Fortaleza y finitud

Iván Carvajal

 

Abriremos la barrera de Gog y Magog,
y ellos se precipitarán desde todas las laderas.
Corán

El tiempo de los tártaros ha pasado ya,
no son sino una remota leyenda.
¿Y a quién iba a interesarle forzar la frontera?
Dino Buzzati

¿Y qué será ahora de nosotros sin bárbaros?
Esos hombres traían alguna solución, después de todo.
Constantino Cavafis

 

 

 

Magog

La tierra se extiende más allá de las fronteras, de lo conocido y dominado por el grupo humano. ¿Qué hay más allá de la frontera? ¿Qué tan lejos se ubica el abismo donde se precipita la tierra? La conciencia del hombre acerca de su condición mortal y la consiguiente angustia que provoca la certeza de la finitud están sin duda en el origen de los mundos imaginados donde habitan dioses o demonios. Son fuente de las representaciones acerca del lugar de los muertos ―inframundo o cielo, infierno o paraíso―, de los relatos sobre viajes imaginarios que emprenden el alma o el espíritu en el sueño o la alucinación, o sobre las aventuras de los muertos en su tránsito al más allá. Las fuerzas del bien y del mal se proyectan desde el mundo cotidiano sobre ese espacio ficticio y distribuyen los territorios reservados a dioses, demonios y héroes legendarios en los mapas imaginarios. Tal localización obedece a las historias de los conflictos que tienen lugar entre dioses y demonios empeñados en disputarse el destino de los humanos, estos mismos divididos entre miembros de alguna comunidad y extranjeros, o entre parientes, amigos y enemigos. Las migraciones que ocurren en estas regiones del mundo imaginado son múltiples, pues no solamente se desplazan de un sitio a otro los seres humanos, sino también los dioses y demonios. Los muertos retornan en los sueños, intervienen en la vida de los vivos, exigen tributos, oraciones o venganza, conceden dones, vigilan la conducta de sus descendientes.

De esta manera, lo que queda más allá de las fronteras del mundo conocido, y que solo puede ser imaginado, se concibe o bien como edén o bien como un mundo ominoso donde se incuban demonios que acabarán con lo humano o que, cuando menos, aniquilarán la comunidad o la civilización. En el exterior están situados los dominios de Gog. Detrás de las fronteras, en el corazón del desierto, preparan sus invasiones los tártaros. Más allá del borde se juntan para invadirnos los bárbaros extranjeros. En el mundo exterior reina Satán. Para protegerse de lo demoníaco se construyen murallas en los confines del mundo. Así, en el transcurso de un milenio y medio, se invirtió la vida de millones de seres humanos en la construcción de la muralla china, la cual, pese a todo el esfuerzo realizado para levantarla, mantenerla y reconstruirla, desde siempre estuvo destinada a que algún día la franquearan los mongoles.

La catástrofe, si bien se anuncia en sucesos imprevistos que inquietan a los grupos humanos, incluso en el curso de la vida cotidiana, adquiere una dimensión insólita en el acontecimiento apocalíptico. La leyenda de Gog, el rey de los ejércitos que se preparaban más allá de las fronteras, en Magog, para acabar con el pueblo escogido, aparece en el libro de Ezequiel (siglo VI AC). Surgida en el mundo judío antiguo, la leyenda continuó a través del cristianismo hasta el islam medieval, contaminada obviamente con componentes paganos: la muralla habría sido construida por orden de Alejandro Magno, más allá del Indo, para cerrar el paso a Gog y su diabólico ejército. A diferencia de la muralla china, cuya materialidad es evidente, la muralla levantada para cerrar el paso a Gog y sus ejércitos existió solamente en la imaginación, lo cual no quiere decir que careciese de realidad para quienes vivían a la espera del acontecimiento apocalíptico.

Magog es el reino de lo inconcebible, el territorio donde incuba la muerte del hombre. No obstante, lo que esperaban las comunidades cristianas o musulmanas de la Edad Media, por sus concepciones escatológicas, es que al fin resonasen las trompetas que anunciarían la llegada del día del Juicio, el cumplimiento del “milenio”. Gog y sus huestes habrían derruido la gran muralla por decisión de Dios; este, cuando menos, habría consentido la invasión. Los ejércitos de Gog arrasarían todo lo que encontraran a su paso; donde pisaran los cascos de sus caballos no volvería a crecer la hierba, como se decía de Atila y los hunos. Pero en la catástrofe anidaba la suprema esperanza de los apocalípticos: al término de la batalla final entre Dios-Alá y Satán-Gog, con el triunfo definitivo del orden divino se terminaría la lucha entre el bien y el mal, y la historia concluiría en el Juicio Final. Para los milenaristas cristianos, retornaría Cristo y, gracias a él, se salvarían para la eternidad los justos. En consecuencia, que los ejércitos diabólicos de Gog destruyesen la muralla y arrasaran la tierra no era sino el necesario antecedente para el triunfo definitivo de la vida sobre la muerte, para la eterna supervivencia del alma o del espíritu, e incluso para la resurrección de la carne. Dios acogería en su torno a los justos y hundiría en la muerte definitiva, en la más oscura noche o en el fuego eterno, a los impíos. Al fin concluiría el tiempo y por tanto se acabarían las mutaciones, los ciclos del nacimiento y la muerte. Los justos serían recogidos en el seno de Dios para la eternidad.

Frente a esta dimensión escatológica, la construcción de las murallas en las fronteras parece una concreción parcial de la muralla que detiene a Gog y su tropa. De otra parte venía una historia diferente: el colapso del imperio romano. Los romanos no construyeron una gran muralla en los confines de su mundo, aunque sí establecieron guarniciones en las fronteras. En cierto sentido, el acabamiento del imperio puede interpretarse como una implosión que abrió el paso a las invasiones bárbaras. Y estas fueron una solución, “después de todo”.

 

La Fortaleza Bastiani

Mientras enviaba desde Abisinia sus reportajes de guerra al Corriere della Sera, Dino Buzzati terminaba de escribir El desierto de los tártaros, que se publica en 1940. Me figuro al novelista italiano en medio de los combates, acuciado por la cercanía de la muerte que contempla a diario, apurando sus reportes periodísticos a fin de continuar el relato sobre un grupo de soldados que han sido destinados a una guarnición situada en las montañas, en una frontera difusa, donde comienza el desierto, esto es, la tierra de los tártaros. Estos soldados, sin embargo, permanecen en la Fortaleza a la espera de una guerra improbable. El novelista casi nada aporta sobre el reino que se protege, ni siquiera lo nombra. Su capital es simplemente “la ciudad”. Unas breves líneas describen la ciudad y ciertas actividades que se llevan a cabo en ella. Los medios de transporte que se utilizan ―caballos, carrozas― son breves indicios que permiten al lector figurarse un pequeño estado moderno, tal vez decimonónico, quizás localizado hacia el este de Europa. Estas breves pinceladas esbozan una especie de alegoría del Estado moderno. Solo al fin de la novela, cuando han pasado cerca de tres décadas de historia, se insinúa que los tártaros finalmente se acercan a la frontera, aunque ha sido su probable amenaza la que ha justificado la existencia de la Fortaleza, y con ella, la vida misma de sus guardianes. Una fortaleza construida al borde del desierto parece no tener sentido, más aún si no se advierten movimientos del enemigo durante décadas. Incluso el lector dudará si el “reino del norte” es efectivamente el reino de los tártaros, o si este es el apelativo dado a un posible enemigo algo salvaje, o simplemente al extraño, al extranjero. Tártaros, bárbaros… En el tiempo que transcurre la historia narrada por la novela, hay dos acontecimientos que evidencian la cercanía de los tártaros: cuando llegan del norte destacamentos encargados de ubicar las señales que delinean la frontera, y luego cuando arriban contingentes que construyen una carretera, la cual podría en algún momento servir para movilizar tropas con el propósito de desencadenar la guerra.

Mas la guerra es solo una remota probabilidad. Se tiene certeza únicamente de que el reino limita al norte con el país de los tártaros, cuyo dominio empieza al cruzar la línea imaginaria que recorre las cumbres de las montañas y el borde del desierto. Pareciera no haber contacto entre los dos reinos; no obstante, desde el Estado Mayor, es decir, desde la cima del poder político del reino, llegan de cuando en cuando informaciones que esclarecen las intenciones del reino exterior. Son las probables intenciones de este reino exterior lo que ha obligado a construir y mantener la Fortaleza, una avanzada en la frontera. Buena parte de quienes son destinados a ella terminarán por quedarse entre sus muros hasta cuando ocurra la guerra, o, lo que es más probable y que será considerado un fracaso, hasta cuando arriben a la edad del retiro. El fastidio de los primeros días se apaciguará en algún momento, y poco a poco esos soldados terminarán por encontrar que el sentido de sus existencias es la espera de un acontecimiento que posiblemente tendrá lugar algún día: el comienzo de la guerra en la que lucharán hasta morir. Apenas si mantienen contacto con sus familiares y con sus amigos que hacen su vida en la ciudad. Algunos de estos llegarán a ser prósperos comerciantes o profesionales, e incluso los militares que no han sido enviados a la Fortaleza o que la han dejado pronto por otros destinos lograrán hacer carreras exitosas y gozarán de las comodidades de la vida citadina. La vida en la Fortaleza es austera y rutinaria.

 

 

 

Cabría apreciar en El desierto de los tártaros ciertos matices apocalípticos, sobre todo porque la vida individual gira por completo en torno a la expectativa de un acontecimiento, ciertamente catastrófico, que otorgaría sentido a la existencia. Sin embargo, ese sentido aparece apenas como un difuso heroísmo, una disposición casi profesional para el cumplimiento del deber. Quienes optan por permanecer hasta el fin en la Fortaleza, dejando que transcurra el tiempo y sumergidos en una chata rutina, solo esperan el arribo de los tártaros a fin de alcanzar la muerte heroica para la que han sido preparados. En la novela, no obstante, apenas se producen tres muertes: la primera, ocasionada por la imprudencia de un soldado que ha olvidado el “santo y seña” del día a la que se suma la tozudez y estulticia de un sargento apegado a la letra del reglamento. La segunda, la muerte por hipotermia de un teniente hipersensible y orgulloso, que permanece en pie ante una brigada de tártaros durante la nevada que cae una noche, mientras los extranjeros colocan señales que delimitan la frontera. Y la última, la muerte del protagonista, Giovanni Drogo. La novela, que se inicia con el viaje del joven teniente desde la capital a la fortaleza, concluye con su muerte un cuarto de siglo más tarde, cuando ya se siente viejo, cuando ha pasado la cincuentena y ha alcanzado el grado de comandante. Drogo muere en una posada del pueblo ―no alcanza ni siquiera a llegar hasta la ciudad― a causa de unas fiebres, justamente cuando al fin hay indicios de que llegan los tártaros, y con ellos, la guerra. Parece una pesada broma del destino: Giovanni Drogo no podrá morir como un héroe, pese a su larga espera. El moribundo medita, en su agonía, sobre el sentido de su existencia, y finalmente concluye que su heroísmo más bien tiene que ver con cierta dignidad que permanece intacta ante la llegada del enemigo invencible: la muerte. No cabe el heroísmo si la muerte acaece en soledad y a causa de una fiebre: no habrá memoria de tal suceso en el futuro del reino. Pero el sentido de la dignidad y el honor impulsa al envejecido comandante a un último acto: incorporarse del lecho con sus últimas fuerzas, avanzar hasta la ventana, levantar la vista hacia el cielo nocturno.

Buzzati, como Kafka o Camus, a quienes se lo ha vinculado, no tienen ante sí la expectativa del fin de los tiempos y del Juicio que cierra la historia de la Salvación. Por el contrario, experimentan el nihilismo moderno, la “muerte de Dios”, el vaciamiento del sentido de la existencia ante la certeza de la finitud. Ese vacío se ha llenado, a lo largo de la modernidad y hasta nuestros días, sobre todo en Occidente, con sustitutos precarios de las figuras del Dios y del Demonio: el Estado, la nación, la patria, el pueblo, la utopía revolucionaria, y sus consiguientes enemigos. El dinero, por ejemplo, adquiere la doble condición de lo divino y lo diabólico: es el bien supremo que hay que alcanzar y resguardar, y a la vez el máximo mal, la fuente de la corrupción de la vida a causa de la codicia, del consumismo, del delirio de los jugadores de bolsa que actúan en los escenarios del capital financiero y provocan las grandes crisis de nuestra época. El sentido de la existencia se reduce de esta manera a la acumulación de capitales o de bienes. Se requieren fortalezas que preserven los “patrimonios”: bancos, aseguradoras, muros en las ciudadelas, redes de seguridad… La seguridad se extiende a los estados, luego a sus alianzas o bloques; se construyen entonces los cinturones de misiles, la vigilancia satelital, muros de acero para cerrar el paso a los tártaros de nuestra época… También cinturones que nos protejan de los posibles tártaros que llegarían del espacio exterior. Gog ha sido ubicado en otra parte… En toda esa parafernalia de la seguridad se evidencia el miedo a la muerte. Ante la certeza de la finitud del ser humano e incluso, algún día tal vez no muy lejano, de la especie, se levantan las fortalezas, finalmente inútiles.

“El hombre libre en ninguna cosa piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida”, dice Spinoza. Hay otra fortaleza que radica en el propio ser humano, que brota de su aceptación de la finitud. Quizás Giovanni Drogo alcanzara tal sabiduría justamente en el momento final, cuando acepta su destino, contempla la porción de estrellas que está al alcance de su vista, y sonríe en la oscuridad, aunque nadie lo vea.

Imágenes: Ivars UtinānsBoban Simonovski, Jeswin Thomas 

La ciudad muere… la ciudad se libera

Ruth Gordillo

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¡NUMANCIA! ¡LIBERTAD!

Lo grandioso en la tragedia de Numancia es que uno asiste no solamente a la muerte de cierto número de hombres sino a la entrada de la ciudad entera en la muerte: no son individuos, es un pueblo el que agoniza.

G. Bataille

La paradoja

¿A cuántas ciudades le cabe esta escena sobre la que habla Bataille? Tanto a esta ciudad que no cesa de entrar por mi ventana como a la Numancia sangrante del texto de Cervantes. ¿Qué tragedia comparte Numancia con otras ciudades? La tragedia, dice, el filósofo francés Lacoue-Labarthe, al menos en “cierta interpretación… que se explicita como filosófica y sobre todo que se pretende tal, es el origen o matriz de lo que con posterioridad a Kant se ha convenido en llamar pensamiento especulativo: el pensamiento dialéctico o el cumplimiento de lo onto-teo-lógico”; vale decir que es la fuente en la que se reflejan las ideas que sostienen la construcción de la historia de las ciudades.

En esta matriz donde se diseñan los espacios que han de habitar los sujetos, se elabora la forma y el contenido que dirige lo cotidiano. La antigüedad clásica pensó las ciudades desde el sentido político tanto de la hybris que remite a la transgresión, como de la catarsis y su efecto purificador, sostiene Lacoue-Labarthe. Hölderlin genera una diferencia fundamental con el mundo clásico, traduce la tragedia al lenguaje de la modernidad y lo hace desde la poesía; ella irrumpe y produce el relevo de la dialéctica que termina por aniquilarse y dejar abierto un resquicio por el que Heidegger se cuela trayendo la consigna de lo político.

No se equivoca Lacoue-Labarthe al elaborar la historia de la tragedia, historia extendida entre muros y linderos que cercan de igual manera las escenas amorosas como las más viles y violentas. Como en Numancia, “Ansi están encogidos y encerrados /  Los tristes Numantinos en sus muros; / Ni ellos pueden salir ni ser entrados”, los sujetos deambulan   y ponen en escena la representación de una paradoja que solo es posible en la doble faz de los muros: quienes están dentro, quieren salir; quienes están fuera, buscan entrar. Lo que allí se representa es ‒en términos de Diderot‒ “el intercambio infinito o la identidad hiperbólica de los contrarios”; es decir, la imposibilidad de resolución o de consolidar el deseo de estar en otro lugar, allende los muros, bien se miren desde fuera o desde dentro; en esta medida y en tanto suspende el proceso antagónico de los opuestos, la paradoja es “hiperbológica”, dice Lacoue-Labarthe.

La paradoja, así definida, condiciona toda existencia, también la de las ciudades;  igual que en el teatro, donde se efectúa una escena fundamentalmente enunciadora, las ciudades son el espacio propio de la enunciación. Al menos tres cuestiones se adelantan: ¿quién enuncia?, ¿qué se enuncia en el interior/exterior de las ciudades?, es más, ¿hay realmente diferencia entre el interior y el exterior? Como en el asedio de Numancia, Cipion [desde fuera] dice, “Desta ciudad los muros son testigos / Que aun hoy están qual bien fundada roca, / De vuestras perezosas fuerzas vanas, / Que solo el nombre tienen de Romanas”; el enunciado de Cipion, el extranjero, estalla los muros pues lo que ellos sostienen, se reduce a “perezosas fuerzas vanas”. El fin de la ciudad está ya dado, no hay quien se resista ante la mirada que perfora las defensas “qual bien fundada roca”. Al mismo tiempo, [desde dentro], el lamento de España, doncella a punto de ser mancillada, mira el Duero, aguas de historia y de promesa, y lamenta el “sitio”; la ciudad que guarda su historia, es la misma que la encierra, “Alto, sereno, y espacioso cielo, / Que con tus influencias enriqueces / La parte que es mayor desde mi suelo, / Y sobre muchos otros le engrandeces, / Muevate á compasión mi amargo duelo, / Y pues al afligido favoreces, / Favoréceme á mí en ansia tamaña, / Que soy la sola desdichada España.” No hay estrategia posible para evitar las más atroces escenas esculpidas en el horror de la arremetida romana y en la vulnerada voluntad de Numancia, “Muertes, incendios, iras, son sus paces, / En el morir han puesto su contento, / Y por quitar el triunfo á los Romanos, / Ellos mesmos se matan con sus manos.” Adelantarse al encuentro de la muerte, anticipar el desastre, al menos serán las propias manos amorosas las que arrullen el último sueño y cierren los ojos, de los hijos, las esposas, los amigos; este gesto da cuenta de la imposibilidad de enfrentar y vencer “la trascendencia in-finita, i-limitada, en la acepción activa de la palabra “trascendencia”, es decir de “la transgresión de lo acabado”, dice Lacoue-Labarthe.

A los dioses

En esta escena, la tragedia que purifica, se completa. Al igual que Numancia, las ciudades violentadas desde dentro y desde fuera, se pierden en la desmesura; con ellas caen los hombres y los dioses por el efecto de la hybris. Como hemos visto, los muros, sin importar el material de que estén hechos, son siempre permeables, es su condición; incluso las leyes que señalan los límites se tuercen y multiplican en angustioso gesto. Los dioses se ven igualmente pisoteados y ruedan con los muros. En su muerte, está la muerte de los hombres y la única posibilidad de la libertad. ¿No es eso lo que representa Numancia desterrada y sin líder? Solo habla la tierra, el cielo, el río; es más, para Bataille, es la “…región de la Noche y de la Tierra… región hechizada por los fantasmas de la Madre-Tragedia”.

La inquietud que se genera en esta escena requiere otra metafísica que permita recuperar, reparar, reelaborar las relaciones de los hombres con las ciudades en ruinas. El grito que abre este ensayo y que ponen a Numancia junto a la Libertad es, más que una catarsis, la ruptura con la re-presentación del último cuadro que lleva a la clausura de esa parte de su historia. Quizás por ello, las ciudades se levantan de prisa, sobre los restos de la anterior, recogen las cenizas y descubren un trazo originario, a manera de un destino. Lacoue-Labarthe encuentra en Hölderlin la clave para descifrar este destino; es, en realidad, “diferencia destinal”, que subyace a la Historia y circula por las calles de las ciudades, ¿dónde más se enclava el deseo humano de habitar y poblar el mundo?

La diferencia y el deseo provocan la ardiente Numancia; Guerra, Enfermedad y Hambre toman la palabra y enuncian “Su cierta muerte dilatando en vano…  / No hay plaza, no hay rincón, no hay calle ó casa / Que de sangre y de muertos no esté llena….  / Y las casas y templos mas crecidos / En polvo y en Ceniza convertidos”. Aquí lo hiperbológico se decanta en la forma de la divinidad que deviene representada como “un momento arrancado o sustraído al tiempo: una pura syncope –no sin relación con la cesura que estructura la tragedia”, es decir, se produce el olvido de Dios cuando el hombre se olvida de sí mismo y, finalmente, se reduce a la nada. Esta condición que Lacoue-Labarthe extrae del Edipo rey, traducido por Hölderlin, se traslada a cualquier ciudad en llamas, llamas visibles y de las otras, las que están encendidas en los callejones, las casas, las plazas, las esquinas, esperando el momento en que las atice una brisa o las arrebate el viento de las guerras.

La ciudad muere y se libera, pobre representación de la existencia colectiva, cuyo único horizonte es la muerte; la tragedia se traduce en la incapacidad de volver a construir una ciudad sin dioses, una ciudad que devele la cesura que la estructuró en la tragedia, en la matriz que gestó y gesta todavía las ciudades. Lo hace porque la metafísica construida a partir del esquema especulativo de la dialéctica, no deja lugar para otra cosa que para la infinitud de la divinidad, el verdadero muro que encierra y separa las ciudades. El giro necesario que Lacoue-Labarthe describe, deconstruye la relación del hombre con los dioses; ella reposa en  lo monstruoso, “…el Dios-y-el-hombre se empareja y, sin límites, devienen Uno en el furor el poder de la naturaleza y lo más íntimo del hombre, se concibe por el hecho de que el ilimitado devenir Uno se purifica mediante una ilimitada separación.”

De allí que los dioses abandonen Numancia, la dejan en medio del juego de la vida con la muerte, espectáculo que concierne a la “pasión política”; la representación que ocupa los escenarios teatrales, una y otra vez, insiste en “la humanidad perdida, el mundo de verdad y de pasión inmediata cuya nostalgia no cesa”, dice Bataille. Estamos frente a la muerte, a la verdadera muerte producto de la infidelidad de los dioses y de su necesaria retirada, procurada por la tragedia, “Madre Tragedia”, “Madre Patria”. El efecto trágico es la experiencia de la nada y el vaciamiento de la sustancialidad del hombre; sin embargo, en ese instante y solo en él, aparece la libertad: Numancia deja de arrastrar los fantasmas romanos y numantinos, se extiende a sus anchas, navega en el Duero, ya no hay dioses esperando al otro lado de la muerte, porque la muerte ha sido superada con el último golpe.