El profeta en la muralla

Pedro Aulestia

 

Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca. Porque tú dices: Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad; y no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo.

Apocalipsis 3:15-19

 

Hay quien todavía cree que la profecía es una forma de arte superior, aunque olvidada, como esos templos megalíticos enterrados al norte de Turquía, erigidos por una civilización desconocida y más antiguos que la propia Historia. Pocos son los que con licencia se han abstenido de la copa de agua en el Leteo, para ver el tiempo volver con ojos mortales. Pocos son los profetas. Quizá leer en el espíritu de un hombre no es diverso a entrever la escritura secreta en la gran fábrica del tiempo, como si en ambos casos se tratase del mismo lenguaje olvidado que deja el paso de la espuma en la orilla del mar. El estudio de un personaje puede revelar las facciones ocultas de un gran cuadro, después de todo, cada hombre es un signo, una letra que compone el acabado final de una escena profética.

No hay un libro eclesiástico que canonice a Dostoievski como profeta o siquiera como exégeta, sin embargo, para algunos han de bastar las bondadosas opiniones que al respecto comparten Boris Pasternak, Igor Shafarévich y Aleksandr Solzhenitsyn, todos apóstoles y hasta evangelistas del reputado novelista ruso. Si alguien requiere juicios de autoridad más contemporáneos (y más inocuos) Kjertsaa afirma, por su parte, que Dostoievski no contemplaba el Apocalipsis como una mera epístola consoladora para los cristianos perseguidos del siglo primero, sino como una sentencia que se cumple a su debido tiempo.

No me resulta difícil imaginar a Dostoievski en el papel de uno de sus personajes, Lebédev, aquel santo y aquel canalla que aparece en El príncipe idiota y que es famoso por sus interpretaciones del Apocalipsis. Una noche, durante el cumpleaños del príncipe Mishkin, declara, por petición de la algazara un tanto embriagada de los invitados, que la estrella que cae del cielo al sonido de la tercera trompeta (Apocalipsis 8:10-12) es en realidad una representación del Ferrocarril Transiberiano. Todos se ríen por lo que bien se podría considerar una broma delirante, pero la explicación simple de la sentencia deja estáticos a los más cautos, pues a los ojos del funcionario Lebédev el tren representa el progreso industrial, y este simulacro de progreso tecnológico, al Anticristo. (El príncipe idiota).

No es fácil resistirse a la tentación de hacer conjeturas que hermanen las palabras de un personaje ficticio del siglo XIX con lo acontecido en Rusia (y por consiguiente en el mundo) durante el siglo XX; se podrían escribir páginas febriles y hasta fanáticas sobre la profecía de Lebédev y cómo en ella se prefigura la Revolución de Octubre y el advenimiento de la Unión Soviética. Pero antes de caer en tal tentación es preciso declarar cierta intencionalidad con respecto a estas palabras: si detrás de apreciaciones de carácter meramente narratológico se entreven aparentes juicios o intrigas de orden metafísico o político, es el resultado de una coincidencia, aunque exenta de gratuidad. Esto se debe en parte a que la manera con que se caracteriza la figura del autor desde la técnica literaria es de naturaleza semejante a como se ve a Dios desde la teología, es decir, como un actor indescifrable.

Hablar de Dostoievski desde la crítica es por lo tanto un ejercicio profano, pero similar al que realizan los intérpretes de textos sagrados. Este ejercicio narratológico no difiere de una invectiva hermenéutica, de una exégesis bíblica, y se centra en la relación de dos personajes de Crimen y castigo que son, como diría Isak Dinesen, un cofre cerrado de los cuales el uno contiene la llave del otro. Se trata del sensual y depravado Arkadi Ivánovich Svidrigáilov y de Raskólnikov, el personaje principal de la novela. El primero es un presunto asesino y el segundo un asesino doloso. La semejanza fatal de ambos personajes se sustenta en el último diálogo que comparten en un bar abarrotado de San Petersburgo, en donde Svidrigáilov manifiesta lo parecidos que son los dos a pesar de su enemistad, comentario que es recibido por Raskólnikov con poco menos que asco. Para colmo, el narrador hace aparecer poco después de este encuentro y ante la mirada febril de Raskólnikov a dos hombres gemelos, perfectamente similares el uno del otro, pero con la particularidad de que la nariz del uno está ligeramente torcida hacia la izquierda y la del otro hacia la derecha. Esta aparición es una alegoría de la relación de semejanza y ligera discordia que tienen los personajes en cuestión. En un sentido más sutil, se podría leer en la inclinación propia de las narices de los dos personajes una sutil tendencia hacia el mal o hacia el bien, pero es cuestión del lector conferir los significados de las palabras izquierda o derecha. El caso es que quizá sea solo una nariz lo que separe a la salvación de la perdición y al cielo del infierno, pero ¿qué tan vasto puede ser el límite de una nariz?

 

Svidrigáilov se pierde, como si ese fuese el precio que se tuviese que pagar por la redención del otro, Raskólnikov. Es claro que para el autor la salvación no existe sin el riesgo de la absoluta perdición, como si se tratase de una apuesta por todo o nada. En una de esas otras noches blancas de San Petersburgo, Svidrigáilov sueña que socorre a una pequeña niña y la rescata de la lluvia, la atiende con cariño y la arropa entre sábanas, pero justo antes de salir por la puerta de la habitación nota en la niña una sonrisa pérfida y lasciva que deja en pausa su corazón. Este momento es la antecámara de su muerte, intuye que hasta la parte más inocente de su ser está corrupta y perdida. A la mañana siguiente se pega un tiro en frente de un guardia, no sin antes decir: “si alguien te pregunta, diles que me fui a América”.

Se podría decir que Raskólnikov se salva por una nariz, ¿qué sutil designio lo hace distinto de Svidrigáilov? ¿Por qué no quitarse también la vida? Después de asesinar a la vieja usurera Aliona Ivanóvna y a la bondadosa Lizaveta Ivanóvna, después de la cascada de racionalizaciones y tratados nihilistas que le sirvieron para justificarse a sí mismo el horror del crimen, después de siete sagrados años de negación en Siberia, de no sentir remordimiento ni culpa… ni nada. Finalmente, una tarde crepuscular, en la sala de visitas de la prisión, al lado de Sonia, mira por la ventana una antigua escena de nómadas en el desierto y piensa que esa escena ha permanecido intacta durante miles de años, desde los antiguos tiempos de los patriarcas del Antiguo Testamento. El sutil momento de redención lo lleva a besar a Sonia por primera vez y a perdonarse, pues dentro de él también existe una escena invariada de nómadas en el desierto, algo que ha permanecido puro e inamovido a pesar de las degradaciones y movimientos del tiempo y de la entropía. Es este cuadro en el desierto el primer amor del que habla Dante, el primer impulso bondadoso que intuyen algunos hombres (incluso los más terribles) en su naturaleza y del que se desprenden las estrellas y los mundos. El infierno, por su parte, es tan solo una sombra de la sombra del primer amor. (Crimen y castigo).

Parece como si Dios estuviese aún más presente en los momentos oscuros y demoníacos de los personajes de Dostoievski, en los asesinatos y en los suicidios. ¿Y el diablo? Pues el diablo está ahí, en esa canasta de flores que lleva la monjita, como dice Papini. Es delicado el límite que separa a un hombre de otro, a un suicida de un artista. Un profeta debe estar siempre en la muralla, en la víspera de los dos mundos separados por la frontera, en la víspera del advenimiento y en el lugar sutil donde se mezclan los paisajes, donde el diablo comparte la naturaleza de Dios, en la muralla, en el litoral o en el leve contorno de la montaña en el cielo. Un profeta escribe desde la tibia y huidiza penumbra, desde aquello que no es luz ni sombra, sino solo límite y eternidad.

 

Imágenes: Daniel Eledut, Martin Dubreuil, JamesDeMers, A_Werdan

Deshilando muros

Luis López López

 

La muralla china, cuya construcción obedeció a fines defensivos, se inició en el estado de Qi hacia el siglo V a.C. y continuó en el siglo IV en el estado de Wei. En 221 a.C. Qin Shi Hang ordenó su destrucción con propósitos unificadores; Liu Bang en 202 a.C., en lugar de mantener la muralla, trató de conseguir la paz mediante la unión en matrimonio de sus princesas con los jefes Xiongnu. El concepto de protección y defensa se reavivó entre 1449-1600, durante la dinastía Ming, frente a la invasión manchú.

Las carpas nómadas de los pueblos turcos no dejan huellas de su trashumancia conquistadora; sus frágiles estructuras recorren territorios en abierto contraste con la implantación monolítica de castillos que buscan marcar definitivamente territorios. La levedad de esas tiendas vencerá a la solidez de las defensas que les son arrebatadas. En tan frágiles y temporales construcciones, alfombras y tapices cubren sus habitáculos, y más tarde sus colores y composiciones expandirán sus fronteras al gusto de los mercados occidentales. La estética nómada se filtra más allá de los límites amurallados de tierras ocupadas.

El Santuario de Ise, con cerca de 1300 años de antigüedad, cada año congrega a millones de japoneses al ser el lugar sagrado más importante del Japón sintoísta. Pero ese complejo maravilloso de templos se reconstruye completamente cada 20 años; todas sus partes e incluso los objetos en ellos contenidos son rehechos, lo que llevó a que los técnicos de la UNESCO resolvieran eliminar el templo de Shinto de la lista del patrimonio cultural de la humanidad, considerando que este no tenía más de veinte años de existencia. Y es que para la cultura occidental el énfasis está en lo original, en lo irrepetible, intocable y excepcional, en el ser y la esencia. La materialidad de las obras para la cultura oriental se da en la imbricación de continuidad y cambio, en el devenir de transformaciones silenciosas. Byung-Chul-Han, en su libro Shanzhai, dirá al respecto que “La verdad es una técnica cultural, que atenta contra el cambio por medio de la exclusión y la trascendencia. Los chinos aplican otra técnica cultural, que opera con la inclusión y la inmanencia.” Para una cultura que se construye de verdades puede resultar extremo que la materialidad de las construcciones, al igual que en la naturaleza, se renueve constantemente, eliminando su singularidad originaria o definitiva.

Pero hay algo más en los recintos orientales, y es el modo en que se limitan sus espacios. El mismo Byung-Chul-Han, en Ausencia, afirma que “El templo budista no está ni totalmente cerrado ni totalmente abierto. Ni la interioridad ni la exposición caracterizan el efecto que el espacio tiene en él. Sus espacios, antes bien, están vacíos. El espacio del vacío conserva la in-diferenciación de lo abierto y lo cerrado, de interior y exterior. La nave del templo budista apenas tiene paredes. Por los costados la rodean muchas puertas de papel de arroz.” La luz llega difuminada, en su interior los espacios se conforman con un delicado juego de sombras en ambientes calmos para la introspección.

La desmaterialización de muros en filigranas de piedra o vitrales de colores característicos de la arquitectura gótica, en cambio, elevan el espíritu hacia la trascendencia y no solo manifiestan la exquisitez estructural y constructiva de los artesanos medievales, en el espacio que se eleva y difumina está paradigmáticamente expresada la llegada del pensamiento racional, es la metáfora de la lenta ruptura con los muros oscurantistas del dogma religioso.

Cuando León Battista Alberti decidió en el siglo XV dar un nuevo envolvente a la iglesia de San Francisco en Rimini Italia, vieja estructura lombarda de nave única con absidiolos centrales, lo hizo con la intención de incorporarla al naciente lenguaje renacentista que estructura la ciudad medieval con una clara conciencia de su rol histórico renovador. El muro-piel que cubre la antigua edificación expresa en esta singular intervención los nuevos códigos y significantes de la cultura que surge. El “nuevo” templo Malatestiano es casi una declaración de principios de ese proyecto que propone una lectura crítica de lo existente, un replanteamiento de valores para el mundo que se avecina.

Adolf Loos, arquitecto modernista, escribió en Ornamento y delito: “Como el ornamento ya no está unido orgánicamente a nuestra cultura, ya no es tampoco la expresión de nuestra cultura. El ornamento que se crea hoy no tiene ninguna conexión con nosotros, no tiene en absoluto conexiones humanas, ninguna conexión con el orden del mundo.” La función se erige en la purificadora de la forma, su esencia está en el uso, por tanto es el generador de la nueva estética moderna y su referente de belleza. Los códigos del diseño y la arquitectura historicista son repudiados, tanto que Loos vincula los instintos primarios al ornamento y su ausencia a la evolución. Los órdenes clásicos y neoclásicos, los tratados compositivos de muros y ornamento deben ser suprimidos. Se prefigura con él la caja funcional, conformada por planos simples como el ideal racionalista del hábitat moderno.

Para Shreve, socio de la empresa de arquitectura que diseñó el Empire State Building, la piel es todo o casi todo. Los nuevos códigos formales de ruptura del art nouveau europeo buscan carta de naturalización americana en programas arquitectónicos inéditos como son las edificaciones en altura, cuyo ejemplo es el Empire State resplandeciente, con revestimientos de cromo-níquel y unas ventanas enrasadas con el muro exterior para que las sombras no estropeen la línea ascendente de sencilla belleza. Los muros, como límites de territorios o ciudades, desde entonces emprenden su búsqueda de nuevas delimitaciones etéreas en las alturas del cielo de la gran metrópoli, “esa determinación de Manhattan de llevar su territorio tan lejos de lo natural como fuese humanamente posible”, según asevera R. Koolhas en Delirio de Nueva York.

Para Mies Van der Rohe los muros no son esa materialidad envolvente que separa el adentro del afuera, en el fluir de los espacios acristalados de sus casas-patio, las divisiones internas levitan, articulando el recorrido de seres mundanos y cosmopolitas que aman su privacidad e intimidad; pero hay un segundo cerco que delimita las parcelas con muros que se cierran al exterior, a las miradas inoportunas, que dejan entre ellos construcciones artificiales de una naturaleza contenida en patios tratados como sitios de contemplación. Iñaki Ávalos en La buena vida, dirá al respecto: “Los muros están ahí para otorgar privacidad, para ocultar a quien habita, para permitir desarrollar dentro de la casa una vida profundamente libre, al margen de toda moral o tradición, al margen de toda vigilancia social o policial ―al margen, en definitiva, de esa insoportable visibilidad que la moral calvinista imponía a sus compañeros modernos y su arquitectura positivista.” Es evidente que su pensamiento y realizaciones no encajan con el ideal moderno de un hábitat igualitario y normalizado y lo acercan más al ideal del hombre autosuficiente y sin ataduras, más próximo del superhombre nietzschiano.

La mundialización arrasó con la utopías de un hábitat ideal, profundizó las diferencias de sociedades y pueblos marcando inequidades, y en todas o casi todas las ciudades del planeta se dibuja la pobreza de grandes sectores de la población en mosaicos de latas, medios muros y colores.

Los muros han adquirido infinitas formas a través del tiempo: masas de tierra, de piedra, o simples entramados y telas en sus orígenes, o placas de hormigón y acero en la modernidad, dibujan límites de territorios-ciudades y habitáculos. En unos casos propician introspección, protección, amparo, aislamiento; en otros, demarcan las relaciones entre seres humanos: tú–yo–nosotros–ellos. Ya sea que permitan el paso de la luz, o provoquen la penumbra o la obscuridad, que busquen la inmanencia o la trascendencia en el habitáculo, el templo o el palacio, que alberguen el poder o la fragilidad, la protección o el desamparo.

 

Imágenes: naturalogy; 139904; Caleb Oquendo;  Eva Grey.

Muros: deriva de lo inacabado

Fernando Albán

 

En los muros se conjugan infinitos ángulos, desde los cuales pareciera que nos observan, que nos dirigiesen innúmeras miradas, improbables. ​Expuestos a la intemperie, preservan de la misma a aquellos que se guarecen detrás de su lánguida mirada. La duración es el más fiel de sus aliados, pues han sido erigidos para ceñir la eternidad. ¿Qué ocurre cuando la aspiración a la eternidad no ha sido más que una suerte de caída en lo temporal? Entonces, el sentido de la erección de los muros suscita forzosamente la cuestión de una existencia condenada a subsistir fuera de su identidad. Se trata de la configuración de un ente fracturado, sumido en una condición fragmentaria. Precisamente, este parece ser el drama suscitado en la Construcción de la Muralla China, que es uno de los relatos fundamentales de la obra de Kafka.

El tiempo excluido de la eternidad o, a la inversa, la eternidad puesta fuera de lo temporal, dos fórmulas inconciliables que para Kafka configuran el ámbito del pecado. Esta es la escena de una existencia mutilada que se debate por alcanzar la reconciliación o la unidad del tiempo y de la eternidad, pero sin que esto burle o socave el carácter antagónico, conflictivo de los términos que se encuentran en tensión.

¿Cómo salir de esta situación intolerable? La angustia y la esperanza se alternan para hacer que el resultado del combate entre lo finito y lo eterno quede suspendido, irresuelto. Es por ello que el fracaso acecha constantemente el gesto kafkiano; en primer lugar, aquello que se encuentra comprometido es cualquier intento de comunicación entre los dos órdenes en conflicto. Esto es, el mensaje que proviene del poder superior se torna ambiguo al atravesar las distancias no mensurables y, del lado del receptor, la interpretación se vuelve interminable. En tales circunstancias, el resultado es siempre el mismo: ruptura de la comunicación.

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En la Construcción de la Muralla China el emperador es quien da la orden de su ejecución. Pero, como la instancia del poder superior es radicalmente inaccesible, esto determina que no se pueda interpelar a la fuente cuando existan dudas sobre el sentido preciso del mensaje que emana de ella. El resultado que deriva de esta imposibilidad es la implementación de un «sistema de construcción fragmentario». Existe una suerte de muro o de límite infranqueable entre el emperador y la «comandancia suprema», que es la encargada de diseñar y de dirigir la edificación de la muralla; como existe también un límite infranqueable entre esta instancia intermedia y los obreros que deben ejecutar la obra.

La no reciprocidad entre los estamentos que participan en el hecho comunicativo consagra la construcción de la obra monumental al des-obramiento, a la extenuación del gesto en la ausencia de sentido. De ahí que el levantamiento de los muros en territorio desértico, que no logran formar un todo, yacen constantemente a la merced de los embates de los nómadas. «¿La Muralla no había sido imaginada, por lo dicho y por lo sabido de todos, como una defensa en contra de los pueblos del Norte? Pero ¿de qué vale esta defensa si la Muralla no forma un todo? Además: no solamente toda defensa deviene ilusoria, también los trabajos mismos están en perpetuo peligro» (Construcción de la Muralla China, Kafka).

La Muralla no forma un todo, tiene grietas, fisuras, deja espacios en blancos. Por el contrario, la posibilidad de configurar, mediante la edificación de los muros, un trazado continuo, uniforme, radica en la construcción de una obra cuyo sentido se organiza en la perspectiva de alcanzar un propósito. No obstante, si la finalidad falla, entonces la obra monumental se vierte en el absurdo. En ausencia de un fin, que de sentido a la construcción, esta se fragmenta. Todo muro o muralla para ser tal, es decir, para preservar su identidad, su integridad, debe delimitar un espacio que permita discernir o discriminar entre un adentro y un afuera. Esta ausencia de delimitación impide que la construcción cumpla con el propósito para el que fue creada: procurar protección, servir de resguardo frente a los azotes del enemigo desconocido. Pero, si el límite o la frontera se constituye por muros que se hallan a gran distancia los unos de los otros, entonces no se puede precautelar la integridad del adentro.

Más aún, si nos trasladamos al contexto histórico de la construcción de la Muralla, la imposibilidad de discernimiento entre el exterior y el interior se ve reforzada por el hecho de que los Nómadas, a quienes la Muralla rechazaba, surgieron a partir de poblaciones que periódicamente fueron desplazadas del seno mismo de la China. El mal tan temido que viene del afuera, contra el cual los muros deben ser una barrera, yace, sin embargo, en el adentro. Es decir, no hay manera de resguardarse ante la inminente destrucción, pues esta mina la fortaleza desde su interior.

La construcción de la Muralla no produce una frontera que sea apta para propiciar una demarcación absoluta. El límite que es su trazo no puede romper los lazos entre quienes quedan adentro y quienes vienen de fuera y, a su vez, provoca una confusión entre el autóctono y el foráneo. De ahí que la edificación de la obra monumental, que debía garantizar la integración del individuo en el seno de un todo fraterno, introduzca la división en el interior mismo del conjunto unitario. Esta división es un preámbulo de la confusión babélica. En este sentido, es necesario señalar que, como se afirma en el relato de Kafka, las paredes de la gran Muralla debían «ser los cimientos sólidos para una nueva Torre de Babel». «La gran torre debe a la vez unir a los hombres entre ellos y permitirles tocar el cielo. Pero Babel es un fracaso y es de este fracaso que Kafka alimenta su imaginación mítica» (Figura de Franz Kafka, Jean Starobinski). El fracaso de Babel es el origen de la confusión y el principio de la incertidumbre que pesa sobre la identidad.

Simultáneamente, las distancias que tiene que cubrir y demarcar la gran Muralla China son tan vastas —distancia es sinónimo de pecado— que el inacabamiento se impone siempre como corolario. Por lo tanto, la edificación de los muros se ve expuesta, desde el comienzo, al riesgo de la fragmentación y de la destrucción. Las fisuras minan secretamente la integridad de la obra y, desde entonces, la angustia encuentra un elemento propicio para hacer ostensible el hecho de la finitud. La edificación de la Muralla no termina, como también queda inconclusa la escritura del texto. En este punto es preciso destacar que el cuerpo del relato forma un pliegue especular con la historia narrada por él, pues la Construcción de la Muralla China está escindida por una serie de lagunas que dejan espacios en blanco; así como el plexo del relato es discontinuo, fragmentado, lo que determina que su identidad haya sido quebrantada. Esto significa que el texto de Kafka carece de un estatuto unitario que lo torne susceptible de ser etiquetado de manera precisa. Se trata de un híbrido que combina, de manera aleatoria, la crónica histórica y la ficción novelesca. Esta deriva del relato kafkiano será, algunas décadas más tarde, asumida íntegramente por el escritor argentino Jorge Luis Borges.

A su vez, en la obra kafkiana se cruza de manera continua el tema de la construcción con el drama que vive el animal. La Madriguera es un extenso relato que quedó, como muchos otros, inacabado, al igual que la historia que en él tiene lugar. En esta, un animal, que carece de una identidad que dé pie al reconocimiento, construye frenéticamente un refugio que le ofrezca protección. Aquel ser, que no encaja en ningún orden virtual paradigmático, sigue temblando pese a encontrarse en el interior de la madriguera. Así, los muros o las paredes subterráneas son construidas incesantemente a causa del despliegue de hipótesis o conjeturas interminables que el animal se hace con el propósito de reconocer el inminente peligro que lo acecha por debajo de la tierra. En esta escena subterránea el pensamiento, que dispone con normalidad de todos sus mecanismos, es incapaz de identificar el lugar del que proviene el peligro y cuál es el animal que lo acosa. Es entonces que la fortaleza se convierte en la trampa de aquel que cava y expande obstinadamente las paredes de su refugio.

 

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En los dos relatos, el despliegue interminable de las hipótesis coincide con la impotencia del conocimiento para, por un lado, descifrar la orden del emperador, que se encuentra absolutamente retirado y, por el otro, con la imposibilidad de vislumbrar el peligro inminente, que se manifiesta bajo la forma de un ruido persistente. Tanto en el uno como en otro la distancia del receptor con respecto a la fuente emisora del mensaje es lo que determina que la interpretación se torne infinita y que el gesto tendiente al levantamiento de muros se vuelva inoperante. En este sentido, en la Construcción de la Muralla China el narrador afirma: «busca con todas tus fuerzas la manera de comprender las órdenes de la comandancia, pero solamente hasta un cierto límite, a partir del cual, cesa de pensar en aquello». Así, el fracaso al cual está consagrada la edificación de los muros acarrea consigo la impotencia del conocimiento. Ahora bien, existe un principio común en los dos relatos que moviliza el ejercicio interpretativo y exacerba el deseo tendiente a la construcción de fortalezas: el miedo del enemigo innominado que, sin embargo, nunca pudo ser visto. «¿Este miedo es tan diferente de aquel que ha devastado el inconsciente colectivo de nuestra época?» (Figura de Franz Kafka, Jean Starobinski).

En el despliegue infatigable de la gran construcción inacabada los muros se repiten; pero la repetición debe guardar, preservar la distancia que separa al uno del otro. Entonces una cuestión se anuncia inevitable: ¿cómo no ceder ante la tentación de que el comentario, la interpretación o la conjetura intenten tapar los intersticios, cubrir los intervalos, las discontinuidades, suturar las heridas? Emerge entonces la eventualidad de una palabra reveladora, omnidicente, para la cual solo cuenta la posibilidad o la necesidad de una construcción gloriosa. En adelante la palabra completa la obra, pero debe pagar el grave precio de llevarla al enmudecimiento. Los muros ya no hablan, pues les ha sido arrebatado su espacio de resonancia; o bien, se precisa de una palabra que asuma la necesidad de la carencia, de la in-completitud, del inacabamiento; es decir, que sepa guardar en ella la distancia, el intervalo, la fisura, lo discontinuo. Para ello, la palabra debe ser capaz de circunscribir la distancia, la separación, pero desde muy lejos. Solo así la interrogación se traduce en ambigüedad, en confusión. Deja que la palabra libere su parte de nada para que desde los muros nos observen, que nos dirijan innúmeras miradas improbables.

 

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