Apartamento: la ruina de lo presente

Aquiles Jarrín

 

 

La contemplación de las ruinas nos permite entrever fugazmente la existencia de un tiempo que no es el tiempo del que hablan los manuales de historia o del que tratan de resucitar las restauraciones. Es un tiempo puro, al que no puede asignarse fecha, que no está presente en nuestro mundo de imágenes, simulacros y reconstituciones, que no se ubica en nuestro mundo violento, un mundo cuyos cascotes, faltos de tiempo, no logran ya convertirse en ruinas. Es un tiempo perdido cuya recuperación compete al arte.

Marc Augé.

 

 

El edificio se encuentra en un estado de deterioro ambiguo, no hay una clara intervención violenta del tiempo, pero el desgaste y las relaciones de desamor están presentes de manera homogénea. Las paredes están pintadas con dos colores que se han vuelto más cercanos por la suciedad. El marrón y el beige aparentan cierta nostalgia por la década de los 70, años en los que fue construido el edificio, esta última capa no debe tener más de diez años. Algunas paredes se están pelando y se hace evidente que han sido pintadas muchas veces. Aparecen verdes, azules y grises. El impulso a seguir levantando esa primera dermis es inmediato.

Los pasamanos de la escalera son de madera pintada de café oscuro. La intervención sólo acentúa las hendiduras y los trazos profundos de líneas caóticas. Uno puede imaginar el metal puntiagudo que lastima la madera, dejando marcas, huellas, historias. Algunas deben tener sus orígenes en accidentes, mudanzas, torpes movimientos y malos cálculos. Sin embargo, también son notorios los trazos llenos de intención, hay intentos de escritura, rastros de palabras de alguien que encontró en ese material la capacidad de recibir afectación, intensidad y manifestó las ganas de imponer un acto sobre otro. Lo que se siente al romper un vidrio no es la misma experiencia que romper papel. Introducir nuestros afectos e intenciones en materiales es una larga historia de relaciones y cambios. Es un proceso maleable de mutuos entendimientos.

El ascensor no funciona, pero su presencia otorga cierta dignidad al entorno. Cada piso tiene tres apartamentos con puertas de diferentes colores y materiales que no denotan lógica alguna. Por momentos, el lugar parece un conjunto de caprichos y disputas que cayeron pronto en el olvido.

Las puertas de cada apartamento expresan claras diferencias, se presentan como signos que advierten un tipo de intimidad, una manera de estar adentro y de expresarse hacia fuera. Varias de ellas son de madera deteriorada, pintadas con tonos distintos, algunas tienen vitrales y otras no cuadran bien. Pocas se volvieron obsesivas con la seguridad, incluyendo rejas y notorias cerraduras, y otras parecen ni siquiera estar cerradas.

Llegando al segundo piso, corredor a la derecha se encuentra la entrada del 106 que esquina con la del 107. Es una puerta de madera nueva, con una estética de los años 80, de laca oscura que se confunde con una pintura de color café rojizo, que busca aparentar cierto lujo, pero los acabados y terminaciones parecen funcionar como un maquillaje que esconde el tesoro que siempre es la madera. Su contradicción tiene como resultado cierta indiferencia, es un encuentro neutro, que no invita, que no recibe, que no genera curiosidad, y al pretender ser mucho, pierde toda cualidad. Es una especie de engaño del presente; forzosamente actual y pasado a la vez. Tiene ese efecto de la inmediatez; busca ser lo genérico, lo común. lo actual, lo masivo, lo brillante.

Las puertas, que no son muros, son el plano vertical y generalmente liso que materializa el misterio. Es el punto de inicio de una historia, es umbral e ingreso, distancia mínima con lo sorpresivo. La puerta habilita el atravesar y crea un acceso, delimita el interior del exterior. Entrar y salir son actos de poder y libertad. La puerta es tan seductora, que la fantasía del voyeur se materializa en la mirilla que muchas tienen, disfrazada de seguridad, la mirilla ha sido objeto preciado y mágico que nos permite ver sin ser observados, un doméstico panóptico de la intimidad del otro.

 

 

¡La puerta! La puerta es todo un cosmos de lo entreabierto. Es por lo menos su imagen princeps, el origen mismo de un ensueño donde se acumulan deseos y tentaciones, la tentación de abrir el ser en su trasfondo, el deseo de conquistar a todos los seres reticentes. La puerta esquematiza dos posibilidades fuertes, que clasifican con claridad dos tipos de ensueño. A veces, hela aquí bien cerrada, con los cerrojos echados, encadenada. A veces hela abierta, es decir, abierta de par en par.

Gaston Bachelard.

 

La advertencia de que el 106 se encontraba remodelado despertaba varios tipos de fantasías. La puerta era el umbral entre imaginación y realidad, abrirla y atravesarla permitía develar una nueva dimensión.

Los lugares son secretos, son imaginados y soñados, construidos y alterados. Estar en un interior para pasar a otro interior tiene una carga regresiva y nostálgica. Implica adentrarse en un conjunto de capas, sombras, luces, divisiones, planos, olores, volúmenes y colores. Un conjunto de materialidades presentes y ausentes en interacción constante, afectadas por las múltiples intervenciones por las que ha pasado este paisaje, en y con el tiempo.

Llave en mano, la puerta es desplazada y se produce un inmediato develamiento. Todas las imágenes previas son atropelladas por la visión. Es como si todo se silenciará cuando las fantasías se convierten en fallido recuerdo y entran en un proceso progresivo hacia el olvido. La realidad se hace presente casi de manera salvaje, el mirar es una primera y hegemónica experiencia del encuentro con ese otro.

Mirar es un acto de reconocimiento; desplazarse, un primer acto de interacción, y atravesar la puerta, un hecho real y simbólico de ser parte, de introducirse. En el interior del 106 lo primero que se presenta es un gran ventanal que promueve una relación visual con el entorno urbano que contiene al apartamento, y que es definido por las calles Guayaquil y Oriente.  El efecto es de captación total: fachadas republicanas con bellos elementos decorativos, que se enmarcan, con fugas hacia el barrio de la Tola por la Oriente y la loma del Panecillo por la Guayaquil, un instante de seductora imagen de postal del centro histórico de Quito. Juhani Pallasmaa critica una arquitectura pensada solo para el ojo:

“esta arquitectura parece tener su origen en un solo momento en el tiempo y evoca la experiencia de una temporalidad plana. El carácter visual y la inmaterialidad refuerzan la experiencia del tiempo presente, mientras que la materialidad y las expresiones táctiles evocan una conciencia de profundidad temporal y de la continuidad del tiempo.”

Despejada la mirada de la vitrina patrimonial, hay un acercamiento a las primeras composiciones del lugar. Espacios definidos fuertemente por las paredes: comedor, sala, cocina, dormitorio principal con baño, dormitorio simple, baño social, bodega. Closets, muebles empotrados, inodoros y lavabos construyen no solo dispositivos, sino un conjunto de signos y direccionamientos que determinan con mucha fuerza una lógica de relacionamiento. Definiciones de funciones y trayectorias insisten en cada elemento que compone el escenario, marcando una propuesta en las que las posibilidades de juego y apropiación son nulas. La experiencia está marcada por el disciplinamiento y el orden, ratificándose esa condena foucaultiana al decir que “el espacio fue tratado como lo muerto, lo fijo, lo inmóvil”.

El espacio ha sido domesticado por superficies verticales de ladrillo cubiertas de cemento, azulejos y pintura. Un color beige amarillento invade todas las paredes del 106, no hay polvo ni rastro de que haya sido habitado. La moderna carpintería de hierro, donde se soportan las ventanas, ha sido pintada de blanco tratando de fugar con el paisaje, pero difícilmente se esconde y parece un fallido intento de camuflaje. La bodega es un laberinto mínimo de mochetas y recovecos que hacen oda a la carencia de función y a un rebuscado aprovechamiento del uso de las áreas.

El piso de porcelanato amarillento se extiende ocupando casi la totalidad del plano horizontal, en un duro encuentro con las paredes que busca ser suavizado con una barredera del mismo material. El suelo es una síntesis lisa y cruel de la intervención en el apartamento, que mata toda la posibilidad de imaginar y se presenta como una negación radical al tiempo, a lo perdido.

Parece ser que lo liso en todas las extensiones de la casa es la estrategia principal para generar algún tipo de espejismo que convierta al 106 en una atractiva morada para el ciudadano del mercado inmobiliario actual. Lo liso exacerba los valores vinculado a la higiene, la seguridad, lo inmediato, lo verdadero y un tipo de belleza. Byung-Chul Han encuentra en esta manera de construir belleza un exceso de positividad, anclada a lo “menudo, delicado, leve y tierno”. Este tipo de belleza está rodeada de alegría y aletarga. Sostiene que en contraposición a lo bello esta lo sublime, que está cargado de negatividad:

“lo sublime es grande, macizo, tenebroso, agreste y rudo. Causa dolor y horror. Pero es sano en la medida en que conmueve energéticamente al ánimo…”

Byung-Chul Han.

 

 

 

En este apartamento que tiene más de cuarenta años se ha eliminado cualquier misterio, no hay rasgaduras, heridas, accidentes… hay una insistente negación de cualquier materialidad que denote expresividad, diferencias y tiempo.

Gran parte de la arquitectura original del 106 parece mantenerse, se han redondeado algunas esquinas de las paredes con la intención de generar unos arcos entre área social y dormitorios que entran en desequilibrio con la arquitectura moderna más ortogonal que prevalece en el lugar. Las decisiones sobre los acabados y terminaciones evidencian las intenciones homogeneizadoras de las sensaciones, en la que la premisa principal es lo pulcro y lo inmediato. Busca satisfacer una superficial vivencia de lo visual y alejarse de estimular cualquier otro de los sentidos. No existe rastro de lo oculto, lo incompleto y lo velado… en fin, la disminución de cualquier experiencia erótica o sensual que permita el aparecimiento de un otro, entendiendo ese otro como el acontecimiento que permite el encuentro con lo diferente y lo sensible.

¿Cómo encontrarse en un lugar así? ¿Qué afectos y agenciamientos se producen en este tipo de inmuebles que se multiplican vertiginosamente? ¿Qué tipo de relaciones se construyen en estas cáscaras frías y llanas? ¿Cómo fugar a la obturación de sentidos y de imaginación? Aquí no hay laberinto, juego o equívoco. No hay algo vulnerable, imperfecto, incierto o ni inacabado que sea receptivo a lo singular, a lo múltiple y a lo diverso. Hay esa muerte inmediata que produce todo intento de intervenir desde las certezas, los exitosos referentes y la complacencia a las exigencias del mercado. Rafael Iglesia abre algunas líneas de fuga para irrumpir en aquello que se está solidificando, y propone la experimentación como la posibilidad de rasgar el paraguas de la cultura, de fisurar los muros de las convenciones y así descubrir en el devenir del hacer lo distinto y lo propio:

Y de lo que se trata es de recorrer otros caminos, más largos, más incómodos incluso algunos sin salida, lo cual implica volver, mirando las cosas desde otro lado, desde su contra‑cara.

Experimentar no se delimita al construir, al intervenir o al crear, es una invitación a instalar una óptica crítica en la manera en la que estamos acostumbrados a descifrar el mundo, y desde esa comprensión aceptar o transformar aquello que nos envuelve.

Imágenes: Nolan Issac, v2osk, Agence Producteurs Locaux Damien KühnJeremy Perkins,  Dawid Zawiła, Michal Jarmoluk

Contemplación de fragmentos (2ª parte)

III

Percibimos el espacio como si fuese tiempo detenido, como si el tiempo hubiese «cristalizado» o «coagulado» en ciertas configuraciones que están ante nosotros. Y percibimos el tiempo, el devenir, como si se expandiese en volúmenes, como sucesión de cuerpos o volúmenes que se superponen o se despliegan. En la contemplación de un «lugar» podemos rastrear, más allá de las imágenes, la sucesión del tiempo, los diferentes ritmos y modificaciones que provienen de los cambios en las formas de la vida humana: largos períodos de cierta continuidad y crecimiento, repentinas crisis, catástrofes geológicas o sociales.

Ciudades, aldeas, caminos o campos son configuraciones espaciales donde se juntan los restos de la vida humana del pasado con las formas del presente. En cada «lugar» se superponen signos y símbolos de poderío o de miseria, de grandeza o desesperación; se juntan innumerables fragmentos que quedan de esfuerzos, alientos o renunciamientos; de saberes, conocimientos, creencias y equívocos; de ritos, esperanzas o catástrofes. En español, para el panorama «natural» que se contempla desde una determinada posición del observador tenemos la palabra «paisaje»; sin embargo, no existe una palabra que denote el espacio de la ciudad que contemplamos desde un determinado punto de vista, por ello haré aquí uso del término «paisaje» en un sentido amplio, no restringido a lo que se supone —a mi juicio, erróneamente— que es «naturaleza» exterior a la realidad artificial creada por el trabajo, la técnica y el lenguaje. El «paisaje», en este sentido amplio —un paisaje de la ciudad, del campo, o del bosque o incluso de la selva o del desierto que están más allá de la relación ciudad/campo— es historia, es transformación constante. Caminamos por una ciudad, o más precisamente por alguna parte de una ciudad, nos detenemos en algún punto, y bajo nuestros pies y arriba de nuestras cabezas, frente a nosotros, ante nuestras miradas, a nuestras espaldas, brotan incesantemente los signos de su(s) historia(s).

Cualquier construcción, no solamente aquellas que son consideradas «monumentos», posee esa densidad que invita al arqueólogo, al antropólogo o al historiador a examinar, discriminar y ordenar restos, a reconstituir imaginativamente las edificaciones a partir de sus ruinas, a establecer las modalidades de reutilización de fragmentos de lo antiguo que se insertaron en las nuevas construcciones, las cuales a su turno tal vez hayan sido arruinadas posteriormente. Densidad semejante tiene el habitante o el visitante cuyas memorias sedimentan la experiencia vivida en casas, patios, escaleras, calles, plazas, mercados, parques o estadios, estaciones de trenes o aeropuertos, iglesias o cementerios… De tal densidad que se brinda a la contemplación provienen las preguntas sobre las formas de vida cotidiana, los sistemas de creencias, de relaciones familiares, de prácticas sexuales, laborales, mercantiles o funerarias, sobre alimentos, hambrunas, enfermedades, fármacos y prácticas curativas, sobre instituciones y relaciones de poder que utilizaban los seres humanos que vivieron en esos parajes, lo que deriva en una necesaria, aunque no siempre obvia, comparación con las formas actuales de vida humana. El pasado se presenta como una sucesión de construcciones, destrucciones o reconstrucciones cuyos restos están ante nosotros, es decir, que son parte del presente. De esa combinación-contrastación entre pasado y presente, y como una proyección de las posibilidades recreativas de la vida humana que se abren a partir de ellas, surgirán las expectativas de lo que puede venir, de futuro. El espacio se revela entonces como una singular cristalización del tiempo, que recoge en el presente las huellas del pasado y las proyecta hacia adelante, hacia el porvenir. Pero tal vez esta sea solo una manera moderna de percibir esa cristalización del tiempo en el espacio que se recorre durante la contemplación de un «paisaje»…

Si consideramos con detenimiento las distintas «capas» que coexisten y se superponen en un determinado «paisaje» citadino, una basílica como la de San Clemente de Letrán o el Zócalo de la ciudad de México, podemos contrastar la articulación entre pasado, presente y futuro que se configura en el mundo moderno con las formas culturales del pasado. En efecto, los sacrificios en el Templo Mayor tienen que ver con una concepción cíclica del tiempo, aniquilada de hecho por la técnica moderna, industrial. ¿Qué «futuro» constituía el horizonte de expectativas de los artistas-artesanos del mural del ábside de San Clemente? No, por cierto, el horizonte del «progreso» sino la «eternidad», el cumplimiento de la promesa escatológica, la salvación. ¿Qué esperaba del futuro Diego Rivera? Seguramente algo había en él de las utopías revolucionarias del siglo XX, y tal vez de una esperanza de fama póstuma unida para siempre a la historia nacional mexicana. Mas, a pesar de la teleología implícita en la utopía política, esta es sustancialmente diferente de la escatología cristiana; aquella apuesta al futuro, esta, a la eternidad. ¿Qué esperan del futuro los turistas de nuestros días, a los que les llegan los restos del pasado más bien desde las pantallas de sus portátiles que de la conmoción que pueden provocar las piedras, las columnas o las pinturas murales? ¿Cómo perciben la articulación de pasado, presente y futuro los millennials, y en general, cómo percibimos esa articulación dentro de la aceleración que caracteriza a nuestra época?

IV

Quien contempla un paisaje, en el sentido que aquí he dado a esta palabra, lo hace desde un singular punto de vista que inserta el presente en la historia. También el mundo del observador devendrá con el tiempo espacio congelado, ruina, fragmentos dispersos. Quizás llegue a constituirse en una sucesión de legados trasmitidos como fragmentos que servirán para reconstrucciones, reutilizaciones, o que simplemente serán olvidados, esto es, que serán —literalmente— enterrados. La ciudad que habito o que visito, las formas de la vida humana en que existo, polvo serán, y no necesariamente «polvo enamorado». Quizás algún día otro visitante, otro viajero, tal vez arqueólogo, historiador o antropólogo, se volverá hacia lo que serán los restos, siempre fragmentarios, de nuestra peculiar historia. Hacia las huellas que dejamos: las ciudades o las partes de las ciudades en las que existimos.

De alguna manera, las ciudades, pero también las aldeas, los campos, es decir, cualquier paisaje, es museo, es monumento. Por ahí se encuentran callejuelas exuberantes en la exhibición de fachadas, balcones, puertas, rincones, acueductos, cloacas, plantas industriales, jardines; algún instrumento de labranza, un yunque, un martillo, un molino, o una cazuela, una cuchara, un cuchillo, una vasija, una máquina de coser, una rueda de carreta o un neumático, los restos de un puente de piedra o de una vía férrea abandonada, más allá unas tumbas o un campo que evidencia la conquista humana sobre la roca, sobre la pendiente de la montaña, las landas, la selva, el mar o la cuenca de un río. Conquista humana que es «civilización», construcción de mundos, sabiduría, y a la vez, «barbarie», destrucción, estulticia.

La ciudad no tiene fijeza, está en constante mutación, es infinita, no puede concluir. En sus inicios o en algunos momentos de su desarrollo podrá planificarse su disposición espacial, podrán establecerse determinados criterios para su evolución. Pero no hay posibilidad alguna de que el cálculo ordene la historia. La suposición de que es posible calcular las determinaciones del desarrollo social, y por tanto de que es posible la planificación hacia objetivos claramente delimitados, con exigencias de eficiencia, eficacia y con el ejercicio de controles del poder, deriva en la violencia autoritaria. La suposición contraria, de que no hacen falta regulaciones, deriva en anárquico desquiciamiento del espacio común de convivencia. Entre esos dos polos intentan moverse las sociedades contemporáneas. El devenir, sin embargo, es indeterminable. Podemos comprender ciertas tendencias, intuir posibilidades afirmativas de cierto desarrollo de las condiciones civilizatorias y a la vez de determinados riesgos de catástrofe, pero nos es imposible planificar y encuadrar el futuro de cualquier ciudad. Esto, no obstante, no implica que en cada momento, en cada ciudad y en sus distintos fragmentos, no se despliegue una incesante recreación, que puede implicar tanto la destrucción de su tejido social e histórico como su transformación afirmativa.

Múltiples factores que provienen del interior o del exterior de la ciudad, la irán transformando, a veces imperceptiblemente, a veces de modo violento. Hay ciudades hoy invisibles, que han sido borradas de la faz de la tierra, que yacen enterradas por las arenas del desierto, bajo la selva o la lava, en el fondo del mar. Hay ciudades que fueron amuralladas para salvarlas de la destrucción; hoy las murallas son restos arqueológicos. La historia reciente de Detroit es en este sentido ejemplar. La que un día fue capital de la industria automovilística y a la vez del jazz, llegó a ser declarada «en quiebra» en 2013. Que una ciudad sea declarada «en quiebra» solo podía acontecer en la época del dominio mundial del capitalismo financiero. En 2013, en su filme de vampiros Only Lovers Left Alive, Jim Jarmusch ubicó a Adam (Tom Hiddleston) en la ruinosa Detroit y a Eva (Tilda Swinton) en Tánger. Se pueden encontrar en internet algunos documentales sobre esta ciudad aniquilada. Pero asimismo podemos ver los crecimientos de las favelas, los hacinamientos en las megalópolis, el caos que crece en medio de la acumulación de basura, o los edificios tomados por los okupas, en pleno «centro histórico» de grandes ciudades.

Si la ciudad es configuración espacio-temporal y obra humana, en ella se entrecruzan diversas posibilidades de construcción (y destrucción) o de modificación del espacio, contenidas en los sistemas técnicos que disponen las sociedades concretas. En la ciudad se combinan entramados semióticos y, siendo historia, ritmos temporales diferentes. Hoy día los cambios de las ciudades son vertiginosos, con una aceleración que crece constantemente. En gran parte del planeta esa aceleración está ligada a los movimientos migratorios, a los movimientos de mercancías, entre ellos, de la masa de informaciones, movimientos relacionados con un consumismo obsesivo que aniquila las cosas en un breve tiempo. Sobre las ruinas de los templos de los dioses monoteístas del pasado se construyen los nuevos templos del consumo, que se desplazan desde los centros comerciales, semejantes todos a pesar de su ubicación en cualquier lugar del planeta, hasta las pantallas del teléfono o del ordenador portátiles, estos templos minimalistas a los que permanecemos atados buena parte de nuestro tiempo, en un ritual de obsesiva contemplación de imágenes, ya sea que vivamos en un chalet de una urbanización amurallada o en una casucha de favela. Al mismo tiempo, la automatización va ganando espacios en la vida cotidiana; en pocos años más no habrá ni chofer de taxi que nos cuente los chismes políticos ni cajero de supermercado que nos haga la cuenta.

Si una ciudad, cualquier ciudad, está en continua transformación, si en cada lugar el tiempo deja huellas del paso sucesivo de las generaciones en conglomerados de ruinas, de restos que se juntan en el espacio, que a veces se incorporan en nuevas construcciones o que quedan sumergidos en ellas, entonces la construcción-destrucción-transformación es obra de todos quienes las han habitado, incluso de aquellos que han estado solo de paso por ellas. Hay un poema de Brecht que reivindica esta creación multitudinaria y anónima. El poema inicia con una pregunta acerca de los constructores de las ciudades: «¿Quién construyó Tebas, la de las Siete Puertas? / En los libros aparecen los nombres de los reyes. / ¿Arrastraron los reyes los bloques de piedra?» ¿Dónde quedaron los anónimos albañiles, con qué se alimentaban?

«Tantas historias, / tantas preguntas», con estos dos versos termina el poema.

 

Para Eduardo Kingman Garcés,
poeta, pintor e historiador de Quito