Aporías de la libertad

C. Nectario

 

¡Oh, Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!

Marie-Jeanne Roland de la Platière

 

El hombre es la única criatura que se niega a ser lo que es.

Albert Camus

 

La libertad es una cuestión occidental, ante todo de la filosofía moderna. La pregunta acerca de su esencia se articula en torno a la moral y la política; indaga por el sujeto en su relación con sus semejantes, con sus entornos sociales, culturales y naturales. Se inquiere acerca del sujeto o del individuo o de la persona, conceptos estos que se refieren a entidades que no son equivalentes entre sí. Se interroga sobre las posibilidades de realización vital de los individuos y por su responsabilidad, de cara a su comunidad, a lo otro y los otros. Que el escenario de la cuestión se sitúe entre ética y política implica que deba considerarse la dimensión religiosa o teológica de la libertad, así como su historicidad.

Si la libertad es ante todo un problema de la filosofía moderna, sus antecedentes se encuentren en el pensamiento griego clásico, tanto en Platón o Aristóteles como en Esquilo o Sófocles. En la tragedia se inquiere por la responsabilidad del individuo sobre sus actos, sobre su desmesura (hybris), sobre la violación de la ley que organiza la comunidad, aun si se ignora que se la está violando (Edipo rey), o sobre la contradicción entre la ley que instaura la polis y la ley de la tradición y la piedad familiar (Antígona). Sócrates acepta cumplir la sentencia injusta que lo condena a muerte y bebe la cicuta, a pesar de que sus amigos lo incitan a huir de la prisión, porque la obediencia de la ley preserva la ciudad; condenado por impiedad y acusado de negar a los dioses, cumple ―no sabemos si irónica o piadosamente― con el deber religioso cuando pide a Critón que no olvide pagar el gallo que deben a Esculapio. El precepto inscrito en el templo de Apolo en Delfos, “Conócete a ti mismo”, da cuenta de la ignorancia del hombre acerca de sí mismo, por tanto, sitúa el inicio de la autoconciencia como núcleo del pensamiento y como condición de la polis.

A diferencia de lo que acontece en la Grecia clásica, las historias de las sociedades que los europeos denominaron Oriente ―China, India, Persia, Mesopotamia, Egipto, y también África y América―, como lo veían Montesquieu, Hegel o Marx, estuvieron marcadas por el despotismo o la esclavitud generalizada. La libertad no es una cuestión que se aborde en el confucianismo o el taoísmo en China, o en las religiones hindúes o persas. La responsabilidad del individuo, que tiene que ver con las normas comunitarias que delimitan el bien y el mal, que establecen la obligatoriedad o permisibilidad de determinados actos y la prohibición de otros, se inscribe dentro de lo religioso, a partir de la representación mítica y la demarcación entre lo sagrado y lo profano. Pero no hay ninguna problematización de la organización política, de las formas de relación entre individuos y sociedad o estado. Sin lo cual tampoco puede aparecer como un problema que acucie al pensamiento la diferencia entre lo público y lo privado, o entre la ciudad y lo doméstico.

La cuestión de la libertad, de Platón o Aristóteles hasta Hegel, Nietzsche o Marx, e incluso más acá de estos, tenía que articularse en relación con el dominio de unos hombres sobre otros, con base en la polaridad entre amo y esclavo, paradigma de la “unidad” y “lucha” de los contrarios. La figura del amo no se restringe a la representación de un hombre que domina a otro, incluso hasta el punto de convertirlo en cosa de su propiedad sobre la que puede ejercer cualquier disposición arbitraria, o de un grupo ―clase, estado, nación― sobre otro, sino que trasciende el campo de las relaciones humanas para representar la relación del dios o los dioses con el creyente. El cristianismo primitivo comparte con el estoicismo ciertos rasgos que caracterizan al liberto y al esclavo que espera de su amo la manumisión, sea de la carga de trabajo cotidiano o del pecado; mas, ni el estoicismo ni el cristianismo creen verdaderamente en la libertad, pues no hay emancipación posible ni del cuerpo ni de la culpa. El Señor que promete la salvación, en el caso del cristianismo, ya ha advertido que su reino no es de este mundo. El estoico se encerrará en sí mismo para encontrar la libertad que no halla en el mundo; una libertad de pensamiento que discurre en soliloquio.

La modernidad occidental trajo consigo el impulso hacia lo mundano. La Reforma, el nacimiento de las ciencias naturales, la emergencia de una economía que tiende a la mundialización, la industria luego, inciden en un radical cambio de la idea del hombre, y por consiguiente de la representación de su lugar en el cosmos, ante la naturaleza. De Descartes en adelante, el sujeto será conciencia y, más aún, autoconciencia; es ante tal sujeto que emerge de modo acuciante su problemática libertad. Sin embargo, esa idea del hombre de la filosofía moderna heredó del cristianismo y de la filosofía griega una imagen que solo con el avance científico ha venido desvaneciéndose: la distinción entre cuerpo, perteneciente a la “extensión”, la naturaleza material y la condición animal, por tanto, mortal, y alma-espíritu, perteneciente al “pensamiento”, a la razón que vinculaba al hombre con lo divino, por tanto, inmortal. La libertad, por consiguiente, tenía que concebirse como atributo de la (auto)conciencia, de la voluntad del sujeto que lograba dominar a través del conocimiento las pasiones e impulsos del cuerpo, la sumisión a la materialidad, al deseo, para ascender al bienestar espiritual, para proyectarse a lo divino. El mal quedaba localizado en el cuerpo, en lo instintivo; el bien comenzaba por el dominio de las pasiones. Pero, ¿qué implicaciones traía este movimiento moderno en relación con la ley de la convivencia social? Es sintomática la semejanza entre la recurrencia de Descartes a Dios, quien crea al sujeto, y la idea del derecho divino de los monarcas. El Dios cartesiano garantiza la existencia de la realidad ―su propio cuerpo, los otros seres humanos, las cosas― al yo enclaustrado en la conclusión “pienso, luego existo”, así como Dios garantiza el orden social a partir del derecho divino del soberano. No obstante, el propósito cartesiano es fundamentar metafísicamente la libertad de pensamiento que requiere la ciencia moderna; frente al juicio a Galileo o a los asesinatos de Bruno o Servet, se requiere la reforma del entendimiento. Frente al dogmatismo de las iglesias, católicas o protestantes, o de la sinagoga, como bien lo entendió Spinoza, había que defender la libertad de pensamiento, de expresión y la tolerancia. A la sombra del sujeto cartesiano se protegía el surgimiento de las ciencias naturales, y a menudo incluso a la sombra de algún déspota ilustrado.

Aunque es una figura heredada del cristianismo y del judaísmo, el Dios de la metafísica moderna es una entidad abstracta, que nada tiene que ver con ese viejo personaje del mito religioso. El Dios cartesiano que ordena la naturaleza matemáticamente, el Deus sive natura espinociano, la mónada de mónadas que decide el mejor de los mundos posibles de Leibniz, el Dios comprendido en los límites de la mera razón kantiano, o el Dios de los ilustrados y los libertinos ―es decir, los librepensadores―, que culminan en la figura de la Diosa Razón de la Revolución Francesa, exponen el paulatino ocultamiento de lo divino en el mundo moderno. Se exige pensar el ámbito moral y político de modo diferente, desde la idea del hombre, a partir de su autonomía, su racionalidad, su facultad para el examen crítico y no solamente a partir de una voluntad ciega surgida del instinto. Con la razón práctica se afirmarán las teleologías, los fines que se proponen para alcanzar la paz perpetua, los imperativos categóricos que establecen la moralidad. Más tarde, surgirán los ideales de mundos perfectos en que se realice la esencia humana: sociedades regidas por la razón, la ciencia, la armonía, los reinos de la libertad, la igualdad o la fraternidad universal.

El mal en ese horizonte puede ejemplificarse con el asesinato brutal que comete el delincuente, o con los crímenes imaginados por Sade, o por la guillotina. El crimen puede evaluarse estéticamente, como lo hacen los libertinos de Thomas de Quincey. Ante ese Dios abstracto, de todas maneras heredado del cristianismo, había que colocar la pregunta por el origen del mal. ¿Cómo es posible que Dios, omnipotente, omnisapiente, crease un mundo donde existe el mal? ¿Qué sentido contiene el mito del fruto prohibido del Árbol del Conocimiento que incita a Adán y Eva a cometer el primer pecado, heredado luego por toda la humanidad? ¿Acaso en el mito no está contenida la idea del impulso humano a la libertad? Para Schelling, la libertad es la facultad del bien y del mal; influenciado por el “panteísmo” de Spinoza y recurriendo a los gnósticos, recurre a la argucia de postular un in-fundamento o abismo (Ungrund) que subyace en Dios. Ese in-fundamento de Dios, ligado a la materialidad y al mal, es el opuesto dialéctico, complementario de la luz, del espíritu divino y del bien. El mal, y ya no solamente el bien, adquieren una dimensión metafísica esencial, están en el fundamento del ser y en su oscuro abismo. El devenir, o más bien la historia, es una lucha incesante entre el bien y el mal.

De alguna manera, esta aventura del pensamiento occidental culmina en el espíritu absoluto hegeliano. ¿Acaso lo divino es la totalidad de lo humano, el despliegue de lo humano en la historia, hasta alcanzar las formas de organización de la moralidad y del Estado modernos? La historia es el despliegue del espíritu absoluto, que incluye la totalidad de lo humano, hasta alcanzar el reino de la libertad, claro que también gracias a las astucias de la razón: el mal, como la guerra, impulsa el progreso histórico. Pero en Hegel, a partir del célebre capítulo de la Fenomenología sobre la dialéctica del amo y del esclavo, la libertad adquiere una connotación de enorme importancia para la historia posterior, al menos en Occidente: tiene por fundamento el reconocimiento del otro. Es conocida la trama de ese pasaje: hay dos conciencias que se encuentran y confrontan; una de ellas no se rinde ni siquiera ante el amo absoluto, la muerte: es la conciencia del amo. La conciencia del esclavo prefiere, ante la muerte, el sometimiento al amo. Reconoce al amo como tal, y en consecuencia satisface su deseo a través del producto de su trabajo. El amo, al depender del trabajo del esclavo, se supedita a este. El esclavo, adiestrado en el conocimiento gracias al trabajo, reconoce al amo, y luego, por ese reconocimiento, toma conciencia de su propia situación. Desea el reconocimiento del amo, la superación de la confrontación y de la condición misma de la esclavitud. El fin de esta, el ámbito de la libertad, emerge del mutuo reconocimiento de la libertad del otro, de que el otro es también autoconciencia, y que solo puede serlo a través del muto reconocimiento. En otro pasaje, al inicio de sus Lecciones sobre la historia de la filosofía, Hegel postula que la filosofía, es decir, la Ciencia ―el concepto, pensamiento puro, y no ya la representación contaminada por la imaginación, por las ilusiones de lo que luego se llamará ideología― surge en Grecia porque en la polis se encuentran hombres libres que se reconocen como tales, los ciudadanos, y porque el pensamiento adquiere libertad. Esta tesis trae consigo implicaciones que aún permanecen ante nosotros: el conocimiento necesita una organización social donde exista la libertad de pensamiento, esto es, de palabra, de interlocución y debate. Por otra parte, la exclusión de los no-ciudadanos del orden de la libertad conlleva la separación entre el ámbito público, la ciudad, y el mundo doméstico donde el ciudadano ejerce despóticamente su condición de amo sobre las mujeres, los menores de edad, los esclavos, los extranjeros. A los excluidos se les coarta la libertad de pensamiento, se los silencia o se encierra su conversación entre los muros de la casa, su palabra se reduce a murmullo.

La historia del progresivo ocaso del Dios de la metafísica moderna culmina, como sabemos, en la constatación de su muerte por parte de Zaratustra; consiguientemente, en el nihilismo, es decir, en la carencia de fundamento para los valores. Ante la ausencia de Dios, ¿qué es la libertad? ¿Cuál es el fundamento de la decisión entre el bien y el mal? ¿La voluntad de poder, el impulso por perseverar en el ser, la utilidad, el placer? ¿Qué puede impedir el crimen? ¿Acaso el reconocimiento del otro es suficiente para evitar su asesinato o su esclavitud? La rebeldía adolescente en la época del nihilismo se extiende de los terroristas rusos del siglo XIX hasta los artistas de las vanguardias de hace un siglo, en actos que implican la afirmación de la voluntad individual que se rebela contra la ley. En el caso de los primeros, poniendo en juego su propia muerte; en el de los segundos, como un puro gasto de energía creativa que se dirige a corroer la propia obra. El rebelde impugna todo orden, el revolucionario impugna el orden existente para instaurar uno distinto. El intelectual de Occidente se refugia en algún espacio institucional que no tiene problema en acoger su disenso.

Sin embargo, los dioses no acaban de morir. Renacen a partir de los supuestos orígenes o los grandes fines: Nación, Pueblo, Proletariado, Dinero, Raza, Libertad, Igualdad, Fraternidad, Comunidad… Incluso otros dioses más difusos aparecen en escena, por caso, Seguridad, esa obsesión de nuestro tiempo. En nombre de la nación o la raza, se crean campos de exterminio donde se industrializa el asesinato o se emprenden campañas de limpieza étnica. En nombre de la libertad se levantan patíbulos, y en el de la igualdad, se crean gulags. En nombre de la justicia y la reparación, se cultiva el resentimiento, fuente de los fascismos. En nombre de la seguridad, se instalan ciudadelas amuralladas, cámaras de reconocimiento facial en calles y plazas, regímenes policiacos.

No obstante, herederos de Occidente como somos, ya sin dios que garantice cualquier más allá, ni en el cielo ni en la tierra, sabiéndonos finitos, es decir, mortales, como individuos y como especie, alejándonos día a día de las nociones modernas sobre lo humano, no nos resignamos a seguir indagando por lo que somos, por las posibilidades de vida que se abren en los límites de nuestras existencias. Por lo que cabe proseguir en el esfuerzo de mantener espacios públicos y domésticos de mutuo reconocimiento y de interlocución, de una siempre precaria y problemática libertad de pensamiento.

 

 

Imágenes: Rostyslav Savchyn (Unsplash); Andrés Canchón (Unsplash); Cabecera: El jardín del Edén (detalle). Panel de terciopelo trabajado con hilo de seda y metal. Último cuarto del siglo 16. The Met Museum

La libertas ilusoria

Julio Echeverría
[email protected]

I

La libertad es ilusión necesaria, es su única ‘forma’ y como tal difícilmente la podemos encontrar en la realidad, o en aquello que solemos llamar ‘realidad’: aquel, espacio o lugar comandado por la consecuencialidad de los hechos observables. La libertad pertenece a esa materia propia de la inmaterialidad, que solo es aferrable como concepto o como idea, pero que como tal no puede renunciar a su pulsión utópica, que es la de realizarse en el mundo de las causas y de las consecuencias. Es solo allí cuando descubre su carácter ilusorio, su inconmensurabilidad radical. Es esta su característica ontológica; está donde tiene que estar, animando el mundo como representación y como voluntad, pero negándose cuando esa voluntad quiere afirmarse en la aritmética de la consecuencialidad. Es en este campo de reflexión que cobra sentido la dialéctica de la libertad positiva y negativa a la cual se tiende recurrentemente a acudir para definirla. Libertad negativa: el desear y querer que no acepta límites, que rechaza toda imposición a su plena expansión; y libertad positiva, afirmar y realizar el deseo, superando los impedimentos, definir un curso de realización; aquí la libertas aparece como emancipación.

II

El sujeto moderno vive su libertad como una paradoja: solo puede aceptarse como liberto cuando se ha emancipado de toda tiranía externa e interna: puede escapar, afirmarse, realizarse frente a la tiranía externa, pero con dificultad lo hace frente a la interna; siempre está sometido a sus pasiones e instintos. Es aquí donde la ilusión se manifiesta en la forma de la paradoja, su forma par excellence: probar la libertad aquí es no reconocer a nadie sino sólo a sí mismo, es a-socialidad, es conflicto, es aniquilación; mi libertad es anulación del otro, es dominio sobre el ambiente que es limite y fuerza que se me enfrenta; pero el otro es reacio y el ambiente es solo procesable; ambos se revuelven contra mi libertad, me anulan; mi libertad requiere de una tabla de salvación, de una auctoritas que pacifique el conflicto, que permita la supervivencia. La auctoritas está allí para salvar a la libertas, para permitirle que regrese a su estado natural, el de la ilusoriedad; la libertas requiere para su realización, de la auctoritas y de su pulsión tiránica. La tiranía es aquella que acaba con esa deriva de la libertas que al afirmarse la niega, lo saca de esa indeterminación que al someterse al dominio de su pasionalidad lo arroja en la anulación del otro al cual sin embargo lo necesita; esa libertas que produce su negación, es ella la que clama por una ancla de salvación, la que requiere de una potestas, de una auctoritas que lo salve. La libertad es a-social porque lo social es compromiso y acuerdo, la socialidad afecta esta estructura básica; exige dejar algo, renunciar a algo, la libertas es anti-auctoritas; por tanto, es antisocial, regresa al estado de inmediatez en el que se esta libre, pero en absoluta soledad, en su inmensa libertas. Es entonces cuando la paradoja se realiza: la libertad interior emerge para realizarse, pero se encuentra con el poder tiránico que lo devuelve a su status naturae.

 

III

Desde Platón a Hegel la modernidad construye este paradigma; la libertad como voluntad y representación, como ilusoriedad necesaria. Es la libertad la que produce la auctoritas, como razón y/o como Estado, como eticidad, como legitimidad; lo hace para salvar-se del dominio de la pasión; pero al producir aquello que debería salvarlo lo que produce es su anulación. La libertad positiva, que busca realizarse en el mundo de la consecuencialidad, se revuelve sobre sí misma; se opone a la potestas, a la auctoritas, que trata de ubicarla en medio de la aritmética de las causas y de las consecuencias. Pero, al intervenir ésta, para salvarlo, para ‘socializarlo’ lo pone de vuelta en el avatar de su pasionalidad que lo anula, de aquella tiranía que lo mantiene sometido. La auctoritas solo puede afirmarse negando la libertad del sujeto y lo hace a favor de su propia libertas, así lo protege de sí mismo. Con Hegel da inicio la crisis de lo moderno; a partir de sus formulaciones es posible advertir el impasse al cual conduce el desarrollo de la dialéctica de la libertad positiva y negativa; la crisis de lo moderno apunta en dirección a reconocer la radical alteridad en la que estas se encuentran; en su ilusoriedad está su posibilidad de existir y de mantenerse, pero devela al mismo tiempo su obsolescencia. Es seguramente Hegel quien deja abierta la tensión al mantener la vigencia de la ilusoriedad y trabajar al mismo tiempo en su disolución/realización. La libertad negativa, aquella que no acepta someterse, penetra en la auctoritas y lo impregna de su poder corrosivo, lo divide, lo controla, construye los dispositivos que detienen el camino a su autonomización, apunta en dirección a impedir que ésta se vuelva poder absoluto que no reconoce a la libertas de la cual emerge. La ilusoriedad de la libertas se encuentra así expuesta, al desnudo. Es la ilusoriedad de la dialéctica la que es necesaria, y es esta la que deberá negarse, realizarse, suprimirse.

IV

Es en el espacio abierto por la post e hiper-modernidad donde la ilusión se deconstruye y con ella la dialéctica de la libertad positiva y negativa. La auctoritas fracasa al no poder realizar la libertad que el sujeto reclama; al intentar resolver la paradoja el sujeto se anula y regresa a su soledad, en la cual es soberano. En la modernidad la libertad no puede no ser sino una ilusión; la auctoritas, se presenta ineficaz para superar su carácter ilusorio. Lo que se anuncia con la crisis de la modernidad es la imposibilidad de realización de la libertad atrapada en la dialéctica de la superación de una forma en la otra; la superación del limite que cada una expresa y de su necesaria conexión. La post y la hiper-modernidad proclaman su ilusoriedad como falacia. Su operación es incisiva al desconectar la libertas de la emancipación, al acabar con su proyección positiva. Al eliminar la dialéctica se anula la tensión sobre la cual se soporta. El desenlace del postmodernismo y del ultramodernismo re-ubica a la libertad en su dimensión básica, como una pulsión que es constitutiva del ser en cuanto proyección del deseo, en cuanto anarquía de percepciones, movimiento de fuerzas, pasionalidad incontenible. Es esta acumulación desordenada de percepciones, esta sensibilidad acelerada e intermitente que no encuentra límite, la que produce el conflicto, una conflagración de fuerzas que esta inscripta en la misma configuración de la mónada que constituye a todo ser vivo (Leibniz). Lo que se anuncia es el regreso a la potestad de los poderes discretos y fragmentados, a la disolución de la auctoritas en una infinidad de arreglos del poder, a la reinstauración de las múltiples soberanías, de sus potestades indirectas (G. Marramao).

 

V

En su tratado sobre la Monadología, Leibniz se adentra en la comprensión de las sustancias elementales que mueven al mundo y que parecerían condicionar en profundidad la posibilidad de la libertas. Su aproximación es metafísica, el accionar de las monadas, aquello que las mueve, no pertenece al mundo físico sino a la pura inmaterialidad, a aquello que esta ‘por detrás’ del mundo de la consecuencialidad que ordena de manera aleatoria la conjunción de causas y efectos; llamaríamos, al mundo de la contingencia. ¿Pero que es la monada? es una entelequia; es el principio vital que lo mueve todo; es movimiento en cuanto solo en el movimiento puede entenderse el deseo y el apetito; la necesidad de atrapar el mundo; la monada juega su reproducción al enfrentar la compulsión del deseo y del apetito que la comanda. Entre sus características está la de ser autosuficiente o autorreferente; no depende del mundo exterior para reproducirse, sino de una dinamia interna que podría caracterizarse como el de su propia idoneidad constitutiva; en su operar esta presente este referirse a si misma, para lo cual instaura una dinamia de reflexividad que la obliga a salir de sí para luego retornar en un movimiento incesante de reproducción; una perfecta estructura ontológica compuesta de una infinidad de variaciones dentro de un marco cerrado de posibilidades; lo que la mueve es el apetito y el deseo de ser si misma. Se trata de una metafísica intemporal e inconmensurable como solo la metafísica puede serlo. Es éste seguramente el terreno de la libertas o el espacio inmaterial en el que ésta se juega; un espacio anterior a su afirmación en el mundo de los fenómenos, en aquel mundo en el cual el espacio de posibilidades se cierra necesariamente al afirmarse. En Leibniz lo que mueve a la monada es el deseo, este la conduce al conatus, al conflicto en su afán de afirmación; el deseo coincide con el mundo de las percepciones que en principio es caótico, porque es un mundo necesitado de selecciones y como tal caracterizado por excluir mundos posibles.

La formulación de Leibniz podría interpretarse como una operación que trabaja sobre la metáfora platónica de la caverna; en la caverna reinan las percepciones necesitadas de la luz que solo proviene de la razón, la razón es lo que para Leibniz es la apercepción del mundo, algo así como una percepción que se reconoce como tal, la producción de un efecto especular que permite poner en orden el caos de partida propio del mundo perceptivo. Lo que se vuelve posible a partir de Leibniz es complejizar la perspectiva platónica; la luz del conocimiento, de la razón, es apenas una imagen que obscurece la existencia de otras posibilidades; el mundo del conocer es el de las monadas necesitadas de identidad, la conciencia mundana, es aquella que esta en la caverna, es la de la vivencia de la individualidad que se da en el deseo; es esta condición sensual y pasional de la mónada la que la empuja a salir de si misma; su propia condición, ahogada en la finitud le empuja al conatus, a acudir al encuentro que podría salvarla de su ahogamiento en la finitud, a colisionar con su propia necesidad de salir de si misma; a fugar; su conatus es total: “por ello las acciones y pasiones son mutuas entre las criaturas (…) en cada cuerpo orgánico de un viviente hay una suerte de maquina divina o un autómata natural que sobrepuja a todos los autómatas artificiales” (P.L. 64). Aquí Leibniz introduce la distinción entre alma y máquina para diferenciar la heterogeneidad de causas que ordenan el movimiento de las mónadas, “las almas obran según las leyes de las causas finales, por apeticiones, fines y medios. Los cuerpos obran según las leyes de las causas eficientes, o movimientos” ( P.L. 79) ; las causas finales son las que conducen al conatus, las causas eficientes las que explican el movimiento; las causas finales (el bien, la belleza) son materia de disidio y confrontación, todas buscan asociarse con la divinidad que es donde reina la belleza, el bien, el orden armonioso, pero para conseguirlo activan al autómata artificial; en realidad el automatismo termina por ser el producto de esta búsqueda de si misma que caracteriza a la mónada. El autómata es la conjunción de causa final y causa eficiente; es en este terreno donde se juega la libertad, en una época en la cual la dialéctica ha colapsado y la libertad ha abandonado su carácter ilusorio.

VI

Las cartas estan sobre la mesa; es la misma pulsión del deseo la que se proyecta sobre el mundo y se reconoce como poder que desata el conflicto; ahora este es asumido como condición y posibilidad de la libertas; es el conflicto el que está inserto en la misma configuración del ser vivo, la ilusión de su exclusión o anulación ya no es necesaria; el otro que se opone, el ambiente que se resiste y ataca está en la misma configuración monádica; no hay ilusión posible de que esta antinomia se resuelva. La producción de auctoritas es sistemática e inestable, es poder generativo que oscila entre tensiones y pulsiones de clausura en la absoluta soledad, en la dis-identidad, en el no reconocimiento, en la afasía, a dinamicas de apertura y de búsqueda por la realización simbólica. La ilusoriedad es simbólica. Lo vuelve patente la crisis de los Estados nacionales sobre la cual se constituyó la potestas moderna; el Estado al realizar y garantizar los derechos, debía permitir que la libertad negativa se positivizara mediante su aparato institucional, su sistema de legalidades; una deriva que al operacionalizarse develó cada vez más sus limites: mantener a la libertas como expectativa no resuelta, utilizar su demanda como demagogía seductora, o en su defecto, trastocar su ‘política’ en la entronización de poderes tiránicos dirigidos a anularla, incluso su ilusoriedad.

Las auctoritas soberanas, aquellas que movian a los estados hoy se presentan ineficaces al aplicar su potestas; cada vez más la potestad soberana se fragmenta en potestades indirectas, en círculos restringidos de acumulación de poder, en lógicas de incidencia relativas. La revolución que estaba para constituirla, ha devenido en poder tiránico. Pero la pulsión del deseo es indetenible, emerge sistemáticamente y se expresa como derecho a existir, a realizarse; el deseo es productor de eticidad como lo plantea Hegel, pero requiere, exige de una alta dosis de abstracción institucional, una operación de artificialidad tal que pueda comprender la alteridad entre libertad positiva y negativa como condiciones no superables ‘dialecticamente’, como contradicciones que estan para retroalimentarse, para reconocerse en su estructural diferenciación y determinación. La modernidad hegeliana parecería ceder el paso y permiir el regreso de las potestades indirectas; o dejar el espacio para su transfiguración post e hipermoderna. No es que estemos frente a menos Estado, sino que estamos cada vez frente a más Estado, lo expresa la variable crisis fiscal, como dimensión crónica de la inmensa penetración del Estado en toda esfera de la reproducción social. Como lo resalta Marramao, “En el multiverso global, el Estado declina mientras crece, y crece mientras declina”. No es que el Estado se repliega para dejar que emerjan estas ‘formas de poder’ sino que las genera mientras más interviene; es el Estado de los derechos el que produce una amalgama particular por la cual las diferenciaciones y segmentaciones sociales se profundizan y expanden al tiempo de reclamar legitimamente sus ‘derechos’ (libertad positiva); al hacerlo, se acoplan a la estructura de los ‘viejos’ derechos fundamentales, que estaban justamente alli para resguardarlos ( libertad negativa), se superponen a ellos, los condicionan. Es este el desarreglo contemporáneo; la escasa abstracción institucional cede ante la amenaza de la libertas que no encuentra cauce institucional; de allí la dominancia de la juridicidad y de su estrategia niveladora y homogenizadora; el sistema judicial quisiera convertirse en cinturón de castidad que impida las multiples colisiones/soluciones que emergen en el enfrentamiento entre las formas y los arreglos que asume la ecuación libertas/auctoritas. Al intervenir con esta función, las reproduce ad infinitum; el poder generativo de la complejidad social, tiene aquí su punto de apoyo. La política ahora se lleva consigo al Estado y con este el control del poder se diluye. “En el intento de hacer frente a la masa crítica de contingencia que lo invade, el Estado se “autodeconstruye”, se desarticula, descentra sus funciones volviéndolas, al mismo tiempo, mas penetrantes y menos jerárquicas” (G. Marramao).

Es esta condición confusa de crisis e innovación, la que nos devela la situación actual de la libertas; es en este declinar/creciendo en el cual se debate la politica contemporanea, que reaparece la fundamental caracterización leibniziana de la estructuración monádica; no es posible pensar la condición contemporánea por fuera de esa artificialidad generativa; la actual revolución informática, computacional, comunicacional, mediática, parecería acercarnos a esa primigenia caracterización de la política moderna. Ésta acelera el desarreglo en el cual se encuentra la libertas/potestas; sin embargo, y al mismo tiempo, cada vez más su impulso conduce a perfeccionar la conexión entre biología y tecnología; la amalgama de los derechos es despolitizante y neutralizadora, su homologación es necesaria, para acoplarse a la convencionalidad abstracta de la inteligencia artificial; de allí el descubrimiento del cálculo infinitesimal con el cual Leibniz acomete su desentrañamiento de las ‘particulas elementales’; estas se reproducen sobre la homologación, sobre la serialización. Este parecería ser el lugar en el cual se define la libertas contemporánea. Las potestas tiránicas desconectadas del control político vs el amalgamiento de derechos y sus demandas comandadas por la innovación tecnológica, mediática, comunicacional.

La ciudad, la igualdad y el desorden de la democracia

Juan Manuel Ledesma
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Sócrates: Ciertos sabios, Calicles, dicen que el cielo, la tierra, los dioses y los hombres forman, juntos, una comunidad por medio de la amistad, el amor del orden, de la templanza y el sentido de la justicia. Por esta razón, querido mío, a este todo lo llaman Kosmos u orden del mundo y no desorden y desenfreno. Me parece que tú no fijas la atención en estas cosas, aunque eres sabio. No adviertes que la igualdad geométrica es todopoderosa entre los dioses y entre los hombres; piensas, por el contrario, que es preciso aspirar a tener más que los demás, porque descuidas la geometría.

Platón, Gorgias

 

Para Occidente, Grecia es y siempre ha sido el punto de partida, el comienzo y el origen, la fundación misma de lo que, a pesar de todo cambio o mutación histórica, permanece idéntico a sí: su difícil y problemática “identidad”. A pesar de las discrepancias que se puedan invocar al respecto, de todas las perspectivas o fuentes que efectivamente alimentaron la historia de Occidente, es difícil negar que uno de los confluentes más importante, significativo y primordial en la constitución histórica de su “identidad”–en todo caso determinante en su búsqueda sin fin–, proviene de su devoción, por no decir obsesión, por la Antigua Grecia (ya sea como resultado del reconocimiento de su realidad histórica o como efecto de su fantasía, o idealización). Incluso si invocamos el cristianismo, cuyo origen es el Antiguo Testamento y no el Partenón o la Academia, no podemos olvidar que el pasaje del Antiguo al Nuevo Testamento coincide, precisamente, con el paso, la travesía y la traducción de la cultura y religión judías al mundo griego: Dios es llamado Logos. Grecia es fundamental, fundacional. Pero, ¿por qué razón?, cabe preguntarse. O más bien: ¿qué sucedió en Grecia –o de qué suceso Grecia es el nombre– para que, de manera obsesiva, nuestra cultura vuelva incesantemente a ella como uno vuelve a la tierra natal, imposible de olvidar?

Lo que sucedió en Grecia, el acontecimiento fundamental y fundacional que lleva su nombre se desplegó en la ciudad-estado llamada Atenas. Atenas condensa la esencialidad que Occidente atribuye al nombre propio “Grecia”, porque en ella nació y murió un experimento singular y transformador; experiencia revolucionaria llamada democracia. Todo otro acontecimiento que el nombre de Atenas encierra –la arquitectura, la escultura, la tragedia, la filosofía, la sofística, la ciencia, etc.–; todo lo que, justamente, Occidente reclama como su bagaje fundacional, fue posible únicamente dentro de la democracia y gracias a ella; es decir, gracias a lo que en ella se liberó: la libertad política o, como Platón lo dirá, la libertad del deseo. La democracia ateniense es, en todo caso, el modelo a imitar, el ejemplo a seguir –como lo enuncia Pericles en la historia de Tucídides– no sólo por parte de las otras polis de la Antigüedad, sino por las que vendrán a alimentar su mito, al ser el modelo intemporal y arquetípico de toda la construcción histórica y política –mimética podríamos decir– de Occidente. No es un azar si, aún hoy en día, nuestro dilema fundamental sigue siendo la (im)posibilidad de la democracia, la posible-imposible reconstrucción, repetición o imitación (mimesis) del modelo originario.

Atenas es democracia y la democracia es ateniense. Por lo tanto, si queremos interrogar la deuda inmemorial que Atenas y su democracia suscitan, es necesario interrogar la identidad de su legado. Dicho de otra manera, si el arquetipo-modelo de Occidente es una ciudad, y esa ciudad-modelo es esencialmente democrática, es necesario interrogarse no solamente sobre la singularidad del sistema político como tal, sino también sobre la singularidad de la ciudad que volvió posible tal sistema, en cuanto espacio y lugar de vida. ¿Qué singulariza, define y circunscribe la unicidad de Atenas, en cuanto espacio fundador de la democracia? Si es necesario hablar de espacio, cuando se habla de Atenas, es porque la invención de la polis democrática no fue solamente una revolución operada en el plano de la filosofía y de la política; la invención de la polis democrática es sobre todo la expresión fundamental de una revolución espacial. Una revolución que sería inapropiado llamar científica, porque la idea misma de ciencia dependerá de ella; se trata de una revolución que es justo llamar, simplemente, geométrica. Atenas es democrática, o más bien se vuelve democrática, a partir del momento en que la geometría invade el espacio social.

La geometría llega a Grecia en manos de los siete legendarios Sophoi, los siete Sabios de la Grecia arcaica, quienes la aprenden, según la leyenda, de los sacerdotes egipcios. Tales de Mileto, ejemplo supremo de los siete Sophoi, primer pensador de la naturaleza y ancestro de todo filósofo, es sobre todo un geómetra ejemplar. Pero es Solón de Atenas, poeta, legislador, y geómetra, quién opera el giro fundamental en nuestra historia. Solón es el primero en traducir los fundamentos de la geometría en ley o, más bien, el primero en aplicar las leyes de la geometría a las leyes injustas de los humanos. Es decir, él fue el primero en reformar el espacio injusto de la ciudad introduciéndolo en la espacialidad imparcial de la geometría. Solón es el padre de la democracia ateniense, responsable de la introducción de una de las ideas más radicales de la geometría: la isonomía, es decir, la igualdad (isoi) de todo ciudadano ante la ley (nomos). “Lo igual no puede engendrar guerra”, según Solón. Bajo esa idea, y principio, reformó la ley de Atenas en dos aspectos fundamentales. En primer lugar, creó lo que hoy llamaríamos una “asamblea popular” al abrir la asamblea a la voz de todo ciudadano. En segundo lugar, creó un verdadero tribunal del pueblo –la Heliea–, cuyas funciones fueron abiertas, de manera equitativa, a todo ciudadano. La justicia, y la acción politica, comenzaron a medirse con la medida de la igualdad geométrica.

Solón dio el primer paso, introduciendo la igualdad neutra de la ley geométrica en la ley humana, pero es el ancestro de Pericles, Clístenes de Atenas, quién la aplicó literalmente al espacio social, y topográfico, de la ciudad. Clístenes entendió que la injusticia y la asimetría del poder –la dominación– se expresan ante todo en el espacio social, en la manera en la que los diferentes grupos y facciones sociales se apropian el espacio para vivir. Los pobres siempre son expulsados a la periferia, o encerrados en un centro desolado. En todo caso, pobres y ricos viven siempre separados, como si su futuro y su bienestar no fuesen, en el fondo, comunes. Clístenes decide, por lo tanto, expandir la neutralidad del espacio geométrico más allá de la esfera jurídica y aplicar la simetría, la proporcionalidad y la igualdad al espacio social.

Primero, reforma del cuerpo social: Clístenes redistribuyó la demografía de Atenas, creando más de cien grupos sociales llamados demos o municipalidades. Luego, las reagrupó en diez nuevas tribus proporcionalmente justas, es decir, compuestas cada una por todas las clases sociales, asegurándose así que el lazo social y el interés común prevalezcan sobre el interés privado y de sangre. La pertenencia o la proveniencia de un ciudadano es, a partir de ese momento, su demos, no su apellido o su familia. En segundo lugar, reforma del espacio social: Atenas –la región del Ática– fue literalmente dividida y reorganizada en tres nuevas regiones geográficas (costa, rural, urbana), y cada una de ellas fue dividida en diez distritos en donde las nuevas tribus fueron instaladas. Compartir el espacio, de manera homogénea, para compartir de manera más justa el poder. Al distribuir de otra manera el espacio topográfico, distribuyendo a los individuos no en conformidad con las divisiones sociales, Clístenes redistribuyó, de manera más justa y proporcional la participación misma al poder. La preeminencia arcaica de los lazos de sangre, que solo tienen por lazo el interés privado, fue así cortada. En su lugar, se erigió una nueva figura de la ley, en donde la justicia se mide con la ley de lo igual. A partir de ese momento, los ciudadanos de Atenas comienzan a llamarse semejantes (homoios), porque son iguales (isoi) ante la ley. He ahí el germen de la democracia profundamente anclado en la idealidad geométrica.

A través de Clístenes, la igualdad se vuelve una fuerza positiva y dinámica, una fuerza de neutralización de toda jerarquía o asimetría sin fundamento, que introduce una nueva idea y manera de vivir el espacio: la ciudad es como una figura geométrica, como un círculo que tiene un centro –el Ágora–; un centro que no confisca el poder de manera injusta, sino que lo distribuye equitativamente a todo ciudadano. En un círculo, el centro nos permite pensar la igualdad entre todas las líneas que lo atraviesan. La misma función tiene el Ágora; es el punto central en el espacio de la ciudad que dictamina la igualdad, ante la ley, de todo ciudadano respecto de cualquier otro. La polis democrática, la ciudad transformada en cuerpo y espíritu por la idealidad geométrica –por la ley de la isonomía– expresa y simboliza la creación de un verdadero espacio común. La isonomía abre la posibilidad de una comunidad en el espacio y del espacio, es decir la posibilidad del espacio público.

Pocos entendieron la fuerza y la novedad de esta revolución con la misma acuidad que Platón. Presentado eternamente como el primer adversario, por no decir enemigo de la democracia, Platón es en realidad el primero de los más profundos pensadores de la democracia. La obra entera de Platón es, en realidad, una larga meditación sobre el fracaso de la democracia ateniense. Lo que Platón entiende es que el régimen isonómico de Pericles, Clístenes y Solón, no logra solamente introducir una igualdad radical entre todos los ciudadanos. Platón concibe que la igualdad ante la ley, en democracia, se traduce necesariamente en la igualdad radical de la palabra, del discurso, del logos. ¿Cómo se manifiesta la isonomía, cómo se expresa concreta y políticamente si no es a través del acto de tomar la palabra, de manipular el discurso para defender su punto de vista, su opinión? En democracia, todo discurso, toda opinión es legítima –poco importa quién la pronuncie– porque todas son iguales. El discurso, en democracia, se vuelve el rey, o será rey quién lo domine.

La isonomía libera la potencialidad del discurso y de la opinión, es decir la potencialidad del individuo y, como lo teme Platón, la potencialidad infinita del deseo. Platón constata que la democracia, régimen geométrico de la medida y de la simetría, del orden y de la ley, libera súbitamente el deseo desordenado e indeterminado de todo individuo. Su gran temor es que la democracia no sea en el fondo más que el reino, o más bien la tiranía camuflada del deseo –de unos cuantos– y, por lo tanto, el reino brutal del interés privado. Liberado de la opresión de la tiranía y de la oligarquía, el individuo democrático puede dar rienda suelta a su deseo, es decir vivir como le plazca, vivir en fin para sí, por su interés. Es de esta libertad democrática, y topográfica, que emergen la sofística, la tragedia, la explosión de las artes y, por supuesto, la filosofía como tal, en cuanto ciencia del discurso. Es decir, toda la gloria del modelo que produce aún sus efectos. Pero es a causa de la libertad democrática también que se instala, políticamente, el desorden estructural del Ágora, es decir la confrontación inevitable de opiniones radicalmente distintas –y sin embargo estructuralmente iguales–, el conflicto de intereses personales que no logra adicionarse en interés colectivo. Confrontación y conflicto que no pueden ser resueltos sino por el asentimiento de la mayoría, del demos, sea cual sea su veredicto: es así que, irónicamente, la democracia produjo –y continúa produciendo– su propia ruina, rindiéndose una y otra vez a la tiranía. Tal como Platón lo predijo.

Este desorden, que Platón teme, y que a toda costa desea contener, resulta sin embargo del conflicto inevitable que atraviesa la vida de toda ciudad, como la de todo individuo: es libre quién se busca, es decir quién no sabe a dónde va y, por lo tanto, está expuesto al error y al cambio. Como Protágoras lo dice a través de la pluma de Platón, la democracia y el individuo democrático son el resultado inevitable del error –y del olvido– de Epimeteo. Éste es tal vez el legado ambiguo de Atenas y de su democracia, que continúa acechándonos, el legado inimitable de una libertad en busca de normas y conocimiento, de leyes e instituciones capaces de contener el desorden inevitable de su deseo.

 

 

 

 

Realidad y utopía: poder y pueblo

Lilia Lemos Játiva
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No hay democracia. Lo que llaman opinión pública es una opinión mediática, una opinión creada por la educación y por los medios. Ambas cosas interesadas en lo que interesa al poder, porque el poder controla los medios y la educación.

José Luís Sampedro

Seamos realistas pidamos lo imposible.

Herbert Marcuse

 

La democracia es más utopía que realidad y la utopía es más ficción que realidad pero como toda ficción, parte de (al menos) una realidad. Una dura realidad es la del poder: al poder no le interesa la democracia. La democracia es más bien un asunto de la ciudadanía. Y dado que consiste en la participación real y efectiva, no en la manipulación ni el efectismo del poder, podemos decir que parte de la confianza en el ser humano, en sus capacidades para pensar, comunicarse y tomar decisiones.

El asunto de la credibilidad en las personas, que tiene que ver con las posturas sobre la condición (de la especie) humana, puede remontarse a la China de hace 20 siglos. Mengzi decía que había en la condición humana una tendencia congénita hacia la benevolencia, la compasión, la corrección y la justicia; tendencia que si no se cultiva se termina perdiendo. Para Xunzi los humanos seríamos congénitamente agresivos, egoístas y pendencieros; solo la educación y la cultura lograrían superar esas tendencias naturales y llevarnos a la benevolencia. Los dos llegaban, por la vía genética o por la de la cultura y la educación, a la necesaria benevolencia entre los seres humanos para la supervivencia y la convivencia social. Más adelante en la historia, Aristóteles, Sócrates, Platón,  Maquiavelo, Rousseau –entre otros– siguieron pensando en las posibilidades e imposibilidades de la democracia (“el poder del pueblo”), cada vez más relacionada con los derechos humanos, incluido el de la participación.

En Norteamérica, hace dos siglos, en el Estado de Nueva York, hubo una “Gran Ley de la Paz” que establecía límites al poder de quienes gobernaban: los hombres dirigían los ejércitos y las mujeres dirigían los clanes. En el siglo XX desaparecen la mayor parte de las monarquías y las dictaduras, se afianza la autodeterminación de los pueblos y los derechos humanos, en gran medida gracias precisamente a la participación del pueblo en luchas sociales históricas por la libertad, la igualdad y la dignidad. Pero la democracia fue y sigue siendo usada para el simulacro de la libertad que hemos vivido gracias al poder del mercado y/o del Estado, con mayores o menores niveles de represión. Puesto que si no somos libres, no somos. Ser libres es condición para ser. Si no somos libres no hay democracia real posible. Hay simulacro de democracia que es peor que un absolutismo frontal.

Mientras no lleguemos a la anarquía o libertarismo, a la ausencia de poderes –utopía más lejana aún que la democracia–, se requiere que acordemos reglas de convivencia que limiten los poderes y sus abusos, que protejan las libertades. Y para ser libres, debemos poder pensar y sentir libremente. Y luego expresarnos responsablemente. Y convivir armónicamente. Por eso se requiere cultivar la necesidad y la posibilidad de la convivencia libre y pacífica, que nos permita ser plenos, libres, solidarios, creativos, casi felices. Porque el ser humano puede “ser” únicamente en la medida de sus relaciones con los otros individuos, pues los necesita para el amor. Y para asumir en esos marcos las diferencias y enfrentar las divergencias y dialogar y acordar.

Pero de hecho la historia de la humanidad está llena de guerras y muertes, y resulta grato pensar que la evolución del ser humano debería permitir el desarrollo de relaciones de conocimiento y reconocimiento, que generen vínculos de afecto, que posibiliten ese anhelado bien estar propio de toda persona. Y esto en gran medida dependerá del desarrollo de relaciones basadas en el respeto al otro, al diferente, que nos abren a otras posibilidades, que nos permiten crecer como seres humanos. Para lo cual sin duda habrá que tomar algún camino, sendero o trocha que no es este que nos ha llevado donde la democracia sirve para convertirnos en una sucesión de seres poco humanos, poco sensibles, poco inteligentes, poco pensantes, poco solidarios, poco arriesgados, poco amorosos y bastante infelices.

Para Rosana Reguillo, la encarnación de alguna bruja medieval que fue a parar a México, la precarización estructural a la que se ha llegado –con todo y democracia–, y que genera pobreza, exclusión, discriminación, violencia, genera además una precarización en las subjetividades lo cual dificulta –si no impide– la construcción de personas, de libertades, de vidas, de sentidos, de relaciones, de afectos. Quizás por la globalización del poder mundial, la teoría de la democracia en zonas pequeñas donde la gente pueda entablar contacto, conocerse y tomar decisiones libremente por el bien común, siga siendo una utopía. Quizás la pequeña aldea ha devenido en una gran nebulosa. Quizás por esto, a fines del 2017, hayan quemado simbólicamente en Brasil a una reencarnación más de otra bruja medieval, de familia materna húngaro-ruso-judía cuya mayor parte murió en el Holocausto, que fue a nacer en 1956 en los Estados Unidos.

En Brasil, en noviembre de 2017, quemaron una imagen de la feminista Judith Butler. La conferencia que tenía prevista en Sao Paulo era sobre Los fines de la democracia pero parece que el ambiente social se dirigía a que el imaginario imperante leyera La finalización de la democracia más que Los objetivos de la democracia. Más de 360.000 personas firmaron una petición para decir que Butler no era bienvenida en ese encuentro que buscaba las razones del aumento de los movimientos populistas y los desafíos que enfrenta la soberanía nacional en los sistemas democráticos. Judith Butler, a propósito de su quema simbólica, dice:

Estaba invitada a un evento internacional sobre populismo, autoritarismo y la actual preocupación de que la democracia esté bajo ataque… Y la apertura ética es importante para una democracia que incluya la libertad de expresión de género como una de las libertades democráticas fundamentales, que visualice la igualdad de las mujeres como pieza esencial de un compromiso democrático con la igualdad y que considere la discriminación, el acoso y el asesinato como factores que debilitan cualquier política que tenga aspiraciones democráticas. Cuando violencia y odio se tornan instrumentos de la política y de la moral religiosa, entonces la democracia es amenazada por aquellos que pretenden rasgar el tejido social, punir las diferencias y sabotear los vínculos sociales necesarios para sustentar nuestra convivencia aquí en la Tierra.

Imagen: Agencia EFE

Hay entonces casos en los que las expresiones y opiniones del pueblo son inducidas por el poder que manipula el pensamiento y las acciones lo cual dista diametralmente de la participación en la que las individualidades que conforman ese pueblo acceden a espacios de conocimiento, reflexión y manifestación libre y voluntaria que es la única manera en la que la democracia puede crecer y fortalecerse como “el poder del pueblo” para el pueblo, para su libertad y su bien estar.

En Ecuador también la democracia se tambalea. A finales del año pasado, el periodista Roberto Aguilar fue agredido en una de las llamadas fiestas de la democracia, que concentró unas 600 personas:

A inicios de este año, un importante porcentaje de personas que no acudieron al llamado democrático, que contó con poca participación real, partiendo de la confusión que generaron las preguntas en quienes acudieron y en quienes no lo hicieron; hubo cierto tufo a manipulación cubierto con caramelo democrático. No nombrar a Dios en vano, dicen; no nombrar la democracia en vano, digo. Para el poder que vive de mentiras, impunidad y miedo, la otra o a el otro no valen. Y esto no es lo peor. Lo “peor de lo peor” es “la cantidad de cómplices que necesita y que efectivamente tiene un abusador para conseguir su impunidad”, como dice, en Página 12, otra bruja: Malena Pichot. Así, la democracia resulta una gran mentira, lo cual es una gran verdad. Y no dejará de ser una utopía si no logramos asumir la democracia como el sistema que puede permitir el desarrollo del ser humano a partir del goce de oportunidades de crecimiento para la actuación libre y criteriosa.

Si pensamos, entendemos y asumimos a la democracia como la posibilidad de “mantener encendida la esperanza por una vida común no violenta y el compromiso con la igualdad y la libertad, un sistema en el cual la intolerancia no se transforma en simple tolerancia, pero es superada por la afirmación corajosa de nuestras diferencias” como propone Judith Butler, la utopía de la democracia podría ser cada día más una realidad. Y la paz podría llegar a ser más que una noche al año.

 

Imágenes
Unsplash: Sacha Styles; Jeremy Cai

El error de Epimeteo

Fernando Albán
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El mito de la democracia

En el segundo tomo de la Historia de la filosofía, una vez que se ha expuesto el lugar que los sofistas ocupan en el ámbito del pensamiento griego, Hegel prosigue con la exhibición del método que empleaban, de su modo de proceder, y, para ello, se remite al Protágoras de Platón. La sofística no consiste, solamente, en el cultivo de la destreza expositiva, como tampoco cree que la multiplicación de los puntos de vista para enfocar en todos sus aspectos un determinado problema es suficiente. El arte de los sofistas exige, además, ser velado y disfrazado de diversos modos. Homero y Hesíodo practicaron la sofística bajo la forma de la poesía; Orfeo y Museo la envolvían bajo el ropaje de los misterios y los oráculos; otros recurrían a la gimnástica o a la música. Protágoras, sin embargo, prefería no esconderse. Para enseñar al hombre a regentar del modo más hábil los asuntos de Estado, Protágoras afirma que es preciso confesar abiertamente que se es un sofista. Sócrates, al escuchar que la virtud política puede ser enseñada, no oculta su descontento e inconformidad; arguyendo como un sofista, invoca, como apoyo para su tesis, a la experiencia: Pericles, que dominó el arte de la política, nunca intentó transmitir esta ciencia a sus hijos. El arte de la política carece de discípulos.

Protágoras responde que es posible enseñar la virtud política y, para explicar cuáles son las razones que empujan a creer lo contrario, recurre a la máscara del mito. En respuesta a un encargo de los dioses, Epimeteo repartió entre los seres el vigor, la velocidad, la fuerza, el pelaje, las cuevas, la capacidad de volar; concluyó su distribución con la mayor igualdad posible, de tal manera que ninguna de las especies pudiera ser destruida. Prometeo, al revisar la distribución que Epimeteo había hecho, se percató de que los hombres yacían desnudos, inermes e impotentes. La falta de previsión de Epimeteo había determinado que ya no quedara nada que entregarles a los humanos cuando llegó su turno. Prometeo, entonces, al acercarse el momento en que los humanos debían salir a la luz, robó a Hefaistos el fuego y a Atenea la sabiduría, y se los entregó para que pudieran hacer frente a sus necesidades. Pero, al carecer los mortales de sabiduría política, su vida quedó a merced de la discordia. Fue entonces que Zeus, movido por la compasión, ordenó a Hermes que les infundiese pudor y justicia con el propósito de que pudiesen construir ciudades y anudar lazos de amistad. Hermes preguntó si los dones debían ser repartidos entre algunos hombres solamente; Zeus respondió que debían ser entregados a todos por igual, pues ninguna comunidad social puede subsistir si solamente unos cuantos poseen dichos dones. De ahí que, en Atenas, cuando se trataba de tomar acuerdos sobre los asuntos del Estado, todos estaban en capacidad de intervenir.

Lo que resulta paradójico es que, una vez concluida la exposición del mito por parte del sofista, las mismas razones permiten sostener que la virtud política —es decir, el pudor y la justicia— puede y no puede ser enseñada. De ahí que Protágoras afirme, siguiendo el sentido fundamental del mito, que todos los seres humanos son igualmente susceptibles de adquirir, por medio de la enseñanza, el arte de la política. De cualquier manera, se enseñe o no, lo esencial del mito es que la virtud política es la cualidad general de todos los hombres. Esto se torna evidente cuando Protágoras señala que nadie se rehúsa a enseñar a los demás lo que es justo, como tampoco a mantener en secreto la ciencia de la política como si fuese un bien al que se posee de manera privada. La justicia es un bien que se posee en común, y, por lo tanto, en lo que atañe al arte de la política, «todos son enseñados por todos» (Hegel, Historia de la Filosofía II). Posiblemente, consideraciones similares son las que llevaron a Jacques Rancière a sostener con insistencia que la democracia, antes de ser un “régimen político”, es el régimen mismo de la política. Siguiendo esta premisa, la política no puede sustentarse en desigualdades naturales o sociales; de ahí que «la condición para que un gobierno sea político es que esté fundado en la ausencia de título para gobernar» (Rancière, El odio a la democracia). La democracia, como régimen de lo político, revela que la igualdad —el pudor y la justicia que se posee en igual medida— se convierte en el fundamento del poder común. Solo entonces la legitimidad de un gobierno depende del estricto hecho de ser político; es decir, de carecer, en el ejercicio de gobernar, de título o de fundamento legitimador. La democracia está regida, tal como lo entiende Rancière, por la «ley de la suerte». La institución democrática por excelencia, entonces, es el sorteo.

El mito del político

En el Político de Platón, se define a la «política» como «el arte de apacentar hombres». Y es indiferente si se califica a la política como arte o como ciencia, puesto que, en cualquier caso, es indispensable el conocimiento para conducir al rebaño. De ahí que el hombre político —el filósofo— haya sido también relacionado con el cochero, al cual, gracias al saber que posee, se le entregan las riendas de la ciudad. Pero, al ser el político un tipo determinado de pastor, es necesario diferenciarlo de todos aquellos que destinan su labor a la crianza del rebaño humano. Con este propósito, Platón se sirve de un extenso mito que trata sobre la reversión periódica del universo y sobre el impacto que este evento tiene en la configuración de la vida humana. Cuenta el mito que, en la época de Cronos, dios personalmente conduce el movimiento circular del universo, mientras que, en la época de Zeus, el universo está a su propia merced; es, en esa libertad, que el universo empieza a circular en sentido retrógrado. Al principio, cuando el dios regía el movimiento circular, todas las partes del mundo estaban distribuidas y apacientadas por diversos dioses. Es así que, en la época de Cronos, los humanos carecían de regímenes políticos y brotaban espontáneamente de la tierra de la que recibían una profusión de frutos. En la marcha retrógrada del universo, la raza nacida de la tierra desapareció por completo, pues ya no le era posible al ser vivo nacer y subsistir por acción de agentes exteriores. Al ser el mundo amo y señor de su nuevo curso, todos los seres recogidos en su seno debían enfrentarse a la misma suerte. De este modo, una vez que los hombres se quedaron privados del cuidado de los dioses, fue necesario que el político cuide de ellos.

En el período en que dios dirige la marcha del universo, este se comporta siempre de manera idéntica y se mantiene en conformidad consigo mismo, pues la inteligencia logra imponer un pleno dominio sobre el elemento corpóreo. Por el contrario, el universo de la época de Zeus está abandonado a su suerte y, por lo tanto, las cosas que anidan en él se encaminan a su corrupción; se trata de un mundo más heterogéneo y que participa cada vez menos del ser. Librado a sí mismo el universo degenera en una organización cada vez más confusa que lo arrastra hacia la región en la que prima la desemejanza. Hoy vivimos en el período cósmico que resulta del abandono del dios; época en la cual, por lo demás, son indispensables las ciudades en cuyo ámbito se suscita el problema de la política y del político. Precisamente, el político es el relevo del dios en la época retrógrada, puesto que posee «una ciencia relativa a las acciones» que lo vuelve apto para apacentar al rebaño humano. Gracias a la posesión de la ciencia, el político es capaz de mesurar el más y el menos, no solamente en su relación recíproca, sino «con la realización del justo medio». Es decir, el político mide teniendo en cuenta la relación que una acción guarda con la medida justa, absoluta. Además, la posesión del patrón absoluto —la justa medida— es lo que permite al político colocarse por sobre la ley y justificar, al mismo tiempo, el carácter absoluto del poder. De ahí que, el único límite del político sea el que brota de su propio saber. «Por necesidad, entonces, de entre los regímenes políticos, al parecer, es recto por excelencia y el único régimen político que puede serlo aquel en el cual sea posible descubrir que quienes gobiernan son en verdad dueños de una ciencia y no sólo pasan por serlo [como el sofista]; sea que gobiernen conforme a leyes o sin leyes, con el consentimiento de los gobernados o por imposición forzada, sean pobres o ricos, nada de esto ha de tenerse en cuenta para determinar ningún tipo de rectitud» (Platón, Político).

Solo el régimen político fundado en el saber de un único individuo es auténticamente político, pues «ninguna muchedumbre de ningún tipo sería jamás capaz de adquirir tal ciencia y de administrar una ciudad con inteligencia» (Político). Y, en cuanto a las otras formas de gobierno, no resultan ser más que imitaciones del régimen perfecto en el que gobierna un solo político dotado de ciencia. Esta forma perfecta de gobierno, la única legítima para Platón, funciona como patrón para juzgar a las otras, bajo el criterio de mayor o menor proximidad respecto de esta forma de gobierno ideal. En la estructura jerárquica que se despliega a partir del arquetipo ideal, los regímenes «que están regidos por buenas leyes» tienen la virtud de imitar de mejor manera al régimen absoluto, aun si no llegan a ser considerados como propiamente políticos. Esta exclusión, del ámbito de la política de los regímenes basados en la «función legislativa», se debe a que la ley, por su alcance universal abstracto, no puede dar cuenta de «las desemenjanzas que existen entre los hombres, así como de sus acciones», puesto que ningún asunto humano es estático. Es decir, la ley procede como si fuese un hombre fatuo que dice no a todas las iniciativas que sean ajenas a las disposiciones elaboradas por él. En consecuencia, el legislador no está en condiciones de «atribuir con exactitud a cada uno en particular lo que le conviene».

El político es el encargado de superar el límite inherente a la ley, reduciendo el movimiento retrógrado que separa la época de Cronos —lo universal abstracto— de la de Zeus —lo particular concreto—. El Político de Platón configura el escenario propicio para que el gobernante prescriba la justa medida para cada acción humana. Se trata de la configuración de una vida en la cual las reglas se encuentran tan ajustadas a las acciones de los individuos que terminan sumiéndolos en la esclavitud. De ahí que el efecto de la acción del Político consista en hacer que la regla se confunda con la realidad, solo entonces aquella resulta incuestionable. La regla, dice Castoriadis en Sobre el Político de Platón, no debe adherirse a nosotros como la túnica de Neso se adhiere al cuerpo de Heracles. Y este muere porque es una túnica envenenada. Solo podríamos apartarnos de las reglas arrancándonos la piel.

Dos mitos, dos sentidos antagónicos de la política. El Político real cuyo gesto consiste en hacer de «su arte ley» y Protágoras, el sofista, hombre democrático cuyo ser es la palabra: virtud poética que reposa en la confianza; confianza, por ejemplo, en la igualdad de las inteligencias. Al final del Protágoras, Sócrates reconoce que el engaño de Epimeteo hizo que reine la confusión. Así, una vez concluido el diálogo no es lícito afirmar si la virtud política puede ser enseñada o no, como tampoco se puede saber si el engaño de Epimeteo «en la distribución que hizo» fue el efecto de un descuido. Epimeteo, por descuido o por error, hace que la confusión reine por todos lados, su gesto recuerda oscuramente que la democracia, más que una forma de gobierno, es la irreductible ingobernabilidad sobre la que todo arte de gobernar se funda. La democracia es el régimen de la política sin el político.

 

Imagen: Carl Raw on Unsplash