Objetos y olvido

Andrés Barreno Lalama

 

 

Evitaste definir una cosa por su contrario,
porque no siempre el contrario del error es el acierto.
Ni siempre la patria es el día. Ni el exilio la noche.

Mahmoud Darwich, En la presencia de la ausencia.

 

 

La creación – Prefigurar un extraño mundo que está por venir

Creaciones que tienen una vida propia, que les fue transferida en su creación, con una funcionalidad o con un fin, como muestra de existencia, una prueba de vida en esta era.

Las ideas surgen como un acto necesario de sentirnos vivos, de sentir que existimos. Su materialización es la respuesta o el reflejo de quienes intentan dejar rastros, sea por necesidad, supervivencia, ego, vanidad; o, simplemente porque el amor de crear un objeto, que nació en los pensamientos, en los deseos. Un objeto ideomorfo que no tiene categoría y que su uso y fin apenas es conocido por su creador. Es una manera de prefigurar un mundo futuro extraño en el que se pretende dejar una huella.

La motivación de materializar ideas, de alcanzar entidades, objetos ideomoformos, es una manera de poder traducir pensamientos y de pretender darles un espacio en esta existencia. En un contexto social que adora producir objetos, para después permitirse descartarlos, con la negación permanente de que al descartarlos de un espacio cotidiano dejarán de existir. Pero, al igual que los pensamientos, los objetos no pueden dejar de existir, apenas se alejan de nuestra vista y dejan de ser útiles en esta existencia organizada y convocada a una lógica de consumo incesante.

Dominados por la visión, como sentido guía, se pretende dejar nuestro rastro admirado, útil y hasta criticado. Objeto y rastros de los mismos que pretendemos parte de la historia; ilusionados o ciegamente ebrios, pensamos que vamos a ser reconocidos por una historia que detenta poder. ¿O será que ansiamos y queremos ser parte de ese poder? Un intento infructuoso y agónico que podía consumir una vida entera. El vértigo contemporáneo de la representación: un sueño que puede convertirse en muerte, sin que de ello demos cuenta.

El rastro de las creaciones – Ahora todo esto se perdió (Aldo Rossi)

Los objetos más cotidianos, parte de actividades inverosímiles, o vitales para poder sentirnos vivos, en esta vorágine galopante que provoca y promueve modos de vida más acelerados, condicionados por una estética que exige olvidar y descartar un pasado. Una modernidad que intenta negar sus bases: ¿qué hacer con los objetos, con las ideas que dejan de ser necesarias; o simplemente, útiles para un momento pasajeros, para un presente orientado a avanzar, a ser moderno, a olvidar los oscuros, a negar la existencia de cualquier parte negativa. ¿Qué ocurre con lo que está de más, con lo que deja de ser útil o redituable? ¡Lo descartas, lo alejas, lo destierras! Y la gran y permanente interrogante: ¿a dónde?

Objetos, vidas y sueños materializados, antropomorfos, ideomorfos, cosas, objetos, cuasi-objetos; aquellos que fueron consumados, o descartados en su creación, pero que igualmente reclaman su existencia. Todos ellos, los negados, los que dejaron de ser útiles, en un exilio permanente, en un destierro que no tiene marcha atrás y que apenas aplana cualquier rastro de recuerdo o de utilidad. Imbuidos en una modernidad que nadie se atreve a categorizar, sea pre, post, híper o, simplemente una modernidad híbrida que quiere homogeneizar su color, dominar las temporalidades e imponer una cadencia acorde a sus consumos. Ritmos y cadencias que dominan incluso su razón creadora.

Un cúmulo de olvidos, de objetos desterrados de nuestro presente, sin tener otro destino más que el olvido y desprecio, o simplemente su negación de existencia. Reemplazar las creaciones, cambiar objetos usados por nuevos por estrenar. Galopante modernidad que pretende llenar el espacio de recuerdos, o mejor dicho que pretende olvidar todo lo “inútil”, para que quede más espacio a lo nuevo. Sin merecer su rastro, sin merecer que sus creaciones también constituyen base y protección. Al igual que todo lo que presente aquí, no puede desaparecer, es apenas un destierro, una expulsión.

 

Muros y barreras – Los dos lados de la conciencia humana (tanto el que estaba concentrado para adentro como el que está concentrado para afuera) yacen soñadores o medio despiertos bajo un velo común (Jacob Burckhardt, Die Kultur der Renaissance in Italien).

En un sentido positivo y pragmático, muros que han erigido imperios, delimitado fronteras, alejándonos de lo desconocido, del asedio y depredación; y al mismo tiempo han protegido y logrado limitar una libertad para crecer, una percepción momentánea y pasajera de protección. Una creación paradójica e inseparable de la vida civilizada de una sociedad que se manifiesta, que agencia una ramificación de figuraciones, de sentidos e intencionalidades. Codifica significados alternativos en el interior de su estructura formal e material y muestra imágenes y símbolos a su exterior.

¡Libertad o limitación! Depende de su perspectiva. Sin embargo, representan materialización de intencionalidades, de aspiraciones y sueños que quedan plasmados en objetos, híbridos y complejos. Apenas descritos y desechados por un ritmo consonante a voces de modernidad.

La materialización de ideas, la corporeización de pensamientos, la consecución de muchos sueños que se plasman en el espacio, como abrigo, como limitación, constituyen una existencia, por lo tanto, surgen actores nuevos en el mundo. Nuevos actores que representan una concatenación de entidades que dieron forma y creación. Contenedores de limitan y libertan, representan actores que agencian afectaciones para su alrededor. Nuevas barreras, materialización de las ideas (limitadoras y libertadoras).

Esa constante necesidad de dejar un rastro humano muestra la urgencia de ser oídos, de tener una voz. ¿Qué ocurre con los objetos que no tienen un relator? Que apenas se registra su uso temporal, sin importar que sea una creación y que su utilidad se transforma.

¡Muros! ¿Son una barrera, una protección? Pero al mismo tiempo representan un abrigo y un refugio. Lo simbólico de los objetos, la representación de ideas, su materialización. Sueños ambiciosos, tendencias modernistas, una reencarnación moderna de paisajes desolados son el rastro de la huella humana. Ruinas de una modernidad rapante que cambia y transforma el espacio, limitando la memoria a un relato histórico. Un rastro queda de la creación humana, de lo que alguna vez tuvo relevancia, y que ahora quiere negar su existencia. ¿A dónde van las ideas que quieren ser olvidadas, los recuerdos que rehúsan irse, muertos que se niegan a morir? ¿Es acaso, un olvido premeditado para poder sentirnos modernos?

El olvido

De vez en cuando
camino al revés:
es mi modo de recordar.
Si caminara sólo hacia delante,
te podría contar
cómo es el olvido.

Humberto Ak’abal (poeta maya).

 

No querer recordar y no tenerlo cerca no quiere decir que no existió. La hipóstasis de la modernidad. Un equívoco presagio de que todo lo desechado desaparece, cuando en su creación se le entregó vida y por lo simbólico y representación, constituyen objetos que tienen vida y cuya agencia cambia en un anonimato, por la ausencia del relator. Una transformación permanente que agencia figuraciones a su alrededor.

Actantes que cambian, murallas que se convierten en muros, que dejan un rastro y una memoria inevitable. En el campo simbólico, cuando su agencia produce afectaciones tan grandes y transformadoras, resulta necesario, y como instinto de supervivencia el pretender olvidarlo. Sin saber cómo o dónde, el destierro es la solución acertada: evitar su presencia, aceptar su ausencia y pretender que no existió. Objetos desterrados, ideas desterradas en un exilio que no conoce tregua; apenas su rastro peregrino deja una estela para quienes quieren ver el resultado de una vida humana; que resiste a la memoria y persiste en el mismo espacio. Las ruinas del futuro, las limitaciones olvidadas y superadas. ¿Qué hacer con ellas, cuando no tenemos otro espacio? Si apenas podemos mirar para otro lado, seguir un camino diferente, negando que hay un rastro dejado, que, en una cábala, las volveremos a encontrar.

Objetos olvidados, que sobreviven incógnitos al tiempo, transfigurando el espacio, migrando consonante a la época que los destierra, y que ya no los quiere como “útiles” o necesarios. ¿Cuál es el destino de nuestros desechos en todas sus formas? Objetos expulsados a un vacío inexistente, a un mismo espacio que, compartido, resulta en una hibridación de temporalidades y de rastros de modernidad. Actores humanos y no-humanos que conviven y conglomeran; objetos, memorias que nos recuerdan a la decadencia, al olvido, un misterio que demanda un relato. ¿Quiénes fueron los seres que crearon estos objetos, quienes los olvidaron? Tambores ocultos que queremos no escuchar, que son casi imperceptibles, y cuya estela es una memoria de lo que fueron.

Es el mismo espacio que se transforma, que muta, de tonalidades y formas diferentes: cuando los objetos “obsoletos”, desterrados, salen de nuestro espacio íntimo, no quiere decir que dejan de existir. Apenas no los tenemos cerca, excluidos de nuestra vista, permanecerán en el tiempo, se transformarán e igualmente intentarán servir a otros fines, a otras intencionalidades. Pero nunca podrán ser olvidados.

Se escuchan ritmos nuevos civilizatorios, rapantes expulsan a lo desnecesario, nuevos vientos que presagian tempestades, limpiezas que expulsan a lo que nos es “estético”, a lo poco atractivo: sueños y ambiciones de hombres por conquistar el territorio, nuevas ideas que quieren dominar los espacios y marca su orden y dinámica. ¿Qué ocurre con quienes no quieren ser parte? Expulsados de su entorno, sin una luz en el camino, y con cada paso van dando forma.

 

Un nuevo mundo – las ruinas de “un futuro”

Objetos y cosas que permanecen en el tiempo, que peregrinan en el espacio hasta intentar ser olvidados, o simplemente desterrados, desechados por no cumplir y suplir las necesidades presentes, las urgencias que ocupan el tiempo e intentan llenar el espacio.

Materializar sus aspiraciones, sus sueños, es la manera de desembarazarnos de las ideas. Comprender el mundo en su complejidad composicional, no facilitará nuevos pensamientos, nuevas maneras de reconocer la realidad, de ampliar una realidad a toda su constitución, reconociendo la belleza de la diversidad, la belleza de las diferentes temporalidades del tiempo.

Ruinas de un futuro, fronteras que no sólo serán partes de tierra, y cuya conformación será el resultado del nuestro paso, de nuestra propia peregrinación y de nuestros propios desechos. Limitados, delimitados por las ideas y materializaciones que también desterramos y descartamos. Una libertad limitada, unos conceptos que pretenden hacernos sentir libres.

¿Qué no quiere ser escuchado o qué no quiere ser recordado? El dolor es tan grande que la supervivencia exige por lo menos un bloqueo. ¿Es un acuerdo de supervivencia, la negación? No es relevante para el nuevo mundo que surge y responde a una nueva aspiración –sin juicio de valor–, que conduce al olvido.

¡La profecía de inmortalidad se cumple! Todo queda aquí, y en nuestro rastro, estelas de recursos e intenciones de olvido nos rodean. Podrán aprisionar, quizás… pero al mismo tiempo nos liberarán de un pasado: si lo resolvemos, si lo queremos aceptar como parte de nuestro rastro. No es modernidad que niega cualquier fracaso. Rodeados de cosas, objetos; limitados por nuestro rastro. Todas nuestras creaciones perduran, sólo que ocupan otra espacialidad, no desaparecen ni son olvidadas. Quedan guardadas en otra temporalidad.

Muros: La materialización de nuestras barreras mentales, que limitan nuestra libertad y su rastro no se pierde en el tiempo, se transforma, pudiendo llegar a un arruinamiento –como las ideas y creaciones–, o un vestigio de un rastro, de un recorrido. Materia-lidades inmortales hasta llegar a La Nada.

Sueños que nacen y mueren en la misma temporalidad, pero que no se olvidan, y por lo tanto peregrinan en historias y recuerdos. Un registro de una vida de intentar olvidar como fin último. Limitado por un sistema estructurante que vende profecías de libertad y modernidad, limitados por los mismos conceptos que dominan esta razón agónica a agonizante.

 

 

Imágenes: Hans BraxmeierPeter HFree-Photos  (Pixabay)

Aporías de la libertad

C. Nectario

 

¡Oh, Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!

Marie-Jeanne Roland de la Platière

 

El hombre es la única criatura que se niega a ser lo que es.

Albert Camus

 

La libertad es una cuestión occidental, ante todo de la filosofía moderna. La pregunta acerca de su esencia se articula en torno a la moral y la política; indaga por el sujeto en su relación con sus semejantes, con sus entornos sociales, culturales y naturales. Se inquiere acerca del sujeto o del individuo o de la persona, conceptos estos que se refieren a entidades que no son equivalentes entre sí. Se interroga sobre las posibilidades de realización vital de los individuos y por su responsabilidad, de cara a su comunidad, a lo otro y los otros. Que el escenario de la cuestión se sitúe entre ética y política implica que deba considerarse la dimensión religiosa o teológica de la libertad, así como su historicidad.

Si la libertad es ante todo un problema de la filosofía moderna, sus antecedentes se encuentren en el pensamiento griego clásico, tanto en Platón o Aristóteles como en Esquilo o Sófocles. En la tragedia se inquiere por la responsabilidad del individuo sobre sus actos, sobre su desmesura (hybris), sobre la violación de la ley que organiza la comunidad, aun si se ignora que se la está violando (Edipo rey), o sobre la contradicción entre la ley que instaura la polis y la ley de la tradición y la piedad familiar (Antígona). Sócrates acepta cumplir la sentencia injusta que lo condena a muerte y bebe la cicuta, a pesar de que sus amigos lo incitan a huir de la prisión, porque la obediencia de la ley preserva la ciudad; condenado por impiedad y acusado de negar a los dioses, cumple ―no sabemos si irónica o piadosamente― con el deber religioso cuando pide a Critón que no olvide pagar el gallo que deben a Esculapio. El precepto inscrito en el templo de Apolo en Delfos, “Conócete a ti mismo”, da cuenta de la ignorancia del hombre acerca de sí mismo, por tanto, sitúa el inicio de la autoconciencia como núcleo del pensamiento y como condición de la polis.

A diferencia de lo que acontece en la Grecia clásica, las historias de las sociedades que los europeos denominaron Oriente ―China, India, Persia, Mesopotamia, Egipto, y también África y América―, como lo veían Montesquieu, Hegel o Marx, estuvieron marcadas por el despotismo o la esclavitud generalizada. La libertad no es una cuestión que se aborde en el confucianismo o el taoísmo en China, o en las religiones hindúes o persas. La responsabilidad del individuo, que tiene que ver con las normas comunitarias que delimitan el bien y el mal, que establecen la obligatoriedad o permisibilidad de determinados actos y la prohibición de otros, se inscribe dentro de lo religioso, a partir de la representación mítica y la demarcación entre lo sagrado y lo profano. Pero no hay ninguna problematización de la organización política, de las formas de relación entre individuos y sociedad o estado. Sin lo cual tampoco puede aparecer como un problema que acucie al pensamiento la diferencia entre lo público y lo privado, o entre la ciudad y lo doméstico.

La cuestión de la libertad, de Platón o Aristóteles hasta Hegel, Nietzsche o Marx, e incluso más acá de estos, tenía que articularse en relación con el dominio de unos hombres sobre otros, con base en la polaridad entre amo y esclavo, paradigma de la “unidad” y “lucha” de los contrarios. La figura del amo no se restringe a la representación de un hombre que domina a otro, incluso hasta el punto de convertirlo en cosa de su propiedad sobre la que puede ejercer cualquier disposición arbitraria, o de un grupo ―clase, estado, nación― sobre otro, sino que trasciende el campo de las relaciones humanas para representar la relación del dios o los dioses con el creyente. El cristianismo primitivo comparte con el estoicismo ciertos rasgos que caracterizan al liberto y al esclavo que espera de su amo la manumisión, sea de la carga de trabajo cotidiano o del pecado; mas, ni el estoicismo ni el cristianismo creen verdaderamente en la libertad, pues no hay emancipación posible ni del cuerpo ni de la culpa. El Señor que promete la salvación, en el caso del cristianismo, ya ha advertido que su reino no es de este mundo. El estoico se encerrará en sí mismo para encontrar la libertad que no halla en el mundo; una libertad de pensamiento que discurre en soliloquio.

La modernidad occidental trajo consigo el impulso hacia lo mundano. La Reforma, el nacimiento de las ciencias naturales, la emergencia de una economía que tiende a la mundialización, la industria luego, inciden en un radical cambio de la idea del hombre, y por consiguiente de la representación de su lugar en el cosmos, ante la naturaleza. De Descartes en adelante, el sujeto será conciencia y, más aún, autoconciencia; es ante tal sujeto que emerge de modo acuciante su problemática libertad. Sin embargo, esa idea del hombre de la filosofía moderna heredó del cristianismo y de la filosofía griega una imagen que solo con el avance científico ha venido desvaneciéndose: la distinción entre cuerpo, perteneciente a la “extensión”, la naturaleza material y la condición animal, por tanto, mortal, y alma-espíritu, perteneciente al “pensamiento”, a la razón que vinculaba al hombre con lo divino, por tanto, inmortal. La libertad, por consiguiente, tenía que concebirse como atributo de la (auto)conciencia, de la voluntad del sujeto que lograba dominar a través del conocimiento las pasiones e impulsos del cuerpo, la sumisión a la materialidad, al deseo, para ascender al bienestar espiritual, para proyectarse a lo divino. El mal quedaba localizado en el cuerpo, en lo instintivo; el bien comenzaba por el dominio de las pasiones. Pero, ¿qué implicaciones traía este movimiento moderno en relación con la ley de la convivencia social? Es sintomática la semejanza entre la recurrencia de Descartes a Dios, quien crea al sujeto, y la idea del derecho divino de los monarcas. El Dios cartesiano garantiza la existencia de la realidad ―su propio cuerpo, los otros seres humanos, las cosas― al yo enclaustrado en la conclusión “pienso, luego existo”, así como Dios garantiza el orden social a partir del derecho divino del soberano. No obstante, el propósito cartesiano es fundamentar metafísicamente la libertad de pensamiento que requiere la ciencia moderna; frente al juicio a Galileo o a los asesinatos de Bruno o Servet, se requiere la reforma del entendimiento. Frente al dogmatismo de las iglesias, católicas o protestantes, o de la sinagoga, como bien lo entendió Spinoza, había que defender la libertad de pensamiento, de expresión y la tolerancia. A la sombra del sujeto cartesiano se protegía el surgimiento de las ciencias naturales, y a menudo incluso a la sombra de algún déspota ilustrado.

Aunque es una figura heredada del cristianismo y del judaísmo, el Dios de la metafísica moderna es una entidad abstracta, que nada tiene que ver con ese viejo personaje del mito religioso. El Dios cartesiano que ordena la naturaleza matemáticamente, el Deus sive natura espinociano, la mónada de mónadas que decide el mejor de los mundos posibles de Leibniz, el Dios comprendido en los límites de la mera razón kantiano, o el Dios de los ilustrados y los libertinos ―es decir, los librepensadores―, que culminan en la figura de la Diosa Razón de la Revolución Francesa, exponen el paulatino ocultamiento de lo divino en el mundo moderno. Se exige pensar el ámbito moral y político de modo diferente, desde la idea del hombre, a partir de su autonomía, su racionalidad, su facultad para el examen crítico y no solamente a partir de una voluntad ciega surgida del instinto. Con la razón práctica se afirmarán las teleologías, los fines que se proponen para alcanzar la paz perpetua, los imperativos categóricos que establecen la moralidad. Más tarde, surgirán los ideales de mundos perfectos en que se realice la esencia humana: sociedades regidas por la razón, la ciencia, la armonía, los reinos de la libertad, la igualdad o la fraternidad universal.

El mal en ese horizonte puede ejemplificarse con el asesinato brutal que comete el delincuente, o con los crímenes imaginados por Sade, o por la guillotina. El crimen puede evaluarse estéticamente, como lo hacen los libertinos de Thomas de Quincey. Ante ese Dios abstracto, de todas maneras heredado del cristianismo, había que colocar la pregunta por el origen del mal. ¿Cómo es posible que Dios, omnipotente, omnisapiente, crease un mundo donde existe el mal? ¿Qué sentido contiene el mito del fruto prohibido del Árbol del Conocimiento que incita a Adán y Eva a cometer el primer pecado, heredado luego por toda la humanidad? ¿Acaso en el mito no está contenida la idea del impulso humano a la libertad? Para Schelling, la libertad es la facultad del bien y del mal; influenciado por el “panteísmo” de Spinoza y recurriendo a los gnósticos, recurre a la argucia de postular un in-fundamento o abismo (Ungrund) que subyace en Dios. Ese in-fundamento de Dios, ligado a la materialidad y al mal, es el opuesto dialéctico, complementario de la luz, del espíritu divino y del bien. El mal, y ya no solamente el bien, adquieren una dimensión metafísica esencial, están en el fundamento del ser y en su oscuro abismo. El devenir, o más bien la historia, es una lucha incesante entre el bien y el mal.

De alguna manera, esta aventura del pensamiento occidental culmina en el espíritu absoluto hegeliano. ¿Acaso lo divino es la totalidad de lo humano, el despliegue de lo humano en la historia, hasta alcanzar las formas de organización de la moralidad y del Estado modernos? La historia es el despliegue del espíritu absoluto, que incluye la totalidad de lo humano, hasta alcanzar el reino de la libertad, claro que también gracias a las astucias de la razón: el mal, como la guerra, impulsa el progreso histórico. Pero en Hegel, a partir del célebre capítulo de la Fenomenología sobre la dialéctica del amo y del esclavo, la libertad adquiere una connotación de enorme importancia para la historia posterior, al menos en Occidente: tiene por fundamento el reconocimiento del otro. Es conocida la trama de ese pasaje: hay dos conciencias que se encuentran y confrontan; una de ellas no se rinde ni siquiera ante el amo absoluto, la muerte: es la conciencia del amo. La conciencia del esclavo prefiere, ante la muerte, el sometimiento al amo. Reconoce al amo como tal, y en consecuencia satisface su deseo a través del producto de su trabajo. El amo, al depender del trabajo del esclavo, se supedita a este. El esclavo, adiestrado en el conocimiento gracias al trabajo, reconoce al amo, y luego, por ese reconocimiento, toma conciencia de su propia situación. Desea el reconocimiento del amo, la superación de la confrontación y de la condición misma de la esclavitud. El fin de esta, el ámbito de la libertad, emerge del mutuo reconocimiento de la libertad del otro, de que el otro es también autoconciencia, y que solo puede serlo a través del muto reconocimiento. En otro pasaje, al inicio de sus Lecciones sobre la historia de la filosofía, Hegel postula que la filosofía, es decir, la Ciencia ―el concepto, pensamiento puro, y no ya la representación contaminada por la imaginación, por las ilusiones de lo que luego se llamará ideología― surge en Grecia porque en la polis se encuentran hombres libres que se reconocen como tales, los ciudadanos, y porque el pensamiento adquiere libertad. Esta tesis trae consigo implicaciones que aún permanecen ante nosotros: el conocimiento necesita una organización social donde exista la libertad de pensamiento, esto es, de palabra, de interlocución y debate. Por otra parte, la exclusión de los no-ciudadanos del orden de la libertad conlleva la separación entre el ámbito público, la ciudad, y el mundo doméstico donde el ciudadano ejerce despóticamente su condición de amo sobre las mujeres, los menores de edad, los esclavos, los extranjeros. A los excluidos se les coarta la libertad de pensamiento, se los silencia o se encierra su conversación entre los muros de la casa, su palabra se reduce a murmullo.

La historia del progresivo ocaso del Dios de la metafísica moderna culmina, como sabemos, en la constatación de su muerte por parte de Zaratustra; consiguientemente, en el nihilismo, es decir, en la carencia de fundamento para los valores. Ante la ausencia de Dios, ¿qué es la libertad? ¿Cuál es el fundamento de la decisión entre el bien y el mal? ¿La voluntad de poder, el impulso por perseverar en el ser, la utilidad, el placer? ¿Qué puede impedir el crimen? ¿Acaso el reconocimiento del otro es suficiente para evitar su asesinato o su esclavitud? La rebeldía adolescente en la época del nihilismo se extiende de los terroristas rusos del siglo XIX hasta los artistas de las vanguardias de hace un siglo, en actos que implican la afirmación de la voluntad individual que se rebela contra la ley. En el caso de los primeros, poniendo en juego su propia muerte; en el de los segundos, como un puro gasto de energía creativa que se dirige a corroer la propia obra. El rebelde impugna todo orden, el revolucionario impugna el orden existente para instaurar uno distinto. El intelectual de Occidente se refugia en algún espacio institucional que no tiene problema en acoger su disenso.

Sin embargo, los dioses no acaban de morir. Renacen a partir de los supuestos orígenes o los grandes fines: Nación, Pueblo, Proletariado, Dinero, Raza, Libertad, Igualdad, Fraternidad, Comunidad… Incluso otros dioses más difusos aparecen en escena, por caso, Seguridad, esa obsesión de nuestro tiempo. En nombre de la nación o la raza, se crean campos de exterminio donde se industrializa el asesinato o se emprenden campañas de limpieza étnica. En nombre de la libertad se levantan patíbulos, y en el de la igualdad, se crean gulags. En nombre de la justicia y la reparación, se cultiva el resentimiento, fuente de los fascismos. En nombre de la seguridad, se instalan ciudadelas amuralladas, cámaras de reconocimiento facial en calles y plazas, regímenes policiacos.

No obstante, herederos de Occidente como somos, ya sin dios que garantice cualquier más allá, ni en el cielo ni en la tierra, sabiéndonos finitos, es decir, mortales, como individuos y como especie, alejándonos día a día de las nociones modernas sobre lo humano, no nos resignamos a seguir indagando por lo que somos, por las posibilidades de vida que se abren en los límites de nuestras existencias. Por lo que cabe proseguir en el esfuerzo de mantener espacios públicos y domésticos de mutuo reconocimiento y de interlocución, de una siempre precaria y problemática libertad de pensamiento.

 

 

Imágenes: Rostyslav Savchyn (Unsplash); Andrés Canchón (Unsplash); Cabecera: El jardín del Edén (detalle). Panel de terciopelo trabajado con hilo de seda y metal. Último cuarto del siglo 16. The Met Museum

La libertas ilusoria

Julio Echeverría
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I

La libertad es ilusión necesaria, es su única ‘forma’ y como tal difícilmente la podemos encontrar en la realidad, o en aquello que solemos llamar ‘realidad’: aquel, espacio o lugar comandado por la consecuencialidad de los hechos observables. La libertad pertenece a esa materia propia de la inmaterialidad, que solo es aferrable como concepto o como idea, pero que como tal no puede renunciar a su pulsión utópica, que es la de realizarse en el mundo de las causas y de las consecuencias. Es solo allí cuando descubre su carácter ilusorio, su inconmensurabilidad radical. Es esta su característica ontológica; está donde tiene que estar, animando el mundo como representación y como voluntad, pero negándose cuando esa voluntad quiere afirmarse en la aritmética de la consecuencialidad. Es en este campo de reflexión que cobra sentido la dialéctica de la libertad positiva y negativa a la cual se tiende recurrentemente a acudir para definirla. Libertad negativa: el desear y querer que no acepta límites, que rechaza toda imposición a su plena expansión; y libertad positiva, afirmar y realizar el deseo, superando los impedimentos, definir un curso de realización; aquí la libertas aparece como emancipación.

II

El sujeto moderno vive su libertad como una paradoja: solo puede aceptarse como liberto cuando se ha emancipado de toda tiranía externa e interna: puede escapar, afirmarse, realizarse frente a la tiranía externa, pero con dificultad lo hace frente a la interna; siempre está sometido a sus pasiones e instintos. Es aquí donde la ilusión se manifiesta en la forma de la paradoja, su forma par excellence: probar la libertad aquí es no reconocer a nadie sino sólo a sí mismo, es a-socialidad, es conflicto, es aniquilación; mi libertad es anulación del otro, es dominio sobre el ambiente que es limite y fuerza que se me enfrenta; pero el otro es reacio y el ambiente es solo procesable; ambos se revuelven contra mi libertad, me anulan; mi libertad requiere de una tabla de salvación, de una auctoritas que pacifique el conflicto, que permita la supervivencia. La auctoritas está allí para salvar a la libertas, para permitirle que regrese a su estado natural, el de la ilusoriedad; la libertas requiere para su realización, de la auctoritas y de su pulsión tiránica. La tiranía es aquella que acaba con esa deriva de la libertas que al afirmarse la niega, lo saca de esa indeterminación que al someterse al dominio de su pasionalidad lo arroja en la anulación del otro al cual sin embargo lo necesita; esa libertas que produce su negación, es ella la que clama por una ancla de salvación, la que requiere de una potestas, de una auctoritas que lo salve. La libertad es a-social porque lo social es compromiso y acuerdo, la socialidad afecta esta estructura básica; exige dejar algo, renunciar a algo, la libertas es anti-auctoritas; por tanto, es antisocial, regresa al estado de inmediatez en el que se esta libre, pero en absoluta soledad, en su inmensa libertas. Es entonces cuando la paradoja se realiza: la libertad interior emerge para realizarse, pero se encuentra con el poder tiránico que lo devuelve a su status naturae.

 

III

Desde Platón a Hegel la modernidad construye este paradigma; la libertad como voluntad y representación, como ilusoriedad necesaria. Es la libertad la que produce la auctoritas, como razón y/o como Estado, como eticidad, como legitimidad; lo hace para salvar-se del dominio de la pasión; pero al producir aquello que debería salvarlo lo que produce es su anulación. La libertad positiva, que busca realizarse en el mundo de la consecuencialidad, se revuelve sobre sí misma; se opone a la potestas, a la auctoritas, que trata de ubicarla en medio de la aritmética de las causas y de las consecuencias. Pero, al intervenir ésta, para salvarlo, para ‘socializarlo’ lo pone de vuelta en el avatar de su pasionalidad que lo anula, de aquella tiranía que lo mantiene sometido. La auctoritas solo puede afirmarse negando la libertad del sujeto y lo hace a favor de su propia libertas, así lo protege de sí mismo. Con Hegel da inicio la crisis de lo moderno; a partir de sus formulaciones es posible advertir el impasse al cual conduce el desarrollo de la dialéctica de la libertad positiva y negativa; la crisis de lo moderno apunta en dirección a reconocer la radical alteridad en la que estas se encuentran; en su ilusoriedad está su posibilidad de existir y de mantenerse, pero devela al mismo tiempo su obsolescencia. Es seguramente Hegel quien deja abierta la tensión al mantener la vigencia de la ilusoriedad y trabajar al mismo tiempo en su disolución/realización. La libertad negativa, aquella que no acepta someterse, penetra en la auctoritas y lo impregna de su poder corrosivo, lo divide, lo controla, construye los dispositivos que detienen el camino a su autonomización, apunta en dirección a impedir que ésta se vuelva poder absoluto que no reconoce a la libertas de la cual emerge. La ilusoriedad de la libertas se encuentra así expuesta, al desnudo. Es la ilusoriedad de la dialéctica la que es necesaria, y es esta la que deberá negarse, realizarse, suprimirse.

IV

Es en el espacio abierto por la post e hiper-modernidad donde la ilusión se deconstruye y con ella la dialéctica de la libertad positiva y negativa. La auctoritas fracasa al no poder realizar la libertad que el sujeto reclama; al intentar resolver la paradoja el sujeto se anula y regresa a su soledad, en la cual es soberano. En la modernidad la libertad no puede no ser sino una ilusión; la auctoritas, se presenta ineficaz para superar su carácter ilusorio. Lo que se anuncia con la crisis de la modernidad es la imposibilidad de realización de la libertad atrapada en la dialéctica de la superación de una forma en la otra; la superación del limite que cada una expresa y de su necesaria conexión. La post y la hiper-modernidad proclaman su ilusoriedad como falacia. Su operación es incisiva al desconectar la libertas de la emancipación, al acabar con su proyección positiva. Al eliminar la dialéctica se anula la tensión sobre la cual se soporta. El desenlace del postmodernismo y del ultramodernismo re-ubica a la libertad en su dimensión básica, como una pulsión que es constitutiva del ser en cuanto proyección del deseo, en cuanto anarquía de percepciones, movimiento de fuerzas, pasionalidad incontenible. Es esta acumulación desordenada de percepciones, esta sensibilidad acelerada e intermitente que no encuentra límite, la que produce el conflicto, una conflagración de fuerzas que esta inscripta en la misma configuración de la mónada que constituye a todo ser vivo (Leibniz). Lo que se anuncia es el regreso a la potestad de los poderes discretos y fragmentados, a la disolución de la auctoritas en una infinidad de arreglos del poder, a la reinstauración de las múltiples soberanías, de sus potestades indirectas (G. Marramao).

 

V

En su tratado sobre la Monadología, Leibniz se adentra en la comprensión de las sustancias elementales que mueven al mundo y que parecerían condicionar en profundidad la posibilidad de la libertas. Su aproximación es metafísica, el accionar de las monadas, aquello que las mueve, no pertenece al mundo físico sino a la pura inmaterialidad, a aquello que esta ‘por detrás’ del mundo de la consecuencialidad que ordena de manera aleatoria la conjunción de causas y efectos; llamaríamos, al mundo de la contingencia. ¿Pero que es la monada? es una entelequia; es el principio vital que lo mueve todo; es movimiento en cuanto solo en el movimiento puede entenderse el deseo y el apetito; la necesidad de atrapar el mundo; la monada juega su reproducción al enfrentar la compulsión del deseo y del apetito que la comanda. Entre sus características está la de ser autosuficiente o autorreferente; no depende del mundo exterior para reproducirse, sino de una dinamia interna que podría caracterizarse como el de su propia idoneidad constitutiva; en su operar esta presente este referirse a si misma, para lo cual instaura una dinamia de reflexividad que la obliga a salir de sí para luego retornar en un movimiento incesante de reproducción; una perfecta estructura ontológica compuesta de una infinidad de variaciones dentro de un marco cerrado de posibilidades; lo que la mueve es el apetito y el deseo de ser si misma. Se trata de una metafísica intemporal e inconmensurable como solo la metafísica puede serlo. Es éste seguramente el terreno de la libertas o el espacio inmaterial en el que ésta se juega; un espacio anterior a su afirmación en el mundo de los fenómenos, en aquel mundo en el cual el espacio de posibilidades se cierra necesariamente al afirmarse. En Leibniz lo que mueve a la monada es el deseo, este la conduce al conatus, al conflicto en su afán de afirmación; el deseo coincide con el mundo de las percepciones que en principio es caótico, porque es un mundo necesitado de selecciones y como tal caracterizado por excluir mundos posibles.

La formulación de Leibniz podría interpretarse como una operación que trabaja sobre la metáfora platónica de la caverna; en la caverna reinan las percepciones necesitadas de la luz que solo proviene de la razón, la razón es lo que para Leibniz es la apercepción del mundo, algo así como una percepción que se reconoce como tal, la producción de un efecto especular que permite poner en orden el caos de partida propio del mundo perceptivo. Lo que se vuelve posible a partir de Leibniz es complejizar la perspectiva platónica; la luz del conocimiento, de la razón, es apenas una imagen que obscurece la existencia de otras posibilidades; el mundo del conocer es el de las monadas necesitadas de identidad, la conciencia mundana, es aquella que esta en la caverna, es la de la vivencia de la individualidad que se da en el deseo; es esta condición sensual y pasional de la mónada la que la empuja a salir de si misma; su propia condición, ahogada en la finitud le empuja al conatus, a acudir al encuentro que podría salvarla de su ahogamiento en la finitud, a colisionar con su propia necesidad de salir de si misma; a fugar; su conatus es total: “por ello las acciones y pasiones son mutuas entre las criaturas (…) en cada cuerpo orgánico de un viviente hay una suerte de maquina divina o un autómata natural que sobrepuja a todos los autómatas artificiales” (P.L. 64). Aquí Leibniz introduce la distinción entre alma y máquina para diferenciar la heterogeneidad de causas que ordenan el movimiento de las mónadas, “las almas obran según las leyes de las causas finales, por apeticiones, fines y medios. Los cuerpos obran según las leyes de las causas eficientes, o movimientos” ( P.L. 79) ; las causas finales son las que conducen al conatus, las causas eficientes las que explican el movimiento; las causas finales (el bien, la belleza) son materia de disidio y confrontación, todas buscan asociarse con la divinidad que es donde reina la belleza, el bien, el orden armonioso, pero para conseguirlo activan al autómata artificial; en realidad el automatismo termina por ser el producto de esta búsqueda de si misma que caracteriza a la mónada. El autómata es la conjunción de causa final y causa eficiente; es en este terreno donde se juega la libertad, en una época en la cual la dialéctica ha colapsado y la libertad ha abandonado su carácter ilusorio.

VI

Las cartas estan sobre la mesa; es la misma pulsión del deseo la que se proyecta sobre el mundo y se reconoce como poder que desata el conflicto; ahora este es asumido como condición y posibilidad de la libertas; es el conflicto el que está inserto en la misma configuración del ser vivo, la ilusión de su exclusión o anulación ya no es necesaria; el otro que se opone, el ambiente que se resiste y ataca está en la misma configuración monádica; no hay ilusión posible de que esta antinomia se resuelva. La producción de auctoritas es sistemática e inestable, es poder generativo que oscila entre tensiones y pulsiones de clausura en la absoluta soledad, en la dis-identidad, en el no reconocimiento, en la afasía, a dinamicas de apertura y de búsqueda por la realización simbólica. La ilusoriedad es simbólica. Lo vuelve patente la crisis de los Estados nacionales sobre la cual se constituyó la potestas moderna; el Estado al realizar y garantizar los derechos, debía permitir que la libertad negativa se positivizara mediante su aparato institucional, su sistema de legalidades; una deriva que al operacionalizarse develó cada vez más sus limites: mantener a la libertas como expectativa no resuelta, utilizar su demanda como demagogía seductora, o en su defecto, trastocar su ‘política’ en la entronización de poderes tiránicos dirigidos a anularla, incluso su ilusoriedad.

Las auctoritas soberanas, aquellas que movian a los estados hoy se presentan ineficaces al aplicar su potestas; cada vez más la potestad soberana se fragmenta en potestades indirectas, en círculos restringidos de acumulación de poder, en lógicas de incidencia relativas. La revolución que estaba para constituirla, ha devenido en poder tiránico. Pero la pulsión del deseo es indetenible, emerge sistemáticamente y se expresa como derecho a existir, a realizarse; el deseo es productor de eticidad como lo plantea Hegel, pero requiere, exige de una alta dosis de abstracción institucional, una operación de artificialidad tal que pueda comprender la alteridad entre libertad positiva y negativa como condiciones no superables ‘dialecticamente’, como contradicciones que estan para retroalimentarse, para reconocerse en su estructural diferenciación y determinación. La modernidad hegeliana parecería ceder el paso y permiir el regreso de las potestades indirectas; o dejar el espacio para su transfiguración post e hipermoderna. No es que estemos frente a menos Estado, sino que estamos cada vez frente a más Estado, lo expresa la variable crisis fiscal, como dimensión crónica de la inmensa penetración del Estado en toda esfera de la reproducción social. Como lo resalta Marramao, “En el multiverso global, el Estado declina mientras crece, y crece mientras declina”. No es que el Estado se repliega para dejar que emerjan estas ‘formas de poder’ sino que las genera mientras más interviene; es el Estado de los derechos el que produce una amalgama particular por la cual las diferenciaciones y segmentaciones sociales se profundizan y expanden al tiempo de reclamar legitimamente sus ‘derechos’ (libertad positiva); al hacerlo, se acoplan a la estructura de los ‘viejos’ derechos fundamentales, que estaban justamente alli para resguardarlos ( libertad negativa), se superponen a ellos, los condicionan. Es este el desarreglo contemporáneo; la escasa abstracción institucional cede ante la amenaza de la libertas que no encuentra cauce institucional; de allí la dominancia de la juridicidad y de su estrategia niveladora y homogenizadora; el sistema judicial quisiera convertirse en cinturón de castidad que impida las multiples colisiones/soluciones que emergen en el enfrentamiento entre las formas y los arreglos que asume la ecuación libertas/auctoritas. Al intervenir con esta función, las reproduce ad infinitum; el poder generativo de la complejidad social, tiene aquí su punto de apoyo. La política ahora se lleva consigo al Estado y con este el control del poder se diluye. “En el intento de hacer frente a la masa crítica de contingencia que lo invade, el Estado se “autodeconstruye”, se desarticula, descentra sus funciones volviéndolas, al mismo tiempo, mas penetrantes y menos jerárquicas” (G. Marramao).

Es esta condición confusa de crisis e innovación, la que nos devela la situación actual de la libertas; es en este declinar/creciendo en el cual se debate la politica contemporanea, que reaparece la fundamental caracterización leibniziana de la estructuración monádica; no es posible pensar la condición contemporánea por fuera de esa artificialidad generativa; la actual revolución informática, computacional, comunicacional, mediática, parecería acercarnos a esa primigenia caracterización de la política moderna. Ésta acelera el desarreglo en el cual se encuentra la libertas/potestas; sin embargo, y al mismo tiempo, cada vez más su impulso conduce a perfeccionar la conexión entre biología y tecnología; la amalgama de los derechos es despolitizante y neutralizadora, su homologación es necesaria, para acoplarse a la convencionalidad abstracta de la inteligencia artificial; de allí el descubrimiento del cálculo infinitesimal con el cual Leibniz acomete su desentrañamiento de las ‘particulas elementales’; estas se reproducen sobre la homologación, sobre la serialización. Este parecería ser el lugar en el cual se define la libertas contemporánea. Las potestas tiránicas desconectadas del control político vs el amalgamiento de derechos y sus demandas comandadas por la innovación tecnológica, mediática, comunicacional.

El dispositivo de la fe

Álvaro Carrión
[email protected]

 

La fe califica la cerrada cesión de la voluntad a un sistema de ideas, a la admisión de aquello que dice una autoridad o una institución. En definitiva, la credulidad en un otro, sin ningún género de oposición. Precepto que tiene mucho de exceso, y que aparece reflejado en unas conductas que se allanan a lo canónicamente aceptado. Pico della Mirandola propone que “la fe consiste en creer en las cosas que son imposibles”. Parece, por lo visto, haber algo que liga a la fe con la creencia en fenómenos que subvierten las leyes de la naturaleza, como los milagros y la revelación ¿Es esto lo que lleva a situar a Descartes como el primer filósofo de la modernidad?, ¿es la exigencia de la duda metódica, la que lo ubica como el iniciador de un nuevo momento de la historia?

Modernidad o no modernidad, la fe parece gozar de un lugar que la hace inexpugnable frente a los embates de la razón y la evidencia de un mundo cada vez más complejo, vertiginoso, comunicado y dependiente de la tecnología. Tal vez el movimiento de cambio sea tal, que la necesidad de algo que perdure de manera absoluta se busca de forma obstinada, para detener la vorágine del tiempo. A la par que lo que se desconoce es de tal dimensión, que la ilusión de contar con parámetros fijos y ligados a lo ya sabido alimenta una suerte de pereza intelectual que torna obvias cuestiones como las guerras, las hambrunas, las muertes violentas, las migraciones forzadas, la corrupción de cualquier género, la exclusión, la crueldad e infinidad de otras calamidades provocadas por el hombre, sin una mayor reflexión con respecto a las causas.

La holgura de una subjetividad, como pura certeza de sí mismo, que torna interior a la vez que profunda la trama del sujeto y de la universalidad, aparece con Pablo de Tarso y el cristianismo, el que enfrenta, asimismo, de manera irreconciliable la fe a la razón. Es más, el desafío de la fe al pensar y al deseo aparece subsumido en una feroz imposición del poder por sobre el sujeto, del que se sirve para fines no racionales y afines a un orden que ciñe el deseo y tritura la razón: ¿se puede pensar en algo tan inaudito como ser bienaventurados por ser pobres y alegrarnos de tener hambre nosotros y nuestros hijos, porque en el reino de los cielos esa hambre será colmada con creces, o rogar por nuestros enemigos y dar la otra mejilla a quien nos ofende? “Al que ya tiene se le dará, y al que no tiene se le quitará incluso lo que tiene” dice Marcos el evangelista. Sin embargo, ¿se puede pensar en algo así?

Nietzsche, en un texto elocuente de Humano, demasiado humano, muestra su perplejidad frente al repicar de las campanas de una iglesia, mediante las que se llama a los fieles cristianos a conmemorar la muerte de un judío crucificado hace dos mil años, que se decía hijo de Dios. Hijo de un Dios inmortal que procrea vástagos con una mujer mortal. El hijo que augura que el fin del mundo está próximo y demanda que se deje el trabajo y la administración de justicia, en función de aquello que acaecerá de manera inminente. Un predicador que invita a sus seguidores a beber su sangre y es víctima de una justicia que toma a este inocente como víctima propiciatoria. El Filósofo alemán dice sentir un escalofrío frente a una fe que se funda en algo así, cuando el espíritu moderno ha alcanzado los más altos logros en cuanto a la exactitud de la aseveraciones y a las pruebas que las sustentan.

¿Es la fe la que da un lugar a algo como lo que enuncia Nietzsche?, ¿qué esta en juego en lo que denominamos fe, para que sea lo que sea lo que se muestre ante los ojos y oídos, lo que se señale con el lenguaje, tenga una eficacia tal que desvirtúe toda mediación posible que ponga en cuestión aquello que es materia de la creencia?

¿Nos llama la atención que digamos en lo cotidiano que el sol sale por el oriente y se oculta por el occidente? Al menos parece un anacronismo, si partimos de la “Nueva Ciencia”, pero, así y todo, es tan vigente como las “guerras santas”, los “bombardeos humanitarios”, “los ataques preventivos”, etc. Parecen una suerte de oxímoron, en el que no nos detenemos, tanto como la retórica que muestra de manera magistral Orwell: “La guerra es la paz”; “La libertad es la esclavitud”; “La ignorancia es la fuerza”.

El monopolio sobre la fe no lo tienen las religiones, es también el del ámbito político, el de la ideología, el de la tradición, que lleva a disponer los sucesos dentro de un acontecer pensado como natural. A esto se puede añadir que en el intento de secularizar el concepto teológico de fe, la filosofía ha buscado, como es el caso de Kant, servirse de la idea de una fe racional. Para Kant, la fe racional sostiene la idea de bien en la Critica a la razón práctica, como idea regulativa, lo que no significa que la idea de bien tenga un contenido a priori, ya que el bien, como fruto del actuar moral, es, de manera invariable, un post. En el caso de Jaspers, la fe filosófica es el soporte de un pensar genuino, como sostén que vincula a este con el sustrato del Ser. Mas, la exigencia de rigor filosófico pone en entredicho su postura y le enfrenta a un cumulo de callejones sin salida. En el caso de Hegel, la cuestión de la fe cobra una excepcional dimensión en su agudo análisis.

La fe se encuentra, para el filósofo de Stuttgart, plasmada en el saber que se hace presente como un factum. La fe  se halla inmersa, de manera soterrada en el saber, en la certeza sensible, en la percepción, en la representación y el concepto.  Es solo en el concepto que la fe se constituye en mediación absoluta, al establecerse  como superación de un saber que no se sabe como creencia, y al que se opone toda deliberación de la razón, que no puede sino ser libre. Kierkegaard se opone a la postura de Hegel, ya que considera, desde la perspectiva de la existencia, que ningún conocimiento puede franquear aquello que la fe comprende. Hay entre fe y razón una discontinuidad insalvable, y el hombre en su condición de tal, vive una suerte de desgarro y desasosiego, debido a que se encuentra atado, por un lado, a lo objetivo que es a la vez contingente y, por otro lado, a un objeto de elección suprema. El sentimiento de incertidumbre, que rezuma el planteo del filósofo danés, permite vislumbrar la compleja interioridad subjetiva de la fe.

Hay un punto que interesa remarcar, que es algo distinto a lo que las religiones predican, lo que el discurso político afirma, o la ideología como ilusión defiende y la tradición estipula, sin descartar los intentos de reflexión sobre la fe desde la órbita filosófica. Interesa el hecho de la fe, la que se sitúa en un lugar que da sustento a la creencia. Es, como contracara, una posición frente a un discurso, a una concepción del mundo, sea la que sea. La fe como un conjunto de “certezas”, que son tales, en la medida que entra en escena la fe: una suerte de tautología. ¿Qué es lo que sostiene a la posición de la fe?, ¿cuál es la mecánica que pone en acción el mecanismo que alimenta la fe?

En el caso de Spinoza, podríamos decir, el ser humano se encuentra en  una situación, a partir de la cual, vislumbra la precariedad del mundo de la vida, por lo que prefiere buscar la protección de la religión para sortear las contingencias de un orden que le supera. Pero, ¿a qué costo? Ya que, “las religiones podrán otorgar consuelos al hombre, pero se trata de un consuelo que solo se consigue a costa de la estupidez” (Ética, V, Prop. XIX). Es el costo del intercambio simbólico entre la religión y la fe, a la vez que es el costo simbólico de todo sistema de ideas, que sea asumido sin posibilidad de crítica y de distancia. Es así que Spinoza exige a la razón, como tarea, hacer uso de su fuerza, de su potencia de existir, para dar respuesta a los problemas que le presenta la existencia. Es apropiarse no solo de la existencia, sino del existir, que es en sí mismo potencia. Tampoco la vida, que es vida relacional, puede abstraerse de la potestad de cada individuo para hacer uso de su razón. De allí la importancia que cobra para Spinoza la democracia y, en especial, el laicismo.

Si partimos de El porvenir de una ilusión, podemos situar, en un inicio, al desconocimiento como la mayor fuente de incertidumbre. Por ende, la incertidumbre por aquello que se desconoce lleva al ser humano a volcarse sin condiciones, de manera crédula y sometiéndose a los dictados de un discurso, un líder, una institución, etc. Esto, en la medida que la seguridad que recibe el ser humano, de una respuesta que copa toda pregunta y elimina lo incierto, sortea la angustia vía desmentida y, de esta suerte, provee la salvaguardia esperada. Así mismo, no es otra la respuesta frente a lo diferente, a lo no familiar, a lo desconocido, desde una postura que no tolera la diferencia y exige un pensamiento único, una sola verdad, la unidad nacional, la pureza racial: la expulsión, la ejecución, la exclusión. No es fácil salir al paso del embate de las fuerzas de la naturaleza, a la vez que tampoco a las restricciones que impone la cultura, la que se despliega para hacer frente tanto a las fuerzas naturales, como a la lucha a muerte por la posesión de los objetos (Hobbes). Las cesiones necesarias frente a las exigencias de renuncia a la satisfacción pulsional son la usina de un malestar cultural, que se expresará de muchas maneras. Una de aquellas formas, vía desplazamiento del malestar, será el repudiar al o a lo diferente, y la búsqueda de una unidad excluyente frente a lo diverso.

La posición de la fe, en este sentido, sería la que mediante la identidad con un determinado topos, se cierra a lo heterogéneo. Por consiguiente, en un movimiento metafórico, el “soy en la medida que pienso” cartesiano, es un dato inmediato, fruto de una primera certeza que me identifica como un ser que mediante la evidencia del pensar es consciente de existir. Tal identidad de la consciencia, con lo inmediato, al ser cuestionada por el psicoanálisis, en términos de una determinación concreta, muestra los aspectos que han quedado de lado para lograr dotar de coherencia al sujeto de la consciencia: el yo. El yo de la fe, se mira en su objeto, en plena identidad narcisista. Es una manera en la que un yo ideal cobra presencia, con todo lo que se halla depositado en el objeto de la fe: perfección, coherencia, virtuosismo, credibilidad, posesión de la verdad, etc. Es esta identidad el punto de acolchado (point de capiton), el que liga una heterogeneidad de elementos que, a partir de ese momento, cobran coherencia. Así, todas las relaciones poco probables como la divina concepción, la vida después de la muerte, etc., son posibles, son creíbles. A la vez que, es perfectamente lícito desarrollar las más eficaces armas de destrucción masiva, y rezar por la salvación de las almas, junto a los empeños para crear la más eficaz y sofisticada tecnología para perfeccionar trasplantes de órganos, o modificar genéticamente organismos con graves enfermedades, y socorrer a algunas personas en trance de perder su vida.

En suma, los niveles en los que se piensan determinados problemas, pasan a ser anulados, estatuyendo las más grandes disparidades en el orden de una cerrada e ilusoria unidad.

Contemplación de fragmentos (2ª parte)

III

Percibimos el espacio como si fuese tiempo detenido, como si el tiempo hubiese «cristalizado» o «coagulado» en ciertas configuraciones que están ante nosotros. Y percibimos el tiempo, el devenir, como si se expandiese en volúmenes, como sucesión de cuerpos o volúmenes que se superponen o se despliegan. En la contemplación de un «lugar» podemos rastrear, más allá de las imágenes, la sucesión del tiempo, los diferentes ritmos y modificaciones que provienen de los cambios en las formas de la vida humana: largos períodos de cierta continuidad y crecimiento, repentinas crisis, catástrofes geológicas o sociales.

Ciudades, aldeas, caminos o campos son configuraciones espaciales donde se juntan los restos de la vida humana del pasado con las formas del presente. En cada «lugar» se superponen signos y símbolos de poderío o de miseria, de grandeza o desesperación; se juntan innumerables fragmentos que quedan de esfuerzos, alientos o renunciamientos; de saberes, conocimientos, creencias y equívocos; de ritos, esperanzas o catástrofes. En español, para el panorama «natural» que se contempla desde una determinada posición del observador tenemos la palabra «paisaje»; sin embargo, no existe una palabra que denote el espacio de la ciudad que contemplamos desde un determinado punto de vista, por ello haré aquí uso del término «paisaje» en un sentido amplio, no restringido a lo que se supone —a mi juicio, erróneamente— que es «naturaleza» exterior a la realidad artificial creada por el trabajo, la técnica y el lenguaje. El «paisaje», en este sentido amplio —un paisaje de la ciudad, del campo, o del bosque o incluso de la selva o del desierto que están más allá de la relación ciudad/campo— es historia, es transformación constante. Caminamos por una ciudad, o más precisamente por alguna parte de una ciudad, nos detenemos en algún punto, y bajo nuestros pies y arriba de nuestras cabezas, frente a nosotros, ante nuestras miradas, a nuestras espaldas, brotan incesantemente los signos de su(s) historia(s).

Cualquier construcción, no solamente aquellas que son consideradas «monumentos», posee esa densidad que invita al arqueólogo, al antropólogo o al historiador a examinar, discriminar y ordenar restos, a reconstituir imaginativamente las edificaciones a partir de sus ruinas, a establecer las modalidades de reutilización de fragmentos de lo antiguo que se insertaron en las nuevas construcciones, las cuales a su turno tal vez hayan sido arruinadas posteriormente. Densidad semejante tiene el habitante o el visitante cuyas memorias sedimentan la experiencia vivida en casas, patios, escaleras, calles, plazas, mercados, parques o estadios, estaciones de trenes o aeropuertos, iglesias o cementerios… De tal densidad que se brinda a la contemplación provienen las preguntas sobre las formas de vida cotidiana, los sistemas de creencias, de relaciones familiares, de prácticas sexuales, laborales, mercantiles o funerarias, sobre alimentos, hambrunas, enfermedades, fármacos y prácticas curativas, sobre instituciones y relaciones de poder que utilizaban los seres humanos que vivieron en esos parajes, lo que deriva en una necesaria, aunque no siempre obvia, comparación con las formas actuales de vida humana. El pasado se presenta como una sucesión de construcciones, destrucciones o reconstrucciones cuyos restos están ante nosotros, es decir, que son parte del presente. De esa combinación-contrastación entre pasado y presente, y como una proyección de las posibilidades recreativas de la vida humana que se abren a partir de ellas, surgirán las expectativas de lo que puede venir, de futuro. El espacio se revela entonces como una singular cristalización del tiempo, que recoge en el presente las huellas del pasado y las proyecta hacia adelante, hacia el porvenir. Pero tal vez esta sea solo una manera moderna de percibir esa cristalización del tiempo en el espacio que se recorre durante la contemplación de un «paisaje»…

Si consideramos con detenimiento las distintas «capas» que coexisten y se superponen en un determinado «paisaje» citadino, una basílica como la de San Clemente de Letrán o el Zócalo de la ciudad de México, podemos contrastar la articulación entre pasado, presente y futuro que se configura en el mundo moderno con las formas culturales del pasado. En efecto, los sacrificios en el Templo Mayor tienen que ver con una concepción cíclica del tiempo, aniquilada de hecho por la técnica moderna, industrial. ¿Qué «futuro» constituía el horizonte de expectativas de los artistas-artesanos del mural del ábside de San Clemente? No, por cierto, el horizonte del «progreso» sino la «eternidad», el cumplimiento de la promesa escatológica, la salvación. ¿Qué esperaba del futuro Diego Rivera? Seguramente algo había en él de las utopías revolucionarias del siglo XX, y tal vez de una esperanza de fama póstuma unida para siempre a la historia nacional mexicana. Mas, a pesar de la teleología implícita en la utopía política, esta es sustancialmente diferente de la escatología cristiana; aquella apuesta al futuro, esta, a la eternidad. ¿Qué esperan del futuro los turistas de nuestros días, a los que les llegan los restos del pasado más bien desde las pantallas de sus portátiles que de la conmoción que pueden provocar las piedras, las columnas o las pinturas murales? ¿Cómo perciben la articulación de pasado, presente y futuro los millennials, y en general, cómo percibimos esa articulación dentro de la aceleración que caracteriza a nuestra época?

IV

Quien contempla un paisaje, en el sentido que aquí he dado a esta palabra, lo hace desde un singular punto de vista que inserta el presente en la historia. También el mundo del observador devendrá con el tiempo espacio congelado, ruina, fragmentos dispersos. Quizás llegue a constituirse en una sucesión de legados trasmitidos como fragmentos que servirán para reconstrucciones, reutilizaciones, o que simplemente serán olvidados, esto es, que serán —literalmente— enterrados. La ciudad que habito o que visito, las formas de la vida humana en que existo, polvo serán, y no necesariamente «polvo enamorado». Quizás algún día otro visitante, otro viajero, tal vez arqueólogo, historiador o antropólogo, se volverá hacia lo que serán los restos, siempre fragmentarios, de nuestra peculiar historia. Hacia las huellas que dejamos: las ciudades o las partes de las ciudades en las que existimos.

De alguna manera, las ciudades, pero también las aldeas, los campos, es decir, cualquier paisaje, es museo, es monumento. Por ahí se encuentran callejuelas exuberantes en la exhibición de fachadas, balcones, puertas, rincones, acueductos, cloacas, plantas industriales, jardines; algún instrumento de labranza, un yunque, un martillo, un molino, o una cazuela, una cuchara, un cuchillo, una vasija, una máquina de coser, una rueda de carreta o un neumático, los restos de un puente de piedra o de una vía férrea abandonada, más allá unas tumbas o un campo que evidencia la conquista humana sobre la roca, sobre la pendiente de la montaña, las landas, la selva, el mar o la cuenca de un río. Conquista humana que es «civilización», construcción de mundos, sabiduría, y a la vez, «barbarie», destrucción, estulticia.

La ciudad no tiene fijeza, está en constante mutación, es infinita, no puede concluir. En sus inicios o en algunos momentos de su desarrollo podrá planificarse su disposición espacial, podrán establecerse determinados criterios para su evolución. Pero no hay posibilidad alguna de que el cálculo ordene la historia. La suposición de que es posible calcular las determinaciones del desarrollo social, y por tanto de que es posible la planificación hacia objetivos claramente delimitados, con exigencias de eficiencia, eficacia y con el ejercicio de controles del poder, deriva en la violencia autoritaria. La suposición contraria, de que no hacen falta regulaciones, deriva en anárquico desquiciamiento del espacio común de convivencia. Entre esos dos polos intentan moverse las sociedades contemporáneas. El devenir, sin embargo, es indeterminable. Podemos comprender ciertas tendencias, intuir posibilidades afirmativas de cierto desarrollo de las condiciones civilizatorias y a la vez de determinados riesgos de catástrofe, pero nos es imposible planificar y encuadrar el futuro de cualquier ciudad. Esto, no obstante, no implica que en cada momento, en cada ciudad y en sus distintos fragmentos, no se despliegue una incesante recreación, que puede implicar tanto la destrucción de su tejido social e histórico como su transformación afirmativa.

Múltiples factores que provienen del interior o del exterior de la ciudad, la irán transformando, a veces imperceptiblemente, a veces de modo violento. Hay ciudades hoy invisibles, que han sido borradas de la faz de la tierra, que yacen enterradas por las arenas del desierto, bajo la selva o la lava, en el fondo del mar. Hay ciudades que fueron amuralladas para salvarlas de la destrucción; hoy las murallas son restos arqueológicos. La historia reciente de Detroit es en este sentido ejemplar. La que un día fue capital de la industria automovilística y a la vez del jazz, llegó a ser declarada «en quiebra» en 2013. Que una ciudad sea declarada «en quiebra» solo podía acontecer en la época del dominio mundial del capitalismo financiero. En 2013, en su filme de vampiros Only Lovers Left Alive, Jim Jarmusch ubicó a Adam (Tom Hiddleston) en la ruinosa Detroit y a Eva (Tilda Swinton) en Tánger. Se pueden encontrar en internet algunos documentales sobre esta ciudad aniquilada. Pero asimismo podemos ver los crecimientos de las favelas, los hacinamientos en las megalópolis, el caos que crece en medio de la acumulación de basura, o los edificios tomados por los okupas, en pleno «centro histórico» de grandes ciudades.

Si la ciudad es configuración espacio-temporal y obra humana, en ella se entrecruzan diversas posibilidades de construcción (y destrucción) o de modificación del espacio, contenidas en los sistemas técnicos que disponen las sociedades concretas. En la ciudad se combinan entramados semióticos y, siendo historia, ritmos temporales diferentes. Hoy día los cambios de las ciudades son vertiginosos, con una aceleración que crece constantemente. En gran parte del planeta esa aceleración está ligada a los movimientos migratorios, a los movimientos de mercancías, entre ellos, de la masa de informaciones, movimientos relacionados con un consumismo obsesivo que aniquila las cosas en un breve tiempo. Sobre las ruinas de los templos de los dioses monoteístas del pasado se construyen los nuevos templos del consumo, que se desplazan desde los centros comerciales, semejantes todos a pesar de su ubicación en cualquier lugar del planeta, hasta las pantallas del teléfono o del ordenador portátiles, estos templos minimalistas a los que permanecemos atados buena parte de nuestro tiempo, en un ritual de obsesiva contemplación de imágenes, ya sea que vivamos en un chalet de una urbanización amurallada o en una casucha de favela. Al mismo tiempo, la automatización va ganando espacios en la vida cotidiana; en pocos años más no habrá ni chofer de taxi que nos cuente los chismes políticos ni cajero de supermercado que nos haga la cuenta.

Si una ciudad, cualquier ciudad, está en continua transformación, si en cada lugar el tiempo deja huellas del paso sucesivo de las generaciones en conglomerados de ruinas, de restos que se juntan en el espacio, que a veces se incorporan en nuevas construcciones o que quedan sumergidos en ellas, entonces la construcción-destrucción-transformación es obra de todos quienes las han habitado, incluso de aquellos que han estado solo de paso por ellas. Hay un poema de Brecht que reivindica esta creación multitudinaria y anónima. El poema inicia con una pregunta acerca de los constructores de las ciudades: «¿Quién construyó Tebas, la de las Siete Puertas? / En los libros aparecen los nombres de los reyes. / ¿Arrastraron los reyes los bloques de piedra?» ¿Dónde quedaron los anónimos albañiles, con qué se alimentaban?

«Tantas historias, / tantas preguntas», con estos dos versos termina el poema.

 

Para Eduardo Kingman Garcés,
poeta, pintor e historiador de Quito

 

 

 

 

 

La forma de la ciudad

Julio Echeverría
[email protected]

 

….io penso che questa stradina da niente,
così umile, sia da difendere con lo stesso accanimento,
con la stessa buona volontà,
con lo stesso rigore,
con cui si difende l’opera d’arte di un grande autore.

Pier Paolo Pasolini (1974).

 

I

Parece cada vez más difícil percibir ‘la forma’ de la ciudad en una realidad urbana que es la de la dispersión. Parecería que ya no es posible la perspectiva, la mirada desde fuera, el acercarse desde el campo y llegar a esa demora, a ese refugio que un día significó la ciudad. Esta pérdida de forma que se reconoce ahora bajo distintas categorías, una de ellas la del conurbamiento, nos transmite la idea de una forma que se difumina en el territorio circundante, donde la idea del punto de llegada se intercambia con otra idea que es la del punto de fuga.  La ciudad fuga de sí misma, invade el territorio del campo, aquel espacio que antes se presentaba como lugar del descanso o de la aventura, del encuentro con lo no rutinario. La ciudad se aleja así de su forma, se metamorfosea en el campo. ¿Qué consecuencias trae consigo esta pérdida de forma? ¿Estamos tal vez frente a la ciudad global que se pierde en la urbanización del campo, en la ruralidad, concepto en el cual el campo también pierde su forma?  ¿Qué acontece con el paisaje del campo? Allí aparecen construcciones reproducidas en serie, el hecho urbano aparece en su desfachatez, esto es, como pérdida de facia, de cara, de identidad; la arquitectura de la ciudad parecería repetirse en formas homogéneas, intercambiables y estas ocupan el espacio de lo que antes era el paisaje del campo; la salvaje pluralidad de percepciones propia de la naturaleza es sustituida por la abstracción de la casa funcional o de la fábrica que se repite ad infinitum en el territorio. En la vida de la ciudad preindustrial las construcciones fabriles estaban en la periferia; en la ciudad postindustrial esta característica se pierde; la casa se confunde en medio de las implantaciones fabriles. La idea del metamorfosearse de la ciudad convive más con la de la pérdida de forma, que con la de la adquisición de una forma nueva y esto parecería obedecer más a un desconocimiento de las diferencias que caracterizan al habitar, a un afán de anularlas, de homogenizarlas. La pérdida de forma se lleva consigo la posibilidad del observar las diferencias entre el paisaje natural y el paisaje urbano, se pierde la aventura del transitar entre ambas dimensiones, con el riesgo de que ambas se echen a perder.

II

¿Hasta dónde esta situación puede remitirse a una caída del sentido estético de la forma? ¿Hasta dónde puede aceptarse que la forma estética cede frente a la dinámica de la acumulación, frente a la lógica del mercado, a la necesidad funcional de satisfacer la demanda de espacio que procede de la aglomeración urbanística, de su desborde? ¿Cuándo la percepción del espacio se transforma en dimensión no acotable, en ocupación que no reconoce límites, fronteras ni bordes?  Hay un momento en el cual las soluciones del pasado ya no son suficientes para contener el rebasamiento, el desborde que proviene de la aglomeración urbana, hay un momento en el cual esas formas se presentan como obstáculos que pueden ser abatibles; es el momento de realización de ese espejismo inconsciente que miraba al futuro como promesa y al pasado como anquilosamiento, como rémora de la cual convenía desprenderse; es la lógica de la urbanización que se superpone sobre la de la ciudad, es su proyección nihilista que no reconoce otro sentido que el de la pérdida de sentido, como operación performativa que requiere el ingreso al futuro. Bajo esa lógica, permanecen los íconos monumentales que configuraban el paisaje urbano, como reminiscencias del pasado sin las conexiones de sentido que antes lo posibilitaban; la idea del conurbamiento como ocupación difusa del espacio circundante, convive con la del vaciamiento de sentido de aquello que antes fue el centro, o los distintos centros ceremoniales que contenían y posibilitaban relaciones cargadas de sentido. La forma era una construcción estética porque en su operación de transfiguración de lo natural, permitía la realización de lo humano; allí las diferencias convivían, la mismidad se ponía en juego soportada por creencias y rituales dispuestos más para la contención que para el desborde.

III

La forma estética de la ciudad apela a una visión simbiótica en la relación entre el campo y la ciudad; la adaptación al territorio supone sin embargo la ruptura con la naturalidad sobre la cual se soporta; la tendencia de la urbanización transita desde una visión simbiótica hacia una visión de ruptura o de desconocimiento de esa morfología; la presunción de que es posible una forma abstracta, que se despliega sobre la morfología natural sin reconocer sus quiebres, sus ‘fallas’. La estética que proyecta es la de la solución funcional, la de la abstracción respecto de aquella urdimbre de representaciones figurativas que se superponían sobre la conexión simbiótica; la estética del modernismo hallaba inspiración en la construcción de la forma como arte que representaba el desafío que esa simbiosis prometía y escamoteaba. Una operación, la del modernismo, que veía la amenaza al desafío simbiótico operada por la exacerbación de formas que se superponían como ornamentos prescindibles; la arquitectura del Bauhaus, la provocación loosiana, lo que querían abatir era el exceso de formas ya desconectadas de la función adaptativa, la orgía de representaciones que la ocultaban; en su búsqueda de la forma se encuentran con la demanda funcionalista que supone el ingreso incontrastable al futuro y prefieren la limpieza del trazado arquitectónico, como prefiguración de la racionalidad lingüística que requiere el acceso a la complejidad urbanística que se anuncia.

La visión contemporánea se superpone a estas dos aproximaciones; reconoce la pérdida de la forma como escisión de la monumentalidad icónica con las redes de sentido que estas construcciones monumentales proyectaban; la fuerza de la secularización es incontrastable porque estaba inscrita en la misma lógica de la construcción de sentido de la cual esta termina siendo su correlato. Sin embargo, rechaza el nihilismo como pulsión inconsciente que anula la posibilidad de la construcción estética, lo recupera bajo la forma del control; el paisaje será adaptación simbiótica a la complejidad de las estructuras geológicas que configuran el territorio, su solución será suficientemente atenta al nihilismo natural en el cual dicha morfología se configura y constituye; el paisaje del campo y el paisaje urbano no pueden pensarse por fuera de la sostenibilidad ambiental y esta no puede no reconocer mapas de mareas, de vientos, migraciones de aves, de personas, campos magnéticos, etc. Esta mirada al paisaje natural es la misma que se dirigirá al paisaje urbano de la ciudad; aquí la reducción de los efectos adversos derivados de la contaminación antrópica serán particularmente pertinentes para los nuevos procesos adaptativos de la urbanización compleja.

IV

La relación de la ciudad con el paisaje natural siempre ha sido cambiante y nos remite a la idea de la relación hombre-naturaleza; solo en la contemporaneidad la relación con la naturaleza es asumida como relación con el paisaje interior de las subjetividades. En la arquitectura moderna esta visión está presente en una variedad de arreglos y soluciones; desde el Renacimiento, la naturaleza aparece sometida a un diseño racional; los jardines palaciegos, pero en general la vida del campo, aparece armoniosamente diseñada; la naturaleza es escenario para el encuentro bucólico, es espacio de realización domesticada, como lo era el ejercicio de la caza con la naturaleza salvaje. La naturaleza, que en el mundo medieval era vista como amenaza, como fuerza no controlable, en la modernidad se convierte en objeto domeñable, en material dispuesto tanto para la realización espiritual, así como reservorio de recursos a ser utilizados en función de la reproducción material. La arquitectura moderna desde Olmsted y Le Corbusier hace de esta relación un verdadero paradigma para el diseño de la ciudad futura; la naturaleza está allí para contrastar, dialogar, completar el diseño de la ciudad como maquina productiva. Dos significaciones parecerían combinarse desde entonces, la idea de la naturaleza en la ciudad bajo la figura del parque y del espacio público, y la idea de la naturaleza en su estado “salvaje”. Para Le Corbusier, “No había parques ni jardines, sino naturaleza. La máxima expresión de la sociedad industrial integraba indisolublemente dos ideas hasta entonces incompatibles: naturaleza virginal y rascacielos, haciendo de ellas la misma cosa”[1] Una respuesta que la arquitectura moderna pretende dar a la radical escisión que la ciudad moderna contiene y reproduce implicada entre las pulsiones de la aglomeración y la dispersión, entre el encuentro y la fuga. Desde entonces, no se podrá concebir a la ciudad sino como un verdadero sistema entrópico. La arquitectura moderna llega de esta manera a ontologizar la condición de la ciudad como el más complejo sistema adaptativo creado por los humanos, un verdadero logro evolutivo de la especie humana, cuya condición está aún por descifrarse y configurarse. La ciudad contemporánea parecería moverse entre estas pulsiones y regresar desde la más sofisticada tecnología a sus orígenes más rudimentarios.

V

Es en ese contexto que emerge la ‘fuerza revolucionaria que proviene del pasado’[2]. La mirada al pasado recupera la tortuosidad de las formas adaptativas, la estética que las acompaña; esas formas emergen como patrimonios/artilugios adaptativos que hoy dan pistas al mundo de la complejidad urbanística. Restos, ruinas, señales del pasado en piedras y monumentos, en senderos interrumpidos que están por todas partes; es probable que se los deba defender con la misma fuerza que se defienden las grandes construcciones icónicas monumentales. Las soluciones más discretas, los usos y los materiales más rústicos que nos develan nuestras rudimentarias aproximaciones adaptativas con la naturaleza, situaciones en las cuales parece ser que la misma naturaleza se da sus formas y no que estas la niegan o no la reconocen. La artificialidad de la forma aquí presenta todas sus cartas; los materiales pueden incluso aparecer toscos, no suficientemente refinados; un viejo camino construido en piedra que recorre la sinuosidad del territorio y que permite o permitió por años sortear sus ‘fallas’ de hecho tiene más valor que aquel que las supera negando su presencia; una obtusa forma de proceder de la innovación tecnológica es probable que los haya sacrificado y que ahora la visión hermenéutica del observador contemporáneo nuevamente los dote de valor y sentido.

La defensa del pasado anónimo, de las formas adaptativas que cumplían una función sin pretender ser sofisticadas representaciones artísticas, simples ideaciones que sortean las rudezas de la naturalidad que a veces se vuelven o se presentan como limites insuperables. La belleza de la forma monumental parecería desprenderse de esta funcionalidad adaptativa; ello se lo puede apreciar justamente en el preciosismo de la forma, en la respuesta a la rudeza de la reproducción material con la idealización de aquello que solo es posible si se lo construye como arte, más que como artilugio, o como forma en la cual la dimensión artística se desprende de su función de artilugio, o que mira la representación artística como un artilugio de salvación.

Cuando hablamos del patrimonio histórico de la ciudad nos estamos refiriendo entonces al acumulado de sentido que recoge en si un monumento del pasado, a la anonimicidad que está en la configuración del trazado de una calle, en la superposición de estilos arquitectónicos que se han ido modificando en el tiempo, adaptándose a la morfología del territorio en secuencias de larga duración; adaptación hecha de actos no planificados, de arreglos en muchos casos dictados por las adversidades naturales o por el lento desgaste de los materiales.

VI

Muchos ángulos de la ciudad esconden – develan historias de personas anónimas que recorrieron las mismas calles y miraron los mismos paisajes. Así como el paisaje natural se modifica por el devenir del tiempo, así también el paisaje urbano va cambiando y modificando la forma de la ciudad. Si observamos fotografías del pasado o los planos con los cuales la urbanística intenta dar curso a la lógica de la aglomeración, nos damos cuenta que muchas veces es otra la dirección que la ciudad ha tomado, jalonada por sus contra-tendencias, por sus contra-lógicas; por la emergencia persistente de la dispersión que acompaña a la aglomeración y al encuentro identificatorio. Es por ello que cuando miramos a la ciudad contemporánea, en realidad estamos observando muchas ciudades, a momentos superpuestas, a momentos enfrentadas; muchas veces observamos ruinas de momentos del pasado; con dificultad reconocemos la intensidad de sentido que antes transmitía un recodo, una calle, una escalinata. Por ello la mirada contemporánea a la ciudad ya no es ingenua, está cargada de complejidad; incluso aquella forma abstracta, pura idealización que se proyectaba sobre el territorio sin reconocer sus ‘fallas’, sus ‘distorsiones’, ahora aparece como recuperable, como un lenguaje estético con el cual dialogar, con el cual confrontarse; artilugio, arte y arquitectura se funden en la operación abstracta artificial de crear la forma de la ciudad.

 

 


[1] Ábalos, I., Atlas pintoresco, vol. 1, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 2005, p. 13.

[2] P. P. Passolini, La forma della cittá, https://www.youtube.com/watch?v=btJ-EoJxwr4

 

Democracia, el juego epicúreo

Carlos Reyes

 

El siglo que acaba de empezar exhibe una confusión con marca propia, fuertemente identitaria y victimista, resistida con algo de éxito quizá solo hasta finales del XX, y que afecta de manera particular lo que se discute como democracia. Si la posmodernidad se obsesionó por apabullar a la Ilustración –la instancia que da forma a la democracia moderna– por el atrevimiento de postular que la humanidad logre su adultez, y así valerse por sí misma, lo que sucede en estas décadas aparece como una abdicación de aquella ambición.

Pocas invenciones estrictamente humanas (ilustradas) como la democracia gozan aún la consideración de ser asumidas como virtuosas. Asimilada en el concepto de justicia –y con más fuerza aún en la llamada justicia social– la democracia es elevada, por sobre la mayoría de sistemas, como aquel que ayuda a satisfacer las necesidades humanas de manera excepcional. Las virtudes de la democracia le permiten, por decirlo de alguna manera, lograr consenso sin deliberación sobre su utilidad como sistema. Sin embargo, el descontento ciudadano contemporáneo con la democracia –a pesar de su contribución en múltiples logros globales– se muestra progresivo, y esto quizá se deba a la confusión que impregna estas décadas tempranas. Esta confusión tiene que ver con su posibilidad y sus límites.

Poco antes de su expansión –por el colapso urgente del socialismo soviético y el martilleo que picó la cortina de hierro– la democracia se daba como posibilidad en dos vertientes, una “liberal” y otra “popular”. La posibilidad democrática era entonces mayormente aquella de la competencia entre dos sistemas, contrapuestos en términos de logros económicos y de bienestar relativo. Una vez que el mundo pudo apreciar la magnitud del experimento igualitarista en manos del partido único, se pudo ver cómo operaba la imposibilidad democrática y la muerte de toda política. Hasta entonces todo quedaba más o menos claro. A partir de la década del 90 la deriva –más socialdemócrata que liberal– de la propia democracia se planteó como la superviviente de las revueltas y los paseos de tanques por las calles de Europa del este. Al finalizar las protestas la democracia no solo era posibilidad, sino que fue imperativa.

Tras el remezón la demanda “popular” exigió al sistema triunfador que arroje prontamente los beneficios socioeconómicos cuya conformación había tomado largo tiempo y sacrificios. El repliegue de la democracia “popular” fue solo una etapa de recomposición que prontamente impugnaría toda democracia y se atrincheraría en las concepciones más utilitaristas de la justicia. Los huérfanos del desmantelamiento del gran aparataje antipolítico del socialismo en poco tiempo resurgieron y se propusieron hacer algo con la democracia.

Con la aparición en 1971 de A Theory of Justice se puede apreciar la corriente de pensamiento que buscaría arbitrar los resultados de la disputa antes descrita, y que orientaría lo que sucedido con la posibilidad democrática décadas después. En su Teoría John Rawls se propone, entre otras metas, refrescar el debate sobre la justicia, y lo hace a vísperas del surgimiento de lo que algunos llaman sociedad post industrial. El momento en el que emerge A Theory no podría acaso ser más oportuno, en tanto la mecanización y la computación inicial de toda industria avisaba con buena anticipación que lo laborista tendría los días contados, y que en poco tiempo el obrero no requeriría trabajar, sino programar el trabajo.

El doble carácter kantiano y contractualista de A Theory regresa al tema clásico de los principios universales (Kant) asentados en la breve tradición democrática ilustrada, y habla de varios compromisos que, según su autor, son imprescindibles para enlazar la autonomía individual con lo social. La teoría/propuesta de Rawls –puede decirse a día de hoy– ha sido la elegida mayormente por las actuales democracias; los regímenes políticos contemporáneos plasman, con sus diferencias, los principios de redistribución y equidad (fairness) que plantea A Theory. Sin embargo, aparte de los problemas que se ha señalado sobre la propuesta de Rawls (algunos ejemplos en las críticas de Sullivan y Pecorino, McCabe o Dasgupta) surge el de la democracia como reflejo de la justicia social. La justicia es el marco común de entendimiento social y la democracia sería su apéndice, su efecto. Por esta vía de razonamiento, ¿habría acaso algo imposible para la democracia cuando lo que está en juego es la satisfacción de la justicia? Y por el mismo camino, cuando entre otros requisitos la democracia requiere adquirir un carácter de tradición para mantenerse vigente, ¿qué clase de tradición democrática se encargaría de administrar justicia en un contexto de recelo (si no cólera) ante cualquier tradición?

En la justicia de A Theory la responsabilidad moral formula varias reglas de convivencia pensadas para atender al otro-como-si-fuera-yo-mismo. Rawls alienta a considerarnos unos a otros e invoca contratar una justicia que se encargue especialmente de unos otros vulnerables a la mala suerte. La justicia social debe procurar “ser justa” con los menos favorecidos, ante unos potenciales “podría-tocarme-una-situación-injusta”. A la manera de Epicuro, la justicia social de Rawls apela a la evasión del sufrimiento como lo primordial, pero en el caso del profesor de Harvard se agrega un tono ciertamente piadoso. Con este insumo la democracia resultante tendrá que elaborar normas y facultar al Estado para regular las relaciones sociales. Así, el tipo de justicia que inspire la democracia se enfocará en vigilar la satisfacción de la víctima. Según A Theory of Justice, «Hay, entonces, otro sentido de nobleza obliga: a saber, que aquellos más privilegiados probablemente adquieran obligaciones que los vinculen aún más fuertemente a un esquema justo» (p. 100). El sentido que propone Rawls para hablar de privilegios sugiere que los ciudadanos son diferentes por sus responsabilidades. Los ciudadanos-víctimas están menos sujetos al esquema de justicia que el resto. Posteriormente, cuando esta forma de justicia inspira la práctica democrática la victimización es un insumo importante de credibilidad electoral. Para hacer justicia es requisito entonces elegir a perseguidos, olvidados y oprimidos, mostrarse como uno de ellos para concursar; o anunciarse como su representante. Con el afán de minimizar la penuria, el juego epicúreo de la democracia obtiene del resarcimiento una de sus materias principales de acción política.

En torno a la democracia se pone en marcha el juego de todas las reivindicaciones imaginables como artilugio electoral, y he allí la primera parte de la confusión contemporánea: ¿cómo la supuesta virtud democrática provoca malestar? ¿Cómo lo que está pensado para sosegar es –o parece– injusto? La victoria electoral, resultante de este tipo de justicia, faculta al ganador a proponerse reingenierías institucionales en nombre de lo social. Pero además aquello descubre que la victimización no es patrimonio de ningún partido: todos pueden ser víctimas y competir en campaña con esa consigna. El candidato-víctima recurrirá a tópicos sobre su supuesto victimario refiriéndose a este como opresor, poderoso, indolente, capaz de afectar a los más vulnerables, dispuesto a afectar la grandeza del país, presto a ofender a la patria.

Si en un tiempo hubo unas cuantas variaciones políticas en la discusión sobre cómo utilizar el sistema democrático de la mejor manera, tras el desplome de finales de los noventa, la oferta se multiplicó de manera impresionante. Desde los partidos (populares, radicales, nacionales, plurinacionales, patrióticos, humanistas, constitucionalistas, reformistas, revolucionarios, locales, regionales, liberales, demócratas), desde cada color político y agrupación de la sociedad civil (verdes, naranjas, morados, aliados, concertados, unidos, coaligados, libres, unionistas, frentistas) y también desde la academia, la democracia se ofrece en versiones ilimitadas.

Con la gran disponibilidad de variantes democráticas los límites del sistema ya solo se dan en torno a lo que se dice de ella, con lo que se promete en su nombre. Dice Tocqueville en La democracia en América que “en los pueblos democráticos el público goza de un poder singular que en las naciones aristocráticas es inimaginable. No persuade, sino que impone sus creencias y las sugiere en las almas por la presión inmensa del espíritu de todos sobre la inteligencia de cada uno” (T. II, p. 23). El poder de un “público” habilitado por lo democrático es inimaginable, advierte Tocqueville, y por ello también escapa a lo decible, a cualquier límite que pueda buscarse en la propia democracia. En torno a lo que se puede decir, Wittgenstein nota que aquello indecible, para lo que las palabras no ofrecen sentido (senseless) es mejor callar, e incluye en esto a la política. Porque todo lo que se diga sin aportar a la comprensión del mundo acaba creando confusión. En política lo que se dice actualmente que hace la democracia, en lugar de aclarar sus servicios logra disolver su sentido más general: convierte toda política en insignificante (meaningless).

La democracia, ya sea participativa, social, directa, representativa, liberal, delegativa, autoritaria, parlamentaria, etc., depende invariablemente de la forma de justicia (social) que impere. ¿Y entonces qué aporta significativamente toda esta adjetivación al concepto y a su práctica? El juego epicúreo de la democracia, luego de seleccionar a las víctimas más apropiadas, se dedica a impartir justicia social sin importar la organización política en el cargo. Y lo hace sin límites. Un reflejo de ello es el engorde normativo de las democracias más entusiastas con la justicia social; en ellas se dictan con facilidad nuevas y gruesas leyes redistributivas y códigos equitativos, prestos a asistir al ciudadano-vulnerable, convirtiéndolo en “dependiente”. El doble problema de la democracia (su posibilidad y límites) radica en su desbordamiento victimista y luego en la supuesta pluralidad de sus significados. Esto no quiere decir que la democracia debería imposibilitarse o limitarse, sino que los oportuno sería exponer el juego asistencialista de intereses que se pasea actualmente como si fuera lo justo.

Si las posibilidades de la democracia no se piensan desde lo justo, sino con motivos justicieros, y si no hay una discusión ciudadana que pueda racionalizar la multiplicidad de ofertas democráticas (más allá de dejar que “hablen las urnas”), el sistema ilustrado de representación y elección no hará mucho más que lo que circule como socialmente justo. Es hacia la justicia y una crítica sobre cuán pertinente es su carácter social-victimista-asistencial que tendría que dirigirse el debate sobre la  posibilidad y límites de la democracia. La abdicación de la ambición ilustrada de adultez es probablemente el reto más interesante que se de en las democracias contemporáneas. Por lo pronto, dichas democracias no hacen sino expresar lo que las confusas ansiedades mileniales consideran “justo”, en el juego del descontento ciudadano.

 

Imagen: Dariusz Sankowsk / Pixabay

¿Democracia a secas o postdemocracias?

Julio Echeverría
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La democracia de hoy se nos presenta afectada por una patología crónica que impide canalizar institucionalmente la emergencia de demandas y sentidos que irrumpen en un contexto de acelerada innovación tecnológica y de cada vez más intensa integración global. El aparecimiento de nuevas significaciones, la biopolítica, la ecología, el género, la espiritualización y resacralización del mundo, convive con la restauración de inercias propias del convencionalismo, en el cual florecen los racismos, las xenofobias y los puritanismos. La democracia como estructura de derechos que se expresan en la construcción del poder, las constituciones como filtros normativos que procesan las lógicas discrecionales y personalistas en la administración de lo público, parecerían ceder el puesto al reclamo populista y a la concentración autoritaria del poder.

Entre política y democracia existen nexos funcionales de retroalimentación que apuntan al ‘incremento de la idoneidad constitutiva’ de las sociedades. En la dimensión contemporánea, estos vínculos no producen la retroalimentación que dicho incremento de idoneidad requiere. La crisis de la política funciona como combustible que alimenta esta des-equivalencia funcional. La democracia no decide, se ve rebasada por la emergencia de tensiones soberanistas que se eluden y no comunican; la democracia no produce legitimidad, se la consume de antemano como acontece con el endeudamiento de las economías nacionales. Su crisis no se evidencia solamente en la incapacidad de decidir, se expresa en la imposibilidad de la representación, en una generalizada caída de confianza hacia aquellos que se ocupan de la administración de lo público; la crisis de la política radica en la afectación de su núcleo semántico fundamental que es el de la representación sobre el cual se construyó en la modernidad su utopía positiva.

 

En los acápites que siguen se indaga sobre la ‘forma’ de la representación en cuanto núcleo semántico central de la política moderna; cuáles son los elementos de significación que la caracterizan y cómo esta configuración define y delimita el sentido de la democracia, su complejidad; de su revisión podremos concluir que esta no puede sino ser un conjunto de estructuras que procesan decisiones, que contienen y canalizan lógicas de poder que están en la configuración misma de la sociedad y de sus actores. ¿Cuáles son las estructuras de sentido que caracterizan a la política y a la democracia moderna y que actualmente se ven seriamente presionadas por la afectación de su núcleo semántico fundamental? ¿Existen atajos o nuevas fórmulas para la construcción de legitimidad democrática? ¿El reclamo al discrecionalismo decisional propio de las llamadas postdemocracias, esta a la altura de las exigencias selectivas que requieren las actuales democracias complejas?

I

En el origen de la política está la representación, y en el origen de ésta, la teología. La legitimidad derivada de la gracia divina es el punto de partida; desde el Tótem, el mundo de la diferenciación es reducido a unidad, la representación permite esta operación; gracias a ella, se puede integrar el cuerpo social; sin las formas de la representación, no podría acontecer el acto comunicativo que está en la base de la configuración del cuerpo social; sin esta ‘forma’, los individuos se verían arrastrados hacia la indeterminación. En la antropología naciente, el tótem, el ícono monumental, sirve para representar a la comunidad, allí se define su origen y destino. En la antropología filosófica de A. Ghelen, esta operación permite compensar la debilidad instintiva que caracteriza a la configuración de lo humano. Esta ‘forma’, presente en el lenguaje, aparece como experiencia de extrañamiento y reconocimiento en el encuentro con el otro ‘diferente’; la diferenciación respecto del otro, que emerge del contacto entre los individuos, la comunicación que se establece entre ellos, es la que permite el reconocimiento. Vinculada al tótem, como su derivación, está una narración en la cual se re-presenta la indeterminación de sentido bajo una forma reconocible, comunicable: esa es la política.

Es K.O. Apel quien asocia y deriva la comunicación como función propia de lo humano y que produce comunitas; la comunicación es extrañamiento y rescate, activa una operación recursiva y autoreferencial. Esta matriz originaria evoluciona después bajo dos figuras: la de la representación del orden cósmico como modelo para la realidad fáctica -una clara operación metafísica de orden descendente-; y la del acceso a esa forma, como promesa de redención, de emancipación y liberación de las ataduras de lo real. Ambas solo pueden entenderse y realizarse como reductio ad unum, como compactación de fuerzas que lo vuelvan posible.

II

En el acto mismo de constitución del tótem se configura el actor social, y este es un hecho político paradigmático. La política es consubstancial a la representación; es la forma en la cual los individuos, como mónadas aisladas pueden confluir, encontrarse y reconocerse, esto es, comunicarse, producir comunidad, abstraerse de su condición de partida. Una operación compleja que emerge de la misma animalidad sobre la cual se soporta lo humano. La pregunta fundamental entonces es: ¿Qué es lo que se representa? ¿Qué es lo que permite esta conjunción de animalidad y socialidad que está en el acto mismo de constitución de lo humano? Algo que proviene de la misma configuración del individuo, de su intimidad y privacidad; una pulsión de significación que aparece bajo la forma de la representación. El concepto de representación, su fuerza de convicción está justamente en la negación del supuesto de que el acto que lo permite sea algo externo, algo que provenga de afuera para imponerse; al contrario, se trata de una pulsión que emerge del mismo pliegue de la intimidad, de la naturalidad constitutiva propia del actor; una pulsión de fuga, de salida de sí mismo, de auto observación que requiere del ‘otro’ y que por esta vía produce lo público. ¿Qué sería entonces lo público, si no esta negación que contrasta con la individualidad del actor, con su mismidad, esta artificialidad necesaria para su misma reproducción? ¿Cuán necesaria es la dimensión de lo público para la configuración misma de la individualidad del actor?

La política existe y es necesaria, nos diría Hegel (y a través de él también Hobbes, Maquiavelo, Locke, Rousseau), porque de ella depende la misma constitución subjetiva. La oposición público-privado existe y es necesaria pero se trata de una oposición no superable dialécticamente, permanece como una diferencia interna a cada polo de la oposición (en lo privado está lo público, en lo público está lo privado).

No es posible construir lo público sin este efecto de fuga o de salida de sí mismo que caracteriza al actor moderno; aparece en la fiesta, en la anonimidad que produce el encuentro masivo; la fiesta misma es el sumum de la representación, es la estratagema que adopta el actor para evitar el contacto nudo y directo que lo puede conducir al aniquilamiento, al hundimiento en el vacío de la nada. Hegel lo expresa en la frialdad y adustez de sus formulaciones con el concepto del Anerkenen, el reconocimiento expresa esta salida de la mismidad; esta negación de si como condición del reencuentro consigo mismo, del re-presentarse, de la autobservación como estrategia constitutiva. Una operación radical de extrañamiento (o de alienación), que en Hegel es fundamental para el reconocimiento; no puedo reconocerme si no logro diferenciarme de mí mismo; enfrentarme a la alteridad que me constituye. La alienación es necesaria para el reconocimiento; la percepción de la existencia de la muerte es el mejor acicate para el reconocimiento.

III

La política clásica define el sentido de esta conexión que está en la génesis de la política y la democracia; en los conceptos de polis y civitas ambas dimensiones se funden en una sola constelación de sentido. El concepto de polis da cuerpo a la operación de extrañamiento como fuga y salida de sí mismo del actor, operación que permite el encuentro con el otro; se trata de la construcción de la forma abstracta, que es la que ocupa la dimensión de lo público. Vivir en la Polis significa anteponer el interés de lo público, ‘del otro’, sobre el interés propio. ¡Qué extraño y complejo desafío! El concepto de Civitas podría ser visto como continuidad o desarrollo del concepto de Polis, el ‘otro’ que habita la civitas, es radicalmente diferente, no pertenece a ‘mi comunidad’, la Civitas representa el encuentro de aquellos que confluyen a un centro escapando de sus comunidades de origen, ‘todos los caminos conducen a Roma’.

Estos dos conceptos se disponen como estructuras que configuran la idea de la política; ambos otorgan ‘forma’ a la política y a la democracia; la polis es al ámbito de la universalidad, de lo colectivo, de la abstracción como extrañamiento respecto de la percepción sensible; la razón emerge cuando logra someter-realizar el mundo de las percepciones, de las pulsiones de la pasionalidad, el mundo donde se expresa el poder brutal. No podría existir otra dimensión más radical de extrañamiento que el reconocer la alteridad en su total negatividad; sin embargo es ese el espacio de la realización subjetiva. La potencia de la lectura hegeliana sobre el mundo clásico está en el descubrimiento de que esta capacidad de construir la forma abstracta ya no es expresión de ninguna voluntad divina, sino que está inscripta en el individuo, en su propia estructura, en su pulsión de fuga, en su propia negación ‘constitutiva’; la dimensión de lo público está en la individualidad, en la intimidad; allí aparece como potencia en espera de activarse; una necesidad de escapar de la presión del encuentro con sí mismo obliga al actor a buscar el encuentro con el otro, con la alteridad absoluta, que está en el sí mismo; Hegel lo plantea como lucha por el reconocimiento. Política y democracia solamente pueden existir bajo estas figuras, así, a secas; no hay posibilidad de sortear la radicalidad de sus condiciones; no hay post democracia; no es posible recorrer caminos más transitables que eviten la radicalidad de este cara a cara, que nos exige la política democrática.

IV

Como todo concepto, los de polis y civitas desatan campos de significación sobre los cuales trabajan; se cumple aquí el axioma sistémico de la reducción de complejidad con más complejidad; posibilitan la substanciación del actor al definir su línea de constitución bajo principios que luego se convertirán en generadores de complejidad política; polis y civitas ponen en juego tres componentes que están implícitos en estos conceptos: la extraneidad (el encuentro o desencuentro con el otro, que está en el sí mismo, en el sujeto); el de la diferencia o diferenciación, la acción reflexiva con la alteridad genera nuevas figuras o significaciones, el actor que emerge del proceso de reconocimiento no es el mismo que aquel que inició el proceso; la abstracción como construcción racional, que es colectiva, en cuanto se aleja del apetito sensual que es particularista e individual. Extraneidad, diferenciación, abstracción emergen como significaciones o filtros selectivos que afectan-permiten la constitución del actor como sujeto político. Se trata de dimensiones que permanecen abiertas generando politicidad, funcionan como estructuras de sentido dispuestas para enfrentar las condiciones de complejidad que ellas mismas desatan; instauran lógicas recursivas en cuanto están dispuestas para la autoobservación; la política y la democracia pueden observarse a si mismas a través de la operación de estas estructuras conceptuales, y dotarse de sentido gracias a ellas; mediante estas estructuras en perfecto funcionamiento, en su contradictoriedad, el actor podrá reconocerse como sujeto; es a partir del pleno despliegue de estas significaciones que Hegel configura su sistema de eticidad. La eticidad moderna es el resultado del pleno funcionamiento de esta máquina conceptual. La eticidad ya no será el resultado de su acoplamiento a la dimensión cósmica que es de orden divino; tampoco será la expresión de la naturalidad de lo humano y de su potenciación; será el resultado de la negación de esa naturalidad y de la configuración de un sistema artificial de normas y regulaciones. Podríamos decir que la política moderna define así su proyección de sentido; pero se trata de un sentido que instaura la contingencia y la incertidumbre; una construcción semántica que requiere de estructuras institucionales con alta capacidad de procesamiento de las lógicas nihilistas, que ella misma desata.

V

La traducción de estas construcciones teóricas y conceptuales en la pragmática de la política y en la efectiva construcción de historia encontrará serias limitaciones. Ambos conceptos permanecen en espera de una activación mas potente y precisa. La diferenciación que es propia de la deriva moderna requiere de mecanismos de compactación y de univocidad, para no sucumbir en la indeterminación de las diferencias; porque ello sería igualmente neutralizante y despolitizante; el concepto de Estado permanece como exigencia de compactación de las diferencias, a condición de que estas puedan existir y replantearse en intensos procesos deliberativos esto es, a constituirse luego de haber pasado por mecanismos de selección y deliberación, que acontecen en el campo de la representación. Frente a la crisis que se veía venir, a la amenazante presencia del nazismo en la Alemania de Weimar, Max Weber aboga por la parlamentarieserung como único freno, y lo hace con el realismo pesimista que caracteriza a toda su intervención teórica. La aridez de la democracia a secas puede ser insoportable,  puede convertirse en el mejor acicate para escapar de la rigurosidad que implica la constitución de la politicidad moderna; el mundo de las percepciones, de la sensualidad constitutiva del actor contemporáneo, requiere de instituciones de alta complejidad; la configuración del actor moderno, su escisión constitutiva puede conducirlo a escuchar los cantos de sirena que anuncian la posibilidad de saltar por sobre las complejidades que comportan las democracias contemporáneas.

Las democracias modernas conjugan a tropiezos con estas dimensiones y estos desafíos; las constituciones como estructuras normativas; los sistemas electorales y de partidos políticos, no logran generar los resultados que de ellos se espera, esto es, producir legitimidad y eticidad y retroalimentar permanentemente sus estructuras sistémicas. La revuelta del discrecionalismo propio de las ‘postdemocracias’ que derivan hacia concentraciones de poder que evitan la deliberación, no logra resolver esta problemática y permanece atrapada en la misma lógica que quisiera desmontar; produce antipolítica al denunciar la exclusión y la reductio ad unum propias de la modernidad política; genera desarreglo institucional; la complejidad que produce no permite potenciar la capacidad reflexiva de las sociedades y de sus dispositivos institucionales. Su deriva será el neopopulismo, el autoritarismo excluyente, el nacionalismo a ultranza. Es justamente por esta conformación del actor moderno que la democracia no puede sino ser una compleja construcción de frenos y cortapisas a las tentaciones demasiado mundanas que la acompañan. La democracia es, desde esta perspectiva, un desierto donde no hay que buscar oasis de salvación; la democracia, como ya lo advirtió Max Weber, solo puede existir sobre burocracias que se sometan al rigor de sistemas normativos que estén en capacidad de controlar al monstruo, al Behemot de Hobbes. La discusión normativa, el diseño constitucional cobra importancia en este contexto. En todo caso, la democracia podría ser asociada a un conjunto de estructuras que permiten atravesar desiertos, no sucumbir en los océanos arremolinados de la complejidad política, y esto ya es bastante.

 

Imágenes: Anastasia Zhenina / Pexels; Jacek Dylag / Unsplash

Perplejidad en las humanidades y el ocaso del «último hombre»

Iván Carvajal
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I

La institución moderna destinada a la reproducción del saber que llamamos universidad ha sido el escenario de un conflicto complejo y permanente entre los discursos de las humanidades ―discursos múltiples y contradictorios sobre la condición humana o sobre el sentido del mundo―, de las ciencias y de la técnica. Afanes destinados a alcanzar la totalización del sentido de lo humano frente a la naturaleza o del sentido de la historia y la existencia; esfuerzos orientados a comprender la realidad, recortada siempre en regiones delimitadas, desde las «leyes generales de la naturaleza» hasta los conocimientos especializados, y por último, impulso del dominio técnico del hombre sobre la Tierra. La crisis de la universidad le es inherente: inestabilidad de los saberes, imposible articulación de un sentido totalizante de la historia o de la vida ―dirección esta que suele concluir en el totalitarismo―, incertidumbre que se ha constituido en condición del conocimiento científico, evidencias de la devastación que ha producido la «voluntad de dominio» sobre la naturaleza.

Se podría decir que la situación contemporánea es la del ocaso del «último hombre», recurriendo a una conocida metáfora nietzscheana que vale traerla a colación a propósito de las consecuencias de la «voluntad de dominio». Este ocaso se percibe justamente cuando el poderío manifiesta su arrogancia con el extraordinario despliegue de la técnica contemporánea. Es entonces cuando las sombras caen con todo su peso trágico sobre la figura del Hombre constituido por la metafísica occidental, figura que se ha expandido hoy por todo el planeta.

La crisis de la institución universitaria es evidente tanto en la extrema especialización del trabajo científico a que se ha arribado, como en el declive de las humanidades. Los científicos trabajan en ínfimas parcelas de la realidad, y aunque están conectados a través de redes, en la mayoría de los casos, no logran alcanzar siquiera una visión panorámica de las cuestiones fundamentales de la ciencia, que no cabe confundir con el campo disciplinar en el que trabajan. El científico deviene así un técnico que debe producir innovaciones tecnológicas o algún saber que derive en estas.

La crisis de las humanidades tiene que ver con las mutaciones de la condición humana en esta época marcada por las revoluciones tecnológicas y por los nuevos conocimientos. Solo desplazándonos hacia las fronteras de lo que han sido las humanidades, prosiguiendo los esfuerzos por pensar acerca de los dispositivos técnicos que organizan, controlan y administran la vida y la muerte en las sociedades contemporáneas, sería posible abordar la actual condición de los seres humanos en la Tierra y enfrentar la evidencia del fin del Hombre del humanismo, esto es, confrontar las mutaciones que se han operado en lo humano no solo desde la transformación social o política, sino también «biotecnológica».

II

A las universidades de América Latina, durante el siglo pasado, se les asignó la «misión» de forjar la «cultura nacional» y por tanto una «comunidad imaginada», la nación, sustento (imaginado) del estado nacional, y más tarde, de generar las condiciones técnicas y los discursos legitimadores del «desarrollo». El programa de modernización capitalista no fue cuestionado esencialmente por la izquierda universitaria, la cual, siguiendo la dirección trazada por el propósito de formación de la cultura nacional, llegó incluso a proponer la creación de una ciencia «nacional» o tercermundista o del Sur ―propuestas que se asemejan a aquella estalinista de la «ciencia proletaria» o a la fascista de la «ciencia al servicio del pueblo o la nación». Más tarde se insistiría en una cultura descolonizada y descolonizadora, supuestamente a contracorriente de la mundialización. Sin embargo, en las universidades han prevalecido los discursos subordinados a la idea de progreso, orientados hacia la producción de un dispositivo tecno-burocrático que modernizara la economía nacional y regional dentro del sistema capitalista mundial, y consiguientemente, a la racionalización tecnocrática del estado. La idea de progreso, compartida por la derecha y por la izquierda, colocaba el dominio técnico del hombre sobre la naturaleza como fundamento del desarrollo o incluso de la emancipación humana.

Las condiciones actuales del sistema capitalista mundial, de la geopolítica, y la posición de los países latinoamericanos en ese escenario globalizado, y con mayor razón la posición de un pequeño país marginal, como es el Ecuador, tornan anacrónicas las «misiones» universitarias convencionales. Estas pueden derivar en utopías insulsas cimentadas en la nostalgia neorromántica de una vuelta a los orígenes o a lo ancestral, en sueños de repúblicas o comunidades autárquicas, o incluso en un delirio que propicia el fraude, como es el caso del experimento llamado Yachay.

III

Mientras se intentaba la crítica de la universidad con herramientas provenientes de la filosofía moderna, de la teoría social crítica o la teoría de la dependencia y sus respectivas reelaboraciones posteriores, se había perdido de vista la cuestión esencial: los efectos de la devastación que hoy día se colocan ante nosotros de manera brutal. La devastación tiene que ver, es cierto, con el capitalismo, con su «lógica», pero también y en un sentido profundo, con la técnica, con su historia y su articulación y despliegue en nuestra época; por consiguiente, también con los dispositivos de administración y control de la vida y de la muerte ―y de resistencia―, tanto de las sociedades humanas como de las restantes formas de vida. Tiene que ver, en consecuencia, con la biopolítica y con la tanatopolítica. La incidencia de la actividad humana, especialmente en la modernidad, y con una fuerza inusitada luego de la Segunda Guerra Mundial, ha provocado una transformación radical de la Tierra, a tal punto que hoy se considera que cabe hablar de una ruptura geológica, de una nueva era, el Antropoceno, posterior al Holoceno durante el cual surgió nuestra especie.

No solo ello, sino que hemos arribado a una circunstancia excepcional en cuanto a la «condición humana». La pregunta por qué sea el hombre pertenece a la tradición de Occidente; es una de las interrogantes fundamentales de lo que ha sido su historia, pero hoy adquiere una dimensión global. Tal pregunta se articulaba en una doble dirección: por una parte, en relación con lo animal, orientaba la respuesta hacia la diferencia y la superación de la condición animal asociada a la razón, el lenguaje, el trabajo, el conocimiento. Detrás del hombre quedaba el animal, la bestia. Por otra, en relación con lo sobrenatural, con lo divino: el hombre, criatura privilegiada, era sin embargo un mortal, pero a la vez era espíritu. La ciencia moderna ha terminado por dar un golpe de gracia a la arrogancia humana, al demostrar la proximidad de nuestra especie con los restantes seres vivos de la Tierra (que es donde, por ahora, conocemos que existe la vida), y al colocarnos ante la evidencia no solo de la condición mortal de cada individuo, sino de la posibilidad de extinción o trasmutación de la especie. Los dioses o el dios se han alejado del horizonte que dota de sentido a lo humano; el retorno de las religiones e incluso del fanatismo no implica en modo alguno que haya habido una modificación de las consecuencias de la «muerte de Dios» anunciada por el Zaratustra de Nietzsche: la ciencia no se fundamenta en la teología, y aunque aún funcione el dispositivo teológico-político, el poder político se sustenta en dispositivos tecnológicos de control, administración, vigilancia o persuasión. A la vez, las tecnologías operan ya una profunda mutación del ser humano, de su inserción creciente en ambientes artificiales, de conexión con artefactos o con otros seres humanos a través de artefactos. Para decirlo con una imagen: los seres humanos se desplazan hacia un mundo de ciborgs y robots, donde parece desvanecerse el espíritu.

¿Qué es ser humano en una situación en que está en riesgo la supervivencia de la especie a consecuencia de la catástrofe de gigantescas proporciones ocasionada por la actividad humana? ¿Qué es, cuando las tecnologías contemporáneas están transformando radicalmente las condiciones de lo humano? A tal pregunta se suceden otras: ¿Qué es ser inteligente? ¿Qué es ser trabajador o qué es ser intelectual? ¿Qué es conocer? ¿Qué es sabiduría?… Colocar estas preguntas en el horizonte de la actualidad implica el hacernos cargo de la perplejidad que deviene del ocaso del «último hombre» y del nihilismo radical de nuestra época.

Perplejidad que se junta al abandono de las pretensiones de los determinismos, de la supuesta capacidad para planificar y calcular los resultados de las acciones humanas ―desde los efectos de las tecnologías hasta los resultados de las revoluciones o de cualquier proyecto político. Perplejidad vinculada al tránsito desde el determinismo de la mecánica clásica a la prevalencia del principio de incertidumbre… Perplejidad ante la crisis de las formas políticas, especialmente la crisis de la democracia… ¿Cómo concebir el presente, la actualidad, en esa condición de perplejidad? ¿Qué ética cabría postular, qué se puede esperar para los seres humanos actuales y para los que están por venir?

IV

No creo que sea posible hablar de universidad allí donde se cierre la posibilidad de pensar y polemizar (debatir) sobre la «condición humana», o quizá habría que decir más bien «la condición poshumana», como de hecho ya se ha postulado. No cabe pensar una universidad sin humanidades, así como no cabe pensarla sin ciencias. Mas unas y otras deben afrontar el horizonte de perplejidad ante el que nos encontramos. ¿Es posible cambiar la dirección de unas y otras, es posible encontrar la singladura que abra una nueva historia del saber? La devastación del planeta no se corregirá, desde luego, con el retorno a lo ancestral o premoderno que se propone desde la nostalgia neorromántica. Implica avanzar más allá de las tecnologías actuales, de las formas de dominio vigentes hoy día, de las formas políticas existentes. No sabemos si esto es posible, ningún proyecto político puede afirmar la concreción de cualquier posibilidad. La universidad en ese horizonte de perplejidad no debería permanecer atada a la «misión» que el estado y el capital (las corporaciones) le imponen, pero ¿puede existir una universidad más allá de las imposiciones que provienen del estado o de las corporaciones? ¿Es posible una autonomía que la lleve a darse su propia norma para afrontar esta época de perplejidad? Tal vez la pregunta sea errónea; quizás habría que preguntarse más bien por la posibilidad de colocarse en la frontera de la universidad, en búsqueda de nuevas formas de asociación ―para debatir, para la confluencia y la disensión― entre filósofos, artistas, literatos y científicos, con el propósito de contribuir cotidianamente a derruir los muros del «claustro», los muros mentales del «alma mater», y de abrirse a las preguntas inquietantes que provienen del escenario del «último hombre».