado moralmente y no en razón de sus argumentos. A partir de entonces se es perseguible por un “delito” de odio, exigiendo poco más y una captura de pantalla como evidencia.

El ánimo de denuncia del activista libra a las redes sociales, al menos en parte, de su responsabilidad en la congregación de gente y en el hospedaje de su radicalización, dado que, sin dicho ánimo, y sin suspicacias –como las de trocar las palabras en actos de odio– la informática resulta superflua. Ciertamente entre las conductas de una tragedia como la del Gulag y la actitud censora del ciberactivista hay un abismo, pero también hay un hilo, el de las historias de aislamientos y encierros –perfeccionados en la era análoga y más anónimos en la digital. Y sin ánimo de forzar una comparación, podría decirse que en las redes sociales parecen replicarse las radicalizaciones propias de las ideologías más resistentes desde el siglo pasado, cuando algunos comportamientos nos muestran lo que sobreviene donde el debate pierde toda metodología, pero también toda razón.

¿Qué harán los ciberactivistas cuando todo esto termine, cuando sean ellos mismos los denunciados por infringir sus propias ideologías? ¿Qué puede suceder si se normaliza –aún más– el silenciamiento subjetivo de toda palabra considerada detestable? ¿Cómo debatir con nuestros antagonistas si todos guardan silencio y acaban expresando su opinión solo en votaciones? ¿Qué hacer ante aquellas personas que conocemos en la vida real, pero están atrapadas en la virtual?

Hace poco más de diez años las redes sociales apenas tenían incidencia en nuestras discusiones políticas, y ahora, cuando un cruce de ideas no puede sostenerse sin riesgo de añadir guerras donde solo había choques, parece oportuno pensar cómo volver a conversar. Con suerte aquello puede empezar, primero abandonándolas, y luego procurando volver a algo diferente a ellas. Llegará el momento de resetearlas. Esto funciona así.

 

Imágenes: Sasha Freemind (Unsplash);  Mariann Szőke (Pixabay); pixel2013 (Pixabay); Nathan Wright (Pixabay); Prateek Katyal (Unsplash)

Kafka o la ficción liminar

 Alejandro Gordillo
@AlejoMilmachets

El umbral

Existen dos versiones en castellano de un cuento de Kafka que aún hoy no se ha logrado datar con exactitud. El texto es apenas un párrafo y, polémicas de traducción aparte, presenta sustanciales diferencias a pesar de su brevedad.

Ambas traducciones parten de títulos diferentes: Deseo de convertirse en indio (traducción de Galaxia Gutenberg) y Deseo de ser piel roja (traducción de Alianza Editorial). La primera traducción, como se aprecia, es más literal y busca volcar toda la crudeza y lo agreste del original. La segunda traducción, más libre, se permite interpretar y forzar un poco la literalidad. Comparaciones aparte, es evidente el campo semántico hacia el cual se dirige el autor cuando expresa este deseo: indio o piel roja nos está anunciando un impulso de devenir en algo radicalmente diferente.

Se pueden intuir las múltiples lecturas culturales e ideológicas que se derivan de que se equipare a ese radical otro que se quiere ser con un indio o un piel roja. La segunda traducción pudo haber optado sin problemas por cualquier otro pueblo aborigen del norte de América: apache, comanche, siux. La voz narrativa busca aquello que ha quedado más allá del límite de lo que consideramos civilizado, incluso de los límites de lo humano. El núcleo de la narrativa de Kafka aparece: ficcionalizar a partir del límite, traspasarlo y volver para intentar hablar de lo experimentado.

El deseo de ser un indio trae consigo la sucesiva desaparición (seguiremos a partir de aquí con la traducción de Galaxia Gutenberg). Inicia en la casi indiferenciada imagen de jinete y animal: “sobre un caballo a todo galope, con el cuerpo inclinado y suspendido en el aire”. Le sigue una extraña serie en la que primero afirma desprenderse de algo que, sin embargo, luego declara no haber poseído nunca: “hasta dejar las espuelas, pues no tenía espuelas, hasta tirar las riendas, pues no tenía riendas”. La desaparición parece comportar la disolución de la sintaxis temporal: aquello que se pierde hace desaparecer también su huella cronológica y, con ello, el testimonio de su existencia.

Una vez disueltos los aparejos con los que el jinete conduce, se mueve hacia su propia desaparición: “y sólo viendo ante mí un paisaje como una pradera segada, ya sin el cuello y sin la cabeza del caballo”. Hacia el final del cuento, el jinete ha devenido en pura mirada aun sin tener ya ojos. Lo que queda de él es la visión del paisaje y dos cuerpos, uno humano y otro animal, sin sus cabezas y enfrentados a este horizonte.

La única libertad posible, entonces, parece ser la desaparición; dejar de ser, salir de lo que se es o huir de la sensación de que uno es un extraño incluso para sí mismo. Esta intuición parece repetirse en distintos autores del siglo XX: Musil, Walser, Benjamin, y se encuentra incluso tematizada y recuperada de forma recurrente como parte de la poética narrativa de Vila-Matas quien habla del arte de la desaparición.

Se ha dicho que muchos de los textos de Kafka están muy cercanos genéricamente a la fábula, pues son apenas breves relatos que parecen condensar una enseñanza que elude su aprehensión. El concepto de fábula está muy ligado a la idea de umbral, de permanecer en un inter-estado y lograr alcanzar una nueva dimensión ya sea de uno mismo, del mundo o de ambos. En Kafka, el rito de paso no termina de cumplirse nunca y solo la muerte “salva” a algunos de sus personajes de ese trance infinito al que están condenados; de ahí que, al no consumarse, sus relatos suspendan indefinidamente un sentido completo.

La arquitectura de Kafka reproduce este continuo aplazamiento del sentido, la materialización de esta idea de existir en lo liminal en lugares que pueden ser tanto refugio como amenaza, en historias como La construcción. Respecto a este cuento, Calasso puntualiza la diferencia semántica de la que parte esta ambigüedad: “La lengua alemana tiene dos palabras que significan guarida: Höhle y Bau. Palabras opuestas: Höhle designa el espacio vacío, la cavidad, la caverna; Bau se refiere a la guarida en tanto construcción, edificio, articulación del espacio”. En su búsqueda de soberanía, el roedor edifica un refugio que, sin embargo, está inspirado en el puro terror invisible de un rumor apenas percibido de algo que lo amenaza y que nunca termina de aparecer en el relato.

El arte de la desaparición, por tanto, no puede provenir únicamente de la huida sin más, sino que ha de diseñarse y ejecutarse minuciosamente a través de la invención de ficciones.

En Kafka parece cumplirse el oscuro reverso de la aspiración romántica de ilimitar vida y arte. El universo absurdo de la ficción gana terreno sobre la realidad y no lo hace como si se tratara de una invasión endógena, sino más bien como si este fuera el centro mismo de lo que llamamos realidad. Este núcleo traumático de bordes permeables intercambia su contenido con el mundo y va ganando terreno sobre él. Kafka deja muchas veces la sensación de que dentro de la ficción existe un nivel ficcional extra, como una suerte de inconsciente ficcional que está operando debajo de todo y que comparte memoria con nuestro propio inconsciente.

El mecanismo del terror por el que un elemento de nuestra realidad se vuelve del todo extraño y siniestro, en el caso de Kafka se aplica a la realidad entera que aparece como espeluznante. De ahí que una de las consecuencias naturales de la ficción kafkiana pueda verse en Lovecraft y su horror cósmico, en donde esta influencia siniestra que parece gobernar la realidad que en Kafka se proyecta al infinito, en tanto nos es siempre desconocida o cuyo encuentro está siempre aplazado, en Lovecraft se concreta en toda una mitología del mal que gobierna el universo con sus dioses arquetípicos.

Para-realismo

Kafka da forma a un devenir volcado al absurdo. La categoría de lo liminal se aplica también a su afán de difuminar aún más la línea entre lo real y lo ficticio. En su caso, más allá de una simple ilimitación, lo ficticio parece amenazar e invadir la realidad, vampirizarla hasta hacerla perder sustancia e inocularle nuevas dimensiones apenas intuidas, inaccesibles. Esto pone en crisis el realismo moderno del siglo XIX en donde había predominado una clara voluntad mimética.

Entre los pocos casos en los que se rompe el realismo decimonónico se vislumbra la sospecha de que el absurdo (o el mal) gobierna la realidad; esta sospecha normalmente va de la mano de forzar el pacto de lectura con episodios como el Wakefield de Hawthorne, La nariz de Gogol o el Bartleby de Melville. Todos estos indicios de lo kafkiano terminan siendo redimidos mesiánicamente en él y pasan a ser los antecedentes de la nueva fuerza configuradora de la tradición literaria del siglo XX que se volcará a la destrucción de la mímesis y la experimentación máxima. De esto es de lo que habla Borges cuando se refiere a que Kafka fue capaz de crear retrospectivamente a sus precursores. Esta reconfiguración de la experiencia de la recepción en la que el espectador debe conocer la tradición contra la que se está creando ocurre en el caso de Kafka con el realismo decimonónico y, por ejemplo, la presentación de La transformación en 1915 en la que, en un tono aparentemente realista, se introduce un acontecimiento extraordinario que no aparenta contradecir las leyes del ámbito en el que se instala aunque parece suponer, por el contrario, su total alteración y casi hasta su negación. Kafka se erige en una vanguardia imposible de un solo autor. Alrededor de la misma época, en 1913, Duchamp preparaba sus primeros ready-made y también ponía en marcha la crisis tanto en la producción como en la recepción alrededor de una obra que reclama un doble esfuerzo, teórico y estético, para percibir el gesto de negación hacia toda la tradición anterior y la entonces reciente difuminación de realidad y arte en la plástica.

Luego de un siglo en el que la narrativa intentó agotar la representación de la realidad humana, Kafka reduce el mundo hacia lo mínimo. La mayoría de sus historias oscilan entre el confinamiento o la búsqueda desesperada de liberación. Kafka parece reírse no de sus personajes sino de su voluntad misma, de la ilusión del albedrío introducida en la historia del pensamiento por el cristianismo como solución al dilema de la existencia del mal. La teleología de la recompensa del libre albedrío que se inclina hacia el bien desaparece. El castigo puede darse súbitamente sin causa alguna. Benjamin supo leer en esta desesperanza el reverso positivo de la única posibilidad de libertad: aquella que se ejerce aquí y ahora.

De entre todos los curiosos puntos de vista con los que Kafka experimentó, uno de los que sobresale es el de El puente. En este relato, la voz narrativa se sitúa en la estructura misma. Está ahí y anhela que su naturaleza se cumpla; es decir, que algún paseante lo atraviese para sacarlo de su expectación. Sobre este paso de la pasividad a la acción que pone en movimiento la voluntad se suele centrar una de las modalidades de la amenaza muda que subyace en los relatos kafkianos. En El puente, es la misma construcción la que frustra el tránsito de un caminante en cuanto esta gira sobre sí misma para alcanzar a observar a quien ha osado saltar sobre ella en lugar de caminar gentilmente para cruzarla. Tras esta acción, todo sucumbe y se precipita hacia el río y sus violentos remolinos. Esta historia de un colapso podría operar como un modelo de lo que ocurriría en otros de los cuentos de Kafka cuando uno de sus actantes se acerca a su objetivo; es decir, la perenne sospecha apostada en sus ficciones.

La crisis de lo humano

La abolición de la voluntad en Kafka pone en crisis la idea de lo humano. En su Carta sobre el humanismo (1947), Heidegger parte de una suerte de continuación a las reflexiones en torno al problema de la metafísica de su obra de 1929 ¿Qué es metafísica? En este caso hay un retorno a la cuestión esencial de que hasta ahora, según Heidegger, la metafísica ha pensado únicamente a lo ente y ha olvidado u omitido el ser, por lo que todo humanismo previo estará también contaminado de este “error”, dado que: “ […] la esencia del humanismo es metafísica”.

La obra empieza por indagar la esencia del actuar que para el autor es el despliegue del ser, parte de él y se dirige hacia lo ente. El pensar, en cambio, va únicamente hacia el ser. De este modo, Heidegger busca ahondar en su diferenciación de la filosofía tradicional, que nació como técnica y termina ineludiblemente volcada hacia lo ente (tal como ocurre con las demás ciencias), y el pensar que está siempre dentro del ámbito del ser. Pero para “decir” el ser, propone Heidegger, es necesario que el lenguaje sea liberado de la gramática tradicional que apunta hacia lo ente y que todos los signos sean redirigidos hacia el ser.

El hombre, entonces, es el llamado a “escuchar” al ser y buscar el lenguaje que le es propio. Para esto, Heidegger pretende que se supere el humanismo tradicional que considera al hombre como un animal racional, un ente biológico entre tantos diferenciado por su capacidad intelectual. La proximidad al ser “salva” al hombre, lo excluye de su naturaleza puramente salvaje y lo eleva a la categoría de “pastor del ser”. Sin embargo, detrás de esta imagen bucólica y aparentemente inocente, se encubre toda la carga negativa enunciada por Peter Sloterdijk en sus Normas para el parque humano. Una respuesta a la «Carta sobre el humanismo» (1999); esto en el sentido de que quienes tienen acceso al ser serían los llamados a la cría de los otros para garantizar una comunidad equilibrada tal como lo proponía Platón. La curiosa metáfora de la cría del otro habla de una domesticación que conduciría al hombre a un estado cercano a lo extático. Sloterdijk apunta: “El morar recogido en sí mismo heideggeriano en la casa del lenguaje es como una escucha expectante de aquello que el Ser mismo ha de dar a decir. Ello conjura a un escuchar-en-lo-cercano para lo cual el hombre debe volverse más reposado y manso que el humanista que lee a los clásicos”.

El pastor que escucha al ser bien podría recordarnos a la imagen irónica de Kafka del hombre que muere a las puertas de algo que jamás podrá descubrir o a la inversión del mito de las sirenas donde Ulises pretende escuchar su canto que supuestamente devela todo el destino del hombre cuando en realidad ellas no ejecutan nada.

Uno de los problemas fundamentales es, por tanto, que el hombre lanzado hacia el mundo, enfrentado a la angustia de la nada y a la de su propia finitud (sin hablar aquí de los problemas históricos del entorno en el que se desenvuelve) de pronto devenga en pastor, en pura pasividad que aguarda, pues como menciona Heidegger: “Antes de hablar, el hombre debe dejarse interpelar de nuevo por el ser, con el peligro de que, bajo este reclamo, él tenga poco o raras veces algo que decir”. ¿Qué podrá decirse entonces del actuar? ¿Cuándo llegaría a validarse el obrar de lo ente si es que este ser esquivo y caprichoso nos niega su palabra? La libertad del hombre pasa a ser tal solo con relación al ser. El estar arrojado en el mundo, proyectado hacia el fin, reclama además una sintonía con el ser que valide nuestra existencia, pues aunque es lo más próximo rara vez podremos extraer algo de él. Una nueva angustia nace para el hombre: la angustia del que espera en la promesa de una vaga recompensa incierta. La angustia de la ausencia de algo que se nos dice que nos circunda pero que demora en su manifestación que se ofrece ambigua. La tierra prometida no es ya el lugar al que se accederá luego de un éxodo traumático y el sacrificio. El ser rodea al hombre, no le reclama más que un estado de escucha y, sin embargo, le es esquivo.

El gesto de esta pura pasividad, situado en su contexto histórico, parecería por un lado la respuesta a la necesidad de apartarse de la realidad histórica y de las consecuencias del fascismo hasta casi el punto de negarla, de nihilizar la situación inmediata y elevar el discurso del pensamiento hacia cumbres seguras. Esto, que podría tomarse como una reacción producida por una especie de culpa del pensamiento, parte de una premisa válida que es la del fracaso de gran parte del racionalismo imperante y de las ideas de absoluto traducidas en totalitarismos. Sin embargo, el hecho de apartar la mirada del mundo no hace que este desaparezca en su entidad; lo que ocurre es simplemente que el objeto del pensar en cuanto tal se proyecta hacia un ser en extremo indeterminado, a pesar de que Heidegger proclame que este sea lo más próximo al hombre.

Este es un nivel de autoconsciencia de la razón que es capaz de mirarse a sí misma en su devenir histórico y de sopesar los distintos movimientos que ha realizado. Heidegger señala el origen del humanismo en el mundo clásico, entendido este como un valor frente a lo bárbaro y termina en la autoinmolación que reclama que el pensamiento no acuda ya a lo abstracto o lo concreto, a lo sagrado o lo profano, si no a algo tan indeterminado como el ser. Por otro lado, el hombre que no se retrae a esta escucha del ser podría devenir en bárbaro para sí mismo o, en su defecto, los otros hombres que no se dispongan a esta escucha devendrían en bárbaros. De esta manera, el giro que se opera termina por nihilizar toda la historia anterior. Toda la filosofía, todo lo racional que meditó únicamente sobre lo ente y actuó en base de ello deviene en esta nueva forma de barbarie ante hombres que trascienden estas categorías y se tienden con su oído a la escucha del ser.

Cuando Heidegger señala que: “El único asunto del pensar es llevar al lenguaje este advenimiento del ser […]” y se enfrenta a la cuestión de la tradición afirmando que: “Huir a refugiarse en lo igual está exento de peligro. El peligro está en atreverse a entrar en la discordia para decir lo mismo”. Salva su propuesta de este “pensar a la escucha del ser” situándola en el plano estético que, como se señala antes, podría asumir el error de nombrar al ser ir hasta el final y recrear en sí su búsqueda. La poesía es, por tanto, el vehículo ideal a través del cual el ser puede ser expresado. El problema de esto, dice Sloterdijk, es que el hombre queda reducido a la función de secretario del ser y su comunidad a una “[…] iglesia invisible de individuos dispersos, cada uno de los cuales escucha a su modo en lo tremendo”.

 

Imágenes: Aman Bhatnagar (Pexels);  Igor Starkov (Pexels); othebo (Pixabay)

 

El Narciso satisfecho

De lo que sólo es movido
Pero no tiene fuente propia de movimiento
Sino que es impulsado
Por los poderes demoníacos del inframundo.
Y la acción justa es libertad
Respecto al pasado y al futuro.
Para la mayoría de nosotros este es el objetivo
Que aquí jamás alcanzaremos.
Sólo estamos invictos porque seguimos intentando;
Nosotros, los finalmente satisfechos
Si nuestra reversión temporal nutre
(A no mucha distancia del ciprés)
La existencia de un suelo en que hay sentido.

T. S. Eliot, Cuatro cuartetos.

 

I

La ontología del sujeto o de la subjetividad ha sido históricamente la tierra firme sobre la cual se han erigido estados y ciudades, centros carcelarios y escuelas, fábricas y hospicios. De igual forma, esta fue el marco en el cual se inventó la guillotina y, simultáneamente, se realizó la declaración universal de los derechos del hombre y del ciudadano, así como ha sido también el ámbito propicio para el despliegue de la libertad y del derecho. La tierra firme conquistada por el sujeto o por la subjetividad autónoma es el mundo concebido como cosa puesta, útil, lista para ser usada, para convertirse en la propiedad del Yo. Hoy el sujeto es el mundo y este es su perfecto reflejo.

El sujeto moderno, para ser sustrato o fundamento del mundo concebido como proyecto o proyección, debe pasar por la prueba o por la demostración de sí mismo, que es equivalente a su propia puesta entre paréntesis, a su repliegue especular o su retiro introspectivo. De ahí que la subjetividad logra la conquista de la autonomía al precio de desligarse de todo aquello que la hace dependiente del mundo y de romper las ataduras que la libran a la coexistencia con el otro. El retiro en sí mismo es decisivo para la determinación de la libertad y de las relaciones jurídico-morales como operantes, en primera instancia, en la basta e invisible interioridad constituida por la subjetividad del sujeto. En la conciencia o en el saber de sí, el sujeto encuentra la base unificada de su ser —su identidad— de la cual brota el conocimiento o la ciencia del mundo.

El sujeto posee un mundo en la misma medida en que se posee a sí mismo, pero esta autoposesión pasa por el error que consiste en creer que el Yo es voluntad, que es causa que actúa libremente a partir de sí misma. En el Crepúsculo de los ídolos, Nietzsche sostiene que el error que brota de la creencia en la voluntad libre está enraizado en la metafísica del lenguaje. Por su esencia misma el lenguaje incita a encontrar en los seres y en la naturaleza un por qué o una razón que anime su despliegue, su dilatación, su repliegue. Tomar conciencia de este hecho es renunciar al grosero fetichismo que lleva a ver en todas partes agentes o sujetos productores de efectos o desencadenantes de acciones. El Yo substancializado ha sido puesto como causa de sí mismo para, en un segundo momento, proyectarlo sobre la realidad toda bajo la forma de la fe en la voluntad libre concebida como facultad; es decir, asumida como un poder puesto al servicio del sujeto. «Me temo, afirma Nietzsche, que no podamos desembarazarnos de Dios, porque aún creemos en la gramática».

II

Para la filosofía cartesiana, el libre arbitrio o la voluntad libre es la facultad que fue entregada por Dios a los hombres y que en sí misma es perfecta, carente de falla. Sin embargo, para que la realización de esta facultad deje de lado cualquier posibilidad de caer en el error, en el pecado, es preciso que el entendimiento se convierta en la brida de la voluntad. Es decir, antes de que se ejerza el poder de negar o de afirmar, de seguir o de huir, el entendimiento debe previamente considerar las ideas de las cosas para que la libertad no sea el resultado de la indiferencia o de la ciega inclinación, sino del conocimiento claro de aquello que es verdadero y bueno. El entendimiento pone riendas a la voluntad, pues el camino a la interioridad exige que se separe a la voluntad de lo que ella puede, de su poder de realización.

«¿De dónde vienen mis errores?» Se pregunta Descartes e inmediatamente responde: «…solamente de aquello que, siendo la voluntad mucho más amplia y más extensa que el entendimiento, no consigo contenerla en los mismos límites, sino que la extiendo también a las cosas que no comprendo, y al serle estas cosas indiferentes, se pierde muy fácilmente y elige el mal en lugar del bien o lo falso en lugar de lo verdadero. Lo que lleva a que me equivoque y a que peque» (Meditaciones metafísicas). Pese a que la voluntad, dada su amplitud y extensión, es la imagen de la semejanza que el Yo guarda con Dios, aquella es también la vía siempre expuesta al error, al pecado. Es por esto que el entendimiento, que es también la instancia de la ley, debe procurar que la fuerza que entraña la voluntad no vaya hasta el final de su poder.

El sujeto cartesiano valora la voluntad desde la perspectiva de lo que está bien y de lo que está mal y, al hacerlo, renuncia a la acción, pues la sustituye por el deber ser. Además, cuando se juzga a la voluntad desde la consideración de valores o ideales establecidos se lo hace con el fin de vincularla a la esfera de la recompensa y del castigo. Debido a esto, toda una tradición proveniente del cartesianismo ha debido vincular el libre albedrío al dolor y al sacrificio. Se trata, diría Nietzsche, de una perspectiva que brota de la condición del esclavo, del impotente. Por el contrario, ¿qué ocurre cuando la voluntad no aspira, no desea, no busca, sino que crea, pues es pródiga de sentido? «…Nietzsche anuncia que la voluntad es alegre. Contra la imagen de una voluntad que sueña en hacerse atribuir valores establecidos, Nietzsche anuncia que querer es crear nuevos valores» (Deleuze, Nietzsche y la filosofía).

La teoría cartesiana del libre arbitrio supuso la negación de la voluntad en nombre de valores superiores puestos por el entendimiento. En adelante, el sujeto yace absorto en la contemplación de su propia completitud, encerrado en los límites que procura la delectación de los «estados de la vida cercanos a cero». Entonces, la consigna es: para no errar es mejor no hacer nada. Aquí, el estado de perfección consiste en adoptar una actitud escéptica ante el poder de la decisión. Precisamente, Nietzsche consideraba que el error del libre arbitrio radica en haber convertido a la humanidad en responsable y en haberla, con ello, puesto en manos de los teólogos. Aquello que está en juego cuando se busca establecer responsabilidades es la activación del instinto que conduce a juzgar y a castigar. Los actos de responsabilidad libremente deseados han sido fabulados para justificar la necesidad del verdugo. Entonces, la libertad entraña el castigo.

Estas consideraciones remiten en cierto modo a las grandísimas páginas de «El gran inquisidor», escritas por Dostoievski, en las cuales tiene lugar el inusual encuentro entre Cristo y el gran inquisidor. En esa insólita escena, el inquisidor responsabiliza a Cristo del hecho de haber rechazado la única bandera que se le ofreció para obligar a todo el mundo a que se inclinara ante él: la bandera del pan terrenal, del misterio, del milagro, de la autoridad. En lugar de aquello prefirió que el hombre fuera libre para que, sin necesidad de la antigua ley, lo siguiese y lo amase por sí mismo. Esta es la razón por la cual el crucificado rechazó bajarse de la cruz para dar muestras de su poder, pues de haberlo hecho habría esclavizado al hombre al espejismo del milagro. Sin embargo, la débil tribu rebelde lo rechazó, pues sintió que la libertad de elección se convertiría en una carga espantosa. Entonces, la misión del gran inquisidor fue la de rectificar la obra de Cristo y para ello ordenó atizar las llamas de la hoguera. «Pues si ha habido alguien que ha merecido nuestra hoguera más que nadie, eres tú. Mañana te quemaré. Dixi» (Los hermanos Karamazov).

Por el contrario, seguir la dirección inversa de la «política de la venganza» significa purificar los comportamientos, las instituciones y la historia de las nociones de culpa y de castigo. En suma, diría Nietzsche, se precisa restituir al devenir su inocencia.

III

El valor de una causa, sostiene Nietzsche en el Crepúsculo de los ídolos, no reside en lo que con ella se alcanza, sino en lo que cuesta. De ahí que las instituciones liberales valen lo que se tuvo que pagar por ellas: el embrutecimiento gregario; es decir, el triunfo del animal de rebaño. Tan pronto como han sido alcanzadas, ellas minan sistemáticamente la libertad que hubo que desplegar para su edificación. El límite de la libertad liberal se anuncia siempre en la consumación del fin perseguido. Por el contrario, solo se es libre cuando no se renuncia a que la voluntad se determine a sí misma y no en función del fin convenido, pues la libertad no se ejerce por procuración, por delegación o por representación. Así como una tirada de dados no agota las posibilidades inherentes al juego, la puesta en riesgo que es la libertad preserva la parte inanticipable, impredecible, la fuerza disruptiva del porvenir.

Cuando la autodeterminación tiene que ver con la certeza, la ley cumple un rol inhibidor y las ideas claras y distintas se presentan como el factor determinante frente a la facultad de afirmación. Esta es la razón por la cual Descartes considera a la voluntad de indiferencia como el grado más bajo de libertad. En un primer momento, el libre arbitrio cartesiano rechaza la posibilidad de afirmar la existencia de todo aquello que percibe sensorialmente y, al mismo tiempo, el Yo conquista la autonomía en el acto de repliegue sobre sí mismo. En un segundo momento, la voluntad se aliena en la claridad y distinción de las ideas innatas del entendimiento y se subordina al orden preestablecido de las verdades eternas que son la imagen especular de la subjetividad del sujeto; entonces, ya no hay opción. En realidad, la libertad cartesiana solo lo es respecto al mal, de ahí que el castigo le sea consustancial.

Extraña libertad pues, en el momento mismo en que alcanza la autonomía, se subordina al orden superior de los ideales eternos. Esto es así debido a que la autonomía se la consigue a expensas del cierre de la subjetividad con relación al mundo. Se trata, por tanto, de una libertad que subsiste separada de lo que puede y esto la lleva a convertirse en pura representación de sí misma. Sin embargo, la libertad es lo que se puede y, precisamente por ello, no es susceptible de ser valorada, medida o interpretada como si fuese objeto de representación. Por el contrario, es necesario reconocer que es la voluntad la que valora o interpreta. Solo entonces la autonomía de la voluntad deviene en el poder que esta ejerce sobre sí misma, como también lo ejerce sobre la ley y sobre el destino. En adelante, el sentido de responsabilidad da un giro que lo desarma en su estructura fundamental, pues el gesto soberano en el que fulgura la libertad ya no encuentra a nadie ante quien responder.

El hombre libre, decía Nietzsche, es un guerrero y su gesto se mide en función de la intensidad de la resistencia que tiene que sobrepasar o de la impracticabilidad del obstáculo que debe franquear. Es por esto por lo que la libertad dormita a pocos pasos de la tiranía, próxima al límite que entraña el riesgo de servilismo. Solo manteniéndose cerca del extremo peligro se está en condiciones de conocer los medios que nos hacen fuertes. Por el contrario, el instinto de conservación, de duración, de seguridad ordena la clausura del sujeto en el ámbito separado e interno de la certeza, lleva a la reclusión en el orbe íntimo y familiar de la subjetividad. Ahí dentro el sujeto se mira y se solaza de sí mismo, inmerso completamente en la seguridad especular de lo ya conocido. Entonces, el Narciso satisfecho se ahoga en las aguas del estanque, cuya superficie lisa y mansa le muestra tan solo lo que él quiere ver. Hoy se precisa rebajar al sujeto, llevarlo hasta la planta inferior, abrirlo al otro, exponerlo a la intemperie.

La libertad no radica en el deseo, sino en lo que se puede. Sin embargo, lo que se puede no es del orden de lo representado, es la ejecutoria que está siempre en camino, siempre nueva, siempre otra. ¿Se precisa conocerla? ¿Cabe conocerla? Precisamente, la libertad es la exposición al riesgo supremo, pues en ella se traza la inclinación hacia el imposible, lo no previsible.

 

Jaulas y redes

Iván Carvajal
[email protected]

 

La pantera y el artista del hambre

La jaula simboliza la pérdida de la libertad. Al enjaulado se lo ve a través de las rejas, sometido a moverse en un espacio restringido, a dar vueltas de un lado a otro, tratando de esconderse en un rincón. O se lo ve tirado sobre el suelo, en posición fetal. Se encerraba en las celdas a brujas y a locos. Al criminal, al rebelde, al monstruo. Hay quienes buscan la celda: los monjes, las monjas. Se enjaula al animal salvaje en el zoológico o el circo; al pájaro o al hámster, para exhibirlos como mascotas.

En mi niñez me gustaba enclaustrarme en la pequeña biblioteca familiar. Ratón de biblioteca, enjaulado por propia voluntad… Ahí, alguna vez, cayó en mis manos un folleto de edición precaria con dos cuentos de Kafka que me han inquietado a lo largo de mi vida, “El artista del hambre” y “El artista del trapecio”. Toda la escritura de Kafka parece girar en torno a las jaulas, las celdas, las condenas, el encierro. ¡Cuántas veces habré releído los dos relatos, hasta que el cuadernillo acabó deshaciéndose entre mis dedos! Recuerdo que una tarde barrí el polvo de papel siendo presa de una extraña angustia. Recogí los restos como si tuviese que llevarme al tacho de basura las hilachas del cuerpo del artista.

No tiene nombre propio, no hace falta, es único. Como nos cuenta el narrador, el artista tuvo su época de gloria. Lo esperaban en los pueblos, tal vez como se espera hoy a las estrellas de música pop o a los grandes atletas. El ayuno podía percibirse como arte antes del cine y la televisión; podemos imaginarnos las largas filas que se hacían para contemplar al artista. Sus ayunos duraban cuarenta días, a semejanza del de Jesucristo en el desierto. El narrador nos aclara que había escépticos y gente de mala fe, que dudaban de la integridad del artista, aunque este cumplía escrupulosamente sus ayunos. En verdad, le costaba alimentarse. Kafka destila su humor negro para contarnos cómo era arrastrado su débil cuerpo por muchachas especialmente escogidas para la ocasión, después de cada ayuno, a fin de alimentarlo. “No solo de pan vive el hombre”… mas no se puede vivir sin pan.

La gloria es efímera. Poco a poco el público olvidó al artista, que pasó de ser el centro de la atención a un olvidado resto dentro de una jaula arrumbada en algún rincón del circo de aldea. Hasta que algún inspector reparó en esa jaula vacía que no cumplía ya ninguna función. El artista estaba por morir. Al final, susurrando, confiesa la razón por la que había aceptado exhibirse en esos largos ayunos: nunca encontró el alimento que le hubiese satisfecho.

Sin embargo, es en el último párrafo cuando Kafka nos arrastra a lo insólito. No basta con que haya un artista del hambre que ayuna a lo largo de su vida; que, cuando ya no interesa su arte, realiza su más largo ayuno; que termina confundido con las fibras de paja, pues tanto ha mermado su cuerpo. No basta que lo barran junto a la paja para dejar libre el espacio de la jaula. Aún hay otro giro más:

 “¡Ahora limpien aquí!”, dijo el inspector, y enterraron al artista del hambre junto con la paja. Pero en la jaula pusieron a una pantera joven. Hasta para los sentidos más atrofiados, era un solaz ver cómo aquel animal salvaje se revolvía en esa jaula tan despojada. No le faltaba nada. El alimento que le gustaba, los guardias se lo procuraban sin grandes cavilaciones; ni siquiera parecía echar de menos la libertad; ese cuerpo noble, provisto de todo lo necesario para desgarrar, parecía llevar consigo la libertad; parecía estar agazapada en algún lugar de su dentadura; y la alegría de vivir emergía con tan fuerte ardor de sus fauces que a los espectadores no les resultaba sencillo hacerle frente. Pero se sobreponían, rodeaban la jaula y en modo alguno querían apartarse de allí.

 Lo insólito es el desplazamiento del “sujeto de la libertad”, por decirlo de alguna manera. No es el hombre ―el artista― quien lleva consigo la libertad, sino el animal. Más aún, la libertad deja de ser atributo del alma o del espíritu para convertirse en atributo del cuerpo, de su belleza y su fuerza, de su condición salvaje. ¡La libertad parecía estar agazapada en algún lugar de su dentadura!

El desplazamiento del sujeto de la libertad conlleva, por consiguiente, una inversión radical del “lugar” de la libertad: del espíritu (más que del alma) o de la (auto)conciencia se desplaza al cuerpo; y no siquiera a la glándula pineal, donde se suponía que se asentaba el alma, sino a la dentadura. Esta es una inversión del fundamento mismo de la filosofía de Occidente, desde Platón y Aristóteles en adelante, del cristianismo, y también de la filosofía moderna, a partir de Descartes.

Dieciocho siglos antes de Kafka, en su crítica estoica de la noción de libertad, Epicteto había encerrado a otro felino en una jaula:

 Mira, cuando se trata de animales, cómo aplicamos nuestra idea de libertad. Se cuida dentro de la jaula a los leones capturados, se los alimenta, hay personas dedicadas a ellos. ¿Se dirá que ese león es libre? ¿No es verdad acaso que él es más esclavo cuando su vida es más fácil?

Para Epicteto, ser libre implicaba tal grado de autonomía que, en extremo, no se dependiese de las pasiones, de las necesidades materiales, de los poderosos, de la familia, de otros seres humanos. Y por supuesto los animales eran más libres en estado salvaje. Como el “pájaro libre, de libre vuelo” de Violeta Parra. Pero, dirían los filósofos modernos, ¿el pájaro sometido a la ley de la gravedad, a las leyes del movimiento de los fluidos, sin conciencia de esas determinaciones, acaso es libre? La libertad, se sostenía, es conciencia de la necesidad. Es conocimiento de las determinaciones que actúan en el sujeto antes y en el momento de su decisión. Ni el felino ni el pájaro son libres, pues no tienen conciencia, no poseen conocimiento de su situación y, por tanto, tampoco tienen voluntad. Decidir entre el bien o el mal no pertenece a su condición de animal sub-humano. La Naturaleza aparece como una jaula (tal vez infinita) cuyo enrejado está tramado por “leyes naturales”, dictadas (quién sabe si) por Dios (a quien, además, no le gusta a los dados, según Einstein), que rigen de modo universal sobre los cuerpos, el movimiento, la vida y la muerte de animales y hombres. Leyes inalterables que se expresan en lenguaje matemático.

El pájaro vuela en el ámbito que le permite la ley natural, mientras el desaprensivo Ícaro terminará precipitándose contra la tierra por el mal uso (equivocada decisión) que da al artefacto construido por su padre Dédalo. Este, el prudente, es el técnico-artista que logra dominar las fuerzas naturales con el conocimiento, es quien inventa. El artista del hambre es dueño de una técnica peculiar, la del ayuno. La jaula en la que vive está hecha para exhibirlo. Dédalo tiene que escapar de la jaula-laberinto que ha construido para el Minotauro y sus víctimas; no dispone del hilo de Ariadna, reservado al héroe, pero posee imaginación y a la vez habilidad técnica. El artista del hambre, por su parte, está destinado a morir en su jaula, como el monje en su celda.

La jaula de hierro

 Kafka estudió con Alfred Weber, hermano de Max. Seguramente estuvo al tanto de las tesis de los dos Weber. Max había muerto un par de años antes de que Kafka escribiera “El artista del hambre”. Se ha considerado la posible influencia de los Weber en Kafka. Como sea, lo que aquí interesa es recordar que Max Weber acuñó una metáfora para sintetizar la condición humana en el mundo moderno (occidental). El espíritu de la Reforma, sobre todo del calvinismo, impulsó el surgimiento del mundo moderno capitalista. Pero a la fase inicial, aquella a la que Marx denominó “acumulación originaria”, siguió un continuo proceso de racionalización de la vida (desarrollo científico y técnico, surgimiento de las teodiceas racionalistas), de desencantamiento del mundo (es decir, retroceso del mito y de las explicaciones del mundo sustentadas en la fe), y finalmente de organización estatal. El ordenamiento social pasó entonces a depender de la administración burocrática (de un ejército de inspectores). El desencantamiento del mundo implica la pérdida de sentido, de la comprensión del mundo como totalidad. Las ciencias no proporcionan sentido, sino conocimientos circunscritos acerca de regiones de la realidad. La técnica moderna produce máquinas, en las que se “coagula el espíritu”. El trabajo “vivo” deviene también maquinal. Pero esto no acontece solo en la industria, sino en la organización estatal. Dice Weber en Economía y sociedad:

Es espíritu coagulado, asimismo, aquella máquina viva que representa la organización burocrática con su especialización del trabajo profesional aprendido, su delimitación de las competencias, sus reglamentos y sus relaciones de obediencia jerárquicamente graduadas. En unión con la máquina muerta, la viva trabaja en forjar el molde de aquella servidumbre del futuro a la que tal vez los hombres se vean algún día obligados a someterse, impotentes como los fellahs del antiguo Estado egipcio, si una administración buena desde el punto de vista puramente técnico llega a representar para ellos el valor supremo y único que haya de decidir acerca de la forma de dirección de sus asuntos.

La burocratización del mundo de la vida es una jaula de hierro que enajena a los sujetos en las sociedades modernas. Sin duda vivimos atrapados entre procesos y leyes que se tornan absurdas. ¿Acaso no nos hemos reconocido alguna vez, o casi todos los días, en Josef K., en K., en Gregorio Samsa o en el insecto en que este deviene, bastante menos que un animal salvaje?

La jaula de hierro se da en los regímenes totalitarios (fascismo, nazismo, estalinismo), en las dictaduras militares, en los “socialismos realmente existentes”, en los regímenes sustentados en fundamentalismos religiosos o nacionalismos, pero también en las “democracias liberales”. Es cierto que hay diferencias que deben tenerse en cuenta entre unos regímenes y otros. Pero si se trata de pensar la libertad, es preciso considerar el peso de la racionalización burocrática en la vida moderna. Ya no solo de Occidente, sino de cualquier parte de la Tierra. De alguna manera, Occidente impregna la totalidad del mundo, sobre todo a partir de la economía capitalista mundial, de la burocratización de la vida y de la tecnología.

Redes

Un último giro de la metáfora del encierro. De la jaula del artista (o del monje o el criminal o el monstruo) a la jaula de hierro. De esta a la red. Es notable que en el uso de esta metáfora (red) se haya puesto el acento más bien en el vínculo entre nodos, que desde luego existe, antes que en los hilos de la red que atrapan. ¿Cómo se atrapa a peces, pájaros o fieras, si no es con redes? No obstante, todos los días se nos recuerda cómo estamos atrapados en las redes: la circulación vertiginosa de chismes y mentiras con propósitos de engaño político o de estafa económica, la enajenación de los niños y adolescentes que ya no juegan al aire libre sino que permanecen con las narices pegadas a las pantallas, la estulticia de millones que siguen a los “influencers” o los “reality shows”. Cada vez hay más seguimiento y control de la conducta de los sujetos por parte de los aparatos estatales (policíacos, burocráticos) o empresariales (financieros, de “servicios”). Sabemos cómo actúan las “redes” sobre las “decisiones” (del consumo o la política, y aun del crimen), cómo intervienen sobre la “voluntad” de los sujetos. Estamos informados que nos espían por cámaras, teléfonos, y quién sabe qué otros aparatos domésticos.

Sin embargo, las técnicas tienen la cualidad de farmakon (Bernard Stiegler). Desde la Antigüedad se sabe que el fármaco que cura es también nocivo, tóxico, incluso mortal. Lo es el oxígeno, fundamental para la vida. No parece posible alcanzar un ámbito de libertad entre las rejas ―como el artista que realiza su apuesta vital, o como el poeta que, consciente de que el mundo moderno ha devenido una jaula de hierro, escribe “El artista del hambre”, o como el artista que hoy juega entre las redes― sin interactuar razonablemente con los otros seres humanos que nos rodean, con las cosas naturales y los objetos prácticos. No parece posible un ámbito de libertad ajeno a las posibilidades técnicas.

La libertad quizá sea más bien una posibilidad que emerge en cada instante de decisión: la potencia vinculada a la palabra, al lenguaje. El ayuno se realiza en silencio. Pero cuando la dentadura cesa de masticar, en la cavidad bucal florece la palabra. Y la palabra en libertad es el fundamento de la sabiduría, de la creación, del pensamiento, del poema.

La libertas ilusoria

Julio Echeverría
[email protected]

I

La libertad es ilusión necesaria, es su única ‘forma’ y como tal difícilmente la podemos encontrar en la realidad, o en aquello que solemos llamar ‘realidad’: aquel, espacio o lugar comandado por la consecuencialidad de los hechos observables. La libertad pertenece a esa materia propia de la inmaterialidad, que solo es aferrable como concepto o como idea, pero que como tal no puede renunciar a su pulsión utópica, que es la de realizarse en el mundo de las causas y de las consecuencias. Es solo allí cuando descubre su carácter ilusorio, su inconmensurabilidad radical. Es esta su característica ontológica; está donde tiene que estar, animando el mundo como representación y como voluntad, pero negándose cuando esa voluntad quiere afirmarse en la aritmética de la consecuencialidad. Es en este campo de reflexión que cobra sentido la dialéctica de la libertad positiva y negativa a la cual se tiende recurrentemente a acudir para definirla. Libertad negativa: el desear y querer que no acepta límites, que rechaza toda imposición a su plena expansión; y libertad positiva, afirmar y realizar el deseo, superando los impedimentos, definir un curso de realización; aquí la libertas aparece como emancipación.

II

El sujeto moderno vive su libertad como una paradoja: solo puede aceptarse como liberto cuando se ha emancipado de toda tiranía externa e interna: puede escapar, afirmarse, realizarse frente a la tiranía externa, pero con dificultad lo hace frente a la interna; siempre está sometido a sus pasiones e instintos. Es aquí donde la ilusión se manifiesta en la forma de la paradoja, su forma par excellence: probar la libertad aquí es no reconocer a nadie sino sólo a sí mismo, es a-socialidad, es conflicto, es aniquilación; mi libertad es anulación del otro, es dominio sobre el ambiente que es limite y fuerza que se me enfrenta; pero el otro es reacio y el ambiente es solo procesable; ambos se revuelven contra mi libertad, me anulan; mi libertad requiere de una tabla de salvación, de una auctoritas que pacifique el conflicto, que permita la supervivencia. La auctoritas está allí para salvar a la libertas, para permitirle que regrese a su estado natural, el de la ilusoriedad; la libertas requiere para su realización, de la auctoritas y de su pulsión tiránica. La tiranía es aquella que acaba con esa deriva de la libertas que al afirmarse la niega, lo saca de esa indeterminación que al someterse al dominio de su pasionalidad lo arroja en la anulación del otro al cual sin embargo lo necesita; esa libertas que produce su negación, es ella la que clama por una ancla de salvación, la que requiere de una potestas, de una auctoritas que lo salve. La libertad es a-social porque lo social es compromiso y acuerdo, la socialidad afecta esta estructura básica; exige dejar algo, renunciar a algo, la libertas es anti-auctoritas; por tanto, es antisocial, regresa al estado de inmediatez en el que se esta libre, pero en absoluta soledad, en su inmensa libertas. Es entonces cuando la paradoja se realiza: la libertad interior emerge para realizarse, pero se encuentra con el poder tiránico que lo devuelve a su status naturae.

 

III

Desde Platón a Hegel la modernidad construye este paradigma; la libertad como voluntad y representación, como ilusoriedad necesaria. Es la libertad la que produce la auctoritas, como razón y/o como Estado, como eticidad, como legitimidad; lo hace para salvar-se del dominio de la pasión; pero al producir aquello que debería salvarlo lo que produce es su anulación. La libertad positiva, que busca realizarse en el mundo de la consecuencialidad, se revuelve sobre sí misma; se opone a la potestas, a la auctoritas, que trata de ubicarla en medio de la aritmética de las causas y de las consecuencias. Pero, al intervenir ésta, para salvarlo, para ‘socializarlo’ lo pone de vuelta en el avatar de su pasionalidad que lo anula, de aquella tiranía que lo mantiene sometido. La auctoritas solo puede afirmarse negando la libertad del sujeto y lo hace a favor de su propia libertas, así lo protege de sí mismo. Con Hegel da inicio la crisis de lo moderno; a partir de sus formulaciones es posible advertir el impasse al cual conduce el desarrollo de la dialéctica de la libertad positiva y negativa; la crisis de lo moderno apunta en dirección a reconocer la radical alteridad en la que estas se encuentran; en su ilusoriedad está su posibilidad de existir y de mantenerse, pero devela al mismo tiempo su obsolescencia. Es seguramente Hegel quien deja abierta la tensión al mantener la vigencia de la ilusoriedad y trabajar al mismo tiempo en su disolución/realización. La libertad negativa, aquella que no acepta someterse, penetra en la auctoritas y lo impregna de su poder corrosivo, lo divide, lo controla, construye los dispositivos que detienen el camino a su autonomización, apunta en dirección a impedir que ésta se vuelva poder absoluto que no reconoce a la libertas de la cual emerge. La ilusoriedad de la libertas se encuentra así expuesta, al desnudo. Es la ilusoriedad de la dialéctica la que es necesaria, y es esta la que deberá negarse, realizarse, suprimirse.

IV

Es en el espacio abierto por la post e hiper-modernidad donde la ilusión se deconstruye y con ella la dialéctica de la libertad positiva y negativa. La auctoritas fracasa al no poder realizar la libertad que el sujeto reclama; al intentar resolver la paradoja el sujeto se anula y regresa a su soledad, en la cual es soberano. En la modernidad la libertad no puede no ser sino una ilusión; la auctoritas, se presenta ineficaz para superar su carácter ilusorio. Lo que se anuncia con la crisis de la modernidad es la imposibilidad de realización de la libertad atrapada en la dialéctica de la superación de una forma en la otra; la superación del limite que cada una expresa y de su necesaria conexión. La post y la hiper-modernidad proclaman su ilusoriedad como falacia. Su operación es incisiva al desconectar la libertas de la emancipación, al acabar con su proyección positiva. Al eliminar la dialéctica se anula la tensión sobre la cual se soporta. El desenlace del postmodernismo y del ultramodernismo re-ubica a la libertad en su dimensión básica, como una pulsión que es constitutiva del ser en cuanto proyección del deseo, en cuanto anarquía de percepciones, movimiento de fuerzas, pasionalidad incontenible. Es esta acumulación desordenada de percepciones, esta sensibilidad acelerada e intermitente que no encuentra límite, la que produce el conflicto, una conflagración de fuerzas que esta inscripta en la misma configuración de la mónada que constituye a todo ser vivo (Leibniz). Lo que se anuncia es el regreso a la potestad de los poderes discretos y fragmentados, a la disolución de la auctoritas en una infinidad de arreglos del poder, a la reinstauración de las múltiples soberanías, de sus potestades indirectas (G. Marramao).

 

V

En su tratado sobre la Monadología, Leibniz se adentra en la comprensión de las sustancias elementales que mueven al mundo y que parecerían condicionar en profundidad la posibilidad de la libertas. Su aproximación es metafísica, el accionar de las monadas, aquello que las mueve, no pertenece al mundo físico sino a la pura inmaterialidad, a aquello que esta ‘por detrás’ del mundo de la consecuencialidad que ordena de manera aleatoria la conjunción de causas y efectos; llamaríamos, al mundo de la contingencia. ¿Pero que es la monada? es una entelequia; es el principio vital que lo mueve todo; es movimiento en cuanto solo en el movimiento puede entenderse el deseo y el apetito; la necesidad de atrapar el mundo; la monada juega su reproducción al enfrentar la compulsión del deseo y del apetito que la comanda. Entre sus características está la de ser autosuficiente o autorreferente; no depende del mundo exterior para reproducirse, sino de una dinamia interna que podría caracterizarse como el de su propia idoneidad constitutiva; en su operar esta presente este referirse a si misma, para lo cual instaura una dinamia de reflexividad que la obliga a salir de sí para luego retornar en un movimiento incesante de reproducción; una perfecta estructura ontológica compuesta de una infinidad de variaciones dentro de un marco cerrado de posibilidades; lo que la mueve es el apetito y el deseo de ser si misma. Se trata de una metafísica intemporal e inconmensurable como solo la metafísica puede serlo. Es éste seguramente el terreno de la libertas o el espacio inmaterial en el que ésta se juega; un espacio anterior a su afirmación en el mundo de los fenómenos, en aquel mundo en el cual el espacio de posibilidades se cierra necesariamente al afirmarse. En Leibniz lo que mueve a la monada es el deseo, este la conduce al conatus, al conflicto en su afán de afirmación; el deseo coincide con el mundo de las percepciones que en principio es caótico, porque es un mundo necesitado de selecciones y como tal caracterizado por excluir mundos posibles.

La formulación de Leibniz podría interpretarse como una operación que trabaja sobre la metáfora platónica de la caverna; en la caverna reinan las percepciones necesitadas de la luz que solo proviene de la razón, la razón es lo que para Leibniz es la apercepción del mundo, algo así como una percepción que se reconoce como tal, la producción de un efecto especular que permite poner en orden el caos de partida propio del mundo perceptivo. Lo que se vuelve posible a partir de Leibniz es complejizar la perspectiva platónica; la luz del conocimiento, de la razón, es apenas una imagen que obscurece la existencia de otras posibilidades; el mundo del conocer es el de las monadas necesitadas de identidad, la conciencia mundana, es aquella que esta en la caverna, es la de la vivencia de la individualidad que se da en el deseo; es esta condición sensual y pasional de la mónada la que la empuja a salir de si misma; su propia condición, ahogada en la finitud le empuja al conatus, a acudir al encuentro que podría salvarla de su ahogamiento en la finitud, a colisionar con su propia necesidad de salir de si misma; a fugar; su conatus es total: “por ello las acciones y pasiones son mutuas entre las criaturas (…) en cada cuerpo orgánico de un viviente hay una suerte de maquina divina o un autómata natural que sobrepuja a todos los autómatas artificiales” (P.L. 64). Aquí Leibniz introduce la distinción entre alma y máquina para diferenciar la heterogeneidad de causas que ordenan el movimiento de las mónadas, “las almas obran según las leyes de las causas finales, por apeticiones, fines y medios. Los cuerpos obran según las leyes de las causas eficientes, o movimientos” ( P.L. 79) ; las causas finales son las que conducen al conatus, las causas eficientes las que explican el movimiento; las causas finales (el bien, la belleza) son materia de disidio y confrontación, todas buscan asociarse con la divinidad que es donde reina la belleza, el bien, el orden armonioso, pero para conseguirlo activan al autómata artificial; en realidad el automatismo termina por ser el producto de esta búsqueda de si misma que caracteriza a la mónada. El autómata es la conjunción de causa final y causa eficiente; es en este terreno donde se juega la libertad, en una época en la cual la dialéctica ha colapsado y la libertad ha abandonado su carácter ilusorio.

VI

Las cartas estan sobre la mesa; es la misma pulsión del deseo la que se proyecta sobre el mundo y se reconoce como poder que desata el conflicto; ahora este es asumido como condición y posibilidad de la libertas; es el conflicto el que está inserto en la misma configuración del ser vivo, la ilusión de su exclusión o anulación ya no es necesaria; el otro que se opone, el ambiente que se resiste y ataca está en la misma configuración monádica; no hay ilusión posible de que esta antinomia se resuelva. La producción de auctoritas es sistemática e inestable, es poder generativo que oscila entre tensiones y pulsiones de clausura en la absoluta soledad, en la dis-identidad, en el no reconocimiento, en la afasía, a dinamicas de apertura y de búsqueda por la realización simbólica. La ilusoriedad es simbólica. Lo vuelve patente la crisis de los Estados nacionales sobre la cual se constituyó la potestas moderna; el Estado al realizar y garantizar los derechos, debía permitir que la libertad negativa se positivizara mediante su aparato institucional, su sistema de legalidades; una deriva que al operacionalizarse develó cada vez más sus limites: mantener a la libertas como expectativa no resuelta, utilizar su demanda como demagogía seductora, o en su defecto, trastocar su ‘política’ en la entronización de poderes tiránicos dirigidos a anularla, incluso su ilusoriedad.

Las auctoritas soberanas, aquellas que movian a los estados hoy se presentan ineficaces al aplicar su potestas; cada vez más la potestad soberana se fragmenta en potestades indirectas, en círculos restringidos de acumulación de poder, en lógicas de incidencia relativas. La revolución que estaba para constituirla, ha devenido en poder tiránico. Pero la pulsión del deseo es indetenible, emerge sistemáticamente y se expresa como derecho a existir, a realizarse; el deseo es productor de eticidad como lo plantea Hegel, pero requiere, exige de una alta dosis de abstracción institucional, una operación de artificialidad tal que pueda comprender la alteridad entre libertad positiva y negativa como condiciones no superables ‘dialecticamente’, como contradicciones que estan para retroalimentarse, para reconocerse en su estructural diferenciación y determinación. La modernidad hegeliana parecería ceder el paso y permiir el regreso de las potestades indirectas; o dejar el espacio para su transfiguración post e hipermoderna. No es que estemos frente a menos Estado, sino que estamos cada vez frente a más Estado, lo expresa la variable crisis fiscal, como dimensión crónica de la inmensa penetración del Estado en toda esfera de la reproducción social. Como lo resalta Marramao, “En el multiverso global, el Estado declina mientras crece, y crece mientras declina”. No es que el Estado se repliega para dejar que emerjan estas ‘formas de poder’ sino que las genera mientras más interviene; es el Estado de los derechos el que produce una amalgama particular por la cual las diferenciaciones y segmentaciones sociales se profundizan y expanden al tiempo de reclamar legitimamente sus ‘derechos’ (libertad positiva); al hacerlo, se acoplan a la estructura de los ‘viejos’ derechos fundamentales, que estaban justamente alli para resguardarlos ( libertad negativa), se superponen a ellos, los condicionan. Es este el desarreglo contemporáneo; la escasa abstracción institucional cede ante la amenaza de la libertas que no encuentra cauce institucional; de allí la dominancia de la juridicidad y de su estrategia niveladora y homogenizadora; el sistema judicial quisiera convertirse en cinturón de castidad que impida las multiples colisiones/soluciones que emergen en el enfrentamiento entre las formas y los arreglos que asume la ecuación libertas/auctoritas. Al intervenir con esta función, las reproduce ad infinitum; el poder generativo de la complejidad social, tiene aquí su punto de apoyo. La política ahora se lleva consigo al Estado y con este el control del poder se diluye. “En el intento de hacer frente a la masa crítica de contingencia que lo invade, el Estado se “autodeconstruye”, se desarticula, descentra sus funciones volviéndolas, al mismo tiempo, mas penetrantes y menos jerárquicas” (G. Marramao).

Es esta condición confusa de crisis e innovación, la que nos devela la situación actual de la libertas; es en este declinar/creciendo en el cual se debate la politica contemporanea, que reaparece la fundamental caracterización leibniziana de la estructuración monádica; no es posible pensar la condición contemporánea por fuera de esa artificialidad generativa; la actual revolución informática, computacional, comunicacional, mediática, parecería acercarnos a esa primigenia caracterización de la política moderna. Ésta acelera el desarreglo en el cual se encuentra la libertas/potestas; sin embargo, y al mismo tiempo, cada vez más su impulso conduce a perfeccionar la conexión entre biología y tecnología; la amalgama de los derechos es despolitizante y neutralizadora, su homologación es necesaria, para acoplarse a la convencionalidad abstracta de la inteligencia artificial; de allí el descubrimiento del cálculo infinitesimal con el cual Leibniz acomete su desentrañamiento de las ‘particulas elementales’; estas se reproducen sobre la homologación, sobre la serialización. Este parecería ser el lugar en el cual se define la libertas contemporánea. Las potestas tiránicas desconectadas del control político vs el amalgamiento de derechos y sus demandas comandadas por la innovación tecnológica, mediática, comunicacional.