Aporías de la libertad

C. Nectario

 

¡Oh, Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!

Marie-Jeanne Roland de la Platière

 

El hombre es la única criatura que se niega a ser lo que es.

Albert Camus

 

La libertad es una cuestión occidental, ante todo de la filosofía moderna. La pregunta acerca de su esencia se articula en torno a la moral y la política; indaga por el sujeto en su relación con sus semejantes, con sus entornos sociales, culturales y naturales. Se inquiere acerca del sujeto o del individuo o de la persona, conceptos estos que se refieren a entidades que no son equivalentes entre sí. Se interroga sobre las posibilidades de realización vital de los individuos y por su responsabilidad, de cara a su comunidad, a lo otro y los otros. Que el escenario de la cuestión se sitúe entre ética y política implica que deba considerarse la dimensión religiosa o teológica de la libertad, así como su historicidad.

Si la libertad es ante todo un problema de la filosofía moderna, sus antecedentes se encuentren en el pensamiento griego clásico, tanto en Platón o Aristóteles como en Esquilo o Sófocles. En la tragedia se inquiere por la responsabilidad del individuo sobre sus actos, sobre su desmesura (hybris), sobre la violación de la ley que organiza la comunidad, aun si se ignora que se la está violando (Edipo rey), o sobre la contradicción entre la ley que instaura la polis y la ley de la tradición y la piedad familiar (Antígona). Sócrates acepta cumplir la sentencia injusta que lo condena a muerte y bebe la cicuta, a pesar de que sus amigos lo incitan a huir de la prisión, porque la obediencia de la ley preserva la ciudad; condenado por impiedad y acusado de negar a los dioses, cumple ―no sabemos si irónica o piadosamente― con el deber religioso cuando pide a Critón que no olvide pagar el gallo que deben a Esculapio. El precepto inscrito en el templo de Apolo en Delfos, “Conócete a ti mismo”, da cuenta de la ignorancia del hombre acerca de sí mismo, por tanto, sitúa el inicio de la autoconciencia como núcleo del pensamiento y como condición de la polis.

A diferencia de lo que acontece en la Grecia clásica, las historias de las sociedades que los europeos denominaron Oriente ―China, India, Persia, Mesopotamia, Egipto, y también África y América―, como lo veían Montesquieu, Hegel o Marx, estuvieron marcadas por el despotismo o la esclavitud generalizada. La libertad no es una cuestión que se aborde en el confucianismo o el taoísmo en China, o en las religiones hindúes o persas. La responsabilidad del individuo, que tiene que ver con las normas comunitarias que delimitan el bien y el mal, que establecen la obligatoriedad o permisibilidad de determinados actos y la prohibición de otros, se inscribe dentro de lo religioso, a partir de la representación mítica y la demarcación entre lo sagrado y lo profano. Pero no hay ninguna problematización de la organización política, de las formas de relación entre individuos y sociedad o estado. Sin lo cual tampoco puede aparecer como un problema que acucie al pensamiento la diferencia entre lo público y lo privado, o entre la ciudad y lo doméstico.

La cuestión de la libertad, de Platón o Aristóteles hasta Hegel, Nietzsche o Marx, e incluso más acá de estos, tenía que articularse en relación con el dominio de unos hombres sobre otros, con base en la polaridad entre amo y esclavo, paradigma de la “unidad” y “lucha” de los contrarios. La figura del amo no se restringe a la representación de un hombre que domina a otro, incluso hasta el punto de convertirlo en cosa de su propiedad sobre la que puede ejercer cualquier disposición arbitraria, o de un grupo ―clase, estado, nación― sobre otro, sino que trasciende el campo de las relaciones humanas para representar la relación del dios o los dioses con el creyente. El cristianismo primitivo comparte con el estoicismo ciertos rasgos que caracterizan al liberto y al esclavo que espera de su amo la manumisión, sea de la carga de trabajo cotidiano o del pecado; mas, ni el estoicismo ni el cristianismo creen verdaderamente en la libertad, pues no hay emancipación posible ni del cuerpo ni de la culpa. El Señor que promete la salvación, en el caso del cristianismo, ya ha advertido que su reino no es de este mundo. El estoico se encerrará en sí mismo para encontrar la libertad que no halla en el mundo; una libertad de pensamiento que discurre en soliloquio.

La modernidad occidental trajo consigo el impulso hacia lo mundano. La Reforma, el nacimiento de las ciencias naturales, la emergencia de una economía que tiende a la mundialización, la industria luego, inciden en un radical cambio de la idea del hombre, y por consiguiente de la representación de su lugar en el cosmos, ante la naturaleza. De Descartes en adelante, el sujeto será conciencia y, más aún, autoconciencia; es ante tal sujeto que emerge de modo acuciante su problemática libertad. Sin embargo, esa idea del hombre de la filosofía moderna heredó del cristianismo y de la filosofía griega una imagen que solo con el avance científico ha venido desvaneciéndose: la distinción entre cuerpo, perteneciente a la “extensión”, la naturaleza material y la condición animal, por tanto, mortal, y alma-espíritu, perteneciente al “pensamiento”, a la razón que vinculaba al hombre con lo divino, por tanto, inmortal. La libertad, por consiguiente, tenía que concebirse como atributo de la (auto)conciencia, de la voluntad del sujeto que lograba dominar a través del conocimiento las pasiones e impulsos del cuerpo, la sumisión a la materialidad, al deseo, para ascender al bienestar espiritual, para proyectarse a lo divino. El mal quedaba localizado en el cuerpo, en lo instintivo; el bien comenzaba por el dominio de las pasiones. Pero, ¿qué implicaciones traía este movimiento moderno en relación con la ley de la convivencia social? Es sintomática la semejanza entre la recurrencia de Descartes a Dios, quien crea al sujeto, y la idea del derecho divino de los monarcas. El Dios cartesiano garantiza la existencia de la realidad ―su propio cuerpo, los otros seres humanos, las cosas― al yo enclaustrado en la conclusión “pienso, luego existo”, así como Dios garantiza el orden social a partir del derecho divino del soberano. No obstante, el propósito cartesiano es fundamentar metafísicamente la libertad de pensamiento que requiere la ciencia moderna; frente al juicio a Galileo o a los asesinatos de Bruno o Servet, se requiere la reforma del entendimiento. Frente al dogmatismo de las iglesias, católicas o protestantes, o de la sinagoga, como bien lo entendió Spinoza, había que defender la libertad de pensamiento, de expresión y la tolerancia. A la sombra del sujeto cartesiano se protegía el surgimiento de las ciencias naturales, y a menudo incluso a la sombra de algún déspota ilustrado.

Aunque es una figura heredada del cristianismo y del judaísmo, el Dios de la metafísica moderna es una entidad abstracta, que nada tiene que ver con ese viejo personaje del mito religioso. El Dios cartesiano que ordena la naturaleza matemáticamente, el Deus sive natura espinociano, la mónada de mónadas que decide el mejor de los mundos posibles de Leibniz, el Dios comprendido en los límites de la mera razón kantiano, o el Dios de los ilustrados y los libertinos ―es decir, los librepensadores―, que culminan en la figura de la Diosa Razón de la Revolución Francesa, exponen el paulatino ocultamiento de lo divino en el mundo moderno. Se exige pensar el ámbito moral y político de modo diferente, desde la idea del hombre, a partir de su autonomía, su racionalidad, su facultad para el examen crítico y no solamente a partir de una voluntad ciega surgida del instinto. Con la razón práctica se afirmarán las teleologías, los fines que se proponen para alcanzar la paz perpetua, los imperativos categóricos que establecen la moralidad. Más tarde, surgirán los ideales de mundos perfectos en que se realice la esencia humana: sociedades regidas por la razón, la ciencia, la armonía, los reinos de la libertad, la igualdad o la fraternidad universal.

El mal en ese horizonte puede ejemplificarse con el asesinato brutal que comete el delincuente, o con los crímenes imaginados por Sade, o por la guillotina. El crimen puede evaluarse estéticamente, como lo hacen los libertinos de Thomas de Quincey. Ante ese Dios abstracto, de todas maneras heredado del cristianismo, había que colocar la pregunta por el origen del mal. ¿Cómo es posible que Dios, omnipotente, omnisapiente, crease un mundo donde existe el mal? ¿Qué sentido contiene el mito del fruto prohibido del Árbol del Conocimiento que incita a Adán y Eva a cometer el primer pecado, heredado luego por toda la humanidad? ¿Acaso en el mito no está contenida la idea del impulso humano a la libertad? Para Schelling, la libertad es la facultad del bien y del mal; influenciado por el “panteísmo” de Spinoza y recurriendo a los gnósticos, recurre a la argucia de postular un in-fundamento o abismo (Ungrund) que subyace en Dios. Ese in-fundamento de Dios, ligado a la materialidad y al mal, es el opuesto dialéctico, complementario de la luz, del espíritu divino y del bien. El mal, y ya no solamente el bien, adquieren una dimensión metafísica esencial, están en el fundamento del ser y en su oscuro abismo. El devenir, o más bien la historia, es una lucha incesante entre el bien y el mal.

De alguna manera, esta aventura del pensamiento occidental culmina en el espíritu absoluto hegeliano. ¿Acaso lo divino es la totalidad de lo humano, el despliegue de lo humano en la historia, hasta alcanzar las formas de organización de la moralidad y del Estado modernos? La historia es el despliegue del espíritu absoluto, que incluye la totalidad de lo humano, hasta alcanzar el reino de la libertad, claro que también gracias a las astucias de la razón: el mal, como la guerra, impulsa el progreso histórico. Pero en Hegel, a partir del célebre capítulo de la Fenomenología sobre la dialéctica del amo y del esclavo, la libertad adquiere una connotación de enorme importancia para la historia posterior, al menos en Occidente: tiene por fundamento el reconocimiento del otro. Es conocida la trama de ese pasaje: hay dos conciencias que se encuentran y confrontan; una de ellas no se rinde ni siquiera ante el amo absoluto, la muerte: es la conciencia del amo. La conciencia del esclavo prefiere, ante la muerte, el sometimiento al amo. Reconoce al amo como tal, y en consecuencia satisface su deseo a través del producto de su trabajo. El amo, al depender del trabajo del esclavo, se supedita a este. El esclavo, adiestrado en el conocimiento gracias al trabajo, reconoce al amo, y luego, por ese reconocimiento, toma conciencia de su propia situación. Desea el reconocimiento del amo, la superación de la confrontación y de la condición misma de la esclavitud. El fin de esta, el ámbito de la libertad, emerge del mutuo reconocimiento de la libertad del otro, de que el otro es también autoconciencia, y que solo puede serlo a través del muto reconocimiento. En otro pasaje, al inicio de sus Lecciones sobre la historia de la filosofía, Hegel postula que la filosofía, es decir, la Ciencia ―el concepto, pensamiento puro, y no ya la representación contaminada por la imaginación, por las ilusiones de lo que luego se llamará ideología― surge en Grecia porque en la polis se encuentran hombres libres que se reconocen como tales, los ciudadanos, y porque el pensamiento adquiere libertad. Esta tesis trae consigo implicaciones que aún permanecen ante nosotros: el conocimiento necesita una organización social donde exista la libertad de pensamiento, esto es, de palabra, de interlocución y debate. Por otra parte, la exclusión de los no-ciudadanos del orden de la libertad conlleva la separación entre el ámbito público, la ciudad, y el mundo doméstico donde el ciudadano ejerce despóticamente su condición de amo sobre las mujeres, los menores de edad, los esclavos, los extranjeros. A los excluidos se les coarta la libertad de pensamiento, se los silencia o se encierra su conversación entre los muros de la casa, su palabra se reduce a murmullo.

La historia del progresivo ocaso del Dios de la metafísica moderna culmina, como sabemos, en la constatación de su muerte por parte de Zaratustra; consiguientemente, en el nihilismo, es decir, en la carencia de fundamento para los valores. Ante la ausencia de Dios, ¿qué es la libertad? ¿Cuál es el fundamento de la decisión entre el bien y el mal? ¿La voluntad de poder, el impulso por perseverar en el ser, la utilidad, el placer? ¿Qué puede impedir el crimen? ¿Acaso el reconocimiento del otro es suficiente para evitar su asesinato o su esclavitud? La rebeldía adolescente en la época del nihilismo se extiende de los terroristas rusos del siglo XIX hasta los artistas de las vanguardias de hace un siglo, en actos que implican la afirmación de la voluntad individual que se rebela contra la ley. En el caso de los primeros, poniendo en juego su propia muerte; en el de los segundos, como un puro gasto de energía creativa que se dirige a corroer la propia obra. El rebelde impugna todo orden, el revolucionario impugna el orden existente para instaurar uno distinto. El intelectual de Occidente se refugia en algún espacio institucional que no tiene problema en acoger su disenso.

Sin embargo, los dioses no acaban de morir. Renacen a partir de los supuestos orígenes o los grandes fines: Nación, Pueblo, Proletariado, Dinero, Raza, Libertad, Igualdad, Fraternidad, Comunidad… Incluso otros dioses más difusos aparecen en escena, por caso, Seguridad, esa obsesión de nuestro tiempo. En nombre de la nación o la raza, se crean campos de exterminio donde se industrializa el asesinato o se emprenden campañas de limpieza étnica. En nombre de la libertad se levantan patíbulos, y en el de la igualdad, se crean gulags. En nombre de la justicia y la reparación, se cultiva el resentimiento, fuente de los fascismos. En nombre de la seguridad, se instalan ciudadelas amuralladas, cámaras de reconocimiento facial en calles y plazas, regímenes policiacos.

No obstante, herederos de Occidente como somos, ya sin dios que garantice cualquier más allá, ni en el cielo ni en la tierra, sabiéndonos finitos, es decir, mortales, como individuos y como especie, alejándonos día a día de las nociones modernas sobre lo humano, no nos resignamos a seguir indagando por lo que somos, por las posibilidades de vida que se abren en los límites de nuestras existencias. Por lo que cabe proseguir en el esfuerzo de mantener espacios públicos y domésticos de mutuo reconocimiento y de interlocución, de una siempre precaria y problemática libertad de pensamiento.

 

 

Imágenes: Rostyslav Savchyn (Unsplash); Andrés Canchón (Unsplash); Cabecera: El jardín del Edén (detalle). Panel de terciopelo trabajado con hilo de seda y metal. Último cuarto del siglo 16. The Met Museum

La ciudad, la igualdad y el desorden de la democracia

Juan Manuel Ledesma
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Sócrates: Ciertos sabios, Calicles, dicen que el cielo, la tierra, los dioses y los hombres forman, juntos, una comunidad por medio de la amistad, el amor del orden, de la templanza y el sentido de la justicia. Por esta razón, querido mío, a este todo lo llaman Kosmos u orden del mundo y no desorden y desenfreno. Me parece que tú no fijas la atención en estas cosas, aunque eres sabio. No adviertes que la igualdad geométrica es todopoderosa entre los dioses y entre los hombres; piensas, por el contrario, que es preciso aspirar a tener más que los demás, porque descuidas la geometría.

Platón, Gorgias

 

Para Occidente, Grecia es y siempre ha sido el punto de partida, el comienzo y el origen, la fundación misma de lo que, a pesar de todo cambio o mutación histórica, permanece idéntico a sí: su difícil y problemática “identidad”. A pesar de las discrepancias que se puedan invocar al respecto, de todas las perspectivas o fuentes que efectivamente alimentaron la historia de Occidente, es difícil negar que uno de los confluentes más importante, significativo y primordial en la constitución histórica de su “identidad”–en todo caso determinante en su búsqueda sin fin–, proviene de su devoción, por no decir obsesión, por la Antigua Grecia (ya sea como resultado del reconocimiento de su realidad histórica o como efecto de su fantasía, o idealización). Incluso si invocamos el cristianismo, cuyo origen es el Antiguo Testamento y no el Partenón o la Academia, no podemos olvidar que el pasaje del Antiguo al Nuevo Testamento coincide, precisamente, con el paso, la travesía y la traducción de la cultura y religión judías al mundo griego: Dios es llamado Logos. Grecia es fundamental, fundacional. Pero, ¿por qué razón?, cabe preguntarse. O más bien: ¿qué sucedió en Grecia –o de qué suceso Grecia es el nombre– para que, de manera obsesiva, nuestra cultura vuelva incesantemente a ella como uno vuelve a la tierra natal, imposible de olvidar?

Lo que sucedió en Grecia, el acontecimiento fundamental y fundacional que lleva su nombre se desplegó en la ciudad-estado llamada Atenas. Atenas condensa la esencialidad que Occidente atribuye al nombre propio “Grecia”, porque en ella nació y murió un experimento singular y transformador; experiencia revolucionaria llamada democracia. Todo otro acontecimiento que el nombre de Atenas encierra –la arquitectura, la escultura, la tragedia, la filosofía, la sofística, la ciencia, etc.–; todo lo que, justamente, Occidente reclama como su bagaje fundacional, fue posible únicamente dentro de la democracia y gracias a ella; es decir, gracias a lo que en ella se liberó: la libertad política o, como Platón lo dirá, la libertad del deseo. La democracia ateniense es, en todo caso, el modelo a imitar, el ejemplo a seguir –como lo enuncia Pericles en la historia de Tucídides– no sólo por parte de las otras polis de la Antigüedad, sino por las que vendrán a alimentar su mito, al ser el modelo intemporal y arquetípico de toda la construcción histórica y política –mimética podríamos decir– de Occidente. No es un azar si, aún hoy en día, nuestro dilema fundamental sigue siendo la (im)posibilidad de la democracia, la posible-imposible reconstrucción, repetición o imitación (mimesis) del modelo originario.

Atenas es democracia y la democracia es ateniense. Por lo tanto, si queremos interrogar la deuda inmemorial que Atenas y su democracia suscitan, es necesario interrogar la identidad de su legado. Dicho de otra manera, si el arquetipo-modelo de Occidente es una ciudad, y esa ciudad-modelo es esencialmente democrática, es necesario interrogarse no solamente sobre la singularidad del sistema político como tal, sino también sobre la singularidad de la ciudad que volvió posible tal sistema, en cuanto espacio y lugar de vida. ¿Qué singulariza, define y circunscribe la unicidad de Atenas, en cuanto espacio fundador de la democracia? Si es necesario hablar de espacio, cuando se habla de Atenas, es porque la invención de la polis democrática no fue solamente una revolución operada en el plano de la filosofía y de la política; la invención de la polis democrática es sobre todo la expresión fundamental de una revolución espacial. Una revolución que sería inapropiado llamar científica, porque la idea misma de ciencia dependerá de ella; se trata de una revolución que es justo llamar, simplemente, geométrica. Atenas es democrática, o más bien se vuelve democrática, a partir del momento en que la geometría invade el espacio social.

La geometría llega a Grecia en manos de los siete legendarios Sophoi, los siete Sabios de la Grecia arcaica, quienes la aprenden, según la leyenda, de los sacerdotes egipcios. Tales de Mileto, ejemplo supremo de los siete Sophoi, primer pensador de la naturaleza y ancestro de todo filósofo, es sobre todo un geómetra ejemplar. Pero es Solón de Atenas, poeta, legislador, y geómetra, quién opera el giro fundamental en nuestra historia. Solón es el primero en traducir los fundamentos de la geometría en ley o, más bien, el primero en aplicar las leyes de la geometría a las leyes injustas de los humanos. Es decir, él fue el primero en reformar el espacio injusto de la ciudad introduciéndolo en la espacialidad imparcial de la geometría. Solón es el padre de la democracia ateniense, responsable de la introducción de una de las ideas más radicales de la geometría: la isonomía, es decir, la igualdad (isoi) de todo ciudadano ante la ley (nomos). “Lo igual no puede engendrar guerra”, según Solón. Bajo esa idea, y principio, reformó la ley de Atenas en dos aspectos fundamentales. En primer lugar, creó lo que hoy llamaríamos una “asamblea popular” al abrir la asamblea a la voz de todo ciudadano. En segundo lugar, creó un verdadero tribunal del pueblo –la Heliea–, cuyas funciones fueron abiertas, de manera equitativa, a todo ciudadano. La justicia, y la acción politica, comenzaron a medirse con la medida de la igualdad geométrica.

Solón dio el primer paso, introduciendo la igualdad neutra de la ley geométrica en la ley humana, pero es el ancestro de Pericles, Clístenes de Atenas, quién la aplicó literalmente al espacio social, y topográfico, de la ciudad. Clístenes entendió que la injusticia y la asimetría del poder –la dominación– se expresan ante todo en el espacio social, en la manera en la que los diferentes grupos y facciones sociales se apropian el espacio para vivir. Los pobres siempre son expulsados a la periferia, o encerrados en un centro desolado. En todo caso, pobres y ricos viven siempre separados, como si su futuro y su bienestar no fuesen, en el fondo, comunes. Clístenes decide, por lo tanto, expandir la neutralidad del espacio geométrico más allá de la esfera jurídica y aplicar la simetría, la proporcionalidad y la igualdad al espacio social.

Primero, reforma del cuerpo social: Clístenes redistribuyó la demografía de Atenas, creando más de cien grupos sociales llamados demos o municipalidades. Luego, las reagrupó en diez nuevas tribus proporcionalmente justas, es decir, compuestas cada una por todas las clases sociales, asegurándose así que el lazo social y el interés común prevalezcan sobre el interés privado y de sangre. La pertenencia o la proveniencia de un ciudadano es, a partir de ese momento, su demos, no su apellido o su familia. En segundo lugar, reforma del espacio social: Atenas –la región del Ática– fue literalmente dividida y reorganizada en tres nuevas regiones geográficas (costa, rural, urbana), y cada una de ellas fue dividida en diez distritos en donde las nuevas tribus fueron instaladas. Compartir el espacio, de manera homogénea, para compartir de manera más justa el poder. Al distribuir de otra manera el espacio topográfico, distribuyendo a los individuos no en conformidad con las divisiones sociales, Clístenes redistribuyó, de manera más justa y proporcional la participación misma al poder. La preeminencia arcaica de los lazos de sangre, que solo tienen por lazo el interés privado, fue así cortada. En su lugar, se erigió una nueva figura de la ley, en donde la justicia se mide con la ley de lo igual. A partir de ese momento, los ciudadanos de Atenas comienzan a llamarse semejantes (homoios), porque son iguales (isoi) ante la ley. He ahí el germen de la democracia profundamente anclado en la idealidad geométrica.

A través de Clístenes, la igualdad se vuelve una fuerza positiva y dinámica, una fuerza de neutralización de toda jerarquía o asimetría sin fundamento, que introduce una nueva idea y manera de vivir el espacio: la ciudad es como una figura geométrica, como un círculo que tiene un centro –el Ágora–; un centro que no confisca el poder de manera injusta, sino que lo distribuye equitativamente a todo ciudadano. En un círculo, el centro nos permite pensar la igualdad entre todas las líneas que lo atraviesan. La misma función tiene el Ágora; es el punto central en el espacio de la ciudad que dictamina la igualdad, ante la ley, de todo ciudadano respecto de cualquier otro. La polis democrática, la ciudad transformada en cuerpo y espíritu por la idealidad geométrica –por la ley de la isonomía– expresa y simboliza la creación de un verdadero espacio común. La isonomía abre la posibilidad de una comunidad en el espacio y del espacio, es decir la posibilidad del espacio público.

Pocos entendieron la fuerza y la novedad de esta revolución con la misma acuidad que Platón. Presentado eternamente como el primer adversario, por no decir enemigo de la democracia, Platón es en realidad el primero de los más profundos pensadores de la democracia. La obra entera de Platón es, en realidad, una larga meditación sobre el fracaso de la democracia ateniense. Lo que Platón entiende es que el régimen isonómico de Pericles, Clístenes y Solón, no logra solamente introducir una igualdad radical entre todos los ciudadanos. Platón concibe que la igualdad ante la ley, en democracia, se traduce necesariamente en la igualdad radical de la palabra, del discurso, del logos. ¿Cómo se manifiesta la isonomía, cómo se expresa concreta y políticamente si no es a través del acto de tomar la palabra, de manipular el discurso para defender su punto de vista, su opinión? En democracia, todo discurso, toda opinión es legítima –poco importa quién la pronuncie– porque todas son iguales. El discurso, en democracia, se vuelve el rey, o será rey quién lo domine.

La isonomía libera la potencialidad del discurso y de la opinión, es decir la potencialidad del individuo y, como lo teme Platón, la potencialidad infinita del deseo. Platón constata que la democracia, régimen geométrico de la medida y de la simetría, del orden y de la ley, libera súbitamente el deseo desordenado e indeterminado de todo individuo. Su gran temor es que la democracia no sea en el fondo más que el reino, o más bien la tiranía camuflada del deseo –de unos cuantos– y, por lo tanto, el reino brutal del interés privado. Liberado de la opresión de la tiranía y de la oligarquía, el individuo democrático puede dar rienda suelta a su deseo, es decir vivir como le plazca, vivir en fin para sí, por su interés. Es de esta libertad democrática, y topográfica, que emergen la sofística, la tragedia, la explosión de las artes y, por supuesto, la filosofía como tal, en cuanto ciencia del discurso. Es decir, toda la gloria del modelo que produce aún sus efectos. Pero es a causa de la libertad democrática también que se instala, políticamente, el desorden estructural del Ágora, es decir la confrontación inevitable de opiniones radicalmente distintas –y sin embargo estructuralmente iguales–, el conflicto de intereses personales que no logra adicionarse en interés colectivo. Confrontación y conflicto que no pueden ser resueltos sino por el asentimiento de la mayoría, del demos, sea cual sea su veredicto: es así que, irónicamente, la democracia produjo –y continúa produciendo– su propia ruina, rindiéndose una y otra vez a la tiranía. Tal como Platón lo predijo.

Este desorden, que Platón teme, y que a toda costa desea contener, resulta sin embargo del conflicto inevitable que atraviesa la vida de toda ciudad, como la de todo individuo: es libre quién se busca, es decir quién no sabe a dónde va y, por lo tanto, está expuesto al error y al cambio. Como Protágoras lo dice a través de la pluma de Platón, la democracia y el individuo democrático son el resultado inevitable del error –y del olvido– de Epimeteo. Éste es tal vez el legado ambiguo de Atenas y de su democracia, que continúa acechándonos, el legado inimitable de una libertad en busca de normas y conocimiento, de leyes e instituciones capaces de contener el desorden inevitable de su deseo.