La des-figuración de lo humano

Andrés Ruiz Chávarri

 

“¡Ay! ¿Se aproxima acaso el tiempo en que el hombre no podrá ya disparar las flechas de su anhelo más allá del hombre mismo, y la cuerda de arco no podrá ya vibrar? Yo os anuncio: es preciso llevar aún algún caos dentro sí para poder engendrar estrellas danzarinas. Yo os lo anuncio: aún se agita algún caos en vuestro interior.”

Friedrich Nietzsche, Así habló Zarathustra

 

La crisis de las humanidades tiene su origen en el resquebrajamiento de la figura del hombre. Las luces, las sombras y las formas materiales son los contornos de la figura. El hombre como conceptualización es un contorno que ha cambiado a lo largo de la historia, mutando sus posturas y ademanes. Restos de piel y huesos son la materia del sedimento que luego es posible leer como estratos geológicos. Capas de pensamientos e ideas que se superponen una a las otras, en algunos casos se complementan, en otros se niegan, y finalmente, en todos propician la mutación del modelo que puede llegar a llamarse la figura del hombre.

El hombre como concepto es una estatua hecha de capas. De esta manera, con el devenir de los siglos, se construye un modelo que los individuos miran con ansias para encontrar un referente concreto de nuestra naturaleza. Miramos la escultura para encontrar significado a nuestro devenir en el tiempo. Desde la soledad del ser particular y único, buscamos un paradigma como puerto de llegada en el que culminen los millones de proyectos aislados que son las personas. Son incontables las esculturas, estatuas, modelos, figuras que se alojan en los parques, jardines, palacios y plazas. Reyes, filósofos, diosas, pensadores, conquistadores: incontables modelos ideales se han jactado de ser formas esenciales para definir al humano.

El lugar de enunciación romántico, idealista, moralista y platónico adora a las figuras que han pretendido imponer un orden de esencias eternas. La entropía natural de las partículas, en otras palabras, las experiencias vitales individuales, se expanden

frenéticamente en miles de brotes semejando a grama silvestre. El desorden toma las riendas de lo humano, que ya desde el siglo XX no es un lugar de llegada, como lo expresó Zarathustra: “Lo más grande del hombre es que es un puente y no una meta. Lo que debemos amar en el hombre es que consiste en un tránsito y un ocaso”. (Nietzsche, 1982, p. 38) Este ocaso es el preámbulo para la declaración del “último hombre” que Zarathustra anuncia en la plaza.

El concepto figura, entendida como forma, perfil y contorno de un objeto, se problematiza al momento de coexistir con el sustantivo humano. Las partículas tienden a dispersarse, el desorden es matemáticamente más probable. Guardar las formas y la figura es una acción de resistencia al cambio, a lo aleatorio que son los seres humanos. La figura humana, en singular, busca constituirse como un significante céntrico que contenga en sí misma la raíz del significado del humano, y que además sea una especie de fuente de energía para que los individuos encuentren el motor de su existencia. En este punto se sacraliza la figura como un ídolo que debe ser venerado.

¿Qué figura puede adoptar o tener el humano después de la crisis de la figura y el modelo? ¿Es posible esbozar un último hombre? Estas interrogantes nos llevan a la pregunta legendaria, ¿qué está en el centro? O, para ser más preciso, ¿en torno a qué titán supremo orbitan nuestras existencias y el significado que pretendemos asignarle?

En este punto, cualquier ideal platónico y esencialista es confrontado por la imposibilidad de una figura determinada. Se cumple el edicto de Zarathustra y se agrietan aquellos ídolos que hemos llamado héroes. La llegada del último hombre, o más bien, su premonición, cuartea las estatuas de oro que por siglos iluminaron los caminos nebulosos de la humanidad. Entre los ídolos fenecidos se encuentran aquellos grandes arquetipos que dan vida a las culturas occidentales. El antropocentrismo que delimitó el inicio de la era moderna se cuestiona en sus bases ante la desfiguración de los santos y los dioses. Esta fractura hiere la médula de los arquetipos.

 

 

 

 

La crisis del héroe virtuoso y modélico, que en sus apoteosis lindaba con lo divino, es el camino hacia la secularización de la cultura occidental. Y, en consecuencia, cabe

preguntarse por la posibilidad de un héroe secular y profano que preceda al último hombre profetizado.

El mismo Joseph Campbell como autor referente del héroe occidental y el monomito asevera, “creo que esta es la gran verdad occidental: que cada uno de nosotros es una criatura completamente única y que, si hemos de darle algo al mundo, tendrá que venir de nuestra experiencia y de la realización de nuestras propias potencialidades, no de las ajenas.” (El poder el mito, 1991, p. 179) Cada sujeto encuentra en su casuística las supuestas formas que guíen su recorrido. Campbell marca una diferencia geopolítica que no es posible obviar y en la que coincide con Nietzsche: Occidente es territorio del último hombre.

Alan Badiou, en su conferencia dictada en 2006 en la Universidad de California, “La figura del soldado”, afirma: “El último hombre es la figura exangüe del hombre desprovisto de toda figura.” La palabra exangüe se refiere a una figura falta de fuerzas, agotada y para ser más precisos con la definición, desangrada. El modelo se quedó estéril de toda energía vital para inspirar a los humanos y que encuentren un refugio en su regazo. El filósofo francés busca una nueva figura, ya que para él no es válido el nihilismo puro en donde la figura simplemente desaparezca y cada individuo trace un camino alejado del sentimiento de comunidad humana, es decir de humanidad. “En tiempos desorientados, no podemos aceptar el retorno de la vieja y mortífera figura del sacrificio religioso, [el héroe guerrero] pero tampoco admitir la ausencia absoluta de toda figura y la desaparición radical de cualquier idea de heroísmo [nihilismo]”

Badiou no acepta la desaparición de la figura humana. En consecuencia, acepta la caída del paradigma del héroe guerrero como una forma arcaica y aristocrática que se legitima a través del sacrificio de sí mismo por un fin superior, un fin divino y religioso; y en oposición, ahonda sobre el modelo del soldado, que a partir de la revolución francesa en 1789 se posicionaría como una nueva figura heroica con matices democráticos y colectivos.

El soldado desde su anonimato contiene en su figura la fuerza de una acción colectiva. Es a esa praxis colectiva a lo que un filósofo como Badiou se resiste a renunciar. Para este autor es un requisito apremiante “crear nuevas formas simbólicas para nuestra acción colectiva.” De esta manera vemos que después de la caída de los ídolos continúa la necesidad de encontrar un astro que guíe el accionar humano, “Debemos encontrar un nuevo sol; en otras palabras, un nuevo paisaje mental.”

La estructura mental, el paradigma, la figura, son una necesidad inherente al pensamiento humano. La operación cognitiva enclaustra los hechos concretos y los convierte en conceptos. El problema consiste en la singularidad de la figura. El último hombre fue tan hombre que sucumbió por su extrema singularidad. En un universo de variedad, la forma única no alcanza a sostener la masa de complejidad. La figura de un hombre como referente único se agotó en su propia majestuosidad, ya que recibió adeptos. La plegaria al único ídolo agotó su fuerza y lo debilitó como referente de las acciones humanas.

En el siglo XXI se avizora una etapa compleja en la que el ser humano no es ningún sujeto de posible pleitesía, al contrario, las corrientes críticas se han convencido que el hombre es un concepto que debe ser rebatido. Badiou busca un nuevo sol, esta pretensión es desmesurada, ya que no podemos esperar encontrar un nuevo astro en torno al cual giren nuevamente todas las acciones colectivas. Ante la crisis, cada una de las humanidades busca su propio sol. El último hombre abrió la posibilidad del amorfismo de lo humano.

Lo que queda claro es que el modelado, la soldadura, el ensamblaje de la figura de lo humano es una actividad que quedó para escuelas de otros tiempos. Las formas perdieron su capacidad de delinear con pulcritud al héroe. La figura derivó en su desfiguración. El rostro, las virtudes, las posturas del cuerpo no son definibles. Son líneas y trazos abstractos. La transformación del arte pictórico parece ser el mejor ejemplo de cómo ha cambiado la intención de dar una definición del hombre. Las manchas y las formas más remotas son la única posibilidad de esbozar ese sol que anhela Badiou.

 

 

El ser humano dejó atrás los arquetipos sagrados para ahora moverse en conceptos que recorren la contemporaneidad con fluidez. La ambivalencia de las formas es el nuevo modo para encontrar un modelo del ser humano. Su esencia posiblemente sea que la palabra humano escape de tener una diferencia específica. El humano regresa a su condición de organismo viviente. Un cuerpo que existe en tanto cuerpo. La forma que adopta el hombre es la imposibilidad de tener una definición final.

Sin figuras que centren y enfoquen los incontables objetivos personales se dificulta aquella acción colectiva que espera Badiou. Al reemplazar la singularidad a cambio de las pluralidades, no es posible hablar de una acción colectiva, sino más bien de acciones colectivas. Y el siguiente reto que se presenta es entender cómo podemos ir hacia algún lugar como comunidad humana con tantos y tan diversas prácticas políticas. La comunidad democrática reconocerá su propia estrechez y rigidez ante tanto movimiento.

La desfiguración de lo humano marca un cambio de era en la que los sujetos temporales se sienten altamente apasionados para defender desde la praxis la diversidad, con la dificultad de conciliar tantas versiones del ser humano. Ese es el reto que precede al último hombre. La desfiguración trae una incertidumbre que posiblemente sea lo que caracterice a los nuevos modelos humanos. Cada uno de ellos, desde su criticidad, aceptan la falta de rumbo y viven en carne propia la ambivalencia. En este contexto, las posiciones radicales se arriesgan a definir, y, por lo tanto, renuncian a su nueva condición desfigurada.

Queda atrás, queda para la memoria, la asociación de la belleza con la forma. La dificultad reside en hallar la belleza en la imposibilidad de una forma perfecta y placentera. La desfiguración reemplaza la forma por una masa amorfa que guarda en sí misma, en su variabilidad, la condición humana.

Es inevitable que los humanos atravesaremos un periodo de encuentro con las sombras, ya que en ellas residen los monstruos amorfos. Lo monstruoso, asociado a lo amorfo, es la dificultad mayor. La variedad de formas propicia lo extraordinario. El juicio crítico debe adaptarse a la imposibilidad de catalogar tantas figuras, un bestiario infinito de organismos, con tantos destinos bifurcados hasta la infinitud.

La última historia es la primera historia: algunas ideas (post)históricas sobre el presente (post)humano

David Barreto

 

 

1. Ludwig Wittgenstein, en el apartado 116 de las Investigaciones filosóficas, escribía hacia mediados del siglo pasado: “Cuando los filósofos usan una palabra —‘conocimiento’, ‘ser, ‘objeto’, ‘yo’, ‘proposición’, ‘nombre’— y tratan de captar la esencia de la cosa, siempre se ha de preguntar: ¿Se usa efectivamente esta palabra de este modo en el lenguaje que tiene en su tierra natal? —Nosotros reconducimos las palabras de su empleo metafísico a su empleo cotidiano”.

Me interesa subrayar la última frase: reconducir, digamos reorientar las palabras desde un ámbito meta-físico a su empleo cotidiano, a su uso ordinario, a su hábito —que marca una ética— consuetudinario, incluso prosaico, cuando no abiertamente trivial. Como se sabe —y reduzco aquí una compleja ambición filosófica sobre lenguaje ordinario que nos llevaría por otro sendero—, Wittgenstein busca, a partir de su práctica filosófica, más que la definición constante y definitoria de una palabra (la codiciada esencia meta-física de un concepto), resolver los problemas filosóficos, o apartar sus dificultades (¶133), en el contexto habitual de su uso. Porque el uso ordinario que se le da a tal o cual concepto es en sí la tierra natal de la que habla Wittgenstein, y que quiere dar cuenta de una obviedad que, por obvia, se torna invisible: nada hay más allá del juego —el ajedrez, por ejemplo— en el que un peón o un rey, o una palabra, adquieren el sentido que tienen. “La pregunta ‘¿Qué es realmente una palabra?’ es análoga a ¿Qué es una pieza de ajedrez?” (¶108). Pero re-conocer el juego, visibilizar el régimen cotidiano de lo ordinario en el que una palabra se desprenda de sus equívocos aspavientos meta-físicos, es, parafraseando a Stanley Cavell, not a given but a task (no un hecho dado, sino una tarea).

2. He pensado estos últimos días en esta idea de Wittgenstein, y en Cavell y José Luis Pardo, a propósito de la invitación de Trashumante para reflexionar en torno al concepto de lo posthumano, palabra que se (me) antoja desde un principio como una tácita aporía que presagia la paradoja de un corte o una cesura ontológica. De entrada, lo que llama la atención es la partícula post: más allá, después de. El prefijo, en su uso corriente, denota una sucesión temporal, un algo que procede de algo, un estadio crono-lógico que vendría o continuaría luego de. Aquí, en el caso de lo post-humano, aquello que se anuncia que se supera es nada más ni nada menos que lo humano. Pero, ¿qué es lo humano que se deja atrás? ¿A quién, o a qué, nombra esto humano que lo post supuestamente supera acaso como residuo o resto de una época que, sin más referencia por el momento que el juego lingüístico, estaría llegando a su fin? En una palabra, ¿señala lo post algo más allá de aquello que somos, de aquello que hace de nosotros animales humanos? ¿Podemos, en definitiva, dejar de ser humanos?

3. Estas preguntas se ciñen a una imagen que en las últimas décadas ha adquirido la dimensión inexorable de un (¿de nuestro?) destino: el fin de la historia. De otro final, añadamos, pues en la pluralidad de historias que tejen y destejen la malla irregular y heterogénea de la historia dominante de lo que se ha dado en llamar “Occidente” —cuya impertinente sombra se atisbaría hoy inoculada con violencia en todos los rincones del planeta— este nuevo final histórico se suma a una serie de otros finales, revolucionarios u onto-teológicos, que vuelve notorio el sustrato escatológico de lo que Jacob Taubes identificaba como el destino apocalíptico implícito de la historia de la modernidad. De la modernidad “occidental”, esto es, porque me parece que invocar a bocajarro términos como historia, modernidad, Occidente o humano, o cualquiera de sus avatares y declinaciones como post-modernidad o post-humanismo, nos hurta de la tensión crítica y del espesor concreto anudados por pliegues, disputas y pulsiones globales y locales que convierten estas expresiones en atractivos significantes vacíos —aquí en eco de Ernesto Laclau— cuya ambigüedad estratégica elude la especificidad y materialidad cotidiana de sus enunciaciones. Y a las que cabe, por tanto, imbuir de sentidos saturados de identidades maleables que escasamente aportan a resolver o apartar las problemáticas reales de las encrucijadas vitales —y ordinarias— de los habitantes en contornos precisos y sujetos a fuerzas y dinámicas que exceden la disposición universalista y homogénea que se esconde detrás de su prescripción.

 

 

4. Esta breve reflexión, no obstante, no implica que en efecto no exista cierta urgencia de replantearse el lugar de lo humano en las postrimerías de las catástrofes (medioambientales, económicas, políticas, pandémicas, etc.) causadas sin que quepa la menor duda por la voluntad de poder del sujeto moderno, cuya carta de ciudadanía se puede rastrear, como se acostumbra hacerlo, a la metodología cartesiana cuya fuerza emana justamente de la escisión meta-física entre mente y cuerpo, siendo ‘cuerpo’ el límite del ‘yo’ que en Descartes suscita la necesidad de una filosofía que transforme a los humanos en, como dice, “dueños y poseedores de la naturaleza”. No hace falta aquí trazar la genealogía de esta imposición para constatar que, en efecto, en el curso de los últimos siglos lo humano se ha desprendido progresivamente de sus vínculos míticos con la naturaleza en una abstracción estructural que hoy promete con destruir su propia habitabilidad. Pero esto tampoco quiere decir —y he aquí el peligro de algunas posturas nostálgicas de toda índole que aspiran a restituir la supuesta autenticidad del ser humano a una inquietante unidad pre-moderna o pre-humana con una naturaleza pre-lapsaria o pre-histórica— que debiéramos renunciar a la modernidad en su conjunto como si ésta constituyera en su núcleo la suma de un totalitarismo nihilista que habría ahondado la insalvable herida que separa al individuo de la naturaleza, a la justicia de la libertad, a los nombres de las cosas, al yo del otro o a la voz de la letra como se separa la historia de la poesía y a Europa de América. Porque no hay, claro, a dónde volver, pero la persistencia de esta alegoría, sea en política, en filosofía, en historia, en poesía o en la vida cotidiana, atiza el fuego de una perniciosa nostalgia que da sustento al relato de los orígenes que, en la fantasía de su inaccesibilidad, perpetúa el deseo de su autoridad y poder.

5. Querría aventurar unas pocas ideas finales que aspiran a reconducir la orientación del término post-humano, y me gustaría hacerlo a partir del mismo Descartes toda vez que son sus consideraciones filosóficas las que sintetizan desde 1637 la sustancia meta-física de lo que significa ser humano en la cuenca de la inicua historia atlántica, primero, y luego planetaria. Si en efecto el nacimiento teórico de lo humano —en las doctrinas imperiales de la modernidad occidental— se predica a espaldas de la naturaleza, que pasa a ser dominio indiferente para su utilidad y ulterior destrucción, es a lo mejor en el re-conocimiento de ser apenas un ente entre entes lo que permitirá a lo humano soslayar el paradigma cartesiano que lo inviste aún hoy como el centro de la creación, y así arribar a una idea por demás simple: que siendo que no existe división alguna entre sustancias que puedan denominarse ‘mente’ y ‘cuerpo’ —como no la existe entre el yo y la naturaleza—, carece por completo de sentido disputar el ámbito teórico de lo post-humano dado que, para empezar, la ruptura meta-física que sueña fundar lo humano no tiene cimiento. No digo, por supuesto, nada nuevo. Casi inmediatamente después de que Descartes publicara en 1637 sus meditaciones, figuras como Spinoza, y más tarde Nietzsche y Deleuze, hasta recientes investigaciones sobre inteligencia artificial y cognición llevadas a cabo por John Haugeland, Manuel de Landa o Riccardo Manzotti (quien dice, por ejemplo, que la experiencia de un objeto es idéntico con el objeto mismo), han refutado el dualismo cartesiano proponiendo, en cambio, una filosofía en la que el irreducible ensamblaje y el inextricable acoplamiento de la matizada experiencia cognitiva humana con el resto de los fenómenos de la naturaleza se muestran como una y la misma cosa.

6. En este sentido, y si se me permite la reapropiación de una conocida metáfora kantiana, podría decirse que, enfrentados como estamos a la creciente impresión de que las murallas (esto es, las ideas claras y distintas cartesianas) que construimos como límite de aquella latencia de lo indeterminado que amenaza con arrasar nuestra condición humana son cada vez más inconstantes, de lo que a lo mejor por ello sólo un dios podrá salvarnos, cabría imaginarse una especie de “revolución copérnica” que nos permita deshacer el embrujo estático de la subjetividad moderna cuyo atractivo comienza en su figura amurallada de estabilidad y certeza en torno a la cual gravita de modo imperioso, siempre por fuera de la ciudad y de la historia, la potencia irredenta de la naturaleza a la cual, por tanto, hay que poseerla, desentrañarla y reducirla. Así, modificando esta perspectiva, sería lo humano lo que giraría en torno a la naturaleza, y no ésta en torno a aquello, conjurando en el camino el espectro de la excepcionalidad humana que no tendría otro remedio que re-conocerse como una cosa más en el concierto impasible, sin centro y múltiple del universo.

 

 

7. La pregunta por las condiciones de posibilidad de lo post-humano es, pues, ante todo una pregunta por las condiciones de posibilidad de lo humano. Y aún más, por las condiciones de posibilidad de esta animalidad específicamente humana que nos mantiene en presión constante con aquello que llamamos naturaleza y que hoy podemos observar no constituye una sustancia otra diferente y divorciada de la nuestra. No existe un yo desarticulado de la inexpresable interrelación que en todo momento mantiene la subjetividad con los objetos y los fenómenos del universo que la atraviesan, la perfilan, la vertebran y la transforman. Pero nótese bien, no es este un llamado al cacareado dictamen del ‘yo y su circunstancia’, sino que es la circunstancia misma —esto es, la vasta red de vínculos que atraviesa en casi infinitos puntos de fuga en los que se desplaza la experiencia espaciotemporal que circunscribe la conciencia humana sobre la Tierra— lo único que podemos entender con propiedad como yo.

8. Mi punto es que este axioma —o sea, la relación de inmanencia que conservan lo humano y la naturaleza—, que tiene como propósito generar una nueva forma de entender la correspondencia de lo humano con la naturaleza, superando de este modo la antinomia crítica entre sujeto y objeto —como puede verse en la investigación sobre lo post-humano que llevan a cabo un número creciente de teóricos como Francesca Ferrando y Cary Wolfe— ha sido ya ejecutado con geométrica precisión al menos desde Spinoza y explorada por Niels Bohr y Werner Heisenberg quienes en los inicios de la física cuántica en los años 20 del siglo pasado establecieron que los análisis que llevaban a cabo a nivel subatómico no solamente perturbaban las mediciones de la realidad, sino que las producían, lo que en breve quiere decir que la naturaleza no existe para la cognición humana sino sólo en relación a su observación; lo cual llevó a Albert Einstein a rechazar este principio de la teoría cuántica porque él prefería saber que la Luna estaba en el firmamento aun cuando él no la veía. En consecuencia, me parece que inundar de seductoras ideas el léxico académico y teórico, especialmente si este léxico no cuestiona las torsiones de su inscripción local y global, lo único que hace es reproducir la inflación propia de las instituciones neoliberales en las que se van convirtiendo algunos centros universitarios cada vez más presionados por deslumbrar a sorprendidos clientes ávidos por ostentar capitales simbólicos cuyo valor y comercio se agotan pronto en el mercado de otros espejismos asimismo descartables y reciclables. De tal suerte que, llevada hasta sus últimas consecuencias la idea de que no existe separación alguna entre lo humano y la naturaleza, cabría a lo mejor insistir que lo post-humano es y ha sido desde siempre humano, y viceversa.

 

La idea del “último hombre” en el pensamiento de Waldo Emerson y la interpretación nietzscheana

Jorge Luis Gómez

 

La idea del “último hombre” apareció por primera vez entre pastores protestantes unitaristas en la Norteamérica de comienzos del siglo XIX. La eterna transformación de una humanidad que sucumbe por su propio peso hacia una nueva que se levanta sobre las cenizas de aquella, nos enseña una ley cíclica en la que el símbolo liberador de los Evangelios quedaba definitivamente trastocado. Si bien con transferir al hombre el protagonismo de dios, el humanismo protestante en su vertiente trascendentalista buscó asentar las bases de una nueva interpretación de la función del hombre en el horizonte histórico, éste sólo fue posible en una nación joven en la que todo estaba por hacer. El nuevo hombre que la sociología moderna simbolizó con Weber como “ética protestante”, representa una designación demasiado pobre para un acontecimiento muy poco estudiado y, por ello, soslayado en su verdadera importancia para la modernidad.

Waldo Emerson expone por primera vez esta idea en el poema La esfinge de 1841. Al parecer, la mística que recubre esta revelación destaca un acontecimiento personal en el que el poeta observa una profunda ley natural que se transforma para él en un destino. El enigma que resuelve ante la esfinge que pregunta es: “¿Qué encubren las eras?”. La respuesta que da el poeta con la eterna “alternación” entre una humanidad niño y una humanidad decadente que se arrastra y ojea, que opina y no sabe lo que dice, presupone el amor que expresa la naturaleza con esta revelación sublime, pues “el amor actúa en el centro” y es “amor de lo mejor”. Es la fuerza creativa, la natura naturans, o el eterno retorno de lo mismo que vuelve una y otra vez al escenario de la historia como enfrentamiento entre dos tipos de humanidad o dos concepciones del hombre. El niño recién nacido “ya bañado en alegría” al que sus ojos “ni una nube perturba”, contrasta con el hombre que se mueve furtivamente “y se ruboriza”, que “estafa y roba” y “de soslayo mira en derredor y ojea”, un “celoso”, un “idiota” que “solo envenena el suelo”, el hombre “despreciable” como lo describe Nietzsche.

Si bien Emerson no habla en el poema del último hombre, al parecer fue el Nietzsche de los setentas el que acuñó esta designación cuando menciona al “último filósofo” y dice “yo soy el último hombre”, destacando la labor del filósofo trágico, el último en equilibrar el peso del conocimiento con la levedad de la ilusión, como lo habían hecho los filósofos griegos de la época trágica. No obstante, la mención a Edipo como el último filósofo en el aforismo del verano de 1872, nos hace ver que el poema de Emerson sigue presente como trasfondo donde destaca “la muerte del último suspiro, el último de los infelices, Edipo”, es decir, Nietzsche observa la nueva revelación como si fuera Edipo. Lo que no queda claro en este caso es si Nietzsche quiere adjudicarse a sí mismo la revelación que tuvo Emerson, pues con la afirmación de que él es “el último hombre”, no hace otra cosa que mencionar el cambio de humanidad y ser el único testigo de este proceso.

En el poema de Emerson, el canto funeral de la humanidad decadente representa un “placentero canto” para el poeta, pues como veedor del enigma, comprende en ello los ciclos de la eterna alternación. Con la escena de la muerte del volatinero, en el prólogo del Zaratustra, Nietzsche reproduce la misma idea del poema de Emerson en otro contexto, aunque la figura del volatinero también aparece en los Diarios de Emerson, destacando el continuo renacimiento del enigma eterno con el entierro del cadáver en un árbol seco que volverá a nacer en primavera.

 

 

El último hombre es el último representante de una humanidad que necesariamente debe perecer para dar paso al hombre superior. La humanidad que deja de ser solo sirve como incorporación a un nuevo ejemplar de hombre, pues el superhombre no es una humanidad sino un individuo superior que será el conductor y una auténtica superación de aquella. El último hombre representa la figura de la transición o “puente”, como señala Nietzsche en el prólogo del Zaratustra, un proceso que incorpora el pasado en una nueva forma que destaca por su distancia como superación y salvación de lo anterior.

La humanidad que perece destaca por el gregarismo en el que vive, por su ceguera o parpadeo, con el que pretende ver sin ver nada: “¿Qué es amor? ¿Qué es creación? ¿Qué es anhelo? ¿Qué es estrella? ― así pregunta el último hombre, y parpadea.” Tanto Emerson, como más tarde Nietzsche, observan que el ambiente cultural que rodea al último hombre es el de la democracia y el comunitarismo: “Todos quieren lo mismo, todos son iguales”. El nuevo hombre predicará el individualismo como confianza en sí mismo (Selfreliance) o el “egoísmo inteligente”, como escribe Nietzsche a Von Gersdorf, superando así el parpadeo de la humanidad ciega y las limitaciones de la sociología de la igualdad entre los hombres: “Nosotros hemos inventado la felicidad ―dicen los últimos hombres, y parpadean”.

Con la crítica a la cultura y la igualdad del último hombre, como aparece en el apartado 6 del prólogo del Zaratustra, se hace manifiesta la distancia con la que el protestantismo unitarista se desvinculaba del gregarismo cristiano, abandonando la compasión y la doctrina del pecado, como alimento de los esclavos y enseñanza de los humildes. Con la lectura evangélica de la tradición cristiana, el hombre deja su condición gregaria para dar lugar a un protagonismo que, en la interpretación emersoniana, desarrolla el culto y ritual del hombre superior o superhombre, lo que el Nietzsche de los ochentas llamará la “religión de la valentía”.

Si bien con estas ideas no hacemos otra cosa que observar la importancia del humanismo protestante en Norteamérica y sus proyecciones en el mundo moderno, incluso como religión del superhombre, las veleidades del liberalismo moderno con sus exclusivas y arrogantes conquistas económicas, no hacen otra cosa que velar un proyecto original que nació en el seno de las colonias evangélicas de la Norteamérica de comienzos del siglo XIX y que poco o nada significan hoy como excentricidades religiosas o “ética protestante”. Que la visión del romanticismo norteamericano de Emerson, con su visión predarwinista de la naturaleza, pudiera ser la explicación de un evento que debería calar hondo en el humanismo moderno, no explica ni logra entender que todo humanismo, y sobre todo el humanismo moderno, siempre estuvo a la sombra de una interpretación de la naturaleza y de la vida. La enseñanza emersoniana de que el hombre superior es el resultado y la conquista de la naturaleza, nos muestra cuán cerca estaba la teoría del hombre del conocimiento de las leyes de la naturaleza. Sin embargo, el fuerte contenido de religión y mística romántica del último hombre, nos debe llevar a pensar que junto al conocimiento de la naturaleza, el contenido religioso y místico del humanismo siempre será fundamental.

En el ensayo “History” Emerson se identifica con la Esfinge: “As near proper to us is also that old fable of the Sphinx” (Lo más cercano a nosotros es también aquella fábula antigua de la Esfinge) y con esta identificación debemos comprender la nota que Nietzsche puso al final del libro Ensayos de Emerson, en clara alusión al Zaratustra, como si mediante este personaje ambos pensadores hablaran por una misma boca: “Aquí te sientas tú sin pedírtelo, tal como la ansiedad de verte que me empuja hacia ti: en hora buena, Esfinge, yo soy un preguntador igual que tú: éste abismo es común a nosotros ― ¿Sería posible que habláramos con una boca?”

 

 

La relación de Emerson y Nietzsche alcanza con el personaje Zaratustra su cenit. Ya en Pforta el joven Nietzsche ideó un personaje semejante en la búsqueda plástica del hombre superior de Emerson con su Ermanarich, según expuse en “Nietzsche parásito de Emerson. ¿Sería posible que habláramos con una boca?”. Por el contrario, Zaratustra, fuera de ser uno de los personajes recurrentes en la obra de Emerson, representó para el pensador norteamericano el verdadero carácter del hombre superior, tal como lo dice en su ensayo “Carácter”. Nietzsche quiere que Zaratustra enseñe el “eterno retorno” y de ese modo el pasado de la humanidad decadente debe “incorporarse”, como el pasado del propio Nietzsche se funde en este nuevo tipo de hombre que había sido omitido por ignorancia, como lo afirma en el famoso aforismo sobre Zaratustra de agosto de 1881. Es el eterno retorno lo que autoriza a Nietzsche a tomar de Emerson y de la humanidad todo el saber anterior que se sintetiza en el superhombre. El último hombre y la humanidad se funden en la figura del superhombre, pues en él se sintetizan todos los errores, pasiones y saberes del pasado. Toda la vida anterior de la humanidad, si bien ya no tiene valor, estará presente en la nueva figura, pues el último hombre camina desde la humanidad hacia un nuevo tipo de hombre.

La pasión de Nietzsche con el Zaratustra pretende expresar “el quinto evangelio” para los alemanes y en ella podemos ver nada más que una prolongación de lo pensado por Waldo Emerson en el poema mencionado y en otras partes de su obra. Tal vez lo original de Nietzsche en el Zaratustra sea el palimpsesto que hace de la Biblia, intentando subrayar un nuevo renacimiento de la humanidad y, con ello, hacernos ver que hay otras maneras de ver al hombre y denotar que la visión que tuvo Emerson con la Esfinge debía permanecer como el más grande descubrimiento de toda la modernidad.

 

 

El último hombre

 

Ahí está la barca, — quizá navegando hacia la otra orilla se vaya a la gran nada. — ¿Quién quiere embarcarse en ese “quizá”?

Nietzsche, Así habló Zaratustra

 

 

El superhombre

El hombre es algo que debe ser superado, sentencia Zaratustra. Pero, ¿cuál es el sentido de esa superación, hacia dónde conduce? El hombre es un umbral, un puente, un lugar de tránsito o de transición, mas no una meta. «El hombre es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre, — una cuerda sobre un abismo» (Nietzsche, Así habló Zaratustra). Hundirse en el propio ocaso es la sola manera de guardar en el vuelo de la flecha el anhelo hacia la otra orilla. Se precisa llevar el caos dentro de sí para mantener el anhelo de pasar al otro lado, para tener la fuerza y el coraje de seguir el camino que lleva al superhombre. Pero, ¿qué ocurre cuando la cuerda del arco ya no puede vibrar? Entonces, «el hombre dejará de lanzar la flecha de su anhelo más allá del hombre». Llega el día en que el hombre más ruin será incapaz de despreciarse a sí mismo. Quién si no: el último hombre.

Ir más allá de sí mismo, ese es el imperativo. Solo el niño sumido en su inocencia y en el olvido de sí es capaz de un nuevo comienzo, de crear valores nuevos. El juego libera la fuerza afirmativa de un primer movimiento, «de un santo decir sí», deja suelta la rueda para que se mueva por sí misma. Precisamente, el creador de mundos debió apartar la vista de sí mismo para crearlo, mientras que el creador de trasmundos no puede apartar la mirada de su figura fatigada, sufriente e impotente. Tortura su cuerpo con los dedos del espíritu; aquel se niega a esconder la cabeza en el cielo trascendente de las cosas celestes, precisa de una cabeza terrena para crear el sentido de la tierra.

El hombre es quien realiza valoraciones; pero, para crear nuevos valores se precisa de nuevos creadores. Así, por ejemplo, más elevado que el amor al prójimo es el amor al lejano, al venidero. Por el contrario, el excesivo apretujamiento alrededor del prójimo es lo que llevó a considerar la soledad como una prisión. Amor al lejano: presentimiento del superhombre, fiesta de la tierra. El solitario, afirma Zaratustra, recorre el camino del amante, pero solo sabe del amor quien desprecia aquello mismo que ama. Aquel que se separa, que toma distancia, que se aleja, es quien se desprecia a sí mismo, pues se ama como sólo los amantes suelen hacerlo. Es preciso ser consumido por su propio fuego, para renacer de la ceniza.

 

 

 

 

Hay que guardar fidelidad a la tierra, que sirva el amor para darle a ella su sentido. Se precisa atar la virtud a las cosas terrenas y no permitir que estas se pierdan en la vacua ensoñación de trasmundos. La virtud debe descender al mundo, para llevarla nuevamente al cuerpo y a la vida y escuchar al fin su necesario latir dentro del pecho, pero solo bajo la condición de que la policía se haya vuelto innecesaria. Se debe pensar con los símbolos del tiempo y del devenir y justificar con ello la pasión por todo lo perecedero. Es necesario ser el hijo que vuelve a nacer del dolor de la parturienta y transformar el pensamiento en algo visible, en algo sensible para el hombre. Todo esto entraña recorrer el camino que va desde el «gran mediodía» hacia el atardecer y llevar consigo la esperanza de nuevas auroras.

El último hombre se hunde en su ocaso a mitad del camino entre el animal y el superhombre.

Donde hay ocaso y las hojas caen, la vida se inmola a sí misma como prueba de su fecundidad. Pero los árboles reverdecen nuevamente de mil formas diferentes, como impronta de la pasión de lo viviente; entonces, «¡cómo iban a hacerlo tan sólo — una sola vez!» Se trata justamente, siguiendo la enseñanza del poeta, de trabajar creadoramente el porvenir y de redimir todo lo que fue de manera transformadora, hasta que la voluntad afirme: «¡Mas así lo quise yo!». Aquello que la vida promete debe ser objeto de aceptación de la voluntad; esta quiere pero no busca. Es decir, al goce y a la inocencia se los posee, mientras que al dolor y a la culpa se los busca.

El sol, cuando va camino de su ocaso, derrama oro sobre el mar, prodigándole con riquezas inagotables. Así también Zaratustra desciende hacia los hombres y entre ellos se hunde en su ocaso, y al morir ofrenda el más rico de sus dones. El último hombre, Zaratustra, siente todavía necesidad de predicar entre los hombres; yace sentado en medio de viejas tablas rotas mientras escribe las nuevas. Todo aquello que ha sido considerado como malvado debe ser reunido en aras de crear una nueva verdad. «¡Junto a la conciencia malvada ha crecido hasta ahora todo saber! ¡Romped, rompedme, hombres del conocimiento las viejas tablas!» El último hombre es una primicia y, en cuanto tal, debe ser sacrificado.

Las viejas tablas convierten en sólido todo aquello que su poder de veneración les permite: valores, preceptos, conceptos. Y es que sobre la corriente, maderos, puentecillos y pretiles llevan a considerar que todo es sólido. Pero, el sumergimiento en medio de la corriente lleva a la afirmación contraria: todo fluye. Rompe las viejas tablas, rompe los puentecillos con la fuerza del viento del deshielo o con la vehemencia de las astas del toro destructor cuando rompe el hielo. Para esto se requiere haber sido expulsado del país de los padres y hallarse al fin lo suficientemente ligero de carga para amar el país de los hijos, que no ha sido descubierto aún. ¡Izad las velas para ir a su encuentro! En los hijos, en lo venidero, el pasado será redimido.

Zaratustra es el abogado del círculo, pues «curvo es el sendero de la eternidad». Lo que muere, vuelve a florecer; lo que se despide, regresa; eternamente gira la rueda del ser. Cada instante es un comienzo en torno del cual gira la esfera toda. El abogado del eterno retorno enseña que la existencia, la vida, como un gran reloj de arena que gira y gira, tiene que vaciarse para colmarse de nuevo. Sin embargo, la pregunta hoy, mil veces enunciada es: ¿cómo se conserva el hombre?, cuando en realidad tendría que ser: ¿cómo se lo supera? Todo lo maduro que ha llegado a su perfección está listo para pasar y morir. Así como lo inmaduro quiere vivir hasta colmarse, el dolor quiere pasar, desiste de sí mismo para alcanzar la plenitud del placer. Por el contrario, el placer se quiere tal cual eternamente, su completitud lo lleva a querer retornar eternamente. El hombre es algo que debe ser superado. ¿Hacia dónde? ¿Hacia el superhombre?

 

La muerte de Dios

Hoy se torna cada vez más evidente que se ha alcanzado el fin del hombre. Ese es el umbral en el que nos colocan los últimos avatares de la ciencia moderna, y con la emergencia del último hombre se hace patente también la muerte de Dios. La biología molecular, en su efectividad técnica devenida en quirúrgica, sostiene Bernard Stiegler, ha hecho posible el rebasamiento de las leyes de la evolución. Pero se podría también afirmar que las leyes de la evolución fueron suspendidas desde el momento mismo de la invención del humano, es decir, de la técnica. Sin embargo, no se puede ignorar que en la actualidad esta suspensión ha adquirido una efectividad radicalmente nueva. «El medio no tiene influencia didáctica sobre el germen ―dice François Jacob―, parece que no hay ninguna comunicación directa entre germen y soma. ¿Esto sigue siendo verdadero cuando se trata de un medio técnico?» (Stiegler, Cuando hacer es decir). Es decir, «la biología molecular suspende su propio axioma mediante sus operaciones»; y el axioma, que fue formulado en 1970 y del cual depende la cientificidad de la ciencia, es: «El programa [genético] no recibe lecciones de la experiencia». Ahora bien, el rebasamiento de este axioma ha sido posible gracias al descubrimiento de «enzimas de restricción que permiten recortar el ADN con una precisión quirúrgica — la precisión de una mano instrumentada» (ibíd.). En adelante, la producción de un ser viviente se torna posible gracias a la cirugía genética, lo que pone en evidencia el carácter performativo de la biotecnología.

En este punto, la cuestión que inquiere por la técnica se traslada necesariamente al ámbito que concierne al lugar. El cuerpo, como el lugar de la virtualidad. ¿Es posible un hombre artificial? O también, ¿qué adviene en cuanto al lugar —en tanto cuerpo propio— cuando es posible hablar de tele-presencia? Aquí, una vez más, la pregunta por la técnica se desplaza al ámbito de la frontera o del límite. La técnica sería, entonces, la deconstrucción «objetiva» de todo límite, de toda frontera. Precisamente, la condición de un cuerpo propio radica en su inmovilidad, en su inmutabilidad, en su mismidad. Por el contrario, la posibilidad o la efectividad de la técnica consiste en la inscripción de lo viviente en lo no viviente, y del no viviente en lo viviente. Esta articulación implica el paso de las fronteras y, con él, la deconstrucción objetiva del sentido antropocéntrico. Aquí, la superación del sentido tradicional del hombre se torna factible y, con ella, quedan atrás todo tipo de valores substanciales que pretendían dotarlo de una estabilidad, de una fijeza, que lo privaban de la posibilidad de lo nuevo.

 

 

 

 

La muerte de Dios entraña la divinización del humano, pero el precio a pagar por ello es la pérdida de la identidad, que se da con la desaparición posible del cuerpo propio, como forma de la mismidad. Gracias a la técnica una nueva forma de memoria se pone en juego, esta excede los límites del neo-darwinismo. Es decir, la memoria genética o el programa de la especie, dejan de ser el elemento determinante para el mantenimiento del viviente humano, pues, en un medio controlado por la técnica, aquello que se hereda debe ser recapitulado con cada generación. «Sin esta recapitulación proteica, no habría ciencia, ni posibilidad de encadenamiento en el “gran ahora” de la ciencia que no es más que la muerte re-activable, re-sucitable por obra de un viviente que se encuentra siempre ya muriendo» (Stiegler). Gracias a la técnica el programa de la especie o la ley de la vida pueden ser suspendidas o alteradas por obra de la experiencia. Entonces, la experiencia individual puede ser transmitida sin que esta sea ahogada bajo el peso del programa o a cuenta de la estabilidad de la ley. Esta nueva configuración provocada por la ciencia recuerda, por un lado, el imperativo nietzscheano que lleva a «romper las viejas tablas», que han sido fundadas sobre el principio de la estabilidad substancial; y, por el otro, a asumir el eterno retorno, no como eternidad intemporal, sino como ciclo e instante a la vez.

La estructura del acontecimiento en la tecnociencia es la de la ficción, como es también la posibilidad misma de lo real. Es decir, la realidad deja de estar sustentada en un suelo ontológico estable para convertirse en «ciencia ficción». Agamben señala en ¿Qué es real? que el carácter exclusivamente probabilístico de los fenómenos en la física cuántica exige una intervención del investigador que permite conducirlos hacia un determinado fin. Entonces, no es tanto el conocimiento del sistema lo que interesa, sino la modificación provocada en él por los instrumentos de medición. Lo probable se superpone a lo real y el azar se constituye en principio de decisión acerca de la realidad. Surge así una ciencia de lo accidental, que renuncia a considerar como cognoscible el estado real de un sistema y se ve, con ello, forzada a recurrir a los modelos estadísticos. La naturaleza es azar, observaba ya Nietzsche con insistencia, entonces resulta imposible no asumir el riesgo que entraña toda decisión cuando esta nos coloca de cara a lo probable.

El lugar de partida de las ciencias experimentales es la constatación de una posibilidad. Entonces la experimentación ya no puede consistir en la reivindicación de una pura coherencia descriptiva, sino que deviene performativa. Constatar una posibilidad significa la apertura al ámbito de la pura ficción, pues lo posible yace en los dos extremos de la experimentación. Aquello que resulta evidente en el dispositivo propuesto por la tecnociencia es el de un cierto defecto del ser o de lo real que abre la posibilidad de lo nuevo. Esta constatación nos lleva, para terminar, a la inminencia misma del lenguaje, que es en sustancia la materia y el fin de toda ficción. «¿No se les han regalado acaso a las cosas nombres y sonidos para que el hombre se reconforte en las cosas? Una hermosa necedad es el hablar: al hablar, el hombre baila sobre todas las cosas. […] ¡Qué agradables son todo hablar y todas las mentiras de los sonidos! Con sonidos baila nuestro amor sobre multicolores arcoíris» (Nietzsche). Sí, la vida es ficción, pero esta constatación solo puede brotar del hecho de estar sumergidos en el río heracliteano del devenir. Todo fluye. Entonces, las viejas tablas deben ser rotas, para surjan otras nuevas, que en su momento se harán también viejas; además debe ser recusado aquel que consigna en las tablas su impronta. «Rompedme ―decía Zaratustra―, no creáis en mí». Zaratustra-Nietzsche es el profeta que anuncia la buena nueva: la única verdad es que no hay verdad absoluta. ¿Esta declaración implica el fin del profeta?, ¿el fin de la profecía?

Que la muerte de Dios implique la divinización del último hombre significa que la humanidad guarda en ella, como su posibilidad más alta, la promesa del superhombre. Este es el sentido de la duplicidad de Zaratustra, pues él es a la vez dios y hombre.

El Narciso satisfecho

De lo que sólo es movido
Pero no tiene fuente propia de movimiento
Sino que es impulsado
Por los poderes demoníacos del inframundo.
Y la acción justa es libertad
Respecto al pasado y al futuro.
Para la mayoría de nosotros este es el objetivo
Que aquí jamás alcanzaremos.
Sólo estamos invictos porque seguimos intentando;
Nosotros, los finalmente satisfechos
Si nuestra reversión temporal nutre
(A no mucha distancia del ciprés)
La existencia de un suelo en que hay sentido.

T. S. Eliot, Cuatro cuartetos.

 

I

La ontología del sujeto o de la subjetividad ha sido históricamente la tierra firme sobre la cual se han erigido estados y ciudades, centros carcelarios y escuelas, fábricas y hospicios. De igual forma, esta fue el marco en el cual se inventó la guillotina y, simultáneamente, se realizó la declaración universal de los derechos del hombre y del ciudadano, así como ha sido también el ámbito propicio para el despliegue de la libertad y del derecho. La tierra firme conquistada por el sujeto o por la subjetividad autónoma es el mundo concebido como cosa puesta, útil, lista para ser usada, para convertirse en la propiedad del Yo. Hoy el sujeto es el mundo y este es su perfecto reflejo.

El sujeto moderno, para ser sustrato o fundamento del mundo concebido como proyecto o proyección, debe pasar por la prueba o por la demostración de sí mismo, que es equivalente a su propia puesta entre paréntesis, a su repliegue especular o su retiro introspectivo. De ahí que la subjetividad logra la conquista de la autonomía al precio de desligarse de todo aquello que la hace dependiente del mundo y de romper las ataduras que la libran a la coexistencia con el otro. El retiro en sí mismo es decisivo para la determinación de la libertad y de las relaciones jurídico-morales como operantes, en primera instancia, en la basta e invisible interioridad constituida por la subjetividad del sujeto. En la conciencia o en el saber de sí, el sujeto encuentra la base unificada de su ser —su identidad— de la cual brota el conocimiento o la ciencia del mundo.

El sujeto posee un mundo en la misma medida en que se posee a sí mismo, pero esta autoposesión pasa por el error que consiste en creer que el Yo es voluntad, que es causa que actúa libremente a partir de sí misma. En el Crepúsculo de los ídolos, Nietzsche sostiene que el error que brota de la creencia en la voluntad libre está enraizado en la metafísica del lenguaje. Por su esencia misma el lenguaje incita a encontrar en los seres y en la naturaleza un por qué o una razón que anime su despliegue, su dilatación, su repliegue. Tomar conciencia de este hecho es renunciar al grosero fetichismo que lleva a ver en todas partes agentes o sujetos productores de efectos o desencadenantes de acciones. El Yo substancializado ha sido puesto como causa de sí mismo para, en un segundo momento, proyectarlo sobre la realidad toda bajo la forma de la fe en la voluntad libre concebida como facultad; es decir, asumida como un poder puesto al servicio del sujeto. «Me temo, afirma Nietzsche, que no podamos desembarazarnos de Dios, porque aún creemos en la gramática».

II

Para la filosofía cartesiana, el libre arbitrio o la voluntad libre es la facultad que fue entregada por Dios a los hombres y que en sí misma es perfecta, carente de falla. Sin embargo, para que la realización de esta facultad deje de lado cualquier posibilidad de caer en el error, en el pecado, es preciso que el entendimiento se convierta en la brida de la voluntad. Es decir, antes de que se ejerza el poder de negar o de afirmar, de seguir o de huir, el entendimiento debe previamente considerar las ideas de las cosas para que la libertad no sea el resultado de la indiferencia o de la ciega inclinación, sino del conocimiento claro de aquello que es verdadero y bueno. El entendimiento pone riendas a la voluntad, pues el camino a la interioridad exige que se separe a la voluntad de lo que ella puede, de su poder de realización.

«¿De dónde vienen mis errores?» Se pregunta Descartes e inmediatamente responde: «…solamente de aquello que, siendo la voluntad mucho más amplia y más extensa que el entendimiento, no consigo contenerla en los mismos límites, sino que la extiendo también a las cosas que no comprendo, y al serle estas cosas indiferentes, se pierde muy fácilmente y elige el mal en lugar del bien o lo falso en lugar de lo verdadero. Lo que lleva a que me equivoque y a que peque» (Meditaciones metafísicas). Pese a que la voluntad, dada su amplitud y extensión, es la imagen de la semejanza que el Yo guarda con Dios, aquella es también la vía siempre expuesta al error, al pecado. Es por esto que el entendimiento, que es también la instancia de la ley, debe procurar que la fuerza que entraña la voluntad no vaya hasta el final de su poder.

El sujeto cartesiano valora la voluntad desde la perspectiva de lo que está bien y de lo que está mal y, al hacerlo, renuncia a la acción, pues la sustituye por el deber ser. Además, cuando se juzga a la voluntad desde la consideración de valores o ideales establecidos se lo hace con el fin de vincularla a la esfera de la recompensa y del castigo. Debido a esto, toda una tradición proveniente del cartesianismo ha debido vincular el libre albedrío al dolor y al sacrificio. Se trata, diría Nietzsche, de una perspectiva que brota de la condición del esclavo, del impotente. Por el contrario, ¿qué ocurre cuando la voluntad no aspira, no desea, no busca, sino que crea, pues es pródiga de sentido? «…Nietzsche anuncia que la voluntad es alegre. Contra la imagen de una voluntad que sueña en hacerse atribuir valores establecidos, Nietzsche anuncia que querer es crear nuevos valores» (Deleuze, Nietzsche y la filosofía).

La teoría cartesiana del libre arbitrio supuso la negación de la voluntad en nombre de valores superiores puestos por el entendimiento. En adelante, el sujeto yace absorto en la contemplación de su propia completitud, encerrado en los límites que procura la delectación de los «estados de la vida cercanos a cero». Entonces, la consigna es: para no errar es mejor no hacer nada. Aquí, el estado de perfección consiste en adoptar una actitud escéptica ante el poder de la decisión. Precisamente, Nietzsche consideraba que el error del libre arbitrio radica en haber convertido a la humanidad en responsable y en haberla, con ello, puesto en manos de los teólogos. Aquello que está en juego cuando se busca establecer responsabilidades es la activación del instinto que conduce a juzgar y a castigar. Los actos de responsabilidad libremente deseados han sido fabulados para justificar la necesidad del verdugo. Entonces, la libertad entraña el castigo.

Estas consideraciones remiten en cierto modo a las grandísimas páginas de «El gran inquisidor», escritas por Dostoievski, en las cuales tiene lugar el inusual encuentro entre Cristo y el gran inquisidor. En esa insólita escena, el inquisidor responsabiliza a Cristo del hecho de haber rechazado la única bandera que se le ofreció para obligar a todo el mundo a que se inclinara ante él: la bandera del pan terrenal, del misterio, del milagro, de la autoridad. En lugar de aquello prefirió que el hombre fuera libre para que, sin necesidad de la antigua ley, lo siguiese y lo amase por sí mismo. Esta es la razón por la cual el crucificado rechazó bajarse de la cruz para dar muestras de su poder, pues de haberlo hecho habría esclavizado al hombre al espejismo del milagro. Sin embargo, la débil tribu rebelde lo rechazó, pues sintió que la libertad de elección se convertiría en una carga espantosa. Entonces, la misión del gran inquisidor fue la de rectificar la obra de Cristo y para ello ordenó atizar las llamas de la hoguera. «Pues si ha habido alguien que ha merecido nuestra hoguera más que nadie, eres tú. Mañana te quemaré. Dixi» (Los hermanos Karamazov).

Por el contrario, seguir la dirección inversa de la «política de la venganza» significa purificar los comportamientos, las instituciones y la historia de las nociones de culpa y de castigo. En suma, diría Nietzsche, se precisa restituir al devenir su inocencia.

III

El valor de una causa, sostiene Nietzsche en el Crepúsculo de los ídolos, no reside en lo que con ella se alcanza, sino en lo que cuesta. De ahí que las instituciones liberales valen lo que se tuvo que pagar por ellas: el embrutecimiento gregario; es decir, el triunfo del animal de rebaño. Tan pronto como han sido alcanzadas, ellas minan sistemáticamente la libertad que hubo que desplegar para su edificación. El límite de la libertad liberal se anuncia siempre en la consumación del fin perseguido. Por el contrario, solo se es libre cuando no se renuncia a que la voluntad se determine a sí misma y no en función del fin convenido, pues la libertad no se ejerce por procuración, por delegación o por representación. Así como una tirada de dados no agota las posibilidades inherentes al juego, la puesta en riesgo que es la libertad preserva la parte inanticipable, impredecible, la fuerza disruptiva del porvenir.

Cuando la autodeterminación tiene que ver con la certeza, la ley cumple un rol inhibidor y las ideas claras y distintas se presentan como el factor determinante frente a la facultad de afirmación. Esta es la razón por la cual Descartes considera a la voluntad de indiferencia como el grado más bajo de libertad. En un primer momento, el libre arbitrio cartesiano rechaza la posibilidad de afirmar la existencia de todo aquello que percibe sensorialmente y, al mismo tiempo, el Yo conquista la autonomía en el acto de repliegue sobre sí mismo. En un segundo momento, la voluntad se aliena en la claridad y distinción de las ideas innatas del entendimiento y se subordina al orden preestablecido de las verdades eternas que son la imagen especular de la subjetividad del sujeto; entonces, ya no hay opción. En realidad, la libertad cartesiana solo lo es respecto al mal, de ahí que el castigo le sea consustancial.

Extraña libertad pues, en el momento mismo en que alcanza la autonomía, se subordina al orden superior de los ideales eternos. Esto es así debido a que la autonomía se la consigue a expensas del cierre de la subjetividad con relación al mundo. Se trata, por tanto, de una libertad que subsiste separada de lo que puede y esto la lleva a convertirse en pura representación de sí misma. Sin embargo, la libertad es lo que se puede y, precisamente por ello, no es susceptible de ser valorada, medida o interpretada como si fuese objeto de representación. Por el contrario, es necesario reconocer que es la voluntad la que valora o interpreta. Solo entonces la autonomía de la voluntad deviene en el poder que esta ejerce sobre sí misma, como también lo ejerce sobre la ley y sobre el destino. En adelante, el sentido de responsabilidad da un giro que lo desarma en su estructura fundamental, pues el gesto soberano en el que fulgura la libertad ya no encuentra a nadie ante quien responder.

El hombre libre, decía Nietzsche, es un guerrero y su gesto se mide en función de la intensidad de la resistencia que tiene que sobrepasar o de la impracticabilidad del obstáculo que debe franquear. Es por esto por lo que la libertad dormita a pocos pasos de la tiranía, próxima al límite que entraña el riesgo de servilismo. Solo manteniéndose cerca del extremo peligro se está en condiciones de conocer los medios que nos hacen fuertes. Por el contrario, el instinto de conservación, de duración, de seguridad ordena la clausura del sujeto en el ámbito separado e interno de la certeza, lleva a la reclusión en el orbe íntimo y familiar de la subjetividad. Ahí dentro el sujeto se mira y se solaza de sí mismo, inmerso completamente en la seguridad especular de lo ya conocido. Entonces, el Narciso satisfecho se ahoga en las aguas del estanque, cuya superficie lisa y mansa le muestra tan solo lo que él quiere ver. Hoy se precisa rebajar al sujeto, llevarlo hasta la planta inferior, abrirlo al otro, exponerlo a la intemperie.

La libertad no radica en el deseo, sino en lo que se puede. Sin embargo, lo que se puede no es del orden de lo representado, es la ejecutoria que está siempre en camino, siempre nueva, siempre otra. ¿Se precisa conocerla? ¿Cabe conocerla? Precisamente, la libertad es la exposición al riesgo supremo, pues en ella se traza la inclinación hacia el imposible, lo no previsible.

 

El dispositivo de la fe

Álvaro Carrión
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La fe califica la cerrada cesión de la voluntad a un sistema de ideas, a la admisión de aquello que dice una autoridad o una institución. En definitiva, la credulidad en un otro, sin ningún género de oposición. Precepto que tiene mucho de exceso, y que aparece reflejado en unas conductas que se allanan a lo canónicamente aceptado. Pico della Mirandola propone que “la fe consiste en creer en las cosas que son imposibles”. Parece, por lo visto, haber algo que liga a la fe con la creencia en fenómenos que subvierten las leyes de la naturaleza, como los milagros y la revelación ¿Es esto lo que lleva a situar a Descartes como el primer filósofo de la modernidad?, ¿es la exigencia de la duda metódica, la que lo ubica como el iniciador de un nuevo momento de la historia?

Modernidad o no modernidad, la fe parece gozar de un lugar que la hace inexpugnable frente a los embates de la razón y la evidencia de un mundo cada vez más complejo, vertiginoso, comunicado y dependiente de la tecnología. Tal vez el movimiento de cambio sea tal, que la necesidad de algo que perdure de manera absoluta se busca de forma obstinada, para detener la vorágine del tiempo. A la par que lo que se desconoce es de tal dimensión, que la ilusión de contar con parámetros fijos y ligados a lo ya sabido alimenta una suerte de pereza intelectual que torna obvias cuestiones como las guerras, las hambrunas, las muertes violentas, las migraciones forzadas, la corrupción de cualquier género, la exclusión, la crueldad e infinidad de otras calamidades provocadas por el hombre, sin una mayor reflexión con respecto a las causas.

La holgura de una subjetividad, como pura certeza de sí mismo, que torna interior a la vez que profunda la trama del sujeto y de la universalidad, aparece con Pablo de Tarso y el cristianismo, el que enfrenta, asimismo, de manera irreconciliable la fe a la razón. Es más, el desafío de la fe al pensar y al deseo aparece subsumido en una feroz imposición del poder por sobre el sujeto, del que se sirve para fines no racionales y afines a un orden que ciñe el deseo y tritura la razón: ¿se puede pensar en algo tan inaudito como ser bienaventurados por ser pobres y alegrarnos de tener hambre nosotros y nuestros hijos, porque en el reino de los cielos esa hambre será colmada con creces, o rogar por nuestros enemigos y dar la otra mejilla a quien nos ofende? “Al que ya tiene se le dará, y al que no tiene se le quitará incluso lo que tiene” dice Marcos el evangelista. Sin embargo, ¿se puede pensar en algo así?

Nietzsche, en un texto elocuente de Humano, demasiado humano, muestra su perplejidad frente al repicar de las campanas de una iglesia, mediante las que se llama a los fieles cristianos a conmemorar la muerte de un judío crucificado hace dos mil años, que se decía hijo de Dios. Hijo de un Dios inmortal que procrea vástagos con una mujer mortal. El hijo que augura que el fin del mundo está próximo y demanda que se deje el trabajo y la administración de justicia, en función de aquello que acaecerá de manera inminente. Un predicador que invita a sus seguidores a beber su sangre y es víctima de una justicia que toma a este inocente como víctima propiciatoria. El Filósofo alemán dice sentir un escalofrío frente a una fe que se funda en algo así, cuando el espíritu moderno ha alcanzado los más altos logros en cuanto a la exactitud de la aseveraciones y a las pruebas que las sustentan.

¿Es la fe la que da un lugar a algo como lo que enuncia Nietzsche?, ¿qué esta en juego en lo que denominamos fe, para que sea lo que sea lo que se muestre ante los ojos y oídos, lo que se señale con el lenguaje, tenga una eficacia tal que desvirtúe toda mediación posible que ponga en cuestión aquello que es materia de la creencia?

¿Nos llama la atención que digamos en lo cotidiano que el sol sale por el oriente y se oculta por el occidente? Al menos parece un anacronismo, si partimos de la “Nueva Ciencia”, pero, así y todo, es tan vigente como las “guerras santas”, los “bombardeos humanitarios”, “los ataques preventivos”, etc. Parecen una suerte de oxímoron, en el que no nos detenemos, tanto como la retórica que muestra de manera magistral Orwell: “La guerra es la paz”; “La libertad es la esclavitud”; “La ignorancia es la fuerza”.

El monopolio sobre la fe no lo tienen las religiones, es también el del ámbito político, el de la ideología, el de la tradición, que lleva a disponer los sucesos dentro de un acontecer pensado como natural. A esto se puede añadir que en el intento de secularizar el concepto teológico de fe, la filosofía ha buscado, como es el caso de Kant, servirse de la idea de una fe racional. Para Kant, la fe racional sostiene la idea de bien en la Critica a la razón práctica, como idea regulativa, lo que no significa que la idea de bien tenga un contenido a priori, ya que el bien, como fruto del actuar moral, es, de manera invariable, un post. En el caso de Jaspers, la fe filosófica es el soporte de un pensar genuino, como sostén que vincula a este con el sustrato del Ser. Mas, la exigencia de rigor filosófico pone en entredicho su postura y le enfrenta a un cumulo de callejones sin salida. En el caso de Hegel, la cuestión de la fe cobra una excepcional dimensión en su agudo análisis.

La fe se encuentra, para el filósofo de Stuttgart, plasmada en el saber que se hace presente como un factum. La fe  se halla inmersa, de manera soterrada en el saber, en la certeza sensible, en la percepción, en la representación y el concepto.  Es solo en el concepto que la fe se constituye en mediación absoluta, al establecerse  como superación de un saber que no se sabe como creencia, y al que se opone toda deliberación de la razón, que no puede sino ser libre. Kierkegaard se opone a la postura de Hegel, ya que considera, desde la perspectiva de la existencia, que ningún conocimiento puede franquear aquello que la fe comprende. Hay entre fe y razón una discontinuidad insalvable, y el hombre en su condición de tal, vive una suerte de desgarro y desasosiego, debido a que se encuentra atado, por un lado, a lo objetivo que es a la vez contingente y, por otro lado, a un objeto de elección suprema. El sentimiento de incertidumbre, que rezuma el planteo del filósofo danés, permite vislumbrar la compleja interioridad subjetiva de la fe.

Hay un punto que interesa remarcar, que es algo distinto a lo que las religiones predican, lo que el discurso político afirma, o la ideología como ilusión defiende y la tradición estipula, sin descartar los intentos de reflexión sobre la fe desde la órbita filosófica. Interesa el hecho de la fe, la que se sitúa en un lugar que da sustento a la creencia. Es, como contracara, una posición frente a un discurso, a una concepción del mundo, sea la que sea. La fe como un conjunto de “certezas”, que son tales, en la medida que entra en escena la fe: una suerte de tautología. ¿Qué es lo que sostiene a la posición de la fe?, ¿cuál es la mecánica que pone en acción el mecanismo que alimenta la fe?

En el caso de Spinoza, podríamos decir, el ser humano se encuentra en  una situación, a partir de la cual, vislumbra la precariedad del mundo de la vida, por lo que prefiere buscar la protección de la religión para sortear las contingencias de un orden que le supera. Pero, ¿a qué costo? Ya que, “las religiones podrán otorgar consuelos al hombre, pero se trata de un consuelo que solo se consigue a costa de la estupidez” (Ética, V, Prop. XIX). Es el costo del intercambio simbólico entre la religión y la fe, a la vez que es el costo simbólico de todo sistema de ideas, que sea asumido sin posibilidad de crítica y de distancia. Es así que Spinoza exige a la razón, como tarea, hacer uso de su fuerza, de su potencia de existir, para dar respuesta a los problemas que le presenta la existencia. Es apropiarse no solo de la existencia, sino del existir, que es en sí mismo potencia. Tampoco la vida, que es vida relacional, puede abstraerse de la potestad de cada individuo para hacer uso de su razón. De allí la importancia que cobra para Spinoza la democracia y, en especial, el laicismo.

Si partimos de El porvenir de una ilusión, podemos situar, en un inicio, al desconocimiento como la mayor fuente de incertidumbre. Por ende, la incertidumbre por aquello que se desconoce lleva al ser humano a volcarse sin condiciones, de manera crédula y sometiéndose a los dictados de un discurso, un líder, una institución, etc. Esto, en la medida que la seguridad que recibe el ser humano, de una respuesta que copa toda pregunta y elimina lo incierto, sortea la angustia vía desmentida y, de esta suerte, provee la salvaguardia esperada. Así mismo, no es otra la respuesta frente a lo diferente, a lo no familiar, a lo desconocido, desde una postura que no tolera la diferencia y exige un pensamiento único, una sola verdad, la unidad nacional, la pureza racial: la expulsión, la ejecución, la exclusión. No es fácil salir al paso del embate de las fuerzas de la naturaleza, a la vez que tampoco a las restricciones que impone la cultura, la que se despliega para hacer frente tanto a las fuerzas naturales, como a la lucha a muerte por la posesión de los objetos (Hobbes). Las cesiones necesarias frente a las exigencias de renuncia a la satisfacción pulsional son la usina de un malestar cultural, que se expresará de muchas maneras. Una de aquellas formas, vía desplazamiento del malestar, será el repudiar al o a lo diferente, y la búsqueda de una unidad excluyente frente a lo diverso.

La posición de la fe, en este sentido, sería la que mediante la identidad con un determinado topos, se cierra a lo heterogéneo. Por consiguiente, en un movimiento metafórico, el “soy en la medida que pienso” cartesiano, es un dato inmediato, fruto de una primera certeza que me identifica como un ser que mediante la evidencia del pensar es consciente de existir. Tal identidad de la consciencia, con lo inmediato, al ser cuestionada por el psicoanálisis, en términos de una determinación concreta, muestra los aspectos que han quedado de lado para lograr dotar de coherencia al sujeto de la consciencia: el yo. El yo de la fe, se mira en su objeto, en plena identidad narcisista. Es una manera en la que un yo ideal cobra presencia, con todo lo que se halla depositado en el objeto de la fe: perfección, coherencia, virtuosismo, credibilidad, posesión de la verdad, etc. Es esta identidad el punto de acolchado (point de capiton), el que liga una heterogeneidad de elementos que, a partir de ese momento, cobran coherencia. Así, todas las relaciones poco probables como la divina concepción, la vida después de la muerte, etc., son posibles, son creíbles. A la vez que, es perfectamente lícito desarrollar las más eficaces armas de destrucción masiva, y rezar por la salvación de las almas, junto a los empeños para crear la más eficaz y sofisticada tecnología para perfeccionar trasplantes de órganos, o modificar genéticamente organismos con graves enfermedades, y socorrer a algunas personas en trance de perder su vida.

En suma, los niveles en los que se piensan determinados problemas, pasan a ser anulados, estatuyendo las más grandes disparidades en el orden de una cerrada e ilusoria unidad.

Contingencia y comunidad

Alejandro Gordillo
@AlejoMilmachets

 

En una entrevista a Jacques Derrida de 1994, este define a la democracia como una promesa; es decir, se trata de una forma abierta, la imposibilidad de su definición absoluta radica en que el cumplimiento de dicha promesa implicaría su cancelación. La democracia, por tanto, no puede fijarse en el presente ni «ser sometida a cálculo, ni ser objeto de un juicio del saber que lo determine». Esta suerte de aplazamiento constante es una de sus características más esenciales y, a pesar de la dificultad de determinarla concretamente, cabe analizar cuál es la naturaleza de lo que se promete y de dónde proviene dicha promesa.

La democracia presupone una cierta idea de comunidad, del ser compartido de las personas que deviene en su conjunto y a quien va dirigida la promesa.

En el cristianismo, una de las condiciones fundamentales para la constitución de la iglesia (en el sentido de comunidad) es, en primer lugar, la caída: Dios se hace hombre; y, en segundo término ⎯como corolario de esta encarnación y su consecuente carácter de vulnerabilidad en tanto cuerpo⎯ su muerte y resurrección.

La herida de lanza en el costado de Cristo es la huella del mundo que permanece aún en su forma resurrecta (en el Evangelio de Juan se relata como Jesús le pide a Tomás que toque su costado para convencerlo de su resurrección). Esta herida se convierte en el lugar de tránsito entre lo divino y lo terrenal: apertura hacia el mundo y, al mismo tiempo, la posibilidad de que el mundo se comunique con Él. A partir de entonces, la vida después de la muerte es la promesa definitiva para el cristiano.

La exposición de nuestros propios cuerpos al interior de la comunidad, esta herida que Judith Butler menciona en Vida precaria, determina nuestra apertura radical hacia los otros en tanto seres vulnerables pero, también, como lugar de contacto: «La herida ayuda a entender que hay otros afuera de quienes depende mi vida, gente que no conozco y que tal vez nunca conozca».

La estructura del cuerpo como posibilidad de partida para la constitución de la comunidad se repite: «…cada uno de nosotros se construye políticamente en virtud de la vulnerabilidad social de nuestros cuerpos ⎯como lugar de deseo y de vulnerabilidad física, como lugar público de afirmación y de exposición⎯». De esta forma, lo precario se revela como elemento esencial de nuestro ser en comunidad; un ser lábil e inconstante que se halla cercado por lo que está detrás de sí y lo que vendrá; un ser para o hacia otros inmerso en la multiplicidad.

El fascismo, por su lado, funciona bajo la estructura de una sociedad monocéfala (en términos de Bataille) que propende a la organización cerrada, a la integración en sí de todos los elementos de dicha sociedad y de los individuos; busca neutralizar la naturaleza de desintegración y regeneración natural del ser.

En este sentido, Bataille ⎯siguiendo a Nietzsche⎯  sitúa a la democracia como un estado intermedio en el que, ya sea que provenga del fascismo o de la negación absoluta (la revolución), busca equilibrar ambas fuerzas: aquella que tiende a divinizar en tanto sitúa a la vida más allá de sí misma o aquella que busca su total desintegración. La comunidad surge, por tanto, en medio de ambos extremos como tensión más que conciliación; de ahí su carácter precario y siempre transitorio (policéfalo), el peligro permanente de caer hacia cualquiera de los dos polos. «La única sociedad repleta de vida y de fuerza, la única sociedad libre, es la sociedad bi o policéfala, que ofrece a los antagonismos fundamentales de la vida una salida explosiva constante, pero limitada a las formas más ricas».

Esta idea de precariedad se aplica a distintos niveles al interior de la democracia. No solo es condición previa de todos los sujetos, sino que es susceptible de ser agravada por el poder en tanto éste excluye a ciertos individuos (por varias razones) de este “paraguas” democrático. Esto nos recuerda a la idea de Benjamin de que el verdadero estado de excepción ocurre ya ahora y que nos hallamos inmersos en él.

Butler reafirma la idea de Bajtín para quien la vida solo puede ser entendida de forma dialógica: «En este diálogo, el hombre completo toma parte con toda su vida: con sus ojos, labios, manos, alma, espíritu, el cuerpo entero, los actos». Este carácter dinámico torna prácticamente imposible cualquier intento de definir no solo a la democracia sino también a quienes la conforman.  La literatura, entonces, revive la estructura acéfala de la existencia, pone en juego las distintas fuerzas que la gobiernan y les permite una salida en cualquier dirección hasta sus últimas consecuencias.

De vuelta del carácter dialógico de la literatura, cabe también resaltar la necesidad de leer el pasado, la historia, como un texto, como el diálogo de las tensiones del ser trasladadas a la dimensión política o el diálogo entre la promesa y los que la reciben.

¿Qué ocurre cuando las promesas han sido sucesivamente rotas, fallidas o directamente traicionadas? Quienes sufren tal realidad se hallan no solo en estado de precariedad, las sucesivas dinámicas de promesa y traición (con la estructura transaccional del voto de por medio) introducen al colectivo en un estado de indefensión aprendida como la definió el psicólogo estadounidense Martin Seligman. La conciencia de que mis actos no producen ningún resultado, de que mis decisiones no me otorgan ningún control sobre lo que ocurre y, es más, no ayudan a salir del trauma (el estado de excepción) nos sume en la pasividad.

Parecería ser que el estado natural de la comunidad que sobrevive en las condiciones antes mencionadas es el de la melancolía, entendida esta como el olvido de la imagen de lo perdido, la huella de la pérdida del otro que no comparece ante la conciencia. El individuo contemporáneo que es presa de la indefensión aprendida cae irremediablemente en la depresión; la ausencia de control de nuestras vidas a pesar de la facilidad de satisfacción de los distintos placeres subraya la falta de un horizonte ético hacia uno mismo y hacia los demás.

Si nos proponemos ir más lejos, cabe imaginar que ya ni siquiera elegimos. El marketing político se propone moldear de antemano nuestras expectativas, enseñarnos a desear, y calcula de esta manera aquello que se debe prometer para conseguir un resultado. Se trataría, entonces, de reemplazar a la promesa por algo similar al placebo, algo que deviene en cálculo o que responde a la hiperexigencia que nuestra época impone a todos del diseño de nuestro ser. La promesa también pasa a ser diseñada de acuerdo a lo que el marketing alcanza a vaticinar. No es extraño que en el mundo virtual sean los algoritmos los que leen nuestra actividad para ser capaces de predecir nuestro comportamiento.

La posibilidad de transformación, según Derrida en la entrevista arriba mencionada, sería “golpear” la realidad, el devenir de un acontecimiento que transforme las coordenadas del presente y, de acuerdo al modelo mesiánico de Benjamin, resignifique el pasado (los golpes y las promesas fallidos). La comunidad solo es viable en la medida en que se abandona a su desintegración transformadora.

 

 

Imagen: Arnaud Jaegers / Unsplash