La paradoja del muro

Alejandro Gordillo

 

 

I

Se construyen muros, fortificaciones, refugios, bunkers contra algo. La preposición guarda en sí todo el sentido de lo que se edifica: oponerse, delimitar un adentro seguro ante un afuera potencialmente amenazador.

 

II

La cultura como un muro contra la naturaleza:

Todo lo que el ser humano se ha dado a sí mismo para alejarse de su estado salvaje es, de alguna forma, la edificación de un complejo sistema de protección para resguardarse tanto psíquica como materialmente de su entorno.

Qué es la mitología sino una muralla hecha a base de símbolos que delimitaban y otorgaban sentido a todo lo que le pudo ocurrir al ser humano y lo amenazaba hasta el desconcierto. Había que crear mitos que explicaran de alguna forma por qué uno de los miembros de la tribu no despertaba nunca más, por qué ciertos animales los atacaban a veces, por qué cambiaba el clima, etc.

A medida que las sociedades fueron creciendo, hicieron falta mitos que le dieran un ritmo particular a la existencia del grupo. Materializadas en ritos, estas creencias marcaban la identidad de la tribu y ayudaban a sus miembros a discurrir por cada una de las fases vitales.

Los muros son la humilde respuesta humana a la deidad primordial del caos.

Quizá una de las mayores crisis de nuestro tiempo tenga que ver con que el retiro de los dioses trajo consigo la muerte de los mitos y ritos que nos guiaban a través de la existencia. De ahí que la psicoterapia sea vista por algunos como la forma arreligiosa de donación de sentido vital de esta época. Quien quiera buscar un sentido auténtico hoy en día está condenado a hacerlo en soledad e, incluso, en contra de lo que hoy llamamos cultura.

En clave foucaltiana, se diría que el muro afirma lo que está dentro y niega lo que permanece afuera. Gramática urbanística: el muro marca la sintaxis espacial y predetermina una hermenéutica del afuera, lo desconocido, el enemigo, obstaculizando la visión del que permanece en el exterior. No solo busca restringir el acceso, sino también sustraerse a la mirada del otro, inmunizarse contra el otro. El muro es la materialización de un punto de vista.

La simpleza de su estructura hace del muro la pieza ideal para futuras arqueologías. Como ruinas, podríamos imaginar un espacio en el que solo sobrevivan los restos de una muralla y nada de lo que estas guardaban. Símbolo vacío, cascarón, piel de serpiente. Cuando las facciones que separaba el muro han desaparecido, este cambia su función de construcción defensiva a monumento.

En Benjamin, la barricada es una intervención directa en la arquitectura urbana que prescribe un uso determinado de los espacios. Este tipo de ingeniería militar subversiva comporta una apropiación radical de las calles para resistir.

La barricada es quizá la versión más precaria del muro: su edificación responde no a la protección de algo que ya existe, como en el caso de las grandes murallas, sino que pertenece al futuro: proyecta la tentativa revolucionaria y el deseo de levantar algo nuevo.

 

III

María Zambrano: “Escribir es defender la soledad en que se está”.

En el adentro de la escritura se opera un movimiento paradójico: se escribe desde la barricada invisible del solitario momento creativo proyectando la máxima apertura que comportará luego la lectura.

Este momento creativo recuerda al relato de La construcción de Kafka donde se presenta una arquitectura ambigua que es, al mismo tiempo, refugio y trampa. Cada una de sus partes, cada uno de sus sentidos apuntan siempre en direcciones opuestas. La madriguera es un intrincado espacio de túneles horadados en la muralla. Esto sitúa al escritor en el punto cero de la visión; escribe literalmente desde y en el límite, pero acechado por aquello que se adivina más allá.

Hay un orificio en la pared que conduce a ninguna parte (tal vez ésta sea la verdadera madriguera), que ha perdido su función de entrada, de lugar de tránsito y, por ello mismo, adquiere un valor absoluto al liberarse de su fin; la inutilidad aparece como un rasgo soberano, liberador. Sin embargo, es un lugar acabado, que no ofrece nada más que un límite.

El otro orificio, el que constituye la puerta de entrada hacia el refugio de lo interior, es también la posibilidad de la amenaza, la comunicación con el afuera lo convierte en una herida. El peligro está siempre ahí, acecha desde cualquier rincón de las numerosas galerías; existe tanto como presencia real del predador, como ausencia. Es un fantasma cuya inminencia de corporeidad está llevada al límite de su propia imposibilidad: es la desesperación desde la que escribe Kafka, la incertidumbre que proyecta al ser hacia atrás o hacia el futuro y que termina siempre por fijarlo en un presente desgarrado por la angustia.

El silencio, la oscuridad, la soledad, todo lo que podría remitirse de forma absoluta a una noción de seguridad queda relativizado. La fragilidad de su estado denuncia la ineludible violación de su equilibrio. No hay lugar para la homeóstasis. Si el afuera es la amenaza y el adentro es un instante efímero que devendrá fatalmente en fracaso, entonces, la homeóstasis no es realizable, su ámbito es el no-ser y el no-estar: la utopía. La tierra prometida, por tanto, es una esperanza vana, una ilusión que rechaza en sí misma todo consuelo. Solo Moisés pudo ser consciente de ello. El resto del mundo entró en una ficción ajena y habita en ella desde entonces. Dios es un ámbito absoluto y pretender entrar en él sería buscar su muerte, desplazarlo hacia el no-ser. La única relación posible con la divinidad es el crimen: crucificar a dios encarnado para que la culpa nos ate a su sacrificio. En la carne, la memoria del crimen no mediada por ninguna simbología: Dios. La obra, sin embargo, exige un sacrificio soberano, absoluto, absurdo, que no conduzca a nada fuera de sí mismo, como un gesto definitivo de abismo.

El roedor del relato se dedica a errar alrededor de su soledad. No se adentra en ella, no se pierde en ella. La única posibilidad de reencuentro está en la negación, en el abandono que no mira más allá de sí y, sin embargo, avanza cuando todo se da por perdido.

El escritor avanza con sus manos, no sabe con certeza hacia donde se dirige, se mueve sin tener una meta fija. No hay centro posible en su edificación, por lo tanto, el centro puede estar en todas partes, en cada una de las plazas en las que deposita sus reservas de provisiones; no sabe en donde almacenar definitivamente toda su energía, se agota en los múltiples entresijos. En esta situación, cualquier dirección puede ser la equivocada, a cada paso la obra corre el riesgo de desplomarse. A la vez, todo lugar se vuelve necesario por sí mismo: al renunciar a un fin, su soberanía nace. Cualquier gesto puede ser de defensa o condena, ataque o liberación.

La obra queda siempre abierta, pero esto no ocurre como un acto de voluntad del autor, sino más bien como producto de la insuficiencia de su voluntad ante el exceso que lo supera. La intrusión del otro, la presencia que lee el ámbito que hemos construido para nosotros mismos es el derrumbe de la obra, la caída del muro.

 

Imágenes: milan degraeve, Plush Design Studio, Anthony DeRosa, The Peasants at Market (detalle), Albrecht Dürer (1471-1528)

 

El error de Epimeteo

Fernando Albán
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El mito de la democracia

En el segundo tomo de la Historia de la filosofía, una vez que se ha expuesto el lugar que los sofistas ocupan en el ámbito del pensamiento griego, Hegel prosigue con la exhibición del método que empleaban, de su modo de proceder, y, para ello, se remite al Protágoras de Platón. La sofística no consiste, solamente, en el cultivo de la destreza expositiva, como tampoco cree que la multiplicación de los puntos de vista para enfocar en todos sus aspectos un determinado problema es suficiente. El arte de los sofistas exige, además, ser velado y disfrazado de diversos modos. Homero y Hesíodo practicaron la sofística bajo la forma de la poesía; Orfeo y Museo la envolvían bajo el ropaje de los misterios y los oráculos; otros recurrían a la gimnástica o a la música. Protágoras, sin embargo, prefería no esconderse. Para enseñar al hombre a regentar del modo más hábil los asuntos de Estado, Protágoras afirma que es preciso confesar abiertamente que se es un sofista. Sócrates, al escuchar que la virtud política puede ser enseñada, no oculta su descontento e inconformidad; arguyendo como un sofista, invoca, como apoyo para su tesis, a la experiencia: Pericles, que dominó el arte de la política, nunca intentó transmitir esta ciencia a sus hijos. El arte de la política carece de discípulos.

Protágoras responde que es posible enseñar la virtud política y, para explicar cuáles son las razones que empujan a creer lo contrario, recurre a la máscara del mito. En respuesta a un encargo de los dioses, Epimeteo repartió entre los seres el vigor, la velocidad, la fuerza, el pelaje, las cuevas, la capacidad de volar; concluyó su distribución con la mayor igualdad posible, de tal manera que ninguna de las especies pudiera ser destruida. Prometeo, al revisar la distribución que Epimeteo había hecho, se percató de que los hombres yacían desnudos, inermes e impotentes. La falta de previsión de Epimeteo había determinado que ya no quedara nada que entregarles a los humanos cuando llegó su turno. Prometeo, entonces, al acercarse el momento en que los humanos debían salir a la luz, robó a Hefaistos el fuego y a Atenea la sabiduría, y se los entregó para que pudieran hacer frente a sus necesidades. Pero, al carecer los mortales de sabiduría política, su vida quedó a merced de la discordia. Fue entonces que Zeus, movido por la compasión, ordenó a Hermes que les infundiese pudor y justicia con el propósito de que pudiesen construir ciudades y anudar lazos de amistad. Hermes preguntó si los dones debían ser repartidos entre algunos hombres solamente; Zeus respondió que debían ser entregados a todos por igual, pues ninguna comunidad social puede subsistir si solamente unos cuantos poseen dichos dones. De ahí que, en Atenas, cuando se trataba de tomar acuerdos sobre los asuntos del Estado, todos estaban en capacidad de intervenir.

Lo que resulta paradójico es que, una vez concluida la exposición del mito por parte del sofista, las mismas razones permiten sostener que la virtud política —es decir, el pudor y la justicia— puede y no puede ser enseñada. De ahí que Protágoras afirme, siguiendo el sentido fundamental del mito, que todos los seres humanos son igualmente susceptibles de adquirir, por medio de la enseñanza, el arte de la política. De cualquier manera, se enseñe o no, lo esencial del mito es que la virtud política es la cualidad general de todos los hombres. Esto se torna evidente cuando Protágoras señala que nadie se rehúsa a enseñar a los demás lo que es justo, como tampoco a mantener en secreto la ciencia de la política como si fuese un bien al que se posee de manera privada. La justicia es un bien que se posee en común, y, por lo tanto, en lo que atañe al arte de la política, «todos son enseñados por todos» (Hegel, Historia de la Filosofía II). Posiblemente, consideraciones similares son las que llevaron a Jacques Rancière a sostener con insistencia que la democracia, antes de ser un “régimen político”, es el régimen mismo de la política. Siguiendo esta premisa, la política no puede sustentarse en desigualdades naturales o sociales; de ahí que «la condición para que un gobierno sea político es que esté fundado en la ausencia de título para gobernar» (Rancière, El odio a la democracia). La democracia, como régimen de lo político, revela que la igualdad —el pudor y la justicia que se posee en igual medida— se convierte en el fundamento del poder común. Solo entonces la legitimidad de un gobierno depende del estricto hecho de ser político; es decir, de carecer, en el ejercicio de gobernar, de título o de fundamento legitimador. La democracia está regida, tal como lo entiende Rancière, por la «ley de la suerte». La institución democrática por excelencia, entonces, es el sorteo.

El mito del político

En el Político de Platón, se define a la «política» como «el arte de apacentar hombres». Y es indiferente si se califica a la política como arte o como ciencia, puesto que, en cualquier caso, es indispensable el conocimiento para conducir al rebaño. De ahí que el hombre político —el filósofo— haya sido también relacionado con el cochero, al cual, gracias al saber que posee, se le entregan las riendas de la ciudad. Pero, al ser el político un tipo determinado de pastor, es necesario diferenciarlo de todos aquellos que destinan su labor a la crianza del rebaño humano. Con este propósito, Platón se sirve de un extenso mito que trata sobre la reversión periódica del universo y sobre el impacto que este evento tiene en la configuración de la vida humana. Cuenta el mito que, en la época de Cronos, dios personalmente conduce el movimiento circular del universo, mientras que, en la época de Zeus, el universo está a su propia merced; es, en esa libertad, que el universo empieza a circular en sentido retrógrado. Al principio, cuando el dios regía el movimiento circular, todas las partes del mundo estaban distribuidas y apacientadas por diversos dioses. Es así que, en la época de Cronos, los humanos carecían de regímenes políticos y brotaban espontáneamente de la tierra de la que recibían una profusión de frutos. En la marcha retrógrada del universo, la raza nacida de la tierra desapareció por completo, pues ya no le era posible al ser vivo nacer y subsistir por acción de agentes exteriores. Al ser el mundo amo y señor de su nuevo curso, todos los seres recogidos en su seno debían enfrentarse a la misma suerte. De este modo, una vez que los hombres se quedaron privados del cuidado de los dioses, fue necesario que el político cuide de ellos.

En el período en que dios dirige la marcha del universo, este se comporta siempre de manera idéntica y se mantiene en conformidad consigo mismo, pues la inteligencia logra imponer un pleno dominio sobre el elemento corpóreo. Por el contrario, el universo de la época de Zeus está abandonado a su suerte y, por lo tanto, las cosas que anidan en él se encaminan a su corrupción; se trata de un mundo más heterogéneo y que participa cada vez menos del ser. Librado a sí mismo el universo degenera en una organización cada vez más confusa que lo arrastra hacia la región en la que prima la desemejanza. Hoy vivimos en el período cósmico que resulta del abandono del dios; época en la cual, por lo demás, son indispensables las ciudades en cuyo ámbito se suscita el problema de la política y del político. Precisamente, el político es el relevo del dios en la época retrógrada, puesto que posee «una ciencia relativa a las acciones» que lo vuelve apto para apacentar al rebaño humano. Gracias a la posesión de la ciencia, el político es capaz de mesurar el más y el menos, no solamente en su relación recíproca, sino «con la realización del justo medio». Es decir, el político mide teniendo en cuenta la relación que una acción guarda con la medida justa, absoluta. Además, la posesión del patrón absoluto —la justa medida— es lo que permite al político colocarse por sobre la ley y justificar, al mismo tiempo, el carácter absoluto del poder. De ahí que, el único límite del político sea el que brota de su propio saber. «Por necesidad, entonces, de entre los regímenes políticos, al parecer, es recto por excelencia y el único régimen político que puede serlo aquel en el cual sea posible descubrir que quienes gobiernan son en verdad dueños de una ciencia y no sólo pasan por serlo [como el sofista]; sea que gobiernen conforme a leyes o sin leyes, con el consentimiento de los gobernados o por imposición forzada, sean pobres o ricos, nada de esto ha de tenerse en cuenta para determinar ningún tipo de rectitud» (Platón, Político).

Solo el régimen político fundado en el saber de un único individuo es auténticamente político, pues «ninguna muchedumbre de ningún tipo sería jamás capaz de adquirir tal ciencia y de administrar una ciudad con inteligencia» (Político). Y, en cuanto a las otras formas de gobierno, no resultan ser más que imitaciones del régimen perfecto en el que gobierna un solo político dotado de ciencia. Esta forma perfecta de gobierno, la única legítima para Platón, funciona como patrón para juzgar a las otras, bajo el criterio de mayor o menor proximidad respecto de esta forma de gobierno ideal. En la estructura jerárquica que se despliega a partir del arquetipo ideal, los regímenes «que están regidos por buenas leyes» tienen la virtud de imitar de mejor manera al régimen absoluto, aun si no llegan a ser considerados como propiamente políticos. Esta exclusión, del ámbito de la política de los regímenes basados en la «función legislativa», se debe a que la ley, por su alcance universal abstracto, no puede dar cuenta de «las desemenjanzas que existen entre los hombres, así como de sus acciones», puesto que ningún asunto humano es estático. Es decir, la ley procede como si fuese un hombre fatuo que dice no a todas las iniciativas que sean ajenas a las disposiciones elaboradas por él. En consecuencia, el legislador no está en condiciones de «atribuir con exactitud a cada uno en particular lo que le conviene».

El político es el encargado de superar el límite inherente a la ley, reduciendo el movimiento retrógrado que separa la época de Cronos —lo universal abstracto— de la de Zeus —lo particular concreto—. El Político de Platón configura el escenario propicio para que el gobernante prescriba la justa medida para cada acción humana. Se trata de la configuración de una vida en la cual las reglas se encuentran tan ajustadas a las acciones de los individuos que terminan sumiéndolos en la esclavitud. De ahí que el efecto de la acción del Político consista en hacer que la regla se confunda con la realidad, solo entonces aquella resulta incuestionable. La regla, dice Castoriadis en Sobre el Político de Platón, no debe adherirse a nosotros como la túnica de Neso se adhiere al cuerpo de Heracles. Y este muere porque es una túnica envenenada. Solo podríamos apartarnos de las reglas arrancándonos la piel.

Dos mitos, dos sentidos antagónicos de la política. El Político real cuyo gesto consiste en hacer de «su arte ley» y Protágoras, el sofista, hombre democrático cuyo ser es la palabra: virtud poética que reposa en la confianza; confianza, por ejemplo, en la igualdad de las inteligencias. Al final del Protágoras, Sócrates reconoce que el engaño de Epimeteo hizo que reine la confusión. Así, una vez concluido el diálogo no es lícito afirmar si la virtud política puede ser enseñada o no, como tampoco se puede saber si el engaño de Epimeteo «en la distribución que hizo» fue el efecto de un descuido. Epimeteo, por descuido o por error, hace que la confusión reine por todos lados, su gesto recuerda oscuramente que la democracia, más que una forma de gobierno, es la irreductible ingobernabilidad sobre la que todo arte de gobernar se funda. La democracia es el régimen de la política sin el político.

 

Imagen: Carl Raw on Unsplash