La instauración del mal

Rafael Romero

 

 

El mal siempre me ha acompañado. Todos los días de mi vida. De eso hablan mis constantes pesadillas, el desgano placentero, la capacidad para dejarme llevar por la descomposición de las situaciones. Me atraen las personas con cicatrices en la cara, con la nariz hundida por los golpes y las mejillas curtidas por el sol. Recuerdo que hace algunos años, en una pequeña ciudad del Oriente, pasé con una negra durante toda una semana. Ella tenía dos hermosos tajos en su cara y un culo espectacular. También recuerdo el caso de un hombre de los márgenes de un puerto que mató a cuchillazos a sus tres hijos, a su mujer, y luego se suicidó. ¿Qué nos mueve a hacer lo que hacemos? ¿En verdad somos dueños de nuestros actos? ¿Es el “mejor de los mundos posibles” el del bien, la verdad, la belleza y la armonía, o también lo es el del mal, la corrupción, la descomposición? Intuyo que un mal originario funda lo humano. ¿Podemos vivir sin él?

Para contener al mal, las personas aprendimos a ponerle trampas, a contener los golpes y las flatulencias, a postergar nuestros desacuerdos y solucionarlos por medio de las buenas maneras y el derecho, tal como lo describe Norbert Elías en El proceso de la civilización, los cuales al final de cuentas no son más que la serie de trampas, internas y externas, que le hemos puesto al mal para que no nos aniquile, para que no emerja y nos descomponga, para que no nos perdamos en la oscuridad de la sin-razón, de lo irracional y la ira, de lo que no tiene forma, de los olores impropios, de la pulsión pura, ciega y sin dirección. Pero cada avance civilizatorio es paradójico, ambivalente, cínico y bárbaro, porque los actores de los dos lados ―del bien y del mal― somos seres reflexivos, aprendemos de nuestros errores, reconocemos las derrotas y reajustamos rumbos, medios y expectativas.

 

El mal originario es absoluto, total, primigenio; los males en los que se manifiesta son relativos, históricos, contingentes. En cada época vivimos el mal de distintas maneras, bajo la forma de distintos males, angustias, problemas existenciales, dilemas sociales: flotan las brujas, el universo camina hacia su enfriamiento total, son nuestros actos mortales prueba válida en el juicio final de nuestra alma inmortal. ¿Cuáles son los males del mal que vivimos hoy, y cuáles las trampas que nos ponen hoy a buen resguardo de nosotros mismos, de nuestra corruptibilidad, concupiscencia y sensualidad?

 

El mal instaurado en el mundo

En la Edad Media el mal se manifestaba como destino y fortuna; hoy lo hace como riesgo y peligro. Nuestros alimentos contienen mercurio y plomo, insecticidas y pesticidas, preservantes y transgénicos. No sabemos lo que comemos y cualquier cosa nos puede desatar una alteración intestinal. Los ríos están contaminados con las aguas negras y grises de las ciudades. La tierra está llena de agroquímicos. La minería ilegal destruye montañas y comunidades sin contemplaciones. Las mafias madereras continúan devastando los bosques amazónicos. Los incendios forestales nos brindan escenas apocalípticas, infernales. Nada hay que no afecte al ambiente, a la ecología del planeta. Nuestras vidas mismas son una carga ecológica. Y su solución es a posteriori. Las ciencias y la regulación ambientales aparecen después del daño ambiental, una vez que el mal se ha instaurado en el mundo. La gestión ambiental es la gestión del mal.

Los daños al planeta y a la vida que hoy padecemos se derivan de la aplicación práctica de algo no práctico: la ciencia moderna, fundamentada racionalmente, empírica y responsable con su método. La tecnología no está del lado de la razón teórica, sino de la eficiencia práctica, para ella el conocimiento no es un fin, sino un medio. Con la confianza en el poder de la tecnología, las sociedades modernas (XVIII-XX) hicieron todo para dominar a la naturaleza a su antojo y capricho, domesticar a la bestia que hay en nosotros, prevenir los acontecimientos naturales: terremotos, tornados, erupciones volcánicas, dictaduras, guerras, complejos de inferioridad, traumas sexuales. Durante la modernidad iluminista el mal tomó cuerpo social en la creencia de que la naturaleza era naturaleza-a-domesticar, fuente inagotable de recursos a explotar, pulsiones y deseos que debían controlarse, racionalizarse, subliminarse. La razón iluminaba y controlaba a todos los males, todo era cuestión de tiempo, de avance científico-técnico; era fuente de seguridad, como un claro en la selva, donde estás seguro de que los árboles no te caerán por las fuertes lluvias.

Allí donde se cree que la naturaleza es infinita también se cree que la tecnología lo puede todo. En la modernidad iluminista se construyeron, y no hemos parado de hacerlo, edificios monumentales, carreteras impensables, pozos petroleros en el centro de la selva, hidroeléctricas, plantas de beneficio minero, supermercados, refinerías, camales industriales y un sin número de dispositivos tecnológicos que hacen posible la vida que tenemos: el auto para poder movilizarse a gusto y comodidad, el seguro médico por lo que pueda ocurrir, el cine-en-casa para no ir a la sala-de-cine, el último de los celulares para mantenernos conectados-a-la-distancia, con la confianza de que siempre habrá señal o que la batería no se agotará. Todo un estilo de vida llena de ingenieros, geólogos, neurocirujanos, economistas, politólogos, antropólogos, administradores, diseñadores gráficos y demás grupos profesionales.

Pero con el tiempo, emergieron las consecuencias-no-esperadas de los éxitos de la tecnología y su estilo de vida. Todo sistema, incluido el planeta, cuenta con una capacidad de carga: cuánto peso aguanta un puente, cuánto alcohol resiste tu cuerpo, cuántas personas pueden estar en una celda. Hoy la capacidad de carga de muchos sistemas de la Tierra han colapsado: ríos contaminados, tierras infértiles, ciudades abandonadas, sistemas políticos en descomposición. Sin embargo, los sistemas se autorregulan o si no desaparecen. Y para hacerlo, recurren a momentos catastróficos que les permiten de alguna manera ajustar la presión o la carga a la capacidad del sistema. Si en un bosque los árboles no murieran, el bosque como tal moriría. Entonces el bien en la segunda modernidad toma la forma de catástrofe creativa, muerte con resurrección.

Lo que el discurso de la sociología ha descrito como sociedad del riesgo y de consecuencias-no-deseadas, el discurso de las ciencias naturales, su comunidad científica, lo ha denominado antropoceno. La segunda modernidad es un mundo social donde el mal está instaurado, donde la falla geológica se hace presente, el enfermo es normalidad, donde la humanidad aparece como el principal factor destructivo. El mal está en nosotros que autogeneramos nuestros daños con lo que hacemos y dejamos de hacer, con nuestros buenos o malos cálculos, más allá de nuestras buenas intenciones. Este es el hecho empírico fundamental de este momento civilizatorio: el enfermo existe y no hay cura. Lo único que le corresponde a la razón es gestionar el mal instaurado en el mundo, implementar plantas de tratamiento para tratar el agua contaminada de las ciudades, construir cunetas de coronación para ver si se estabiliza la montaña, probar tal o cual medicamento para ver cómo los enfermos reaccionan, confinar a las personas a sus viviendas para que el virus no se propague de manera incontrolable.

 

El mal operando en el mundo

En la segunda modernidad, el mecanismo que articula lo social no es la ideología, propia de las conciencias iluministas, sino comportamientos idolátricos en una suerte de neo-paganismo. No se trata de un politeísmo de valores, o la lucha por ideales que buscan totalidad, sino de proyecciones narcisistas de subjetividades hipersensibles que se expresan y sostienen en la defensa irrestricta de los derechos de tercera generación, transfigurando cualquier acto, por mínimo o insignificante que sea, en un caso legal, un motivo para activar el aparato jurídico-estatal. De esta manera, una mirada galante se vuelve un caso de acoso sexual, un castigo formativo se torna un atentado contra la integridad de niños y adolescentes, la muerte de un perro se convierte en un escándalo moral.

Cada derecho a la naturaleza, la identidad, la sexualidad, la animalidad o la niñez, se configura como pretexto para el ejercicio de una “situación de excepción”. El mal se ha trasmutado, adquiere nueva forma y figura en el ejercicio de los derechos. Lo particular se ejerce como si fuera universal. El aparato estatal se focaliza y la forma autoritaria se difumina por el tejido social. Esta es la trampa que el mal le colocó a la modernidad iluminista, y que es parte constitutiva de las sociedades hipermodernas, plagadas de “ángeles de luz”, donde el mal se presenta bajo la forma de bien (Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales), donde los defensores idólatras de los derechos trasmutan los dispositivos de racionalidad, objetividad y legalidad en mecanismos para expresar y realizar los complejos, traumas y caprichos personales o para viabilizar venganzas políticas o los intereses de grupos de poder. Se configuran entonces seres de superficie sin profundidad, de puro mundo exterior, portadores de subjetividades hipersensibles y comportamientos totalitarios.

 

 

La naturaleza y lo rural también se vuelven objetos de idolatría: la selva aparece como un lugar armónico y pacífico; los indígenas y campesinos, como seres puros ajenos a la maldad y la corrupción; los animales, como sujetos de derechos, al igual que las plantas y las bacterias. Idolatramos a la naturaleza hasta el punto de considerar a perros y gatos como seres con mayor dignidad que nuestros semejantes. El mal se reproduce en el riesgo de hablar y herir a una hipersensibilidad infantil que cree que la ternura que una persona siente es medida de la virtud moral de gatos y lagartijas, o que se debe dejar de enseñar Shakespare por sus expresiones mitómanas.

La obsesión por la piel sin arrugas, la eterna juventud, las largas cirugías para no perder la textura de una piel joven, por mantener unos senos firmes, unas caderas potentes, son comportamientos idolátricos que proyectan deseos imposibles, sufrimientos sin sentido, expectativas irrealizables. Las personas estamos condicionadas por la naturaleza de todo ser vivo. Cada uno entre nosotros, y con cada planta, animal, bacteria, virus, nos hermanamos en la muerte. Las expectativas de superar lo natural se vuelven sobre nosotros mismos cuando no reconocemos que lo único que puede otorgarle sentido a la vida es la muerte, el aniquilamiento, la extinción total, como uno de los lados del ciclo fundamental de destrucción y resurrección, de vida y muerte, que organiza a la vida como fenómeno global. Somos hijos de la ira de Shiva que destruye y renueva.

 

El baile del bien y el mal

La bestia no es una: “no somos uno, sino varios, y Jesús los expulsó a una piara que luego se tiró al mar”. El Dios Uno es producto de una reducción de muchos dioses, de múltiples experiencias originarias y sagradas, en Uno que contiene lo Múltiple. El Dios cristiano es Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres manifestaciones de un mismo Dios. En el paso del paganismo al monoteísmo, lo que sucedía hacia afuera del hombre, en su relación directa con lo sagrado, también sucedía hacia dentro, en la relación del hombre consigo mismo y con los otros: la emergencia del mundo interior y de la misericordia. No sacrificios de sangre, sino arrepentimiento de corazón; no ojo-por-ojo y diente-por-diente, sino el saber perdonar. Estas fueron las trampas con las que los hombres en la era axial (IX – III AC) lograron dominar al mal e imponer al bien.

En los inicios cristianos del mundo moderno (IV-V DC), el mal tomó la forma de corruptibilidad y concupiscencia, efecto de la expulsión del Paraíso. Emerge el problema de la participación de los hombres mortales en su salvación eterna, de su capacidad para enfrentar al mal y retornar al bien. Se generaron dos respuestas: la agustiniana y la pelagiana. En la primera prevalece la inconmensurabilidad entre la realidad divina y la vida humana. Para la segunda, los hombres tenemos una participación en lo divino, que se expresa como libre albedrío. Domina la libertad y todo está en potencia. Para los agustinianos, los hombres, sin la gracia divina, no tenemos oportunidad alguna luego de la muerte. No hay juicio final, sino predestinación.

Pero para los pelagianos sí hay juicio final, porque los hombres tenemos la potestad de decidir entre el bien y el mal, entre las buenas y las malas acciones. Somos dueños de nuestro destino, y en el juicio final se me juzgará en función de mis buenas o malas obras. El mundo para los agustinianos es lo que es, una constatación empírica de la vida y la muerte; o te salvas o te condenas, no por tus actos y tus buenas obras, sino por la gracia divina, por la voluntad de Dios, el bien absoluto. Al contrario, el mundo de los pelagianos está cargado de optimismo; de hecho, el mundo es una apariencia, un espejismo que hay que superar. Esta visión de mundo organizó a la modernidad iluminista: en el siglo XIX los jesuitas, neo-pelagianos, brindan el soporte ideológico para aceptar los cambios y la innovación del desarrollo de la ciencia y el monstruo del industrialismo.

El iluminismo moderno tiene orígenes pelagianos, confía en la naturaleza humana, en su capacidad para salvarse y para dominar a la naturaleza por medio de la ciencia y la tecnología. En el escenario actual, el sujeto que domina su destino con la razón y controla la naturaleza con la ciencia y la tecnología deja el escenario para dar paso a nuevas formas de vivir y configurar lo social, a nuevos especímenes y formas sociales, ya no ideologizados, sino idolátricos, atrapados en los múltiples espejismos del mundo de las redes, en una especie de neo-paganismo. ¿Es la razón una idolatría más como las otras?

La idea del “último hombre” en el pensamiento de Waldo Emerson y la interpretación nietzscheana

Jorge Luis Gómez

 

La idea del “último hombre” apareció por primera vez entre pastores protestantes unitaristas en la Norteamérica de comienzos del siglo XIX. La eterna transformación de una humanidad que sucumbe por su propio peso hacia una nueva que se levanta sobre las cenizas de aquella, nos enseña una ley cíclica en la que el símbolo liberador de los Evangelios quedaba definitivamente trastocado. Si bien con transferir al hombre el protagonismo de dios, el humanismo protestante en su vertiente trascendentalista buscó asentar las bases de una nueva interpretación de la función del hombre en el horizonte histórico, éste sólo fue posible en una nación joven en la que todo estaba por hacer. El nuevo hombre que la sociología moderna simbolizó con Weber como “ética protestante”, representa una designación demasiado pobre para un acontecimiento muy poco estudiado y, por ello, soslayado en su verdadera importancia para la modernidad.

Waldo Emerson expone por primera vez esta idea en el poema La esfinge de 1841. Al parecer, la mística que recubre esta revelación destaca un acontecimiento personal en el que el poeta observa una profunda ley natural que se transforma para él en un destino. El enigma que resuelve ante la esfinge que pregunta es: “¿Qué encubren las eras?”. La respuesta que da el poeta con la eterna “alternación” entre una humanidad niño y una humanidad decadente que se arrastra y ojea, que opina y no sabe lo que dice, presupone el amor que expresa la naturaleza con esta revelación sublime, pues “el amor actúa en el centro” y es “amor de lo mejor”. Es la fuerza creativa, la natura naturans, o el eterno retorno de lo mismo que vuelve una y otra vez al escenario de la historia como enfrentamiento entre dos tipos de humanidad o dos concepciones del hombre. El niño recién nacido “ya bañado en alegría” al que sus ojos “ni una nube perturba”, contrasta con el hombre que se mueve furtivamente “y se ruboriza”, que “estafa y roba” y “de soslayo mira en derredor y ojea”, un “celoso”, un “idiota” que “solo envenena el suelo”, el hombre “despreciable” como lo describe Nietzsche.

Si bien Emerson no habla en el poema del último hombre, al parecer fue el Nietzsche de los setentas el que acuñó esta designación cuando menciona al “último filósofo” y dice “yo soy el último hombre”, destacando la labor del filósofo trágico, el último en equilibrar el peso del conocimiento con la levedad de la ilusión, como lo habían hecho los filósofos griegos de la época trágica. No obstante, la mención a Edipo como el último filósofo en el aforismo del verano de 1872, nos hace ver que el poema de Emerson sigue presente como trasfondo donde destaca “la muerte del último suspiro, el último de los infelices, Edipo”, es decir, Nietzsche observa la nueva revelación como si fuera Edipo. Lo que no queda claro en este caso es si Nietzsche quiere adjudicarse a sí mismo la revelación que tuvo Emerson, pues con la afirmación de que él es “el último hombre”, no hace otra cosa que mencionar el cambio de humanidad y ser el único testigo de este proceso.

En el poema de Emerson, el canto funeral de la humanidad decadente representa un “placentero canto” para el poeta, pues como veedor del enigma, comprende en ello los ciclos de la eterna alternación. Con la escena de la muerte del volatinero, en el prólogo del Zaratustra, Nietzsche reproduce la misma idea del poema de Emerson en otro contexto, aunque la figura del volatinero también aparece en los Diarios de Emerson, destacando el continuo renacimiento del enigma eterno con el entierro del cadáver en un árbol seco que volverá a nacer en primavera.

 

 

El último hombre es el último representante de una humanidad que necesariamente debe perecer para dar paso al hombre superior. La humanidad que deja de ser solo sirve como incorporación a un nuevo ejemplar de hombre, pues el superhombre no es una humanidad sino un individuo superior que será el conductor y una auténtica superación de aquella. El último hombre representa la figura de la transición o “puente”, como señala Nietzsche en el prólogo del Zaratustra, un proceso que incorpora el pasado en una nueva forma que destaca por su distancia como superación y salvación de lo anterior.

La humanidad que perece destaca por el gregarismo en el que vive, por su ceguera o parpadeo, con el que pretende ver sin ver nada: “¿Qué es amor? ¿Qué es creación? ¿Qué es anhelo? ¿Qué es estrella? ― así pregunta el último hombre, y parpadea.” Tanto Emerson, como más tarde Nietzsche, observan que el ambiente cultural que rodea al último hombre es el de la democracia y el comunitarismo: “Todos quieren lo mismo, todos son iguales”. El nuevo hombre predicará el individualismo como confianza en sí mismo (Selfreliance) o el “egoísmo inteligente”, como escribe Nietzsche a Von Gersdorf, superando así el parpadeo de la humanidad ciega y las limitaciones de la sociología de la igualdad entre los hombres: “Nosotros hemos inventado la felicidad ―dicen los últimos hombres, y parpadean”.

Con la crítica a la cultura y la igualdad del último hombre, como aparece en el apartado 6 del prólogo del Zaratustra, se hace manifiesta la distancia con la que el protestantismo unitarista se desvinculaba del gregarismo cristiano, abandonando la compasión y la doctrina del pecado, como alimento de los esclavos y enseñanza de los humildes. Con la lectura evangélica de la tradición cristiana, el hombre deja su condición gregaria para dar lugar a un protagonismo que, en la interpretación emersoniana, desarrolla el culto y ritual del hombre superior o superhombre, lo que el Nietzsche de los ochentas llamará la “religión de la valentía”.

Si bien con estas ideas no hacemos otra cosa que observar la importancia del humanismo protestante en Norteamérica y sus proyecciones en el mundo moderno, incluso como religión del superhombre, las veleidades del liberalismo moderno con sus exclusivas y arrogantes conquistas económicas, no hacen otra cosa que velar un proyecto original que nació en el seno de las colonias evangélicas de la Norteamérica de comienzos del siglo XIX y que poco o nada significan hoy como excentricidades religiosas o “ética protestante”. Que la visión del romanticismo norteamericano de Emerson, con su visión predarwinista de la naturaleza, pudiera ser la explicación de un evento que debería calar hondo en el humanismo moderno, no explica ni logra entender que todo humanismo, y sobre todo el humanismo moderno, siempre estuvo a la sombra de una interpretación de la naturaleza y de la vida. La enseñanza emersoniana de que el hombre superior es el resultado y la conquista de la naturaleza, nos muestra cuán cerca estaba la teoría del hombre del conocimiento de las leyes de la naturaleza. Sin embargo, el fuerte contenido de religión y mística romántica del último hombre, nos debe llevar a pensar que junto al conocimiento de la naturaleza, el contenido religioso y místico del humanismo siempre será fundamental.

En el ensayo “History” Emerson se identifica con la Esfinge: “As near proper to us is also that old fable of the Sphinx” (Lo más cercano a nosotros es también aquella fábula antigua de la Esfinge) y con esta identificación debemos comprender la nota que Nietzsche puso al final del libro Ensayos de Emerson, en clara alusión al Zaratustra, como si mediante este personaje ambos pensadores hablaran por una misma boca: “Aquí te sientas tú sin pedírtelo, tal como la ansiedad de verte que me empuja hacia ti: en hora buena, Esfinge, yo soy un preguntador igual que tú: éste abismo es común a nosotros ― ¿Sería posible que habláramos con una boca?”

 

 

La relación de Emerson y Nietzsche alcanza con el personaje Zaratustra su cenit. Ya en Pforta el joven Nietzsche ideó un personaje semejante en la búsqueda plástica del hombre superior de Emerson con su Ermanarich, según expuse en “Nietzsche parásito de Emerson. ¿Sería posible que habláramos con una boca?”. Por el contrario, Zaratustra, fuera de ser uno de los personajes recurrentes en la obra de Emerson, representó para el pensador norteamericano el verdadero carácter del hombre superior, tal como lo dice en su ensayo “Carácter”. Nietzsche quiere que Zaratustra enseñe el “eterno retorno” y de ese modo el pasado de la humanidad decadente debe “incorporarse”, como el pasado del propio Nietzsche se funde en este nuevo tipo de hombre que había sido omitido por ignorancia, como lo afirma en el famoso aforismo sobre Zaratustra de agosto de 1881. Es el eterno retorno lo que autoriza a Nietzsche a tomar de Emerson y de la humanidad todo el saber anterior que se sintetiza en el superhombre. El último hombre y la humanidad se funden en la figura del superhombre, pues en él se sintetizan todos los errores, pasiones y saberes del pasado. Toda la vida anterior de la humanidad, si bien ya no tiene valor, estará presente en la nueva figura, pues el último hombre camina desde la humanidad hacia un nuevo tipo de hombre.

La pasión de Nietzsche con el Zaratustra pretende expresar “el quinto evangelio” para los alemanes y en ella podemos ver nada más que una prolongación de lo pensado por Waldo Emerson en el poema mencionado y en otras partes de su obra. Tal vez lo original de Nietzsche en el Zaratustra sea el palimpsesto que hace de la Biblia, intentando subrayar un nuevo renacimiento de la humanidad y, con ello, hacernos ver que hay otras maneras de ver al hombre y denotar que la visión que tuvo Emerson con la Esfinge debía permanecer como el más grande descubrimiento de toda la modernidad.

 

 

La paradoja del muro

Alejandro Gordillo

 

 

I

Se construyen muros, fortificaciones, refugios, bunkers contra algo. La preposición guarda en sí todo el sentido de lo que se edifica: oponerse, delimitar un adentro seguro ante un afuera potencialmente amenazador.

 

II

La cultura como un muro contra la naturaleza:

Todo lo que el ser humano se ha dado a sí mismo para alejarse de su estado salvaje es, de alguna forma, la edificación de un complejo sistema de protección para resguardarse tanto psíquica como materialmente de su entorno.

Qué es la mitología sino una muralla hecha a base de símbolos que delimitaban y otorgaban sentido a todo lo que le pudo ocurrir al ser humano y lo amenazaba hasta el desconcierto. Había que crear mitos que explicaran de alguna forma por qué uno de los miembros de la tribu no despertaba nunca más, por qué ciertos animales los atacaban a veces, por qué cambiaba el clima, etc.

A medida que las sociedades fueron creciendo, hicieron falta mitos que le dieran un ritmo particular a la existencia del grupo. Materializadas en ritos, estas creencias marcaban la identidad de la tribu y ayudaban a sus miembros a discurrir por cada una de las fases vitales.

Los muros son la humilde respuesta humana a la deidad primordial del caos.

Quizá una de las mayores crisis de nuestro tiempo tenga que ver con que el retiro de los dioses trajo consigo la muerte de los mitos y ritos que nos guiaban a través de la existencia. De ahí que la psicoterapia sea vista por algunos como la forma arreligiosa de donación de sentido vital de esta época. Quien quiera buscar un sentido auténtico hoy en día está condenado a hacerlo en soledad e, incluso, en contra de lo que hoy llamamos cultura.

En clave foucaltiana, se diría que el muro afirma lo que está dentro y niega lo que permanece afuera. Gramática urbanística: el muro marca la sintaxis espacial y predetermina una hermenéutica del afuera, lo desconocido, el enemigo, obstaculizando la visión del que permanece en el exterior. No solo busca restringir el acceso, sino también sustraerse a la mirada del otro, inmunizarse contra el otro. El muro es la materialización de un punto de vista.

La simpleza de su estructura hace del muro la pieza ideal para futuras arqueologías. Como ruinas, podríamos imaginar un espacio en el que solo sobrevivan los restos de una muralla y nada de lo que estas guardaban. Símbolo vacío, cascarón, piel de serpiente. Cuando las facciones que separaba el muro han desaparecido, este cambia su función de construcción defensiva a monumento.

En Benjamin, la barricada es una intervención directa en la arquitectura urbana que prescribe un uso determinado de los espacios. Este tipo de ingeniería militar subversiva comporta una apropiación radical de las calles para resistir.

La barricada es quizá la versión más precaria del muro: su edificación responde no a la protección de algo que ya existe, como en el caso de las grandes murallas, sino que pertenece al futuro: proyecta la tentativa revolucionaria y el deseo de levantar algo nuevo.

 

III

María Zambrano: “Escribir es defender la soledad en que se está”.

En el adentro de la escritura se opera un movimiento paradójico: se escribe desde la barricada invisible del solitario momento creativo proyectando la máxima apertura que comportará luego la lectura.

Este momento creativo recuerda al relato de La construcción de Kafka donde se presenta una arquitectura ambigua que es, al mismo tiempo, refugio y trampa. Cada una de sus partes, cada uno de sus sentidos apuntan siempre en direcciones opuestas. La madriguera es un intrincado espacio de túneles horadados en la muralla. Esto sitúa al escritor en el punto cero de la visión; escribe literalmente desde y en el límite, pero acechado por aquello que se adivina más allá.

Hay un orificio en la pared que conduce a ninguna parte (tal vez ésta sea la verdadera madriguera), que ha perdido su función de entrada, de lugar de tránsito y, por ello mismo, adquiere un valor absoluto al liberarse de su fin; la inutilidad aparece como un rasgo soberano, liberador. Sin embargo, es un lugar acabado, que no ofrece nada más que un límite.

El otro orificio, el que constituye la puerta de entrada hacia el refugio de lo interior, es también la posibilidad de la amenaza, la comunicación con el afuera lo convierte en una herida. El peligro está siempre ahí, acecha desde cualquier rincón de las numerosas galerías; existe tanto como presencia real del predador, como ausencia. Es un fantasma cuya inminencia de corporeidad está llevada al límite de su propia imposibilidad: es la desesperación desde la que escribe Kafka, la incertidumbre que proyecta al ser hacia atrás o hacia el futuro y que termina siempre por fijarlo en un presente desgarrado por la angustia.

El silencio, la oscuridad, la soledad, todo lo que podría remitirse de forma absoluta a una noción de seguridad queda relativizado. La fragilidad de su estado denuncia la ineludible violación de su equilibrio. No hay lugar para la homeóstasis. Si el afuera es la amenaza y el adentro es un instante efímero que devendrá fatalmente en fracaso, entonces, la homeóstasis no es realizable, su ámbito es el no-ser y el no-estar: la utopía. La tierra prometida, por tanto, es una esperanza vana, una ilusión que rechaza en sí misma todo consuelo. Solo Moisés pudo ser consciente de ello. El resto del mundo entró en una ficción ajena y habita en ella desde entonces. Dios es un ámbito absoluto y pretender entrar en él sería buscar su muerte, desplazarlo hacia el no-ser. La única relación posible con la divinidad es el crimen: crucificar a dios encarnado para que la culpa nos ate a su sacrificio. En la carne, la memoria del crimen no mediada por ninguna simbología: Dios. La obra, sin embargo, exige un sacrificio soberano, absoluto, absurdo, que no conduzca a nada fuera de sí mismo, como un gesto definitivo de abismo.

El roedor del relato se dedica a errar alrededor de su soledad. No se adentra en ella, no se pierde en ella. La única posibilidad de reencuentro está en la negación, en el abandono que no mira más allá de sí y, sin embargo, avanza cuando todo se da por perdido.

El escritor avanza con sus manos, no sabe con certeza hacia donde se dirige, se mueve sin tener una meta fija. No hay centro posible en su edificación, por lo tanto, el centro puede estar en todas partes, en cada una de las plazas en las que deposita sus reservas de provisiones; no sabe en donde almacenar definitivamente toda su energía, se agota en los múltiples entresijos. En esta situación, cualquier dirección puede ser la equivocada, a cada paso la obra corre el riesgo de desplomarse. A la vez, todo lugar se vuelve necesario por sí mismo: al renunciar a un fin, su soberanía nace. Cualquier gesto puede ser de defensa o condena, ataque o liberación.

La obra queda siempre abierta, pero esto no ocurre como un acto de voluntad del autor, sino más bien como producto de la insuficiencia de su voluntad ante el exceso que lo supera. La intrusión del otro, la presencia que lee el ámbito que hemos construido para nosotros mismos es el derrumbe de la obra, la caída del muro.

 

Imágenes: milan degraeve, Plush Design Studio, Anthony DeRosa, The Peasants at Market (detalle), Albrecht Dürer (1471-1528)

 

La arquitectura del muro

Francesco Rosati

 

 

Un muro, por definición, es una superficie continua vertical que delimita un área, encierra una porción de espacio, ofrece protección y seguridad.

Leon Battista Alberti es el primero que define este elemento como el único fundamento generador de una construcción. Encandilado por la arquitectura romana, el arquitecto del cinquecento teoriza una verdadera y propia concepción muraria, reconociendo al muro como estructura de la cual, a través de un proceso de substracción, fue posible encontrar la columna. Esta última definida como puro objeto decorativo vendrá despojada de toda función tectónica. A través de la historia de la arquitectura nos es posible definir a esta concepción como errónea, dado que el muro nace como simple taponamiento de estructuras a esqueleto, sin ninguna función estructural. Gottfried Semper, a través de su análisis científico y etimológico que tomará forma en su arquetipo de la cabaña caribeña, subraya la naturaleza efímera de las primeras paredes, reconociéndolas en los tejidos entrelazados que taponaban la estructura a esqueleto de la tienda. El análisis de este último da testimonio entonces de la naturaleza originaria del muro que cumplía la tarea exclusiva de dividir el espacio para crear intimidad y proteger: el muro nace como tapiz. Semper, como prueba de esta naturaleza efímera, nos muestra cómo, por ejemplo, la etimología de la palabra alemana wand (muro) presente la misma raíz de la palabra gewand (vestido, indumentaria).

 

 

 

En estas dos visiones arquitectónicas es posible comprender la naturaleza compleja de un elemento como el muro, que puede por tanto desaparecer hasta convertirse en tapiz, pero al mismo tiempo crecer hasta convertirse en masa. Es fundamental e interesante detenerse a reflexionar cómo es posible que, alterando una simple proporción matemática (aquella de las tres dimensiones en el espacio), un muro pueda asumir significados diferentes. Pensando banalmente en la dimensión del espesor de una pared, es posible que un muro pierda su naturaleza divisoria y adquiera en cambio la apariencia de una gruta. Los castillos ingleses, estudiados e interiorizados por Louis Khan, son un testimonio fundamental para entender este proceso.

El grosor exagerado, justificado por el peso de una construcción en piedra, altera la percepción del muro: el espacio se configura como el resultado de un proceso de substracción de materia de una masa muraria. Los nichos habitables que se han excavado niegan nuestra percepción del muro que ahora aparece como una caverna. El propio Khan retomará este tema arquitectónico tratando de trasladarlo hacia las modalidades constructivas del siglo pasado: más que excavar muros de un metro indagará cómo deformando y modelando un muro de 30 centímetros este pueda percibirse como una gruta.

Al contrario, es posible que un muro pueda desaparecer hasta convertirse en una pared de 2-3 centímetros, un folio bidimensional (como sucede literalmente en la tradición japonesa) que esté en capacidad de alterar la percepción del espacio. En la obra de Mies van der Rohe cobra sentido la idea semperiana de pared completamente vaciada de toda función estructural. El muro para él pierde su significado propio. Mies elimina ese elemento a favor de un ‘espacio fluido’ al interior del cual el muro aparece solamente como un pequeño obstáculo, asume un carácter mucho más objetual, subrayado a menudo por materiales preciosos, como por ejemplo la famosísima placa de onix del pabellón Barcelona. Las paredes, además, nunca llegan hasta el techo, en efecto no lo sostienen, sino que aparecen como objetos espaciales donde no se transmite la idea de masa, sino más bien de volumen.

 

 

 

 

 

 

Esta idea objetual de muro está representada en la obra de Richard Serra que indaga ulteriormente las proporciones entre el muro y el espacio que lo circunda. Las sutílisimas placas de metal que Serra utiliza no permanecen bidimensionales como las paredes de Mies, sino que deforman el espacio en tres dimensiones, cuestiónandolo de manera continua. En la obra East-West/West-East se alcanza el más alto nivel de abstracción del concepto de muro y contradictoriamente su aniquilación, nos confirma cómo un no-muro puede de todas maneras mentalmente establecer y representar una división en nuestra mente, convirtiéndose ahora en un punto de referencia en la infinitud del desierto de Qatar.

 

 

 

 

Como arquitecto, a menudo me he interrogado sobre los posibles componentes de un muro y cómo es posible negarlo conceptualmente. La tridimensionalidad y la bidimensionalidad de este elemento seguramente son factores que pueden alterar la percepción. Es posible averiguar a través de aprestamientos arquitectónicos una nueva y distinta experiencia del muro.

 

Por ejemplo, a menudo se experimenta un muro atravesándolo, pasando a través de su espesor, descubriendo por tanto lo que esconde. ¿Qué sucedería si no existiera, por ejemplo, una simple puerta, sino que fuera necesario acceder a través de una galería a otra habitación? Si el atravesar un muro fuera posible solo mediante el paso a otro ambiente, este seguramente nos impediría percibir el muro.

 

 

Por lo tanto, el muro sería leído conceptualmente como un elemento abstracto. Lo mismo sucedería si un muro no fuera nunca atravesado, sino más bien saltado.

 

El muro, en este caso, permanecería simplemente como una pared abstracta que nos separa de lo desconocido, y en ese punto no sería ya un elemento que divide, dado que no podríamos estar conscientes de lo que nos está separando. Para resumir, por lo tanto, negando el atravesamiento de un muro, la experiencia espacial que vivimos anula la acostumbrada idea de separación, el muro más que dividir se convierte en contenedor de ambientes a los cuales somos “catapultados”. Si esto aconteciera por ejemplo en una habitación, sería improbable reconstruir mentalmente el plano porque no estaríamos en grado de reconocer los muros que lo componen, sino que todo ambiente se convertiría en un espacio en sí, donde las paredes aparecerían simplemente como habitaciones vistas desde el exterior, independientes la una de la otra, tantos pequeños mundos imposibles de vincularse en el conjunto.

 

Cuando entonces hablamos de muro en arquitectura es necesario profundizar en la naturaleza y experiencia espacial que vive el hombre en relación a este elemento. Leer este elemento como algo que separa o que sostiene es una lectura reductiva, superficial, que nos impide trascender el significado de este elemento. Usando la metáfora de la valla leopardina que la mirada excluye, el muro ofrece su dualismo intrínseco: si bien es un elemento que separa, sin el no podríamos imaginar el infinito que está más allá.