La paradoja del muro

Alejandro Gordillo

 

 

I

Se construyen muros, fortificaciones, refugios, bunkers contra algo. La preposición guarda en sí todo el sentido de lo que se edifica: oponerse, delimitar un adentro seguro ante un afuera potencialmente amenazador.

 

II

La cultura como un muro contra la naturaleza:

Todo lo que el ser humano se ha dado a sí mismo para alejarse de su estado salvaje es, de alguna forma, la edificación de un complejo sistema de protección para resguardarse tanto psíquica como materialmente de su entorno.

Qué es la mitología sino una muralla hecha a base de símbolos que delimitaban y otorgaban sentido a todo lo que le pudo ocurrir al ser humano y lo amenazaba hasta el desconcierto. Había que crear mitos que explicaran de alguna forma por qué uno de los miembros de la tribu no despertaba nunca más, por qué ciertos animales los atacaban a veces, por qué cambiaba el clima, etc.

A medida que las sociedades fueron creciendo, hicieron falta mitos que le dieran un ritmo particular a la existencia del grupo. Materializadas en ritos, estas creencias marcaban la identidad de la tribu y ayudaban a sus miembros a discurrir por cada una de las fases vitales.

Los muros son la humilde respuesta humana a la deidad primordial del caos.

Quizá una de las mayores crisis de nuestro tiempo tenga que ver con que el retiro de los dioses trajo consigo la muerte de los mitos y ritos que nos guiaban a través de la existencia. De ahí que la psicoterapia sea vista por algunos como la forma arreligiosa de donación de sentido vital de esta época. Quien quiera buscar un sentido auténtico hoy en día está condenado a hacerlo en soledad e, incluso, en contra de lo que hoy llamamos cultura.

En clave foucaltiana, se diría que el muro afirma lo que está dentro y niega lo que permanece afuera. Gramática urbanística: el muro marca la sintaxis espacial y predetermina una hermenéutica del afuera, lo desconocido, el enemigo, obstaculizando la visión del que permanece en el exterior. No solo busca restringir el acceso, sino también sustraerse a la mirada del otro, inmunizarse contra el otro. El muro es la materialización de un punto de vista.

La simpleza de su estructura hace del muro la pieza ideal para futuras arqueologías. Como ruinas, podríamos imaginar un espacio en el que solo sobrevivan los restos de una muralla y nada de lo que estas guardaban. Símbolo vacío, cascarón, piel de serpiente. Cuando las facciones que separaba el muro han desaparecido, este cambia su función de construcción defensiva a monumento.

En Benjamin, la barricada es una intervención directa en la arquitectura urbana que prescribe un uso determinado de los espacios. Este tipo de ingeniería militar subversiva comporta una apropiación radical de las calles para resistir.

La barricada es quizá la versión más precaria del muro: su edificación responde no a la protección de algo que ya existe, como en el caso de las grandes murallas, sino que pertenece al futuro: proyecta la tentativa revolucionaria y el deseo de levantar algo nuevo.

 

III

María Zambrano: “Escribir es defender la soledad en que se está”.

En el adentro de la escritura se opera un movimiento paradójico: se escribe desde la barricada invisible del solitario momento creativo proyectando la máxima apertura que comportará luego la lectura.

Este momento creativo recuerda al relato de La construcción de Kafka donde se presenta una arquitectura ambigua que es, al mismo tiempo, refugio y trampa. Cada una de sus partes, cada uno de sus sentidos apuntan siempre en direcciones opuestas. La madriguera es un intrincado espacio de túneles horadados en la muralla. Esto sitúa al escritor en el punto cero de la visión; escribe literalmente desde y en el límite, pero acechado por aquello que se adivina más allá.

Hay un orificio en la pared que conduce a ninguna parte (tal vez ésta sea la verdadera madriguera), que ha perdido su función de entrada, de lugar de tránsito y, por ello mismo, adquiere un valor absoluto al liberarse de su fin; la inutilidad aparece como un rasgo soberano, liberador. Sin embargo, es un lugar acabado, que no ofrece nada más que un límite.

El otro orificio, el que constituye la puerta de entrada hacia el refugio de lo interior, es también la posibilidad de la amenaza, la comunicación con el afuera lo convierte en una herida. El peligro está siempre ahí, acecha desde cualquier rincón de las numerosas galerías; existe tanto como presencia real del predador, como ausencia. Es un fantasma cuya inminencia de corporeidad está llevada al límite de su propia imposibilidad: es la desesperación desde la que escribe Kafka, la incertidumbre que proyecta al ser hacia atrás o hacia el futuro y que termina siempre por fijarlo en un presente desgarrado por la angustia.

El silencio, la oscuridad, la soledad, todo lo que podría remitirse de forma absoluta a una noción de seguridad queda relativizado. La fragilidad de su estado denuncia la ineludible violación de su equilibrio. No hay lugar para la homeóstasis. Si el afuera es la amenaza y el adentro es un instante efímero que devendrá fatalmente en fracaso, entonces, la homeóstasis no es realizable, su ámbito es el no-ser y el no-estar: la utopía. La tierra prometida, por tanto, es una esperanza vana, una ilusión que rechaza en sí misma todo consuelo. Solo Moisés pudo ser consciente de ello. El resto del mundo entró en una ficción ajena y habita en ella desde entonces. Dios es un ámbito absoluto y pretender entrar en él sería buscar su muerte, desplazarlo hacia el no-ser. La única relación posible con la divinidad es el crimen: crucificar a dios encarnado para que la culpa nos ate a su sacrificio. En la carne, la memoria del crimen no mediada por ninguna simbología: Dios. La obra, sin embargo, exige un sacrificio soberano, absoluto, absurdo, que no conduzca a nada fuera de sí mismo, como un gesto definitivo de abismo.

El roedor del relato se dedica a errar alrededor de su soledad. No se adentra en ella, no se pierde en ella. La única posibilidad de reencuentro está en la negación, en el abandono que no mira más allá de sí y, sin embargo, avanza cuando todo se da por perdido.

El escritor avanza con sus manos, no sabe con certeza hacia donde se dirige, se mueve sin tener una meta fija. No hay centro posible en su edificación, por lo tanto, el centro puede estar en todas partes, en cada una de las plazas en las que deposita sus reservas de provisiones; no sabe en donde almacenar definitivamente toda su energía, se agota en los múltiples entresijos. En esta situación, cualquier dirección puede ser la equivocada, a cada paso la obra corre el riesgo de desplomarse. A la vez, todo lugar se vuelve necesario por sí mismo: al renunciar a un fin, su soberanía nace. Cualquier gesto puede ser de defensa o condena, ataque o liberación.

La obra queda siempre abierta, pero esto no ocurre como un acto de voluntad del autor, sino más bien como producto de la insuficiencia de su voluntad ante el exceso que lo supera. La intrusión del otro, la presencia que lee el ámbito que hemos construido para nosotros mismos es el derrumbe de la obra, la caída del muro.

 

Imágenes: milan degraeve, Plush Design Studio, Anthony DeRosa, The Peasants at Market (detalle), Albrecht Dürer (1471-1528)

 

Saltar el muro para inventar la puerta

Carlos Reyes

 

Humpty Dumpty sat on a wall,
Humpty Dumpty had a great fall.
All the king’s horses and all the king’s men
Couldn’t put Humpty together again

Mother Goose

 

 

Intramuros

En el repertorio de Marcel Marceau figura una pieza intensa titulada “La jaula”, en la que su personaje Bip, al ir de paseo, se encuentra repentinamente con una pared, un muro total que le impide el paso. Al tocarlo descubre otras superficies que conforman una especie de caja en la que acaba atrapado. Su espacio de maniobra se estrecha cada vez que explora las paredes. Bip insiste en examinarlas, sin salir de su asombro. Casi rendido, el personaje logra atravesarla con un puño y un desgarro, y escapa del encierro. Los restos de la caja quedan atrás, y al continuar su camino se le presenta otro desafío: otra caja, otro desgarro y otra fuga.

El motivo de los desafíos propios de la existencia humana se expresa en aquella “jaula”, sintetizando las dificultades que conlleva el “ir por la vida”. Porque si bien la subsistencia se compone de obstáculos, el grado de complejidad que estos tengan puede llegar a interpretarse como encierros, cautiverios sin solución aparente. Por supuesto, también se encuentran interpretaciones de aquella pieza de Marceau que sostienen que el personaje estaría retenido por terceros. Sin embargo, no hay algo en la obra que permita afirmar que un agente específico sea el responsable de su situación, puesto que el personaje iba por la vida, hasta que, simplemente, se encontró en aprietos. Acaso sea más viable señalar que es el propio Bip quien se mete en el embrollo, por haber escogido aquel camino.

Los encuentros imprevistos con muros, y su superación, no son algo particular de los tanteos existenciales del hombre moderno. ¿Qué encontraban algunos extranjeros feroces sino una muralla como recibimiento en sus aventuras de conquista y venganza contra la ciudad antigua? Si los guerreros asediaban los muros con lanzas y piedras –y luego fuego y cañones–, en contraste, los modernos arremeten contra su propia cautividad, imaginándose atrapados, por ejemplo, en un sueño, en un rostro eternamente joven, en el cuerpo blando de un insecto. Su cuerpo y su mente conforman los muros de su laberinto. Paralelamente, en la medida en la que en el mundo algunos desafíos decaen, actualmente abunda la perspectiva de que lo que nos rodea es una trampa, un muro que excluye, una injusticia con la que lo reprobable consiste en no indignarse.

 

Extramuros

El muro, como objeto y concepto, mantiene (por decir lo menos) una mala reputación, especialmente en unos momentos y espacios políticos que promocionan la apertura y la fluidez como valores universales. Cierta moralidad sanciona a quien formule “ideas” que se asemejen a muros de contención social. Este rechazo –parece evidente– no es difícil de entender, por las implicaciones que tiene el muro en múltiples contextos. Hay muros que aún se utilizan para reducir la circulación de poblaciones que mantienen conflictos milenarios, y operan como barreras divisorias del diálogo entre culturas en territorios en disputa; existen kilómetros de cercas que difícilmente pueden aislar más a unas personas ya separadas por diferencias irreconciliables. Hay rejas –que intentan funcionar como muros– en países con reacciones identitarias, reñidas profundamente, por ejemplo, con las ideas del multiculturalismo. Los discursos de apertura y fluidez que discurren en calles, parlamentos y marchas habrían encontrado sus cierres, no a manera de paredes, sino en acciones de política interior y en fronteras: más que obstáculos monumentales, surgen barreras de entrada con fuerza de ley. Ante esta situación, los límites parecen haberse revertido en un tipo de desafío que el ingenio humano contemporáneo ya no pretende resolver o infiltrar con astucia, si no derrumbar, en pos de provocar la apertura total.

Los muros fronterizos no resultan sino excepciones en un mundo profundamente regulado por las particularidades migratorias de cada Estado. Las construcciones limítrofes entre países, que según algunas interpretaciones se han multiplicado, realmente parecen haberse sofisticado en el campo político, con filtros, controles, pasaportes y visados; es decir con leyes acompañadas de unas pocas vallas. Es cierto que en años recientes se han discutido proyectos exaltados –y altamente mediatizados– que proponen construir nuevos muros, o ampliarlos en varios territorios, pero si se considera el crecimiento poblacional global y las recientes migraciones masivas de personas, sus efectos aparecen más estéticos y electorales que prácticos. El flujo humano de los siglos XX y XXI ha sido incontenible.

La tensa problemática de la migración –que en ocasiones surge por unos pocos muros ilusorios– bien podría discutirse desde una pregunta difícil que resuena en varios debates culturales y políticos, especialmente en aquellos relacionados con la apertura y cierre de fronteras: ¿cómo sostener una ciudad, o un país, sin un muro o algo semejante a un límite? La cuestión está, quizá, en los acuerdos que se logren al hablar de “sostenimiento”. ¿Qué es, o cómo debe entenderse una permanencia que no termine en el colapso de la inacción?, ¿qué es pertinente conservar y sostener en el tiempo, observando que no se corrompa? Por otra parte, la apertura total y el desmantelamiento de muros, barreras y fronteras, también debe ofrecer algún bosquejo del tipo de consecuencia que busca. Esta sería una invención social que algunos sugieren ya se refleja en el proyecto europeo actual. Si pensar el destino del territorio desde el punto de vista de su sostenimiento –entiéndase entre ello la continuidad de sus instituciones–, es un reto que polariza, ¿qué decir entonces acerca de la apertura?, ¿cuál es su forma y su límite?, ¿los tiene o la apertura requiere ser total? Europa y su libre circulación interna de personas, considerando las crisis que atraviesa en años recientes –en parte atribuidas a cambios demográficos–, ¿sirve al mismo tiempo de ensayo y error para conseguir algún balance?

Los muros, como las fronteras, son una dimensión de la vida política, y su simple eliminación agrega complicaciones adicionales que no siempre se dirimen pacíficamente. Porque si bien los muros pueden ser muy rígidos –y ciertamente exigen serlo– no fueron concebidos sin entradas y salidas. El problema de su rigidez consiste en que, si en ellos no se habilitan puertas, acaban siendo saltados, o desmantelados; si la realidad por fuera de las murallas se interpreta como una caja asfixiante, el actor, por supervivencia, no dudará en desgarrarlo todo para sobrevivir.

 

Portales imaginarios

Ante el dilema de la apertura o cierre de las fronteras quizá sea necesario prestar atención a una respuesta en la que curiosamente coinciden dos corrientes de pensamiento contrapuestas. La respuesta se conoce como Estado nación y, al igual que los muros, en la actualidad no goza de buena reputación.

Por parte de un pensamiento que podría enmarcarse como progresista, en la tesis que elabora Dani Rodrik se propone que el Estado nación sería la forma de organización socioeconómica más pertinente para lo que alguna economía política denomina gobernanza global. En su crítica al globalismo, Rodrik (Estambul, 1957) lo interpreta como un escenario propicio para la desregulación de la economía y el descontrol de los mercados –lo que algunos académicos y activistas caricaturizan como “capitalismo salvaje”–. Para Rodrik, el Estado nación –principalmente el gobierno a cargo– es la instancia necesaria para regular la economía y hacer sostenibles a los mercados. En su visión, el Estado nación es el ámbito apropiado para la economía y sus movimientos.

En cuanto al componente “nación”, el economista ha argumentado que no le interesa definir sus particularidades, puesto que su enfoque se sitúa en el Estado. Sin embargo, debe regresar a lo “nacional” –cultura, autoidentificación– cuando requiere trazar, desde la geografía, los límites de aquello que administra un gobierno. El cierre de la frontera resulta aquí un asunto de referencia ineludible, porque si bien las historias nacionales pueden contener elementos arbitrarios, el trazo de las fronteras exige pragmatismo al momento de analizarlas. Aquí lo nacional es, o parece ser, lo que los habitantes de un territorio consideran como vinculo de identidad entre vecinos extraños, y esto bastaría para fijar los hitos del país.

Por otra parte, el Estado nación –y aquí particularmente lo “nacional”– es para el historiador conservador Yoram Hazony (The virtue of nationalism) el conjunto de atributos culturales que cohesionan a personas que comparten ciertas historias, además de otras señas: “una serie de tribus con un idioma o religión común, y una historia pasada actuando como un organismo para la defensa común y otras empresas a gran escala”. Una de las tesis de La virtud de Hazony consiste en atribuir precisamente al nacionalismo de cada país la mejor manera de prevenir la reaparición de un totalitarismo como el que se apoderó de Alemania a principios del siglo XX. Para esto Hazony (Rehovot, 1964) hace una distinción entre nacionalismo e imperialismo que resulta arriesgada. En su idea, lo que motivó la catástrofe de la Segunda Guerra habría sido responsabilidad mayormente de una visión imperialista de la historia, por parte de la política del nacionalsocialismo. Lo nacional-identitario sería para Hazony un agregado guerrerista de campaña, más interesado en revivir un tercer Sacro Imperio para Alemania que, como región, estuvo caracterizada durante siglos como una colección de principados con costumbres comunes, pero también conflictos territoriales zanjados en el siglo XIX. La nación alemana sería, en este sentido, otro invento de la modernidad, localizado en el centro de Europa.

Aparte de las críticas que se puedan formular sobre estas tesis –a la de Rodrik, por intentar desembarazarse de lo nacional cuando resulta significativo para fijar la frontera; a la de Hazony por estirar su interpretación de lo nacional e imperial– debe llamar la atención su reposicionamiento del Estado nación, puesto que los dos lo contraponen al globalismo. ¿Por qué el Estado nación regresa con estos y otros autores, cuando un sinnúmero de pensadores y políticos han resuelto asumir lo nacional como una “invención”, intentando proscribirla, por ejemplo, en Europa? ¿Es acaso el Estado nación realmente un marco menos rígido y peligroso de lo que se piensa para coordinar las relaciones sociales y definir los límites entre culturas? Quizá para ver lo que sucede cuando lo nacional se ve amenazado sirva referirse a varios resultados electorales recientes en Europa y las ofertas de los partidos que lo patrocinan: restricciones de movilidad, controles migratorios más estrictos, cierre de fronteras, algunas vallas nuevas y otras reforzadas.

Ante la afirmación de lo “nacional” como una ficción, la postura de Rodrik y Hazony parece plantear que su carácter de relato no lo hace menos significativo y práctico para preservar comercios estables y proximidad entre extraños, en sociedades cada vez más complejas. Si los nacionalismos son capaces de conducir reacciones abruptas, levantando todo tipo de muros –políticos y materiales– cuando se perciben acechados, ¿es probable que en poco tiempo se delegue su contención al supraestado, con Europa como ejemplo?

Aceptar a la nación y a lo nacional como inventos particulares de cada territorio también conduciría a pronunciarse sobre la intención declarada de generar una “conciencia” europea. ¿No es acaso aquella una utopía que suprime lo nacional local para consagrar otro Estado burocrático, en este caso intranacional? ¿Qué sustrato de realidad o imaginación ofrece Bruselas para suplantar lo legendario y lo patriótico que se formula en la nación, viendo que en sus propios documentos habla de “pueblos” de Europa? ¿Qué delimita esos pueblos y esa conciencia? Europa ciertamente podría intentar disimular o reprimir las creencias nacionales de todo el continente, pensando que así sería viable desaparecerlas con el tiempo, pero aquello sería un esfuerzo difícilmente inaplicable para con el forastero que continuamente logra instalarse en él. Porque, que se sepa, el migrante que cruza fronteras, tanto el que aterriza como el que se arroja al mar y salta vallas para acceder al estado de bienestar, lleva consigo también sus particularidades identitarias nacionales, organizadas en torno a relatos que pueden ser más o menos ficticios: le acompañan el heroísmo fundacional de su lugar de origen, la sacralidad patria del territorio que dejó. Y poco puede importarle algún muro que interrumpa su paso.

El nacionalismo se apresura a levantar muros que la desesperación no teme asaltar, mientras sus alternativas fijan puertas que solo unos pocos tocan.

Imágenes: C. Reyes

El interior del muro

Mario Hidrobo

 

¿Qué es el vértigo?, se preguntaba Milan Kundera, en La insoportable levedad del ser, y él mismo respondía que el vértigo no es el miedo a la caída, sino la seducción de la profundidad que se abre ante nosotros. El despertar del deseo a caer, del cual nos defendemos, asustándonos. El miedo es un instrumento de supervivencia, nos defendemos para conservarnos y cuidar tanto nuestros intereses en general como nuestra vida en última instancia. La pregunta entonces es, ¿a qué tememos?

Tememos a lo desconocido, a lo que con certeza nos hace daño, a lo que no amamos. Pero sobre todo y en instancias no extremas a ese vértigo que, en La expulsión de lo distinto, Byung-Chul Han nos explica que es un umbral que lleva inscrita la muerte. Quiero entender que este umbral del que nos habla tiene que ver, como espacio, con los pasajes de Walter Benjamin, espacios interdimensionales que nos permiten, a manera de arcada, trascender de una dimensión a otra. Bauman diría que frente a la vertiginosa velocidad que la modernidad líquida nos obliga a vivir, pasaremos cada vez más de turistas que de residentes, perdiendo así la instancia homo doloris, que habita el umbral.

Cuando nos curamos en salud, conociendo y amando. Conocer y amar. Ambos viajes se enfrentan con recursos varios, uno de los cuales es el azar, otro, la valentía ante la sorpresa. Cuando no nos atrevemos, en un grado mínimo, tenemos vértigo, luchamos con el enamoramiento visceral hasta que nos dejamos caer. Si no, siempre podemos levantar un muro que nos aparte por siempre de la vulnerabilidad total de sabernos frágiles, desnudos o desprotegidos.

La historia del muro es la historia de nuestro vértigo frente a la fragilidad y esto empezó en un momento trascendental, cuando pasamos de ser nómadas a ser sedentarios. Allí la humanidad escindió dos criterios a seguir, la errancia perenne del pueblo nómada, de donde vendrá el pastoreo, la transmisión oral, las artes, el campamento circular y hasta una protoarquitectura efímera representada por la presencia del rastro de la transurbancia en el territorio. Por otro lado, el nacimiento de la ciudad, las ciencias, la domesticación tanto de los animales como de las plantas (agricultura). Cuando estos dos ámbitos de la existencia humana se disociaron hasta temerse, elevaron muros para protegerse. Es con la ciudad que se inventa el muro como elemento edilicio para marcar un límite proteccionista entre la seguridad del hogar, el resguardo urbano y la impredecibilidad del exterior, convirtiéndose así en el primer ejercicio de poder en relación al espacio, procurando una protección al temor de lo desconocido, de la desazón y asegurando el control de la ciudad. Instancia paralela en que nace la propiedad privada y de donde la Roma de Gallo nos explicará que nace una diferencia conceptual-jurídica entre las cosas y las personas, donde las personas/sujetos son capaces de la subjetividad y de la propiedad de los objetos y sus transformaciones.

Y así se levantaron muros que cercan territorios, no solamente ciudades, desde la Muralla China que data del siglo V antes de Cristo hasta el muro de Berlín, que cayó en 1989.  Entonces existían quince muros fronterizos, hoy son más de setenta.

—Brasil | Paraguay—

  —Bulgaria | Turquía—

—Eslovenia | Croacia—

—Hungría | Serbia—

—Ucrania | Rusia—

—Francia | Gran Bretaña—

—Macedonia | Grecia—

—Noruega | Rusia—

—China | Corea del Norte—

—Irán | Pakistán—

—India | Pakistán—

—India | Bangladesh—

—Myanmar | Bangladesh—

—Pakistán | Afganistán—

—Tailandia | Malasia—

—Uzbekistán | Afganistán—

—Uzbekistán | Kirguistán—

—Arabia Saudita | Yemen—

—Jordania | Siria | Irak—

—Israel | Cisjordania—

—Kuwait | Irak—

—Turquía | Siria—

—Botsuana | Zimbabue—

—Ceuta | Melilla—

—Egipto | Franja de Gaza—

—Kenia | Somalia—

—Marruecos | Argelia—

—Túnez | Libia—

 

Digiriendo la herencia del humanismo y la modernidad, luchando en contra del pensamiento cartesiano como forma hegemónica de entender el Universo y dividirlo todo, dibujando un posthumanismo, cómo lo diría Braidotti, nos encontramos aun edificando muros erigidos como monumentos a la limitación de la política, mientras comprendemos que lo político como práctica social e instrumental, va tomando fuerza. Si atendemos a “La cosmopolítica” de Isabelle Stengers, podríamos ampararnos bajo la imagen del idiota para ralentizar los procesos, abriendo el debate antes relegado a expertos y jerarcas de las ciencias, a una tesitura de interlocutores que dentro del ámbito de lo complejo abren la participación de los discursos a una infinita posibilidad de acción.

Si atendemos la práctica pública y pedagógica desde la cual explica Juan Freire, comprendemos que los tecnócratas se están relegando a ejercicios de solución de problemas agudos, mientras que cada vez más cotidianos son los “wicked problema” o problemas retorcidos, que es como se ha denominado a los conflictos de carácter cambiante y poco estable, con alta complejidad, generalmente de naturaleza urbana y social. Es en estas complejidades en donde empiezan a ver la luz escenarios de laboratorios ciudadanos, espacios que se caracterizan por trabajar de manera experimental, en procesos con actores heterogéneos, sin hipótesis, que se conducen a la creación de prototipos que se prueban en procesos beta y son mejorados mediante un camino de prueba-error.

Esta cualidad de la participación convoca a unas prácticas heterogéneas e innovadoras. Si prestamos atención a Las palabras y las cosas de Foucault y hacemos frente a ese individualismo destructivo moderno, debemos aprender a trabajar fuera del contexto académico. Como nos explica Marina Garcés en Nueva Ilustración radical: necesitamos encontrar nuestro particular combate contra el sistema de credulidades de nuestro tiempo; arriesgarnos con saberes no científicos, con formas de conocimiento no regladas, dejar que el hacer no esté subordinado a la mente y menos a la ciencia, experimentar desde lo sensible, creer en la intuición, dar paso a la creatividad y las artes por lo objetivo, aprender a entender a lo no humano, sobre todo ahora que el internet de las cosas nos abre camino a nuevos diálogos con lo no humano y que este principio nos permita experimentar nuevas relaciones con el entorno. Unas relaciones ya no basadas en una subordinación del objeto, sino en propuestas de una horizontalidad participativa en la que el compromiso cívico de construcciones equilibradas pueda imperar, o por lo menos pueda ser buscado. Desde ahí, esas prácticas experimentales pueden llevar a ver unos muros menos sólidos e impenetrables. Unos muros en los que que más allá de su cerrada densidad, y de dividir el espacio entre dentro y fuera, nos sugieran habitarlos desde su propia porosidad.

Imagen: magaly objectif

Amor y erotismo frente a la sexualidad amurallada

Julio Peña y Lillo E.

 

Cada uno sabe y ha experimentado lo fácil que es enamorarse, y lo difícil y bello que es amar de verdad. El amor, como todos los valores auténticos, no se deja comprar. Existe el placer sobornable, pero no un amor negociable

Herman Hesse

 

I

La cultura y la economía son dos campos de la vida cotidiana que configuran los contornos, los límites y las fronteras que definen nuestro estar en el mundo. Operan como dinámicas que delimitan a los individuos a través de Leyes y reglamentos, o a través del orden establecido por principios y valores que se transmiten de generación en generación. La cultura, como nos recuerda Freud, exige una sublimación continua de la sexualidad, a través de dispositivos que pretenden desviar las energías libidinales (la plegaria, el recogimiento, el cultivo de la virginidad, el matrimonio, la monogamia o la fidelidad); ideales que operan como barreras o muros de contención para distanciar a la humanidad de su ancestro animal, y protegerla de esta forma de la impredecible naturaleza, regulando y reglamentando la vida humana en sociedad.

La economía por su parte, como nos recuerda Marcuse, implica la reproducción de obligaciones forjadas desde el nacimiento, la escuela, el colegio, el instituto, y más tarde, el taller, la fábrica, o la empresa, instancias necesarias para la subsistencia, o para acceder al trabajo asalariado –muchas veces penoso o forzado-, o cuando no, para enfrentar la amenaza de la precariedad, la miseria o el desempleo, que obligan a los individuos a consagrarse a la disciplina, a la obediencia y con ello muchas veces a la sumisión, o a la frustración, conduciendo de esta manera a los individuos a una “adecuada” vida en sociedad.

La represión desde afuera (instituciones, valores y principios) se va a sostener a sí misma desde la psique del hombre, en la propia autorepresión de los individuos desde dentro, en función de la utilidad del aparato productivo de la sociedad, generándose de esta manera un gran suceso traumático en el desarrollo de los seres humanos.

Sin embargo, todas estas demarcaciones culturales, espaciales y existenciales están sujetas a cambios históricos, no hay muros sin huecos por donde se filtren las pulsiones de vida, no hay puertas que no se abran a una nueva forma de relacionamiento. Aperturas o fisuras que compensan las aspiraciones de los seres humanos, eludiendo muchas veces las leyes y las formas culturales represivas o restrictiva de la sociedad.

II

Cuando pensamos en otros modos de habitar el mundo de lo sensible en común, no podemos dejar de lado las reflexiones sobre la inquietante dimensión humana de la sexualidad, la cual esta directamente relacionada con la capacidad de generar placer o displacer en nuestra cotidianidad. Muchas de las patologías psicológicas, nos dice Freud, provienen de la incapacidad que tenemos como seres humanos de soportar el rechazo, la exclusión y la represión que nos impone una sociedad puesta al servicio de cierto tipo de representaciones o ideales culturales, como son: el productivismo, el individualismo, la competencia o la auto-represión sexual propia de la cultura judeocristiana. Solamente una disminución o supresión de estas exigencias, podría significar la posibilidad de acceso a una mayor felicidad.

Cabe la interrogante, de qué sirve una mayor longevidad, si eso implica una vida abrumada de penosas labores, escasas alegrías, y un exceso de sufrimientos. Todo hace pensar, nos dice Freud, que como especie humana, no nos sentimos y no nos encontramos cómodamente o plácidamente al interior de nuestra cultura. Si bien nos puede alegrar y satisfacer el cúmulo de conquistas tecnológicas, la capacidad que tenemos de conocer y dominar a la naturaleza, todos estos logros no han servido para aumentar el grado de satisfacción o de felicidad que se espera de la vida. Para Freud, prácticamente todos los campos de relacionamiento humano se han visto sometidos a una dinámica económica, que retira de la sexualidad una importante cantidad de energía física, reduciendo la capacidad que tenemos como especie humana de disfrutar del goce sexual o de la vida en comunidad; de esta manera se antepone el principio –productivista- de realidad, sobre el principio de placer.

De igual forma, nos dice Onfray, otro de los grandes problemas históricos e inaugurales de Occidente, es el que tiene que ver con el pensamiento judeocristiano y con el Antiguo Testamento, en ellos abundan los desatinos contra la carne, contra los deseos y contra los placeres. Se fustiga al cuerpo, las sensaciones, las emociones y las pasiones. Según Onfray, el odio a la vida no tiene parangón, si no en el desprecio que tiene el judeocristianismo por las mujeres. Tanto la Torah, como el Nuevo Testamento y el Corán, legitiman un mundo masculino, construido sobre el descrédito generalizado del cuerpo y de lo femenino.

Bajo estos preceptos, lo que se puede experimentar en la intimidad de los cuerpos es: culpabilidad, temor, miedo, angustia, y enojo consigo mismo. Para la lógica monoteísta, lo fundamental es renunciar, resistir y reprimir cualquier hipotética satisfacción del apetito pulsional o pasional. Cuanto más aspire un espíritu al cielo, nos dice Onfray, más se hunde como cadáver en la tierra; en pocas palabras, los seres humanos se tornan en una especie de “muerto viviente”. Bajo los parámetros del ideal religioso, queda prohibida la libertad sexual, el nomadismo libidinal, el libertinaje, las relaciones sexuales fuera del matrimonio, la bisexualidad, la desnudez, la homosexualidad, el erotismo, o la masturbación.

Los monoteísmos, nos dice Onfray, nos conducen a la muerte del deseo, a la condena del placer, al descrédito total de la vida. La constitución y la estructuración de Occidente procede de esta manera, de una visión denegada del mundo: del odio o falta de reconocimiento de las mujeres, de un pensamiento binario y moralizador y de una obsesión por someter la sexualidad a una dieta ascética.

Los hábitos reprimidos de occidente son los que van a generar la neurosis, los burdeles, la sexualidad animalizada, la dominación brutal y el poder masculino sobre millones de mujeres sacrificadas, así como una forma de enemistad entre los dos sexos, con un terrible agravamiento del conflicto interno, entre la parte reflexiva y la parte visceral existente en cada uno de nosotros.

Frente a este conjunto de normas heredadas del judeocristianismo y del platonismo, Onfray nos propone, siguiendo una perspectiva crítica, recuperar algunas de las formulaciones provenientes del hedonismo y del epicureísmo para volver a vivir el placer sin un sentimiento de culpa. Para este pensador heredero de la filosofía de Nietzsche, el placer no puede residir en un objeto hipotético, ideal, o imposible de alcanzar, porque termina siendo siempre frustrante, como puede ser la esperanza en esa llamada redención religiosa supra-terrenal. Por el contrario, el placer se encuentra en la dimensión material de lo real, de lo visible, de lo palpable, de lo respirable y vivible en este mundo.

Si queremos disfrutar del breve paso por el corto transcurrir de la vida, es fundamental aprovechar cada momento, manteniendo una dieta no sólo de los alimentos, sino de los placeres y de los deseos, esto es, no rechazar la satisfacción de los apetitos, a menos que esto implique la alteración de nuestra serenidad, o de nuestra autonomía. Lo que Onfray nos propone, muy a contramano de lo que nos plantea el judeocristianismo, es el cultivo de los placeres del cuerpo, la sensualidad contra la castidad, el exceso contra el ahorro, la audacia contra el temor, la alegría contra la frustración, la afirmación contra la negación.

III

Ovidio en su arte de amar, proponía una separación radical entre el amor, la sexualidad, la procreación, la ternura, el matrimonio y la fidelidad. Cada una de estas instancias manifestaba el poeta, funcionan de manera autónoma, a partir de un orden propio. Amar no supone tener relaciones sexuales, y tener relaciones sexuales no significa amar; tener hijos no obliga al amor, menos aún al matrimonio; estar casado no fuerza a la fidelidad, y la fidelidad no requiere matrimonio; la ternura puede florecer por fuera de la fidelidad o del matrimonio, o de la sexualidad; las relaciones del cuerpo pueden practicarse sin ternura, o también con ella.

Esa supuesta exclusividad carnal, tan reclamada por la monogamia, nos dice Adorno, toma forma de una dominación que procede a través de la exclusión, tal como sucede en los grupos herméticamente cerrados del sistema capitalista (lo privado como privativo). Una vez que el ser amado ha sido convertido en un objeto que creemos poseer, dejamos de apreciar y comprender sus múltiples necesidades, deseos y fantasías, es decir, gran parte de sus cualidades y posibilidades humanas. Es esta pretensión de cosificar posesivamente al ser amado, lo que muchas veces lo fuerza a escapar de la relación.

Si los seres humanos en sus relaciones amorosas cesaran de considerarse objetos de apropiación posesiva, nos dice Adorno, se evitaría la cosificación de lo humano y dejarían de ser percibidos como cosas intercambiables. El compromiso y el apego hacia el otro estaría relacionado a su especificidad, a sus particularidades, a su singularidad, hacia ciertos rasgos que apreciamos en esa persona, y ya no hacia un fantasma que construimos e idealizamos, y que en el fondo no suele ser más que el reflejo de un objeto que pensamos poseer. Cuando el amante no reconoce y no respeta los sentimientos, las necesidades, los deseos, los proyectos propios del ser amado, bajo el pretexto de que son uno solo como pareja, caemos en una dinámica de asfixia, de castración y de egoísmo.

Las condiciones de realización concreta del amor romántico, como nos recuerda Ogien, con sus exigencias (de media mitad, de media naranja, de ver el mundo con los mismos ojos), de exclusividad y de fidelidad, va a encontrar hoy en día muchas dificultades. Inmersos como estamos en un mundo en donde el mercado sexual es lo suficientemente libre y accesible, en donde las imposiciones familiares o sociales ya no tienen cabida, o en donde los divorcios y las separaciones ya no son considerados como fracasos, el compromiso con el otro se sobrelleva ante todo, en el respeto a su alteridad, a su diversidad, a su singularidad.

Desde esta perspectiva, lo que nos plantea un contrato hedonista, es una erótica igualitaria, en donde los dos contratantes disponen de los mismos derechos, obedecen a los mismos principios, y suscriben las mismas reglas y convenciones. El objetivo es reducir las malas pasiones, como los celos, la envidia, la sospecha, el recelo, la desconfianza, el odio, la posesión, y todos esos elementos que obstaculizan profundamente la autonomía, la independencia y el desarrollo de la persona al interior de las relaciones.

La crisis del amor y de la tradicional forma de relacionamiento, nos incita a reconsiderar las leyes del juego amoroso, nos empuja a replantearnos y a reconsiderar esa dinámica casi obligada de extinción de la individualidad, o de destrucción de las soberanías, que termina por echar abajo la realización efectiva de construcción de lazos sociales, al irrespetar o no reconocer la alteridad, afectando directamente el bienestar del otro, dificultando la voluntad del vivir juntos.

Basta mirar a nuestro entorno, para constatar el triunfo de los divorcios agresivos, de las separaciones dolorosas, de las violencias conyugales, de las miserias sexuales, del adulterio generalizado, del carácter insípido y aburrido de las historias repletas de costumbres sometidas al sistema de valores que rige en la actualidad.

El abordaje de la sexualidad y del amor se torna de esta manera, en otro campo de disputa política, en donde se despliegan otras formas de interacción humana y erótica, liberadas de esa idea de cuerpos y personas consideradas como objetos de posesión.

IV

No es posible instaurar sociedades pacíficas, limitando o poniendo muros o barreras infranqueables a la satisfacción de las pulsiones eróticas y sexuales. Entibiarse para no arder, como plantea el judeocristianismo, genera resentimiento, activación de la pulsión de muerte contra el mundo, la vida, lo real y papable frente a los otros.

Revivir los lazos reales con el otro implica de esta forma, una apertura constante hacia la alteridad, reconociendo y conviviendo incluso con la vulnerabilidad del otro, como un ejercicio constante de sobrepasarse a sí mismo, propio de un amor inserto en la realidad y ya no en la fantasía.

Las premisas del hedonismo esbozadas por Onfray, de ni sufrir, ni hacer sufrir, ni perjudicar, ni ser perjudicado, ni usurpar la libertad del otro, su autonomía, su independencia, ni tolerar que éste (la pareja) o los rezagos de la cultura judeocristiana invadan nuestra propia soberanía personal, puede contribuir a sentar las bases de un proyecto existencial compartido, más convivial y llevadero para este siglo XXI.

El afuera es el adentro

Juan Redrobán Herrera

 

 

Y, a fin de cuentas, desde fuera es posible reconocer el interior.
Le Corbusier, El espacio inefable.

El espacio trae aparejado lo libre, lo abierto para que lo humano se establezca y habite.
Heidegger, El arte y el espacio.

 

 

Del muro al murmullo

El arte es ciencia espacial por excelencia, concluye Le Corbusier en El espacio inefable. “No se trata de un efecto del tema elegido, sino una victoria de la proporción en todas las cosas”, tanto en los aspectos físicos de la obra como en la eficiencia de las intenciones, reguladas o no, aprehendidas o inaprensibles, y, no obstante, existentes y deudoras de la intuición, milagro catalizador de saberes adquiridos, asimilados aunque tal vez olvidados. En una obra concluida con éxito hay masas intencionales ocultas, un verdadero mundo que revela su significado a quien tiene derecho, a quien desde su mirada es capaz de percibir.

La arquitectura, en tanto trabaja la materia prima del espacio, no trata sobre lo evidente de la fachada. Las fachadas son apariencias que se saben tales, obturaciones que se pretenden absolutas. ¿Qué es una fachada? Una fachada es una mentira dirá Le Corbusier, y sentencia: “¿acaso Landru, Stavisky, Pascal o un niño tienen fachada?, ¿acaso tienen distintas fachadas? No, lo que tienen es un adentro y un afuera.” Y ese interior puede ser leído desde el afuera, si la mirada sensible trasciende la profundidad del material. Para entender el adentro, hay que saber lo que está a este lado del muro y lo que está más allá de él.

Para Heidegger, la creación plástica puede ser encontrada dentro del espacio. Encerrado en el medio de los volúmenes de la figura, debe ser tratado como un objeto de producción. “¿No son acaso esos tres espacios, en la unidad de sus relaciones recíprocas, nuevamente derivaciones de ese único espacio físico-técnico, aún cuando en las estructuras artísticas no debieran intervenir las medidas cuantitativas?” Espaciar, trabajar en torno al vacío, es la liberación de los sitios donde el destino de los hombres que allí habitan, “se torna la seguridad del terruño o la inseguridad del exilio o simplemente la indiferencia frente a ambos”.

En el espaciar habla y se oculta al unísono el acontecimiento, dirá Heidegger, en la creación se otorga forma al espacio y en el encuentro con el vacío abierto se reúne el sujeto con la posibilidad de su liberación. La correlación de arte y espacio debe ser examinada a partir de la experiencia del sitio y el paraje. El arte como escultura no es una posesión del espacio, es un murmullo, una gesto transformador. “La escultura sería la corporeización de los sitios, los que, abierto un paraje que los resguarda, sostienen reunidos en torno a lo abierto, que por un momento hacen posibles las cosas circunstantes y un habitar de lo humano entre las cosas”.

 

Del panóptico mural

Cuando Spike Lee juega con los sepias, los blancos y negros de la apología a la exclusión en la gran América, repasa el camino, el trayecto y la abrupta parada del tren translúcido de los sueños perfumados de ideología. Las polarizadas geografías del norte y del sur se imponen, en la oposición entre un yo hegemónico y un otro distinto, distante o no. Como precisa Draї, la historia lleva cargada la diversidad de los muros trayectos, muros que se desplazan con el correr de las fronteras y del tiempo, muros portadores de historia, portales fijos más o menos densos, más o menos asibles, en épocas inaccesibles. Muros para mantener a los enemigos del otro lado, más allá, lejos de mi espacio para habitar.

Draї advierte que la imagen del muro parece simple. En un inicio de las crónicas, se trató en las hojas de los poetas y las notas de los trovadores sobre una construcción apostada en lo alto, desafiando el paso clandestino de los hombres, la herrumbre de los hierros, el asalto predador de los caballeros y el tensar mortal de los arqueros. Pero, ¿qué dimensión puede alcanzar la edificación de un muro así concebido en la época de los cánones, ahora, en la era de la seguridad cibernética, en el siglo de las nanotecnologías y las encriptaciones, de la vigilancia satelital, de la subversión informática, de la interconexión planetaria de datos? En tiempo real, muros virtuales.

El lugar escogido para mirar construye la perspectiva completa, aun se trate del preciso punto extendido sobre el tramado del mapa, tejiendo el espacio humano. De un lado de Oriente Medio, los palestinos lo llamarán “el muro del apartheid”. Los enemigos, los extranjeros, los extraños a mi carta de identidad, a mi punto de vista, a mi atalaya, a mi reflejo que es mirada y máscara, fachada. Los israelitas invocarán al Leviatán de “la barrera de seguridad”. Más al norte y al occidente, queda apostada una barrera imaginaria que atraviesa toda la rivera del Mediterráneo. Un muro tenaz, material o inmaterial y por demás mortal.

La caída del muro de Berlín nos hizo olvidar brevemente los bordes liminares, las exclusiones, más por homeostasis geopolítica e histórica que por efecto dirimente de la razonable humanidad. Durafour nos recuerda que los muros no están llamados a desaparecer, y precisa que “la época de los flujos, de la migraciones ‘nomadológicas’, y de la ‘desterritorialización’, que es cada vez más la nuestra, se acompaña de la más sedentaria, proteccionista y de la más inquieta de las reacciones conservadoras, que secuestra lo que defiende.”

 

Del muro y el umbral

La porte me flaire, elle hésite.

Pellerin

 

Je est un autre.

Rimbaud

El afuera y el adentro son, los dos, íntimos hermanados, se constituyen en la referencialidad. Están prontos a invertirse, a trocar su hostilidad el uno con el otro. Si hay una superficie límite entre tal adentro y el afuera, dicha superficie es dolorosa en ambos lados. El muro los separa y los aleja, como el rayo de Zeus los escinde, y no se buscarán unos a otros, como rezaban las Upanishads. “El espacio íntimo pierde toda su claridad. El espacio exterior pierde su vacío”. El vacío que reúne y convoca como un ágora, “¡esta materia de la posibilidad de ser!”, dirá Bachelard. Estamos expulsado del reino de la posibilidad, del ser.

Imágenes: Francesco Ungaro, Donatello Trisolino, Roxanne Shewchuk, Alec Favale, Gerd Altmann.

Fortaleza y finitud

Iván Carvajal

 

Abriremos la barrera de Gog y Magog,
y ellos se precipitarán desde todas las laderas.
Corán

El tiempo de los tártaros ha pasado ya,
no son sino una remota leyenda.
¿Y a quién iba a interesarle forzar la frontera?
Dino Buzzati

¿Y qué será ahora de nosotros sin bárbaros?
Esos hombres traían alguna solución, después de todo.
Constantino Cavafis

 

 

 

Magog

La tierra se extiende más allá de las fronteras, de lo conocido y dominado por el grupo humano. ¿Qué hay más allá de la frontera? ¿Qué tan lejos se ubica el abismo donde se precipita la tierra? La conciencia del hombre acerca de su condición mortal y la consiguiente angustia que provoca la certeza de la finitud están sin duda en el origen de los mundos imaginados donde habitan dioses o demonios. Son fuente de las representaciones acerca del lugar de los muertos ―inframundo o cielo, infierno o paraíso―, de los relatos sobre viajes imaginarios que emprenden el alma o el espíritu en el sueño o la alucinación, o sobre las aventuras de los muertos en su tránsito al más allá. Las fuerzas del bien y del mal se proyectan desde el mundo cotidiano sobre ese espacio ficticio y distribuyen los territorios reservados a dioses, demonios y héroes legendarios en los mapas imaginarios. Tal localización obedece a las historias de los conflictos que tienen lugar entre dioses y demonios empeñados en disputarse el destino de los humanos, estos mismos divididos entre miembros de alguna comunidad y extranjeros, o entre parientes, amigos y enemigos. Las migraciones que ocurren en estas regiones del mundo imaginado son múltiples, pues no solamente se desplazan de un sitio a otro los seres humanos, sino también los dioses y demonios. Los muertos retornan en los sueños, intervienen en la vida de los vivos, exigen tributos, oraciones o venganza, conceden dones, vigilan la conducta de sus descendientes.

De esta manera, lo que queda más allá de las fronteras del mundo conocido, y que solo puede ser imaginado, se concibe o bien como edén o bien como un mundo ominoso donde se incuban demonios que acabarán con lo humano o que, cuando menos, aniquilarán la comunidad o la civilización. En el exterior están situados los dominios de Gog. Detrás de las fronteras, en el corazón del desierto, preparan sus invasiones los tártaros. Más allá del borde se juntan para invadirnos los bárbaros extranjeros. En el mundo exterior reina Satán. Para protegerse de lo demoníaco se construyen murallas en los confines del mundo. Así, en el transcurso de un milenio y medio, se invirtió la vida de millones de seres humanos en la construcción de la muralla china, la cual, pese a todo el esfuerzo realizado para levantarla, mantenerla y reconstruirla, desde siempre estuvo destinada a que algún día la franquearan los mongoles.

La catástrofe, si bien se anuncia en sucesos imprevistos que inquietan a los grupos humanos, incluso en el curso de la vida cotidiana, adquiere una dimensión insólita en el acontecimiento apocalíptico. La leyenda de Gog, el rey de los ejércitos que se preparaban más allá de las fronteras, en Magog, para acabar con el pueblo escogido, aparece en el libro de Ezequiel (siglo VI AC). Surgida en el mundo judío antiguo, la leyenda continuó a través del cristianismo hasta el islam medieval, contaminada obviamente con componentes paganos: la muralla habría sido construida por orden de Alejandro Magno, más allá del Indo, para cerrar el paso a Gog y su diabólico ejército. A diferencia de la muralla china, cuya materialidad es evidente, la muralla levantada para cerrar el paso a Gog y sus ejércitos existió solamente en la imaginación, lo cual no quiere decir que careciese de realidad para quienes vivían a la espera del acontecimiento apocalíptico.

Magog es el reino de lo inconcebible, el territorio donde incuba la muerte del hombre. No obstante, lo que esperaban las comunidades cristianas o musulmanas de la Edad Media, por sus concepciones escatológicas, es que al fin resonasen las trompetas que anunciarían la llegada del día del Juicio, el cumplimiento del “milenio”. Gog y sus huestes habrían derruido la gran muralla por decisión de Dios; este, cuando menos, habría consentido la invasión. Los ejércitos de Gog arrasarían todo lo que encontraran a su paso; donde pisaran los cascos de sus caballos no volvería a crecer la hierba, como se decía de Atila y los hunos. Pero en la catástrofe anidaba la suprema esperanza de los apocalípticos: al término de la batalla final entre Dios-Alá y Satán-Gog, con el triunfo definitivo del orden divino se terminaría la lucha entre el bien y el mal, y la historia concluiría en el Juicio Final. Para los milenaristas cristianos, retornaría Cristo y, gracias a él, se salvarían para la eternidad los justos. En consecuencia, que los ejércitos diabólicos de Gog destruyesen la muralla y arrasaran la tierra no era sino el necesario antecedente para el triunfo definitivo de la vida sobre la muerte, para la eterna supervivencia del alma o del espíritu, e incluso para la resurrección de la carne. Dios acogería en su torno a los justos y hundiría en la muerte definitiva, en la más oscura noche o en el fuego eterno, a los impíos. Al fin concluiría el tiempo y por tanto se acabarían las mutaciones, los ciclos del nacimiento y la muerte. Los justos serían recogidos en el seno de Dios para la eternidad.

Frente a esta dimensión escatológica, la construcción de las murallas en las fronteras parece una concreción parcial de la muralla que detiene a Gog y su tropa. De otra parte venía una historia diferente: el colapso del imperio romano. Los romanos no construyeron una gran muralla en los confines de su mundo, aunque sí establecieron guarniciones en las fronteras. En cierto sentido, el acabamiento del imperio puede interpretarse como una implosión que abrió el paso a las invasiones bárbaras. Y estas fueron una solución, “después de todo”.

 

La Fortaleza Bastiani

Mientras enviaba desde Abisinia sus reportajes de guerra al Corriere della Sera, Dino Buzzati terminaba de escribir El desierto de los tártaros, que se publica en 1940. Me figuro al novelista italiano en medio de los combates, acuciado por la cercanía de la muerte que contempla a diario, apurando sus reportes periodísticos a fin de continuar el relato sobre un grupo de soldados que han sido destinados a una guarnición situada en las montañas, en una frontera difusa, donde comienza el desierto, esto es, la tierra de los tártaros. Estos soldados, sin embargo, permanecen en la Fortaleza a la espera de una guerra improbable. El novelista casi nada aporta sobre el reino que se protege, ni siquiera lo nombra. Su capital es simplemente “la ciudad”. Unas breves líneas describen la ciudad y ciertas actividades que se llevan a cabo en ella. Los medios de transporte que se utilizan ―caballos, carrozas― son breves indicios que permiten al lector figurarse un pequeño estado moderno, tal vez decimonónico, quizás localizado hacia el este de Europa. Estas breves pinceladas esbozan una especie de alegoría del Estado moderno. Solo al fin de la novela, cuando han pasado cerca de tres décadas de historia, se insinúa que los tártaros finalmente se acercan a la frontera, aunque ha sido su probable amenaza la que ha justificado la existencia de la Fortaleza, y con ella, la vida misma de sus guardianes. Una fortaleza construida al borde del desierto parece no tener sentido, más aún si no se advierten movimientos del enemigo durante décadas. Incluso el lector dudará si el “reino del norte” es efectivamente el reino de los tártaros, o si este es el apelativo dado a un posible enemigo algo salvaje, o simplemente al extraño, al extranjero. Tártaros, bárbaros… En el tiempo que transcurre la historia narrada por la novela, hay dos acontecimientos que evidencian la cercanía de los tártaros: cuando llegan del norte destacamentos encargados de ubicar las señales que delinean la frontera, y luego cuando arriban contingentes que construyen una carretera, la cual podría en algún momento servir para movilizar tropas con el propósito de desencadenar la guerra.

Mas la guerra es solo una remota probabilidad. Se tiene certeza únicamente de que el reino limita al norte con el país de los tártaros, cuyo dominio empieza al cruzar la línea imaginaria que recorre las cumbres de las montañas y el borde del desierto. Pareciera no haber contacto entre los dos reinos; no obstante, desde el Estado Mayor, es decir, desde la cima del poder político del reino, llegan de cuando en cuando informaciones que esclarecen las intenciones del reino exterior. Son las probables intenciones de este reino exterior lo que ha obligado a construir y mantener la Fortaleza, una avanzada en la frontera. Buena parte de quienes son destinados a ella terminarán por quedarse entre sus muros hasta cuando ocurra la guerra, o, lo que es más probable y que será considerado un fracaso, hasta cuando arriben a la edad del retiro. El fastidio de los primeros días se apaciguará en algún momento, y poco a poco esos soldados terminarán por encontrar que el sentido de sus existencias es la espera de un acontecimiento que posiblemente tendrá lugar algún día: el comienzo de la guerra en la que lucharán hasta morir. Apenas si mantienen contacto con sus familiares y con sus amigos que hacen su vida en la ciudad. Algunos de estos llegarán a ser prósperos comerciantes o profesionales, e incluso los militares que no han sido enviados a la Fortaleza o que la han dejado pronto por otros destinos lograrán hacer carreras exitosas y gozarán de las comodidades de la vida citadina. La vida en la Fortaleza es austera y rutinaria.

 

 

 

Cabría apreciar en El desierto de los tártaros ciertos matices apocalípticos, sobre todo porque la vida individual gira por completo en torno a la expectativa de un acontecimiento, ciertamente catastrófico, que otorgaría sentido a la existencia. Sin embargo, ese sentido aparece apenas como un difuso heroísmo, una disposición casi profesional para el cumplimiento del deber. Quienes optan por permanecer hasta el fin en la Fortaleza, dejando que transcurra el tiempo y sumergidos en una chata rutina, solo esperan el arribo de los tártaros a fin de alcanzar la muerte heroica para la que han sido preparados. En la novela, no obstante, apenas se producen tres muertes: la primera, ocasionada por la imprudencia de un soldado que ha olvidado el “santo y seña” del día a la que se suma la tozudez y estulticia de un sargento apegado a la letra del reglamento. La segunda, la muerte por hipotermia de un teniente hipersensible y orgulloso, que permanece en pie ante una brigada de tártaros durante la nevada que cae una noche, mientras los extranjeros colocan señales que delimitan la frontera. Y la última, la muerte del protagonista, Giovanni Drogo. La novela, que se inicia con el viaje del joven teniente desde la capital a la fortaleza, concluye con su muerte un cuarto de siglo más tarde, cuando ya se siente viejo, cuando ha pasado la cincuentena y ha alcanzado el grado de comandante. Drogo muere en una posada del pueblo ―no alcanza ni siquiera a llegar hasta la ciudad― a causa de unas fiebres, justamente cuando al fin hay indicios de que llegan los tártaros, y con ellos, la guerra. Parece una pesada broma del destino: Giovanni Drogo no podrá morir como un héroe, pese a su larga espera. El moribundo medita, en su agonía, sobre el sentido de su existencia, y finalmente concluye que su heroísmo más bien tiene que ver con cierta dignidad que permanece intacta ante la llegada del enemigo invencible: la muerte. No cabe el heroísmo si la muerte acaece en soledad y a causa de una fiebre: no habrá memoria de tal suceso en el futuro del reino. Pero el sentido de la dignidad y el honor impulsa al envejecido comandante a un último acto: incorporarse del lecho con sus últimas fuerzas, avanzar hasta la ventana, levantar la vista hacia el cielo nocturno.

Buzzati, como Kafka o Camus, a quienes se lo ha vinculado, no tienen ante sí la expectativa del fin de los tiempos y del Juicio que cierra la historia de la Salvación. Por el contrario, experimentan el nihilismo moderno, la “muerte de Dios”, el vaciamiento del sentido de la existencia ante la certeza de la finitud. Ese vacío se ha llenado, a lo largo de la modernidad y hasta nuestros días, sobre todo en Occidente, con sustitutos precarios de las figuras del Dios y del Demonio: el Estado, la nación, la patria, el pueblo, la utopía revolucionaria, y sus consiguientes enemigos. El dinero, por ejemplo, adquiere la doble condición de lo divino y lo diabólico: es el bien supremo que hay que alcanzar y resguardar, y a la vez el máximo mal, la fuente de la corrupción de la vida a causa de la codicia, del consumismo, del delirio de los jugadores de bolsa que actúan en los escenarios del capital financiero y provocan las grandes crisis de nuestra época. El sentido de la existencia se reduce de esta manera a la acumulación de capitales o de bienes. Se requieren fortalezas que preserven los “patrimonios”: bancos, aseguradoras, muros en las ciudadelas, redes de seguridad… La seguridad se extiende a los estados, luego a sus alianzas o bloques; se construyen entonces los cinturones de misiles, la vigilancia satelital, muros de acero para cerrar el paso a los tártaros de nuestra época… También cinturones que nos protejan de los posibles tártaros que llegarían del espacio exterior. Gog ha sido ubicado en otra parte… En toda esa parafernalia de la seguridad se evidencia el miedo a la muerte. Ante la certeza de la finitud del ser humano e incluso, algún día tal vez no muy lejano, de la especie, se levantan las fortalezas, finalmente inútiles.

“El hombre libre en ninguna cosa piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida”, dice Spinoza. Hay otra fortaleza que radica en el propio ser humano, que brota de su aceptación de la finitud. Quizás Giovanni Drogo alcanzara tal sabiduría justamente en el momento final, cuando acepta su destino, contempla la porción de estrellas que está al alcance de su vista, y sonríe en la oscuridad, aunque nadie lo vea.

Imágenes: Ivars UtinānsBoban Simonovski, Jeswin Thomas