El primer hombre

Pongamos a dialogar un par de escenas planteadas en un texto póstumo e inconcluso de Albert Camus, El primer hombre, que fue publicado apenas en 1995, a 35 años de su muerte, y cuyo borrador fue hallado en el accidente automovilístico donde muere él con uno que le antecede, El extranjero (1942).

El primer relato figura en el testamento autobiográfico de Camus (1960) y podemos pensarlo como parte de la construcción de la propia historia. Está incluido en una escena compartida entre el director de la escuela, M. Levesque, compañero de armas de Cormery –apellido literario del padre, coincidente con su apellido materno–:

Una sola vez se puso fuera de sí. Era de noche, después de un día tórrido. Tenían que relevar al centinela apostado al pie del desfiladero. Nadie había respondido a los llamamientos. Y tras un seto de chumeras encontraron al camarada, con la cabeza echada hacia atrás extrañamente vuelta hacia la luna. Y al principio no la reconocieron, tenía una forma extraña. Pero era muy sencillo. Había sido degollado, y en la boca, la tumefacción lívida era su sexo entero. Entonces vieron el cuerpo con las piernas abiertas, el pantalón de zuavo desgarrado y en mitad de la abertura, bajo el reflejo ahora indirecto de la luna, el charco cenagoso. Cien metros más lejos, esta vez detrás de un gran peñasco, estaba el segundo centinela, expuesto de la misma manera […]Al alba, cuando subieron al campamento, Cormery dijo que los que habían hecho eso no eran hombres. Levesque respondió que ese era el modo en que debían obrar los hombres, que ellos estaban en su tierra y empleaban cualquier medio […] En ciertas circunstancias un hombre debe permitirse todo.

Destacamos aquí al padre fuera de sí, descontrolado frente a una escena insoportable. Y luego, su reacción violenta:

Cormery gritó, como en un arrebato de locura furiosa: No, un hombre se contiene. Eso es un hombre, y sino… – y después se calmó-. Yo –agregó con voz sorda- soy pobre, salgo del orfanato, me ponen este uniforme y me arrastran a la guerra, pero me contengo.

El padre idealizado, evocado por el compañero de armas y reinventado en el discurso del hijo, es un huérfano al cual las instituciones ―el orfanato, luego el ejército― le aportaron un andamiaje de sostén, aunque breve. Herido en la batalla de Marne, muere al poco tiempo, dejando a su viuda como pensionista de guerra, y a sus hijos, huérfanos. Remarcamos en este relato el tórrido ambiente del desierto, la muerte violenta, la castración como forma de castigo ejemplar para el enemigo, pero sobre todo, la furia del padre, alguien que deja su marca en lo mortífero pero también en la revuelta contra la crueldad.

En El Extranjero ―novela que confirmó a Camus como autor imprescindible― Meursault, ya en las sombras, recuerda una historia que su madre, recientemente muerta, contaba a propósito del padre, a quien Meursault no había conocido. Todo lo que este sabía sobre él era quizá lo que su madre le decía:

Había ido a ver ejecutar un asesino. Se sentía enfermo con la simple perspectiva de ir. Fue, sin embargo, y al regreso había estado vomitando parte de la mañana. Mi padre me producía un poco de repugnancia entonces. Ahora comprendo que era tan natural. ¡Cómo no advertí que no había nada más importante que una ejecución capital y que en cierto sentido era aun la única cosa realmente interesante para un hombre!

Esta es una de las escasas historias que el protagonista de la novela conoce acerca de su padre. Detengámonos en este breve relato para advertir algunas cuestiones: el cuerpo, tanto del padre que vomita, como del hijo que siente repugnancia, aparece conmovido, se trata de fenómenos naturales, o de la naturaleza, cosas interesantes para un hombre –también lo es una ejecución–. Son un acercamiento posible para pensar en la estructuración del personaje, así como años después el tema del crimen y su ajusticiamiento sería tomado como eje para armar a Jacques, alter ego de Albert Camus o protagonista autobiográfico en El último hombre.

 

 

 

 

Recordemos que El extranjero es la historia de un hombre que asesina a otro, resultado de lo cual es juzgado y condenado a morir en la guillotina. Tenemos entonces de dos escenas de ejecución: la del personaje y la recordada por éste mismo, dos personajes, dos momentos, dos asesinos, ambos condenados y ejecutados. Si vamos un poco más lejos, podemos conjeturar, a partir de la confesión de Meursault: “dije rápidamente que había sido a causa del sol”, una conexión con el sol (o con el sol- dado). Dirá luego Camus en El primer hombre: “los hombres son atroces, especialmente bajo un sol feroz”. Ferocidad del sol, del soldado, o de la soledad de los huérfanos quienes crecen “bajo un sol fijo y salvaje”, “nacidos en una tierra sin abuelos y sin memoria”. Mi hipótesis es que se trata de una búsqueda del padre, de un intento de armar alguna consistencia acerca de este padre fugaz.

En la primera novela, El extranjero, se anuncia aquello que finalmente dirá con todas las letras en su legado autobiográfico. El padre, su búsqueda, su invención, su armado y tal vez de su imposibilidad serán la marca que se destaca en ambos textos.

Pongamos en diálogo este relato de El extranjero con otro incluido en El primer hombre:

Ese detalle que de niño le había impresionado tanto y que lo persiguió toda su vida hasta en sueños, su padre levantándose a las tres para asistir a la ejecución de un criminal famoso, lo supo por su abuela.

Se trata de un relato con especial pregnancia: lo persiguió a Jacques/ Albert toda la vida, incluso en sus sueños, adquiriendo así valor de causa de angustia. También cabe destacar que este relato le llega por vía de un personaje cruel de su historia, la abuela castigadora. Continúa:

Pirette era obrero agrícola en una finca del Sahel, bastante próxima a Argel. Había matado a martillazos a sus patrones y a los tres niños de la casa. ¿Para robar? Sí, dijo el tío Étienne. No, dijo la abuela, sin dar más explicaciones.

Historia cercana para Camus: se trata de un franco-argelino, como su padre y como él mismo, o mejor dicho, de un obrero de origen francés, que ha nacido y vivido en Argelia. Pero deja abierta una pregunta: la de la causa. ¿Por qué un hombre mataría a otro o a otros? Incluso a aquellos que podemos presumir como inocentes: los niños.

El más pequeño de los niños escribió con sangre antes de morir: fue Pirette.

Otro dato que nos interesa: un niño que se acababa de convertir en huérfano y que frente al trauma, denuncia, escribe incluso con su propia sangre. Este niño, como último acto trágico de su corta vida escribe letras para existir aun unos instantes más. Sigue el relato:

La pena de muerte no le fue escatimada, la ejecución tuvo lugar en la cárcel de Barberousse, en presencia de una multitud considerable.

Entre esa multitud estuvo el padre del protagonista de El último hombre ―el padre de Jacques, es decir, de Albert―, quien se levantó por la noche para asistir al castigo ejemplar de un crimen que, según la abuela, le indignaba. La narración, siempre difuminada, incompleta, solo aparece bosquejada y finalmente armada con retazos de una historia inconclusa. “Pero nunca se supo lo que había pasado. Al parecer, la ejecución tuvo lugar sin incidentes”.

¿Cómo será una ejecución sin incidentes? No lo explica Camus. Solo insiste con el padre, descompuesto, quebrado: “El padre de Jacques volvió lívido, se acostó, se levantó para ir a vomitar varias veces, volvió a acostarse. Después nunca quiso hablar de lo que había visto”.

No sabemos si nunca quiso o sería mejor pensar en que el hijo no llegó a oír nada de la propia boca del padre.

Y la noche en que escuchó este relato, el propio Jacques, tendido al borde de la cama para no tocar a su hermano, con el que dormía, hecho un ovillo, contenía una náusea de horror, machacando los detalles que le habían contado y los que imaginaba. Y esas imágenes lo persiguieron por la noche, repitiéndose de vez en cuando, pero regularmente, en una pesadilla privilegiada, diferente cada vez pero con un solo tema: venían a buscarlo a él, a Jacques, para ejecutarlo.

Esta novela privada formó un núcleo alrededor del cual Jacques tejió un ovillo de horror, dando cuenta de esa frondosa imaginación que tantos frutos le brindó en su vida de literato. La pesadilla como evidencia de eso real que no engaña, sin velo, causante del aterrado despertar es el signo de esa marca infantil. En el caso que nos ocupa, se conecta de forma directa con otra idea: la de la propia ejecución.

Ya en edad adulta, la historia a su alrededor llegó a mostrarle que una ejecución era un acontecimiento previsible, no inverosímil […] alimentó durante años muy precisos la misma angustia que había trastornado a su padre y que éste le legara como única herencia evidente y segura.

Señalamos aquí la herencia, el legado del padre: una historia de “tristeza africana”, de angustia, de muerte, de castigo ejemplar aplicado por hombres quienes dictaminan sobre el bien y el mal, a otros hombres –a veces culpables–.

Hemos abordado tres relatos. Uno de ellos repetido en sendas novelas, el otro sólo aparece en la declarada como autobiográfica. En todos sucede una escena criminal. Se trata de muertes violentas, o mejor dicho de varios asesinatos, unos sin la intervención de la justicia, otros con su masa aplicada sin hesitación.

 

 

 

 

¿Cuál es la marca que se repite? El crimen, la fechoría, dirá Freud en Tótem y tabú (1913) para referirse al asesinato del Urvater (padre primordial, todopoderoso del mito de la horda primitiva). Al padre sólo lo ubica en torno a crímenes. Del padre solo restan esas escenas donde hay asesinatos: algunos abominables, otros enmarcados en alguna legalidad, aunque no por ello menos siniestros.

Entre estos asesinatos, los traídos a través del maestro (sustituto del padre imaginario) se ubican en el entramado de la historia cultural en la cual se insertó Camus (la colonización de Argelia). No por eso dejan de tener valor fantasmático. Podríamos apretar esta escena hasta su mínima expresión y enunciarla así: “castran y degüellan a un hombre”. ¿O quizás al revés: “degüellan y castran a un hombre”? Esta escena podría estar en la base de esos episodios de angustia del niño huérfano.

Ya púber, recibe como regalo del maestro un ejemplar de Les croix de bois (Roland Dorgelès, 1919), donde se describe la vida de los zuavos en las trincheras. Albert sabe que su padre fue zuavo, conoció una foto suya con esos pantalones anchos típicos (citado por Todd en Albert Camus. Una vida). Vienen así a enlazarse algunos elementos: los zuavos, las cruces de los muertos en las trincheras (como su padre), la castración (en términos freudianos: fantaseada como castigo frente al deseo edípico).

El otro asesinato, menos particular de África, más compartido por toda la humanidad, es un crimen que bien podría suceder en cualquier rincón de la tierra. También nos aventuramos a armar una frase para cernirlo: “ejecutan a un criminal”. Las circunstancias son bastante diferentes, se trata de un pied-noir que asesina a otros de su mismo origen (su patrón y la mujer de éste), donde además se incluye una figura de gran interés: un niño es asesinado (tornándose así aún más propicia para la fantasía de castigo en el pequeño Jacques/Albert). Pero, y ésta es la salida que ofrece la literatura, este niño alcanza a escribir con su propia sangre antes de morir el nombre del asesino, del culpable, apelando mediante su propia letra a la justicia, en un verdadero último acto heroico.

Fortaleza y finitud

Iván Carvajal

 

Abriremos la barrera de Gog y Magog,
y ellos se precipitarán desde todas las laderas.
Corán

El tiempo de los tártaros ha pasado ya,
no son sino una remota leyenda.
¿Y a quién iba a interesarle forzar la frontera?
Dino Buzzati

¿Y qué será ahora de nosotros sin bárbaros?
Esos hombres traían alguna solución, después de todo.
Constantino Cavafis

 

 

 

Magog

La tierra se extiende más allá de las fronteras, de lo conocido y dominado por el grupo humano. ¿Qué hay más allá de la frontera? ¿Qué tan lejos se ubica el abismo donde se precipita la tierra? La conciencia del hombre acerca de su condición mortal y la consiguiente angustia que provoca la certeza de la finitud están sin duda en el origen de los mundos imaginados donde habitan dioses o demonios. Son fuente de las representaciones acerca del lugar de los muertos ―inframundo o cielo, infierno o paraíso―, de los relatos sobre viajes imaginarios que emprenden el alma o el espíritu en el sueño o la alucinación, o sobre las aventuras de los muertos en su tránsito al más allá. Las fuerzas del bien y del mal se proyectan desde el mundo cotidiano sobre ese espacio ficticio y distribuyen los territorios reservados a dioses, demonios y héroes legendarios en los mapas imaginarios. Tal localización obedece a las historias de los conflictos que tienen lugar entre dioses y demonios empeñados en disputarse el destino de los humanos, estos mismos divididos entre miembros de alguna comunidad y extranjeros, o entre parientes, amigos y enemigos. Las migraciones que ocurren en estas regiones del mundo imaginado son múltiples, pues no solamente se desplazan de un sitio a otro los seres humanos, sino también los dioses y demonios. Los muertos retornan en los sueños, intervienen en la vida de los vivos, exigen tributos, oraciones o venganza, conceden dones, vigilan la conducta de sus descendientes.

De esta manera, lo que queda más allá de las fronteras del mundo conocido, y que solo puede ser imaginado, se concibe o bien como edén o bien como un mundo ominoso donde se incuban demonios que acabarán con lo humano o que, cuando menos, aniquilarán la comunidad o la civilización. En el exterior están situados los dominios de Gog. Detrás de las fronteras, en el corazón del desierto, preparan sus invasiones los tártaros. Más allá del borde se juntan para invadirnos los bárbaros extranjeros. En el mundo exterior reina Satán. Para protegerse de lo demoníaco se construyen murallas en los confines del mundo. Así, en el transcurso de un milenio y medio, se invirtió la vida de millones de seres humanos en la construcción de la muralla china, la cual, pese a todo el esfuerzo realizado para levantarla, mantenerla y reconstruirla, desde siempre estuvo destinada a que algún día la franquearan los mongoles.

La catástrofe, si bien se anuncia en sucesos imprevistos que inquietan a los grupos humanos, incluso en el curso de la vida cotidiana, adquiere una dimensión insólita en el acontecimiento apocalíptico. La leyenda de Gog, el rey de los ejércitos que se preparaban más allá de las fronteras, en Magog, para acabar con el pueblo escogido, aparece en el libro de Ezequiel (siglo VI AC). Surgida en el mundo judío antiguo, la leyenda continuó a través del cristianismo hasta el islam medieval, contaminada obviamente con componentes paganos: la muralla habría sido construida por orden de Alejandro Magno, más allá del Indo, para cerrar el paso a Gog y su diabólico ejército. A diferencia de la muralla china, cuya materialidad es evidente, la muralla levantada para cerrar el paso a Gog y sus ejércitos existió solamente en la imaginación, lo cual no quiere decir que careciese de realidad para quienes vivían a la espera del acontecimiento apocalíptico.

Magog es el reino de lo inconcebible, el territorio donde incuba la muerte del hombre. No obstante, lo que esperaban las comunidades cristianas o musulmanas de la Edad Media, por sus concepciones escatológicas, es que al fin resonasen las trompetas que anunciarían la llegada del día del Juicio, el cumplimiento del “milenio”. Gog y sus huestes habrían derruido la gran muralla por decisión de Dios; este, cuando menos, habría consentido la invasión. Los ejércitos de Gog arrasarían todo lo que encontraran a su paso; donde pisaran los cascos de sus caballos no volvería a crecer la hierba, como se decía de Atila y los hunos. Pero en la catástrofe anidaba la suprema esperanza de los apocalípticos: al término de la batalla final entre Dios-Alá y Satán-Gog, con el triunfo definitivo del orden divino se terminaría la lucha entre el bien y el mal, y la historia concluiría en el Juicio Final. Para los milenaristas cristianos, retornaría Cristo y, gracias a él, se salvarían para la eternidad los justos. En consecuencia, que los ejércitos diabólicos de Gog destruyesen la muralla y arrasaran la tierra no era sino el necesario antecedente para el triunfo definitivo de la vida sobre la muerte, para la eterna supervivencia del alma o del espíritu, e incluso para la resurrección de la carne. Dios acogería en su torno a los justos y hundiría en la muerte definitiva, en la más oscura noche o en el fuego eterno, a los impíos. Al fin concluiría el tiempo y por tanto se acabarían las mutaciones, los ciclos del nacimiento y la muerte. Los justos serían recogidos en el seno de Dios para la eternidad.

Frente a esta dimensión escatológica, la construcción de las murallas en las fronteras parece una concreción parcial de la muralla que detiene a Gog y su tropa. De otra parte venía una historia diferente: el colapso del imperio romano. Los romanos no construyeron una gran muralla en los confines de su mundo, aunque sí establecieron guarniciones en las fronteras. En cierto sentido, el acabamiento del imperio puede interpretarse como una implosión que abrió el paso a las invasiones bárbaras. Y estas fueron una solución, “después de todo”.

 

La Fortaleza Bastiani

Mientras enviaba desde Abisinia sus reportajes de guerra al Corriere della Sera, Dino Buzzati terminaba de escribir El desierto de los tártaros, que se publica en 1940. Me figuro al novelista italiano en medio de los combates, acuciado por la cercanía de la muerte que contempla a diario, apurando sus reportes periodísticos a fin de continuar el relato sobre un grupo de soldados que han sido destinados a una guarnición situada en las montañas, en una frontera difusa, donde comienza el desierto, esto es, la tierra de los tártaros. Estos soldados, sin embargo, permanecen en la Fortaleza a la espera de una guerra improbable. El novelista casi nada aporta sobre el reino que se protege, ni siquiera lo nombra. Su capital es simplemente “la ciudad”. Unas breves líneas describen la ciudad y ciertas actividades que se llevan a cabo en ella. Los medios de transporte que se utilizan ―caballos, carrozas― son breves indicios que permiten al lector figurarse un pequeño estado moderno, tal vez decimonónico, quizás localizado hacia el este de Europa. Estas breves pinceladas esbozan una especie de alegoría del Estado moderno. Solo al fin de la novela, cuando han pasado cerca de tres décadas de historia, se insinúa que los tártaros finalmente se acercan a la frontera, aunque ha sido su probable amenaza la que ha justificado la existencia de la Fortaleza, y con ella, la vida misma de sus guardianes. Una fortaleza construida al borde del desierto parece no tener sentido, más aún si no se advierten movimientos del enemigo durante décadas. Incluso el lector dudará si el “reino del norte” es efectivamente el reino de los tártaros, o si este es el apelativo dado a un posible enemigo algo salvaje, o simplemente al extraño, al extranjero. Tártaros, bárbaros… En el tiempo que transcurre la historia narrada por la novela, hay dos acontecimientos que evidencian la cercanía de los tártaros: cuando llegan del norte destacamentos encargados de ubicar las señales que delinean la frontera, y luego cuando arriban contingentes que construyen una carretera, la cual podría en algún momento servir para movilizar tropas con el propósito de desencadenar la guerra.

Mas la guerra es solo una remota probabilidad. Se tiene certeza únicamente de que el reino limita al norte con el país de los tártaros, cuyo dominio empieza al cruzar la línea imaginaria que recorre las cumbres de las montañas y el borde del desierto. Pareciera no haber contacto entre los dos reinos; no obstante, desde el Estado Mayor, es decir, desde la cima del poder político del reino, llegan de cuando en cuando informaciones que esclarecen las intenciones del reino exterior. Son las probables intenciones de este reino exterior lo que ha obligado a construir y mantener la Fortaleza, una avanzada en la frontera. Buena parte de quienes son destinados a ella terminarán por quedarse entre sus muros hasta cuando ocurra la guerra, o, lo que es más probable y que será considerado un fracaso, hasta cuando arriben a la edad del retiro. El fastidio de los primeros días se apaciguará en algún momento, y poco a poco esos soldados terminarán por encontrar que el sentido de sus existencias es la espera de un acontecimiento que posiblemente tendrá lugar algún día: el comienzo de la guerra en la que lucharán hasta morir. Apenas si mantienen contacto con sus familiares y con sus amigos que hacen su vida en la ciudad. Algunos de estos llegarán a ser prósperos comerciantes o profesionales, e incluso los militares que no han sido enviados a la Fortaleza o que la han dejado pronto por otros destinos lograrán hacer carreras exitosas y gozarán de las comodidades de la vida citadina. La vida en la Fortaleza es austera y rutinaria.

 

 

 

Cabría apreciar en El desierto de los tártaros ciertos matices apocalípticos, sobre todo porque la vida individual gira por completo en torno a la expectativa de un acontecimiento, ciertamente catastrófico, que otorgaría sentido a la existencia. Sin embargo, ese sentido aparece apenas como un difuso heroísmo, una disposición casi profesional para el cumplimiento del deber. Quienes optan por permanecer hasta el fin en la Fortaleza, dejando que transcurra el tiempo y sumergidos en una chata rutina, solo esperan el arribo de los tártaros a fin de alcanzar la muerte heroica para la que han sido preparados. En la novela, no obstante, apenas se producen tres muertes: la primera, ocasionada por la imprudencia de un soldado que ha olvidado el “santo y seña” del día a la que se suma la tozudez y estulticia de un sargento apegado a la letra del reglamento. La segunda, la muerte por hipotermia de un teniente hipersensible y orgulloso, que permanece en pie ante una brigada de tártaros durante la nevada que cae una noche, mientras los extranjeros colocan señales que delimitan la frontera. Y la última, la muerte del protagonista, Giovanni Drogo. La novela, que se inicia con el viaje del joven teniente desde la capital a la fortaleza, concluye con su muerte un cuarto de siglo más tarde, cuando ya se siente viejo, cuando ha pasado la cincuentena y ha alcanzado el grado de comandante. Drogo muere en una posada del pueblo ―no alcanza ni siquiera a llegar hasta la ciudad― a causa de unas fiebres, justamente cuando al fin hay indicios de que llegan los tártaros, y con ellos, la guerra. Parece una pesada broma del destino: Giovanni Drogo no podrá morir como un héroe, pese a su larga espera. El moribundo medita, en su agonía, sobre el sentido de su existencia, y finalmente concluye que su heroísmo más bien tiene que ver con cierta dignidad que permanece intacta ante la llegada del enemigo invencible: la muerte. No cabe el heroísmo si la muerte acaece en soledad y a causa de una fiebre: no habrá memoria de tal suceso en el futuro del reino. Pero el sentido de la dignidad y el honor impulsa al envejecido comandante a un último acto: incorporarse del lecho con sus últimas fuerzas, avanzar hasta la ventana, levantar la vista hacia el cielo nocturno.

Buzzati, como Kafka o Camus, a quienes se lo ha vinculado, no tienen ante sí la expectativa del fin de los tiempos y del Juicio que cierra la historia de la Salvación. Por el contrario, experimentan el nihilismo moderno, la “muerte de Dios”, el vaciamiento del sentido de la existencia ante la certeza de la finitud. Ese vacío se ha llenado, a lo largo de la modernidad y hasta nuestros días, sobre todo en Occidente, con sustitutos precarios de las figuras del Dios y del Demonio: el Estado, la nación, la patria, el pueblo, la utopía revolucionaria, y sus consiguientes enemigos. El dinero, por ejemplo, adquiere la doble condición de lo divino y lo diabólico: es el bien supremo que hay que alcanzar y resguardar, y a la vez el máximo mal, la fuente de la corrupción de la vida a causa de la codicia, del consumismo, del delirio de los jugadores de bolsa que actúan en los escenarios del capital financiero y provocan las grandes crisis de nuestra época. El sentido de la existencia se reduce de esta manera a la acumulación de capitales o de bienes. Se requieren fortalezas que preserven los “patrimonios”: bancos, aseguradoras, muros en las ciudadelas, redes de seguridad… La seguridad se extiende a los estados, luego a sus alianzas o bloques; se construyen entonces los cinturones de misiles, la vigilancia satelital, muros de acero para cerrar el paso a los tártaros de nuestra época… También cinturones que nos protejan de los posibles tártaros que llegarían del espacio exterior. Gog ha sido ubicado en otra parte… En toda esa parafernalia de la seguridad se evidencia el miedo a la muerte. Ante la certeza de la finitud del ser humano e incluso, algún día tal vez no muy lejano, de la especie, se levantan las fortalezas, finalmente inútiles.

“El hombre libre en ninguna cosa piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida”, dice Spinoza. Hay otra fortaleza que radica en el propio ser humano, que brota de su aceptación de la finitud. Quizás Giovanni Drogo alcanzara tal sabiduría justamente en el momento final, cuando acepta su destino, contempla la porción de estrellas que está al alcance de su vista, y sonríe en la oscuridad, aunque nadie lo vea.

Imágenes: Ivars UtinānsBoban Simonovski, Jeswin Thomas